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El Che Guevara F.C.

Publicado: 18 abril 2014 en Juan Pablo Meneses
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Está por empezar la revolución. Y todos esperan se gane. El silencio previo a la batalla se rompe cuando, finalmente, aparece el comando infantil guevarista. Son once niños con las manos en alto, camisetas rojas, zapatos de fútbol y la cara del Che en sus camisetas. Entran al campo de juego muy serios, concentrados, como si supieran que solamente la disciplina y la conciencia podrán ayudarlos a tomar por asalto al equipo rival y clavar la pelota en el arco enemigo. Sus padres y hermanos y amigos y abuelos y tíos y vecinos saludan su ingreso gritándoles “¡Vamos, Che Guevara!”, o “¡Vamos, Che, carajo!”, o “¡Hasta la victoria siempre!”, o “¡Guevaristas hasta el final!”, o “¡Aguante el Che!”.

En esta historia, el Che Guevara es un equipo de fútbol.

Como todos los fines de semana, cada partido del equipo se transforma en un acontecimiento familiar. Más allá del fútbol, dicen. Los padres montan una comida comunitaria y cargan bolsas con los alimentos y se saludan de abrazos y besos guevaristas, mientras las madres se cuentan las últimas novedades, y van cortando tomate y partiendo el queso y picando cebolla y abriendo el pan y buscando la sal.

No hay otro Che Guevara oficial en la historia del fútbol mundial. El único club inscrito con ese nombre es el de estos niños argentinos que compiten en las distintas categorías.

Antes del pitazo inicial, cuando ya está todo en orden, los familiares despliegan una gran bandera con la cara de Ernesto Guevara y por una radio suena la canción Hasta siempre, Comandante. Esa suerte de himno del Che, que compuso el cubano Carlos Puebla en 1965, y que dice en una parte que aquí se queda la clara / la entrañable transparencia / de tu querida presencia / Comandante Che Guevara.

Se inicia el partido

Es posible que de aquí, de entre estos pequeños guevaristas que ahora persiguen la pelota en una cancha de tierra, salga la nueva estrella del fútbol latinoamericano. Pero más importante, o al menos esa es la idea de la presidenta del club, es que de aquí salgan los nuevos líderes de la barriada, los nuevos agentes sociales de cambio para los pobres de la ciudad de Jesús María, en la provincia argentina de Córdoba. Más que nuevas estrellas, dicen en el Che Guevara, lo que se espera es algo más ambicioso: que salga el Hombre Nuevo.

El Che Guevara está en Jesús María

La ciudad de Jesús María está en la provincia de Córdoba, Argentina, 50 kilómetros al norte de la capital de la provincia. Para llegar, hay que tomar la Ruta Nacional 9 y atravesar campos con vacas y vaquillonas y terneros y toros, y por la carretera van camiones con animales y camionetas con gauchos y autos armados en Argentina y motos con parejas de enamorados que van cruzando en medio de la llanura pampeana por entre gigantescas publicidades de Messi afeitándose o Messi tomando una bebida que recupera energía o Messi usando una determinada marca de ropa deportiva o Messi comiendo un pan que le da fuerza.

Jesús María es conocida en el resto de Argentina porque aquí tiene su sede el Festival Nacional de la Doma y el Folclore. Un encuentro folclórico con música en vivo y hombres tratando de durar mucho tiempo sobre caballos sin domar. Ajustando las rodillas para no salir volando, apretando fuerte las manos para no terminar en el suelo con algún hueso partido.

En uno de los barrios residenciales de Jesús María está la casa de Mónica Nielsen, la presidenta del Club Social y Deportivo Che Guevara, fundado el 14 de diciembre de 2006. Mónica me recibe con un mate, mientras ponemos a helar un par de cervezas.

—Te digo algo de entrada. Nosotros no vamos a sacrificar a un chico para mantener a 200. No vamos a vender jugadores a cambio de dinero —tira directo, como frenándome. La entrevisto, porque será parte de un libro que publicaré un tiempo después, y que se llama Niños futbolistas.

En los últimos meses, después de la aparición del libro, han llegado hasta aquí a grabar un documental para Europa, la contactó un entrenador de España que los quiere ayudar y los han entrevistado en una docena de medios de diferentes partes del mundo.

—Con este proyecto vamos en contra de lo que corrompió al fútbol. Nosotros llevamos un nombre fuertísimo. Yo no me puedo poner a hacer negocio con los chicos.

La presidenta del club Che Guevara sabe que lo que viene no es fácil. Que el exitismo acecha todo el tiempo, desde todos lados. Lo sabe, dice, porque recuerda que desde que toda esta historia empezó, las cosas nunca han sido sencillas. Hoy tienen unos 120 jugadores de 6 años en adelante en siete divisiones diferentes. Todo gratis, remarca ella. Ninguno paga nada. Mónica dice que esta es su causa. Se nota entusiasmada con todo lo que ha provocado. Ya los han invitado a jugar fuera de Argentina, y en muchos lugares quieren imitar la idea. Ella sabe que una buena campaña, con triunfos y campeonatos, haría mucho por la causa. Pero también sabe que, al menos en su club, lo importante no es ganar.

—Lo primero: esto es un club social. El niño que entra en el Che Guevara sabe que, si se quiere ir a otro club, nosotros le damos el pase libre. Las puertas están abiertas. Acá nadie está secuestrado. Nosotros competimos contra clubes que tienen tomados a los pibes. Somos muy audaces al competir con equipos que tienen un poder adquisitivo superior al nuestro. Equipos que sí hacen negocios con jugadores, que cobran derechos y han vendido chicos. De este campeonato de fútbol de Jesús María han salido niños que ahora están jugando en River o en Boca. La gente lo ve como algo normal que el chico se vaya, que el club cobre, que la familia cobre y que el chico sea negocio. Como si fuera un producto más del mercado en la sociedad de consumo en que vivimos.

Hasta hace un tiempo, Mónica mantenía el club con su plata. El presupuesto mínimo que necesita mensualmente para funcionar la institución es de poco más de 3000 pesos argentinos (unos 780.000 pesos colombianos) por mes. Dice que no tiene idea, ni le interesa saber cuánta plata ha gastado de su bolsillo, pero que su satisfacción va por otro lado.

Hoy, el Che Guevara tiene personería jurídica y sus jugadores están federados a la Liga Cordobesa de Fútbol. Compiten en la Liga Regional Colón, con las categorías de primera y reserva. Desde el año pasado, también se sumaron la sub-17 y sub-12. Los entrenamientos se realizan en las canchas de clubes amigos y solidarios que les facilitan sus instalaciones.

—¿Tienes claro que el modelo del Che Guevara se contrapone a todo lo que sucede en el fútbol actual, donde la compra y venta de niños es el negocio de moda?
—Sí, sí, pero yo no me puedo poner a hacer negocio con los chicos. Si sos guevarista, vamos con el guevarismo a morir. Moriremos en el guevarismo.
—¿Y si te sale un Messi?
—Si ese chico es realmente consciente de darles una mano a sus congéneres o a los que vienen por detrás, se verá. Ese es el desafío. El pendejo sabrá si quiere darle una mano al club, si tiene la solidaridad que nosotros les estamos dando. El otro día les dije: “Chicos, ¿ustedes saben lo que es la solidaridad? Solidaridad es dar, es escuchar, es respetar”. Nosotros no le cerramos la puerta a ningún chico, ni para que entre ni para que se vaya. Y si alguien se quiere ir, bien, ya se corre la bola de que el Che Guevara no le priva el pase a ningún chico.

El Che Guevara va perdiendo

Antes de terminar el primer tiempo, van con dos goles en contra, pero eso no detiene a los pequeños jugadores ni a sus familias ni a la presidenta de un club de niños donde la idea es no venderlos.

En Francia hay un perfume llamado Che Guevara. Las zapatillas Converse sacaron una publicidad con la cara del Che Guevara. La modelo Gisele Bündchen desfiló por Nueva York con un bikini que llevaba estampadas cientos de caras del Che Guevara. Hay marcas de habano, de camisetas, de editoriales con la cara de Ernesto Guevara de la Serna. Pocos rostros, a nivel mundial, han podido conseguir esto.

Cuando le pregunté a Jon Lee Anderson, el mejor biógrafo del Che, sobre la explotación de su nombre por distintas marcas y productos, me dijo:

—El fenómeno del Che-Chic existe en los países del Primer Mundo, es decir, en los países industrializados, donde el Che representa algo ajeno a sus realidades (como lo fue estando él con vida) y donde el fetichismo y la parafernalia del Che (poleras, relojes, pósteres, etcétera) son más que todo una expresión cultural de retro-chic romántico, o exótico. Como lo sería, en menor grado, pues, Mao, o incluso figuras pop como Lennon. Coincide con el “fashion” de que Eres lo que Vistes. Pero en mucho del resto del mundo, donde hay pobreza aguda, carencia de libertad política, social y económica y del Estado de derecho, el Che sigue siendo un símbolo potente de rebelión y desafío del statu quo, un héroe que apela a la emulación.

En el club Che Guevara, la apropiación de la figura va más allá del chic mundial. Así lo ve su presidenta:

—Ya parezco Fidel Castro. Lo digo con orgullo, con honor, porque yo siempre les digo a los chicos que nosotros tenemos que formar cuadros dentro del club: “Chicos, miren hacia el futuro, una institución como esta nos sirve políticamente. El día de mañana ustedes pueden ser desde concejales hasta intendentes de este pueblo. Porque acá es la formación, acá ustedes tienen que dirigir, tienen que querer esta institución, valorarla, respetarla, contenerla, porque ella les va a dar a ustedes lo que ustedes no se imaginan lo que en el futuro les puede dar”.

En su casa tiene varias fotos de Ernesto. De distintos tamaños y colores.

En el segundo tiempo, el Che Guevara sigue perdiendo

El Che Guevara, por su parte, no fue un gran futbolista. En el deporte que más destacó fue el rugby, donde jugó bastantes años hasta que el asma le impidió hacer mayores esfuerzos. También hizo natación —llegó a participar en torneos escolares—. Y jugó ajedrez de forma competitiva.

En su libro El Che Guevara, el periodista argentino Hugo Gambini detalló la verdadera relación del comandante con el fútbol: “Leía las crónicas deportivas para informarse sobre los campeonatos profesionales de fútbol y, como la mayoría de sus amigos eran adictos a los mismos clubes (Boca o River), Ernesto quiso elegir uno distinto. Cuando descubrió la existencia de Rosario Central, un club de la ciudad donde él había nacido, adhirió fervorosamente a su divisa. A partir de ese instante le encantó que le preguntaran ‘¿De qué cuadro sos?’, porque le daba la oportunidad de responder con cierta altivez: ‘De Rosario, de Rosario Central. Yo soy rosarino’. No tenía la menor idea sobre esa ciudad ni había visto jamás a su equipo, pero él era rosarino y defendía su identidad…”.

En el libro se recuerda que Guevara jugaba de arquero, y que era de esos guardavallas muy gritones, que daba instrucciones a sus defensas.

El arquero del Che Guevara, en cambio, es un niño de menos de 12 años que en el segundo tiempo ha tenido que ir a buscar la pelota dentro del arco un par de veces, nuevamente.

El Che Guevara no es un equipo competitivo. Siempre va en los últimos lugares de la tabla.

Joaquín Rojas quiere ser futbolista y todos los fines de semana sale a la cancha vistiendo una camiseta del comandante Ernesto Che Guevara. Joaquín Rojas tiene 6 años y juega desde los 5. Es del barrio Güemes, una villa miseria vulnerable donde la pasta base de cocaína se llama paco y la venden en todas las esquinas. Joaquín obligó a su padre y a sus hermanos a que lo acompañaran al Che Guevara, porque, a su corta edad, ya tenía claro que quería jugar al fútbol.

Hay clubes que compran jugadores de solo 6 años porque les ven futuro dentro de la cancha. Mónica, con un olfato de cazatalentos políticos, dice que Joaquín, a su edad, ya es un líder social.

Para transmitirles a los niños futbolistas quién era, realmente, el comandante Guevara, la presidenta del club optó por algo práctico: les pasa las películas del Che que protagonizó Benicio del Toro y que fueron producidas por Hollywood. Los chicos se sientan alrededor de la pantalla, y siguen sus aventuras como las de un superhéroe deportivo.

Para los chicos es orgullo jugar en el equipo del protagonista de esos filmes.

También, lo han dicho, es un orgullo jugar en un club con tanta hinchada en tantos lugares del mundo. Cada vez que los noticieros muestran una marcha política o disturbios con la policía en alguna parte del mundo, donde los manifestantes levantan banderas con la cara del Che Guevara, los niños se ponen contentos porque piensan que son hinchas de su club.

El Che Guevara termina perdiendo el partido de esta tarde.

A nadie parece importarle demasiado. La revolución de este comando de niños guevaristas continuará.

El pueblo de gemelos

Publicado: 30 julio 2012 en Juan Pablo Meneses
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Hace dos ciudades que desaparecí del mapa. Estoy en un perdido pueblo campesino del sur de Brasil famoso por sus gemelos. Viajo y me alojo en hoteles donde no me piden el nombre, ni ningún tipo de identificación. Tampoco reviso mi correo electrónico, ni entro a internet. La última pista oficial, si alguien decidiera salir a buscarme, es el Aeropuerto Internacional de Porto Alegre. No hay registros del bus de toda la noche hasta la ciudad de Santa Rosa ni del taxi que me trajo hasta Cândido Godói. A 65 años del fin de la Segunda Guerra Mundial, esta zona, donde se ocultaron algunos prófugos nazis, sigue siendo un buen escondite.

Josef Mengele, el médico a cargo del campo de concentración y exterminio de Auschwitz, fue uno de los que pasaron por aquí. Conocido como ‘el Ángel de la Muerte’, se encargaba de diseñar nuevas formas de muertes colectivas. Pero su interés científico no se limitaba a eliminar una raza. También se enfocaba en fomentar el crecimiento de otra: la aria. Ahí nace su obsesión con los gemelos. Si se podían controlar los nacimientos múltiples, crecería de forma más rápida la ‘raza perfecta’.

