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El Señor de las Papas

Publicado: 25 noviembre 2015 en Eliezer Budasoff
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Julio Hancco es un campesino de los Andes que cultiva trescientas variedades de papa, y reconoce a cada una por su nombre: la que hace llorar a la nuera, la caquita colorada de chancho, la cuerno de vaca, la gorro viejo remendado, la zapatilla dura, la mano moteada de puma, la nariz de llama negra, la huevo de cerdo, la feto de cuy, la comida de bebé para dejar de lactar. No son nombres en latín sino nombres que eligen los campesinos para clasificar las papas por su apariencia, su sabor, su carácter, su relación con las demás cosas. Casi todas las variedades de papas que Hancco produce a más de cuatro mil metros de altura, en sus tierras del Cusco, ya tienen su nombre. Pero a veces siembra una papa nueva o una que ha perdido su identidad con el tiempo, y El Señor de las Papas puede nombrarla. A la puka Ambrosio —puka en quechua significa roja—, una variedad que sólo se cultiva en sus tierras, Hancco la llamó así en homenaje a un sobrino suyo que había muerto al caer de un puente. Ambrosio Huahuasonqo era un campesino amable, dócil como un puré de papas, que seguía a su tío adonde fuera y que conquistaba a la gente haciendo bromas. Dicen que su apellido quechua definía su carácter: Huahuasonqo significa «corazón de niño». Después de su muerte, Hancco eligió su nombre griego para darle un destino: Ambrosio significa ‘inmortal’. La papa que lleva su nombre es alargada, suave, ligeramente dulce, con una pulpa amarillo claro y un anillo rojo en el centro. Es una de las favoritas de Hancco, un campesino que solo habla quechua y tiene un nombre latino: Julio significa «de fuertes raíces». Una tarde de primavera de 2014, en su casa, días después de la siembra, Julio Hancco levanta una mano tan grande y rugosa como la corteza de un árbol, y señala un plato sobre la mesa.

—Como hijo —dice—. Como hijo, es papa.

Adentro de la casa de Hancco —un cuarto de piedra sin ventanas con una mesa vieja y un fogón—, está tan oscuro que no se alcanza a ver si lo dice sonriendo o con un gesto de solemnidad. Su esposa, sentada sobre un banquito en un piso de tierra, revuelve un caldo en el fogón. Sobre la mesa del comedor se enfría un puñado de papas puka Ambrosio. Son deliciosas, pero la gran mayoría de los peruanos nunca llegará a probarlas. Sabemos que la papa nació en el Perú, y que los agricultores de los Andes cultivan más de tres mil variedades, pero no sabemos casi nada sobre ellas. Sabemos dónde se fabrica un IPhone, cuál es el hombre más rico del mundo, de qué color es la superficie de Marte, cómo se llama el hijo de Messi, pero no sabemos casi nada de los alimentos que comemos a diario. Si es cierto que somos lo que comemos, la mayoría no sabemos quiénes somos. Quienes van a cualquier mercado en Perú su mayor dilema es elegir entre papas blancas o papas amarillas. Pueden reconocer las papas Huayro —marrón con tonos morados, especial para comer con salsas—, juntarse con amigos alrededor de ‘papas cocktail’ —del tamaño de unos champiñones— o sentirse más patriotas si compran una bolsa de papas nativas —producidas a más de tres mil quinientos metros de altura—. Pero, como todos, son ciudadanos del mundo de la papa frita: en el Perú de 2014, el país donde más variedades de papas se producen en el mundo, se importaron veinticuatro mil toneladas de papas precocidas: las que usan los fast foods para hacer papas fritas.

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Cuando mira hacia el cerro nevado frente a su casa, Julio Hancco detiene su mirada como lo hacen algunos en la ciudad cuando pasan frente a una Iglesia: como si se persignaran hacia adentro, con una reverencia imperceptible. Hancco es un agricultor de sesenta y dos años que ha sido llamado custodio del conocimiento, guardián de la biodiversidad, productor estrella. Fue premiado con el Ají de Plata en el festival gastronómico Mistura, y ha recibido a investigadores de Italia, Japón, Francia, Bélgica, Rusia, Estados Unidos, y a productores de Bolivia y Ecuador que han viajado hasta sus tierras en la comunidad campesina Pampacorral, para saber cómo consigue producir tantas variedades de papa. Hancco vive a cuatro mil doscientos metros sobre el nivel del mar, a los pies del cerro nevado Sawasiray, en un paisaje de suelos amarillos, colinas áridas y rocas gigantes adonde pueden llegar unos ingenieros europeos pero no llegan ni los automóviles ni la luz eléctrica. Para ir hasta su casa hay que bajarse en la ruta y subir casi un kilómetro a pie por una ladera empinada, algo que cualquier forastero describiría como subir una montaña. Quienes viajan a verlo desde una ciudad se demoran, jadean y se marean por la falta de oxígeno. Allí arriba la sangre corre más lento y el viento es más violento. En verano, el agua de deshielo se enfría tanto que es doloroso lavarse la cara. En invierno el frío llega a diez grados bajo cero, una temperatura que puede congelar la piel en una hora. Para conseguir leña, Hancco tiene que andar unos cinco kilómetros hasta un sitio donde pueden crecer los árboles, cortar los troncos y llevarlos a su casa a caballo. Para conseguir gas tiene que bajar hasta el camino asfaltado y tomar una camioneta combi que lo lleve hasta Lares, el pueblo más cercano, a más de veinte kilómetros, donde a veces también compra pan, arroz, verduras y frutas, todo lo que no puede producir en sus tierras. Lo único que florece a esa altura, en las tierras que heredó de sus padres, es la papa.

La papa es el primer vegetal que la NASA cultivó en el espacio por su capacidad para adaptarse a distintos ambientes. Es el cultivo no cereal más importante y más extendido en el mundo. La planta que produce mayor cantidad de alimento por hectárea que cualquier otro cultivo. El tesoro-enterrado-de-los-Andes que salvó del hambre a Europa. El alimento principal de las tropas de Napoleón. La base de la tortilla española, los ñoquis italianos, los knishes judíos, el puré francés, el primitivo vodka ruso. El manjar que en el siglo XIX Thommas Jeferson servía frito, cortado en bastones, a sus invitados en la Casa Blanca. La raíz de la flor morada que María Antonieta lucía en el cabello para pasear por los jardines de Versalles. El vegetal que tiene dedicados tres museos en Alemania, dos en Bélgica, dos en Canadá, dos en los Estados Unidos y uno en Dinamarca. El tubérculo que inspiró una de las odas de Pablo Neruda —«Universal delicia, no esperabas mi canto/porque eres ciega sorda y enterrada»—, una canción de James Brown —♫ «Aquí estoy de regreso/haciendo puré de papas» ♪—, dos pinturas de Van Gogh —en uno de ellos, que se llama LOS COMEDORES DE PAPA, cinco campesinos comen papas alrededor de una mesa cuadrada—. El origen de miles de semillas que se guardan junto a otras miles de especies bajo la tierra, en una montaña del ártico noruego, para proteger la riqueza de la papa de futuros desastres naturales. El cultivo que Julio Hancco trata como un hijo, pero que sus hijos menores no quieren seguir produciendo para evitar una vida de sacrificios a cambio de la subsistencia. Hancco dice que prefiere quedarse solo y que sus siete hijos vivan en la ciudad, donde pueden conseguir trabajos más livianos y mejor pagados.

Si tuviese la edad de Hernán, su segundo hijo, de 29 años, que ahora hace de traductor a su lado, El señor de las papas bromea que se buscaría una novia extranjera y se marcharía a otro país.

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Una madrugada hace quince años, Julio Hancco despertó a su hijo Hernán y le dijo que debía cargar una piedra del tamaño de una pelota de fútbol desde su casa hasta el puerto de Calca, a una hora y media de caminata en dirección al sur. Hernán Hancco, su segundo hijo, tenía entonces trece años y lo acompañaba por primera vez a vender papas en esa ciudad, el centro comercial más importante de la región. Para llegar a Calca a las siete de la mañana tenían que salir a las tres y caminar cuatro horas, y el bautismo de Hernán Hancco consistía en cargar aquella piedra enorme hasta mitad de camino. Era una prueba de resistencia y aceptación que los productores de aquella zona repetían con sus hijos. Una tradición que ya no se sigue, me dirá después Hernán Hancco, mientras vende el último paquete de Sumaj chips —unas papas fritas hechas con papas nativas— en una feria de productos orgánicos que se hace los domingos en Lima. El segundo hijo de Julio Hancco se mudó a la capital del Perú hace casi una década, cuando tenía veinte años, apenas terminó la secundaria. Llegó a Lima con cuatrocientos soles en el bolsillo —unos ciento treinta dólares—y la decisión de estudiar contabilidad e inglés. Nunca pudo completar sus estudios porque el trabajo le consumía casi todo su tiempo, pero se convirtió en una ayuda fundamental para vender las papas que producía su familia en la capital del Perú. Con Hernán Hancco en Lima, su padre, su madre y su hermano mayor Alberto, se evitan la comisión que les cobran los intermediarios, y sólo pagan el transporte de las papas. Aún así, la ganancia es mínima. Pero es peor para los campesinos que no tienen quien los ayude.

—Por eso algunos productores están dejando de hacer papa —dice—, y se van a hacer turismo.

Hacer turismo, me explica Hernán Hancco, es ofrecerse como burros de carga de los extranjeros que vienen al Cusco para recorrer el camino del Inca. Durante los tres o cuatro días de caminata que dura el trayecto para subir a pie al Machu Picchu, los campesinos cargan las mochilas y los bultos de los turistas, así los extranjeros pueden subir más cómodos. Por cuatro días de caminata cargando equipajes pueden recibir una paga de doscientos soles, más otros doscientos soles de propina. Unos ciento treinta dólares en total. Por una bolsa con doce kilos de papas nativas suelen ganar veinte soles. Unos seis dólares y medio.

—Y acá es trabajar todo el día, todos los días— dice.

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Los hoyuelos que tienen las papas se llaman ojos, pero nunca miramos los ojos de las papas. Las papas tienen cejas encima de los ojos. Tienen ombligo, manchas en la piel, cuerpos de forma redonda, comprimida, oblonga, elíptica, alargada. La papa más popular en el norte de Tenerife, España, es la ‘bonita de ojos rosados’. La papa Cacho Negro, de Chile, tiene abundantes ojos profundos y unas cejas aplastadas. La papa Ásterix, de Holanda, tiene la piel roja, la carne amarilla y los ojos superficiales. Los catálogos describen las papas del mundo por sus rasgos como de persona, pero alguna vez fueron una especie salvaje, amarga, intragable. Hoy es la civilizada solanum tuberosum. Al igual que el tomate, la berenjena o los ajíes, pertenece a la familia de las solanáceas, llamadas así porque sus hojas, tallo, frutos y brotes tienen solanina, una sustancia tóxica para protegerse de enfermedades, insectos y otros depredadores. Si bien a dosis elevadas la solanina puede matar a una persona, no hay noticias sobre papas asesinas. El ser humano domesticó la papa hace más de ocho mil años en la cordillera de los Andes, cuando la Tierra salía de la Edad del Hielo y el homo sapiens andaba por ahí ensayando la agricultura, su nuevo invento para conseguir alimentos. Los habitantes del altiplano peruano fueron los primeros que aprendieron a manipular las papas para que no fueran tóxicas y para hacer las más grandes y jugosas. La papa les devolvió la gentileza conquistando el mundo.

Una tarde el escritor Michael Pollan estaba en su jardín sembrando una papa que había comprado por catálogo, y se preguntó si realmente él había elegido a esa papa, o si la papa lo había seducido para que la sembrara. Pollan, el autor que ha cambiado la forma en que vemos nuestra relación con la comida, cree que ‘la invención de la agricultura’ puede ser pensada como una manera que encontraron las plantas para hacer que nosotros nos movamos y pensemos por ellas. Desde el punto de vista de las plantas, escribe Pollan en LA BOTÁNICA DEL DESEO, el ser humano podría ser pensado como un instrumento de su estrategia de supervivencia, no muy distinto del abejorro que es atraído por una flor y tiene la función de diseminar el polen con los genes de esa flor.

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Esta mañana de invierno de 2014 en las tierras de Hancco, delante de una pila de guano de llama, es más justo pensar en los agricultores andinos como socios de la papa, y no como sus domesticadores. Ahora, a las 7.30 de un sábado, Hancco, sus dos hijos mayores, y su vecino Julián Juárez, mastican hojas de coca y toman aguardiente antes de empezar la tarea del día: llevar guano de llama hasta una parcela sembrada con papas, a casi un kilómetro allí, para abonar la tierra. Las llamas que esperan a nuestro lado ya conocen la rutina. Los hombres toman sus palas y cargan el abono en unos sacos que les llegan hasta la cintura. Llenan treinta y nueve sacos, los cosen para que no se abran, amarran cada saco sobre el lomo de una llama, llevan los animales hasta la parcela, desatan los costales, esparcen el guano, doblan los sacos, recogen las sogas, envían las llamas de regreso hasta la pila de guano, y vuelven al punto de partida para repetir la rutina. Hacen falta dos viajes para que cuatro hombres, dos mujeres, tres perros y cuarenta llamas lleguen a abonar dos hectáreas en seis horas de trabajo. Cuando la procesión de llamas cargadas con abono avanza por la montaña escoltada por los agricultores, un piensa en una escena bíblica, una de esas imágenes de las viejas películas de Semana Santa. Es un recuerdo doblemente falso: no hay llamas ni papas en la Biblia (por este motivo, cuando Catalina la Grande de Rusia ordenó a sus súbditos que cultivaran la papa, los católicos más ortodoxos se negaron a hacerlo). Pero el conocimiento alienta la herejía: después de ver cómo cuatro agricultores abonan un pedazo de tierra sembrado con papas durante seis horas, uno siente que debería ponerse de rodillas cada vez que mastica una.

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Julio Hancco desciende de varias generaciones de Hanccos que habitaron en esta zona del Cusco «casi desde el principio del mundo». De sus padres heredó las tierras, los animales, y más de sesenta variedades de papas. En los últimos quince años, Hancco multiplicó la herencia y llegó a producir trescientas variedades. Su decisión de rescatar y cultivar más variedades fue un ejercicio de destreza. Como casi todos los campesinos en los Andes, sus tierras productivas son una suma de pedazos irregulares esparcidos a distinta altura. La maestría de los agricultores altoandinos se atribuye a esta dificultad: en un territorio gobernado por las pendientes, cada rincón cultivable recibe su cuota de sol y de humedad y de viento. La tierra que expuesta a la luz en una ladera, del otro lado permanece en la sombra. Una roca gigante impide el paso de lluvia a una franja cultivable, pero protege del viento a otra. Para sobrevivir en este territorio, los campesinos tuvieron que multiplicar sus chances de alimentarse. Sembraron distintas papas por cada pedazo de tierra, se entrenaron en la observación minuciosa de cada planta, probaron y crearon miles de variedades, y se volvieron los reyes de la riqueza genética en tierras hostiles. Fue una forma de conjurar el futuro: más papas significaba más posibilidades de asegurar la comida frente a las plagas y las enfermedades, las heladas, el granizo y las sequías. En vez de tratar de controlar la naturaleza, que es lo que hace nuestra agricultura industrial, los campesinos de los Andes se adaptaron a ella.

—La naturaleza no tiene cura—, dice Hancco, mientras mira hacia el nevado Sawasiray y se agacha para recoger del suelo un manojo de tierra. Acaba de vaciar el último saco de guano sobre el suelo sembrado, una franja cubierta por un musgo verde que se hunde al presionar con la mano. Es una franja de tierra en pendiente, en medio de una ladera, sin ninguna protección natural. Hancco puede usar sus técnicas de cultivo y pesticidas naturales para las enfermedades y las plagas, pero no tiene forma de resguardar sus papas del granizo ni de las heladas. En los últimos tiempos es peor, dice: el clima se ha vuelto más caprichoso e impredecible.

