Yo sobreviví a los swingers

Publicado: 9 junio 2010 en Carlos Martínez
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«Peregrino: Dicho de una persona: Que anda por tierras extrañas». DRAE

No es aún la medianoche y la fiesta ya ardió. Este es un jardín bien cuidado. Un muro largo y blanco sirve de telón para proyectar un concierto furioso de los Kumbia Kings. Sobre las mesas queda el desparpajo de platos arrasados y casi una veintena de personas bailan y se pasean con vasos en las manos. Unas antorchas alumbran las esquinas. La luna está desnuda hoy, y se ha sentado en su butaca con los ojos bien abiertos. Si brilla tanto será porque no se quiere perder nada. Ya no se mira a nadie con la ropa puesta.

* * *

“Toc, toc, toc”, sonó el celular, anunciando que había llegado un mensaje. Era de Demián: “Bueno, es a partir de las 7:30, cada quien lleva lo que va a tomar y la protección y la chica”. El Peregrino prendió un cigarro y entendió por qué se volvió tan popular aquella antigua ocurrencia que sentencia que no es lo mismo llamarla que verla venir.

Se descubrió cobarde, como cuando siendo joven, parado sobre un tatami, se sentía estúpido con ese uniforme de karate, a punto de recibir una paliza voluntaria a manos -y pies- de un desconocido que, invariablemente, lo aporreaba sin clemencia. Era exactamente la misma sensación, calcada: los segundos estiraaaados, laaaargos, antes de que un árbitro dijera algo en japonés que desencadenaría una andanada de patadas voladoras. Miedo. Miedo ácido y frío en el cielo de la boca, como una hojuela metálica, acompañada de la misma pregunta: “¿Qué estoy haciendo aquí?” Y una añoranza infinita de todos los lugares en los que no estaba. Pero al menos en aquel recuerdo todo quedaba claro para él: tenía miedo de que ese tipo que estaba del otro lado del tatami le hiciera desaparecer la nariz de un puñetazo, o le sacara el estómago por la boca, de una patada. Del cigarro sólo quedaba una brasita que no le alcanzó para llegar a entender su propio susto. Soltó una bocanada de humo que se perdió en la noche. Eran casi las ocho.

* * *

De El Peregrino sabemos que desde que apareció la posibilidad de participar en estas fiestecillas se puso a hacer abdominales y a mirarse más de la cuenta en un espejito diminuto que colgaba tan alto de una pared, que nunca le permitió comprobar el fruto de sus esfuerzos. Sabemos también que había acariciado, durante años, el encuentro con esta comunidad clandestina de gentes que tienen fama de barajar besos y sudores; unos tipos que dieron con la alquimia mágica al responder esta pregunta: ¿cómo se hace para tener sexo con mucha gente sin escondérselo a tu pareja y sin que esta se moleste? Se llaman a sí mismos swingers, que en español tiene una traducción difícil de atrapar con una sola palabra. El verbo que les da origen vendría siendo una combinación de “balancear”, “hamacar”, “columpiar” o “mecer”; aunque quizá la palabra más transversal y zurcidora sería “pendular”. De modo que a este movimiento de alquimistas bien podríamos llamarlos, en la lengua de Cervantes, “los pendulantes”. A El Peregrino le parecía que su invento era uno de los más complejos e importantes desde que un científico inventó la penicilina y, de hecho, no apareció mucho después del hallazgo de este antibiótico.

Terry Gould es un periodista investigativo, canadiense, sesudo y oficioso, que se ha ganado un saco de premios importantes por sus piezas sobre el crimen organizado y violencia. Resulta que Gould -que da talleres a oficiales de cuerpos de seguridad para que aprendan a conseguir informantes- publicó en 1999 un librito bastardo que se llama “Estilo de vida: un vistazo de los ritos eróticos de los swingers”. En téminos de temática, la única conexión con la mayor parte de su obra tal vez sea que en ese libro también aparecen fuerzas del orden. Militares, para ser precisos… intercambiando a sus esposas. Gould concluyó que el inicio del movimiento swinger tuvo lugar en medio la segunda guerra mundial. Y que fueron los pilotos de la armada estadounidense los patriarcas. En la versión más romántica, la práctica fue el resultado de la preocupación de los aviadores por dejar a sus esposas desamparadas en caso de que sus naves fueran derribadas. De modo que sellaban una especie de pacto de honor con sus colegas cambiando esposas, en el acuerdo que el sobreviviente velaría por la viuda como si fuera su propia cónyuge. En la versión más mundana, los astutos pilotos norteamericanos simplemente no quisieron quedarse con las ganas de probar a la mujer del prójimo. Demián parece más cercano a esta corriente.

“Mirá -le había explicado a -El Peregrino en su primera cita-, la verdad que a nosotros lo que nos gusta es ¡cogeeeer!”. Y el otro escuchó su respuesta poniendo su mejor cara de Larry King, sintiendo que ahora sí había entendido más o menos de qué iba la cosa.

Como hemos dicho, El Peregrino había perseguido durante años a los swingers. Escribió correos a algunas de las más de 4 mil respuestas que ofrece google a la búsqueda “swingers en El Salvador”. Alguna vez subió incluso una foto suya, acompañado de una chica bonita como anzuelo. Nada. En respuesta recibió el silencio y una cantidad importante de virulentos spams en su correo electrónico. Realizó incluso algunos pininos en homenaje a los señores “pendulantes” y llegó a la conclusión de que en su país, enano y rancio, la existencia de esta logia sería imposible. De todas formas los pininos no estaban mal.