—Bienvenido a la tierra de gemelos —me dice el chofer del bus, que viste los colores del Internacional de Porto Alegre, cuando por fin llegamos a destino.

Después del fin de la guerra, el rastro de Mengele desapareció. Los informes posteriores dicen que estuvo escondido en Argentina por varios años. Luego habría trasladado su residencia a Paraguay. Los primeros testimonios sobre su presencia en la zona de Cândido Godói datan de 1963. Según dice Jorge Camarasa, autor del libro Mengele, el ángel de la muerte, hay testigos de que se movía entre los pueblos brasileños de Santo Cristo, Cerro Largo, Linha San Antonio, San Pedro de Butiá y Cândido Godói.

Hoy en día, en el puesto de salud pública, en la oficina de correos, en la entrada al edificio policial y en el departamento de cultura, se lee: «Tierra de gemelos».

Hace unos 20 años, una noticia curiosa alertó a los estudiosos del nazismo. En un pequeño pueblo de Brasil, en el Estado de Río Grande do Sul, estaban naciendo gemelos a un porcentaje más alto que en cualquier otra parte del mundo: 1 de cada 5 embarazos era de gemelos, versus 1 de 80 del ratio normal. Tan alta era la población de hermanos idénticos, que el pueblo había decidido organizar una fiesta con todos ellos. Hubo un detalle genético que sirvió para juntar las piezas: el pueblo, como la mayoría de los caseríos vecinos, estaba habitado en más de un 80% por descendientes de alemanes. ¿Simple coincidencia? ¿Tuvo algo que ver Mengele? ¿Marketing turístico?

Cândido Godói, el pueblo que lleva el nombre de un secretario de Obras Públicas de Río Grande que dividió la zona en 28 colonias rurales de 24 hectáreas cada una, por fin aparecía en el mapa.

***

Es una mañana asoleada. Cuando uno camina por el centro de un pueblo de gemelos, todo el tiempo se está buscando gente igual. Si además, todos los habitantes son campesinos alemanes que se visten parecido, la confusión puede ser aún mayor.

Los gemelos son generalmente del mismo sexo y poseen un ADN idéntico. Alrededor de un cuarto de ellos son idénticos entre sí. Algunos son tan iguales, que solo se pueden distinguir por las huellas digitales, dientes o letra: aunque poseen personalidades individuales y caracteres diferentes.

Después de un día entero en Cândido Godói, la mayoría de los habitantes me parecen gemelos. Como si uno estar fuera del mapa también fuera estar en un pueblo fantasma donde nadie habla y toda la gente es igual. Entro a la tienda de Santa Rosa, en el centro del municipio. La chica que me atiende sonríe amable, mientras dobla unas camisetas. Tiene la piel blanca, los ojos claros y el pelo negro. Está vestida de azul. Me dice que nació aquí, y de pronto se agacha para guardar una caja. Desaparece tras el mesón. Sin embargo, como si se tratara de un acto de magia, de pronto la veo parada en otra esquina del local. Ahora está tras la máquina registradora. No puede haberse movido tan rápido. Debe ser otra.

Me acerco a la mujer tras la caja, para verla de cerca. Está vestida con el mismo peinado, los mismos colores, la misma piel blanca y ojos claros. Le pregunto si son hermanas gemelas:

—No. Claro que no —me dice, mientras sonríe.

—¿Nos encuentras parecidas? —dice la otra.

Cuando se juntan, se ven iguales, pero distintas. Miden lo mismo, hablan al mismo tiempo, pero ni siquiera son hermanas. Sin embargo, a las dos les gusta que las confunda con gemelas. A diferencia de Madagascar, donde los gemelos son símbolo de mala suerte y muchos son abandonados, en este pueblo brasileño de 7000 habitantes, son considerados buena suerte y no hay mayor fortuna que tener un clon.

Aquí, donde el eslogan de la ciudad habla de los gemelos, tener un hermano idéntico te sube de categoría: como ser sicario en Ciudad Juárez, músico en Liverpool o llevar las tetas operadas en Medellín. De alguna forma, si tienes un doble, eres más parte de la ciudad que el resto. Protagonista del lugar, en vez de actor de reparto.

La llegada de periodistas de todo el mundo ha ayudado a promover el nombre del pueblo a escala mundial. La explosión de los nacimientos de gemelos ha permitido que este perdido pueblo, uno de los 496 municipios del Estado Grande do Sul, que vive de la agricultura y la venta de la soja, destaque entre el resto: los gemelos como trampolín de fama.

La terminal de buses de Cândido Godói es pequeña. Tiene una boletería llena de mapas y advertencias, y siembre hay alguien limpiando los baños. Hay pocos asientos para esperar, y constantemente están ocupados por viejos que se sientan a ver cómo baja o sube la gente a los buses que llegan cada tres horas. Al lado hay una fuente de soda, donde los campesinos con cara de alemanes toman cerveza mientras en la televisión desfilan unas chicas en bikini desde Río de Janeiro.

La vendedora de boletos de la terminal se llama Luisa, aunque por su apariencia, debería tener un nombre alemán. Es robusta, tiene más de 50 años y sus manos, más que para contar billetes, parecen estar hechas para el boxeo. Le pregunto si tiene una hermana gemela. Antes de responder, deja de mirarme. Enfoca hacia el suelo. Baja la voz, y con un tono entre desinteresado y melancólico, me dice que no.

—Soy hija única.

Debe haber pocos hijos únicos más tristes que los nacidos en un pueblo de gemelos.

Repentinamente, recuerda algo que le vuelve la sonrisa:

—Ah, pero tengo una prima que tuvo gemelas.

Hay varios famosos padres de gemelos: Julio Iglesias, Al Pacino, Julia Roberts, Jennifer López. Aquí, sin embargo, ser padre de dos hijos iguales te convierte a ti en famoso. El departamento de la ciudad estudia dar beneficios a los procreadores de hermanos idénticos, aunque ninguna medida sirva para fomentarle un tipo de nacimientos que aún no tiene explicaciones. No hay razones concretas para que dos hijos nazcan iguales, aunque investigar aquello fue una de las obsesiones —y misiones— que tuvo el alemán Josef Mengele.

***

En la oficina de cultura hay seis escritorios, seis empleadas administrativas y ninguna tiene hermanos gemelos. La oficina de cultura tiene el piso de madera, los teléfonos celulares sobre la mesa y se toma mucho mate. Mates grandes, el doble de los argentinos y uruguayos. En Río Grande do Sul, el estado de donde nacieron las famosas brasileñas alemanas Xuxa (‘la Reina de los bajitos’, de apellido Meneguel) y la modelo Gisele Bündchen (que tiene una hermana gemela), todo el mundo toma mate. En una esquina hay una imagen que recuerda a Rómulo y Remo, los famosos gemelos romanos. Un cartel pegado en la pared nos recuerda que estamos en «Tierra de gemelos».

Las mujeres de la oficina de cultura se atropellan para hablar. Me reconocen que la historia de los gemelos les ha traído algo de fama. Enseguida, para demostrar que ese algo es mucho más que poca cosa, saca un libro lleno de recortes de la prensa mundial con fotos de gemelos. Corresponden a la última fiesta de gemelos, que se hace en el caserío de San Pedro la segunda quincena de abril, cada dos años.

A cinco minutos está una casa de madera donde funciona el Museo de Rescate Histórico y la Casa de los Gemelos. En la puerta hay una alemana brasileña de brazos gruesos y de nombre Helga. Por la carretera pasa un bus que en su parte trasera lleva una foto gigante de dos niños idénticos, bajo la leyenda: Cândido Godói, tierra de Gemelos.

Helga me muestra el museo, que más parece una bodega de antigüedades mal conservadas. Entre los trastos viejos, un mapa con fotos de gemelos antiguos y un álbum de fotos familiares con niños iguales.

—¿Tienes gemela? —le pregunto.

Se pone seria, guarda silencio y me dice:

—No.

Y luego, como todos, me dice que vaya al caserío de San Pedro. Una comunidad agrícola vecina, cuyo nombre oficial es Linha São Pedro, y que tiene 40 parejas de gemelos en 4 km2.

La presencia nazi en la zona está comprobada. En los archivos del museo hay viejas fotos de la escuela de Cândido Godói, durante la guerra, con niños cargando la esvástica. En los años posteriores al fin de la guerra, algunos vecinos recuerdan la llegada de un médico alemán que venía con su maletín y vacunaba a las mujeres en edad de procrear. ¿Mengele?

Una de las primeras en sospechar y relacionar sus experimentos genéticos con los embarazos de gemelos fue la vieja doctora del pueblo Anencia Flores da Silva. Jorge Camarasa, el autor del libro sobre la vida oculta de Mengele en Sudamérica, dice: «Creo que Cândido Godói puede haber sido el laboratorio de Mengele, donde finalmente logró cumplir su sueño de crear una raza aria superior de cabello rubio y ojos azules».

Camarasa asegura que hay testimonios de que asistió a las mujeres, siguió sus embarazos, las trató con los nuevos tipos de fármacos y preparados, que hablaba de la inseminación artificial de seres humanos, y que continuó trabajando con los animales, proclamando que él era capaz de lograr que las vacas puedan producir gemelos.

La teoría no se ha podido comprobar. La mayoría de los estudios genéticos la descartan. Pero, entonces, ¿por qué tantos gemelos?

Para llegar a São Pedro hay que tomar otro taxi, por calles de tierra que se abren y cierran, mientras uno se adentra en un Brasil profundo muy distinto a las playas y la cerveza y las garotas de Río de Janeiro, y totalmente inverso a los rascacielos y megaproyectos de la gigantesca São Paulo.

Entrar en São Pedro es sentir que estás aún más fuera del mundo. Que, mientras el auto avanza lanzando polvo por los caminos de tierra y cultivos de soja y de maíz, desapareciste del mapa hace muchas más que dos ciudades.

Las fotos y videos de la fiesta de gemelos en Cândido Godói son espectaculares. Media docena de parejas de idénticos, posando para la foto, sabiendo que al día siguiente será reproducida en medio mundo. Cuando dos hermanos se visten igual, aunque hayan nacido en años diferentes, parecen gemelos. Para la fiesta, los gemelos se peinan y se visten y caminan de la misma forma. Tratando de estar lo más parecido posible a ellos mismos. Lo menos individual que se pueda.

Pero llegar al pueblo de la gran fiesta mundial de los gemelos, cuando ya no es la fiesta, muestra la verdadera cara del lugar. São Pedro tiene la más alta densidad de gemelos del mundo, pero casi no tiene densidad. Hay un par de casas salpicadas, una escuela, una iglesia y un par de monumentos.

Fernanda Mollmann es rubia, descendiente de alemanes y dirige la escuela de São Pedro.

—¿Tienes gemela? —le pregunto.

Me dice que no, que lamentablemente no, que le habría encantado poder tener una hermana gemela.

Recorremos juntos São Pedro como si se tratara de la escenografía de un capítulo tétrico de los Archivos X. Uno en el que el espíritu de cientos de gemelos se mantiene vivo en un caserío donde no vive nadie. Lo único que corre es el polvo, lo único que se oye es el viento. Todos estamos muy abrigados, con ropas gruesas y bufandas, una señal más de que estamos en otro Brasil.

Fernanda, con entusiasmo, me muestra los lugares donde cada dos años se celebra la fiesta de los gemelos. Otra vez muestra la misma foto del evento que ya he visto en el centro cultural de Cândido Godói y en el Museo de la Memoria y los gemelos. Todos los dobles juntos, pero en el pasado. En la escuela hay apenas una docena de alumnos, y apenas un par de niños gemelos que no se parecen aunque son idénticos. Fernanda dice que, como todos los gemelos, son muy hermanables. Aunque la conexión de los gemelos tampoco se ha podido comprobar. Hay gemelos históricos por su dependencia entre sí, como Chang y Eng Bunker, originarios de Tailandia (ex reino de Siam), y que dieron origen al término de siameses. Unidos por el esternón, compartían sus hígados y alcanzaron la prosperidad económica en Estados Unidos. Chang cayó en el alcoholismo y en 1874 sufrió un derrame cerebral que no afectó a Eng. Después sufrió un aneurisma y murió. Ese mismo día murió Eng, pese a no verse afectado por el mal de su hermano.

A un costado de la escuela hay una gran figura que representa la fertilidad: una mujer rubia cargando un hijo en cada brazo, los dos recién nacidos iguales. Fernanda echa a correr el agua, desde una llave lateral, diciendo que se trata de un agua de la fertilidad. Dice que ahí está el secreto de tantos gemelos en Cândido Godói, y no en los experimentos de Mengele.

Luego me muestra un santuario, donde hay un altar con la imagen de dos santos idénticos. Son los únicos Santos Gemelos: San Cosme y San Damián, que fueron médicos y a quien se les pide por éxito de operaciones de transplantes.

De ahí pasamos al salón de ventas. Donde me muestra unas botellas de agua del lugar. Se vende como agua de la fertilidad para tener gemelos, y me dice que tienen pedidos de varias ciudades. Además, tiene camisetas con fotos de gemelos, y souvenirs de idénticos como recuerdos del paso por el pueblo. Está entusiasmada con el interés mundial con el caserío abandonado que habita. Los especiales de la National Geographic y la televisión alemana sobre el pueblo han despertado el interés de más visitantes.

En vista del boom por venir a conocer el pueblo, que ya se ofrece como tierra de gemelos, Fernanda despliega los planos del que parece ser su proyecto estrella: El restaurante Colonial. Un comedero gigante, donde quiere lucir todos los recuerdos y hacer un menú que evoque a los gemelos. Además, ahí se comenzarán a hacer las fiestas de gemelos y el plan, a corto plazo, es hacerlas todos los años y no cada dos.