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En los años sesenta, cuando Julio Hancco era niño y empezaba a cultivar papas junto a su padre, su vicio era el pan: el niño Hancco trabajaba sus propios surcos de tierra para juntar dinero y poder comprar sus bolsas de pan cuando los vendedores pasaban a ofrecer sus mercancías. Un peruano en esa época consumía en promedio unos ciento veinte kilos de papa al año. En las décadas siguientes el consumo bajó, y la caída se aceleró en los ochenta, cuando los campesinos empezaron a migrar a la ciudad para escapar del terrorismo. Para los noventa, durante la presidencia de Alberto Fujimori, el consumo de papa había llegado a un piso histórico: unos cincuenta kilos al año por persona. Esas papas que se esfumaron, me explicará después la ingeniera papera Celfia Obregón Ramírez, fueron reemplazas por alimentos como el arroz y los fideos.

—Como el tallarín tiene más estatus, y una pata de pollo es más estatus que comer cuy, la gente empezó a esconder sus papas —dice Obregón, presidenta de la Asociación para el Desarrollo Sostenible (ADERS) del Perú y promotora del Día Nacional de la Papa.

Frente al arroz blanco, el tallarín amarillo y el pollo pálido, las papas con sus pieles oscuras renovaban el estigma de atraso y pobreza que han tenido durante siglos, desde que fueron descubiertas por los conquistadores y llegaron a Europa en el siglo dieciséis, se supone que en la bodega de un barco español. Harían falta unos doscientos años para la papa fuese consumida como un alimento habitual en todo el Viejo Continente. En cada país europeo tuvo su historia de rechazo y seducción: la papa fue considerada impúdica y afrodisíaca, causante de lepra, alimento de brujas, sacrílega y comida de salvajes. Pero Irlanda no dudó en adoptarla desde el comienzo: los campesinos de aquel país, despojados por los ingleses de las pocas tierras cultivables que tenían, se morían de hambre intentando extraer alimentos de unas tierras miserables. Cuando la papa llegó a ese país a finales del siglo dieciséis —se supone que de la mano del cosario inglés Walter Raleigh—, los irlandeses descubrieron que con un poco de tierra casi inservible podían producir alimento para toda una familia y su ganado. Al principio la papa salvó a Irlanda del hambre. Después se la acusó de la pobreza de aquel país: en un siglo, la población creció de tres a ocho millones, porque los padres podían alimentar a sus hijos con lo poco que tenían.

El escritor estadounidense Charles Mann cuenta que el economista Adam Smith, que era un admirador de la papa, se impresionaba al ver que los irlandeses tenían una salud excepcional pese a que casi no comían más que papas. «Hoy sabemos por qué —dice Mann en su libro 1493. UNA NUEVA HISTORIA DEL MUNDO DESPUÉS DE COLÓN—: la papa es capaz de sostener la vida mejor que cualquier otro alimento si es el único en la dieta. Contiene todos los nutrientes básicos excepto las vitaminas A y D, que pueden obtenerse de la leche». Y la dieta de los irlandeses pobres en los tiempos de Adam Smith, explica Mann, consistía básicamente en papa y leche. La papa que hoy se cultiva en más de ciento cincuenta países produce mayor cantidad de alimentos por unidad de superficie que el arroz o el maíz. Una sola papa contiene la mitad de vitamina C que necesita un adulto por día. En algunos países como en los Estados Unidos, ofrece incluso más vitamina C que los cítricos, que son industriales y de mala calidad. Lo que importa de un alimento, me explica la ingeniera agrónoma Obregón Ramírez, es la materia seca y su valor nutricional: una papa blanca común, por ejemplo, tiene en promedio 20 por ciento de materia seca y el resto es agua. Eso quiere decir que, de una papa que pesa 100 gramos, unos 20 gramos son alimento. Las papas nativas, que se cultivan a mayor altura y en condiciones de clima más extremas que las variedades comerciales, tienen entre un treinta y un cuarenta por ciento de materia seca. Alimentan más del doble que una papa común, y tienen cantidades relevantes de hierro y zinc y vitamina B. Pero, por supuesto, las papas nativas tienen menor rendimiento, son más difíciles de transportar, y su precio final es más caro. Nosotros aún creemos el mito falso de que las papas engordan, y no comprendemos por qué deberíamos pagar más por una papa, aunque sea de color o tenga una forma exótica, si una papa es una papa es una papa.

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Los estudios sobre la papa peruana insisten, como si repitieran una fórmula, en la necesidad de proteger sus miles de variedades y sus técnicas de cultivo por una razón evidente: fueron creadas por los campesinos durante siglos para asegurar la comida en las condiciones más extremas de clima, para resistir heladas, granizos y sequías. Eso es lo que se espera del mundo con el cambio climático: hambre y condiciones extremas. Pero hay una razón más egoísta para querer cuidarlas: porque son ricas. A diferencia de la producción de papas comerciales a gran escala, los campesinos de los Andes cultivan sus papas pensando en comerlas, en alimentar primero a sus familias y vender el resto. El chef neoyorkino Dan Barber, quien se convirtió en una voz internacional del movimiento «de la granja a la mesa», suele decir que sin buenos ingredientes no es posible hacer buena cocina. No importa cuál sea la técnica de un cocinero: quien busca mejor sabor, busca lo mejores ingredientes. «Y si ese es el caso —dice Barber—, lo que buscas es buena agricultura». En el Perú, un país que ha convertido su gastronomía en un asunto de autoestima y de bandera, más del setenta por ciento de lo que se come en las mesas —sus frutas y hortalizas, sus cereales, sus tubérculos y sus leguminosas—, son producidos por pequeños agricultores. El boom de la gastronomía peruana que ha invadido de orgullo los discursos políticos durante la última década, es el boom de los ingredientes de la gastronomía peruana. Pero el Gobierno transforma el boom en fuegos de artificio: en el presupuesto nacional aprobado para el 2015, la Pequeña Agricultura sólo tiene asignado un 2,3 por ciento de los fondos, el porcentaje de inversión más bajo para ese sector desde 2010. El estudio EL SECTOR PAPA EN LA REGIÓN ANDINA, del Centro Internacional de la Papa, cosecha esta paradoja: los productores de las zonas de mayor altura, que son los que más riqueza de variedades poseen, son también los de mayor pobreza.

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La verdadera patria de un hombre no es la infancia: es la comida de la infancia. Un domingo a las siete de la mañana, antes de empezar el día de trabajo, la esposa de Julio Hancco nos sirve estos alimentos en el desayuno: arroz con leche, pan con huevo frito, papas de su cosecha, costillas de alpaca y sopa de chuño —unas papas amargas deshidratadas a la intemperie— con un poco de carne de oveja. Julio Hancco y sus hijos Hernán y Wilfredo, quienes deben trabajar la tierra durante todo el día, repiten dos veces la sopa. Hancco señala los platos, me mira, y vuelve a hablar en español:

—Carne natural es. Papa natural. Agua natural. Todo natural es.

Hancco bromea diciendo que, si fuese más joven, se iría a vivir a la ciudad o a otro país. Pero si le preguntan en serio dice que no: que no dejaría a sus animales. Pero además —dice— en sus tierras al menos come lo que quiere. Allí come papas y come chancho, llama, alpaca, cuy, conejo. En la ciudad, en cambio, todo es fideo, arroz, galletas.

—Eso no es alimento. Mucho químico— dice en quechua, mientras su hijo Hernán lo traduce.

El Señor de las Papas estuvo dos veces en Italia. Fue invitado por Slow Food, un movimiento internacional que se opone a la comida industrial y los sabores artificiales, y busca recuperar el gusto y la producción tradicional de alimentos. Con el apoyo de la Asociación Nacional de Productores Agroecológicos (ANPE) del Perú y de Slow Food, que organiza cada dos años el Salón del Gusto, Hancco y sus hijos pudieron freír y empaquetar cientos de bolsas con snacks de papas nativas para vender en Italia. Sus técnicas de cultivo, las mismas que los agricultores andinos han mantenido durante siglos y que Hancco perfeccionó para producir sus variedades de papa, ahora eran reconocidas como sistemas de producción agroecológicos. Julio Hancco no llama a sus semillas ‘baluarte de agrobiodiversidad’, pero cada vez que participó de un evento en el Perú pudo escuchar que su trabajo era importante para todos. En los últimos quince años, Hancco y los productores de la región han recibido el apoyo de organizaciones no gubernamentales para producir y vender sus papas, para obtener agua, para adaptarse a los efectos del Cambio Climático y para diseñar normas que favorezcan la agricultura familiar. Julio Hancco ha cosechado reconocimientos, algunas notas de prensa que cuelgan en el cuarto de sus hijos, muchas visitas de extranjeros, una foto con Gastón Acurio, pero no ha cosechado medidas reales del gobierno peruano. Nada ha cambiado demasiado en sus condiciones de trabajo, ni en la de otros miles productores que, como él, son admirados en el mundo por su trabajo. De su viaje a Italia, El Señor de la Papas recuerda que le gustaron el salmón, y el avión.

—Esto del número uno es una tontería, una verdadera tontería.

Dice Joan Roca, enfático y risueño, y no lo dice por despecho: hace tres meses, su restaurante, El Celler de Can Roca, fue proclamado el mejor del mundo por el ranking que todos repiten y/o respetan. Joan Roca tiene las primeras canas, las manos cuidadas, la sonrisa fácil, el gesto fácil, ese brillo en los ojos. Un día de estos va a cumplir 50 años.

—Tiene razón mi madre. Ella es la primera que nos dice que esto es una tontería. ¿A quién se le ocurre hacer un orden de los mejores restaurantes del mundo? Un despropósito. Si fuéramos coches de Fórmula 1, hay uno que llega primero y gana, es indiscutible; pero la comida es la cosa más subjetiva: ¿cómo decir que tal restaurante es mejor que tal otro? Lo acepto: una serie de gente se pone de acuerdo y vota. Vale, okay. Pero que nadie se lo crea demasiado ni se lo tome demasiado en serio y menos el que está ahí…

Hay poca gente que lo logra: en un momento, Joan Roca te hace sentir como si te conociera desde siempre y, más, como si le gustara hablar contigo. Entonces le digo que cuando te dicen que eres el mejor debe ser difícil no tomarse en serio.

—No. Esto es un barrio obrero de una pequeña ciudad del norte de España y sus vecinos son nuestros vecinos y nosotros vamos cada día a comer al restaurante de nuestros padres el menú de diez euros, y ahí te topas con la realidad, con tus orígenes. Eso es un buen antídoto.

—Pero el veneno es poderoso, supongo.

—Sí, lo es. Pero te pilla en un momento de la vida, ya maduro, en que es más fácil. Si te pilla a los 30, te puede dar la vuelta y te lo crees, y te vuelves gilipollas. Ahora espero que no.

Es raro esperar el primer plato del mejor restaurante del mundo: ese temblor. Ahora, en El Celler, el primer plato no es un plato sino un gran taco de madera que ofrece cinco cosas: cinco objetos comestibles no muy identificados, según la mejor tradición contemporánea. El primer plato-taco se llama Países: México es una gran gota con sus sabores de guacamole, semilla de tomate, agua de tomate y cilantro; Japón es una bola con un núcleo de miso, dashi de nata y tempura de nyinyonyaki; China es un cucurucho crocante, dulce, con verduras encurtidas con crema de ciruelas; Perú es una esfera llena de caldo de cebiche; Marruecos es masa fila con almendra, miel, rosa, azafrán, ras el hanout, yogur de cabra.

Cada una —cada preparación compleja, razonada, trabajada— es un bocado único: el alivio de no tener que componer el trozo, que decidir —decisiones que se hacen sin pensarlas— cortar ese trozo de carne de manera que incluya algo de grasa y agregarle una pizca de mostaza y, quién sabe, un trocito de tomate. Aquí —por ahora— todo viene compuesto, el comensal come como le dicen. Y pasea: cada bocado, un mundo; todos juntos, el mundo.

Para, enseguida, volver a las raíces: nos traen un olivo bonsái del que cuelgan sus aceitunas caramelizadas rellenas con anchoas. Un gusto fuerte, rudo, casa. Y, ya en casa, más tapas: un pétalo de flor de higo chumbo sobre una espuma de blanco de limón y, al lado, un bombón de chocolate negro relleno de vermut Carpano con pomelo y sésamo negro. El recuerdo de cualquier aperitivo en la barra de un bar, un jueves a la salida del trabajo, una explosión de sabor y memoria en un bocado.

En 1964, cuando nació Joan Roca, sus padres todavía no habían abierto su fonda en ese paraje que llaman Taialá, en las afueras de Gerona.

—Yo recuerdo cuando no teníamos para comer todos los días. La otra vez, mi hijo me dice: “Tienes que ir a ver esa película Pan negro, que habla de aquellas cosas de la guerra”, y yo le digo: “Pero pa’ qué, si yo tanto tiempo no lo he comido blanco. Yo ya no quiero ver pan negro”.

Dice ahora la señora Roca, la mamá Monserrat, y se ríe: la señora Roca se ríe, cuenta, se divierte. La señora Roca está encantada.

—Por eso, cuando nacieron mis hijos, yo quería que hiciéramos algo para que no tuvieran que salir a buscar la faena, para que tuvieran algo en casa. Porque yo hice de todo, a los 13 años ya me iba a trabajar al campo, a coger aceitunas, a segar el trigo. Y luego ya me empleé en un hotel y allí aprendí a trabajar, pero a trabajar: desde las ocho de la mañana hasta las once de la noche.

Y se casó a los 20 y su marido, el señor Roca, quería cambiar, salir del pueblo, ser su propio patrón. El señor tenía veintitantos y conducía un autobús suburbano que daba vueltas por los alrededores de Gerona. Un día le llamó la atención el cartel de Se vende en un local medio bar medio barbería junto a un campo de trigo; habló con su señora —cocinera probada—, consiguieron un pequeño préstamo familiar y se lanzaron. Lo llamaron Can Roca: la casa de los Roca. Sus clientes eran los inmigrantes andaluces que se habían instalado en ese peladal para trabajar en los campos y talleres de los alrededores.

—Y los míos me decían: “Pero cómo vais a vivir allí, cómo se os ocurre”. Y yo les decía: “Pero, bueno, allá habrá gente igual que aquí. ¿Que hablarán castellano? Vale, pero yo ya lo sé hablar, no pasa nada”.

Dice ahora la señora, feliz.

El comedor de El Celler de Can Roca es como un claustro aéreo: vidrio y luz y mucho espacio alrededor de un pequeño jardín de invierno triangular, también vidriado, con sus pequeños árboles. Las mesas son sobrias, los manteles planchados con denuedo, todo blanco; en el centro de cada mesa hay tres rocas: Joan, Josep y Jordi Roca, tres hermanos que lo hacen todo juntos.

—La gran suerte que hemos tenido de que los tres nos entendamos y estemos de acuerdo y trabajemos bien juntos, eso sí que es raro de cojones. Y para colmo, los tres vivimos de la misma manera, con la misma pasión. Y como no ganamos mucho dinero, no tenemos el problema de quién se lo lleva, y como ninguno de los tres quiere tener un Ferrari sino un restaurante mejor, pues no hay peleas. Si algún día ganamos mucho, esto puede complicarse…

Dirá Joan. Pero ahora el camarero —joven, sonriente, como todos ellos, vestido de negro, como todos ellos— nos muestra una bandeja para que elijamos unos panes.

—¿Pan?

Le pregunto.

—Pan.

