I. Grande como los dinosaurios
Pambelé volvió a bramar frente a las cámaras y descargó un nuevo puñetazo contra la pared. Tenía la bata típica de los enfermos de hospital, pero a través de los barrotes de la ventana parecía un condenado a muerte que reclamaba compasión.
La escena resumía de manera dramática lo que había sido su vida: el llanto y los golpes, el trastorno y el encierro, la fama y la oscuridad.
—¡Ayúdenme! —exclamó, con su vozarrón despedazado.
En ese momento, los reporteros se metieron a la fuerza en la habitación. El hombre dejó de aporrear las paredes y la emprendió a bofetadas contra su propio rostro. Los camarógrafos ajustaron sus planos para registrar la nueva reacción. Relampaguearon los flashes, se desbordaron los murmullos. Y Pambelé lució más desvalido entre aquella horda de perdición.
—¡Ay, mi madre —fue todo lo que alcanzó a decir, antes de sentarse en el borde de la cama y ponerse a llorar con el rostro hundido entre las manos.
El siquiatra Christian Ayola, que manejaba el caso de Pambelé en el Hospital San Pablo, de Cartagena, se disponía a almorzar en su casa aquel mediodía de enero de 1994. Estaba pasmado ante las imágenes del noticiero, que le resultaban crueles y de pésimo gusto. Su mayor preocupación no era, sin embargo, darles una cátedra de derechos humanos a los periodistas sino averiguar por qué su paciente entró en crisis. Supuso que tal vez no había tomado las medicinas.
«Él tenía que estar a punta de eurolépticos para el estado sicótico y estabilizadores para el humor», recuerda Ayola.
A esa inquietud se sumaba otra: Andrés Pastrana, aspirante conservador a la Presidencia de la República, lo había llamado por la mañana para decirle que quería ver a Pambelé. Ayola le respondió que no se oponía, siempre y cuando la visita fuera secreta y no un acto público con intenciones políticas. El candidato presidencial volvió a la carga, con el argumento de que a los amigos no se les esconde.
Esa relación se había forjado 22 años atrás, cuando Misael Pastrana Borrero era el presidente de Colombia y Antonio Cervantes, más conocido como Kid Pambelé, era el campeón mundial del peso walter junior. La empatía entre los dos fue inmediata. El presidente lo recibía en el Palacio de San Carlos, lo ponía de ejemplo en sus discursos y se hacía fotografiar frente al televisor cuando Pambelé peleaba. Como si fuera poco, iba a Palenque, el pueblo pobre donde nació el campeón, a inaugurar los servicios de energía eléctrica y acueducto. Pambelé, por su parte, le dedicaba cada triunfo. Viajaba desde donde estuviera para acompañar a Andrés, el hijo del presidente —entonces un muchacho de 18 años— en las caminatas que organizaba por las calles de Bogotá.
Desde el 28 de octubre de 1972, cuando Pambelé ganó el título, el país permanecía en trance de adoración. Los periódicos no le perdían ni pie ni pisada. El Heraldo lo mostraba en el aeropuerto de Barranquilla, besando a una rubia de camisita breve abierta en el pecho. El Universal lo retrataba en una notaría de Cartagena, mientras firmaba las escrituras de tres apartamentos que había comprado de un solo tirón. El Espectador nos informaba por quién iba a votar en las próximas elecciones. El Siglo mandaba reporteros a las casas del ex presidente Carlos Lleras Restrepo y del poeta León de Greiff, para preguntarles sus impresiones sobre el ídolo. Cromos enviaba a su mejor cronista, Juan Gossaín, a los países donde Cervantes defendía el título. Fernán Martínez Mahecha revelaba que El Tiempo tenía cuatro carpetas de material de archivo sobre Pambelé y solo una sobre Gabriel García Márquez. Y El Espacio, claro, lo sacaba en primera página apretando por la cintura a una azafata, bajo la palabra «¡Pillado!» escrita en grandes letras rojas.
Pambelé, además, salía con la cantante de moda en Colombia, recibía homenajes de alcaldes y concejales, cultivaba amistad con famosos como José Luis Rodríguez (El Puma) y Óscar de León; regalaba toros en cuanta corrida podía, coronaba reinas en ferias populares, les tenía sendas mansiones a sus dos mujeres oficiales, pontificaba sobre la temperatura ideal del vino de Oporto, se hacía brillar las uñas en salones de belleza, coleccionaba autos lujosos en cada una de sus viviendas y liquidaba sin misericordia a todos los boxeadores que enfrentaba.
El culto a su figura se debía, explica Juan Gossaín, a que Pambelé fue el hombre que nos enseñó a ganar. «Antes de él», añade, «éramos un país de perdedores. Nos consolábamos conjugando el verbo casitriunfar. Vivíamos todavía celebrando el empate con la Unión Soviética en el mundial de fútbol del 62. Pambelé nos convenció de que sí se podía y nos enseñó para siempre lo que es pasar de las victorias morales a las victorias reales».
A mediados de los años 70, Gossaín fue testigo, en Cartagena, de un hecho que le hizo entender la idolatría que desataba el boxeador. El periodista pasaba por una calle del centro, en medio de la modorra de la dos de la tarde, cuando de pronto se asomó una prostituta envuelta en una toalla. La mujer se dirigió a gritos a los vendedores de lotería de la otra acera.
—Oigan, ¿a qué hora es la pelea de Pambelé?
En aquellos años de esplendor, el campeón era un tema obligado en la entrada o en el postre. Cuenta el ex presidente Belisario Betancur que en cierta ocasión el escritor Gabriel García Márquez fue recibido, en una reunión de colombianos en Madrid, con la siguiente exclamación:
—¡Acaba de llegar el hombre más importante de Colombia!
Entonces García Márquez, moviendo la cabeza en forma teatral, como buscando a alguien en el recinto, respondió:
—¿Dónde está Pambelé?
Y Pambelé estaba sentado en el borde de su cama en el Hospital San Pablo. Lloraba sin lágrimas, con un resuello profundo. A los 49 años había perdido la estampa magnífica del pasado. De la musculatura que en su época de boxeador causaba admiración en las ruedas de prensa no quedaba ni la sombra. Apenas los huesos continuaban allí: largos, nudosos, escasamente forrados por el pellejo. Nada de uñas pulidas, nada de bigote recortado en forma milimétrica. Se veía desgreñado, sucio. La bata ancha aumentaba su aire de huérfano. En sus brazos tan flacos sobresalían las venas, gordas y tensas. La piel negra ya no refulgía sino que se asemejaba al hierro oxidado. Donde antes brillaba un diente recubierto de oro con sus iniciales engastadas, había ahora un portillo oscuro que inspiraba pesar. Sus ojos no parecían hinchados por el llanto sino por una paliza.