—Hay muchas cosas por hacer —dice la directora de la escuela, con el entusiasmo que despierta una oportunidad. Finalmente, eso es lo que han sido los gemelos para este perdido pueblo del interior de Brasil.

Ya sea por los hermanos idénticos, por el agua mágica o por los improbables experimentos de Mengele, es posible que Cândido Godói termine siendo un lugar claro en el mapa. Un sitio donde uno no pierda su rastro. Donde uno es menos importante que dos. Donde nadie más se podrá esconder.

El Polaco aparece mostrando su chapluma, como le dice cariñosamente a su cuchilla. Está rodeado de cinco barristas que lo siguen como alumnos. Sin aviso previo, el Polaco deja a todos boquiabiertos con su buen manejo de navaja: en un minuto destornilla los cuatro pernos que sujetan el tablero donde va la luz de lectura y la salida de aire correspondiente a los asientos 31 y 32. Ante la mirada desconcertada (y cobarde, según él) de quienes por primera vez viajamos con la barra, el Polaco desmonta el armazón del techo hasta dejar todo a la vista. Todo, en este caso, se refiere a un conjunto de cables internos que comúnmente permanecen escondidos a los pasajeros. Ocultos y relegados, como muchos barristas dicen sentirse frente a la sociedad.

—Antes de esconderla hay que envolverla en algo… Necesitamos un gorro —dice el Polaco, y uno de sus secuaces le quita la gorra a un barrista primerizo.

—Aquí hay que ayudar, compadre —es la frase que refriegan en la cara de un muchacho que, tímidamente, ve cómo su prenda azul se pierde entre tantas manos veinteañeras.

El Polaco envuelve cuidadosamente la granada en el sombrerito que luce una «U». Sí, una granada. Un explosivo de combate. Acá adentro llevamos una bomba en miniatura. Se trata de una munición real que, según se comenta dentro del autobús, alguien robó a los milicos mientras hacía el servicio militar.

—Estas son súper fáciles de lanzar. Hay que apretar este gancho, sacarle el seguro con los dientes y lanzarla —agrega tranquilamente uno de los barristas expertos, mientras el miedo paraliza a aquellos hinchas que dejaron en Santiago a sus padres, a sus novias, a los amigos del barrio, a los hermanos menores, a la foto del equipo colgada en la pared, al banderín del último campeonato clavado en la puerta, y a la colección de entradas a los partidos en el cajón del velador. Todo en casa, en un hogar cada vez más lejano. Todo para salir por primera vez fuera del país con la hinchada de los amores. Todo por el equipo.

El Polaco amarra el gorro-explosivo dentro de los cables, lo oculta con la destreza de un aventajado carterista y vuelve a atornillar el tablero. No quedan rastros de que sobre la luz de los asientos 31 y 32 va una bomba.

—Ni cagando nos cachan en la aduana —dice, guardando la chapluma en un bolsillo oculto.

Pero la tranquilidad no tiene ganas de regresar a este vehículo de la empresa Chilebus, que ahora avanza repleto de hinchas de fútbol. Cuando todos pensamos que lo peor ha pasado, salta una pregunta que vuelve a congelar a los novatos:

—¿Quién de ustedes la va a lanzar?

La consulta, que es adrenalina pura lanzada a la cara, la suelta uno de los jefes de quienes vamos aquí arriba. Cada bus tiene sus encargados que nos dicen qué hacer y luego informan de todo a la cúpula de la barra. Y sigue:

—Ahora vamos a ver quién es el más guapo, quién es valiente de verdad, vamos a ver quién tiene los huevos para entrar la granada al estadio y lanzarla. ¿O acaso en la barra hay puras mamas?

Por suerte, la decisión de quién arrojará el explosivo militar queda inconclusa. Al primer llamado no hay voluntarios. Por ahora, la orden consiste en celebrar que la artillería liviana ha quedado bien guardada. Al grupo llega una botella de pisco que anda girando de mano en mano, y de atrás le sigue una caja de vino tinto y unas piteaditas de marihuana. En cosa de minutos todo ha vuelto a la normalidad. El autobús que nos lleva a Buenos Aires retoma su función de transporte de barristas: se entonan los gritos contra las gallinas de River Plate, las bromas por el tipo que no quiere pasar la caja de vino o por el que se pega el porro a los dedos. Casi todos terminamos gritando los cánticos de apoyo al equipo. El San Martín es uno de los jefes del bus: tose raspado, usa lentes oscuros, camina chocando hombros, tiene marcas en las manos y demasiadas joyas para las circunstancias. Él, con un tono paternal, aunque de padre golpeador, nos aclara que vamos a la guerra.

—Y si es necesario morir en Argentina por el equipo, no queda otra. Ningún huevón puede arrugar. Tenemos que estar muy unidos.

Alguien va hasta la parte delantera del bus y con el permiso del chofer pone una cinta de Rage Against The Machine, la banda estadounidense que por un momento se toma el poder dentro del Chilebus. Un barrista con la foto del Che estampada en la camiseta, comienza a mover la cabeza al ritmo del baterista yanqui. Por las ventanas del bus corre la periferia de Santiago, las canchas de tierra, los niños en las esquinas y los perros vagabundos aplastados por el sol. Adentro, la música acelera y retumba y acompaña cuando las botellas pasan, una tras otra, como si acá adentro el vino y el pisco también se multiplicaran en esta última cena. Vamos de viaje, vamos a ver un partido de fútbol, vamos rumbo a Buenos Aires con una granada a pocos centímetros de la cabeza.

El tema del explosivo es como todo trauma: a ratos se olvida, pero siempre vuelve a aparecer. JG, el fotógrafo que viene conmigo, me mira con ojos igualmente inyectados y me susurra:

—Si se enteran que andamos haciendo un reportaje nos matan.

Nuestro bus es el número tres, de los once que esta mañana salieron desde la sede de la Corporación de Fútbol de la Universidad de Chile, como se llama oficialmente la «U». No somos el vehículo de los peces gordos, de los cabecillas de la hinchada, pero tampoco estamos al final de la caravana, donde viajan los más inexpertos, los con menos historial.

Vamos a la capital argentina para alentar al equipo en su partido por las semifinales de la Copa Libertadores de América. Vamos a ganarle a las gallinas de River Plate, y en su estadio.

—¡Vamos a morir! —grita alguien que luego lanza un escupitajo al suelo del autobús.

Viajamos con Los de Abajo, la hinchada más brava del país.

***

En el partido de ida, jugado en Santiago de Chile, un pequeño y sobredimensionado incidente entre unos pocos hinchas de River Plate y la policía local encendió la mecha. La prensa deportiva ha inflado el altercado hasta convertirlo en un escándalo gigantesco, chauvinista, y digno de que intervengan ambas cancillerías. Por lo mismo es que todos los periódicos chilenos nos anuncian que en Buenos Aires, sí o sí, nos espera un infierno.

Dentro del bus vamos 38 hombres, dos mujeres y dos lápices: el de JG y el mío. Por un momento temo que aquel detalle nos deje en evidencia. Nos salva la premura de escribir las papeletas de aduana, y el asunto se pasa por alto.

—Para salir del país tienen que llenar estas papeletas de la aduana —había dicho el auxiliar del autobús, a quien todos los pasajeros hemos comenzado a llamar el Tío.

Media hora antes de llegar a Los Libertadores, el principal paso fronterizo terrestre hacia Argentina, el Tío repartió las fichas de inmigración. Llenar las cuarenta papeletas, entre bromas y consultas repetidas hasta el hartazgo y con apenas dos lápices, terminan por descontrolar al Tío. Se ve molesto, aburrido, y aunque su corbata y su gorra de la empresa Chilebus lo disfrazan de gentil auxiliar de viaje, sus modales bruscos, su mala cara y su disposición de perro son las señales físicas de una crisis interna: parece que por primera vez piensa seriamente en la idea de renunciar al trabajo de toda su vida.

Apenas llevamos tres horas de un viaje que, por lo menos, durará sesenta. El trámite en el lado chileno es rápido. Un par de turistas que viajan en automóvil se toman fotografías con los hinchas de camisetas azules. El chequeo de los once buses dura poco más de una hora y no está libre de problemas. Sólo de nuestro bus hay tres personas que no pueden seguir la travesía: uno por tener su documento de identidad vencido, otro por andar sin ninguna identificación y el San Martín, nuestro líder, por tener lo que todos llaman papeles sucios, y que en resumidas cuentas quiere decir problemas judiciales pendientes y orden de arraigo.

Cruzamos el túnel que separa ambos países. Justo cuando por la ventana pasa un cartel que dice «Bienvenido a Argentina», uno tiene la extraña sensación de estar en un viaje cuya idea de regreso es demasiado frágil.

—Nos fuimos —me dice JG, en voz baja, y antes de terminar la frase nos llega a las manos un cigarro de hierba que dura hasta que terminamos el cruce.

En el lado argentino la cosa cambia de inmediato. El trato infernal con que majaderamente nos había amenazado la prensa deportiva, se empieza a vivir de manera real.

—Los policías de allá son malos de verdad, se van a dar cuenta. Allá la dictadura mató a 30 mil argentinos, muchísimos más que Pinochet —me había advertido un amigo antes del viaje.

El trámite en la aduana trasandina ya dura cinco horas. Por lo general, en un viaje de itinerario, el chequeo rara vez supera los 30 minutos. Comienzan a correr versiones. Alguien dice que los perros sabuesos han detectado un cargamento de marihuana. Lejos de aquellos rumores, sólo pienso en la granada de mi bus (que sí vi y casi toqué) y que, afortunadamente, ya ha pasado la revisión. Eso me alivia. El Polaco no nos defraudó con su maniobra, por eso todos le palmoteamos el hombro mientras se pasea risueño pidiendo que le regalen un cigarrillo.

La orden de los gendarmes argentinos es que no se mueve ningún bus de la caravana hasta que no hayan revisado a todos los vehículos. En un momento de la detención aduanera, un grupo de barristas entona la canción nacional de Chile. En los mástiles del galpón y por las ventanillas de las oficinas sólo se ven banderas argentinas o afiches de Menem con banda presidencial. Acabamos de terminar la primera estrofa, cantada a todo pulmón como protesta al trato de los policías cuando, desde una oficina blindada, aparece un gendarme de bigote a lo Videla. Lleva una metralleta bajo el brazo.

—¡Aquí nadie grita, carajo! —grita.

***

Empieza a oscurecer y algunos transeúntes mendocinos nos saludan gentilmente levantando el dedo medio, o llevándose las manos a la entrepierna, o pasándose el dedo índice por el cuello. Hay que estar preparado para aguantar un viaje donde todo lo que nos rodea es violento. Para algunos, el rechazo general que nos recibe en cada parada es una experiencia nueva. Para otros, la mayoría, es la rutina que los sigue desde niños y la que mejor los orienta.

Durante la detención en las afueras de Mendoza, el nuevo líder de nuestro bus pasa la gorra para «hacer unas monedas», como dice amablemente, aunque no cabe duda de que no es un pedido, sino una orden. El resto de los pasajeros estamos casi obligados a vaciar los bolsillos en la alcancía de género. Con el monto recaudado, los cabecillas del vehículo desaparecen.

Regresan 40 minutos más tarde con un cargamento de cajas de vino y cervezas para la ruta. Pasada la medianoche y con más de 14 horas de viaje, la caravana retoma la ruta a Buenos Aires.

Un grupo de patrullas policiales, con sirenas encendidas y gendarmes con medio cuerpo saliendo por la ventana, nos acompaña hasta el límite territorial de la ciudad. Adentro hay brindis, gritos, música y humo. Afuera, sólo malas caras y rifles apuntando hacia nuestras cabezas.

La noche trae la calma. Dentro del autobús, rebautizado por el grupo como la casa, se olvida el frío con chaquetas de jean, vino mendocino en caja, cervezas, marihuana, chocolates y cigarrillos. Por el televisor del Chilebus pasan Jóvenes pistoleros 1 y 2, y las protestas contra la calidad de las películas elegidas sólo se acallan cuando aparecen las escenas de peleas a cuchillo.

Algunos, los de los asientos más cercanos al chofer, ya están durmiendo. Otros han decidido ponerse los audífonos de su walkman y apoyar la cabeza en la ventana y mirar las líneas blancas de la carretera, pensando en lo que nos espera o en lo que hemos vivido hasta el momento, o en la repetida agresividad policial, o en que todos nos ven como un peligro público, o en la música que ahora retumba en los oídos, o en las estrellas gigantes que cuelgan del cielo pampino, o en el gorro de lana azul regalo de la novia, o en lo mucho que abriga la camiseta del equipo debajo de la chaqueta.

El Tío se aparece en los últimos asientos de nuestra casa con una almohada bajo el brazo, algodones en los oídos y una cara de cansancio que, fácilmente, podría pasar las semifinales de un campeonato sudamericano de caras cansadas.

De pronto, como si se tratase de un pasadizo secreto, el Tío abre una cajuela invisible al lado del baño y se mete adentro, doblado como un feto, listo para dormirse. Apenas habla y se le nota molesto. Nadie sabe si está ofuscado porque el de ahora no es su típico viaje de itinerario a Buenos Aires o, porque todo el año, da lo mismo si es invierno o verano, su lugar para dormir siempre es aquella estrecha y metálica caja fúnebre que lo mata en vida.

—Mi hermano está en Buenos Aires. Hace años que el culiao vive allá —dice el Polaco, en una pequeña tertulia que se ha formado junto al baño. Y agrega—. El culiao es ladrón internacional, cachái. Le va grosso.

Y aparece otro que suelta:

—Puta la hueá, yo tengo una tía en Buenos Aires y no traje la dirección. Creo que trabaja en la casa de unos millonarios —y se empina la botella de vino en caja.

—Mañana tenemos que ganar, culiaos —cambia de tema Jorge, un empleado de imprenta que ha pedido permiso laboral por dos días—. Primera vez que tenemos la final tan cerca.