Me contesta, firme, porque siempre es grato asegurar lo obvio. Pero lo obvio es sorprendente: en restaurantes mucho menos encumbrados que El Celler, cocineros privan a sus clientes del pan, so pretexto de que interfiere con sus creaciones. Aquí, ahora, pienso que debe ser una forma de reafirmar las tradiciones, porque Joan me había dicho que era uno de sus puntos:

—La cocina catalana es la cocina de una sociedad bastante rica y muy curiosa, que comparte la mesa, que festeja comiendo, que tiene una gran cultura gastronómica y productos de mucha calidad. Y sí, se puede decir que nuestra cocina tiene un origen bien local, siempre que aceptes que la cocina catalana también es la fusión de tantas otras, griega, romana, árabe, los productos que llegaron de América. Y nosotros seguimos con ese proceso de fusión: vamos a Perú y nos llevamos la esencia de un cebiche, vamos a México y nos llevamos la idea del mole, de Corea nos llevamos la forma de fermentar las verduras… De todos lados nos llevamos cosas y las hacemos nuestras. La cocina tiene que ser local y global al mismo tiempo, glocal. La nuestra es una cocina que, siendo catalana, no quiere ser fundamentalista.

Entonces supongo que dar pan es una forma de reanudar lazos con esas tradiciones pero más tarde, cuando se lo pregunte, me explicará que no es un homenaje a la tradición sino al sentido común.

—Siempre había algún cliente que lo pedía. ¿Y quién soy yo para negárselo?

El rasgo proverbial de Cataluña es el seny, el sentido común. Ferrán Adriá, en El Bulli, se lo pasó gloriosamente por el gorro; los Roca lo recuperaron. Ya hablaremos de vanguardia amable.

El bar del señor y la señora Roca abría todos los días a las seis de la mañana para servir el café o el carajillo a los vecinos que salían a trabajar; a la mañana les daba desayuno; al mediodía, de comer; a la tarde, cafelitos y cervezas y unas tapas, más comida a la noche. La señora cocinaba estupendo; su marido atendía el bar; sus dos hijos jugaban y estudiaban en la sala.

—Joan y Josep eran pequeños, se pasaban aquí todo el día. Imagínese, el comedor era su casa. Y después, como doce años después, llegó Jordi. Se ve que hacía falta pa’ los postres.

Dice ahora la señora. Y que Joan no había cumplido 10 años cuando le regaló una chaqueta de cocinero chiquitita: el chico se pasaba horas jugando a ser como ella. Veía que las personas se iban contentas y pensaba que quería hacer eso. Una de las dos escuelas gastronómicas oficiales de España estaba en Gerona; Joan anunció que cuando terminara el ciclo básico quería hacerla.

—Mis profesores intentaron disuadirme, me decían que yo era una persona inteligente, que tenía buenas notas, que por qué me iba a desperdiciar en eso. Y ahora resulta que los cocineros somos como estrellas. Eso sí que es muy raro.

Joan empezó la escuela; su hermano Josep, dos años menor, lo siguió en su momento. A Josep todos le decían —le dicen— Pitu, y la cocina le gustaba menos; sus padres lo recuerdan pelando cebollas —bolsas y bolsas de cebollas— en el fondo de la fonda con snorkel y máscara de buzo para no llorar. En cambio, cuando chico, nada le divertía más que rellenar las jarras con el vino a granel del Ampurdán: también estaba dibujando su destino.

Joan terminó la escuela, cumplió 20, se marchó al servicio militar, fue cocinero de un capitán general, perdió casi dos años, se volvió. Josep lo esperaba para empezar algo: pegada a Can Roca había una casita que sus padres habían comprado para que vivieran los chicos cuando fueran grandes. Joan y Josep les pidieron que les dejaran instalar allí su propio restaurante: no querían cambiar el de sus padres, pero tampoco querían pasarse la vida cocinando arroz a la cubana los lunes, canelones los martes, calamares los viernes.

—Os pegaréis un tortazo.

Dice Joan que les dijo su padre —pero los ayudó. En agosto de 1986 abrieron un lugar muy pequeño, decorado a los ponchazos, con una cocina diminuta, que se llamaba El Celler —la bodega— de Can Roca, y prometía “comida gastronómica”.

Todo está en ese punto. El punto puede ser, digamos, untuoso, espeso, rojo oscuro. El punto puede ser casi líquido y estar, por ejemplo, en medio de una pequeña teja de maíz y aún allí, en medio de una pequeña teja de maíz, parecer muy chiquito. El punto sabe parecer muy chiquito: es uno de sus trucos más vulgares. Pero el punto es el resultado de varias manos, horas de trabajo, ideas, instrumentos: cocineros que pelaron y prepararon gambas, las mezclaron con verduras y especias, las cocieron durante vaya a saber cuánto en quién sabe qué máquinas, a dios sabe qué temperaturas hasta llegar a esta reducción, esta concentración extrema del sabor de una gamba convertido en un punto que te llena la boca y todo el resto. Como el punto, cada ingrediente, cada bocado de los cientos de bocados que forman esta comida son un proceso y un esfuerzo, el resultado de una ética del trabajo a ultranza. En el punto está la diferencia: la razón por la cual El Celler de Can Roca es, dicen, el mejor del mundo.

Los platos de aquel primer Celler eran derivados de la cocina francesa más clásica, la que se enseñaba en las escuelas —y que, en esos años, nadie en Gerona hacía. Joan los preparaba con pocos instrumentos y menos ayudantes; el entusiasmo sin fisuras. De a poco fueron haciéndose una fama: cada vez más clientes del centro se atrevieron a cruzar la frontera simbólica y aventurarse a comer en ese barrio obrero. En 1989, Joan se pasó unas semanas trabajando —aprendiendo— en el vecino Bulli, que apenas empezaba a ser lo que sería. En 1991, los dos hermanos se lanzaron a una gira por algunos de los mejores restaurantes de Francia —y fue una revelación: los platos tenían otro nivel de elaboración, la sala otra elegancia, el servicio otro garbo. Los hermanos tenían un objetivo y se dedicaron a tratar de cumplirlo. Contrataron alguna gente más, mejoraron los equipos, se apiñaron en su cocinita como sardinas industriosas. Ya preparaban cosas raras. Su abuela Angeleta, que también era cocinera, se sorprendía, los miraba con cariño y desconfianza, y preguntaba:

—¿Y tus clientes salen contentos?

Cuatro años más tarde, El Celler conseguiría su primera estrella de la famosa guía Michelin. Pero lo que realmente los haría conocidos en su ciudad fue que algún funcionario de la Casa Real decidió contratarlos para que cocinaran en la boda de la infanta Elena de Borbón. Eso sí era llegar a lo más alto.

O este bombón de trufa negra con esta brioche de trufa blanca, la gloria del sabor perfecto. Y después, para seguir el orden de las cosas, sopas. El consomé vegetal a baja temperatura de brotes, flores, hojas y frutas es la versión Roca de una sopa de verduras: clara pero untuosa, los aromas del huerto, las esferitas de guisante y menta. Y después llega otra: la infusión de saúco con cerezas al amaretto, cerezas al jengibre, cerezas heladas y anguila ahumada es una cumbre. Un líquido translúcido sobre un fondo de dorado agrietado, un gusto que no existía en ninguna parte, un plato puro sueño, recuerdo de lo que nunca sucedió.

—Son nuestras concesiones poéticas.

Dirá Joan y nos explicará que descubrieron que, en estos días, el saúco daba flor en la montaña y frutos en el llano, y que querían combinar esa anomalía, usar la flor y las semillas en un mismo plato: es el estilo de sus búsquedas, obsesiones botánicas de Pitu Roca que se convierten en bocados deslumbrantes.

Y, enseguida, un plato que remite a un recuerdo auténtico: un helado de espárragos blancos y trufa negra, pura delicia, presentado en un bloque blanco y negro igual que unos helados que llamaban contessa y que aquí, parece, todos comieron cuando chicos. Es la opción más íntima de la cocina Roca: huellas de la memoria.

—A la hora de cocinar, nos gusta recuperar nuestra memoria personal, experiencias vividas, para servirlas en un plato. Y utilizamos los recuerdos como punto de partida de ciertas recetas. No te olvides de que crecimos en un restaurante…

En 1997, el triángulo Roca se completó con el tercer hermano. Jordi había llegado un poco tarde: doce años menor que Joan, fue el hijo consentido y despistado que se pasó la adolescencia sin saber qué hacer. No quería estudiar, no tenía más vocación que salir y divertirse. Pero a los 18 empezó a trabajar de camarero en El Celler: salía a las tres de la mañana después de recoger los últimos platos y manteles. Y veía que, en cambio, en la cocina, la gente se iba poco después de medianoche: decidió que eso sería lo suyo. Aquel año, ayudando a un maestro pastelero galés, entendió que los postres serían su territorio. En los años siguientes, Jordi Roca desarrollaría varias líneas que nadie había intentado antes; la más original son los postres que remedan perfumes. El primero: con crema de vainilla, gelatina de agua de azahar, gelatina de jarabe de arce, salsa de albahaca, granizado de mandarina y helado de bergamota armó en el plato el aroma del Eternity de Calvin Klein. O, con una máquina que inventó para sacar el humo de un habano, creó el Puro helado de Partagás. O, muchos años después, el famoso Gol de Messi.

—Sí, ese plato era una de esas cosas que están en esa línea delgadísima entre lo genial y lo freaky.

Dirá ahora Joan. El Gol de Messi es, quizá, el mejor ejemplo de la irrupción actual en la cocina de un elemento que nunca había formado parte de ella: el humor.

—Un día, Jordi apuntó en la pizarra donde vamos dejando nuestras ideas “¿A qué sabe un gol de Messi”. Era una idea loca, como muchas, y ahí quedó. Nosotros le dijimos: “Tío, olvídate, no bebas más de eso”. Y entonces él se picó y siguió, le encargó a un diseñador industrial amigo un plato que tuviera forma de medio balón reglamentario con una cavidad para encajar un bol donde se construía el postre, y alrededor le puso césped con aceite esencial de césped recién cortado para que oliera a césped. Y en el bol, el diseñador hizo como un zigzag, como un regate, donde había tres puntos para poner tres merengues. Cuando el postre llegaba a la mesa, escuchabas la retransmisión de ese gol que le marcó Messi al Getafe, el gol maradoniano, y a cada regate te tenías que comer un merengue y al último, cuando ya escuchabas el gol, cogías el balón, que era un helado de dulce de leche, y lo tirabas sobre una red de azúcar y clara que estaba sobre la portería y la rompía, y estallaba sobre todo lo que había allí, petapetas, cremas, cítricos, balsámicos, sabores y aromas que relacionamos con la alegría. Fue un postre que se vendió muchísimo pero nunca estuvo en la carta, para evitar que algún merengue se lo tomara a mal, los malos rollos.

A mediados de los noventa, los hermanos Roca se compraron un caserón antiguo a pocos metros de Can Roca para hacer, alguna vez, el restaurante que siempre habían soñado. Lo pagaron con un crédito que les costó mucho devolver.

—Por eso decidimos no reformarlo mientras no tuviéramos todo el dinero, no queríamos que hubiera bancos de por medio. Entonces todavía no sabíamos todo lo malos que podían ser, pero algo sospechábamos.

Se esforzaban: de lunes a viernes trabajaban en su viejo local, los sábados y domingos usaban el nuevo para bodas y banquetes; en diez años sin francos juntaron lo que necesitaban. En 2006, justo antes de que empezara la crisis española, iniciaron las obras. Y lo abrieron en 2007, cuando todo estaba a punto de caerse. En los meses siguientes hubo momentos de terror, en que creyeron que no resistirían.

—Recuerdo aquel mes de enero que empezó a haber menos gente… Y este comedor si no está lleno se ve mucho. Nos dio un ataque de pánico.

Pero los críticos siguieron mimándolos, y el negocio se recuperó. Estaban por llegar: pasar desde una fonda de suburbio al mejor restaurante del mundo también es el recorrido de España desde el fondo del franquismo al centro de Europa, al dizque Primer Mundo.

—Esta explosión de la gastronomía española está ligada a la libertad, al comienzo de la democracia en España: un momento en que todo se mueve, en que empiezan a pasar cosas en todos los ámbitos, y también en las cocinas.

Dice Joan Roca, y que este lugar es un sueño realizado.

—Nos pasamos 20 años trabajando en condiciones difíciles, espacios más pequeños, menos organizados, y todo el tiempo pensando cómo sería el lugar ideal. Tardamos tanto en poner este que cuando lo pusimos ya teníamos la experiencia, ya sabíamos perfectamente qué era lo queríamos. Y aquí lo tenemos.

Joan Roca nos lo muestra con el orgullo con que se muestra un hijo o una obra:

—Nuestro gran objetivo era tener este restaurante. Todo lo que venga después está de más. Que si Michelin, que si número dos, que si número uno del mundo, está de más. Todo eso cuando no lo tengamos no lo echaremos en falta, porque no era el objetivo.

—Optimista te veo.

—No, de verdad. Eso no importa. Lo que nos importa es poder hacer esto tanto tiempo como queramos. Aunque uno nunca sabe, claro…

Esta mañana, cuando llegamos al Celler, el aire olía a sardina asada. No es lo que uno espera del mejor del mundo, pero ahora, en el plato, la cuestión se aclara: unas “cocochas de sardinas” yacen en una salsa verde basada en aquellas sardinas hechas en la parrilla.

—Nos importa no seguir ese escepticismo que te da la técnica moderna a ultranza, donde harías unas sardinas a la plancha que estarían bien pero no tendrían el punto del humo, de la brasa. Hay mucha gente que tiene en la memoria las sardinas a la parrilla. Por eso para nosotros es muy importante combinar la supertecnología y la tradición. Estamos convencidos de que los canelones, las croquetas de jamón y el gazpacho pueden convivir con la esferificación y los artificios miméticos.

Es la hora del mar: después de todo, la sucesión aparentemente caprichosa de los 18 platos del menú —160 euros— es la reproducción más o menos velada del orden más tradicional: entradas frías y calientes, sopas, pescados, carnes, postres. Aunque algunos platos sean sueños imposibles: la “anémona” es una composición que imita a esos animales-flor que viven en el fondo de los mares, hilos de vaya a saber qué sobre un bol de metal muy repujado. Una ilusión: en un mundo tan lleno de certezas-chasco, es bueno no saber lo que uno, en general, supone que sabe: qué estoy comiendo ahora. Después me explicarán que son ortiguillas, navajas, espardeñas y algas escabechadas y, al fondo, una cocción de auténticas anémonas. No quiero entender, salvo un detalle: la anémona es un alarde, el intento de hacer comestible lo que no lo es. Para completar el movimiento: hacer lo que no es, deshacer lo que es.

Por eso la gamba a la brasa con sus patas deshidratadas fritas y su cabeza en un jugo con algas: la disección completa de un animal conocido para comerlo de formas que no conocías y que te hacen decir ah, este era el gusto. Seguramente no lo es —es el gusto del animal más una docena de otras cosas más horas de trabajo más años de experiencia—, pero resulta una ficción perfectamente convincente.

Y la cigala al vapor de vino amontillado, velouté de bisque y caramelo de Jerez, donde la cigala está en una rejilla sobre un bol lleno de piedras muy calientes, y cuando el camarero echa el amontillado sobre las piedras, su vapor se huele y llena el aire e impregna la cigala, que uno come amontillada antes de completarla con ese velouté y, por fin, otro punto: un caramelo concentradísimo oloroso de Jerez. Y el lenguado a la brasa con ajo negro fermentado, ajo blanco, jugo de perejil y limón, y el bacalao bajo un aire de pimienta blanca con miso y garbanzos y avellanas, con sus dos garbanzos crocantes como dos avellanas, sus dos avellanas tiernas como dos garbanzos —y su sabor a mandarina y maravilla. Y tal.

Más tarde, Joan Roca nos dirá cómo inventan: cómo una película o un libro o una charla o un paseo pueden darle una idea, cómo conversa con sus dos hermanos en cualquier rincón del restaurante o de sus casas y ahí, dice: “Es cuando más inventamos, casi sin querer”. O que otras veces son más deliberados y exploran todas las posibilidades de un producto —esa cigala, dice, una alcachofa— hasta que de pronto les descubren un uso, una preparación que nadie había pensado.

