1
Eusebia acaba de enterarse que es la cantante folclórica más pequeña del mundo. La wincha la ha recorrido de pies a cabeza y ha marcado 84 centímetros. Tanto años y nadie se ha percatado que no existe soprano más chiquita que esta arequipeña que nació en las faldas del volcán más grande del Perú: el Misti. A Eusebia no le importa demasiado el título. Solo ríe, como si todo se tratara de una anécdota. Me ofrece un vaso de soda negra, me sienta en uno de los sillones de su casa que está ubicada al norte de Lima y luego dice que no es fácil desplazarse por un tabladillo de veinte metros cuadrados, rodeado de parlantes que superan el metro y medio de altura. Eusebia Mollo Pachao está cansada, sobre todo de los niños que no entienden cómo una señora con cara de grande y con arrugas de mujer trotada puede vestir una pollera que podría acomodarse en la cintura de una wawa, de una nena de cuatro años.
Eusebia, afirmada en una sillita azul, de esas que emplean en el kindergarden, cavila sobre sus 25 años de trayectoria artística y resuelve que jamás, jamás le han hecho un homenaje a su medida, a la medida de una gigante de la canción. Me cuenta, también, la teoría que estima frente al hecho de ser la más diminuta del globo. La gente la convoca no solo para que demuestre su talento vocal, sino que a los asistentes les gusta creer en lo increíble: les fascina observar como “la enanita del amor”, así le gritan sus fans, aún arrastra las fuerzas de su pasado adolescente, a pesar de sus 52 años de vida, a pesar de la osteoporosis, del hígado inflamado y de la diabetes. A pesar de todo, Eusebia reconoce que se entrega en el escenario, se quita el paño verde con el que se cubre antes de subir al estrado y canta, secundada por un hombre corpulento que toca la batería electrónica, por un pelirrojo que se estremece con el bajo electroacústico y por un arpista que parece tener diez manos que se pasean a lo largo y ancho de ese instrumento de 34 cuerdas.
—Tú que eres periodista y que se supone que estás al tanto de lo que pasa en el espectáculo, hace cuánto que no escuchas mis canciones, pregunta la pequeña.
—Eusebia, jamás te he escuchado cantar, farfullo.
—Entonces vamos la próxima semana a la sierra, ahí sabrás quién soy…
2
Han corrido siete días desde el primer encuentro con Eusebia y precisamente hoy que es viernes de primavera, la soprano de 84 centímetros parte en bus junto a su unigénito Miguel ángel, que tiene doce años y que es dos veces más grande que ella, a San Juan de Chullín, un pueblo que se encuentra en la región Ancash, en la sierra del Perú, muy cerca a la Cordillera de los Andes. Ambos se acomodan en un taxi que los lleva al terminal terrestre. Miguel toma de la cintura a Eusebia y la alza hasta que sus pies lleguen al piso del station wagon blanco. Una vez dentro, el chofer mira por el espejo retrovisor y reconoce a Eusebia: “usted es la que salía en la televisión, la de los Gulliver. ¿Por qué se fue de la tele? ¿Hizo o no hizo dinero? ¿En cuál de los papeles se sentía más a gusto: de monjita renegona, de jueza implacable, de enana?”. El hombre al timón no sabe que Eusebia ya no es actriz cómica hace mucho, ignora que su presente está repleto de conciertos.