Y aparecen los primeros pronósticos.

—Vamos a ganar dos a cero. Un gol de Marcelito Salas y otro del Huevo Valencia —dice el Citroneta, un estudiante de biología de la Universidad de Valparaíso que, de tan inocente, está acá arriba jugando al chico malo.

Jorge, el de la imprenta, tiene más de 30 años, igual que el amigo que lo acompaña. Y dice:

—Qué increíble, ahora podemos llegar a la final de la Libertadores, pero me acuerdo de los años malos de la «U». Cuando uno iba al estadio sabiendo que íbamos a perder.

Chuchatumadre, fueron años de años. Cuando bajamos a segunda división siempre se hacían viajes así. Pero no iba tanto huevonaje. Eso nunca lo van a vivir. Ahora es fácil para ustedes, porque el equipo gana.

El vehículo se bambolea suavemente de un lado a otro, pero con el vino y la marihuana todo parece moverse mucho más. El Tío se asoma de su cajuela y grita que lo dejen dormir, pero alguien le lanza un palmetazo en la cabeza sin que él descubra al autor. Somos Los de Abajo.

***

A las seis de la mañana amanece. El sol crece al final de la llanura tan lento como se mueve una pupila en sobredosis. La mayoría decide contemplar el paisaje en silencio. Los vidrios están empañados y hay que usar el brazo como limpia -parabrisas. Recién ahí, detrás de esas gotas que bajan por el cristal tiritando asustadas, aparece el famoso plano infinito de la pampa argentina. Alguien enciende el primer pito del día, aunque esta vez la hierba acompaña tranquilamente, sin estridencia, como un punteo de guitarra acústica. Despertamos camino a Buenos Aires.

Por petición general —«necesitamos mear y lavarnos la cara, tío»—, paramos en una estación de servicios Repsol YPF en plena carretera. El minimarket se ve sobrepasado por los hinchas. JG, el fotógrafo que durante el viaje ha disparado la máquina jugando a que es un estudiante que saca fotos para él, me hace una seña para que mire. Y ahí se ven, como una horda, casi todos metiendo mercancía dentro chaquetas. La parada sirve para ir al baño y mojarse la cabeza, pero, fundamentalmente, su objetivo ha sido saquear el almacén argentino.

Cuando volvemos a acelerar, El Tío y el chofer se van diciendo en voz alta, entre ellos, que por estas cosas es que sienten vergüenza de ser chilenos. Cuando dejamos el lugar se ve por la ventana del autobús a la vendedora con las manos en la cabeza, hablando por teléfono con alguien que debe ser policía y golpeando con su puño frágil el mesón recién violado.

Otra vez en la carretera, el Citroneta, universitario de pelo largo y anteojos a lo John Lennon, muestra su mercancía. Con la alegría de sentir que ahora sí será aceptado por el grupo duro de la casa, ofrece parte de su botín.

—¿Alguien quiere vinito? —y abre la caja de tinto que acaba de sacar de un escondite de su chaqueta. Otro de atrás luce lo suyo: una ginebra, un atado de lapiceros— «para que nunca más falten estas huevas» —y un perfume para su novia—, «con esto se la meto dos meses seguidos sin que me haga dramas» —dice feliz.

El Citroneta se queda mudo, boquiabierto, derrotado y ajeno. Alguien destapa una botella de whisky, mientras otro abre su caja de habanos y ofrece a los más amigos.

—Viste que Argentina está súper barato —comenta el Polaco, y le da una pitada a su puro hasta quedar con el pecho hinchado. El resto lo acompañamos con una carcajada que sabe a escocés.

La siguiente parada es en Lujan, a 66 kilómetros de Capital Federal. Ya son las once de la mañana del día del partido, aunque la hora parece tan irrelevante como la formación con que el equipo saldrá a la cancha. Nuevamente nos rodea un cordón policial. Un sargento, como broma, apunta su revólver hacia el grupo donde estoy parado y hace el ademán de lanzar un tiro y se ríe cuando todos nos tiramos al suelo. Aparece una pelota de fútbol y un gordo del bus siete describe, como un relator radial con lengua traposa, el gol que esta noche hará Marcelo Salas y que nos llevará a la final de la Libertadores.

— ¡Arriba del bus, huevones, que nos vamos! — grita el Polaco, parado en la puerta del vehículo y luciendo todo orgulloso los anteojos de sol que también robó del minimarket.

— Te quebrái con esas cagadas falsificadas, culiao — le dice Jorge, el empleado de la imprenta.

— Estái loco. Son Bollé originales. Acá dice clarito Bollé, o si no, ni cagando me las robo — contesta el Polaco, y se los quita para que lean la marca.

***

Los relojes de Buenos Aires marcan las tres de la tarde. La columna de buses con banderas azules y chilenas entra a la ciudad. En pocas horas será el partido y los insultos nacionalistas van y vienen entre Los de Abajo y los peatones bonaerenses.

Al cruzar la avenida General Paz, la Policía General Argentina nos detiene. Una completa brigada antimotines nos espera con tanta complicidad como un detector de metales. Por la ventana se ven dos tanquetas azules, un microbús blindado y tres patrulleros; todos con las sirenas encendidas. Un equipo de televisión con la insignia de la P.F.A. y bototos militares toma imágenes de cada uno de los coches, paseando las cámaras y las gorras por fuera de nuestras ventanas. La ceremonia dura más de una hora y, como la orden es mantener lodos los vidrios cerrados, dentro de los buses el calor, la falta de aire y los restos de todos los restos nos asfixia. Mientras esperamos la orden para seguir, el Polaco amaga un par de vives con abrir una ventana trasera y disparar una botella vacía de cerveza a la cámara.

—Así es como provocan, ahuevonado. No hay que pescar —dice el Citroneta, quien, como muchos, se ha quitado la camiseta para secarse el sudor.

El Tío, sentado en la cabina junto al chofer y de impecable corbata, mueve la cabeza de un lado a otro, maldiciendo el día en que su jefe le ordenó viajar con Los de Abajo a Buenos Aires. Y peor aún, maldiciendo toda su vida. Maldiciendo su trabajo y su futuro.

La orden de partir da inicio a un extraño city tour por Buenos Aires. Nuestros guías son carros antimotines con doble blindaje. Muchos de los barristas por primera vez salen de Chile y con sus caras pegadas a los vidrios aprovechan de conocer la ciudad donde han nacido las más legendarias y violentas barras bravas del continente, inspiradas, como tantas cosas argentinas, en los ingleses. Recorremos la capital de un país donde al año mueren 9,5 hinchas por violencia en el fútbol. Un país donde la mayoría de los líderes de las barras bravas dependen directamente de políticos de peso que los utilizan en marchas, en golpizas, pegando lienzos y alentando al equipo los domingos en la cancha. Pero la ciudad más importante de este lado del mundo, con esa simpática pretensión europea de sus habitantes, sólo la podemos ver desde arriba del Chilebus: por mandato superior, no podemos bajarnos.

Según ordenan desde el bus dos, donde va toda la directiva de Los de Abajo, la única parada permitida será en el barrio de La Boca. La idea es juntarse con la gente de La 12, la barra brava de Boca Juniors, quienes nos van a «prestar ropa», vale decir, nos ayudarán a pelear contra sus eternos rivales de River Plate.

Nos bajamos de los buses en el puerto. La comunicación oficial dice que nos juntaremos media hora más tarde, en el mismo lugar. Pero en la caminata masiva por la calle Caminito, con banderas azules y gritos de la «U», algunos miembros de la barra rayan las clásicas paredes coloridas con gráfica de Los de Abajo. Ahí comienzan los líos, los miembros de La 12 que deambulan por La Boca se sienten agredidos, se organizan rápido y las supuestas barras hermanas con un enemigo en común se trenzan en una gresca que termina con heridos, robos de camisetas, asaltos, banderas rajadas y detenidos. Varios han perdido sus billeteras y a un tipo del bus cinco le han quitado la camisa, el reloj, los cigarros y su propia cuchilla. La policía actúa como juez de boxeo, aunque sólo sujeta a los hinchas chilenos.

—Los de Boca no tienen amigos —comenta entre dientes, el sargento que lleva esposado a uno del bus cuatro.

Se arma un pequeño alboroto en La Boca, con mujeres gordas y viejas pidiendo cárcel a los chilenos y niños pobres vestidos con camisetas de Maradona escupiendo insultos.

—¡El bus es nuestra familia! —nos grita el líder, parado al lado del chofer, cuando otra vez estamos todos arriba—. Miren cómo quedamos peleando con diez hijos de puta de Boca. Esta noche vamos a tener al frente a 70.000 gallinas de River. No se separen. ¡El bus es la familia!

Jorge, el empleado de la imprenta que había aprovechado la detención para comprar souvenirs para sus colegas de trabajo, regresa al autobús con la cabeza rota y la cara ensangrentada. Le han dado una paliza por andar lejos del grupo, está tirado en su butaca y maldice la hora en que pidió permiso en la oficina. El Polaco le ofrece su camiseta para que se limpie la sangre y Jorge se la pone como turbante. Por la cara de muchos de los pasajeros, la amenaza del infierno en Buenos Aires ya se ha concretado. Y aquí vamos otra vez, los once buses. Dejamos atrás La Boca y enfilamos al estadio, con un tipo con la cabeza rota y ensangrentada, otros asaltados o i orlados con cuchillas, un par detenidos —que luego serán liberados— y la policía rodeándonos como los moscardones a la mierda. Aquí vamos otra vez a la cancha, y no me olvido que en el bus llevamos una granada de mano.

***

La última detención antes de irnos a la cancha es en la avenida Figueroa Alcorta, frente a Aeroparque. La caravana se estaciona a un lado de la pista y algunos barristas se lanzan sobre el pasto para descansar, otros se revisan las heridas, fuman la última marihuana o se empinan lo que queda de cerveza. Walter, el jefe supremo de la barra, el capo de la hinchada, la abeja reina, se muestra por primera vez en público.

En apariencia, Walter es el más formal de toda la delegación. Más que jefe de una barra brava, parece un empleado del mes de McDonald’s, o un profesor súper-buena-onda de un instituto de computación, o un guitarrista de parroquia de barrio. Está bien peinado, la camisa dentro del pantalón y unas zapatillas tan blancas que de seguro nunca han pateado una pelota de fútbol. Posiblemente, Walter nunca soñó ser jugador de fútbol: da la idea que su felicidad habría sido ser dirigente del club, presidente o tesorero, quién sabe, lo único concreto es que terminó siendo el líder de los barristas más bravos. Sólo como cabecilla de los hinchas pudo llegar a reunirse con los directivos del club y acercarse, de cierta manera, a sus anhelos.

Walter se pasea por entre la muchachada pidiendo calma, diciendo que las entradas están por llegar, recomendando tener cuidado y estar más atentos a las provocaciones.

—La idea es que un dirigente del club, que hace tres horas salió de Santiago en avión, venga hasta acá con las entradas —dice él.

En promedio, los que estamos en el viaje hemos pagado unos 70 dólares por persona: incluye pasaje y entrada al partido.

—Pero eso lo pagan los nuevos nomás —me dice el Polaco, y agrega que él viaja gratis porque pasó los tarros de la colecta durante dos meses en los partidos jugados en Santiago.

Los dirigentes de la barra tampoco pagan, y los miembros de menor jerarquía pagan la mitad o lo que puedan. Por Figueroa Alcorta pasan los primeros autos con banderas de River Píate.

Van al estadio y nos lanzan insultos y tocan la bocinas y nos gritan chilenos muertos de hambre, pero ya no están las ganas de responder los ataques. El imprentero, con la camiseta del Polaco en su cabeza, le relata su mala experiencia a un grupo del bus seis. Uno de la máquina ocho muestra los tajos de cuchilla que se ganó en el antebrazo derecho. Un pesimista asustado comenta en voz alta que una horda de 70.000 gallinas se nos va a venir encima, y al comentario lo sigue un interminable silencio. JG ha guardado la máquina de fotos y se tiende en el suelo a vivir sin más registro que su miedo este momento histórico.

Walter, el gran jefe, desaparece por la avenida arriba de un taxi y regresa a la media hora con el alto de pases. Parece feliz por haber estado reunido con los dirigentes del club en el hotel cinco estrellas donde se hospedan y, a la vez, se le nota un poco triste de tener que regresar a su rebaño de hinchas despeinados.

Reparte las entradas una a una, pidiendo calma y tranquilizando a la barra. El Pelluco, el Krammer, el Taitor, el Jhonny y el Mono, otros históricos dentro de la hinchada, lo acompañan en la repartición. Llega la hora de irnos al estadio. Los focos del Monumental de River, perfectamente encendidos, nos guían como a las miles de polillas que revolotean alrededor.

En pocos minutos estaremos ahí adentro, esperando que la «U» por fin llegue a su primera final de Copa Libertadores de América, dispuestos a entregar la vida si es necesario con la gran ilusión de poder ganar por una puta vez un partido importante a los argentinos.

A medida que la caravana de buses se acerca al Monumental, por las ventanas va creciendo la marea de hinchas de River. Cada metro que avanzamos la muchedumbre exterior crece y crece, y el recorrido se torna lento, como una babosa cuesta arriba. El Tío decide apagar las luces interiores del bus. Desde afuera los gritos antichilenos se escuchan fuerte, muy fuerte. Nos movemos cada vez más despacio, surcando el mar de camisetas con la raya roja.

Zigzagueando entre hinchas argentinos que comienzan a mover los buses tratando de voltearlos. Porque afuera ya son miles, y nuestro líder grita que cierren las cortinas y que hay que meterse debajo de los asientos y las ventanas de la casa estallan, una tras otra, y algunas piedras ya están adentro y rebotan en el pasillo y estamos esparcidos en el suelo, con los vidrios rotos cerca de la cara y los gritos de las gallinas se escuchan como el cercano rugido de un león frente a su presa. Y el Polaco respira hondo y toma aire y abre una ventana y grita ¡argentinos conchasdesumadre! y lanza dos botellas de cerveza de litro hacia fuera. Y vuelve ¡argentinos culiaos!, y dispara dos botellas más. Una piedra le estalla cerca de la cara, pero alcanza a agacharse. Los insultos se escuchan cerca, tan cerca como las espuelas de esos caballos de la policía que, finalmente, nos escoltan hasta la cancha.