Viéndolo así, el médico Christian Ayola no fue capaz de probar bocado. Le parecía el colmo que se expusiera el dolor de un ser humano a semejante contemplación tan morbosa. En ese momento hubiera hecho cualquier cosa con tal de impedir que un sitio sagrado como un hospital fuera convertido en circo bárbaro. Llamó por teléfono a la enfermera jefe y le dio las instrucciones del caso. Cuando colgó se puso a pensar que en Cartagena todo conspiraba contra el propósito de curar a Pambelé. Había demasiados fisgones que convertían su salud en un asunto de dominio público, demasiadas lenguas diligentes que podían dañarlo más con sus comentarios y demasiados compinches esperando a que terminara el tratamiento para festejarlo en grande con una nueva orgía de bazuco. Ayola recordó que el Hospital Siquiátrico de La Habana tenía renombre por su manera de tratar la adicción a las drogas y consideró que sería una buena opción para Pambelé, no solo por la calidad de sus médicos sino también porque allá estaría aislado de los peligros que afrontaba en nuestro país. En Cuba, por ejemplo, sería un ciudadano más, un hombre anónimo entreverado en una legión de enfermos iguales a él. Compartiría un pequeño cubículo con tres pacientes, lo cual podría servirle para que dejara de creerse el cuento de que era un ser único, el eterno campeón mundial, el negro más grande, el patrono del nocaut, la jáquima de los boxeadores, el que pega como con un martillo, el que enseñó a ganar a los colombianos, el de siempre, no hay con quién, el que a la hora de rematar no parece usar dos puños sino las aspas de un ventilador asesino, el único otra vez, el invencibleeeeeee Kid Pambeléeeeeeeeeeee.
Ayola suponía que la egolatría de Cervantes empezaría a resquebrajarse cuando se sintiera desconocido en Cuba. Allá, además, no pensaría en fugarse del hospital, porque no tendría adónde ir. Esto último era especialmente importante si se tenía en cuenta que en 1987 se había escapado de Hogares Crea, la finca de rehabilitación adonde lo internaron gracias a una campaña del periodista Fabio Poveda Márquez.
Frente al aspecto cadavérico que ofrecía Pambelé en su catre del Hospital San Pablo, resultaba inevitable preguntarse cómo se produjo su caída desde la cúspide hasta el fondo del barranco. Nacido y criado en el naufragio, no supo qué hacer en tierra firme, cuando los vientos empezaron a ser favorables. Se enloqueció con el oro, se intoxicó con el vino. Tocado de pronto por la varita de los dioses, olvidó que estaba marcado a hierro vivo por la desgracia. Siguió lanzando golpes a diestra y siniestra, sin darse cuenta de que no ganaba en el ring para salvarse sino para tallar su propia derrota.
Las drogas y el licor le arrebataron la fuerza, la disciplina y la corona de campeón. Lo llevaron a humillar y a destrozar a su familia. Después le aniquilaron la vergüenza. Lo sometieron al escarnio público como sinónimo del bruto que destruye con la cabeza el imperio que edificó con los puños. Los colombianos, que antes lo veneraban, lo volvieron blanco de burlas. «¿En qué se parecen Pambelé y los dinosaurios?», preguntaban. «En que fueron grandes en el pasado, pero hoy no existen». Convertido ya en hazmerreír, pusieron en boca suya la frase «es mejor ser rico que pobre», incluida con frecuencia en las antologías nacionales de la estupidez. Como si esa declaración tan sensata, en medio de tantas tonterías que se repiten con énfasis en este país, no fuera casi una sentencia filosófica.
El promotor boxístico Nelson Aquiles Arrieta, quien descubrió a Pambelé cuando era un vendedor de cigarrillos de contrabando en Cartagena, asegura haberlo visto en su esquina, durante una de sus últimas peleas, haciendo trampa para reanimarse y poder aguantar el siguiente round. «Sergio Álvarez lo había golpeado muy duro y Pambelé estaba atravesando un sofoco. Entonces aplicó la jugadita de un cantante vallenato que no te voy a nombrar: sacó un pañuelito con coca y se pegó un pase delante de todo el mundo. Eso se vio hasta en la Patagonia. Cuando sonó la campana salió hecho una fiera y le dio un concierto de boxeo a Álvarez».
Al final del combate, según Arrieta, Pambelé le reclamó al empresario el botín convenido: una camioneta y un kilo de cocaína. Poco tiempo después, cuando se apartó del boxeo, su situación empeoró. Las cuentas bancarias se fueron consumiendo en una vorágine de candela y desenfreno. Lo que se le iba por el bolsillo izquierdo no regresaba jamás por el derecho. Muy pronto quedó arruinado. Pasó de brindar whisky Sello Negro a mendigar sobras de cerveza en bares de mala muerte, del avión al bus cebollero, de los zapatos Corona a las chancletas de plástico, de los manteles presidenciales a los andenes, de la cocaína al bazuco, de las cantantes de moda a las puticas de cuchitril, de las primeras planas a las páginas judiciales. El capital que derrochó, según cálculos del periodista Eugenio Baena, fue superior al millón y medio de dólares.
Los amigos del éxito —comparables con esos insectos que se emborrachan dando vueltas alrededor de las lámparas— partieron cuando sintieron la oscuridad del fracaso. Necesitaban un nuevo campeón para la foto. Llegaron entonces los perdedores, envueltos en una humareda terrible. Libre de los compromisos del gimnasio, de la dictadura de la dieta, Pambelé se tiró al desastre. De repente, parecía haber adquirido el don de la ubicuidad. Un día lo expulsaban de un bar de Manizales por bailar desnudo sobre la barra y, cuando todavía no nos habíamos repuesto de la sorpresa, aparecía en Pasto con el rostro ensangrentado por negarse a pagarle a un taxista.
En un restaurante de Cartagena le vaciaron una olla de sopa hirviente en el pecho y en el aeropuerto de Bogotá le rompieron la frente con una tranca. En Barranquilla le pegaron con un tacón puntilla por limpiarse las manos en el vestido de un maniquí. En Cali un ganadero le ofreció un mazo de billetes con tal de que se fuera rápido de la plaza de toros. Se volvió inquilino asiduo de calabozos y hospitales. Lo vieron sin dientes en Armenia y sin zapatos en Tunja. Lo vieron y lo vieron y lo vieron y lo vieron. Estaba en todas partes pero no estaba en ninguna. En Colombia todo el mundo, grande o chico, gordo o flaco, alguna vez se había tropezado a Pambelé armando escándalos. Llegó un momento, incluso, en que lo veían aunque no lo vieran. Fantasma de sí mismo, un día fue dado por muerto en Radio Sucesos RCN. Cuando reapareció indignado por la noticia, hubo gente que no le creyó que, en efecto, seguía vivo.
Que siguiera vivo, después de todo, era un milagro. Eso pensaba el siquiatra Christian Ayola mientras buscaba en su agenda el número telefónico de Hernando Múnera Cavadía, el director de Coldeportes en Bolívar, para plantearle la idea de trasladar a Pambelé a Cuba. En este país violento —cavilaba— habían matado a mucha gente por desmanes menos graves que los suyos. Los ofendidos lo perdonaban quizá por su pasado glorioso. O porque entendían que era una pobre criatura aplastada por una enfermedad superior a sus fuerzas. O porque sabían que cuando estaba sobrio era un caballero intachable. A Ayola le gustaba la forma en que Juan Gossaín definía a Pambelé: «El coloso que decidió ponerle dinamita a su propia estatua».
En esas andaba cuando lo llamaron por teléfono para contarle que Andrés Pastrana se encontraba en el Hospital San Pablo tomándose fotos con Pambelé y conversando con él en medio de la turba de reporteros. Suspiró con resignación y se reafirmó en su idea de que a Pambelé había que sacarlo de Colombia.
Al día siguiente, cuando abrió el periódico, lo primero que vio fue la enorme foto de la visita, bajo el título «Pambelé adhiere a Pastrana».