“Abandoné la tele luego de ocho años. No he ganado mucha plata, pero tengo una casa propia y no me quejo. Ahora el canto es mi vida. Tengo siete discos y tres Dvds ¿No sabe? Si quiere me colabora con un disco, los tengo aquí, en mi mochila”, así de perentoria suena Eusebia y el taxista, que al principio parecía un anciano despabilado, se apaga de admiración: “Tan chiquita y con tanta fuerza”, son sus últimas palabras y luego enciende la radio. Suenan tres canciones en el trayecto y una de ellas -la balada de un autor chileno- trae un mensaje simbólico: Y quién iba a decir que en tantos años / cuando está reparado el daño / de nuevo rompes a llorar / quien iba a imaginar que en tus entrañas / creció el que ahora te regaña / y todo vuelve a comenzar… Ahora es miguel el que no quiere compartirte /el que te quiere en exclusiva / pregúntale a la vida dónde está la explicación… Eusebia y Miguel Ángel se miran consternados, como si la música conspirara contra ellos, pero la llegada al terminal terrestre de Lima Norte los devuelve a una realidad menos musical. Están ahí para embarcase en un ómnibus interprovincial que andará durante 12 horas. El paradero final solo lo conocen por foto, saben que los espera una fiesta folclorista, llena de estatuas policromas y de serranos disfrazados de demonios o de gorilas.
San Juan de Chullín es un pueblo de 675 habitantes que está escondido en uno de los cañones de la Cordillera Negra, en la sierra peruana. Es un lugar tan pobre que el 40% de niños que radican ahí padecen de desnutrición, solo se alimentan de trigo y yuca. No hay dinero para una dieta balanceada, pero sí sobran billetes en los bolsillos de los campesinos que están dispuestos a embriagarse durante una semana. Los cerros que se miran desde este poblado abandonado por el Gobierno son explotados por las mineras internacionales. La paradoja está en el aire: San Juan de Chullín es miserable y en su derredor está la riqueza incontable, toneladas de oro, de cobre. Aún así la gente ha sabido ahorrar para la fiesta patronal y por eso han convocado la presencia de Eusebia Mollo, la artista estelar. Y allí está la cantante más pequeña del mundo, en medio de campesinos que sonríen y muestran su dentadura verde coca, de mamachas que susurran, de niños que anidan piojos en su cabeza.
—¿Mamá, de qué planeta es ella?, pregunta un niño de siete años, mejillas cuarteadas, poncho de lana que le cubre el torso.
—¡Quieres que te pegue! Ella es una artista, es cantante y le dicen “la enanita del amor”, responde la madre.
—¿Es famosa?
—Sí, es famosísima. Por eso está en San Juan de Chullín.
—¿Y ese es su hijo?, has visto como él la carga.
—Porque ella es chiquita pues, así nació.
Eusebia y Miguel Ángel se han adelantado a la presentación central que será el domingo en la noche, en la única escuela de San Juan de Chullín que está montada sobre una loma. Esta vez dormirán en un catre angosto que luce dispuesto dentro de una habitación sin luz, sin agua. Eusebia acomoda su vestuario en el cuarto de cemento escarchado y decide salir, porque aún es de día y además es sábado y los sábados nadie se puede quedar encerrado.
Afuera, en las calles del pueblo, un carnaval de disfrazados ha tomado de rehenes a tres ovejas y dos llamas. Miguel Ángel sonríe al ver cómo un grupo de borrachos se besa con los animales del ande y luego frunce el ceño cuando escucha que hoy matarán a ese ganado “porque ha llegado “la enanita del amor” y a ella se le debe dar carne fina”. Eusebia está sentada a los pies de un árbol, desde ahí participa con las palmas y con esa risa de dientes perfectos, dientes de artista de televisión.
Tres ancianas que se jalan el cabello de broma, así bromean cuando la cerveza les llegó al alma, de pronto reconocen a la folclorista más pequeña del mundo y se rinden a su diestra. Primero la observan y una de ellas dice: “nunca he visto a una persona tan chiquita. ¿Mamay, qué te pasó, desde cuándo dejaste de crecer. Cómo fue tu infancia, mamay?”. Las preguntas más difíciles siempre las formulan los borrachos y eso es bueno, porque solo así, con la valentía alcohólica, se develan algunos hallazgos.