Quedan pocos minutos para el partido.

El estadio está repleto y los gendarmes nos tienen retenidos en las escalerillas que dan a las tribunas Centenario y Bel-grano del Monumental de River. Debemos esperar una orden superior que tarda, pero finalmente llega. Entonces los policías nos empujan con golpes de palos para que entremos al estadio. Y aparecemos en la mitad de la gradería, somos un punto insignificante ante los 70.000 hinchas que no nos dan mayor importancia. La policía sigue acarreándonos a golpes, mientras espontáneamente Los de Abajo empiezan a gritar, a todo pulmón, con la rabia adentro, ¡argentinos, maricones, les quitaron Las Malvinas por huevones!

Cuando la «U» sale a la cancha los 11 jugadores corren hacia donde nosotros y levantan las manos. Respondemos el gesto con gritos que, paradójicamente, son todos similares a los de la hinchada riverplatense. En el pasto ya están los 22 jugadores, 22 futbolistas sudamericanos con sueldos millonarios, casi todos salidos de los mismos barrios pobres de los barristas.

Lo del partido es un vacío gigantesco. La mayoría de los 70.000 espectadores mira el encuentro sin moverse de los asientos y, por momentos, uno tiene la idea de poder escuchar cómo los jugadores se insultan dentro de la cancha.

—¡Estos huevones no gritan nada! —comenta el Citroneta, descolocado, engañado. Como si todos los años que estuvo escuchando la furia de las barras bravas de acá hubiera sido uno más de los famosos chamullos argentinos.

Pero hemos venido a pelear con gritos y los cabecillas de Los de Abajo no se amilanan y piden, con ganas, vamos, gritemos, dejemos callado al estadio. Un Monumental de River que sigue el partido enmudecido, sin darnos un segundo de importancia y que, eso es lo peor de todo, sólo sacan el habla cuando el partido finaliza con el triunfo de ellos.

Perdemos por un gol a cero. Un penal brutal contra Valencia, que no se cobra, y un gol vergonzosamente farreado por Silvani, un delantero argentino que juega para la «U», nos dejan fuera de la Copa Libertadores, se llevan la ilusión y nos ponen a ver cómo el inmenso mar de hinchas argentinos vuelve a celebrar otro triunfo sobre un equipo chileno.

Apenas termina el partido se anuncia por los parlantes que la gente debe quedarse en sus asientos porque primero saldrá la hinchada visitante. No pasan cuatro minutos, ni siquiera cuatro minutos para tragar la derrota, cuando un comando de policías sin provocación alguna comienza a barrernos a golpes de bastón. Es una lluvia de palos que no se detiene ante nada ni nadie. Aparecen policías de civil y algunos de pelo largo, de la inteligencia policial argentina, que patean en el suelo a algunos heridos. Los fierros van y vienen. Cuando te dan un palo en el codo el brazo se te paraliza, pero no tienes tiempo de acariciarlo porque debes seguir arrancando. Si te caes, tratas de que no te pisen la cara y puedes ver, como veo, que se llevan a un policía algo inconsciente. ¡Tiren la granada!, escucho que grita alguien. Bajo las graderías, en la zona de los baños, la paliza es brutal. Pero si lanzan la granada, nos matarán vivos cuando nos metan a la cárcel de Buenos Aires. Tengo miedo. Estamos metidos en un caos de palos y gritos y empujones y garabatos y alaridos y tironeos y patadas por la espalda y ladridos de perros y rugidos de hinchas de River desde el otro lado de la reja y cascos y se entiende poco y mejor agachar la cabeza y empujar hacia arriba, hacia donde sea, hasta que todo se acabe rápido, que todo termine de una vez.

La calma llega cuando los gendarmes argentinos se dan cuenta que de llegan las cámaras de televisión. Resultado final: cuatro hinchas con la cabeza cortada, uno con el ojo partido, un policía con la nariz trizada y dos detenidos que son liberados cuando se enfrían los ánimos.

***

Como siempre, un fuerte contingente de policías nos saca de Buenos Aires. El tropel cruza la pampa de noche; esta vez todos los autobuses llevan las ventanas rotas. El frío pampino, inhumano sin vidrios, al menos se lleva el olor a encierro y, en cierta forma, es más llevadero que la violencia.

De vuelta al paso fronterizo Los Libertadores, el cielo de la cordillera de los Andes se ha escondido detrás de una espesa nube negra. Los gendarmes de la policía argentina ni siquiera suben a pedirnos los papeles y nos expulsan rápido de su país. Al cruzar el túnel internacional estallan los aplausos. El Tío toca la bocina. Estamos en Chile. El personal de inmigraciones nos saluda como a héroes y nos levantan el pulgar. Dos policías chilenos nos agitan las manos desde su patrulla. Todo el país sabe de la brutal golpiza en el estadio y ahora regresamos victoriosos. Sin importar la derrota, somos ganadores. Tres canales de televisión, varias radios y un fuerte aplauso por parte del personal de la Aduana levantan la autoestima de Los de Abajo. Somos la gran noticia del día.

—Oigan, cabros…, ¿me puedo tomar una foto con ustedes? —nos pide El Tío, que ha reclamado durante todo el viaje y ahora, sorpresivamente, nos habla gentilmente con una cámara fotográfica en la mano.

Después, cuando ya ha sacado la foto, dice que éste ha sido un viaje memorable. La mayoría se ríe, pensando que exagera. Nadie sospecha, ni de cerca, que en pocos meses más al jefe máximo de la barra, Walter, se le detectará una grave enfermedad a causa de los golpes que recibió en la cabeza. Ni mucho me-nos, que morirá pocos años más tarde. Tampoco se piensa que será el Krammer quien asumirá el control de la barra y que al poco tiempo ya tendrá al grupo dividido y se le acusará de aprovecharse económicamente de Los de Abajo y se le arrestará por pegarle a la dueña de un almacén en una golpiza televisada por las cámaras de seguridad y que después, otra vez, será detenido por desfigurarle el rostro a un compañero de hinchada hasta que, finalmente, será esposado y encarcelado por liderar una banda de asaltantes en un barrio periférico de Santiago. Nadie sospecha que luego de este viaje a Buenos Aires, el equipo de Universidad de Chile nunca volverá a pasar de la primera ronda en una Copa Libertadores. Ni que éste será recordado como el viaje más memorable de la hinchada.

Arriba del bus el futuro no existe. Sólo importa el ahora, l’or eso las risas al escuchar que el Tío vuelve a repetir:

—Ha sido un viaje histórico, chiquillos.

Aunque suenan ridículas, las palabras sacan aplausos. En realidad, en todo Chile nos aplauden. Y como nunca, todos los que vamos arriba del bus nos sentimos orgullosos, felices, valientes, héroes.

Al bajarnos del Chilebus, ya en Santiago, el Polaco por primera vez se ve triste y nos pide números de teléfono a todos y dice que nos volvamos a ver al día siguiente y le pide a JG que le saque una foto, como si hubiera sabido de siempre que andábamos haciendo un reportaje con ellos, de ellos. Y el bus parte, y todos nos abrazamos por la hazaña y porque ya se ha acabado. Cuando no queda nadie arriba de «la casa», el chofer acelera aliviado y se va respirando la tranquilidad de volver a viajar sin los hinchas. De seguro no sospecha, ni él ni el Tío, que dentro de su bus llevan una granada que ninguno de los barristas quiso lanzar en el estadio de River Plate. Un explosivo militar que puede explotar en cualquier momento.

Fabiana, la encargada de prensa del equipo Minardi, queda muda unos segundos. Hablando en lenguaje de chat, su cara se transforma en ese emoticon con la boca llena de curvas. Cuando sale de la sorpresa me devuelve la pregunta:

-¿Quieres entrevistar a Robert Doornbos?

Aunque en realidad, por su forma de preguntarlo, la traducción más exacta sería: ¿De verdad quieres entrevistar al perdedor de Robert Doornbos?

Hoy es viernes en los suburbios de São Paulo. Dentro del Autódromo José Carlos Pace, en honor del ex piloto brasileño y conocido popularmente con su antiguo nombre de Interlagos, es el día de pruebas para la carrera del domingo. Por la zona de paddock, donde se pasean mecánicos y periodistas y modelos y gerentes de las empresas auspiciantes, hay tensión. Fernando Alonso pasa corriendo, arrancando de los micrófonos que lo esperan a la salida del baño. Juan Pablo Montoya camina inflando el pecho y negándose a dar entrevistas. Michael Schumacher, pese a la mala campaña, recibe una lluvia de flashes cada vez que se le ocurre caminar desde el garage de Ferrari a su camarín. Kimi Raikkonen habla de la puesta a punto mientras su mánager le cuelga la gorra de la McLaren. Niki Lauda despacha sus comentarios en directo para Alemania. En ese entorno, triunfalista y competitivo como pocos, hay corredores que se mueven sin recibir casi ninguna atención. Y hay un piloto, el holandés Robert Doornbos, el peor corredor de la temporada, al que le hacen tan pocas entrevistas que su propia encargada de prensa te pregunta si es cierto que quieres hablar con él.

-Bueno, si quieres vuelve en media hora -dice Fabiana, y la frase la balbucea en un italiano-español que saca a flote al enterarse de que la entrevista es para SoHo, para Colombia.

Dentro de la zona restringida del autódromo lo único que se habla es que Fernando Alonso puede salir campeón pasado mañana, aunque todo depende del accionar de los pilotos McLaren. El escenario, el autódromo de Interlagos, tampoco es un circuito cualquiera: aquí se corrió el primer Gran Premio de Brasil, que ganó Emerson Fittipaldi en 1973. Luego han triunfado en esta pista emblemas de la categoría, como Niki Lauda, Alain Prost, Ayrton Senna y Michael Schumacher. El año pasado fue Juan Pablo Montoya. La de este año será la primera carrera de Doornbos en Brasil.

A la media hora vuelvo al boxes de Minardi, una escudería chica que debutó hace exactamente 20 años aquí mismo, en Brasil, y que este año corre su última temporada: hace unos meses, Paul Stoddart, director de la italiana Minardi, anunció que la escudería desaparecerá el próximo año tras ser vendida en casi 100 millones de dólares a Red Bull Racing.

-Hola, soy Juan Pablo Meneses, estoy escribiendo un reportaje para Colombia y quería entrevistarte.

Doornbos sonríe. Casi siempre está riendo, mucho más que Alonso y Montoya y Kimi y Schumacher, todos juntos. El piloto de la Minardi es flaco y sorprendentemente alto para una categoría donde, al igual que en las carreras de caballos, el peso y la destreza es fundamental. Un piloto de carreras muy alto es tan raro como encontrar un tenista profesional obeso. Doornbos es flaco y tiene cuerpo de tenista. Doornbos fue tenista.

-Hice toda la carrera de junior como tenista y fui jugador semiprofesional en Holanda. Competí en varios torneos europeos. Tenía puntos en el ATP y auspiciadores. Iba camino a ser tenista, cuando se me cruzaron los autos- suelta casi de entrada, sin dejar de sonreír.

Desorientado. Nadie que llegue a ser el peor en algo tuvo siempre las cosas claras. Mientras Alonso, Montoya y Schumacher estaban a los 6 años arriba del karting, amarrados al asiento por sus propios padres, Doornbos durmió toda su adolescencia soñando ganar un Grand Slam. Cientos de noches imaginándote la bolea ganadora en la final de Wimbledon, irremediablemente te convertirán en un mal piloto de carreras.

-Hasta que un día, a los 17 años, me invitaron del equipo Williams a ver el Grand Prix de Bélgica. Acepté, porque siempre me habían gustado los autos. Después de ese fin de semana llamé a Jacques Villeneuve, que era piloto de Williams, y le dije que quería ser piloto de autos.

Dejó la raqueta colgada y, de la noche a la mañana, se largó en su aventura de ser corredor de autos. Aprendió que las curvas las debes tomar abiertas, que en el centro de la curva debes ir lo más cerca posible del pianito, que en las rectas debes buscar la parte del asfalto más limpia para agarrar más velocidad, que ojalá siempre vayas con el acelerador a fondo, que le metas, que le metas con todo salvo en contadas ocasiones donde debes bajar la velocidad. Y se largó.

Arrojo. El que no arriesga jamás llega a ser el peor de todos. Sin su ambición desmedida, Ed Wood jamás podría haber llegado a ser quien fue. Si eres cobarde, nunca serás el peor.

* * *

Hoy es sábado, el día de las clasificaciones. En el equipo de Minardi no logran entender que quiero hablar con Doornbos los tres días de carrera. Cuando me ve aparecer en los boxes, Fabiana, la encargada de prensa, me mira como se mira a los groupies psicópatas. Cada vez que me cruzo con Alejandro Burger, el periodista que transmite la Fórmula Uno en Venezuela, y le digo que sigo tras los pasos del piloto de la Minardi, otra vez me hacen sentir ese fanático obsesivo que se hace pasar por reportero para estar cerca de su ídolo. Como si nadie normal, en una actividad donde la competencia se mide hasta en microcentésimas de segundo y el ganador destapa una botella frente a tres mil millones de habitantes del planeta, pudiera seguir todo un fin de semana al peor.

-Doornbos no hizo karting de niño, y eso se nota mucho en la Fórmula Uno. Pasa que su familia es una de las más ricas de Holanda, y aquí eso influye mucho. El dinero. Pero como piloto, es bastante deficiente-, me dice Burger, antes de salir disparado tratando de entrevistar a Alonso.

Fabiana me dice que media hora después de las clasificaciones finales podré hablar con Robert.