—Claro, para eso necesitas tiempo y equipo: aquí hay gente liberada del servicio diario para colaborar en esas búsquedas, les vamos lanzando ideas, prueba esto, mira esto otro. Y ahí es donde empieza todo.

—¿Y cómo sabes que un plato ya está listo?

—Esa es la clave: cuando a los tres nos gusta. Y no es fácil, somos muy exigentes. No solo con el sabor sino también con el concepto, con la idea, con que tenga un discurso, con que lo podamos defender ante una reunión de mil cocineros. Las cosas ya no solo tienen que estar buenas; también tienen que identificarse con tus valores, tus principios, tu manera de entender la cocina. Todo tiene que tener un discurso, un porqué. No se vale poner esto porque queda bonito.

—¿Es nuevo que se le exija a un plato que encaje en un discurso?

—Ya lleva unos años. En la cocina, como en casi todas partes, hay épocas en que se reproduce lo anterior y momentos de ruptura. Ahora estamos en un momento de ruptura, donde los cocineros piensan por sí mismos, rompen los esquemas. Entonces cuando haces algo nuevo tiene que ser muy bueno y estar muy bien defendido.

Dirá Joan Roca, y que “el Bulli representó una revolución técnica, también conceptual, aunque a veces quizá era más un Cirque du Soleil, un papapá, pasaban cosas, la necesidad de demostrar… pero fue importantísimo para romper, para mostrar que era posible hacer una cocina con libertad”.

—Luego hubo esa etapa de Noma, de valorar el kilómetro cero, el producto local, lo verde. Si El Bulli fue la revolución tecnológica y Noma fue la revolución verde, nosotros quizá representamos la revolución emocional, en el sentido de que la gente quiere sentir, emocionarse, jugando con la memoria, con todo lo hecho hasta ahora. Nosotros aglutinamos esos aportes de El Bulli, de Noma y de todos los demás en un momento en que importa la hospitalidad, la generosidad. Y, sobre todo, dando muchísima importancia al sabor. Para esta revolución emocional, el sabor tiene la mayor importancia, incluso por encima de la estética. Ha habido momentos en que parecía que la estética era todo, y es importante, pero nosotros volvemos a darles muchísima importancia a las esencias del sabor.

Se diría que los Roca usaron la revolución Bulli, la aparición de técnicas y máquinas completamente nuevas, para recuperar una forma de comer más parecida a la tradicional, sin serlo en absoluto. No es una restauración de las viejas maneras; es el momento de realizar ganancias, consolidar lo novedoso.

La tercera estrella Michelin les llegó en 2009; al otro día, al caer la tarde, docenas de vecinos se juntaron en la puerta de El Celler para aplaudir a los hermanos: Joan dice que nunca recibió un homenaje más bonito. En el ranking de la revista Restaurant estaban cuartos; dos años después llegarían al segundo puesto. Ya entonces las mesas se reservaban con varios meses de anticipación. Pero la locura llegó con el número uno.

—El problema que tenemos ahora es que hay demasiada gente que quiere venir, así que con la prensa casi que intentamos decir no, no nos saques, calla. Pero somos el secreto peor guardado del mundo. Entonces generamos frustración tras frustración, porque a la gente que llama para reservar ahora le tenemos que decir mire, llame este primero de septiembre que se abrirán las reservas del mes de agosto de 2014. Pero ya hemos visto cómo es: después resulta que el primero llaman y colapsan los teléfonos y a las cuatro de la tarde ya no queda más sitio, entonces la gente se frustra más y nos insulta y nos mandan correos y…

—Adriá me decía una vez que él se había metido en esto para dar de comer y de pronto lo que más hacía era decir que no.

—Puede parecer un chiste, pero de verdad es frustrante. Es maravilloso, pero muy frustrante.

Los rankings son una enfermedad moderna: públicos amplios, levemente ignorantes, que ya no quieren que les digan qué es bueno o malo sino qué es mejor o peor: que requieren la claridad del número. Y el ranking organizado por la revista inglesa Restaurant y el agua italiana San Pellegrino —y votado por los mejores críticos— es, como todos, opinable: entre los 15 primeros lugares no hay ningún francés, entre los 50 no hay ningún cultor tradicional de aquella gran cocina ni de cocinas nacionales clásicas —china, india, mexicana. El ranking es una puesta en orden y en valor de la cocina pos-Bulli: formas de la modernidad que, pasado su momento de ruptura, vuelven sobre sus bases para buscar un equilibrio.

—Ahora el restaurante de mis padres también tiene cola. Y los periodistas le dicen a mi madre que por qué no sube el precio, que 10 euros por día es muy barato, que podría sacar bastante más. Y ella les dice: “¿Qué culpa tienen mis clientes de que mis hijos se hayan hecho famosos”. Ella tiene a la gente del barrio, el pintor, el carpintero, el mecánico que van a comer cada día.

Y también los cincuenta y tantos cocineros y camareros de El Celler que van en procesión cada mañana a las 12 en punto a almorzar a lo de la señora Roca.

—¿Y te cobra?

—Pues desde hace tres años le pagamos. Hemos estado más de 20 años sin pagarle, pero ya no se podía, ¿no?

—¿Y usted está muy orgullosa?

—Claro. Esto es demasiado. Cuando estábamos segundos ya era bastante. Pero esto de estar arriba de todo… más arriba de aquí no se sube. De aquí solo queda bajar, ¿no?

Dice la señora Roca, cortando cerdo en su cocina. El señor sigue abriendo cada mañana poco antes de las seis; la señora sigue guisando cada mediodía.

La comida tradicional está hecha para que el comensal, al cabo de un par de bocados de lo mismo, se distraiga, se dedique a otra cosa. La comida pos-Bulli es exigente: ir a comer a un restaurante como este no es ir a charlar con los amigos ni a cerrar un negocio ni a levantarse una señora o un señor; es ir a comer, con todos los sentidos y la concentración más absoluta, bocados que casi nunca son lo conocido y nunca se repiten.

Y ahora son las carnes: una ventresca de cordero y mollejas de cordero sobre berenjena a la brasa de regaliz, que llega al rojo y sigue perfumándola en la mesa. A veces, el trabajo de los Roca consiste en descubrirte que nada es del todo como lo suponías; otras, en convencerte de que si el mundo fuera perfecto, el cordero —lenguado, gamba, cigala, trufa, espárrago— debería tener el sabor que tiene aquí. O, peor, confirmarte que el mundo no es perfecto, que vivimos extrañamente equivocados: esto se parece tanto a lo que cené ayer en casa —yo ceno bien en casa— como una paja de apuro en el baño de la estación de buses se parece a esa gran noche al fin con ella.

Y eso por no hablar del parfait de pichón con nueces caramelizadas al curry, enebro, piel de naranja y hierbas. Serían solo palabras. La fiesta sigue; las palabras no alcanzan, los sentidos se alborotan. Llevamos más de tres horas comiendo, descubriendo. Pero esto no es una comida; es un relato, una obra de teatro portentosa. Y esto no es comer: es construir una memoria. Sé, por experiencia alborozada, que no me voy a olvidar de esta comida, de este día. Y sé, por experiencia triste, que hay pocas cosas de las que pueda decir eso.

En la cocina de El Celler son muchos y casi todos hombres y todos muy jóvenes y cada cual trabaja en lo suyo, como si no necesitara interactuar: como si ya tuviera muy claro qué debe hacer, cómo, en qué momento. No se ven corridas, gritos, desplantes; Nacho, el jefe de cocina, dirige el tráfico discreto, sus pinzas de médico en la mano: ajusta un trozo aquí, saca una mota allá, corrige un error que nadie ve. La eficiencia es extrema, pero los hermanos quieren darle un tono familiar: lo dicen, se dice que lo hacen. Anoche, por ejemplo, una camarera cumplía años y a medianoche en punto apareció Jordi en la cocina con un dulce, y Josep y Joan, con una botella de cava y la abrazaron y brindaron.

—Nosotros entendemos esto como una forma de vivir, como mucha gente entiende un hobby. Para nosotros la línea es tan delgada entre hobby y trabajo que, de la misma manera que podríamos comprarnos un barco y navegar, nos compramos un restaurante para disfrutar de él.

—Cuando dijiste hobby, pensé obra.

—Bueno, es una manera de vivir, una forma de vida.

—Pero es como una obra en el sentido en que un artista produce una obra.

—Nosotros nos resistimos a considerarnos artistas. Pensamos que somos artesanos, o más bien orfebres, unos artesanos de calidad, pero no artistas. El arte es otra cosa… Es muy bonito, es muy halagador cuando alguien sale de comer y te dice esto es arte. Pero un artista es otra cosa.

Joan Roca se pasa el día de un lado para otro. Tiene reuniones, llamados, clientes que lo buscan, fotos por sacarse, conferencias por dar, publicidades por filmar, entrevistas por responder, propuestas de todas formas y colores.

—Tienes que intentar ser feliz en este camino, porque las metas pasan muy rápido. Te dan una estrella y al día siguiente tienes que ir a trabajar. Te dan la segunda y es lo mismo, te dan la tercera y es igual. La vida sigue.

Joan Roca vive aquí mismo, encima de su restaurante, con su mujer y sus dos hijos. Cada día entra a trabajar a las nueve de la mañana y se va a las dos y media o tres de la mañana siguiente. En el medio corta un rato, de seis y media a ocho y media para cenar con su familia; los domingos, lunes y martes al mediodía cierran. Cada noche, cuando todos se han ido, Joan Roca da su última vuelta por la cocina apagando alguna placa que quedó caliente, una luz encendida.

—Siempre algo hay. Claro, si quedara no pasaría nada, pero…

Dice, como quien sabe y se disculpa.

Con las tapas bebimos un cava del Penedés; con las sopas un blanco de Tarragona, con el Contessa un blanco del Mosela, con los pescados un blanco de Borgoña, con las carnes un tinto del Priorato: algunos de ellos se mezclaban tan bien con la comida que parecía milagro —y era, en realidad, la elegancia del hermano Pitu, el sommelier y sus 40.000 botellas. Y ahora el primer postre es un helado de masa madre con pulpa de cacao, liches y macarrones de vinagre balsámico. La definición, como suele pasar, define poco: el primer postre es un raro corazón blanco que respira en su fuente, un alien que, si no fuera tan dulce, podría ser de terror. Y después una esfera de canela y violetas con coco y toffee de miel, y otro que se llama Violetas y que es, en realidad, una construcción complejísima hecha para recordar a un perfume famoso, el Shalimar de Guerlain. Con un alarde: después de comerlo, hay que oler en un cartón el verdadero Shalimar, comparar, darse por convencido.

—Pero nosotros también debemos usar esta nueva posición en la sociedad para lanzar mensajes que sean realmente útiles: ser más solidarios que nunca, ayudar, devolver a la sociedad lo que te ha dado. Esto lo deberíamos tener todos muy presente. Y tratar de incidir en cómo come la gente, qué va a comer y qué no, qué es bueno para la sostenibilidad del planeta y qué no. Dar ejemplo para que la gente entienda estos mensajes.

Dice Joan Roca. Alrededor, clientes ahítos vienen a despedirse, a agradecer, a hacerse fotos.

—¿Tú miras las caras de tus clientes cuando se van?

—Siempre, a todos.

—Debes ser una de las personas que ve más caras de felicidad…

—Sí. Felicidad y agradecimiento: una de las mejores cosas de este oficio es que el retorno de nuestro esfuerzo es directo, inmediato.

Dice Joan Roca, y yo le digo que a veces, cuando la vida no me parece lo suficientemente amable, me voy un rato a un aeropuerto —que es el lugar en que uno ve más gente que se quiere, se abraza, se besa, se jura cosas raras.

—Pero quizá me resulte mejor venir a pararme aquí a tu puerta.

—Cuando quieras.

Hace unos días, uno de los mejores críticos gastronómicos, A.A.Gill, del Sunday Times, supo sintetizar lo que yo no: “¿Este es el mejor almuerzo del mundo? Quién sabe, pero sí sé que no hay otro que hubiera preferido comer hoy”.

Son las cinco y media de la tarde: llevamos más de seis horas en El Celler y habría que empezar a irse. Joan Roca parece tan tranquilo, tan contento, que intento un tiro tonto:

—¿Qué no te gusta de ser cocinero?

—En otras épocas te hubiera dicho las largas jornadas, que tus amigos te esperan para salir y tú llegas tarde, cuando ya no queda más juego. Hay un momento de tu vida en que dices uy pero qué mierda, qué rollo este, y vas perdiendo a tus amigos por el camino. Pero ahora mismo no te sabría decir, no veo nada que no me guste. Estamos viviendo un momento mágico, dulce, increíble, donde tengo la suerte de haber construido un mundo muy a medida. Cuando llegas a este punto culminante y además, sin tú buscarlo, resulta que hay gente que dice que tienes el mejor restaurante del mundo, ¿qué más quieres, no? ¿Qué puedes encontrar de negativo en todo esto?

Esta historia comienza en 1966, cuando Montserrat Fontané y Josep Roca adquieren en el pueblo de Taialà, en un suburbio de Girona, España, una propiedad que se convertirá en el bar del barrio, el cual será frecuentado por los obreros de la zona. Luego, la pareja construirá la vivienda que los albergará junto a sus tres hijos: Joan, Josep y Jordi. Y es ahí también en donde nacerá el primer restaurante Can Roca…

Después de pasar por un jardín de infantes, al lado de un condominio de departamentos, divisas su toldo color crema y la terraza concurrida por jubilados. Ingresas al bar donde la gente se reúne para tomarse un cafecito o una caña en la barra. Son vecinos del barrio Germans Sabat. Hoy, Montserrat dará de comer a 180 personas con la ayuda de dos cocineros.

“El único rato que veo a mis hijos es a la hora de la comida. A Joan le encanta el arroz, pero no sé si vendrá hoy. Tiene mucho trabajo. Mis hijos no saben decir no a nadie, y esto los tiene atados… uno por aquí, otro por allá. Nunca sé dónde están. Cuando me enteré de que eran los primeros en el mundo, pensé que si antes no tenían tiempo de venir a comer, ahora ni desayunarán. Y eso que a ellos les encanta venir acá”, dice Montse.

La cocina del Can Roca se llena dos veces al día con el personal que trabaja en su restaurante hermano, El Celler de Can Roca, considerado el mejor del mundo. Los empleados recorren a diario los 200 metros que los separan de las cazuelas de Montserrat. Tienen suerte de no perderse del arroz que ella prepara cada jueves y que goza de una fama adquirida. “Hoy tenemos, además, escalivada, tortilla de patata y, de segundo, carne a la brasa, pollo con butifarra, chuleta de cerdo y pescado. Los viernes tocan los canelones”.

Por su parte, Joan comenta que “ir a comer a casa de mi madre es una manera de decir: ‘Estáis en casa’, pero también es una manera de decir: ‘Ésta es la cocina tradicional catalana y vamos a tocar todos con los pies en el suelo’. Aunque digan que somos los mejores ante el mundo, nuestro origen es éste. Mi madre sirve un menú de diez euros. ¿Le han preguntado por qué no sube el precio? Podría cobrar más y la gente vendría igual. Ahora, con todo este vuelo mediático, se ha convertido en un lugar de curiosidad y peregrinaje”.

Montserrat agrega: “¡Y qué culpa tienen mis clientes de que mis hijos se hayan hecho famosos! ¡Esta gente ha venido aquí toda la vida y no voy a cambiar nada!”.

Montserrat se ocupa de cada guiso. Lo remueve con dedicación. Se siente responsable de lo que se da de comer en su casa. Por esa razón se les ve a los tres hermanos Roca comer parados en la cocina de su madre. La acompañan mientras ella cuida de sus cazuelas.