Eusebia responde, con naturalidad, sin apocamiento. “Nací en 1957 en Machahuay. Dejé de crecer cuando tenía cuatro años, pero mis padres se dieron cuenta de mi enanismo cuando entré en la adolescencia. He sido una persona solitaria. Siempre me gustó cantar, pero me di cuenta que podía vivir de esto cuando mi mamá murió”. Entonces Eusebia tenía 14 años y, en medio de la desolación, cantó un huaynito en quechua y luego durmió y al día siguiente partió a Lima, a buscar chamba. En Machahuay -un pueblo andino que siempre estuvo amenazado por la lava del volcán Misti- nadie detuvo su huida y ahora, cada vez que ella retorna a su terruño originario, sus paisanos la alzan en andas, la veneran tanto que planean hacerle una estatua de roca volcánica en tamaño natural.
—¿A qué tipo de gente de debes?
—Yo canto huaynos y me debo a los que me oyen.
—¿Cómo es esa gente?
—Mañana verás cómo es, tienes que tener cuidado nomás, porque te puede caer un botellazo de cerveza-, aconseja Eusebia y luego cierra la puerta del cuarto que le han dado. Es hora de soñar.
3
El talento de Eusebia también está destinado a quienes beben para olvidar su pobreza y hoy, con el sol dominical al fin oculto, la “enanita del amor” eleva su voz desde el colegio de San Juan de Chullín y caen relámpagos y truena el cielo y nada detiene el concierto. La gente bebe cerveza con sed salvaje, imposible de explicar en una noche helada. Eusebia regala frases en quechua: todos los hombres son traicioneros, dice en el vocablo de los incas y las mujeres zapatean y el pampón de la escuela se cubre de polvo y luego de dos horas y diez minutos de entrega Eusebia decide callar.
Los músicos siguen tocando, Eusebia ha parado de cantar porque se ha dado cuenta que el concierto está acabando con los hombres. Todos están borrachos y agresivos. Se pegan entre ellos, arman una batalla en la explanada del colegio de San Juan de Chullín. Aun no vuelan las botellas, pero todo apunta a una catástrofe. Eusebia sabe que es hora de partir. Se despide de su gente. Miguel Ángel mira todo sin sobresaltarse. Dos imágenes mentales quedan registradas en esa presentación: Eusebia danzando sobre su sitio, con esos zapatitos de charol tan propios de una niña, junto a tres gigantes embotados de alcohol. Eusebia, minutos antes de enrumbar a la capital, es interceptada por una anciana que le pregunta cuántas faldas tenía su pollera: “tiene siete y cada una representa los colores de la bandera del Tahuantinsuyo”.
Un taxista ancashino la espera a las afueras del pueblo. El conductor, felizmente sobrio, le pide un autógrafo y ella le pregunta su nombre. José Coropuna, dice el dueño del Cadillac rojo. Eusebia, la voz de los corazones que están al margen de la felicidad, le escribe en quechua y en corrido: la dama del huayno no abandona a su gente, seguiré cantando para ti, José. Del terminal terrestre de Ancash toma un bus a Lima que tres horas más tarde bordea gran parte de la costa norte del Perú. Eusebia mira el mar desde la ventana. El bus se detiene en una tienda de frutas, básicamente de naranjas y papayas, que además funciona como nido de amantes para los trabajadores mineros.
Eusebia compra un kilo de naranjas y luego retorna, de la mano de Miguel Ángel, al vehículo de asientos descascarados. En el bus que viajan la pequeña madre y su hijo no hay aire acondicionado ni calefacción, las ventanas no se pueden correr y la estabilidad del vehículo parece estar amenazada por el difícil camino de trocha. Es una movilidad para gente pobre. Eusebia ha decidido aventurarse en ese bus porque está ahorrando dinero para techar su casa en Lima Norte, ahí reina a su antojo, es el único lugar donde se siente liberada y a salvo. En los escenarios que ella canta, en cambio, siempre puede pasar algo que guarde estrecha relación con el dolor y el peligro. Eusebia se debe a un público que llora de rabia, una rabia que podría exponerse con herramientas sociológicas, pero sería una pérdida de tiempo porque ella explica este fenómeno cantando huaynos, un género que se difunde desde hace cientos de años en la Cordillera de los Andes.