Dentro de la pista no hay sorpresas. Alonso se queda con la Pole, segundo Montoya, último Doornbos.

El peor de la Fórmula Uno llega a la entrevista junto a su novia, Kim, una holandesa de melena rubia y anteojos de sol y escote juvenil. Los dos se ríen. No logro saber si están contentos por estar juntos, por estar dentro de la Fórmula Uno o porque alguien los esté entrevistando. Pero su alegría me contagia y, por un segundo, me doy cuenta de que en ese paddock nervioso, hipertecnologizado, con los millones de dólares paseando en las camisetas de mecánicos y pilotos, solo hay tres personas que sonríen: Doornbos, Kim y yo.

-¿Qué pasó en las clasificaciones de hoy, Robert?

-El auto no anda del todo bien, aunque anduvimos dentro del tiempo esperado. Recuerda que esto es Minardi, y no podemos competir con los equipos de avanzada. Nuestra realidad es otra.

Y la realidad de los números, fría pero certera, dice que en los 30 años de competencia la Minardi nunca obtuvo un gran premio. No solo eso, en tres décadas ni siquiera consiguieron un solo podio. Robert sí. En 1999, compitiendo en la Fórmula Opel de Inglaterra tuvo cuatro victorias. En el 2000, en la Fórmula Ford europea obtuvo un segundo lugar. En el 2002 estuvo en la Fórmula 3 alemana, donde tuvo cuatro podios. El 2003 en la Fórmula 3 europea logró siete podios. Y el 2004 corriendo en la Fórmula 3000, logró cuatro podios y pasó a ser piloto de pruebas de la Jordan. De ahí, hasta julio de este año, donde debutó como piloto de Fórmula Uno en el Gran Premio de Alemania. Ha largado en todas las carreras, aunque ha abandonado en dos de seis.

-Muy diferente el circuito del tenis al de la Fórmula Uno.

-En algunas cosas se parecen, como que hay muchos viajes y que te vuelves a encontrar siempre con la misma gente. Pero hay cosas muy diferentes. En los viajes del tenis yo andaba solo, en cambio acá estoy con 40 personas que forman el equipo. Dependo de los mecánicos, de los ingenieros, somos todos un gran equipo.

-¿Y en dinero?

-En dinero, se gana mucho más que en el tenis. Yo no, claro. Pero los pilotos de más arriba ganan mucho más que los tensitas. A mí, de todas formas, no me motiva eso.

Desinteresados. Nadie que quiera llegar a ser el peor puede pensar en el dinero como meta, ni siquiera como gran logro. El objetivo monetario es algo demasiado popular y masivo y aceptado, como para que te permitan ser el peor de todos.

Robert Doornbos nació el 23 de septiembre de 1981 en Rotterdam, Holanda, aunque ahora vive en Mónaco. En su vida diaria en las calles de Montecarlo maneja un Audi y suele jugar Fórmula Uno en la PlayStation.

-¿Cómo te sientes al quedar último en la largada?

-Bien, muy bien. Es parte de lo que esperaba. Tengo que pensar en hacer una buena carrera mañana, ya no puedo seguir pensando en mi clasificación. Además, logramos clasificar. Eso ya es un avance.

Optimismo. nunca olvidar que para el puesto del peor hay una sola vacante. Y que si te hechas a morir, puede irse de tus manos esa posibilidad. Ningún pesimista llega a ser completamente el peor.

* * *

El día final el autódromo está a tope. Varios espectadores llevan el casco más emblemático que ha tenido la Fórmula Uno, el “verde-amarelo” de Ayrton Senna: el más grande ídolo deportivo automovilístico de Brasil que tras perder el control de su Williams en la curva de Tamburello, en el autródromo de Imola, murió al estrellarse contra un muro de cemento el 10 de mayo de 1994.

Los momentos previos a la carrera los pilotos se pasean nerviosos por el paddock, seguramente pensando en mejorar sus tiempos, en lograr una buena ubicación y, es posible, sabiendo que cualquier mala maniobra por sobre los 250 kilómetros por hora les puede costar la vida.

-Nunca pienso en la muerte -me dice Robert Doornbos, minutos antes de salir.

Un periodista de Tele5 de Madrid, que lleva en directo para todo España la carrera, transmite las últimas declaraciones de Fernando Alonso antes de la largada: “No solo quiero ganar el campeonato, sino que también quiero ganar la carrera de hoy”. Al momento de la largada el ruido de los motores te aturde los tímpanos. Medio São Paulo, la ciudad de los 20 millones de habitantes y los cuatro mil rascacielos y los 600 helicópteros privados que van de un lado a otro, está atenta a lo que sucede.

Juan Pablo Montoya gana la carrera seguido de Kimi Raikkonen. Gracias a su tercer lugar, sale campeón de la temporada 2005 el español Fernando Alonso. Es el piloto más joven de la historia en conseguir el titulo. Robert Doornbos, el peor piloto de la temporada, quema el motor faltando 32 vueltas. Las imágenes muestran su boxes con humo, y Robert adentro recibiendo el gas de extintores. Y seguramente sonriendo.

Por la noche, en la discoteca Lotus del Word Trade Center de São Paulo, donde está el Hilton, hay una fiesta privada para celebrar el titulo. Los mecánicos son los que más celebran, y Fernando Alonso bromea y sonríe y se toma fotos con todos y la música va subiendo de volumen y al rato todos están en la pista, pero en la pista de baile. Afuera media São Paulo duerme, porque mañana es lunes. Algunos fotógrafos esperan afuera de la fiesta, a ver si consiguen alguna imagen. ¡Viva Alonso! Gritan en mal castellano los alemanes, los franceses, los ingleses, los brasileños. Primera vez que un campeón viene de España.

-¿Cuál es tu sueño en la Fórmula Uno?- le pregunté a Robert tras la carrera, mientras en las pantallas del paddock mostraban a Montoya y la bandera colombiana flameando al compás de su himno.

-Llegar a ser campeón. Alonso también partió en Minardi. Yo creo que si tuviera un buen auto, podría estar mucho más arriba y pelear el título. Esperemos que el próximo año, ahora que se acaba Minardi, pueda fichar por un buen equipo.

Soñador. Sin sueños, nunca serás el peor. Y para llegar a ser el peor de la Fórmula, Doornbos primero cumplió su sueño de ser piloto. En la fiesta final, donde Alonso abraza a sus mecánicos, y los mecánicos a unas promotoras, Robert Doornbos no se aparece. Y nadie lo extraña. Seguramente el holandés está con Kim, celebrando que ha vuelto a correr una carrera. O que sigue vivo. O tal vez, lo más seguro, planificando su segundo sueño: ser el mejor.

Las piernas de Kenia

Publicado: 15 septiembre 2009 en Juan Pablo Meneses
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Al final de esta historia alguien muere. Es una muerte inesperada. Pero eso sucede al final de esta historia, porque ahora estoy arriba de un Boeing de South African Airways sobrevolando Nairobi. La pista se ve cerca, ridículamente delgada y gris en medio de un mar de tierra tan seca como una cucharada de arena. Arriba del avión va John Hesler, un keniano blanco que casi vomitó cuando el piloto de la nave giró alrededor del Kilimanjaro para que pudiéramos fotografiar el monte más famoso del este de África. Hesler subió al avión en Johannesburgo, adonde había ido a cerrar un gran negocio de importación de televisores. Estudió en Europa, reparte su vida entre Londres y Nairobi, y piensa que la mejor empresa de su vida sería la representación de maratonistas de Kenia.

Es un gran negocio llevarlos a los circuitos internacionales. Pero hay demasiadas compañías europeas en el tema y estos atletas no son disciplinados –dice John Hesler, quien por ahora prefiere seguir negociando televisores.

Basta aterrizar en el aeropuerto Jomo Kenyatta de Nairobi, la capital de Kenia, para comprobar que África sigue siendo un misterio para los occidentales. Por mi camino se cruzan musulmanes de manos tatuadas y sonrisa cubierta, indios de turbante almidonado y maletín, una reina kikuyu con el rostro decorado por quemaduras, además de varios turistas blancos, la mayoría portando un sombrero de safari. Los safaris, palabra que en lengua swahili significa «viaje», nacieron hace un siglo y medio como peligrosas jornadas de cacería de multimillonarios y miembros de la realeza europea. Hoy los safaris se han transformado en hordas de aventureros extranjeros –en su mayoría europeos, norteamericanos y japoneses– que han cambiado escopetas por cámaras digitales y cintas de video y, de paso, han convertido al turismo en una de las contadas empresas florecientes en este lado del planeta. Con utilidades de miles de millones de dólares administrados, en su mayoría, por empresas europeas.

Se podría decir que en África los cuatro puntos cardinales del mapa social son el hambre, la pobreza, el sida y el analfabetismo. Que en muchas esquinas hay niños aspirando bolsas de pegamento, y que se te acercan a pedir dinero. Que muchas de las kenianas que visten ropas europeas y están en los bares de extranjeros son prostitutas. Que la dominación inglesa duró hasta 1963 y fue brutal, y que incluso los escritores que se vinieron en esos años a instalar a Kenia –con Ernest Hemingway a la cabeza– vivieron atendidos por una corte de africanos. Que el país ha sido arrasado por plagas terribles de fiebre amarilla y malaria, que el terrorismo musulmán ha explotado varias veces en forma de camiones bomba, con cientos de muertos civiles y la consecuencia de un bajón turístico. Sin embargo, el motivo de esta historia es otro.

He viajado a Nairobi para hablar de éxitos y victorias. De triunfos. Estoy aquí para entender y ver correr a los atletas de Kenia, esos hombres y mujeres flacos como palos, sencillos y modestos, que ganan las más largas carreras del planeta. Africanos exitosos por quienes los grandes clubes deportivos del Primer Mundo, principalmente europeos, llevan varios años de cacería.

Trotar, trotar

Son las siete de la mañana y sobre la berma de la carretera Moi, una de las más importantes de esta ciudad de tres millones de habitantes, miles de kenianos trotan hacia sus trabajos o escuelas. Los automovilistas, en cambio, son de todo el mundo: hombres con turbante, negros de anteojos dorados, blancos en lujosos 4×4. No por nada la capital de Kenia es la ciudad más poderosa del este africano: acá están instaladas las oficinas centrales para Africa de todas las multinacionales, las universidades más prestigiosas de la región y los organismos internacionales de ayuda contra el hambre continental. Pero al lado del asfalto, por esa ancha vereda de tierra al borde del camino, los ciudadanos comunes y corrientes se transportan en dos pies, trotando alegremente.

Un keniano promedio corre entre cuatro y seis kilómetros diarios, y por la orilla de la carretera Moi trota gente de todas las edades. Hombres solos y en equipo. Niños con sus cuadernos y ancianos sin pelo. Grupos de amigos y familias completas. Muchos acompañan las zancadas cantando, como si realmente fueran felices, como si correr todos los días a las siete de la mañana para ir al trabajo fuera una bendición más que una tortura.

Así se vive acá y así se van formando los atletas –dice Karl Vain, mientras me lleva por la carretera en su jeep. Tiene barba, calva, ojos claros, dos hijos, esposa flaca, colección de artesanía africana y un empleo en el gigantesco edificio de Habitat, la oficina mundial de las Naciones Unidas para la vivienda.

En un país donde las industrias más importantes son el turismo, las flores y el café, los corredores de Kenia se han convertido en su exportación más prestigiosa. Karl Vain me suelta estadísticas. Las pasadas siete maratones de Boston, cuatro de las últimas cinco de Nueva York, además de las de Rotterdam y Roma fueron ganadas por kenianos. A eso hay que sumar cinco récords mundiales en junior y tres en mujeres, todos en competencias de fondo. Sin olvidar la supremacía absoluta en el cross country ni la sorprendente trayectoria de Wilson Kipketer.

Kipketer es un símbolo de la nueva Kenia. No aparece en ningún billete ni tiene monumentos, como el presidente Daniel Arap Moi ni como el prócer Jomo Kenyatta, pero todos hablan de él. Para algunos se trata simplemente de un bastardo. Otros, en cambio, ven en él un buen ejemplo de progreso. Por eso Karl se entusiasma tanto en contar su historia. Y aunque vamos en la carretera Moi arriba de un jeep de la ONU, camino al estadio para las prácticas matutinas, por un minuto su relato se apodera de la conversación y uno se lo imagina todo claramente: por la mañana Wilson Kipketer sale de su departamento lujoso en un buen barrio de Copenhague, Dinamarca. Hace frío; por eso el atleta lleva abrigo largo y se apura en subirse al automóvil deportivo y calefaccionado. Va de la mano de su novia europea, y antes de los entrenamientos pasa por la Universidad de Dinamarca, donde está matriculado en ingeniería eléctrica. Su representante lo llama al celular para decirle que le acaba de cerrar tres carreras para el próximo mes. Pese a sus largas horas de entrenamiento, las piernas que lo han hecho millonario siguen flacas. Flacas como escopetas. Flacas como un keniano.

Correr tras un sueño

Las oxidadas rejas del Nyayo Stadium están a medio abrir. No hay guardias de seguridad ni cámaras de control, ni nada que impida que uno entre sin preguntar ni decir nada. El estadio, donde se entrenan varios de los mejores corredores jóvenes, podría ser el campo deportivo de un equipo de fútbol de medianía de la tabla en la primera división sudamericana: con la diferencia de que aquí, el pasto de la cancha está seco como una toalla amarilla y casi toda la actividad se concentra fuera del rectángulo, en la pista atlética. Al centro del estadio, un grupo de atletas dobla sus piernas como si fueran de goma. Otros, en la pista, giran en tandas de media hora. Estoy en el corazón del atletismo competitivo de Kenia.

Philip Mosima, quien entrena hoy, es el dueño del récord mundial juvenil de los cinco mil metros, que ganó en Roma. Tiene unos 20 años, acaba de dejar el ejército y trae sus gastadas zapatillas con clavos en una bolsa de nailon que parece ser su equipaje de mano. Es bajo y flaco. Su cuerpo no da cuenta de un atleta de nivel mundial, de un fondista que espera firmar luego por algún club atlético de Inglaterra, Alemania o Dinamarca.

