Las piernas del café imperial

Publicado: 11 julio 2013 en Ralph Zapata Ruiz
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A Penélope no le gusta el fútbol, pero esta noche viste un ajustado polo de la selección peruana y una minifalda negra que destaca sus anchas caderas. Escote profundo, tacos negros de siete centímetros, pulseras en el brazo derecho, aretes largos y dorados de fantasía, y perfume a chocolate. Sentada en una alargada silla negra de porcelana, en la barra del café, lee con placer una revista de la editorial Televisa, mientras –de rato en rato– interrumpe su lectura para ir a atender a un nuevo cliente. “Espérame un ratito, ya vuelvo –me dice, y sus labios rojos y gruesos se mueven sensualmente–. No te vayas a ir”. Cuando se aleja, sus caderas se contornean como si estuviera en una pasarela imaginaria. Saluda con un beso en la mejilla a un tipo de lentes cuadrados y terno, que llega acompañado de un grupo de amigos.

Los clientes se sientan en unos cómodos sofás blancos, en un ambiente privado, donde hay un televisor que casi todas las noches exhibe videos musicales. El local se llama Top coffee blue, se ubica en la avenida Santa Catalina Ancha, y es el segundo ‘café con piernas’ de la compañía, formada hace una década por tres cusqueños curiosos que importaron la idea de Chile. Fue allí, en ese país sureño, donde nacieron los ‘café con piernas’ en la década de los noventa, luego de la dictadura de Pinochet.

El Barón Rojo fue uno de los pioneros, y revolucionó el negocio: las chicas atendían en bikinis y siempre animaban el día con el famoso “minuto rojo”, sesenta segundos donde las azafatas se desnudaban para los clientes. Eso sí: se miraba, pero estaba prohibido tocar. Ahora, en Chile se calcula que hay más de 170 cafés con piernas, que mueven más de medio millón de dólares mensuales. En Cusco, el primero fue bautizado como Top Coffee Green y –según cuentan los cusqueños más antiguos– era exclusivo para hombres. Aún abre sus puertas y atiende en triple turno: mañana, tarde y noche.

César Salazar Dolmos, uno de los dueños, me cuenta que decidieron abrir su primer local luego de viajar a Chile con los otros dos socios y que, en parte, se dejaron seducir por la idea de tener un café-bar propio. Mejoraron algunas cosas, quitaron otras y adaptaron el concepto foráneo al ambiente cusqueño. El resultado fue un local pequeño, para cuarenta personas, con una barra circular de vidrio, confortables sofás blancos, el mismo color de las paredes que muestran dibujos pop art de mujeres encadenadas, sensuales y elegantes. Luces azules de neón terminan de decorar el ambiente, que de lunes a sábado, desde las 10 am –y hasta la madrugada– se encarga de estimular un grupo de chicas universitarias, vestidas con prendas ligeras y una sonrisa seductora.

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Lisbeth Dávalos, de 22 años, atiende en el Top Coffee Green de la plazoleta Espinar, que se ubica justo al frente de la iglesia La Merced, a escasos metros de la Plaza de Armas. Ingresó hace cuatro años, movida por el deseo de ganar su propia plata y pagarse una carrera en la universidad. Su trabajo consiste en servir expresos y bebidas alcohólicas, porque el local expende, de noche, tragos y cerveza. La diferencia de horarios marca también el pago a las chicas: Lisbeth, que trabaja de seis de la tarde a diez de la noche, gana 24 soles, solo cuatro más que las azafatas diurnas, quienes cobran 5 soles por hora.

Si bien el sueldo no es gran cosa, como añade Lisbeth, la flexibilidad de los horarios y la comprensión de los dueños sí la incentivan, al igual que al resto de chicas que trabaja en el café y a la vez estudia en alguna universidad o instituto. Aunque, sin duda, el mayor estímulo para ellas es la propina que les dejan los turistas extranjeros y peruanos. En recompensa, ellas los hechizan con sus labios brillosos, sus faldas y minivestidos ajustadísimos, escotes profundos y tacos altos. Pues saben que todo entra por los ojos, y ellas se encargan de subir la testosterona en este café-bar.