El huayno también se baila en parejas que desarrollan giros y movimientos a partir de pequeños saltos y zapateos que marcan el ritmo que se logra a través la quena, el charango, el arpa y el violín y por supuesto, no huayno sin el atiplo de una soprano que se desgarra en el escenario.
—Yo no podría cantar otra cosa más que un huayno. Lo más difícil no es la interpretación, el vestuario es lo que cuesta. Yo soy chiquita y no es fácil conseguir polleras para mi, además son muy caras.
—Cuán caras pueden ser.
—Cada una puede valer más de 500 soles (180 dólares).
—Cuántas de esas faldas tienes.
—Solo cuatro, no hay dinero para más.
4
Dos meses han pasado desde la presentación en San Juan de Chullín y ahora, de nuevo en la húmeda Lima, Eusebia planea hacer una “cuyada” para juntar más dinero y así techar mi casa. “En una “cuyada” la gente baila, toma cerveza y come cuy”, dice la soprano. El cuy es un roedor que, una vez pelado y dispuesto en una paila de aceite, se parece mucho a la rata. El cuy se asemeja a un hámster, solo que más gordito y peludo. Es un animal silencioso, de grasa abundante y de huesos durísimos que se consume con deseo en la sierra peruana. Su carne no es barata. Es, al contrario, muy cotizada porque el cuy también tiene propiedades curativas desde el punto de vista de la homeopatía. “De niña -recuerda Eusebia- me pasaban un cuy vivo por todo el cuerpo. Mis padres lo hacían para que llore menos, para quitarme el susto”.
Todo esos cuyes que sanan gente, ahora perecen en la sartén y son degustados por los casi 150 comensales que se han citado en el patio delantero de la casa de Lima Norte. Cuy frito y cerveza bien helada es el menú que ofrece Eusebia.
—He comprado doscientos cuyes, apuesto que no quedará ninguno, exclama Eusebia.
—¿Eso te alcanzará para techar tu casa?
—Sí, además tengo un dinerito ahorrado.
—Y los vecinos se molestan por los huaynitos que suenan fuerte.
—Los vecinos son mis amigos, ellos entienden y me respetan.
—Sabías que tu nombre es de origen griego y que significa piadosa y respetuosa.
—No, pero creo que me queda bien.
—Qué harás luego de la “cuyada”.
—Quiero celebrar mi aniversario, pero eso significa dinero. Contratar orquesta, equipos, local. Mientras tanto seré yo la que festeje aniversarios ajenos.
Una semana después de la “cuyada”, que resultó exitosa y feliz, Eusebia canta en el Mercado de Acho, que se encuentra a la espalda de la única Plaza de Toros de Lima, en el distrito del Rímac, el más antiguo de la capital. En ese lugar “La Puñecina de Oro”, una folclórica de la promoción de Eusebia, celebra su aniversario artístico. A la cantante más pequeña del mundo la han invitado para que agasaje a su amiga con sus canciones punzantes. Ahí está Eusebia, puntual, esperando su turno en el tabladillo, luchando contra la noche cada vez más fría y batallando para que la gente ebria no se ría de su figura.
La pequeña Eusebia, luego de bajar del tabladillo de fierro, observa el Mercado de Acho y sus ojos se sorprenden una vez más de aquel itinerario que le ha tocado seguir: la cantora de huaynos más pequeña de mundo gasta su voz en un lugar que aún huele a carne cruda, en un piso lleno de verduras y de limones malogrados. Ahí la gente alarga su felicidad, mientras que Eusebia dilata su tristeza. Ella pertenece a ese mundo y lo sabe, ahí están sus amigos, en ese Perú informal y subterráneo la adoran.