“Mi madre es la reina del mambo. Ella es la que hizo que todo esto fuera posible. En los primeros años era una locura abrir un restaurante gastronómico en el barrio obrero de una pequeña ciudad. Quien vio que todo esto podía ser fue ella, porque nosotros no lo teníamos claro. Nuestro padre es más pragmático y menos idealista. Para él, todo esto sería un desastre. Además, ella es cohesionadora de ese triángulo que hemos ido formando y que hoy lo vemos natural. A mis diez años le dije a mi madre que quería ser cocinero. Yo lo tenía muy claro. Josep no lo tenía tanto. Una circunstancia clave es que la escuela de hostelería estaba aquí, en Girona. Solo había dos escuelas. Una en Madrid y otra en Girona. Y Jordi llegó más tarde. El quería ser bombero”, cuenta Joan.

Los chicos Roca consiguieron en 1995 su primera Estrella Michelin, el máximo reconocimiento que se entrega en el mundo gastronómico, y colocaron a Girona en el mapa.

Frente a la cocina: Joan

Once de la mañana. En la terraza de El Celler de Can Roca se está a gusto. Joan vive en esta casona elegante y modernista de 1911, construida por el arquitecto Isidre Bosch I Bataller. Jordi vive al lado y Josep en la calle de atrás. “Nosotros pasamos mucho tiempo juntos, sea porque nos tomamos un café en el office, porque discutimos algo o porque nos encontramos en la recepción de la mercancía. Para la creatividad lo más fructífero es poder pasar tiempo juntos en algún momento del día”. Muchos platos resultan de estas conversaciones, el trabajo conjunto se apunta en la pizarra negra que está a la entrada de la cocina.

“Hemos estructurado el proceso creativo. Lo hemos organizado para que las ideas se canalicen y no dependan de que las ejecutemos nosotros. Tenemos una pequeña oficina donde tres chicos están desarrollando las ideas que nosotros lanzamos”. Este proceso puede durar semanas y a veces hasta un año. Las ideas interesantes son las más difíciles de volverlas realidad. “Necesitas un diálogo transversal con otras disciplinas; en muchos casos un diseñador industrial o un artista”, dice Joan.

Los Roca siempre han vivido en el kilómetro cero. Su madre cocinaba con lo que tenía en su huerto y su alrededor. “La verdad es que ahora quieres tenerlo todo: la vainilla de Madagascar, el parmesano italiano y el chile. Quieres productos que puedan viajar bien. De ahí nace la idea de hacer un mundo para comérselo”.

Un día, Joan paseaba por el bosque vecino. Acababa de llover y olía a tierra húmeda. Quiso captar ese aroma e incorporarlo en la cocina. Con un destilador logró recoger el aroma y obtener un líquido que podía convertirse en una salsa. Obtuvieron un ingrediente nuevo: el sabor de la tierra de su bosque. Esto generó un platillo: una ostra con tierra, mar y montaña, característico de la cocina catalana.

Lanzaron un libro que explica, a través de 16 conceptos, los puntos creativos de su cocina. Hablan de tradición, memoria, paisaje, magia, atrevimiento y sentido del humor. El Somni es la síntesis de este diálogo transversal y multidisciplinario. “Hablando con un artista especializado en escenarios de ópera nos comenta que le hubiese gustado hacer una ópera donde se pudiese comer. A nosotros nos viene muy bien contar el menú a través de un formato operístico. Queremos que la comida llegue a ser todo un viaje. Que un plato tenga relación con otro a través de una historia”. El Somni es una forma de comer que está vinculada a impactos visuales y piezas musicales. Ahora lo puedes ver en Girona, en el museo de arqueología.

Rodeados por un jardín que deja entrar luz natural, conviven con 30 cocineros, casi uno por comensal. Cada cuatro meses llegan 15 stagiers nuevos. Vienen a adquirir conocimientos técnicos. Se irán más sabios, más fuertes y más seguros. Por acá pasaron René Redzepi del restaurante Noma; Heston Blumenthal, del Fat Duck y, Andoni Luis Anduriz del Mugaritz.

“En mi cocina trato de que haya mucha concentración y poca tensión. Pero aunque no había sucedido antes, este verano se me cruzaron los cables. Empecé a chillar y a romper platos como nunca antes en la vida lo había hecho. Nadie creía lo que estaba viendo. Les he pedido disculpas mil veces. Por suerte es una anécdota, no es la norma. Aunque queramos relajar la tensión, los comensales vienen con una expectativa muy alta. Lo que para nosotros es cotidiano, para la gente que viene es especial”.

Y todos se lo toman en serio: empiezan a trabajar entre 8:30 y 9 de la mañana. A las 13:30 todas las estaciones están concentradas. Hay silencio. Hay calma. No hay un solo grito. Entre hornos modernos que controlan hasta muy bajas temperaturas, roners y rotavales cuelgan tres grandes lámparas doradas que iluminan el mesón de donde parten los platos. Los cocineros montan el plato con goteros y con pinzas, mientras Joan entra y sale de la cocina sin dar ninguna orden directa, sin apurar ni regañar. No se le ve preocupado. En el fondo, sabe que todo está bajo control.

Restaurantes triangular

El disfrute empieza desde que se abre la gran puerta de este caserón remoledado en 2007 por Isabel López Vilalta, que da acceso al recibidor minimalista de color blanco. En una mesa hay fotos y recuerdos de una carrera de éxito. La sala triangular asoma a un bosque interior de abedules. La luz natural se concentra en este bosque encerrado por paredes transparentes, que dejan observar y ser observados.

Sillas de madera de líneas simples y elegantes. Todavía no es hora del servicio. Un grupo de jóvenes está concentrado en sus tareas. Una joven plancha los manteles de hilo blanco que cubrirán las mesas. “Es como hacer un crepe”, explica. Veinticinco personas en la sala atenderán a 45 comensales. Están alistando el lienzo donde se posarán los platillos más famosos del mundo. La vajilla Rosenthal comparte la mesa con tres rocas que simbolizan a los hermanos.

La bienvenida inicia con una copa de cava de un cultivo ecológico, especialmente embotellado para la casa: Albet I Noya El Celler de Can Roca Brut.

Para Joan lo importante es estar a la altura de la gente. “En Girona sienten tu éxito como suyo. Han visto que en nosotros hay transparencia, sinceridad, trabajo, esfuerzo, generosidad y hospitalidad. Somos felices haciendo lo que nos gusta. Pienso que es muy importante recibir al cliente y mirarle a los ojos cuando llega y cuando se va”.

La oficina de Joan es abierta. Da a la cocina, desde donde vigila a los 30 chefs que están trabajando para dar de comer a 45 personas en cada servicio.

Los martes no dan reservas y los dedican a darles formación. Los llevan a visitar las granjas, tienen charlas de creatividad y comparten conocimientos técnicos.

Al chef le parece fascinante descubrir productos cuando viaja, siente que le abre nuevos registros, pero no intenta traerlos consigo. Cada lugar tiene su propia identidad. Recientemente, en Sao Paulo, le hicieron más de diez propuestas para abrir restaurantes, pero es algo que no le interesa. Él está concentrado en El Celler de Can Roca. Ha llegado lejos y ha recorrido un largo camino acompañado por su familia.

Su cocina es arraigada a la tradición, y esto lo distingue de otros restaurantes. “Para mí lo importante es que la gente venga con el corazón y la mente abierta, con ganas de dejarse seducir. Quiero que entiendan lo que estamos haciendo. Nosotros hemos crecido poquito a poco y cada vez nuestros menús son más complejos. Nuestra cocina es una cocina catalana que dialoga, que está abierta a otras disciplinas. Es una cocina que quiere ser auténtica, que se entienda, que esté modulada para ser bien interpretada. Es inconformista, sin límites y comprometida con su entorno. Pero también es atrevida. Es una cocina triangular. Yo soy parte de ese triángulo que formamos los tres hermanos. Para entender El Celler de Can Roca esto es muy importante”, asegura.

La famosa lista del mundo gastronómico The Best 50 Restaurants lo reconoce como el mejor restaurante del mundo. “Esta lista tiene vida propia y nos va a comer a todos tarde o temprano. Esta lista ha cambiado el mundo de los restaurantes. Nosotros somos los primeros en quitarle importancia. Que no se tome demasiado en serio. Pero no me hacen caso”, dice Joan.

Reciben más de 3 mil correos electrónicos diarios con solicitudes de reserva. Han tenido que contratar gente extra para atenderlos. Los Roca se toman el éxito con naturalidad.

Un “stage” del mundo

Carles Aymerich, sommelier en El Celler de Can Roca y encargado de gestionar la bodega y al equipo, da una gira por la cava para quienes tengan interés en conocer más del vino que se sirve en este restaurante. “Muchas de las botellas que tenemos acá están guardadas hasta que alcancen su óptimo estado, no tenemos prisa”, comenta Carles.

Al restaurante llega gente de todo el mundo. Tienen registro de haber atendido a comensales de 54 diferentes países.

En la cocina también se oyen muchas lenguas. Los becarios llegan de todas partes del mundo. Amanecer Ramírez es de México y lleva tres años ahí. “Soy una apasionada de los restaurantes. Antes estaba haciendo prácticas en pastelería con Paco Torreblanca, un pastelero famoso en España, y bueno, conocí a Joan en un congreso en Alicante. Le pregunté si era posible venir a conocer algo de su cocina y mi paso se prolongó un poco”, cuenta la mexicana. Nacho Bautells es catalán. Es uno de los jefes de cocina. Empieza a trabajar a las en la mañana. Trabajó con Santi Santa María y otros chefs antes de tomar este puesto. Entró hace cinco años a hacer unas prácticas por seis meses y se fue, pero al cabo de un tiempo lo llamaron y volvió. “Me dedico a la organización de la cocina. Llevo a los chicos que están haciendo prácticas a que aprendan a limpiar pescado. Que toquen el producto. Que conozcan esta tierra”.

Nori Diaz, mesera, es de Ecuador. Lleva cuatro años trabajando en El Celler de Can Roca. “Mis padres emigraron cuando yo tenía ocho años. Estudié en Barcelona. Siempre quise trabajar acá. Envié mi currículum y aquí estoy. Cuando llegué, El Celler estaba en el cuarto lugar y con dos Estrellas Michelin”.

Hernan Luchetti, argentino, es el segundo jefe de cocina. Lleva aquí cinco años. “Empecé de prácticas, pasé a ser jefe de partida y luego me ofrecieron ser jefe de cocina. Estoy tratando de disfrutarlo cada día. No sé si algo así me vuelva a suceder en mi vida. Es una suerte poder contar con Joan, Josep y Jordi, tratar de absorber de ellos lo máximo y transmitir eso que ellos nos enseñan de la cocina a los platos. Soy argentino y estoy lejos de mi casa, de mi familia, pero soy inquieto. Trabajé con varios chefs. Estuve en El Bulli dos temporadas. Hace poco estuve con Joan cocinando en el DF en Millesime”, relata.

La experiencia Roca

Uno de los elementos primordiales para ser elegido como el mejor restaurante del mundo por más de 800 cocineros, periodistas y críticos gastronómicos es la comida.

Un ejemplo de lo que podrías degustar en El Celler de Can Roca inicia con los aperitivos. Un globo terráqueo de papel encierra el concepto de globalidad. Interpretaciones de la cocina de México, Perú, Marruecos y Japón se toman con los dedos y van directo a la boca. México sabe a guacamole y cilantro; Perú, a ceviche de pescado; Japón es miso y dashi; Marruecos pone lo dulce con pasta philo almendra y miel. Lo sirven con la cava de la casa. Le sigue el olivo con aceitunas caramelizadas con emulsión de anchoas. Los hermanos Roca intentaron cambiar este aperitivo y trabajaron con pino y piñones. “Pero no le llegó a la talla del bonsai de olivo, de donde cuelgan las aceitunas que dan la bienvenida al Mediterráneo”. Se acompaña con un vermouth Carpano. Terminan los aperitivos con bombones de trufa y un brioche de setas acompañado de un vino blanco de la zona de Penedés, Estrany 2011.

Inician los platos con un consomé de verduras hecho a baja temperatura. Es como una infusión acompañada de flores, frutas e incurtidos.

Recibirás la instrucción de comer en orden las nueces, el arbero, el queso de oveja acompañado de compota de higos ahumados, y un pistelli con helado de  vinagre e higos. El Sancerre Vacheron se casa de maravilla con este plato. Sigue una corteza de espárragos blancos con trufa y un riesling Kabinett Joh. Jos. Prum 2009, aromático y muy ligero. El siguiente plato es un pescado caballa acompañado de botarga con alcaparras y olivas negras. El montaje del plato, explica Hernán Luchetti, está hecho con un molde en 3D que simula la piel plateada de la caballa. Lo maridan con Suertes del Marqués Vidonia del 2011, un vino de la zona de Tenerife del valle de la Orotava. Un DO de la zona volcánica que le aporta carácter. La variedad listón blanco tradicional de la zona. El sommelier Carles Aymerich explica: “La panza de nudo son unas nubes que se mantienen durante el tiempo de la maduración de la uva y la hacen más lenta, lo que resulta en pura frescura”.

Le sigue un plato de mar, dentro de jugo de anémonas, acompañado de algas, navajas y cocombro de mar. Le va muy bien la bota de vino blanco Florpower de Equipo Navazos. Una bodega que consigue botas de jerez que están escondidas, que no saldrían a la luz de no ser por ellos.

Nori, la orgullosa ecuatoriana, presenta el siguiente plato: “Lo que tenemos aquí es una gamba completa cocida a la brasa, el jugo de la cabeza en el fondo del plato, aire de destilación de gamba, crujientes de la patita, pan de algas y plancton marino. Todo es para comérselo, sobre todo los crujientes saladitos”.

Explica Hernán, el chef de cuisine, que al hacer este plato se preguntaron: “¿Qué podemos aprovechar de la gamba? Y nos dimos cuenta que todo era bueno y así lo hicimos: antenas, el caldo, que es el mismo jugo de las cabezas –porque cuando te comes las gambas en casa lo más bueno es chuparse la cabeza– y acá te tomas el jugo sin ensuciarte las manos”. Llegó con Viña Tondonia. Ideal.

Humeantes aparecen las cigalas. Se están acabando de cocer al vapor y el vino maridaje viene incluido en el plato, en la cucharilla. Se come primero la cigala, después el jugo de las cabezas con un aire de avellanas, y por último, lo de la cucharita: reducción del Gutiérrez Colosía Palo Cortado de una solera de la familia.

Para el lenguado escogen el Pedra de Guix Torroja del Priorat, garnacha blanca, Pedro Ximénez y macabeo. Esto viene de la bodega Terroir al Límit. Cosa seria. Un vino con una densidad que sorprende a cualquier paladar exigente y que le va estupendamente con el ajo fermentado con que preparan este platillo.

Continúa esta obra maestra con la ventresca de cordero, berenjena y mollejas. La debes tomar con la pinza y mojar en la reducción de la cocción. El Puntido 2004 es un rioja de la familia Eguren. Especialmente interesante este tempranillo arraigado en las latitudes alavesas de Laguardia.

No en vano Josep Roca, a sus 47 años, es conocido como el mejor sommelier de España y del mundo. “Es importante para recoger estos tesoros escondidos tener amistad con mucha gente, lo que me permite ir a las botas especiales y a los vinos más singulares. Soy sommellier desde muy pequeño; lo que pasa es que no sabía que existía ese nombre para un vendedor de vinos de restaurantes. Para mí es algo natural y lo que hemos hecho es buscar nuestro camino. Solo nos hemos movido 200 metros. Llevamos 27 años en esto y tenemos más de 35 mil botellas en stock. Son 27 años de hacer las cosas más con el corazón que con la cabeza”, revela.

El momento dulce: Jordi

El sentido del humor viene por las ideas, muchas irrealizables, que propone Jordi. Es una manera de quitar hierro a la seriedad de la cocina.

Él se ocupa de lo dulce. También está concentrado en un nuevo proyecto: una torre que se colocará en la mesa al inicio del servicio de postres. Una caja de bombones.