Tras varios años de imitaciones apócrifas y como se suelen encontrar las mejores cosas, los halló sin buscar. En horas laborales los encontró. Terminaba una entrevista con una fuente -habrá que decir que nuestro personaje ha conseguido trabajo de periodista en un periodiquillo sibarita muy mal visto por algunos círculos de su país- cuando apareció la primera posibilidad. Su fuente era una chica morena, de ojos afilados y lengua brutal. Ella, dijo, tenía el teléfono de un señor que aseguraba ser un alquimista salvadoreño, cuyo contacto guardaba con un seudónimo misterioso… Quedaron en que ella preguntaría si el tipo toleraría una conversación con un reportero. Esa misma tarde había una respuesta: sí, sí lo toleraría.

Como a muchos sobre los que Stanley Kubrick perpetró su enajenante influencia por medio de la película Eyes wide shut, El Peregrino había construido en su cabeza un escenario con modelos rubias y enmascaradas, de estómagos atómicos y piernas tentaculares; de tarzanes elegantes, ataviados con sotanas, que más que cogerse entre sí, cohabitarían refinadamente. Y entonces apareció Demián para desparramarle la fantasía y hacerle dudar de que el swingerismo fuera tan cool.

Sentado en una mesa de la chocolatería Shaw’s -en medio de un barrio con ínfulas de exclusivo llamado Zona Rosa- , El Peregrino especulaba sobre la profundidad de la conversación que sostendría con Demián. Tenía pensado sorprenderlo con un buceo filosófico sobre los límites; generar empatía mostrándose liberal y aventajado en temas de moralidad sexual; darle confianza charlando sobre la deontología periodística. Pero sobre todas las cosas, como punto muy importante, había planeado mostrarse muy por sobre las banalidades propias de una teta redonda y firme, o de unos muslos sudorosos y gráciles. Desdeñoso con las florituras que regala pasear las manos por una cintura breve y riesgosa, o por el ángulo afilado que se dibuja apenas por sobre una fald… ¡ejem! Bueno… o sea que había decidido ponerse serio pues.

En esas cavilaciones estaba El Peregrino cuando apareció Demián con sus lentes oscuros, oteando con descaro el lugar. Era un tipo alto y robusto, que bien podría ser el protagonista de cualquier película sobre la mafia italiana. Tenía ojos claros, un corte de estilo militar y se reía, precisamente, como un gángster de cine. Algo en su risa le hizo sentir a El Peregrino que había caído en una emboscada. Demián se dejó caer pesadamente sobre la silla y se quitó los lentes mientras sonreía con desfachatez. “Ajá… ¿qué ondas?”

* * *

El Ogro camina con el aplomo de amo y señor de este territorio. Va completamente desnudo, como todo mundo a esta hora, e ignora, con pose de mayordomo, las correrías que ocurren alrededor de la casa. Sube a la segunda planta y husmea con desinterés lo que pasa en los cuartos. Afortunadamente él también es ignorado por todos, salvo una que otra caricia de rutina que le prodiga alguna de las chicas. El Ogro es un perrito muy serio y al parecer muy acostumbrado a estos eventos. Mientras el animal recorre la casa, dos tipos conversan sobre política; a su lado, sobre el pasto del jardín, cuatro mujeres se lamen las entrepiernas unas a otras, produciendo un gemido acompasado, como sería el zumbido de un panal de abejas sopranos.

* * *

Tres semanas después de haberse conocido, Demián y El Peregrino habían acordado verse de nuevo. Las reglas ahora estaban claras. Demián había acudido a su logia a consultar cuán aceptable sería la presencia de un lenguaraz en medio de una velada y ese martes llevaría la respuesta… y a su esposa, para comenzar a entrar en confianza.

Durante ese tiempo, El Peregrino dejó de hacerse ilusiones y de soñar con las modelos de Kubrick, que combinaban besos enmascarados. En cambio, en la cabeza se le aparecía Demián y su sonrisa de gato maligno. Por las noches escudriñaba Internet, buscando alguna escena swinger con apariencia real, pero sólo encontró a actrices porno con cuerpos esculpidos y gemidos ensayados. ¿Cómo sería la acompañante de Tony Soprano? ¿Cómo sería ese rebaño lujurioso, al que representaba Demián? Lo más cercano a una respuesta lo encontró en un sitio swinger de Guatemala, en un apartado de preguntas frecuentes: “Pregunta ¿Las personas serán atractivas? Respuesta: Es quizás la pregunta más frecuente y la primera que contestaremos; NO ENCONTRARÁS ESTRELLAS PORNO y eso es seguro. Es entendible que busques personas muy atractivas a tu gusto y seguramente las encontrarás; pero recuerda que en este ambiente no sólo es importante el aspecto físico, sino también la química entre las personas”.

Una madrugada, mientras El Peregrino elucubraba sobre el asunto, se dio cuenta del peligro que encerraba el sólo hecho de hacerse esa pregunta: para el editor del periódico y para tener material suficiente con el que regalar a los lectores, daba exactamente igual si la fiesta era una suma de espantos, una manada de manatíes copulando… de forma que sus inquietudes tendrían que venir de otros lados. ¿Por qué carajos había estado poniéndose de puntillas para verse la panza en aquel espejito? Aquella vez pensó que era mejor no darle más vueltas al tema y dejar que las cosas siguieran su curso.