—¿Cuál ha sido el lugar más peligroso en el que te has presentado?
—En el cerro “San Cosme”, responde Eusebia.
—¿Qué paso ahí?
—Había mucha delincuencia, yo no entendía por qué unos hombres grandazos me cuidaban. Eso fue en el año 1999, pero igual canté.
“San Cosme” es uno de los cerros más terroríficos de Lima. En este monte de tierra viven más de 24 mil personas y el 2% de ellas están infectadas por el bacilo de cosh. Pero eso no fue impedimento para Eusebia, además los directivos de la junta vecinal intentaron protegerla de los adolescentes drogados que no escatimaban valoraciones al momento de asaltar cuchillo en mano.
“¡Cómo “la enanita del amor” puede arriesgar tanto!”, exclamó uno de sus seguidores que la observó trepar cuesta arriba. “Yo canto donde me llaman, yo voy donde me necesitan”, resolvió Eusebia con la pollera de siete faldas aún guardada en una bolsa negra, con ese gorrito de princesa inca ya encajado en su cabeza, con las pantys fucsias que la cubrían del frío de “San Cosme”, ese frío que castigaba a los ladrones tísicos que retrataban la epidemia de tuberculosis que se extendía a lo largo de esta montaña contaminada. La temperatura corporal de Eusebia se tiraba al suelo, pero aún así subió al escenario y se libró de la niebla helada que castigaba a los habitantes de “San Cosme”. La gente tosía y luego coreaba su nombre y volvía a toser y sin descanso gritaba esos huaynitos tan dolorosos que salían del corazón de esta peruana que le canta al amor sangrante. El concierto empezó a las once de la noche y terminó a las tres de la madrugada. Dos hombres se cortaron los brazos con los picos de una botella de cerveza y entonces Eusebia llamó a la calma, pero era muy tarde porque la maquinaria de la violencia ya había empezado a revolucionar.
La cantante anunció el término del concierto y abandonó ese cerro que convulsionaba. “San Cosme” y sus casas a medio terminar extrañarían el canto de Eusebia, los heridos se quedarían tendidos en el suelo, junto a las botellas quebradas, y la pista musical del huayno más bailado de la noche, “el Borracho”, siguió sonando. En el carro de regreso Eusebia prometió volver, siempre y cuando Miguel Ángel, su hijo y ayudante personal, haya crecido un poco más.
Eusebia sabía que cantar en el “San Cosme” -ubicado a menos de dos kilómetros del Palacio de Gobierno y de la Catedral de Lima- fue muy riesgoso. Pero ya había empeñado su palabra en ese lugar y la colecta que hicieron los ladrones, los microcomerciantes de pasta básica de cocaína y también los vecinos decentes, era imposible de despreciar. Eusebia era consciente que ellos requerían de sus composiciones para ser felices, eso que se traducía en dolor y sangre, era en el fondo alegría, una alegría tosca, carente de modos, pero al fin y al cabo la gente ensangrentada gozaba. Por eso cantó hasta el desgarro y huyó a las tres de la mañana, cuando el espíritu gregario se apoderó de la explanada del “San Cosme”. De regreso a casa, Eusebia se enteró que la dirección de narcóticos de la policía peruana había detectado 49 focos de tráfico de drogas en el “San Cosme”.
—Pocos cantantes se atreven a sur el “San Cosme”.
—Sí, pero el peligro se afronta. Yo canto en lugares extraños, he visto a gente morir…
—Pero tu corazón aún no ha sido ganado por la violencia.
—Noooo, mi corazón ha sido ganado por las canciones. Yo me entrego en el escenario desde el principio hasta el fin de mis conciertos. Yo monto un espectáculo, pero tampoco me quedo hasta las últimas. Siempre ando con mi hijo Miguel, y él está en el colegio y no puede perder clases ni horas de sueño.
—¿Y el padre de Miguel?