Con 35 años, reconoce que quería ser cualquier cosa menos cocinero. Estaba emborrachado de tanta gastronomía y tanta hostelería. Empezó a trabajar de camarero, era una forma de ayudar en casa. Luego descubrió que los cocineros terminan su trabajo antes y más pronto podía encontrarse con sus amigos. El patissier Damian Allsop vino al Celler de Can Roca a trabajar una temporada. Lo inspiró. Jordi se enamoró de la pastelería. “Me formé con una profesión que mis hermanos no controlaban y así empezamos a tener este diálogo de tú a tú a tres bandas con Josep y Joan. Se acabó formando este triángulo creativo”.

Para Jordi, el momento dulce de la comida es cuando se está más dispuesto. Aún hay fuego y puede plantar sus ideas descabelladas, como el gol de Messi o el postre de masa madre. “Como soy el más joven tengo ese rol de atreverme a hacer cositas. Algunas no han visto la luz porque no todo me lo permiten mis hermanos”, dice.

Jordi aparece con su conocido postre Masa Madre. Es un plato que respira, se mueve. Son merengues de vinagre y helado de masa madre con lychees. Luego nueces crudas, crema de nueces tostadas con arce, y un licor de nueces verdes y hierbas. “Como estamos en época de fiestas –dice Jordi–, culminamos con las manzanas caramelizadas de la feria de Girona”.

El Celler de Can Roca es resultado de 27 años de trabajo. “Nos han llegado ofertas de abrir restaurantes en otras partes del mundo, pero esto restaría la atención al servicio que ofrecemos, algo que aquí no hemos descuidado nunca. Y es que no solo estamos aquí, vivimos aquí”.

Y esto es lo extraordinario. Tres hermanos de personalidades distintas, pero complementarias, se unieron para lograr la experiencia gastronómica más importante del mundo. Si esto no convence de que el nirvana está en un plato, nada lo hará.

Don Chope no tiene reloj. Pero cuando su gallo canta por primera vez sabe que son las 3:30 de la madrugada. En el sosiego del canal de Tezhuilo –si acaso agitado por los chapuzones de las tilapias que saltan sobre el agua–, el campesino vuelve a sumergirse en un sueño silencioso. Durará así hasta las cinco, cuando su gallo cante otras dos veces, como si quisiera que su dueño ya se estirara. Y ahora sí, el hombre tiene claro que a su reposo le queda poco: “Cuando mi gallo empieza cantar duro es porque ya dieron las seis”.

El sol aún no despunta en el sur de la Ciudad de México cuando Anastasio Santana –“don Chope” para los pobladores de los canales de Xochimilco–, sentado en la cama se pone sus botas de hule, el sombrero de palma y camina hasta la orilla de su hogar, la popular Isla de las Muñecas, donde vive con sus dos sobrinos. Aborda su chalupón verde, saca su remo y jala con fuerza el agua hasta llegar a un amplísima chinampa, fértil, tapizada por lechugas italianas –jugosas, consistentes, verdes, frondosas– que en cinco horas más deberán estar en la colonia Polanco, en el restaurante Pujol, el mejor de México y el número 17 del mundo, según la lista The World’s 50 Best Restaurants que hace un mes publicó la marca italiana de agua mineral San Pellegrino.

“Nunca en mi vida he ido a Polanco”, dice don Chope, que ya se adentra en el campo. Sus manos, como dos animales hambrientos, se hunden en la vegetación para desyerbar. Sus gruesos y cuarteados dedos arrancan las plantas silvestres que amenazan a sus lechugas, pero son cuidadosos: el chicalote, una planta de preciosa flor amarilla, podría hacerle daño si se clavan en la piel sus gruesas espinas. “Y también estoy atento al oído, seguido hay víboras de cascabel”.

Con el sol que asoma, don Chope raja de un navajazo la base de las lechugas que ya están bien abiertas. El agricultor no se aguanta, agarra una hoja, la hace taquito, se la mete de golpe a la boca, mastica con gusto como para extraerle su agua y me entrega otra hoja para que haga lo mismo.

Cuando acaba, avanza hasta un terrenito aledaño. “Ahí tienes las verdolagas”, señala mientras se agacha para empuñar unos 10, 12 tallos a los que arranca con facilidad. Les da tres o cuatro golpes a las raíces para quitarles la tierra y con tiras de tules secos amarra los manojos.

Ahora sí, su huacal ha quedado lleno. Ya son cerca de las nueve cuando la canoa toma el canal de Apampilco y entre ahuejotes y sabinos da vuelta en el canal de Aguardientecalpa. Vemos aves gallaretas, patos golondrinos y una garza blanca que dormita sobre una chalupa.

Se acerca la hora en que tiene que llegar al embarcadero del Infiernito para subirse a un bicitaxi que lo conduzca hasta el mercado de Xochimilco. Ahí entregará a Juanita Mateos el pedido del Pujol. Don Chope rema veloz junto a una chinampa en cuya radio canta José Alfredo: Soy marino, vivo errante / cruzo por los siete mares / y como soy navegante vivo entre las tempestades…

Lo arruga

El reloj marca las nueve de la mañana, al salón principal del restaurante Pujol lo atenazan la soledad, el silencio y la penumbra. La mesera Eréndira Díaz se inclina frente al filo de una mesa y cierra el ojo izquierdo: como un jugador de billar que calcula la alineación entre bolas y troneras para que el golpe del palo sea exacto, la joven, vestida toda de negro, se cerciora de que la veintena de copas Riedel ubicadas en una misma fila de siete mesas estén alineadas con exactitud matemática. “Ninguna puede estar atrás o adelante”, aclara, y su docta mirada descubre una copa rebelde. La arregla y verifica otra vez. Ahora sí, prosigue con el rito del “misionero”, como Pujol llama al empleado que entra al restaurante antes que nadie, en una suerte de avanzada, para intercambiar con la empresa Lavaltec manteles limpios y sucios, vaciar agua en los floreros con girasoles, llenar saleros y concluir el montaje con servilletas, vasos y platos de barro bruñido de Coyoacán donde servirán el primero de los 12 tiempos del menú de degustación: una infusión de quintonil con pimienta, menta, chile mixe, cebolla tostada y sal de Colima.

Ayer, en el momento en que los últimos clientes se fueron, Eréndira cumplió el epílogo del tácito manual de obligaciones. Ya de madrugada, sacó una plancha casera, se acercó a cada una de las 13 mesas y repasó con el vapor los manteles blancos, auxiliada por otro mesero que estiraba la tela. Al cerrar las puertas de Pujol, el calor de la plancha había distendido las uniones entre las cadenas moleculares de polímero de todos los manteles de algodón: el salón estaba intachable. Por eso, esta mañana la mesera cuida con actitud severa que las sillas grises queden acomodadas a un par de centímetros del mantel: “Si la silla toca al mantel, lo arruga”. En un escondrijo trapea con esmero una mujer vestida toda de blanco, con mandil, gorra, camisola y guantes de cirujano. Eloísa Reyes, de 54 años y cinco hijos, es la única persona autorizada a barrer la vereda, limpiar el área administrativa, el salón y la oficina del propietario del restaurante, el chef Enrique Olvera, que debe estar pulcra cuando él llegue.

Por todas partes estalla un perfume intenso.

—¿A qué huele?
—Es menta, sienta el aroma –Eloísa respira como catando un vino, o un limpiador de pisos–. ¿Vio? Huele rico, como Fabuloso.
—¿Cómo es el chef respecto a la limpieza?

Eloísa se la piensa. Sonríe pícara como si fuera a develar un secreto y suelta:

—Me dice: que todo huela bonito. Y es muy ordenado.
—¿Qué tiene de complicado hacer la limpieza en Pujol?
—El primer día que llegué me dijeron: no puedes romper ni una copa. En ocho años no he roto una sola.

La mujer está a punto de concluir su faena. Tomará el Metro Polanco, transbordará en Tacubaya, bajará en Chabacano y ahí subirá al pesero que, por calzada de Tlalpan, la dejará en el centro de Xochimilco. Ahí abordará una micro hasta su pueblo, San Andrés. Cuatro horas de transporte cada día. “¿Vale la pena?”, le pregunto. “Estoy contenta, no me importa la distancia: este sí es un restaurante de lujo”.

Muchas florecitas

En el mercado de Xochimilco la mañana del martes se despereza, extenuada tras una noche de aguaceros. Los comerciantes bajan de sus carretillas las hortalizas y las acomodan en sus puestos con calma provinciana. Pero hay una excepción: Juanita Mateos, mujer de 35 años a la que no le dan tregua las revoluciones que agitan su cuerpo pequeñito. Ordena a su esposo Frontino: “¡Ve a traer los huacales para llenarlos de verdura!”, pesa berenjenas en su balanza, junta bolsas con quelites y verdolagas, recibe a don Chope y a una decena más de chinamperos que al amanecer han cruzado en canoa los canales con hoja santa, acelga, brócoli y otras verduras; vende cilantro a una clienta y desliza su índice por la hoja de pedido del Pujol para checar que la lista se vaya completando. Cansa ver trabajar a Juanita.

En su local al aire libre –aromatizado por la hierba del pápalo– esta madre de tres niños labora a contrarreloj. En una hora, en punto de las 10, debe dejar listos los cajones que viajarán a Polanco hasta el restaurante del chef Olvera.

Los huacales retacados de productos de las chinampas se van apilando en una vereda de la calle Guadalupe Ramírez, por donde avanzan aceleradas columnas de habitantes de los barrios de “Xochi” que se dispersarán en peseros por todo el Distrito Federal.

Un joven de aires intelectuales –cincelada barba de candado, camisa de vestir, zapatos lustrados y lentes– observa el trajín de Juanita. Hace dos años, Juan Carlos Solís, publicista convertido en empresario gastronómico, cerró un trato con Pujol. Productos de la Chinampa –la compañía que dirige con su esposa y suegros– acordó surtir al restaurante más célebre de México con vegetales frescos de Xochimilco, es decir, sacados de esos bloques fértiles que hace cientos de años, antes de la Conquista, los indígenas crearon con tierra mezclada con cáscaras, pastos, hojas secas, y que son contenidos por bardas de ahuejotes.

Así, Pujol obtiene desde 2011 verduras y legumbres sin agroquímicos recogidas incluso la madrugada previa. “Las chinampas dan mejor sabor, color y textura. Por ejemplo, la lechuga es de hoja gruesa, sabe intensa y su olor es único: a agua”, dice Juan Carlos simulando que en sus manos hay una lechuga, y aspira profundo.

Apenas ayer lunes a las siete de la noche, su Blackberry emitió un pitido, como ocurre cada día. Gerardo Alarcón, “Jerry”, chef de almacén del Pujol, le enviaba en un correo la lista de los productos que necesitarían a la mañana siguiente: arúgula, lechuga, verdolaga, col, epazote; chiles serrano, guajillo y manzano; albahaca, manzanilla. Pero había un pedido inusual. Para un nuevo plato, el chef Olvera requería una menta con tallo de hasta 40 centímetros de largo.

Juan Carlos llamó a Juanita, le dictó la lista del día y le preguntó sobre esa hierba: la menta poleo. Ella prometió averiguar entre los agricultores de San Andrés Ahuayucan, San Gregorio Atlapulco y San Francisco Tlalnepantla, quienes la surten con las hortalizas para el restaurante. Juan Carlos y Juanita son paramédicos de la gastronomía: un día Pujol les dijo “necesitamos diferentes lechugas para adornar”, y en un par de horas contactaron a chinamperos que recolectaron escarola, maple, francesa, comanche, romana, orejona, sangría, malva. Hace unos meses, el subchef Erik Guerrero los llamó de emergencia a las 11 de la noche: necesitaba raíces de chayote para caramelizar, y ellos lograron que los agricultores las cosecharan en minutos. En otra ocasión, Pujol llamó para decirles que “en un rato” debían enviarle 100 nopales gigantes para un evento masivo, y Juanita logró que de las nopaleras salieran rápido excelentes hojas de cactus.

El tiempo es para Pujol un monstruo devorador que intimida y empuja a toda su cadena humana a dar respuestas inmediatas. Pero la calidad no se negocia. Semanas atrás, Olvera vio a Juan Carlos entrar al restaurante con manojos de manzanilla. “No me gustan”, exclamó el chef. Desde entonces, los criterios son fijos. “La manzanilla se las escojo con muchas florecitas y los pétalos bien blancos”, cuenta Juanita y muestra un ramo del que elimina hierbas poco floreadas. “No es fácil la exigencia”, admite Juan Carlos.

Chingones los elotitos

Pasan de las 10 de la mañana y los seis huacales que irán a Pujol ya están llenos. Juanita toma un cuaderno y dicta cantidades a su marido, que teclea en una calculadora. La cuenta concluye: “mil 250 pesos”. Juan Carlos paga y abre la cajuela de su Jeep, hacia donde Frontino lleva un par de cajas de madera: “Cuidado con las coliflores”, le pide su esposa, siempre verificando de reojo que todo se haga con cuidado. Cuando Juan Carlos saca las llaves para irse, Juanita lo detiene: “Ya sé cuál menta dice: la de una hoja grande. Mañana se la traemos”.

Con los huacales crujiendo, Juan Carlos arranca a las 10:30. Maneja despacio, frenado por tamaleros, cargadores, vendedores de plantas que se cruzan en el camino. El barullo exterior muere con su estéreo: Art Blakey & The Jazz Messengers envuelven la camioneta con sus trompetas ligeras, mezclándose con un soplo húmedo de verduras impregnadas con olor a tierra. Al auto lo invade un delicioso perfume sedante.

—Todos los días hasta Polanco. Está pesado…
—Bendito segundo piso –responde Juan Carlos–, a lo mucho hago media hora.

Pero el Periférico oye al empresario y le juega una broma: atestado, hace larguísima la espera. Al fin, huyendo por Chivatito, llegamos al número 254 de la calle Petrarca. En total, una hora de trayecto. Martín, conserje del edificio en cuyos dos primeros pisos opera Pujol, sale a nuestro paso: “Tantito más para abajo”, grita y acomoda el vehículo.

La cajuela se abre y Martín, sin pedir permiso, se pone dos huacales sobre el pecho y Juan Carlos lo imita. Suben a prisa por una escalerita, esquivan cajas de vinos Malleolus, Libis y Sendero y entran en el almacén aclimatado. Ahí, Jerry, el chef de almacén, los está esperando. “Lechugas, epazotes, coliflores…”, enumera. Revisa los huacales y pasa las manzanillas a Andrea, su ayudante, que al instante las sumerge en un florero para que no pierdan sus atributos. El depósito es de una prolijidad que parece montada para una sesión de fotos. Abajo, dentro de un anaquel blanco, filitas de piñas miel reposan limpias, sin mácula. Decenas de botellas de aceite Oleico miran con sus etiquetas hacia el mismo lado. Botellas de agua San Pellegrino formadas en una hilera destellan con su vidrio verde, como si las lustraran antes de ser guardadas. Jerry dice a Juan Carlos: “Chingones los elotitos que trajiste ayer. Dulces”. Al fondo, a unos metros, se oyen cuchillos sobre tablas, cucharones que golpean ollas y voces discretas que se dan instrucciones: la cocina ya trabaja sin pausa.

Está apelmazado

En la Cocina de Servicio, un pequeño espacio frente al salón principal con estufas, refrigeradores y mesas, cinco cocineros trabajan en un silencio vehemente, tenso. Más que el sitio donde se dan toques finales a los platillos, parece un aséptico quirófano con cirujanos que en vez de batas portan filipinas, zapatos antiderrapantes y mandiles. El joven Filogonio corta nopales en cubos con la exactitud de una máquina, para integrarlos a una ensalada con frijoles rojos. El cocinero peruano Segundo Barturén clava un anillo filoso sobre rodajas de rábano para crear monedas que irán sobre el tártar; los aros sobrantes, “la merma”, los mete en una bolsa para comida del personal. Y Carlos, de barbita rala, confita unos plátanos dominicos ultra maduros con mantequilla clarificada, macadamia rayada y crema: “Entre más negra la cáscara, más dulces: sencillo y rico”, comenta. Le pregunto cómo es trabajar en Pujol. “Aquí cualquiera puede crear un plato y presentarlo bien justificado a Enrique –asegura al tiempo que me toca el hombro para que camine tres pasos hasta una covachita–. Mira, él es alguien sorprendente: el chef repostero”.