Del primer encuentro con Demián, El Peregrino había sacado en claro esto: no existe en El Salvador ningún club, o bar, o discoteca swinger, pero sí hay una comunidad numerosa, que Demián estimó en “cientos”. De forma que se reúnen en la suite de un hotel, o en la residencia de alguno de ellos, para realizar sus veladas. Salvo raras excepciones no se admiten hombres solos, en cambio, mujeres solas sí. Cada relación deberá hacerse con protección. Que está muy mal visto el homosexualismo entre hombres y que tenía vigencia la regla universal de esta comunidad: “No significa no”. Si eres rechazado no debes preguntar por qué, o insistir, bajo ningún término.

La segunda cita tuvo lugar en “La Ola Betos”. El Peregrino llegó temprano al lugar y se instaló dos cervezas entre pecho y espalda antes de darse cuenta. Cuando prendía el tercer cigarrillo apareció Demián con su esposa y volvió a hacerse la luz en la cabeza de El Peregrino. Se trataba de una chica bajita de 29 años, que contrastaba como una caricatura con los 44 años y el cuerpo de puerta de Demián. Tenía una cara aniñada y maneras juguetonas. Miraba tras unos anteojos femeninos y llevaba una camisa rosada que le daba una apariencia inocente y dulce. Hablaba con un quejido caprichoso de lolita coqueta. El Peregrino intentó imaginarse una escena de cama con esta niña y el resultado le hizo pasar otra cerveza fría por la garganta con tragos largos y atolondrados.

“Mi señora”, dijo Demián, a modo de presentación, y sonrió con su gesto gangsteril mientras tomaban asiento. En los preludios, Demián disertó sobre el problema actual en el que las mujeres quieren ser iguales a los hombres; que en una selección de temas, el asocio de la moda con las chicas es natural… Mientras su chica celebraba cada comentario con risitas comedidas, Demián derrochaba encanto y fanfarroneaba sobre la amplitud del movimiento swinger, que se mueve por debajo del mantel y donde se supone que hay personalidades públicas y miembros de los distintos cuerpos diplomáticos. “Los hombres no prestamos tres cosas: el carro, la pistola y la mujer. Los swinger creemos en las primeras dos”. Lolita se levantó de la silla para reírse y acariciar la mano de su macho.

“Hay que tener una relación sólida y estar bien seguro para prestar a tu mujer y que te le aceiten los empaques”, explicó Demián, verificando con la mirada el efecto de su broma. “¡Y bien aceitados!”, complementó Lolita, pícara. El Peregrino se rio como pudo y encendió otro cigarrillo, mientras dentro del cuerpo se le entibiaba algo. Demián seguía hablando, pero El Peregrino tenía los ojos puestos en otro lado y por no quedarse atrás relató algunos de sus pininos. Lolita lo premió: “No nos ves como un circo. Tú interés lo vuelve más real…”. Otra cerveza, por favor.

-Todas nosotras somos bisexuales -comentó Lolita, como quien dice misa.

-¿Vos has estado con otras chicas? -preguntó El Peregrino, a sabiendas de la respuesta.

-Claaaaro. ¡Me encanta! A veces, de la pareja es solo ella la que quiere estar conmigo. La otra vez estuvimos tres niñas y…

El Peregrino entreabrió su libreta y escribió “I’m hot”, cuando sus propias ataduras terminaban de romperse y notó cómo se le encendía un motor en el pecho, que sintió ronronear con violencia. Trató de complacer descaradamente su propio morbo pidiéndole a Lolita un relato pornográfico mal disfrazado de pregunta periodística. “Dale, contame algún episodio en el que hayás estado”, pero la chica dio un brinquito dulce para salir de la trampa y no le cumplió el deseo: “Es… es muy… bonito. Tendrías que estar”, dijo, y lo miró por sobre los lentes, sonriendo de medio lado. Cazador cazado.

Demián había consultado con su comunidad la posibilidad de invitar a un periodista en funciones a sus veladas nocturnas. Muchos aceptaron. Demián dijo que convocaría el evento en su propia casa, para hacer sentir confortable al Peregrino y para que “ningún hijueputa te pueda decir nada”. Muy agradecido El Peregrino, muy agradecido. Pero…

Pagaron las cervezas, que no habían hecho más que multiplicarse durante la charla. Lolita y Demián se dirigieron una mirada cómplice y este se reacomodó en la silla. Tenían algo que preguntar: “¿Y ustedes dos participarían o no participarían?” El Peregrino no había llegado solo a la cita.

Una de las cosas que Demián había explicado en el primer encuentro es que si El Peregrino llegaba acompañado le sería más fácil socializar, pasar inadvertido, entrar. El Peregrino pensó que sería una retranca imposible: ¿De dónde carajos iba a sacar -sin pagar- a una chica que accediera a asistir a una orgía llena de desconocidos? Sin embargo, en una semana, tres salvadoreñas se habían anotado con entusiasmo al evento, después de que dos europeas lo rechazaran con asco. El problema fue más bien elegir. La primera posibilidad era una chica menuda, guapa y lista, que había dado pruebas de no hacerle el feo a una cama interesante… pero que era capaz de mandar al cuerno, sin muchas maneras, al primero que le regalara una bromita tonta. El Peregrino pensó en las ocurrencias de Demián y se lo imaginó como un buen candidato a víctima. No quería eso.

La segunda opción era una chica alta y flaca, que también había dado pruebas suficientes de tener apertura, bastante apertura, mucha apertura… ¡demasiada apertura! Si se trataba de pasar más o menos inadvertido no era opción soltar una fiera dentro de la casa de Demián. No. La tercera opción era amiga desde hacía varios años y El Peregrino sabía que le gustaba pensarse a sí misma como una chica mala, como una femme fatale, y eso era una ventaja. También sabía que no lo era, y eso también era una ventaja. Al contrario de las otras dos opciones, esta era unos años mayor que él y combinaba el arrojo con la mesura; además de tener unos ojos risueños. Sería ella. En este relato, la llamaremos Marvel.