—Soy madre soltera, siempre he sido soltera…
—¿Cómo se dice soltera en quechua?
—Sapan tiyaq, soy feliz sapan tiyaq.
Eusebia ha cubierto con un gran velo su pasado amoroso. Solo confiesa que en 1995 conoció a un hombre que la embarazó y del que nunca más tuvo noticias. Al año siguiente alumbró a Miguel Ángel, un adolescente que ahora destaca en la escuela secundaria William Prescott, en Lima Norte. Cualquiera que haya visto a esta familia de a dos dirá que no necesitan a nadie más. De un lado Eusebia cría a Miguel Ángel en el mejor de los escenarios, el amor, y él siente un orgullo inconmensurable por su pequeña madre, la acompaña a donde va, le carga el neceser de cosméticos y el maletín en donde guarda el vestuario. En cada presentación no le quita los ojos de encima. Sabe que en muchos conciertos la gente se desborda y a veces la sangre corre por la pista de baile. Miguel Ángel es un guardián que de vez en cuando falta al colegio y viaja con Eusebia al interior del Perú.
Pero Miguel Ángel crece con el correr del tiempo y, poco a poco, se emancipa de su madre. Entonces Eusebia a veces regresa a su independencia, a la peligrosa libertad que supone el andar de una enana por las calles de la gran Lima, al riesgo de concertar en los locales más siniestros y marginales del Perú. Ahí está Eusebia, la soprano que ha observado el lento génesis de ese Perú profundo que mira siempre a Lima, con cierto resentimiento. Como ocurre en todas la capitales del mundo, Lima es el centro de atención del Perú, un país de desatendidos que alberga entre los olvidados a Eusebia.
“El huayno es una forma de retorno. La gente de la sierra que emigró a la capital siempre recuerda a sus pueblitos con el huayno”, dice Eusebia, desde su casa de Lima Norte. Miguel Ángel juega en una computadora mientras la luna se cuelga por la ventana. Suena el celular de la folclórica. Es un cliente que la insta a viajar a la selva, para cantar en un caserío muy apartado. Eusebia lo piensa, el dinero no es mucho pero serviría para completar la construcción de su casa. “Les devolveré la llamada, debo pensarlo”, responde la diminuta soprano. Eusebia lo piensa toda la noche y se imagina el peligro al que estará expuesta, recuerda cuando escapó en un helicóptero de una balacera. Al día siguiente Eusebia resuelve quedarse en Lima, junto a Miguel. Los dos sonríen en la soledad de su living, a salvo de ese mundo que los persigue, el mundo de la marginalidad.
—Eusebia, qué pasó en la selva, por qué tanto temor de ir para allá.
—Malas experiencias he tenido ahí.
—Qué pasó.
—En la selva he visto a gente morir. Yo estaba cantando en medio del calor y en eso sonaron disparos y la gente se asustó y corrió.
Eusebia Mollo aún no olvida lo que pasó una noche de 1994 en la selva. La habían contratado para cantar en el caserío de San Francisco, en la región Ayacucho. Eusebia recuerda que la oferta económica fue tal que abandonó un viaje a Estados Unidos que le ofreció la colonia de peruanos en New York. “No sé si el que me contrató fue un narcotraficante, ahora que lo pienso puede ser. La cosa es que el dinero me convenció y partí para San Francisco”, cuenta. Lo que encontró ahí, en una explanada inmensa, fue a más dos mil personas que coreaban su nombre. Los hombres sin polo y armados, las mujeres ebrias y aceleradas. Eusebia subió al escenario, sin saber que en aquel lugar abundaban terroristas camuflados y narcos exhibicionistas. Cantó más de una hora, ahogada por el calor selvático, y cuando decidía por su última canción, un sonido seco la distrajo. Era el sonido de la muerte. Eusebia solo recuerda que vio a un hombre con el torso agujereado que brillaba en el piso. Los asistentes al concierto no daban cuenta del suceso. “Me despedí, me asusté mucho. No volvería más a ese lugar”, dice la soprano más pequeña del mundo.