Mosima tiene las piernas tan delgadas como sus dedos. Parece tímido, aunque su cara se transforma y se le dibuja una larga sonrisa cuando le pregunto cuáles son sus sueños de atleta.

Tengo ganas de salir de acá y correr en Europa. Me gustaría estar en todos los Grand Prix –dice, sentado sobre el pasto muerto mientras se amarra las zapatillas.
¿Quieres ser como Kipketer?

Al escuchar la palabra Kipketer automáticamente los ojos le brillan. Una luz que se desvanece pronto, porque una reciente lesión en su rodilla derecha espantó automáticamente a los representantes europeos en busca de promesas.

Sí, me gustaría seguir sus pasos –responde, mientras estira sus piernas.
¿Pero él dejó de ser keniano?
Nunca dejará de serlo, pero sólo que ahora corre por otro país y ha asegurado su futuro económico para siempre.
¿Y qué te falta para seguir sus pasos?
Tengo que mejorar, y así volver a mi nivel de marcas. Es la única manera de salir. Afuera están las mejores competencias, con los mejores premios.

Otro de los que esta mañana practican en el Nyayo Stadium es John Kosgei, que es otra historia. Viste un buzo azul, una cadena de oro en el cuello y una picadura enorme en su pómulo derecho. Especialista en tres mil metros y sin récord mundial por ahora, se conforma con salir lo justo del país, sin estar mucho tiempo lejos de su barrio de Nairobi, ese donde es el chico más popular y tiene novia, y todos lo quieren porque esto de ser atleta en Africa es tanto o más que ser futbolista en Sudamérica.

No me gusta estar fuera de mi país mucho tiempo. Sí me gustan las competencias, los campeonatos, pero no quiero hacer mi vida afuera como imaginan otros –dice, tranquilamente, y agrega que sueña con tener una carrera deportiva como la de su ídolo Kipchoge Keino: el keniano que más medallas olímpicas ganó para el país y quien, a diferencia de Kipketer, prefirió quedarse en Kenia con una vida sencilla.

Edwin es un joven sin pergaminos, pero lleno de ganas, que aún no logra decidirse entre la fuga al éxito o la dura pelea en casa.

¿Cómo te ves en unos años? –le pregunto cuando hablamos de las carreras deportivas de sus compañeros.
No lo sé. Por ahora sólo quiero mejorar mis marcas. Eso es lo que más me preocupa.

Con la singular hermosura de su trote, los atletas de Kenia no se detienen; siguen, sin parar, sudando como si fueran esclavos, pero felices, porque en sus condiciones naturales pueden sacar ventaja mundial.

Me siento en las graderías de este inesperado laboratorio a verlos correr en tandas redondas. A mi lado está Karl Vain, el alemán que trabaja para la ONU y que me acompañó hasta aquí. Es el único rubio de todo el estadio y mientras me habla, algunos atletas de la pista lo miran de reojo. Como si pensaran que Karl, en vez de trabajar por la vivienda mundial en su oficina de Habitat, fuera aquel representante que los va a colocar en alguna universidad europea con hambre de medallas. Afuera del Nyayo Stadium, un grupo de niños con hambre de comida pide monedas.

Kenia es un país de tribus que siguen luchando por la conquista de territorios y rebaños. Los más conocidos en Occidente son los masai, pero la totalidad de los atletas kenianos pertenece a la comunidad de los nandi. A fines del siglo diecinueve, esta tribu llegó a ser la más poderosa del país, y es la misma a la que pertenece Daniel Arap Moi, el presidente de la nación por quinto período consecutivo.

–Los nandi son un pueblo de pastores que se ubica en la zona del Rift Valley. Viven en los cerros. Por lo menos, corren media maratón al día –dice Peter Njenga, periodista deportivo de Nairobi–. La falta de oxígeno, por la altura, les ha llevado a tener pulmones más grandes y eso ayuda mucho en la resistencia física.

Njenga es un experto en el tema de los atletas y cronista estrella del National Newspaper, el diario de mayor circulación en Kenia y uno de los más influyentes en todo Africa. Sus oficinas están en el centro de Nairobi y, como en cualquier edificio del país, las fotos del presidente Daniel Arap Moi están en cada pared. Es la ley, la que se debe respetar en los hoteles, discotecas, restaurantes y cualquier lugar público.

Vencer con nada

Peter Njenga me cuenta que en las últimas olimpíadas los kenianos siguieron las carreras por televisión a las cuatro de la mañana. Parece insólito: un país muy pobre desvelado toda la noche para ver un maratón. Cuando los atletas volvieron a Nairobi, una turba llegó hasta el aeropuerto a recibir a sus héroes.

Pero a pesar de toda la popularidad, en Kenia no hay mercadeo para esta práctica. No se venden camisetas de los maratonistas, no hay zapatillas autografiadas ni empresas que paguen para que su marca aparezca en la panza de los fondistas. Y sin embargo, contrariando las leyes del deporte de mercado, pese a la virginidad del merchandising, los corredores siguen triunfando en todo el mundo. Venciendo con nada.

La única explotación económica es a ellos –dice Njenga, y no se equivoca. En una carrera de segundo orden a nivel mundial, como el maratón brasileño de San Silvestre, se les llega a pagar diez mil dólares sólo por participar.
El problema es que se les sobreexplota y se queman muy temprano. Sus carreras duran tres o cuatro años –dice Njenga.

A los atletas de elite que se quedan en el país el gobierno de Moi les ha dado trabajo en el ejército. Las tres cuartas partes de los deportistas destacados son militares, lo que les permite dedicarse casi exclusivamente a correr, recibir un sueldo y ordenar sus horarios. Todo este ambiente de verdaderos aficionados, casi amateur, antiprofesional, hace que la mayoría de los atletas no puedan sobrevivir fuera de Kenia. Los expertos internacionales suelen acusar a los atletas kenianos de tener una fe ciega en sus condiciones naturales y de no preocuparse por el largo plazo de sus carreras como deportistas. Ni de su porvenir económico.

Mosima, el corredor que alguna vez quiso ser artesano, está seguro de que él sí triunfaría en el extranjero. Para eso está trabajando, en espera de recuperarse de su lesión. Ni siquiera sale con amigos y por ahora prefiere no tener novia. Edwin, en cambio, el de los brazos que siempre están doblados, tiene un futuro más incierto. Ni sus grandes condiciones naturales le han facilitado resolver su gran dilema: competir ferozmente en el extranjero o seguir con las incertidumbres en Nairobi.

Anoche tuve un sueño insólito. Estaba trotando por la calle Biashara, en el centro de Nairobi, junto a cinco kenianos: una mujer que parecía prostituta y llevaba tacos altos, un niño desnutrido, un anciano de sombrero inglés y manos de esclavo, y dos atletas de Kenia con camisetas de clubes europeos. Corríamos tranquilamente y la calle estaba repleta de animales: jirafas, elefantes, leones y rinocerontes, todos sentados, como conversando entre sí. Corríamos rápido, y yo era el único que me cansaba. Yo hacía un triple esfuerzo por alcanzarlos, pero se me iban, cada vez más, hasta que terminé por caerme. Ahí me quedaba, con la cara en el suelo, cuando se detenía frente a mí una camioneta de las Naciones Unidas. Por la ventana de la 4×4 diplomática se asomaba un gringo, con sombrero de safari y protector solar en la nariz, que se ofrecía para llevarme. Justo en ese momento desperté.

Desperté en mi cama del Inter-Continental de Nairobi, unas horas antes de una recepción de la Embajada de Chile. Y ahora estoy en la recepción, rodeado de altos ejecutivos europeos, embajadores y cónsules de medio mundo y personalidades de la política local. He caído en un círculo cerrado donde se habla de atletas. Y aquí me quedo, escuchando una charla que parece que fuera de caballos. Un tal Chris, que se dice general manager de una firma llamada Colsult, tiene todos los tics de ser un buscador de atletas exportables.

Los corredores de acá se están adaptando maravillosamente a Europa –dice él–. La clave es llevarlos en grupo. Y hay que inscribirlos en los campeonatos de primavera y verano; rinden mejor en estadios al aire libre que indoor.

Aquí adentro, el techo es alto y de él cuelgan unas grandes lámparas que nos alumbran a todos. En la calle, al aire libre, la noche de Nairobi está fresca y según algunos, muy peligrosa.

En su memoria

Hoy el National Newspaper publica cuatro páginas, a todo color, con cuerpos mutilados. La noticia del día es una batalla entre tribus rivales, en un barrio de la periferia de Nairobi. El enfrentamiento terminó con 25 muertos a piedrazos y palos.

Nada nuevo, parece decirme el taxista, levantando los hombros. La noche anterior, en uno de los bares del centro de la capital, entre gringos de organismos internacionales y kenianas de cartera roja y zapatos de charol, me enteré de que esa tarde también había muerto uno de los corredores que conocí en el Nyayo Stadium. Me lo dijo una española que conoce bien a Karl Vain, el alemán que me llevó a los entrenamientos.

Nadie sabe quién es. Murió atropellado por un jeep, camino a su casa.

Edwin era un atleta sin pergaminos y no sabía si salir de Kenia o quedarse acá.Vivía con los brazos doblados, como si siempre hubiera estado en carrera contra el tiempo. Todo le pasó tan rápido que ni siquiera alcanzó a decidir su futuro. Usando el frío punto de vista de los negociadores de atletas, la muerte de este corredor indeciso y sin títulos se trataría de una pérdida intrascendente.

Acabo de tomar un taxi y al rato, mirando por la ventana, he perdido la cuenta de los adolescentes que van trotando a sus casas. Por la memoria de Edwin, atropellado por un jeep, creo que celebraré cada vez que un atleta de Kenia gane una prueba internacional. Da lo mismo que sea un «bastardo» que corre por un club italiano, francés, danés o keniano, o un «héroe» que sigue defendiendo los colores de su país, apostando por una vida sencilla. Sólo importa que sea uno de estos nairobianos que ahora dan pasos de zancudo por el lado de mi ventana, la mayoría de ellos cantando, como si realmente fueran felices.

Al final de esta historia alguien muere. Es una muerte inesperada. Pero eso sucede al final de esta historia, porque ahora estoy arriba de un Boeing de South African Airways sobrevolando Nairobi. La pista se ve cerca, ridículamente delgada y gris en medio de un mar de tierra tan seca como una cucharada de arena. Arriba del avión va John Hesler, un keniano blanco que casi vomitó cuando el piloto de la nave giró alrededor del Kilimanjaro para que pudiéramos fotografiar el monte más famoso del este de Africa. Hesler subió al avión en Johannesburgo, adonde había ido a cerrar un gran negocio de importación de televisores. Estudió en Europa, reparte su vida entre Londres y Nairobi, y piensa que la mejor empresa de su vida sería la representación de maratonistas de Kenia.
–Es un gran negocio llevarlos a los circuitos internacionales. Pero hay demasiadas compañías europeas en el tema y estos atletas no son disciplinados –dice John Hesler, quien por ahora prefiere seguir negociando televisores.
Basta aterrizar en el aeropuerto Jomo Kenyatta de Nairobi, la capital de Kenia, para comprobar que Africa sigue siendo un misterio para los occidentales. Por mi camino se cruzan musulmanes de manos tatuadas y sonrisa cubierta, indios de turbante almidonado y maletín, una reina kikuyu con el rostro decorado por quemaduras, además de varios turistas blancos, la mayoría portando un sombrero de safari. Los safaris, palabra que en lengua swahili significa «viaje», nacieron hace un siglo y medio como peligrosas jornadas de cacería de multimillonarios y miembros de la realeza europea. Hoy los safaris se han transformado en hordas de aventureros extranjeros –en su mayoría europeos, norteamericanos y japoneses– que han cambiado escopetas por cámaras digitales y cintas de video y, de paso, han convertido al turismo en una de las contadas empresas florecientes en este lado del planeta. Con utilidades de miles de millones de dólares administrados, en su mayoría, por empresas europeas.
Se podría decir que en Africa los cuatro puntos cardinales del mapa social son el hambre, la pobreza, el sida y el analfabetismo. Que en muchas esquinas hay niños aspirando bolsas de pegamento, y que se te acercan a pedir dinero. Que muchas de las kenianas que visten ropas europeas y están en los bares de extranjeros son prostitutas. Que la dominación inglesa duró hasta 1963 y fue brutal, y que incluso los escritores que se vinieron en esos años a instalar a Kenia –con Ernest Hemingway a la cabeza– vivieron atendidos por una corte de africanos. Que el país ha sido arrasado por plagas terribles de fiebre amarilla y malaria, que el terrorismo musulmán ha explotado varias veces en forma de camiones bomba, con cientos de muertos civiles y la consecuencia de un bajón turístico. Sin embargo, el motivo de esta historia es otro.
He viajado a Nairobi para hablar de éxitos y victorias. De triunfos. Estoy aquí para entender y ver correr a los atletas de Kenia, esos hombres y mujeres flacos como palos, sencillos y modestos, que ganan las más largas carreras del planeta. Africanos exitosos por quienes los grandes clubes deportivos del Primer Mundo, principalmente europeos, llevan varios años de cacería.