II. El ruido y la furia
La casa-finca de la familia Cervantes Orozco, único vestigio que queda de la fortuna de Pambelé, está ubicada en el pueblo de Turbaco, a una hora de Cartagena. El patio mide dos hectáreas y tiene mangos, guanábanos, nísperos, limones, papayos, plátanos y tamarindos. Hay una gallina aburridora que le sabotea la siesta a un perro perezoso, una bicicleta recostada contra un árbol y una pelota de fútbol. El piso de tierra es pulcro: ningún guijarro suelto, ninguna lata vacía, ningún zapato viejo retostado por el sol. Las hojas secas no andan volando por ahí sino que están escrupulosamente recogidas en un montoncito apartado contra la cerca. El sol reverbera en el tejado, hierve en el aire. Son las tres de la tarde del seis de enero de 2004.
En la terraza de grandes baldosas rojas, sentados en mecedoras de mimbre, se encuentran Carlina Orozco, esposa de Pambelé, y sus hijos José Luis y Rubén. También están las mujeres y los hijos de ellos dos, junto con algunos vecinos que han venido de visita. Solo falta Lucy, que vive aparte con su marido y sus cuatro niños. Los chicos corretean por todos lados, arman un barullo tremendo. A ratos, los adultos les piden dejar la gritería.
Hoy, al igual que hace dos días, cuando vine a esta casa por primera vez, Carlina se niega a abrir la boca. Cuando le pregunto algo, se pone el dedo índice de la mano derecha sobre los labios y mira hacia un lado. Supongo que con su gesto histriónico pretende advertirme que no está dispuesta a pronunciar ni media palabra sobre su marido. O quizá me pide que me calle. José Luis, en cambio, se desborda. Admite que a ratos se desespera tanto que piensa en la posibilidad de amarrar a su padre y meterlo en un hueco subterráneo durante cinco años, a ver si de pronto se corrige. Después afirma que la pensión mensual que el gobierno le da a Pambelé por haber sido un símbolo del deporte —un millón y medio de pesos— sólo ha servido para patrocinar sus desórdenes.
—A mi mamá no le da ni cinco centavos —protesta— y tampoco quiere aceptar que ella sea la que cobre y administre la pensión. Él es un hombre enfermo que se enloquece más cuando ve plata. Mire, se desaparece varios días, nadie sabe por dónde anda, es la locura total. Nosotros volvemos a verlo es cuando se queda sin nada y en malas condiciones.
En este momento, a propósito, lleva varios días perdido. Algunos dicen que está en Barranquilla, donde una amante llamada Cecilia. Otros juran que amaneció descalzo en el mercado de Galapa, Atlántico, jugando dominó. Los de más allá aseguran que como en Cartagena hay temporada taurina, es imposible que haya salido de la ciudad. ¿No era, acaso, el que andaba ayer por el Parque Bolívar, con una camiseta enrollada en la cabeza, convidando a pelear a un lustrabotas? ¿No era el que devoraba una posta de sábalo frito en una cabaña de La Boquilla? Si te pones a buscarlo, te pierdes tú también. Te confundes, sientes dolor en los talones. No entiendes por qué si Pambelé es omnipresente como el sol, tú no lo encuentras. Si quieres tropezarte con él —te previene el vendedor callejero de mariscos— debes ir a las 11 en punto de la mañana a los quioscos de La Matuna. Un jubilado de los que tertulian en los alrededores de la Gobernación cree que Pambelé pasó hace media hora por el malecón de Bocagrande. Un taxista del aeropuerto jura que lo saludó en las playas de Crespo. Las prostitutas de la Calle de la Media Luna suponen que está almorzando con los boxeadores del Pie del Cerro y los boxeadores, a su vez, se lo imaginan encerrado con las prostitutas. Las versiones se multiplican según el número de personas a las cuales les preguntas.
—La semana pasada estaba en el barrio Chiquinquirá con un vaso de tinto en la mano.
—Hace cuatro días tenía una gorra de los Yankees y estaba conversando con su compadre Bernardo Caraballo.
—Si hubieras llegado diez minutos antes, lo habrías encontrado en esa cafetería tomando jugo.
—Ahora mismito se fue de aquí, mi hermano. ¡Corre, para que te lo pilles en la otra esquina!
Y cada vez te lo van arrimando más en el espacio y en el tiempo, hasta que empiezas a creer que ya lo encontraste, y resulta que es una sombra engañosa, se alarga y se encoge en el piso, mas no se deja tocar. Todo lo que hagas por retenerlo será inútil, pues cuando Pambelé está de farra es como un nubarrón, viejo, anda lento pero llega lejos, lo ves cerca pero no lo alcanzas. Además, no hay manera de controlarlo. Cuando pasa frente a ti, cargado, turbio, lo intuyes amenazante y, sin embargo, te descuidas, porque ya lo consideras parte del paisaje. Entonces, cuando te acostumbras tanto que terminas por olvidarlo, el nubarrón descarga su cólera contra lo primero que se le atraviese. Bum, bum, bum. Oyes el estruendo, pasan los policías, se forman los corrillos, se desatan los rumores y al otro día, claro, lo tienes por fin frente a ti: está retratado en El Universal mientras es conducido a la cárcel de San Diego, por haber agredido a Jolinis Pérez Ortega, una joven que se negó a bailar con él.
Esta vez, sin embargo, su familia no lo ha visto ni siquiera en el periódico. Cuando pregunto que si por casualidad saben dónde se encuentra, Carlina vuelve a sellarse la boca con el dedo índice. José Luis responde que con seguridad su padre anda de parranda. Añade que donde quiera que esté, quizá tenga miedo de regresar a la casa, porque hace unos días, cuando se presentó borracho y empezó a reventar platos contra las paredes, él y su hermano Rubén lo aquietaron a la brava. Y no sólo eso: le aclararon que como volviera a irrespetarlos de esa manera, se verían obligados a encadenarlo en un árbol. Después llamarían a los periodistas para que lo vieran maniatado, a fin de que él sintiera en carne propia la humillación que ellos habían soportado toda la vida. Tan viejo, carajo, y no coge juicio. O se calma o lo calmamos. Por último, lo aguijonearon en su punto débil: si seguía causando problemas, le advirtieron, tendrían que internarlo de nuevo en un hospital siquiátrico.
José Luis confiesa que muchas veces él y su hermano han empleado la rudeza para contener a Pambelé. Es horrible, me explica, llegar a ese extremo. Horrible pero inevitable. Durante muchos años ellos han vivido emboscados en un callejón sin salida, sometidos a un dilema malvado: resignarse a que el padre los destroce o dominarlo con sus propios métodos brutales. Cuando Pambelé llega borracho o drogado, escupe insultos, reparte porrazos, lanza ollas y calderos, patea neveras. Ataca como fiera y devasta como terremoto.
—Yo recuerdo que mi papá rompía un televisor todos los meses, cuando le entraban sus loqueras —dice Rubén—.Y como en ese tiempo todavía tenía plata, se iba al día siguiente para cualquier almacén y compraba un televisor nuevo.