Jorge Vivanco, “Coko”, el cerebro postrero de Pujol, resiste el calor del cuarto que comparte con Carlita y Gina, sus ayudantes. Grandote y rubio, empuña un soplete Turner como si fuera un plomero. La flama va moldeando unas bombillas transparentes. “Son piñatas: esferas de azúcar Isomalt hechas con técnica de vidrio soplado. Las relleno con crema de guayaba, helado de caramelo, suprema de naranja o merengue de lima –dice, hurgando mi reacción ante cada manjar–. El cliente las rompe como una piñata”.

Coko, egresado de la escuela de postres catalana EspaiSucre, a sus 25 años forma una gran mancuerna con Olvera. En promedio, inventa un postre cada dos meses bajo una premisa que aplica a todos los platos, salados o dulces, que invente aquí cualquier cocinero: usar ingredientes y técnicas mexicanas. Ya después el líder aprobará, rechazará o pedirá cambios.

“Para mañana quiero un postre con aguacate”, le pidió Enrique a Coko hace unos meses. El repostero le preparó al chef un mousse de aguacate con queso de Ocosingo, helado y gel de coco, con rayadura de macadamia. Todo caramelizado con sal. Olvera lo probó.

—Me dijo: “¡Está chingón!, se queda en la carta” –relata Coko entre risas.

Pujol es una sociedad con un jefe máximo pero democrático. Salgo del cuarto y veo a un muchacho alto, de rasgos finos y barba recortada, freír en un sartencito. Un vaho de mantequilla salta hasta nuestras narices desde el tagliatelle de nopal con tallos de verdolaga y queso pecorino queretano de oveja. “Es una prueba”, me aclara el joven cocinero Pepe Meza, que nervioso echa el resultado en un platito, sale y encuentra a su maestro. Olvera hunde el tenedor, mastica, saborea, guarda silencio y sentencia: “Sobrecocido, apelmazado. Déjalo más crudo”. Cuando Pepe está a punto de dar la media vuelta compungido, Enrique lo serena con ese saludito de manos que se deslizan y chocan de frente con puños cerrados.

Madre mole

La Cocina de Preproducción, la principal del Pujol, es una procesión de 22 personas que baten, agitan, cortan, pican, rallan, revuelven, muelen, mezclan y, sobre todo, limpian: artefactos, refris, espátulas, repisas, cucharones, espumaderas… todo está radiante, tanto como los trapos blanquísimos con los que los miembros de este ejército arrasan manchas y restos.

Quizá en cualquier otro restaurante, tantos cocineros en un mismo espacio –de unos 100 metros cuadrados– serían una romería de gritos, bromas, albures, órdenes. Pero en esta suerte de laboratorio culinario hay un ajetreo que guarda las formas, como si dirigirse al otro se justificara siempre y cuando represente un engranaje más de la producción en cadena. Sólo que aquí no hay maquila sino arte, plasmado en un menú cambiante. En un rincón, un chico inclina la mirada sobre una plancha negra, como un débil visual que intenta seguir una lectura. Al acercarme, noto que su función es cortar, a unos ramos de albahaca tiernos y diminutos, las hojas más chiquitas y radiantes, que servirán como adorno de platillos. Fijo la mirada en las hojitas, con diámetros de máximo cinco milímetros, pero soy incapaz de detectar esos rasgos: “Observa –Alan me acerca una hojita–: está manchada, por eso no la selecciono”.

Junto a él está Luis Arellano, un chef de 27 años que Olvera se “pirateó” hace ocho meses del restaurante Casa Oaxaca de esa ciudad. Moreno, fornido, con brazos portentosos y rasgos indígenas, Luis revuelve con una pala una majestuosa olla con litros y litros que hierven y producen muchísimo vapor. Me asomo a ver qué hay dentro de ese caldero de bruja: tres chilacayotas gigantes como pelotas de básquetbol desgajadas se cocinan, giran y dan vuelcos a borbotones entre ajos enormes. Por alguna razón, Olvera le dijo a Luis hace unos días: “Quiero un caldo que tenga verduras con textura de carne”. Su discípulo pensó en la gastronomía de su estado y pidió a proveedores oaxaqueños frutos de esta

planta pariente de la calabaza. Durante una noche las nixtamalizó con cal para que en la cocción no se batieran, y hoy las puso a cocinar con azúcar, canela, chiles mixe y pasilla, hierbas de olor y cebollas.

Luis ha sido designado por Olvera para una doble tarea. La primera, ser geógrafo: “Me encargo de algo que es propio de Pujol: tener productos de todo el país. Aquí hay cerdo pelón de Yucatán, chilhuacle de Oaxaca, robalo de Veracruz”. La segunda misión es fungir como un ilustrado “chef creativo” que vigila que se respeten las recetas de Enrique y que incluso las refina. Si no fuera porque Pujol cumplió 13 años, 12 de los cuales prescindió de Luis, uno especularía que el oaxaqueño es el cerebro detrás del trono. Pero no. Sistemáticamente, impulsados por un menú que se reinventa cada siete días, Enrique, Luis y el subchef Erik Guerrero se sientan a imaginar, discutir, criticar, innovar, analizar ingredientes, recetas, ideas, estrategias, como tres filósofos que se hacen preguntas aunque no siempre obtengan respuestas. “A veces las cosas salen, a veces no”, reconoce Luis. Los virtuosos pueden aceptarse imperfectos.

Quizá porque Pujol empieza a estar más allá del bien y del mal, hace casi 100 días que en un rincón del restaurante hay una olla donde se cocina un “madre mole”: chilhuaje, tomate de riñón y cebolla mezclados con mole negro. Lo hierven mañana, tarde y noche, lo dejan reposar y el sommelier Pablo Mata, día a día, siente el añejamiento que muta el sabor. ¿El experimento acabará en algo bueno?

—Nunca antes se ha hecho –confiesa Luis–. Como dice Enrique: “Aunque tarde dos años, tú deja que el mole se siga cocinando”. Ya veremos.

Yo bato los huevos

A unos pasos de la cocina principal existe un espacio ajeno al arte culinario pero sin el cual sus sabrosas intenciones morirían.

“You Don’t Have To Be Crazy To Work Here. We’ll Train You”, dice un cartoncito colocado en la entrada de la oficina administrativa para todo aquel que se espante del aire espeso y caluroso. No hay un toque de glamour en este cuarto estrecho “optimizado” por una mampara que divide el espacio en cuadrantes. En cada uno trabaja sentada una persona. Sus escritorios, atestados de flores, cajas, papeles, fólders, carpetas, sobres, pañuelos desechables, fotos y post its, engalanan una oficina que no le pide nada a la de cualquier despacho contable. A lo lejos, sentada junto a una pared que casi la aprisiona, Pilar Figueras, mamá de Enrique Olvera y jefa de Tesorería del Pujol, acepta la entrevista pero me pide: “Déjame meter este pago y ahí voy”.

Finalmente llega y me saluda: “Soy la responsable de que los dineros estén completos; estudié para auxiliar de contabilidad, secretaria bilingüe y maestra de inglés”. Me presenta a sus tres compañeros. “Ella es Monse, de Costos; él, Alfonso, hermano de Enrique y jefe de Finanzas, y Mariana, jefa de Operaciones”. Ante cada mención, uno a uno desde su asiento ellos levantan la mano y sonríen, o algo parecido, y bajan la cabeza para seguir en lo suyo. Cuenta que al principio “compraba en Costco, atendía la caja y hasta fui lavalozas. Pero esto creció y creció. Ya deberíamos tener otra oficina”. Le pido que me cuente cómo era su hijo.

—¿Qué es lo que más le gustaba comer a Enrique de chico?
—El pozole tradicional con maíz, de pollo o puerco, verde, rojo o blanco.
—¿Y ya se le veía vocación de chef?
—Quería ayudar en todo desde los cuatro años. Batía los huevos, le gustaba poner la mesa y hasta la cebolla quería picar. Pero empezó a cocinar cuando iban a casa sus amigos de la prepa del Tec. Les hacía sus milanesas con chipotle y quesito.
—¿Algún plato de Pujol en el que usted influenciara?
—El puchero, que es inspiración de cocina de Tabasco, de donde es mi mamá. Y el entomatado, el preferido de Enrique. Pero a él no le doy mis recetas.
—¿Por?
—Me las mejora y me da mucho coraje –se ríe.
—¿Usted interviene en el menú?
—Me pide opinión. Si hay platos tradicionales de mi casa, como frijol con puerco, me llama: ¿está bien?, ¿le sobró orégano?
—¿Y cómo ve el crecimiento de Pujol? –Sólo sé que quiero acompañar a mi hijo en su sueño, para que el día que yo no esté, esto quede bien organizado.

El paso de la muerte

Cada uno de los platos que se sirven en Pujol es un acto creativo, pero también acrobático. Las cocinas de Preproducción y Servicio se conectan mediante una escalera de unos tres metros, ideal para un pintor de brocha gorda que renueva una fachada, pero no para un cocinero que debe sujetarse con la mano izquierda para no caer tres metros entre un piso y otro, mientras que con la derecha sujeta un plato de meticulosa preparación y decorado. “¡Aguas! –advierte Filogonio cuando bajo–. Varios ya se cayeron: es el paso de la muerte”.

Pujol, hasta para ir de una cocina a otra, es un deporte extremo.

Es casi la una y media, faltan minutos para abrir el restaurante y aún hay pendientes. Erik exhala seriedad. Ceño fruncido, actitud adusta y fornido, levanta un plato blanco y lo ve contra la luz como a un diamante para confirmar su limpieza, calienta agua, prueba un caldo y gira instrucciones a los seis cocineros que lo rodean con movimientos de ceja y monosílabos que todos comprenden, como en un dialecto local. “¡Migajitas!”, dice al aire mirando un recoveco de piso para que alguien barra –me agacho para ver a qué se refiere y detecto cuatro boronas–, mete una bolsa de basura en un bote con un sacudón fuerte como un puñetazo, levanta ágil un garrafón de 20 litros como una taza y lo vacía en una olla.

En uno de los extremos de la cocina descubro una pequeña ventanita. Salgo y toco a una puerta que daría acceso al espacio de esa mirilla casi clandestina. El que me abre es Enrique Olvera, quien desde su oficina observa sin que lo vean todo lo que ahí pasa. En su búnker, un pasillo estrecho e incómodo, hay una Mac, un dibujo de su hijo mayor donde ambos vuelan un papalote, libros, documentos, tres maquinitas de tarjetas de crédito, un bote de chile piquín en polvo para sus jícamas. “Este lugar es el confesionario”, define riéndose. Afuera lo espera Esther –una fan que lo mira fascinada, le pide sacarse una foto y que le firme un libro–, un reportero al que le responderá en la mesa 17 –la más escondida– con sencillez y sin ínfulas preguntas atípicas, como “¿Le darías de comer a Pinochet?”, y un fotógrafo que lo captará con ropa sport negra y al que explicará los tatuajes de sus brazos: “Son los apodos de mis hijos: Mosca, Rábano y Pato; sus fechas de nacimiento en maya y el símbolo de Gaia, la madre tierra, como se llama mi hija”. Cuando paso frente él, me pregunta sonriente, “¿la gente te dice la verdad o puras mentiras?”, luego me saluda con choque de puños y sugiere: “¿Ya entrevistaste a Miguel Ángel?”.

Nos nos presionamos tanto

Miguel Ángel González es un catrín. Impecable traje negro, abundante cabellera relamida y colonia. El encargado general del Pujol es un maestro de la operación que certifica la excelencia de cada área del restaurante mañana, tarde y noche, un director de orquesta de trato suave, sonrisa fija y buenos modos: en cuanto se da cuenta de que lo estoy esperando va a al bar y le pide a Bonfilio, el encargado, un agua de sandía con infusión de manzanilla y me la trae: “Verás qué rica”, anuncia. En la entrada, bajo un retrato de Enrique Figueras, abuelo del chef Olvera, Miguel hace del software de reservación de mesas Open Table una extensión de su cerebro. “Estaría confirmando para el lunes 27 de mayo”, dice a un cliente que le llama por teléfono 14 días antes de esa fecha mientras teclea en la computadora. Desde que la afamada lista The World’s 50 Best Restaurants colocó a Pujol como el restaurante número 17 del mundo, no hay modo de que pueda ofrecer una mesa en un lapso menor, pese a que el menú de degustación de siete tiempos cuesta 695 pesos por persona y el de 12 tiempos 995 pesos, sin incluir bebidas. Sobre su cabeza, en un enorme librero, reposa una veintena de libros, entre cuyos lomos alcanzo a leer El gourmet extraterrestre, de Andoni Luis Aduriz. En lo más alto, en la cumbre del mueble, yacen decenas de ejemplares de dos libros, En la milpa y Uno, escritos por Enrique.

Cierto: el chef que sólo esta semana dio entrevistas a Carlos Loret de Mola, Brozo y Joaquín López Dóriga, y a una veintena de diarios y revistas, ha devenido superstar, pero detrás de ese gran hombre hay otro gran hombre: Miguel, quien cultiva un engañoso bajo perfil, porque sin él Pujol no existiría. A fines de los noventa trabajaba en el restaurante Maxim’s de París, del hotel Presidente, donde fue lavaloza, cantinero, mesero, garrotero. Por esos días llegó como practicante de cocina un chavo de poco más de 20 años.

—Con Enrique nos entendimos muy bien y nos hicimos cuates, pero se fue a Nueva York a estudiar (al Culinary Institute of America). Regresó en el 2000, me llamó y me dijo: “Estoy listo, abramos un restaurante” –relata Miguel.
—¿Qué sienten ante esta locura?
—Nunca lo imaginamos, y ahora que lo estamos logrando no queremos transmitirle esa presión al equipo. Aunque son de ellos las victorias. Quiero que todos estemos tranquilos y de buen humor.
—¿Cómo festejan los triunfos?
—A veces acaba el servicio y con Enrique nos sentamos a beber una chela, pero otras veces sólo queremos llegar a la cama a dormir.

Son las 14:30 y el primer cliente entra a Pujol. Miguel debe ir a atenderlo. “Buenas tardes –dice desde su casi 1.90 de altura–, ¿el nombre de su reservación?”.

Diez minutos

En el salón principal, Eréndira toma la orden de una mesa de cuatro sin apuntar nada (en Pujol los meseros memoriosos no tienen permitido usar pluma). De pronto, yergue su cuerpo, abre la mano izquierda y la posa en su hombro derecho. Con ese gesto, como los señaleros de las pistas aéreas, le dice a Alberto Tiro, su mesero ayudante –los tres meseros cuentan con el suyo– que lo auxilie llevando cubiertos y estando alerta ante cualquier necesidad que surja. “Al cliente no le puede faltar una gota de agua y está prohibido que levante la mano para que vayas: si lo hace, te pueden llamar la atención”, dice Eréndira. Los meseros dominan un lenguaje mímico que evita alzar la voz. Por eso, durante todo el servicio, el ayudante no desvía la mirada del compañero al que asiste.

Eréndira retira las cartas, camina brevemente y se acerca a la Línea de Paso, el gran hueco que conecta al salón principal con la cocina. Ahí, le instruye: “cuatro degustaciones” al mesero cantante –enlace entre cocina y salón– Félix Barragán, “Guiri”, quien a su vez canta “¡cuatro degustaciones!” a los cocineros.