Y fuera de él también, porque la noche es virgen y la diversión recién empieza –me dicen Penélope y Celeste, esta última una azafata, cuyos padres creen que trabaja en una pastelería cusqueña–. Ambas anfitrionas han cambiado las microfaldas por jeans a la cadera y escotes más pronunciados, porque estamos en el Inka Team, una discoteca  donde abundan los bricheros y bricheras, tanto como los besos cachondos, y a nadie le importa cuánta ropa llevas puesta, y si no la llevas es mejor, porque lo importante aquí es cogerte a una gringa y pasarla rico, bailando música electrónica y sobando tu cuerpo junto al de tu pareja, como lo hace ahora mismo Penélope y Celeste, que hace rato ya me abandonaron para irse con un par de morenos con pinta de chaleco de boxeador, a quienes le mueven el trasero en círculos y le acercan, con descaro, sus escotes, y yo solo me río porque recuerdo lo que hace unas horas me decía Celeste, que un día un viejo mañoso trató de tocarle la pierna y ella lo puso en su lugar porque no le entra a esas cosas, ella es una señorita de su casa y no se divierte hasta tan tarde, aunque ahora sean las 3 de la mañana, y su amiga Penélope esté prendida del hombro de uno de los morenos, al que después le toca el pecho y se lo masajea suavemente, y esa escena vapulea lo que antes te dijo: que no era una ‘mandada’ ni hacía desnudos, y que su mamá siempre la recogía del café, y entonces todo te da vueltas, vueltas, vueltas, como ese pegajoso reggaetón que suena en los altoparlantes de este local que huele a sexo.

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– ¿Eres casada? le preguntó un mexicano, de 40 años y barriga prominente, a Marianella, una cusqueña que tiene un aire a Viviana Rivasplata, pero sin el lunar cerca de sus gruesos labios carmesí.
–Sí, le engañó ella, como para sacárselo de encima. El mexicano, como todos los extranjeros que fungen de galanes en países que no son el suyo, insistió con fiereza. “Pero puedes divorciarte y casarte conmigo”. Ella le contestó que no, que tenía enamorado y era el barman del café, que se llamaba Edson y lo quería muchísimo, así que señor –por favor– deje de insistirme sino quiere que llame al dueño del local. El mexicano, que acudía religiosamente al café, nunca más volvió.

Ese día, que fue hace tres meses, Marianella descubrió un arma poderosa para espantar a los hombres que la pretendían. Se llamaba Edson y lo conoció hace cinco meses, cuando ella retornó a trabajar al café, después de una corta temporada de vacaciones. Se hicieron amigos, empezaron a salir y un buen día Edson la conquistó con detalles: rosas, chocolates y poemas. Es amor puro, del bueno, me cuenta la azafata. Asiento con la cabeza porque, seamos sinceros, Edson no es Brad Pitt, tiene acné en la cara, usa gel barato para su cabello, anda desfachatado y habla mal.

Pero el amor es ciego, dice Marianella, y añade que lo suyo es amor de barra. La chica que viste una microfalda jean celeste, una bufanda negra que le cubre su cuello blanquísimo, y unas botas negras de tela que estilizan aún más sus piernas largas y duras, me cuenta que baila saya, en sus ratos libres, y que se hizo de un préstamo financiero hace dos años para cumplir su promesa de viajar a Puno y danzar en la fiesta de la Virgen de la Candelaria. También que ya le falta poquito para terminar ese crédito que la obligó a regresar al café, a este lugar donde ahora conversamos, relajados, ella detrás de la barra, sentada en una silla de porcelana más alta que la mía, y yo un poco incómodo porque el asiento es muy angosto, pero a quién diablos le importa eso cuando Marianella te mira con sus ojazos gatunos, y el aire le revuelve, de cuando en cuando, su pelo lacio, y sus dientes de conejo relucen cada vez que ríe como una señorita educada, mientras tú bebes un café expreso esperanzado en que te quite la resaca del día anterior, y ella cruza las piernas como Sharon Stone en Bajos Instintos, y entonces se te esfuma la resaca porque loque ves exige total atención, mientras ella sigue hablándote como una lora, de Edson, de  su relación amorosa, y tú solo te concentras en sus piernas blanquísimas, en su gloriosa entrepierna y en ese calzón rosadito con corazones que logras ver cuando ella cruza las piernas, y piensas que estás en el cielo, porque ella le agrega más miel al pastel cuando te cuenta que recién hace cuatro meses usa tangas, que la hacen ver más sexy y femenina, pero no hilos, porque esas cosas la incomodan y ella es una chica de buena familia, de gustos sobrios, como los colores claros de sus interiores, tan atractivos como ella misma, que sigue hablándote, diciéndote que estaría dispuesta a sorprender a Edson vistiéndose con un minivestido ajustadísimo, con un profundo escote y unos tacos 15, y entonces fantaseas un rato con ella, como seguro lo hacen todos los clientes cada vez que cruzan esa puerta de vidrio y Marianella se les acerca, con su microfalda celeste y sus botas negras, y algunos de ellos le hacen propuestas indecentes, y ella te confiesa que es tímida y reservada, y que los cusqueños son unos malpensados y los extranjeros más lanzados a la hora del flirteo, y luego te suelta una seguidilla de halagos hacia Edson, pero después te dice que el amor es agridulce cuando tú le preguntas si se casará con él, ansioso porque te diga que no, pensando en que tal vez, algún día, tú tendrás la oportunidad de conquistarla, porque te enamora más cuando te dice que es una voraz lectora, amante del baile y de la diversión, y tú te la imaginas trayéndote un expreso, acercándose todita, con ese escote que es la puerta al paraíso y esa microfalda que es como un imán, tan parecido a este café donde lo único que no harás será aburrirte.