Cuando Pambelé se retiró del boxeo, en 1983, José Luis tenía 12 años; Rubén, 11 y Lucy, 8. A partir de ese momento, como ya no necesitaba cuidarse para la próxima pelea, abandonó los pocos escrúpulos que le quedaban. Ahí fue cuando la vida de todos se volvió un infierno. Los niños miraban impasibles cómo su padre llegaba de repente, a cualquier hora de la noche o de la madrugada, convertido en un ciclón que desbarajustaba la casa. La escena era traumática: había puñetazos, estropicio de muebles, desvelo. En medio del caos, mamá Carlina pasaba de los gritos de espanto al llanto de desconsuelo. Entonces, los chicos también lloraban. El depredador tomaba un segundo aire, rugía, se encaminaba hacia la cocina. Luego pateaba al perro, rasgaba el mantel, botaba los peroles. Cada agresión era más feroz que la anterior. Daba la impresión de que sólo se detendría cuando hubiera machacado el último florero. Lo peor, sin embargo, no era su sed de aniquilación sino su cara de lunático. ¿En qué momento, por Dios, el padre amoroso que esta mañana, antes de salir, les preparó el desayuno, los peinó y les dio un beso, se transformó en este monstruo desbocado? Ahora, el exterminador se quitaba la camisa. Parecía dispuesto a embestir con más determinación para consumar su faena demoledora. Pero cuando todos esperaban el envión final, el golpe de gracia que acabaría para siempre con este mundo cruel, el hombre se frenaba en seco, adoptaba la guardia clásica de un boxeador, tiraba una seguidilla de ganchos y rectos en el aire, y exclamaba con toda su alma:
—¡Y en esta esquinaaaaa, el campeón mundiaaaalllll Kid Pambeléeeee!
Al rato se quedaba en silencio. Se sentaba en alguna mecedora que hubiera sobrevivido al cataclismo y permanecía allí, inmutable, durante varios minutos. Chasqueaba los dedos, bajaba la cabeza. Era la calma después de la tempestad, el cielo apacible después de las centellas. Pero entonces, de manera inesperada, soltaba un pujo largo y rompía a llorar como un niño lastimado.
En este punto de la conversación, Carlina Orozco se lanza por fin al agua: agita el dedo índice, a la altura de su propio rostro, y dice que sólo los que actúen de buena fe lograrán enderezar lo que está torcido.
—La palabra de Dios nunca regresa vacía —añade—. Nosotros no queremos que el mal ejemplo de Antonio caiga en saco roto. ¡Apréndanse esa lección y úsenla para vencer al Demonio!
En seguida, mira hacia un lado y vuelve a su silencio. Como sabe que la observo, demora más de lo acostumbrado con el rostro escondido. Aprieta los puños sobre las rodillas, mece el tronco hacia atrás y hacia delante. Se ve demacrada, oprimida por el fracaso.
José Luis insiste en que su padre los ha sometido a una pesadilla demasiado larga. Para la mayoría de la gente en la calle, Pambelé es, a pesar de todo, un espectro inofensivo. Lo ves en la televisión, lo ves en el periódico, lo ves en tu barrio, lo ves en la sopa, pero al fin y al cabo, verlo no te mata. Él allá y tú acá. Él, envuelto en llamas y tú, fresco. Él, en el fondo del pantano y tú, a salvo en la tierra firme. Es cierto que si va tomado o drogado y tú te le acercas, el problema es inminente. Mantén una prudente distancia y conjurarás cualquier peligro. De todos modos, hay que admitirlo, puede ocurrir que te lo tropieces de frente en un espacio reducido y él te conecte con un mortífero uppercut de izquierda en la punta de la barbilla. Pero en ese caso, viejo, te tocará reconocer que la culpa no es de Pambelé, carajo, sino de tu mala suerte. La posibilidad de que se encuentre contigo, precisamente contigo, y te atice un soplamocos con la poderosa zurda, sigue siendo más remota de lo que muchos suponen. Así que volvemos a lo mismo: tú, sentado bajo la sombra del almendro y Pambelé, calcinándose en la mitad del sol. Tú, engordando en tu vida sedentaria y Pambelé, enflaqueciéndose en su andadura febril. No temas, que él se va alejando, se va alejando, se va alejando y se va alejando, hasta convertirse en una rastra de humo en la memoria.
A su esposa y a sus hijos, en cambio, les sucede lo contrario: pase lo que pase, Pambelé siempre se acerca. Hoy o dentro de seis meses, pero se acerca. Cuando vuelve es un lío; cuando se va, también. Están atados a su destino. Les toca cargar con él y con su fantasma, que para ellos pesa el doble. Encorva la espalda y duele muy hondo. Todo lo que Pambelé haga frente a ellos o a leguas de distancia puede afectarlos irremediablemente. Cuando él se pierde del mapa, ellos no tienen tregua, porque, de todos modos, él sigue repercutiendo en sus vidas de manera contundente. Es cierto que cuando él se encuentra lejos, la atmósfera es tranquila y los platos están a salvo. Pero en ese caso, las preocupaciones no desaparecen sino que cambian de foco. ¿Habrá armado un nuevo escándalo? ¡Claro, a la fija atacó a alguien y lo metieron preso! Luego se preguntan si está vivo. Se ponen tensos, se alteran con el mínimo ruido de la calle, llaman por teléfono, averiguan si lo han visto. De pronto, en medio del sobresalto, se miran las caras y comprenden que no están buscándolo por deber sino porque lo extrañan. Pobrecito, tal vez no ha comido. Quién sabe dónde le tocará dormir esta noche. Empiezan a pensar que es una criatura enferma, una víctima, un tipo que no tiene la culpa de haber venido al mundo con un corazón bueno y una cabeza mala. Porque, eso sí, ¿quién va a negar que cuando el hombre está en sus cabales es la decencia en persona? Y de la generosidad, ni hablemos. Acuérdense de la cantidad de gente a la cual ayudó sin estar obligado a eso. Primos, concuñados, compadres de ocasión.
Recuerden que él desde chiquito tuvo que hacer las veces de papá de sus cinco hermanos menores, porque el padre de verdad, el viejo Manuel, estaba perdido en Venezuela y hacía años que de él no había razón ni larga ni corta. Y cuando fue campeón mundial hizo que le pusieran la luz y el agua a Palenque, un adelanto para el pueblo, sí señor, con presidente y todo, que eso es algo que los viejos todavía comentan. ¡Ese era el tipo correcto en la vida! Ahí donde lo ven tan loco estaba pendiente de su gente. Cuando se ganó la corona y cobró los cinco mil dólares de la bolsa, pagó la nevera de la mamá —que se la iban a embargar— y compró por fin su primera cama doble, ya que hasta ese momento dormía con mamá Carlina en un estrecho catre de resortes. Juicioso, compa, juicioso. Y honrado. Usted podía mandar un saco de monedas de oro con él y no se extraviaba ni una sola. No le debía un centavo a nadie. Al contrario: se quitaba la ropa para regalarla. Sudaba para conseguir lo que necesitaba. En vísperas de un combate, no tomaba gaseosa, le hacía mala cara a la grasa, se apartaba si veía un sancocho, mejor dicho, mírame y no me toques. Se cuidaba más que un obispo, mi hermano. Cero trasnocho, mucho trote. Hasta pasaba la noche en un cuarto independiente, estudiando los videos del boxeador al que iba a enfrentar, analizando por dónde era que le iba a meter uno de los puños esos que, según el periodista Melanio Porto Ariza, tenían cloroformo. Cuando ya ganaba su pelea, otra vez dormía con mamá Carlina. Y ella amanecía con una sonrisa de oreja a oreja. Él cocinaba y nos llevaba el desayuno a la cama. Después tocaba las palmas, como si nos estuviera aplaudiendo, pero en realidad lo que nos quería decir con ese gesto era que nos bañáramos rápido para salir a pasear. Escríbalo como suena: éramos felices en esta casa. Bueno, quiero decir, antes de que él probara el veneno ese que lo malogró.
Una vez más, Carlina Orozco se anima a meter su cuchara en la conversación.