… “¿Y ustedes dos participarían o no participarían?” El Peregrino volvió a ver a Marvel, para descargarla de responsabilidad, se asumió como el vocero de la pareja y pronunció una respuesta digna del presidente de la República: “No lo descarto… no niego que la idea me da morbo… pero no quisiera comprometerme”. “A mí también me da morbo”, sazonó Marvel. Demián y Lolita se dieron por satisfechos y ella zanjó el asunto gimiendo entre dientes: “Deberían”.

* * *

9 de la noche. Por las dudas El Peregrino se dio una ducha, se cambió los calzoncillos y se puso unos negros ajustados, marca Zara, que habían sido un regalo navideño. Dio un par de brincos más frente al espejito y respiró hondo. Había dentro de su estómago una piedra que crecía con cada vuelta de reloj. ¿Por qué? ¿Por qué?

Marvel estaba en una cena con compañeros de trabajo y no podría escaparse sino pasadas las 10. El Peregrino pasó por el supermercado comprando una botella de vino tinto, unos cigarros, mentas y un paquete de preservativos. Demián llamó: “Te estamos esperando”. La piedra en el estómago y la actitud de rockstar: “Al suave, ahora vamos para allá”. Condujo hasta el centro comercial y esperó a Marvel hasta las 10:13. Mientras esperaba, algo le comenzó a burbujear en la cabeza. ¡Pop! Una pregunta: “¿Me pasé esta vez?” Silencio. ¡Pop! Otra pregunta: “¿Pierdo mi credibilidad por un artículo lúdico?” Silencio. Cuando Marvel subió al carro venía medio borracha y con la chispa revoloteándole en la cabeza. “A propósito -anunció de entrada-, yo no pienso hacer nada en ese lugar. En todo caso lo haría con vos”, y siguió hablando sin parar de su cena laboral durante la siguiente media hora de camino, mientras El Peregrino sentía el peso de su piedra y de sus preguntas en el fondo, muy al fondo del estómago.

La casa de Demián queda en las afueras de San Salvador y está construida sobre una quinta inmensa que, aparentemente, fue lotificada hace poco. No es del tipo de lugares en los que uno pasa por casualidad. Incluso teniendo la intención de llegar, el visitante tendrá que sortear un enredado acertijo de calles serpenteantes y de giros. En la pluma, un vigilante pedirá una identificación y echará una mirada al interior del vehículo antes de dejar pasar. La casa de Demián está en el último pasaje y no tiene vecinos…

Demián estaba en la acera, para darles la bienvenida y al abrir la puerta se escapó El Ogro, que se acercó para olfatear a los visitantes. Demián llevaba el pelo mojado con su propio sudor y era obvio que tenía más de un trago adentro. Saludó con cortesía a Marvel y le hizo alguna broma al Peregrino sobre un negro que aguardaría detrás de la puerta. El Peregrino sonrió de forma automática e intentó no pensar en lo que podía haber pasado a lo largo de las tres horas que tenía la fiesta de haber comenzado. Demián abrió la puerta y los hizo pasar. En medio de sus piernas, El Ogro regresó al hogar.

Se trata de una casa amplia de dos plantas y un jardín espacioso. Con muebles modernos y una decoración intencionada. Unas 20 personas estaban repartidas entre el jardín y la cocina. En el muro del jardín se proyectaba un concierto de los Kumbia Kings. El local estaba iluminado por unas antorchas y era obvio que en un pasado reciente hubo comida sobre las mesas que estaban fuera. Una chica morena de piernas largas bailaba en una tanga negra. Era la única a la que le faltaban prendas y la única a la que El Peregrino reconoció enseguida. Habían sido compañeros en un colegio jesuita y ahora bailaba con sus fabulosas piernas desnudas en el jardín de Demián. El Peregrino intentó buscar humor en el hecho, para espantar el susto que andaba encima: “¡Ja!, solo falta que aparezca ahora el padre Ibáñez bailando con ella», y se imaginó al anciano profesor de formación cristiana haciendo maromas. Por poco se le hace realidad la pensada: sentados en unas sillas plásticas conversaban el doctor y su esposa, muy acaramelados. Una pareja de gente mayor, con pintas de gente aún mayor. Demián presentó en sociedad al Peregrino y a Marvel, haciendo una advertencia colectiva: “Trátenlos bien, que están de kinder” y ambos se sentaron al lado del doctor y su esposa.

La mujer del doctor debería aparecer en el diccionario a la par de la palabra “señora”. Así, sin adjetivos, sin matices. Es como el recuerdo que de niños tenemos todos sobre alguna vecina: cachetes regordetes y caídos, un peinado difícil de ubicar en el tiempo, una ropa imposible de recordar -posiblemente un pantalón de vestir y una camisa floreada- y, por supuesto, una conversación inicial sobre hijos: una de sus hijas, aseguró, estudiaba en el extranjero y el otro resultaba que era bla, bla, bla… El doctor llevaba un pantalón negro y una camisa de color suave. Acompañaba en la conversación a su esposa, como si estuvieran en una fiesta de trabajo. Tienen 21 años de casados y 17 de estar en el ambiente. Él aseguró tener 46 años y El Peregrino silbó en sus adentros. No les echaba a ninguno de ellos menos de 50 tacos.