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Es curioso pero casi todas las chicas que trabajan en alguno de los Top Coffee, incluso dos bármanes, aseguran que su mayor deseo es abrir su propio café con piernas, al que le agregarían más sensualidad, empezando por las chicas: le subirían dos dedos a sus faldas, le abrirían más sus escotes y jugarían con la mente de los clientes, proponiéndoles un espectáculo de trajes temáticos: de enfermeras, policías, barristas, mucamas y dominatrices, porque están seguros de que el café no hace sino despertar deseos dormidos. Eso me cuenta Paul Suni, de 21 años, el barman del café que ya sueña con su local propio. “Porque es un negociazo –me dice–. Llegan ejecutivos, futbolistas del Cienciano y del Real Garcilazo [dos clubes profesionales de Cusco], dueños de restaurantes, y turistas extranjeros y locales. Y a todos les gusta mirar las piernas de las chicas”.

También van grupos de amigas, sí de chicas, porque el café no es excluyente, sino que pretende ser un sitio de reunión, un punto de encuentro, me dice Maricel de los Ríos, una cusqueña asidua al local, recién desde hace tres años. “Porque antes venían solo varones, hasta que las chicas nos liberamos y decidimos acudir por curiosidad. Fue así, como poco a poco, empezamos a frecuentarlo. ¿Qué nos atrae? Ya no la curiosidad, sino la oferta de tragos, el lugar que es privado y seguro, y que se puede conversar de cualquier cosa. A eso le sumo la buena atención, incluso algunas de mis amigas trabajaban aquí antes, y yo venía a saludarlas un rato”.

Pero como no todo lo que brilla es oro, el Top Coffee también ha pasado malos ratos, confiesa César Salazar, y añade que antes –por ejemplo– venían chicas que facilitaban sus teléfonos a los clientes, o salían con ellos. Por eso decidió cortar las malas hierbas y poner ciertos mandamientos: no conversar con los clientes, no dar sus números telefónicos, no ser malcriadas, y poner buena cara siempre. En esto último César hizo énfasis, pues considera que el gancho de su negocio son las chicas, educadas y atractivas, además de los eventos que se organiza allí, como desfiles de lencería y espectáculos deportivos.

Las sesiones de fotos también atraen a los turistas a este café, como ahora en que el fotógrafo dispara ráfagas hacia Rosita, una limeña morena y de sonrisa encantadora, a la que el fotógrafo le dice que suba una pierna a la mesa y la otra la deje en el piso, formando una L que exhibe sus muslos duros y glamorosos, aun cuando estén cubiertos con ligas negras. Al costado, un grupo de gringos bebe cerveza y no les importa si son las 11 de la mañana de un lunes cualquiera, porque lo mejor es ver a Rosita levantando la cola y acercando sus pechos hacia la cámara, cruzando las piernas, sonriéndole a uno de ellos, que la observa con cara de cachondo y seguro se la imagina desnuda.