—Antonio es de mala cabeza pero él no se desgració solo. ¡Bastante que lo aprovecharon cuando estaba arriba! ¿Usted cree que nosotros no sabemos quiénes fueron? Nosotros sabemos todo, lo que le robaron, las porquerías que le dieron, todo. Sabemos dónde lo metían para dañarlo. Lo que pasa es que no vamos a mover ni un solo dedo para castigar a nadie, porque en la Biblia está escrito que el que a hierro mata, a hierro muere, y Dios ya le tiene su paga guardada a cada quien.
Fiel a su costumbre, Carlina vuelve a callar. Mira hacia un lado. Se mece. José Luis me reta ahora a comprobar que de los once hijos que tuvo su padre con cuatro mujeres, ninguno siguió su mal ejemplo. Al contrario, explica, todos exageran los buenos modales, sin duda para notificarle a su interlocutor, desde el comienzo, que están hechos de otro material. Pero —añade a continuación— con su padre esa cortesía no siempre funciona. Y además, la paciencia se agota. Cuando eran niños se resignaban al pánico en forma pasiva. Soportaban el maltrato a su madre, el escarnio público. No tenían manera de impedir que el huracán destruyera su morada. Estaban montados contra su voluntad en un carrusel de atrocidades que pulverizaba los nervios y nunca terminaba de girar. Además de padecer barbaridades, oían comentarios sobre las penurias económicas que se avecinaban: Pambelé remató los ocho apartamentos de Bocagrande y los cinco del Edificio Comodoro. Pambelé llegó al banco en bermuda, camisilla y chancletas, y retiró 10 mil dólares por ventanilla. Pambelé vació las tres cuentas corrientes y las dos de ahorros. Pambelé ferió los últimos 50 mil dólares que le quedaban de sus propiedades en Venezuela.
Pambelé vendió su colección de vehículos de lujo y quién sabe en qué se gastó la plata. Pambelé cambió una finca de 300 hectáreas por una noche de farra. Pambelé —y esto ya es el colmo— dejó perder hasta la casa que le había regalado a su mamá, a la pobre vieja Ceferina. Todas estas mortificaciones, afirma José Luis, se acumularon en forma dañina. Un día, cuando él y su hermano Rubén sintieron que habían crecido lo suficiente como para levantar el pecho, se sublevaron. En ese momento descubrieron que de todos modos no tenían alternativas: desterrar a su padre los pone a salvo de sus impertinencias, pero también les genera zozobra. Amarrarlo es librarse de sus golpes, pero condenarse a ver una escena pavorosa que duele hasta las lágrimas.
¿Para qué les ha servido, entonces, haberse rebelado? Por lo menos —responde Rubén— para conservar esta casa—finca, que fue lo único que le quedó a su madre. La lucha ha sido brava, añade. Varias veces han tenido que perseguir con machete a desconocidos que aparecen de repente pidiéndoles desalojar el predio, dizque porque ya Pambelé les firmó la promesa de compraventa.
III. Pambelé, el memorioso
El sol es ahora menos inclemente. Sopla la brisa, ladra el perro dormilón, se espanta la gallina latosa. El ruido es ensordecedor. Desquicia. Los niños se desordenan cada vez más. Corren, gritan, sacan la lengua. Parecen tener la energía suficiente para saltar durante tres días seguidos. De pronto, uno de ellos se desprende del grupo y se viene para donde yo estoy. Tiene la cara amoratada por el trajín, chorrea sudor. Me cuenta, con la voz entrecortada por la agitación, que se llama Bryan, que tiene ocho años y es hijo de José Luis.
—Oiga, señor, ¿esa grabadora graba lo que uno dice?
—Sí, claro.
—Yo quiero grabar algo sobre mi abuelo.
El chico se frena, mira a su padre y a su abuela. Se nota que busca aprobación. Como no ve la señal por ninguna parte, se mordisquea el dedo índice, agacha la cabeza, sonríe apenado.
—¿Qué quieres decir? —insisto.
Pero el muchachito no se pasa de la raya ni un milímetro. Duda otra vez. Sonríe. En ese momento su padre le arroja el salvavidas.
—¡Ajá, di lo que quieres decir!
Entonces, como impulsado por un resorte, Bryan acerca el rostro a la grabadora, se pone las manos alrededor de la boca en forma de bocina y habla con un tono fuerte.
—¡Mi abuelo a veces se porta bien y a veces se porta mal!
Cuando termina de hablar permanece acurrucado con la vista fija en la grabadora.
—¿Qué hace cuando se porta bien?
De nuevo, arma una bocina con las manos y levanta el tono para responder.
—Cuando se porta bien compra Bom Bom Bun y me da a mí y le da a Brenda.
—¿Y cuando se porta mal?
—Le pega una lluvia de puños a la ropa que está ahí colgada y dice: «¡No jodaaa, yo soy el campeón mundial Kid Pambeléeeee!».
En esta última frase se esforzó por remedar el vozarrón de su abuelo. Además, trató de copiar sus ademanes. Por eso, respondió lanzando puñetazos en el aire, como si él también les estuviera pegando a las camisas tendidas en la cuerda del patio. Después hundió el rostro en el vientre de mamá Carlina y se quedó quieto.
—El problema de mi papá es ese —dice ahora Rubén—. Él no quiere aceptar que ya no es campeón mundial. A nosotros nos han dicho los médicos y varios conocidos de él, que eso es lo que le hace más daño.
Son muchas las personas que, en efecto, dan fe de ese delirio. Como Orlando García, el gran lanzador del béisbol colombiano. En 1987, los dos ex deportistas coincidieron en la sucursal de Hogares Crea en Barranquilla, con el propósito de curarse de la adicción a las drogas. Desde el principio —cuenta García— el líder del grupo les dejó en claro que allí no serían tratados como celebridades sino como seres enfermos. Por eso les pidió borrar el pasado y empezar de cero.
«Usted, por ejemplo», añadió, «aquí no se llama Pambelé sino Antonio. ¡Pambelé fue el boxeador y lo dejamos allá afuera, porque aquí adentro nos importa una mierda! ¡Aquí no queremos nombres sino hombres!».
Al principio, Pambelé se pasaba la norma por la faja. Era displicente si le llamaban Antonio, recitaba cada rato, en voz alta, los pormenores de su gloria; actuaba como lo que siempre ha creído ser: el campeón. Un día los compañeros lo sentaron en el banquillo de los acusados y lo acribillaron en una terapia de confrontación de quince minutos.
—¡Qué vas a ser tú campeón mundial ni qué nada!
—¡Olvídate del tango, que ya Gardel murió!
—¡No creas que eres mejor que nosotros! ¡Recuerda que estás aquí por soplador!
—¡Hablando basura y permitiste que tu vieja quedara otra vez en la calle!
—¡Tú no eres más que un pobre negro hijueputa, cabezón y maluco!
El periodista Eugenio Baena cuenta que ha sido testigo, por lo menos dos veces, de cómo Pambelé, en momentos de desvarío, confunde el pasado con el presente. «Yo estuve con él en el Madison Square Garden, cuando peleó contra Miguel Montilla. Eso fue en 1979. Hace como dos años me lo encontré en la Plaza de los Coches y me preguntó que cuándo había regresado de Nueva York».