Lo que no esperaba Eusebia era toparse con unos hombres vestidos de rangers que merodeaban muy cerca al local de la tragedia. “Qué haces aquí mamita, esta es zona roja”, le dijo un sargento del Ejército Peruano que la llevó a una base militar, la condujo a esa máquina verde y sin ventanas que –según Eusebia- tenía las hélices tan grandes como las alas de un cóndor. Un vuelo directo a Lima, sin escalas, con el miedo que apretaba la garganta. La “enanita del amor” recuerda la imagen más extraña de ese concierto: desde el tabladillo vio a un adolescente sin polo que cantaba sin arredro “el borracho”, uno de sus huaynos más sonados. El chico murió cantando.
5
Han pasado tantos años de la huída en helicóptero de la selva peruana y a pesar de que Eusebia ha intentado alejarse de los conciertos de infarto, su corazón ha sido contratado para cantarle a ese público subterráneo y marginal que goza con la música del ande, que se corta las venas cuando el sonido del arpa se fusiona con la voz atiplada de esta mujer que está dispuesta a volver, solo en recuerdos, a Machahuay, a ese pueblo arequipeño que fue escenario de su nacimiento. Ahí, en la década del 50, los niños serranos le gritaban muttu egeggo, palabras quechuas que significan enana, y ahora, aquellos escarnecedores la observan con sepulcral respeto. Y es que sus paisanos aún no entienden lo que pasó con Eusebia: de pronto, meses antes de tener 15 años, dejó su casa en Arequipa, una ciudad rodeada de nevados, y enrumbó a Lima, confiada en que su voz sería un sable que abriría el camino del estrellato. Su padre y su madre ya estaban muertos y sus siete hermanos, uno a uno, se esparcieron por toda la Cordillera de los Andes. La idea era irse de Machahuay, un lugar sombrío, sin posibilidades para un artista, lleno de pobreza y de cactus. Eusebia era muy grande y Machahuay muy pequeño.
Ya en Lima, una folclorista que ahora no está entre los vivos escuchó a Eusebia en una audición radial y no dudó en hacerla su discípula. La maestra de “la enanita del amor” se llamó, o la llamaban, Pastorita Huarasina, una artista que nació y murió en Ancash, una región que ha extendido los brazos para abrazar a Eusebia. “En el huayno la mujer pisotea al hombre”, le decía Pastorita Huarasina, quien recorrió toda la Cordillera de los Andes junto a Eusebia. Las dos cantaban en las explanadas de los nevados y en las cimas de los cerros, Eusebia en ese entonces estaba sana y sola y se movía con la velocidad de un conejo. Luego cayeron los años 80 y con ellos el terrorismo y con el terrorismo llegaron los programas cómicos que distraían a los peruanos heridos y fue ahí donde Eusebia pasó ocho años de su vida, en la tele. Se vestía de monjita, por ejemplo, y con un garrote de plástico “castigaba” a los políticos más corruptos y embusteros de esos tiempos.
“Esos son solo recuerdos”, suspira Eusebia, una artista que no trabaja para ser conocida y que ha huido de la televisión. Quizás por eso su nombre no es patrimonio de las páginas de espectáculos de los periódicos. En el Perú, se cree que el folclórico más pequeño es Eusebio “el Chato” Grados. Mide menos de un metro cincuenta y todos, todos los que no saben de Eusebia Mollo Pachao, creen que no hay cantante más chico que él. “Esta no es una guerra de estaturas. Yo tengo mi público, que no puede ser mucho, pero que es fiel”, argumenta la enanita.