Una rubia menudita, de grandes pechos y microfalda; un señor de lentes y su esposa inmensa; otras tres mujeres difíciles de recordar; tres tipos que fumaban y hacían bromas; el esposo de la ex compañera de colegio de El Peregrino, unas cuantas sombras más y… Lolita, la esposa de Demián, que bailaba con otras chicas al son de los Kumbia Kings. De inmediato, El Peregrino se colocó con el grupo de los fumadores y quiso poner una pose casual… ¿Pero cómo se hace eso en estas condiciones? “Hola, buena orgía ¿verdad?”; “¿Hola, y tú ya pasaste por la piedra a las mujeres de estos otros dos?”… No, nada de eso funcionaría. Por suerte fueron ellos los que comenzaron a hablar. “Mirá, este es un ambiente de respeto, de amistad…” El doctor había mandado al cuerno su camisa de color suave y bailaba con el pecho desnudo con las chicas, mientras su mujer sostenía una profunda conversación con Marvel. El Peregrino se fue relajando al ver a su amiga en un espacio seguro. “Vos seguí hablando -se decía a sí mismo-, vas bien, que no se note que estás aquí, derrochá encanto, hacete el loco…”, cuando apareció Demián y su vozarrón de acantilado, repitiendo a gritos la broma del negro. Marvel se levantó y fue al baño. Al cabo de varios minutos regresó y comentó en tono de espía al oído de El Peregrino: “Fui a tomar notas en tu libreta”.

A medida que pasaba el tiempo, iba apareciendo más piel. Pasadas las 11, a todos les faltaba al menos la camisa. Todos menos El Peregrino y Marvel, que hacían su mejor esfuerzo por dilatar las conversaciones doctas. Él, por ejemplo, sostenía una fingidísima conversación con el señor de lentes y esposa inmensa, sobre un reportaje aparecido en su periódico días atrás. Una de las tres chicas difíciles de recordar se abalanzó de pronto sobre las tetas de la mujer inmensa y esta agradeció la caricia abriendo la boca y mirando al cielo. Mientras lamía a conciencia los pezones de la mujer, extendió la mano y acarició uno de los pechos de Marvel, que se sonrió nerviosa. “¿Puedo tocarte?” -preguntó-. “Mmm, sí”, contestó Marvel, buscando con los ojos a El Peregrino. Silencio. Todos notaron la caricia y esperaron la reacción de ella, que interpretarían como anuncio del talante con que la pareja de invitados afrontaría la noche. La chica seguía en lo suyo, arrodillada sobre el pasto y buscando con la mano derecha el seno de Marvel. Esta miraba divertida la mano de la otra, como si tuviera un animalillo gracioso sobre la blusa, hasta que el animalillo comenzó a deslizarse por debajo de su camisa, buscando el sostén. “Eh… eh… por sobre la camisa nada más…”, pidió. Y el animalillo dio marcha atrás, conjurado por la voz de Marvel.

A la chica X -cualquiera de las tres- que estaba arrodillada en el pasto, lamiendo los pechos de otra mujer, se sumó otra -desnuda- que se arrodilló detrás de esta, y metió su cara entre las nalgas de la chica; luego acudió otra a hacer exactamente lo mismo con la última de la cola. Una cuarta se sumó minutos después y complementó una especie de trenecito zumbador y oscilante. Un zumbido de abejas salía de aquel grupo. El Peregrino intentaba hasta el borde de lo humano sostener una conversación sobre política con el tipo de las gafas (cuya mujer daba origen a la formación de chicas), hasta que el tipo notó el problema: “Dale, mirá esto, que supongo que de política ya hablás bastante”… El Peregrino apenas oyó las últimas palabras.

Comenzaba a hacerse un círculo de personas alrededor de las cuatro mujeres y a El Peregrino no le hizo gracia quedar en medio de todos. Se levantó a llenar su copa de vino y de regreso pasó lo que temía. La rubia de la microfalda se le acercó como una gatita a sobarle el pecho y a ronronearle en la oreja: “¿Y por qué anda tan vestido?” Tenía dedos ágiles la niña esta. Antes de que a El Peregrino se le ocurriera una respuesta lúcida, ya tenía desabrochada la camisa. En su ayuda acudieron la ex compañera de colegio, que seguía vistiendo una tanga negra y una ligera camiseta del mismo color- y Lolita, que para entonces se había disfrazado de fantasía sexual kitsch: llevaba un vestidito rosa y blanco de encajes, miniatura, y un liguero rosa en la pierna derecha. También llevaba zapatos de tacón alto, negros. “¡Y nosotros no nos habíamos ni acercado, porque lo mirábamos tan serio!”, protestaron las dos, rodeando a El Peregrino. La rubia de la microfalda sonrió e ignoró a la competencia mientras su mano intentaba desarmar a su segunda presa. “Este… con calma, con calma, que soy nuevo en esto”, alcanzó a pronunciar El Peregrino, sintiéndose más parecido a aquel karateca de su juventud, que a Mick Jagger. No es no. Las tres chicas abandonaron la ronda y se retiraron, lanzándole a El Peregrino miradas felinas. En el centro del círculo que se había formado antes, una tipa embestía a otra, usando un arnés con un falo plástico.