Baena recuerda que en ese momento, como vio que se acercaba un grupo de turistas extranjeros, Pambelé tiró varias combinaciones de golpes en el aire, acentuadas por su respiración. Movió la cintura, echó la cabeza hacia atrás, como esquivando un leñazo, y al final sacó un violento uppercut de izquierda que con seguridad le quebró la quijada a su rival imaginario.
Los turistas, que se habían detenido para ver la inesperada exhibición, aplaudieron. Los comerciantes del Portal de los Dulces rieron a carcajadas. Lo rodearon. Alguien gritó: «¡Buena esa, campeón!». Otro dijo: «¡Mataste a ese pobre man!». Pambelé levantó el puño derecho hacia el cielo. Lo agitó en el aire, como si estuviera agradeciendo con un pañuelo los cumplidos del público. Luego se dirigió otra vez al periodista.
—Doctor Baena: dígale a esta gente cómo dejó la nieve esa de Nueva York. Yo me vine primero que usted porque el frío me acobarda. Además, voy a vender el Mercedes Benz deportivo.
Más adelante, cuando por fin encuentre a Pambelé, comprobaré cuán atinadas son todas estas voces que, en el camino, me lo van retratando como un rehén de su pasado. Oyéndolo hablar durante horas en diferentes cafeterías del centro de Bogotá, concluiré que es un hombre encandilado por su propia gloria. El fogonazo de sus recuerdos es tan vasto que no le permite ver lo que ocurre más allá. Es un resplandor que lo persigue de manera obsesiva, recurrente, en la vigilia y en el sueño. Pambelé es incapaz de precisarte, por ejemplo, qué camisa se puso hace dos días o cuál era el apellido de Rosita, su primera novia. Si le preguntas cuántos nietos tiene, tartamudea. Si le pides que te diga quién es su sobrino mayor, bosteza. No sabe dónde botó el papelito en el que, hace 10 minutos, le anotaste tu número telefónico. Pero en cambio evoca con pelos y señales los detalles de sus 21 peleas por el título mundial: el día y la hora, los hoteles en los cuales se alojó, lo que se comió y lo que se bebió, los titulares de los periódicos, los colores de cada pantaloneta suya y de los rivales, el olor de los camerinos. Tú le mencionas un nombre —Nicolino Locche, pongamos por caso— y en seguida te recita la película completa: Gimnasio Maracay, diez mil espectadores, sábado 17 de marzo de 1973, nueve de la noche. Locche con la ceja rota en el segundo round. Locche con una hemorragia brutal en el quinto. Locche llorando porque en el noveno su esquina tiró la toalla, en señal de rendición. ¡Nocaut técnico, señores! ¡No hay quien pueda con Pambelé! ¡Tenemos campeón para rato!
Se sabe cada pelea de memoria. Te puede decir en qué punto exacto del ring derribó al oponente, con qué clase de golpe lo fulminó, quiénes llegaron a su esquina para felicitarlo, en qué restaurante fue la cena de celebración, con qué tipo de vino fue el brindis. Tú sólo tienes que darle un nombre, y listo. Él cuenta entonces que a Chang Kil Lee lo tumbó con la derecha y a Víctor Millón Ortiz, con la zurda. Que a Héctor Thompson lo noqueó con un directo a la mandíbula y a Norman Sekgapane, con un gancho al hígado. Cuando le toca hablar de Esteban de Jesús, suspira profundo y dice: «Pobrecito, después murió de sida». Si le mencionas a Pepermint Frazer, su respuesta es más larga, pues a ese rival le arrebató el título, el 28 de octubre de 1972, en el Gimnasio Nuevo Panamá. En la revancha —agrega a continuación— lo noqueó más rápido. Él todavía conserva, sí señor, la foto que sacó El Tiempo en primera página, al día siguiente de ese combate: aparece Peppermint gateando, los ojos vidriosos, el protector bucal tirado en el piso, bajo el siguiente epígrafe: «¡Porque sé que de este golpe ya no voy a levantarme!».
De su vida como campeón, a Pambelé no se le escapa nada, ni lo grande ni lo pequeño, ni lo sufrido ni lo bailado. Él recuerda, por ejemplo, en qué aerolínea viajó a Panamá cuando iba a pelear contra Lion Furuyama; a qué hora aterrizó en Seúl cuando iba a defender el título ante Kwang Min Kim y quiénes eran sus acompañantes en cada uno de esos vuelos. Luego te informa que el día que se enfrentó a Wilfredo Benítez, en San Juan de Puerto Rico, comió pescado en un restaurante español. Que la tarde que le ganó a Benny Huertas, en Cali, comió churrasco en un asadero argentino. Y todo eso te lo cuenta sin titubeos. En uno que otro caso, incluso, te da el color y la moda de la camisa que tenía puesta durante la cena.
¿Anécdotas? ¡Ufff, un montón! En Tokio terminó con las manos hinchadas de tanto pegarle a Yasuaki Kadota. En todos los rounds lo tiraba a la lona una o dos veces. Cada caída era más aparatosa que la anterior. Kadota no parecía al borde del nocaut sino de la muerte. Sin embargo, siempre que lo derribaban se levantaba del suelo con un entusiasmo irritante, digno de mejor causa. Otra vez le atizaban un porrazo que lo acostaba con las piernas para arriba, y de nuevo se reincorporaba, se sacudía las nalgas y se aprestaba a reanudar la contienda. Lo suyo ya no era coraje sino capricho. O, como dice Pambelé, «puras ganas de joder».
En el minuto de descanso anterior al sexto round, el campeón lucía desesperado por el dolor en las manos. Entonces fue cuando le disparó a su entrenador una de las ocurrencias más sublimes de la historia del boxeo.
—Oye, Tabaquito, yo creo que estos japoneses me están cambiando al tipo. Fíjate a ver si es el mismo.
Contagiado por la carcajada que genera su historia, Pambelé sonríe. En seguida dice que en Palenque también le sucedió algo gracioso. Fue el día de la inauguración del servicio de energía. Los paisanos que habían concurrido a la plaza principal no parecían tan interesados en la ceremonia oficial como en desfilar delante de la imagen de San Basilio, el patrono del pueblo. La gente llegaba donde el santo, le decía unas palabras y se iba. Muertos de curiosidad, el presidente Misael Pastrana y el alcalde de Cartagena, Juancho Arango, decidieron acercarse para ver qué estaba pasando. Entonces oyeron la insólita plegaria.
—San Basilio bendito, San Basilio bendito, como Pambelé pierda el título, ¡te jodes con nosotros!
Cuando le pregunto de dónde sacó ese chiste, responde que «esas son vainas del doctor Fidel Mendoza Carrasquilla».
Más adelante, cuando por fin encuentre a Pambelé, compararé su memoria con una videocinta que solo contiene imágenes de su pasado como campeón. Descubriré que a veces, cuando habla, no parece estar recordando sino encendiendo la casetera. Play, y empieza el combate. Forward, y la acción se adelanta hasta el siguiente nocaut. Review, y proyecta la caída del rival desde otro ángulo. Pause, y congela el cuadro para ufanarse de la precisión del jab. Repetir las escenas es repetirse a sí mismo en la gracia, volver a tener en los músculos la consistencia del acero. Es recuperar los laureles estropeados por la calamidad, sentarse de nuevo en el trono de la Diosa Fortuna. Es verse inundado de luz por los siglos de los siglos, indestructible y hermoso, besado por las azafatas en los aeropuertos, venerado por presidentes y ministros.