La virtud que hace única a Eusebia es la seriedad que le impone a su carrera de cantante. En Argentina hay un grupo de enanos que tocan cumbias, pequeños artistas que se hacen llamar «Los Grossos». Ellos aparecen mucho en la tele y no les molesta cuando les dicen que lo freak genera rating. No hacen folclor, no compiten con Eusebia, pero son mucho más famosos que ella y su popularidad radica en el sarcasmo que producen sus canciones. Lo mismo sucede en España, donde hay decenas de agencias que ofertan shows de cantantes menudos, “Enanos Boys” es uno de los grupos que más suenan, pero es más de lo mismo. Pequeños bufones que dan alaridos un par de minutos y luego se quitan la ropa y se quedan en calzoncillos.
El artista más pequeño del planeta era, hasta hace unos meses, Nelson de la Rosa. Un dominicano de 39 años. Medía 54 centímetros de altura y fue certificado desde 1990 hasta el 2007 en el libro Guiness. Él era un bailarín muy ocurrente que aparecía en muchos videos musicales. Ahora ya no está entre los vivos y todo parece indicar que va a ser secundado por He Pingping, un muchacho de Mongolia que tiene 19 años y que mide solo 73 centímetros. Él ha pedido entrar a los “Record Guinness”. Dicen que He Pingping cuando nació era del tamaño de la palma de un adulto, él no canta, no piensa en conciertos, no tiene el talento de Eusebia.
Miguel Ángel le acaba de revelar a su madre que en el buscador más grande del mundo, la artista más pequeña del mundo casi no asoma. En Google solo se aprecia una foto de Eusebia, junto a Miguel Ángel, de bebé, en alguna pared rocosa del interior del país. En un portal de la web también se lee una noticia, muy pasada y además negativa: “Eusebia Mollo Pachao sostuvo que al no tener beneficios sociales, los artistas no tienen mayor capacidad de acceder a las atenciones médicas, razón por la cual muchos de sus colegas que se encuentran mal de salud se ven en la necesidad de recurrir a amigos y familiares en busca de apoyo para afrontar estas eventualidades”.
—“Eso fue hace años, cuando luchaba por tener un seguro de salud”, recuerda la soprano.
—¿Y ahora estás asegurada?
—Sí, después de tanto tiempo. Yo me canso de caminar, a veces me dan ganas de dejar de cantar, pero solo porque me duelen un poco los huesos. Tengo 52 años, joven no soy, dice Eusebia, mientras abre un neceser casi tan grande como ella y se pinta, primero los párpados de celeste, luego delinea sus pestañas y deja el rojo carmesí para sus labios. Hoy también tiene una presentación en una casa, un concierto privado al que no podré acceder. Eusebia, empresaria de su voz y de su sonrisa, me dice que Roberto, el fotógrafo que la ha venido retratando por más de un año, es “bien buena gente” porque siempre que puede la lleva en su coche y no le cobra para la gasolina. Hoy, por ejemplo, Roberto la llevará a dónde ella quiera, pero ella tiene trabajo, tiene que cantar.
—En dónde van a publicar estas fotos que me toman. Creo que ya he hablado bastante, dice Eusebia
—Aún no tenemos ni idea, le sonrío.
—Qué raro, osea que ustedes viajan conmigo, me hacen preguntas, para qué-, cuestiona la soprano, ahora sentada en el sillón de su living. (La miro y pienso en la comodidad de su postura. Todo su cuerpo entra en un cojín. Sus pies ni siquiera se salen del marco del sofá. Imagino una cama de cuatro cuerpos o un inmenso almohadón en donde podría caber una persona de metro ochenta).
—Algo saldrá de todo esto. Sobre tu vida se podría hacer una película.
—Hay qué risa. Qué estás diciendo. Yo solo converso con ustedes porque me caen bien. Porque eso de ser la cantante de huaynos más pequeña del mundo no me va a cambiar la vida. ¿O me va a hacer millonaria?, dice Eusebia y luego baja del sillón, apuradita. De tanto hablar por poco se le hace tarde. Hoy tiene un concierto. Es hora de partir.