A los Kumbia Kings les siguió Luis Enrique o algún otro salsero no identificado. El concierto proyectado en el muro ahora era ignorado por todo mundo, menos por el trío de chicas jóvenes que antes habían amedrentado a El Peregrino, que subieron a la segunda planta a colocar una nueva selección musical. El Peregrino las siguió con la vista mientras subían, juguetonas, las escaleras, y le pidió a Demián algo fuerte para beber. Entonces apareció el esposo de la ex compañera de colegio: “Esto al principio cuesta… ver a tu mujer con otro, pero te ayuda el ambiente”. La mayoría de ellos creen que este tipo de fiestecillas ayuda a mantener una relación bien lubricada y viva. Por eso había aceptado estar en el evento, porque quería que su estilo de vida se conociera. “¿No te ha dado morbo?”, preguntó el esposo de la ex compañera de colegio, y El Peregrino tomó la decisión de subir las escaleras a ver qué pasaba.

En la segunda planta había una segunda salita acogedora y bien montada, con un televisor de plasma inmenso, conectado a un sistema de sonido envolvente. Una minisala de cine. Uno de los cuartos de la segunda planta sirve de oficina. Desde ahí se puede ver el jardín y desde ahí disparaba las imágenes un proyector digital conectado a una computadora. Ahí encontró El Peregrino a Lolita y a su ex compañera de colegio, besándose y discutiendo sobre el próximo disco que sonaría y es muy probable que la pregunta que formuló pase a la historia como una de las más estúpidas de todos los tiempos: “Ejem… ¿y ustedes qué están haciendo aquí?” Afortunadamente las chicas pasaron por alto la tontería y retomaron la conversación anterior. Ahora la ex compañera de colegio se había sacado la camiseta y llevaba puesta únicamente la tanga negra. Se acercaron las dos, haciendo con la cintura el movimiento que hace el mar cuando está calmo. Combinaban besos cuando El Peregrino perdió la camisa y las chicas jugaron a lamer el tatuaje que había en su torso. Alguien tocó la puerta del estudio. Era la rubia de la microfalda que sonrió al ver la composición. Cuando ella entró al cuarto, sobre el muro del jardín Luis Miguel cantaba para un público que ya no lo escuchaba…

El Peregrino recuperó su camisa aproximadamente media hora después. “¡Coño!… ¡Marvel!”, pensó -cuando pudo, al fin, pensar- y bajó las gradas corriendo. La encontró sola en el jardín, hablando por teléfono y pidiendo auxilio a alguien. Todos los tipos de la fiesta habían desfilado para hacerle alguna propuesta y ella se escudaba en la libreta, llenándola de tinta roja por todos los lados, hasta que ya no quedó ninguno que rechazar y se quedó sola en el jardín. El Peregrino la convenció de quedarse un poco más. Se sirvieron un trago largo para compartir y pasaron a la sala donde había una especie de “hora social”.

La esposa del doctor buscaba por toda la casa su ropa interior de señora, mientras se sobaba la entrepierna. El doctor llevaba el celular enganchado de los calzoncillos, que tenía por única prenda, junto con los calcetines. Examinaba con gesto de médico el falo de plástico, y lo embadurnaba con lubricante, dando consejos sobre su uso. Una chica se ató el arnés a la cintura y recorrió la casa ofreciendo amor. Demián bajó las gradas desnudo, farfullando bromas contra todo mundo. Marvel tomaba notas como loca, sentada en la barra de la cocina y llamaba la atención de El Peregrino, cuando había un detalle que le parecía importante: “Mirá eso”, decía, señalando al San Antonio de madera. “Escuchá esto”, y tocaba el hombro de El Peregrino cuando una conversación le parecía imperdible. “Perdiste la objetividad”, lo regañó, y él le dio un beso, agradecido.

Poco a poco la actividad se fue concentrando en la sala: tendidos en varios sofás, desnudas y cansadas, una veintena de personas conversaban como amigos: señoras bien señoras, junto a una morena de piernas largas y un doctor con el teléfono enganchado a los calzones; una señora inmensa y su esposo de lentes, que llevaba sus cigarrillos en los calcetines, una nena vestida de fantasía sexual rosa… un periodista y su acompañante. De pronto todo pareció normal y conocido, todo pareció una fiesta más y El Peregrino tuvo ganas de estar ahí mucho tiempo, de no ser un periodista, sino de ser parte de esta cofradía de la que ahora era miembro postizo.

El Peregrino salió de aquella casa antes de las 4 de la madrugada y se despidió de todos con un profundo abrazo. Unos pocos se quedaron conviviendo y terminando las botellas y masticando historias. Son un grupo de amigos. Cuando salían de aquel lugar, Marvel puso su tono de niña caprichosa y se relamió el ego: “No sé por qué me da pena quitarme la ropa, si tengo mejor cuerpo que ellas”, dijo, y le negó un beso de despedida a El Peregrino.

* * *

“Toc, toc, toc”, sonó el celular, anunciando que había llegado un mensaje. Era de Demián: “Ayer nuestra casa se vistió de cariño y obtuvo lo más precioso que existe en la vida, la amistad. Esperamos la hayan pasado bien. F: Lolita, Demián y El Ogro”. El Peregrino se sonrió, con la cabeza aún llena de espasmos y siguió buscando en el Diccionario de la Real Academia Española un buen seudónimo con el que no sentirse tan desnudo.

comentarios
  1. hace 15 años representamos el swinger en Argentina, vimos miles de parejas llegar y ampliar su vida sexual, ganar felicidad, confianza. El swinger es una filosofia de vida, recupera nuestro sexo biologico y hace que la pareja viva con libertad e unidad su sexualidad. En Argentina ha 100 mil parejas swingers y el ambuiente crece cada año.

    Version digital de la primer revista Swinger de Latino America : http://www.revistaswinger.com.ar/

    Daniel Bracamonte: Editor Periodista autor delñ pirmer libro swinger de habla hispana » La rebelion de los cuerpos» Iniciador co su esposa Beatriz del Swinger en Argentina y otros paises de Latino America.