Trotar, trotar
Son las siete de la mañana y sobre la berma de la carretera Moi, una de las más importantes de esta ciudad de tres millones de habitantes, miles de kenianos trotan hacia sus trabajos o escuelas. Los automovilistas, en cambio, son de todo el mundo: hombres con turbante, negros de anteojos dorados, blancos en lujosos 4×4. No por nada la capital de Kenia es la ciudad más poderosa del este africano: acá están instaladas las oficinas centrales para Africa de todas las multinacionales, las universidades más prestigiosas de la región y los organismos internacionales de ayuda contra el hambre continental. Pero al lado del asfalto, por esa ancha vereda de tierra al borde del camino, los ciudadanos comunes y corrientes se transportan en dos pies, trotando alegremente.
Un keniano promedio corre entre cuatro y seis kilómetros diarios, y por la orilla de la carretera Moi trota gente de todas las edades. Hombres solos y en equipo. Niños con sus cuadernos y ancianos sin pelo. Grupos de amigos y familias completas. Muchos acompañan las zancadas cantando, como si realmente fueran felices, como si correr todos los días a las siete de la mañana para ir al trabajo fuera una bendición más que una tortura.
–Así se vive acá y así se van formando los atletas –dice Karl Vain, mientras me lleva por la carretera en su jeep. Tiene barba, calva, ojos claros, dos hijos, esposa flaca, colección de artesanía africana y un empleo en el gigantesco edificio de Habitat, la oficina mundial de las Naciones Unidas para la vivienda.
En un país donde las industrias más importantes son el turismo, las flores y el café, los corredores de Kenia se han convertido en su exportación más prestigiosa. Karl Vain me suelta estadísticas. Las pasadas siete maratones de Boston, cuatro de las últimas cinco de Nueva York, además de las de Rotterdam y Roma fueron ganadas por kenianos. A eso hay que sumar cinco récords mundiales en junior y tres en mujeres, todos en competencias de fondo. Sin olvidar la supremacía absoluta en el cross country ni la sorprendente trayectoria de Wilson Kipketer.
Kipketer es un símbolo de la nueva Kenia. No aparece en ningún billete ni tiene monumentos, como el presidente Daniel Arap Moi ni como el prócer Jomo Kenyatta, pero todos hablan de él. Para algunos se trata simplemente de un bastardo. Otros, en cambio, ven en él un buen ejemplo de progreso. Por eso Karl se entusiasma tanto en contar su historia. Y aunque vamos en la carretera Moi arriba de un jeep de la ONU, camino al estadio para las prácticas matutinas, por un minuto su relato se apodera de la conversación y uno se lo imagina todo claramente: por la mañana Wilson Kipketer sale de su departamento lujoso en un buen barrio de Copenhague, Dinamarca. Hace frío; por eso el atleta lleva abrigo largo y se apura en subirse al automóvil deportivo y calefaccionado. Va de la mano de su novia europea, y antes de los entrenamientos pasa por la Universidad de Dinamarca, donde está matriculado en ingeniería eléctrica. Su representante lo llama al celular para decirle que le acaba de cerrar tres carreras para el próximo mes. (…) Pese a sus largas horas de entrenamiento, las piernas que lo han hecho millonario siguen flacas. Flacas como escopetas. Flacas como un keniano.
Correr tras un sueño
Las oxidadas rejas del Nyayo Stadium están a medio abrir. No hay guardias de seguridad ni cámaras de control, ni nada que impida que uno entre sin preguntar ni decir nada. El estadio, donde se entrenan varios de los mejores corredores jóvenes, podría ser el campo deportivo de un equipo de fútbol de medianía de la tabla en la primera división sudamericana: con la diferencia de que aquí, el pasto de la cancha está seco como una toalla amarilla y casi toda la actividad se concentra fuera del rectángulo, en la pista atlética.(…) Al centro del estadio, un grupo de atletas dobla sus piernas como si fueran de goma. Otros, en la pista, giran en tandas de media hora. Estoy en el corazón del atletismo competitivo de Kenia. (…)
Philip Mosima, quien entrena hoy, es el dueño del récord mundial juvenil de los cinco mil metros, que ganó en Roma. Tiene unos 20 años, acaba de dejar el ejército y trae sus gastadas zapatillas con clavos en una bolsa de nailon que parece ser su equipaje de mano. Es bajo y flaco. Su cuerpo no da cuenta de un atleta de nivel mundial, de un fondista que espera firmar luego por algún club atlético de Inglaterra, Alemania o Dinamarca.Mosima tiene las piernas tan delgadas como sus dedos. (…) Parece tímido, aunque su cara se transforma y se le dibuja una larga sonrisa cuando le pregunto cuáles son sus sueños de atleta.
–Tengo ganas de salir de acá y correr en Europa. Me gustaría estar en todos los Grand Prix –dice, sentado sobre el pasto muerto mientras se amarra las zapatillas.
–¿Quieres ser como Kipketer?
Al escuchar la palabra Kipketer automáticamente los ojos le brillan. Una luz que se desvanece pronto, porque una reciente lesión en su rodilla derecha espantó automáticamente a los representantes europeos en busca de promesas.
–Sí, me gustaría seguir sus pasos –responde, mientras estira sus piernas.
–¿Pero él dejó de ser keniano?
–Nunca dejará de serlo, pero sólo que ahora corre por otro país y ha asegurado su futuro económico para siempre.
–¿Y qué te falta para seguir sus pasos?
–Tengo que mejorar, y así volver a mi nivel de marcas. Es la única manera de salir. Afuera están las mejores competencias, con los mejores premios.

(…) Otro de los que esta mañana practican en el Nyayo Stadium es John Kosgei, que es otra historia. Viste un buzo azul, una cadena de oro en el cuello y una picadura enorme en su pómulo derecho. Especialista en tres mil metros y sin récord mundial por ahora, se conforma con salir lo justo del país, sin estar mucho tiempo lejos de su barrio de Nairobi, ese donde es el chico más popular y tiene novia, y todos lo quieren porque esto de ser atleta en Africa es tanto o más que ser futbolista en Sudamérica. (…)
–No me gusta estar fuera de mi país mucho tiempo. Sí me gustan las competencias, los campeonatos, pero no quiero hacer mi vida afuera como imaginan otros –dice, tranquilamente, y agrega que sueña con tener una carrera deportiva como la de su ídolo Kipchoge Keino: el keniano que más medallas olímpicas ganó para el país y quien, a diferencia de Kipketer, prefirió quedarse en Kenia con una vida sencilla. (…)
Edwin es un joven sin pergaminos, pero lleno de ganas, que aún no logra decidirse entre la fuga al éxito o la dura pelea en casa. (…)
–¿Cómo te ves en unos años? –le pregunto cuando hablamos de las carreras deportivas de sus compañeros.
–No lo sé. Por ahora sólo quiero mejorar mis marcas. Eso es lo que más me preocupa. (…)
Con la singular hermosura de su trote, los atletas de Kenia no se detienen; siguen, sin parar, sudando como si fueran esclavos, pero felices, porque en sus condiciones naturales pueden sacar ventaja mundial (…)
Me siento en las graderías de este inesperado laboratorio a verlos correr en tandas redondas. A mi lado está Karl Vain, el alemán que trabaja para la ONU y que me acompañó hasta aquí. Es el único rubio de todo el estadio y mientras me habla, algunos atletas de la pista lo miran de reojo. Como si pensaran que Karl, en vez de trabajar por la vivienda mundial en su oficina de Habitat, fuera aquel representante que los va a colocar en alguna universidad europea con hambre de medallas. Afuera del Nyayo Stadium, un grupo de niños con hambre de comida pide monedas.
Kenia es un país de tribus que siguen luchando por la conquista de territorios y rebaños. Los más conocidos en Occidente son los masai, pero la totalidad de los atletas kenianos pertenece a la comunidad de los nandi. A fines del siglo diecinueve, esta tribu llegó a ser la más poderosa del país, y es la misma a la que pertenece Daniel Arap Moi, el presidente de la nación por quinto período consecutivo.
–Los nandi son un pueblo de pastores que se ubica en la zona del Rift Valley. Viven en los cerros. Por lo menos, corren media maratón al día –dice Peter Njenga, periodista deportivo de Nairobi–. La falta de oxígeno, por la altura, les ha llevado a tener pulmones más grandes y eso ayuda mucho en la resistencia física.
Njenga es un experto en el tema de los atletas y cronista estrella del National Newspaper, el diario de mayor circulación en Kenia y uno de los más influyentes en todo Africa. Sus oficinas están en el centro de Nairobi y, como en cualquier edificio del país, las fotos del presidente Daniel Arap Moi están en cada pared. Es la ley, la que se debe respetar en los hoteles, discotecas, restaurantes y cualquier lugar público.

Vencer con nada
Peter Njenga me cuenta que en las últimas olimpíadas los kenianos siguieron las carreras por televisión a las cuatro de la mañana. Parece insólito: un país muy pobre desvelado toda la noche para ver un maratón. Cuando los atletas volvieron a Nairobi, una turba llegó hasta el aeropuerto a recibir a sus héroes.
Pero a pesar de toda la popularidad, en Kenia no hay mercadeo para esta práctica. No se venden camisetas de los maratonistas, no hay zapatillas autografiadas ni empresas que paguen para que su marca aparezca en la panza de los fondistas. Y sin embargo, contrariando las leyes del deporte de mercado, pese a la virginidad del merchandising, los corredores siguen triunfando en todo el mundo. Venciendo con nada.
–La única explotación económica es a ellos –dice Njenga, y no se equivoca. En una carrera de segundo orden a nivel mundial, como el maratón brasileño de San Silvestre, se les llega a pagar diez mil dólares sólo por participar.
–El problema es que se les sobreexplota y se queman muy temprano. Sus carreras duran tres o cuatro años –dice Njenga.

A los atletas de elite que se quedan en el país el gobierno de Moi les ha dado trabajo en el ejército. Las tres cuartas partes de los deportistas destacados son militares, lo que les permite dedicarse casi exclusivamente a correr, recibir un sueldo y ordenar sus horarios. Todo este ambiente de verdaderos aficionados, casi amateur, antiprofesional, hace que la mayoría de los atletas no puedan sobrevivir fuera de Kenia. Los expertos internacionales suelen acusar a los atletas kenianos de tener una fe ciega en sus condiciones naturales y de no preocuparse por el largo plazo de sus carreras como deportistas. Ni de su porvenir económico.
Mosima, el corredor que alguna vez quiso ser artesano, está seguro de que él sí triunfaría en el extranjero. Para eso está trabajando, en espera de recuperarse de su lesión. Ni siquiera sale con amigos y por ahora prefiere no tener novia. Edwin, en cambio, el de los brazos que siempre están doblados, tiene un futuro más incierto. Ni sus grandes condiciones naturales le han facilitado resolver su gran dilema: competir ferozmente en el extranjero o seguir con las incertidumbres en Nairobi.
Anoche tuve un sueño insólito. Estaba trotando por la calle Biashara, en el centro de Nairobi, junto a cinco kenianos: una mujer que parecía prostituta y llevaba tacos altos, un niño desnutrido, un anciano de sombrero inglés y manos de esclavo, y dos atletas de Kenia con camisetas de clubes europeos. Corríamos tranquilamente y la calle estaba repleta de animales: jirafas, elefantes, leones y rinocerontes, todos sentados, como conversando entre sí. Corríamos rápido, y yo era el único que me cansaba (…) yo hacía un triple esfuerzo por alcanzarlos, pero se me iban, cada vez más, hasta que terminé por caerme. Ahí me quedaba, con la cara en el suelo, cuando se detenía frente a mí una camioneta de las Naciones Unidas. Por la ventana de la 4×4 diplomática se asomaba un gringo, con sombrero de safari y protector solar en la nariz, que se ofrecía para llevarme. Justo en ese momento desperté.
Desperté en mi cama del Inter-Continental de Nairobi, unas horas antes de una recepción de la Embajada de Chile. Y ahora estoy en la recepción, rodeado de altos ejecutivos europeos, embajadores y cónsules de medio mundo y personalidades de la política local.(…) He caído en un círculo cerrado donde se habla de atletas. Y aquí me quedo, escuchando una charla que parece que fuera de caballos. Un tal Chris, que se dice general manager de una firma llamada Colsult, tiene todos los tics de ser un buscador de atletas exportables. (…)
–Los corredores de acá se están adaptando maravillosamente a Europa –dice él–. La clave es llevarlos en grupo. Y hay que inscribirlos en los campeonatos de primavera y verano; rinden mejor en estadios al aire libre que indoor.
Aquí adentro, el techo es alto y de él cuelgan unas grandes lámparas que nos alumbran a todos. En la calle, al aire libre, la noche de Nairobi está fresca y según algunos, muy peligrosa.

En su memoria
Hoy el National Newspaper publica cuatro páginas, a todo color, con cuerpos mutilados. La noticia del día es una batalla entre tribus rivales, en un barrio de la periferia de Nairobi. El enfrentamiento terminó con 25 muertos a piedrazos y palos.
Nada nuevo, parece decirme el taxista, levantando los hombros. La noche anterior, en uno de los bares del centro de la capital, entre gringos de organismos internacionales y kenianas de cartera roja y zapatos de charol, me enteré de que esa tarde también había muerto uno de los corredores que conocí en el Nyayo Stadium. Me lo dijo una española que conoce bien a Karl Vain, el alemán que me llevó a los entrenamientos.

–Nadie sabe quién es. Murió atropellado por un jeep, camino a su casa.
Edwin era un atleta sin pergaminos y no sabía si salir de Kenia o quedarse acá.Vivía con los brazos doblados, como si siempre hubiera estado en carrera contra el tiempo. Todo le pasó tan rápido que ni siquiera alcanzó a decidir su futuro. Usando el frío punto de vista de los negociadores de atletas, la muerte de este corredor indeciso y sin títulos se trataría de una pérdida intrascendente.
Acabo de tomar un taxi y al rato, mirando por la ventana, he perdido la cuenta de los adolescentes que van trotando a sus casas. Por la memoria de Edwin, atropellado por un jeep, creo que celebraré cada vez que un atleta de Kenia gane una prueba internacional. Da lo mismo que sea un «bastardo» que corre por un club italiano, francés, danés o keniano, o un «héroe» que sigue defendiendo los colores de su país, apostando por una vida sencilla. Sólo importa que sea uno de estos nairobianos que ahora dan pasos de zancudo por el lado de mi ventana, la mayoría de ellos cantando, como si realmente fueran felices.