Todo eso, claro, lo pensaré cuando esté por fin frente a Pambelé. Por lo pronto, como todavía no lo he encontrado, sigo armando un bosquejo previo con las voces que voy oyendo en el camino. Ahora, el turno es para Billy Chams, el empresario boxístico barranquillero. Alguna vez que Pambelé trató de rehabilitarse, Billy le brindó la oportunidad de trabajar en su cuerda como entrenador. Quienes lo veían en aquella época —verbigracia, el periodista José Marenco— se asombraban con su progreso: estaba juicioso, totalmente entregado a sus deberes. La sobriedad se le acabó la noche en que peleó Miguel Happy Lora contra Lucio Metralleta López. Antes del combate, los organizadores de la velada les rindieron honores a los campeones mundiales de boxeo —retirados o activos— que había producido Colombia. Uno a uno, los homenajeados fueron subiendo al ring para recibir el respaldo del público. Cuando le tocó el turno a Pambelé, tambalearon las graderías. La gente, tal vez conmovida por la recuperación de su ídolo, se puso de pie y le tributó el más grande aplauso que se haya oído jamás en la Plaza de Toros de Cartagena. Esa noche, Pambelé se perdió, en sentido metafórico y en sentido literal. Pero antes de evaporarse en las tinieblas lo vieron tirar puños en el aire, destapar una botella de ron y gritar que él es el único, el campeóoooon mundialllllllllll. Nunca más volvió a asomar sus narices por la oficina de Billy Chams.
El médico Christian Ayola declara que las drogas y el alcohol no ocasionaron el problema de Pambelé, como todo el mundo cree, sino que lo agravaron. Ayola descarta, además, posibles secuelas del boxeo, ya que Pambelé no fue un hombre golpeado. «Yo estudié su cerebro y no tiene ni una sola lesión neurológica», agrega. «Mi diagnóstico es el siguiente: trastorno bipolar afectivo, lo que anteriormente se conocía como enfermedad maniaco—depresiva». Según Ayola, se trata de un mal genético que Pambelé heredó de su madre, doña Ceferina Reyes. «Obviamente, en el caso de él, la crisis se recrudece por el uso de sustancias alucinógenas y por su sentido totalmente errado del éxito y del fracaso».
Humberto Martínez, quien estuvo a cargo de Pambelé en el Hospital Siquiátrico de La Habana, explica que justamente ese mal manejo del éxito y del fracaso es lo que genera su conducta agresiva. «Él fue un ganador nato y quiere aferrarse a eso hasta que se muera. Sin darse cuenta, plantea su vida en el pasado y trata de resolverlo todo con los golpes, porque necesita sentir que todavía puede ganar».
Tal vez fue por eso que hace dos años el periodista Raúl Porto Cabrales lo vio peleando a puñetazo limpio, en pleno centro de Cartagena, contra el también ex boxeador Milton Méndez. Ambos estaban descamisados bajo la canícula atroz de la una de la tarde, en medio de un círculo de bárbaros que los azuzaban a gritos. Los dos lucían rotos, hinchados y el público les reclamaba más sangre. De pronto, en forma inesperada, dejaron de pegarse y se dieron un abrazo inmenso. Intercambiaron elogios. Los espectadores no entendían nada. Y quedaron más confundidos aún cuando Pambelé sacó del bolsillo del pantalón un billete de 20 mil pesos y se lo entregó a Milton Méndez. Alguien preguntó qué carajos era lo que pasaba. La respuesta fue de Milton Méndez.
—Hombe, mi hermano, lo que pasa es que Pambelé llegó buscando problema. Ustedes saben cómo es él. Yo le dije: mierda, Pambe, yo peleo contigo ¡pero si me das 20 mil barras!
El cronista Jaime de la Hoz Simanca considera que Pambelé comete sus famosos atropellos de manera inconsciente. Lo que él busca, en su delirio, no es abusar de las demás personas sino ratificarse como el campeón. No es que él quiera robarle al taxista el dinero del servicio, ni pasarse de listo con la señora que le vendió el almuerzo. Al negarse a pagar, cree simplemente que está ejerciendo un derecho. ¿Acaso olvidas que él es Pambelé? ¡Pero cómo así, mi brother! ¿Estás loco? ¡Tuviste a Pambelé en tu restaurante, brother, en tu restaurante! ¿Y pretendes cobrarle? ¡No, brother, déjate de venir a inventar películas de terror! ¿Tú piensas que Pambelé es uno de los clientes pringacaras esos que comen en tu negocio todos los días? ¡Qué falta de respeto es esa, brother!
Cuando Pambelé está en crisis no distingue el pasado del presente. Recuerda el nocaut antiguo, lanza de nuevo el uppercut. Y va por ahí disparando puñetazos alucinados que también a él le duelen. Pega y vuelve a pegar pero recibe muchos golpes, a menudo más brutales que los suyos. Vive convencido de que las calles son un ring del que puede salir airoso sólo con la potencia de sus nudillos. Pero allí la violencia es a otro precio, viejo Pambe. Allí no te muelen la osamenta con una trompada sino con un garrote, ni te parten la ceja con un jab sino con un pico de botella.
Y ese peligro es el que a Rubén Cervantes, su hijo, le inspira más temor. Mientras entramos en la sala, me comenta que su padre festeja cada 28 de octubre —día en que ganó el título mundial— con una borrachera tremenda. Desde temprano empieza a llamar por teléfono a sus amigos, para que lo feliciten. «¿Tú sabes qué día es hoy?», les pregunta. Cuando ellos reafirman la fecha, entonces Pambelé les contesta. «Bueno, saca la cuenta. ¿Cuánto hace que soy campeón?».
Noto que la pared principal de la sala está llena de fotografías del Pambelé victorioso: con el brazo derecho en alto, con presidentes y cantantes, levantado en hombros, asediado por los micrófonos, inmenso como una catedral sobre un rival que agoniza en la lona. Rubén me informa que el propio Pambelé fue quien armó esta galería y que se sabe de memoria la posición de cada retrato. Si alguien le cambia el orden a una foto, él lo descubre en la primera ojeada. Y agarra una rabieta monumental.
Carlina Orozco, que se ha venido detrás de nosotros y está parada al frente de la galería, se persigna. Sólo dice dos palabras, antes de esconder la mirada y taparse la boca otra vez con el dedo índice.
—Pobre Antonio.
IV. Perder es cuestión de método
El empresario cartagenero Nelson Aquiles Arrieta recuerda con nitidez la imagen del muchacho. Llegó una mañana de 1963 a su oficina, con una bolsa de cigarrillos de contrabando debajo de la axila derecha y un cajón de lustrar zapatos en la mano izquierda. Fiel a su costumbre, Arrieta lo examinó de pies a cabeza en el primer vistazo. Lo midió al ojo, le calculó el peso. Su olfato de tiburón se excitó en el acto, reconoció en aquel intruso de extremidades largas y aceradas, al campeón soñado. Era magro como una anguila pero sólido como una roca. Daba la impresión de que, en la misma noche, podía bailar una tanda de mapalé y pelear contra cinco tipos. Sin preámbulos, —y todavía de pies— el visitante fue al grano: dijo que se llamaba Antonio Cervantes Reyes, que había nacido en Palenque de San Basilio el 23 de diciembre de 1945 y que quería una oportunidad como boxeador.
Esa misma tarde comenzó a entrenar en el gimnasio. Arrieta demoró varios minutos para creer lo que estaba viendo: Cervantes soltaba las manos con la rapidez de un relámpago y la fuerza de un mortero. Cada vez que le asestaba un golpe al saco de arena de 120 kilos, lo desplazaba 90 centímetros. Ninguno de los otros boxeadores de la cuerda había logrado una hazaña similar. Arrieta sintió que se había ganado el premio gordo de la lotería sin necesidad de comprar el boleto.