  2. D.R. dice:

    Réplica al artículo titulado Yo Sobreviví a los Swingers, escrito por el periodista Carlos Martínez del periódico digital El Faro.net, en fecha 2 de Mayo del 2010.
    __________________________________________________________________________

    San Salvador, 15 de Julio, 2011.

    Inicio esta réplica aclarando que, aunque ha transcurrido más de un año de la publicación del artículo en cuestión, este servidor no se enteró sino recientemente.

    Y para que el lector se pueda formar una imagen general de quien escribe – y el por qué de la réplica – me describiré de manera sintetizada: Soy salvadoreño, cincuentón, libre de vicios, ingeniero de profesión, padre de familia, felizmente casado, swinger desde hace más de 27 años.

    ¡Ah! ¡Entonces este fulano es de los mismos degenerados que intercambian a la mujer como intercambiar automóvil! – será el pensamiento invariable del lector mojigato.
    Se equivoca. Mi vehículo no lo presto. En este monólogo intentaré explicar el por qué sí comparto a mi esposa, sin más pretensión que mostrar otro punto de vista sobre una práctica que, aunque escandaliza a los moralistas, aumenta en adeptos cada día.

    Partamos del entendido que, como todo en la vida, esto no es para todos. Personalmente no me interesa el fútbol, pero eso no reduce la pasión de mis compatriotas por este deporte, como tampoco hay conflicto en mi vida por ello.

    Comienzo por reconocer que soy monógamo en el amor… y polígamo en el sexo.
    Aunque esto es verdad para muchos – hombres y mujeres, muy pocos(as) lo reconocen y aceptan así. Pero supongamos que estamos en un país donde no hay prejuicios y prevalece el respeto al derecho ajeno…

    Había una vez una inocente pareja de novios que soñaba con unirse para toda la vida y compartir eternamente su amor. Después de algún tiempo, ya casados, la cruel rutina se fue apoderando sigilosamente de su matrimonio, causando un enfriamiento de su mutua pasión. Buscando una manera de reencontrar esa pasión en su vida, el ya no tan inocente esposo escuchó sobre la libertad sexual, práctica muy en auge en el primer mundo. Al indagarse al respecto, le pareció que ello podría detonar nuevas emociones con su todavía inocente esposa, la cual, como era de esperarse, le mandó al carajo.

    Así las cosas, este servidor optó por hacer de las suyas y descubrir de primera mano de qué se trataba la libertad sexual. Les recuerdo que corrían los años 80: una guerra civil, no internet, no teléfonos celulares, no anuncios clasificados con inferencia al sexo. Ni corto ni perezoso, redacté un anuncio en inglés para disfrazar el objetivo. A la pregunta de “¿Qué dice aquí ?”, mi respuesta fue “Swing es un baile. Buscamos parejas de baile”.

    Para mi asombro recibí múltiples llamadas, aunque la mayoría de interesados en un empleo de baile. Luego de un proceso de acercamiento y desarrollo de confianza con quienes sí sabían de qué se trataba, tuve algunas experiencias satisfactorias donde yo era el tercero. El rollo me encantó. ¡No será para todos, pero para mí era a la medida exacta!

    Mi asombro era que los caballeros compartieran a la esposa sin más, algunos como espectadores, otros en “equipo”. Al preguntar cómo manejaban eso, la respuesta fue no menos asombrosa: “El sexo compartido nos une”. No lo comprendí sino hasta luego.

    Con toda la prudencia del caso, conté a mi amada esposa lo sucedido. Por supuesto que en tercera persona (mi amigo Gustavo me contó…) y en bocados pequeños, a lo largo de casi un año. Ahora sabe la verdad y reímos juntos al recordar.

    Mientras germinaba la semilla swinger sembrada en mi esposa, mantuve contacto con esas parejas, separadamente. Cuando retornaba de una “sesión swinger”, me invadía renovado apetito y candente pasión por mi mujer. Ella lo notaba y disfrutaba el efecto, pero siempre evadí explicar la causa.

    Un año después ella estaba dispuesta a hacer realidad esa fantasía que atizaba desmedidamente el fuego en nuestro lecho, aunque con el tiempo me confesó que realmente lo hizo para complacerme. Hoy, con la madurez de los años, dimensiono el grado de abnegación de una esposa (educada en colegio católico, devota de la virgen, etc.) para hacer por su marido lo que la condicionaron era un pecado. Suerte para ambos que lo hizo. A fin de cuentas, entre los asuntos de la pareja nadie debe entrometerse.

    La pareja con quien nos reunimos era ya de mi confianza, por lo que no tuve reparo en presentarle a la mujer de mi vida. Muy nerviosa al principio (la frágil autoestima femenina), mi esposita se sentó muy junto a mí, apretando fuertemente mi mano y casi sin pronunciar palabra. Algunas copas de vino fueron necesarias para relajarla.

    Este no es el medio adecuado para describir los detalles de lo sucedido esa noche, pero puedo afirmar que cambió nuestra vida para siempre… para mejor, mucho mejor.

    Se preguntará el lector… ¿Y los celos? Nunca fui el típico macho, pero admito que alguna sensación de inseguridad cruzó por mi mente; afortunadamente nada que un tierno beso de mi media naranja no pudiera evaporar. Sobra decir lo orgulloso que me siento de ella.