Sobre una hoja, Guiri escribe a qué hora la mesa nueve pidió sus primeros platos. A partir de este momento, la cocina tiene 10 minutos para que estén listos la infusión de quintonil y los elotes tatemados con mayonesa de café y hormiga chicatana. Si el tiempo límite se aproxima, Félix le dirá al subchef Erik que la espera es riesgosa y él presionará a la cocina. ¿El plato no salió? “Félix pasa un reporte por computadora que Enrique lee –revela Eréndira– y puede haber consecuencias”.

Calma. La Cocina de Servicio de Pujol es en este instante una máquina que avanza a toda velocidad. Concentración, rigor, silencio. Las miradas indican que la menor distracción causaría una tragedia.

“¿Ya las pasas, ya está listo, ya está caliente?”. “¿Ya, ya, ya?”, repite el subchef, pluma sobre la oreja, gotita sobre la frente y andar inquieto de un extremo a otro para verificar que Pepe ya esté terminando las láminas de aguacate sobre hoja de chía que formarán el aguachile, que Filogonio se está apurando en perforar las infladas de masa para rellenarlas con escamoles, que Barturen ya está echando la mayonesa de chipotle sobre las flautas de pulpo, camarón, cebolla, chile, cilantro y limón.

Son las 14:00 en punto y los platos ya viajan a la mesa nueve en el mismo instante en que el mesero Óscar Teuffer termina de memorizar la orden de la segunda mesa que se ha ocupado en Pujol.

Y otra vez, dentro de la cocina, el cronómetro está en marcha.

Un monstruo para chuparse los dedos

Publicado: 10 julio 2012 en Marco Avilés
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Una noche de fines de septiembre, el pescador Lidber Arrué entró corriendo a una habitación en penumbras donde una docena de hombres pasaban el rato jugando a las cartas y bebiendo sorbitos de ron. Tenía el rostro desencajado, y se dirigió a sus colegas como un navegante medieval que trae noticias de guerra:

—Los machetes, carajo. Hay ilegales. A los botes.

Los hombres tomaron sus armas bulliciosamente, marcharon hacia el embarcadero y se acomodaron como pudieron en un pequeño bote a motor. Iban a defender sus dominios y su exclusivo derecho a pescar en una laguna de nombre mitológico, en la selva norte del Perú. Se llama El Dorado, como la ciudad perdida que aún buscan arqueólogos y exploradores en otros confines de la Amazonía, y guarda un tesoro valioso: el pez de agua dulce más grande del mundo, el paiche, un monstruo carnívoro del tamaño de un torpedo, que puede medir hasta tres metros y pesar doscientos kilos. Ese animal, llevado a las brasas, es un manjar que empieza a ponerse de moda en los restaurantes más osados de Lima. Cortado en primorosos filetes de color marfil, sazonado con sal, pimienta y aceite de oliva, y luego sometido al fuego durante seis minutos, un platillo de esa carne puede costar hasta veinticinco dólares. Pero si ese exótico ingrediente pudiera hablar, el comensal estaría en posibilidad de conocer una saga sangrienta: no solo la de su propia captura, sino la historia de los pescadores que se pelean a machetazos en un mundo sin ley por el privilegio de capturarlos y aportar un insumo a la revolución de la cocina peruana.

Aquella noche, en El Dorado, el bote de madera llegó a una playa desierta y ocho pescadores comandados por Arrué inspeccionaron el lugar. Las huellas de los ilegales —como son llamados los forasteros que no tienen permiso de pesca en la laguna— estaban frescas y se adentraban en la espesura de la jungla, un mundo de serpientes nocturnas y pumas nerviosos. En la playa solo quedaba un poco de sangre fresca.

—Eran tres esos malditos. Estaban desnudos —me dijo Arrué, de vuelta a la cabaña donde íbamos a pasar la noche.

Vestía un pantalón corto, camiseta sin mangas y unas gafas de aumento que no contradecían su rudeza de pescador contrariado. Arrué es el líder de los pescadores, y había salido con uno de sus hombres a inspeccionar la laguna poco antes de la cena. Advirtieron actividad cerca de una ribera y decidieron volver por ayuda. Nunca se sabe si los ‘ilegales’ van armados hasta que, llegado el momento, estos muestran sus escopetas o machetes. Cuando Ferran Adrià, el mejor cocinero del mundo, dijo que el futuro de la gastronomía mundial se encuentra en la Amazonía era obvio que no estaba pensando en venir a pescar él mismo sus exóticos ingredientes.

El paiche es el habitante más perseguido de este Parque Jurásico. Su rareza biológica conspira contra él y lo convierte en un monstruo temible relativamente fácil de capturar. Es un pez, y entonces respira el oxígeno del agua a través de branquias. Pero también tiene pulmones, y por eso siente la necesidad de sacar la cabeza para llenarlos de aire. Esa bocanada le permite adentrarse en las zonas más profundas de los pantanos, donde el agua es tan densa que se vuelve irrespirable para los peces. Cualquier otro predador moriría asfixiado en ese submundo. El paiche no. Los pescadores lo llaman el rey del Amazonas. Es un pez, es cierto, pero está en camino de ser otra cosa. Acaso un anfibio. En ese punto de su espléndida evolución, y debido a su costumbre de sacar la cabeza para respirar, un día de hace cientos o acaso miles de años los hombres-cazadores vieron por primera vez a ese monstruo e idearon —ensayo y error— una manera de atraparlo.

—Hay que soñar con paiches si quieres ver uno mañana —me dijo Lidber Arrué fumando un cigarrillo, en la cabaña.

Era una casa de madera y techos de hojas con algunas habitaciones, una cocina a leña, una mesa y un televisor a batería que exhibía videoclips de cumbia. Los hombres lucían fatigados y a veces alguno improvisaba una broma, animado por el contoneo de una bailarina en la pantalla. Llevaban cuatro días sin pescar un solo paiche.

—Ilegales hijos de puta —exclamó uno de ellos, desde una hamaca.

Se llamaba Enrique Silvano, tenía unos ojitos negros hundidos en un rostro redondo, y lo precedía la fama de haberse librado del ataque de una boa de seis metros. Ahora lucía impotente.

La gran pesca anual del paiche había llegado a un punto delicado. La veda iba a comenzar dentro de dos días. Los pescadores tenían licencia para capturar cuarenta y dos animales, pero en doce días de trabajo apenas habían podido con la mitad. En sus hamacas, jugando a las cartas, cavilaban sobre las circunstancias milagrosas que tendrían que ocurrir para pescar once monstruos cada día, sin contar las posibles escaramuzas a las que podrían arrastrarlos los ilegales. En la cabaña los acompañaba —además de dos biólogas y un guardaparques— un veedor del Estado que llevaba la cuenta de la pesca en un cuadernito.

—No van a llegar —me susurró ese hombre como para que nadie más escuchara.

Había un humor denso en el ambiente. El ánimo abatido de unos pescadores en lucha abierta contra el rey.

***

A la mañana siguiente, ocho hombres distribuidos en parejas partieron desde el embarcadero remando sus canoas en silencio. La laguna aún estaba sumergida en la penumbra y solo se oía el canto infernal de miles de pájaros. A pesar de ese bullicio, había que moverse con cuidado sobre el agua.

—Yo he visto paiches que vuelan —me había contado el día anterior Agustín Tamani, un yacutayta menudito de 52 años y nueve hijos, mientras afilaba un cuchillo.

Tamani era el encargado de recibir los paiches muertos, quitarles la piel, trozarlos y dejarlos listos para el comprador, que esperaba la mercancía en un puerto a dos horas de la laguna. Allí guardaría la carne en cajones con hielo y la trasladaría por río hasta Pucallpa, una ciudad a quinientos kilómetros de distancia. De joven, Tamani había trabajado como fileteador en las lanchas que pescaban hasta la saciedad en los ríos y lagunas del Amazonas. En un solo día era capaz de trozar hasta veinticinco paiches. “Eran otros tiempos”, me dijo con resignación.

Aunque el paiche empieza a ser una novedad de la alta cocina, es un viejo conocido de las mesas amazónicas. Durante décadas, los pescadores locales lo han perseguido en casi todos los rincones hasta que los científicos dijeron que podía extinguirse. En septiembre de 1993, los biólogos de la ONG ProNaturaleza y algunos pescadores viajaron hasta El Dorado para inspeccionar. Había cuatro paiches. El resultado de una lenta y silenciosa catástrofe. Lo que ocurre en la naturaleza cuando el hombre ejerce su voracidad de predador sin medir las consecuencias.

Los biólogos y los pescadores de Manco Capac, la aldea más cercana a la laguna, discutieron sobre el futuro. ¿Estaban los hombres dispuestos a extinguir el paiche? Entonces nació la Asociación Yacutayta (padres del agua, en quechua). Los pescadores iban a encarnar la ley en la laguna. Construirían una cabaña de control y vigilarían en rondas de día y de noche, con la esperanza de que los paiches se reprodujeran. Una década después, los biólogos contaron 1024 ejemplares. La proeza tuvo un reconocimiento: el Estado autorizó a los yacutayta a pescar una vez al año una cuota de esos animales. La abundancia también ha atraído a los ilegales que, desde las sombras, representan el descontrol.

—El paiche es más inteligente que el pescador —me había dicho Agustín Tamani el día anterior—. Si las redes son delgaditas, él las rompe. Si son gruesas, es capaz de saltar por encima. Yo lo he visto. No te miento. Ese paiche es bien mañoso.

Aquella mañana, los ocho yacutaytas seguían recorriendo con sigilo la superficie de la laguna, cuyas aguas tienen el tinte negro verdoso del petróleo. Era difícil saber si había paiches nadando debajo de las canoas, leyendo desde las profundidades el movimiento de sus rivales. Los pescadores solo confiaban en su propia paciencia: llegado el momento, el paiche necesitaría llenar sus pulmones y saldría a la superficie a respirar. Al notarlo los pescadores, la cacería comenzaría.

Enrique Silvano, el hombre que había derrotado a una boa de seis metros, comandaba una de las canoas. Iba parado, como el marinero que busca tierra firme. Indicó sin alarmarse un punto en medio de la nada. Eran casi las nueve de la mañana y habían pasado cuatro horas de lenta vigilia hasta ese momento. Las canoas enrumbaron hacia el lugar señalado y se distribuyeron alrededor de unos anillos que se expandían en el agua. Un paiche había salido a respirar. Los hombres echaron dos juegos de redes alrededor de la posible ubicación del animal. Si el paiche aún seguía allí, lo sabríamos una hora después, cuando volviera a asomar en busca de más oxígeno. Había que esperar. Los ocho yacutayta se sentaron sobre sus canoas y destaparon las ollas con el desayuno: jugo de naranja, arroz cocido, pirañas fritas.

***

La expansión del rey del Amazonas en el mundo depende más de la agilidad de los economistas que de los pescadores. Unas semanas después de la pesca, en un café de Lima, un hombre de traje oscuro me dijo que tenía 50.000 paiches, como quien habla de una cuenta de ahorros. Gustavo Sakata tenía lentes delgaditos, los ojos rasgados, y era el gerente de Amazone, la empresa que abastece a los restaurantes de Lima y de Estados Unidos. Un día de mediados del 2011, anunció que este animal podía conquistar los paladares de todo el mundo y que su compañía estaba preparada para llevarlo a cualquier mesa del planeta. En solo seis años, había logrado que los mejores restaurantes de la ciudad vencieran su resistencia a trabajar con pescados de la selva, y ahora cuatro de los cinco mejores ya ofrecen paiche en sus cartas. El paso siguiente debía ser la exportación. Pero la mala noticia era que el mundo, el Primer Mundo, está en crisis. “Cuando la gente tiene menos dinero, lo primero que deja de hacer es salir a comer a los restaurantes”, me dijo Sakata. Sonreía todo el tiempo a pesar del escenario poco favorable. Su estrategia comercial —me dijo— sería esperar que la economía mejorase. Luego bebió de su vaso de café con paciencia de pescador.

En la laguna, una semanas antes, había pasado una hora de tenso aburrimiento cuando el paiche asomó la cabeza. Fueron dos segundos apenas. La coraza gris y el sonido de un coletazo. Seis pescadores saltaron al agua de inmediato y se distribuyeron en extremos opuestos de la trampa. Los dos que quedaban en las canoas comenzaron a cerrar las redes. Si todo ocurría como se esperaba, el paiche se sentiría acorralado y nadaría de un lado a otro, dentro de ese límite impuesto por su perseguidor. En uno de esos intentos nerviosos por huir, tal vez sus aletas se enredarían y el animal comenzaría a dar coletazos descomunales que levantarían chorros de agua. Toda cacería es un ejercicio de anticipación de lo que la presa hará.

El paiche, en efecto, se enredó. Los pescadores redujeron la trampa. La desesperación del paiche podía sentirse fuera del agua. Se agitaba. Daba coletazos. Un pescador se quitó la camiseta y lanzó un alarido de emoción desde una canoa.

—Ya, carajo, yaaa.

Reder Amasifuén, como se llamaba, tenía en la mano un garrote del tamaño de un bate de béisbol. Dos compañeros levantaron las redes sobre la canoa y la cabeza del paiche por fin fue visible: su coraza brillante como una armadura, los ojos encendidos y rojos. Amasifuén se acercó con cautela, arqueó el cuerpo como quien eleva un martillo descomunal, y asestó un golpe seco en la cabeza del paiche. Fue el sonido de un martillazo contra el cemento más duro. Otro golpe más. Luego uno tercero. La furia del paiche hacía tambalear la canoa y por un momento el verdugo perdió el equilibrio. Los que controlaban las redes jalaron con más fuerza. Vino el quinto golpe. El sexto. La sangre salpicó del cráneo. Al séptimo golpe, la boca del paiche se abrió, enorme, y dejó salir un sonido terrorífico, antiguo, casi humano.

—Brrrrrr-aaaahhhh.

Fue una exhalación cavernosa. La claudicación del rey.

Cuatro hombres terminaron de sacar al animal muerto fuera del agua. Amasifuén golpeó unas cuantas veces más cuando ya la presa estaba tendida a lo largo de la canoa. El trabajo había terminado. Los pescadores desenredaron las redes de las aletas, y el paiche ya solo parecía un monstruo mitológico dormido. Largo como un tiburón de película de horror. Era hembra. Una sirena prehistórica. Sus escamas brillaban al sol y tenían un tinte fucsia. Uno de los pescadores trasladó la canoa con la presa hacia la cabaña. Tres hombres fueron necesarios para jalar al paiche hasta una balanza. Pesaba 134 kilos, medía 2,44 metros. Quizá tuviera siete años, indicó Agustín Tamani, que de inmediato extrajo su cuchillo afilado para desvestirla de escamas. Separó la cabeza con un hacha. Por la noche, la cocinera la asaría al carbón con un poco de sal, y sería la única parte que los pescadores disfrutarían de su víctima: el resto ya tenía un comprador, quien pagaría menos de tres dólares por cada kilo. Ya sin huesos ni vísceras, la carne pura y rosada pesó 75 kilos. Haciendo cálculos rápidos, a un cuarto de kilo por plato, esa cantidad podría alimentar a un barrio completo de trescientas personas. O a igual número de comensales gourmet, en alguno de los restaurantes de manteles blancos de Lima, con una salsa de fríjoles en aderezo de ajos, palillo y romero, un sofrito de chorizo horneado, música suave de fondo, y quizá una copa de vino.

Esa noche, a mil kilómetros de distancia de aquel futuro perfecto, los yacutayta cenaron los pellejos de la cabeza con los dedos, y saborearon la pulpa aromática mientras espantaban a los mosquitos, entre traguitos de ron y humo de cigarrillo negro. En todo momento evitaron hablar de las estadísticas de la pesca del día: no habían logrado pescar más que un solo ejemplar. Parecían abatidos. Pero había una sutil exhibición de orgullo en el acto de devorar la cabeza de aquel rey caído.