Desnudos es lo que no haría Meche, una azafata cusqueña de 23 años y muslos blancos, que contrastan con una falda jean cortita que lleva puesta. Esa misma falda que enloquece a un grupo de europeos que la llaman, a duras penas, en un español masticado, para que los atienda. Porque cuando se te acerca una chica como Meche, con las uñas pintadas como bandera, de fucsia, azul y plata, y miras su cuello adornado por una cadena con la cruz de David y el espíritu santo, y te provoca con sus labios carnosos diciéndote que la acompañes a su casa para conversar más tranquilos, y entonces llegas y descubres los cuadros que restaura, porque ella es una artista que estudió en Bellas Artes y ha reparado pinturas de San Jerónimo y otros santos, y piensas que también podría recomponer tu vida, y empieza a hacerlo, cuando te cuenta que solo ha tenido tres enamorados, y su relación más larga fue de seis meses, y mientras dice eso cruza sus piernas poderosas y sonríe coquetamente, se agarra el cabello y va desnudando su interior, de a pocos, para ti, contándote que la cena perfecta para ella sería en una cabaña campestre, con fogata incluida, un buen trago, ella vestida con ropa muy ligera, como un babydoll rosado princesa cortito y tacos 12, y que tendrías que ser detallista para conquistarla, comprándole cirios azules, por ejemplo, pero no rosas rojas porque son muy comunes y ella es especial, tan especial que aún es virgen, aunque no lo creas porque seguro eres un malpensado, pero ella te confiesa que su primera vez le gustaría que fuera con un hombre confiable, y reitera que se muere por ser conquistada y entregarse en cuerpo y alma, pero por ahora anda solita, por si acaso, aunque como es cauta siempre viste hilos dentales porque la hacen ver más mujer de lo que ella a veces se siente, y claro que para los clientes es un mujerón, con la que muchos sueñan compartir una cama. Y, si quieres conocerla, te recomiendo que vayas al café con un ramo gigante de esos benditos cirios azules, que será la puerta de acceso a sus dominios. Pues, al fin y al cabo, la vida es como una taza de café: puede estimularte o adormecerte, aunque sin duda en cualquiera de los Top Coffee lo primero siempre se cumplirá.

comentarios
  1. Es curioso pero casi todas las chicas que trabajan en alguno de los Top Coffee, incluso dos bármanes, aseguran que su mayor deseo es abrir su propio café con piernas, al que le agregarían más sensualidad, empezando por las chicas: le subirían dos dedos a sus faldas, le abrirían más sus escotes y jugarían con la mente de los clientes, proponiéndoles un espectáculo de trajes temáticos: de enfermeras, policías, barristas, mucamas y dominatrices, porque están seguros de que el café no hace sino despertar deseos dormidos. Eso me cuenta Paul Suni, de 21 años, el barman del café que ya sueña con su local propio. “Porque es un negociazo –me dice–. Llegan ejecutivos, futbolistas del Cienciano y del Real Garcilazo [dos clubes profesionales de Cusco], dueños de restaurantes, y turistas extranjeros y locales. Y a todos les gusta mirar las piernas de las chicas”.

  2. Endy Stefany Abad dice:

    Muy buena Ralph te luces amigo, con tú crónica nos transportas !!!1 excelente

  3. Giuliana dice:

    Buena historia, felicitaciones Ralph!

  4. Sex Shop dice:

    Muy buenoooo!!!!!!!!!!!!!!!!!!

  5. Luis dice:

    Muy buena, muy Ralph Zapata.

  6. Gold Price dice:

    En Un café lejos de aquí, ZZ Packer ofrece ocho retratos de hombres y mujeres de la América negra actual. A través de la observación minuciosa de los detalles que pueblan la vida cotidiana de sus personajes, la autora hace aflorar las imperfecciones y las incoherencias que nos hacen, a un mismo tiempo, ridículos y humanos. Estos relatos están protagonizados por afroamericanos que hablan de sus dificultades para habitar un mundo de blancos y para blancos, de jóvenes que luchan por convertirse en adultos, de personajes de la periferia que no saben a qué lugar pertenecen; pero en todo momento rechazan la solidaridad racial gratuita porque prefieren ser dueños de su destino. Nos encontramos en estos relatos con el enfrentamiento entre jóvenes chicas blancas en un campamento de verano, y descubrimos que el racismo no está necesariamente donde lo esperamos. Otro relato describe las desilusiones de una enfermera negra impregnada de principios religiosos que descubre la otra cara de la iglesia a la que pertenece. Un joven que acude con su padre a la Marcha del Millón de Hombres y que debe decidir hasta dónde llega su lealtad. Un grupo internacional de vagabundos, que se mueren de hambre en Japón, incapaces de encontrar trabajo. Una chica de un gueto de Baltimore que sueña con un mundo que sólo ha visto en las pantallas de las televisiones de una tienda cercana, donde el dependiente lituano mantiene la esperanza de alcanzar el sueño americano.

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