    Después de esa primera experiencia el fuego entre los dos fue abrasador, solo comparable a la primera vez que hicimos el amor, cuando novios. Una sola experiencia nos bastó para varios meses de ardorosa pasión. Nos convertimos en cómplices, y eso fortaleció nuestra unión de una manera excepcional. Entonces comprendí lo de “El sexo compartido nos une”.

    Pasado el tiempo, y con el retorno gradual de la rutina y la monotonía, decidimos darnos una nueva “escapada”. Fue entonces cuando descubrimos que el simple hecho de flirtear con la idea disparaba nuestra pasión. Cuando esto también se volvió rutina, contactamos de nuevo al matrimonio con quien habíamos compartido. Para nuestro asombro y alarma, estos se habían separado. ¿Sería esto una señal? ¿Acaso la pena divina por los pecados de la carne?

    Intranquilos, dejamos a un lado los planes de libertad sexual que una vez nos había renovado, tanto en la pasión como en el vínculo de pareja, encarrilándonos en las filas de la decencia rutinaria como la mayoría de matrimonios. Dicho de otra manera, aceptamos solo coexistir lado a lado, con tal de no arriesgar la estabilidad de nuestra relación. Error.

    Pasaron muchos meses y notamos un enfriamiento de nuestra relación. No distanciamiento propiamente, pero sí un desinterés en actividades comunes, agravado con la rutina sexual que compartíamos cada vez con menor frecuencia. ¡Esa sí era una señal inequívoca! Íbamos al traste.

    Una tarde de sábado, mientras los chicos disfrutaban de sus abuelos, conversamos de manera adulta las opciones. Ambos sentíamos que algo se estaba esfumando. ¿Sería realmente más dañina la medicina que la enfermedad? Una cosa era segura: sin medicina, el paciente – nuestro matrimonio, moriría irremediablemente. No hablábamos de separación, sino de permitir que el júbilo de vivir se desvaneciera y solamente compartir la alegría de los hijos mientras llegaba el día en que se marcharan. Y luego, ¿qué? ¿Compañía en la vejez? ¡Mangos! No estábamos dispuestos a despilfarrar la vida por prejuicios de otros (insisto: de otros). Resolvimos reencontrar la pasión y la complicidad perdidas. Esa tarde tuvimos sexo de película. Desde entonces lo sigue siendo.

    Si intriga al lector el por qué no buscamos encuentros conyugales o actividades religiosas para “salvar” nuestro matrimonio, la razón es simple: Habíamos probado la efectividad de la medicina. Además, habiendo reunido la autoestima necesaria y superado los tabúes religiosos y sociales, cualquier doctrina no sería sino represión de nuestra naturaleza. Es cuestión de abrir la mente. A fin de cuentas, entre los asuntos de la pareja nadie debe entrometerse.

    Perdí la pista de las parejas que conocí antes de introducir en esto a mi costilla, así que recurrí al truco del clasificado y solo días después estábamos conociendo a una nueva pareja. La mecánica, la misma: Conocernos sin más compromiso que la discreción, descubrir si existe o no afinidad, luego desarrollar confianza y finalmente disfrutar de la libertad sexual como adultos conscientes, en un marco de armonía y consideración, respetando los límites que cada pareja establece.

    A manera de sumario, puedo decir que hemos compartido con parejas, individuos y grupos a través del tiempo, a nuestro propio ritmo, no siempre con experiencias placenteras pero sí siempre con el beneficio de consolidar nuestra unidad de pareja.

    Han pasado muchos años, los hijos se han marchado (casi todos), el equilibrio en mi vida es inmejorable, tengo por esposa a la mujer más dulce y maravillosa del mundo, vivimos un idilio permanente, sus habilidades en la cama son incontables, nuestra relación de cómplices es única, nuestra vida juntos dista mucho de ser simple coexistencia.

    Mi vida ha sido, hasta ahora, más que grata, y el rollo swinger ha hecho su contribución a ello. No quiero decir que la libertad sexual es la causa de mi felicidad. Estoy consciente que la plenitud en mi vida nace de mi esposa y compañera, excepcional mujer a quien admiro y venero por su estoicismo y desprendimiento. ¡Suerte para ambos que aceptó “experimentar”! … un concepto difícil de comprender para las mayorías.

    En cuanto al artículo que me llevó a escribir estas líneas, debo mencionar que el enfoque me parece parcial, a ratos vulgar y sensacionalista. Talvez el autor así lo vivió, o talvez es una estrategia para atraer lectores. De cualquier manera, y como antes dije, solo pretendo presentar otro punto de vista. Uno real y de largo plazo, con altos y bajos como la vida misma. Espero no haber ofendido a nadie, pero presento las disculpas pertinentes si lastimé sensibilidades.

    Observé al inicio: Supongamos que estamos en un país donde no hay prejuicios y prevalece el respeto al derecho ajeno… pero no estamos en un país así.
    Dado el riesgo de perder la tranquilidad en mi trabajo y la paz y armonía en mi familia por compartir abiertamente una práctica hoy día poco ortodoxa, y aunque por ello reste credibilidad a este testimonio, elijo el anonimato.

    Por ello, muy posiblemente éste soliloquio no llegue a ser publicado en el periódico que divulgó el artículo original. Talvez, por el tema, nunca tuvo oportunidad de serlo. O talvez sí. Pronto lo sabremos pues no dudo que, de una u otra forma, será publicado en algún rincón del internet.

    Quiero finalizar con un apropiado pensamiento del filósofo y teólogo danés Sören Kierkegaard (1813-1855): “El matrimonio es, y será siempre, el viaje de descubrimiento más importante que el hombre pueda emprender”.

    Mis mejores deseos.

    D. R.

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