—Lo único que no me gusta —le dijo al muchacho cuando terminó la práctica— es tu nombre. ¡De ahora en adelante te llamarás La Amenaza Negra!
El optimismo de Arrieta, sin embargo, se desvaneció apenas su pupilo debutó en el ring. ¡Cuánta torpeza, por Dios! Usaba la guardia tan abierta que recibía todos los golpes que le lanzaban. Era muy frío. Podía permanecer un round completo sin soltar las manos, como si la lluvia de golpes que le estaba cayendo en el rostro no fuera un problema suyo. Cuando por casualidad tiraba un puño, fallaba de la manera más ridícula.
En aquella época, el público deliraba con la técnica refinada de Bernardo Caraballo y con el coraje suicida de Mario Rossito. Cervantes, tosco y apático, era la antítesis de los dos ídolos. Para sobrevivir en el mercado boxístico de aquella Cartagena racista y de ínfulas virreinales, era necesario polarizar a la gente: encarnar, por ejemplo, la rabia de los oprimidos. O ser el negro pedante al que todos los blancos quisieran ver con las costillas rotas. Cervantes no representaba ni lo uno ni lo otro. Nadie se herniaba haciendo fuerza para que ganara, nadie apostaba un ojo por su derrota. Los que lo veían pelear, se aburrían. Pero al día siguiente ya todo el mundo lo había olvidado.
Arrieta se avergonzó de haber visto a Cervantes como el campeón mundial de sus sueños. Sin embargo, cuando dejó de confiar en él no lo marginó, sino que empezó a utilizarlo como relleno en sus carteleras. ¿Que no vino el boxeador panameño que iba a pelear contra Barbulito Zuluaga? Ahí está Cervantes, vayan a buscarlo. ¿Que se necesita un oponente de última hora para medirse contra Félix Salgado? Traigan a Cervantes. Un día el empresario notó que los cartageneros no querían verlo ni siquiera como bulto de ocasión. Entonces decidió que era hora de probar nuevas alternativas. Supuso que en los pueblos, como había una menor oferta de entretenimiento, su pupilo sería recibido sin prevenciones y sin exigencias. De modo que un sábado lo programaba en Cereté y a los 15 días en María La Baja. En un lugar era presentado como La Pantera Asesina y en el otro, como La Araña Negra. Después de probar varios apodos impuestos por el mánager, el propio Cervantes solicitó que lo llamaran Kid Pambelé, el mote que, allá en Palenque, le había acuñado su tío Pablo Salgado, en homenaje a un boxeador nicaragüense. A esas alturas, por andar peleando de carpa en carpa, tenía el aire bonachón de los leones de circo. No inspiraba respeto.
Los compañeros de Kid Pambelé en sus correrías rurales eran los otros boxeadores de la cuerda de Nelson Aquiles Arrieta, casi todos pegadores del montón. Se la pasaban peleando entre sí mismos, en un círculo repetitivo. El adversario más recurrente de Cervantes en aquella etapa era José Godoy, un mecánico empírico al que usaban como escalera de los muchachos que venían surgiendo. Todo el que lo enfrentaba, avanzaba un peldaño en el escalafón. Su asombrosa cadena de derrotas inspiró un chiste: se decía que una fábrica de jabones pretendía contratarlo como objeto publicitario, y que para tal fin pondría el anuncio en la suela de sus botines, ya que de esa forma el público apreciaría mejor la marca del producto, en el momento en que Godoy cayera a la lona con los pies para arriba. A Godoy, sin embargo, no había derrota que lo desmoralizara. Siempre estaba disponible para el próximo combate. A cualquier hora del día o de la noche que llegaran a buscarlo, abandonaba el taller y se iba. Ni siquiera preguntaba para dónde lo llevaban ni a quién tendría que enfrentarse.
—Antonio y yo peleamos cuatro veces —me dice José Godoy—. Él me ganó siempre.
Nos encontramos en el Gimnasio del Pie del Cerro, donde Godoy se desempeña como celador. Sin esperar mi nueva pregunta, me informa que precisamente por haber peleado tanto contra Pambelé fue que llegó a quererlo como lo quiere. Viajaban juntos en los buses, compartían las habitaciones de paso, almorzaban en las mismas fondas de carretera. Gastaban como amigos el poco dinero que habían ganado golpeándose como enemigos. Era muy raro, a propósito, que dos púgiles se odiaran. A veces alimentaban en público la idea de una inquina feroz, para que los aficionados se tragaran el anzuelo y acudieran en masa a ver el espectáculo. Pero tenían un profundo sentido de la solidaridad social.
—Se ve muy maluco que un pobre escupa a otro pobre, le dijo una vez el boxeador Enrique Higgins al periodista José Ignacio Betancur. Y ese principio, en aquella época, era sagrado. Cuando Bernardo Caraballo noqueó a Antonio Mochila Herrera, se puso contento porque al fin había reunido el dinero suficiente para ampliar su casa. Al día siguiente fue a buscar al único albañil que, según él, merecía ganarse los honorarios de la obra: nada menos que el mismísimo Mochila Herrera, quien todavía tenía los párpados inflamados por la muenda.
Cuando le pregunto a Godoy su concepto sobre Pambelé, se explaya en elogios: el más grande, el de la pegada más poderosa, el que puso en alto el nombre de Colombia, el que hizo que el país se fijara en el boxeo, el mejor campeón mundial de su peso en toda la historia. Como persona —añade después de una pausa— también es lo máximo, siempre y cuando se encuentre sobrio. A veces, cuando le pagan la pensión, viene al gimnasio por el mediodía y manda a comprar almuerzos para los boxeadores que permanezcan entrenando.
—Pobre Antonio —suspira—. ¡Venir a tropezarse con esa mala enfermedad! Él cuando se encuentra conmigo, me abraza. La última vez que vino por aquí me dijo: fíjate, cabezón, lo que es la vida. Tú perdías con todo el mundo y estás mejor que yo.
—Y usted, ¿qué le contestó?
—Yo le dije: marica, tú te volviste bueno fue después, porque cuando andábamos peleando por los pueblos esos, pasabas las de San Quintín. ¡Casi ni a mí me podías ganar!
—Así es —confirma ahora Nelson Aquiles Arrieta—. ¡Casi ni a Godoy le podía ganar!
Después cuenta que tampoco en los pueblos había público para las presentaciones de Pambelé. En Calamar, por ejemplo, la taquilla fue tan pobre que sólo alcanzó para pagarle el almuerzo. Le pregunto a Arrieta por qué Cervantes, a pesar de tantos descalabros, insistía en pelear. «Porque cualquier cosa que le diera el boxeo era mejor que lo que tenía antes», responde sin vacilar.
¿Y qué era lo que tenía antes? En principio, allá en su natal Palenque, era un niño doblegado por la aspereza de su rutina diaria: tenía que madrugar a buscar el agua, arrear las hojas de bijao para envolver los pasteles que hacía su madre, cortar una carga de leña, vender pescado de casa en casa —a pleno sol y con los pies descalzos— y por la tarde llevarle a su abuela, en Cartagena, un bulto de plátano verde para que ella lo revendiera en el Mercado del Arsenal. Era el mayor de los seis hermanos. Esa circunstancia, sumada a que el otro varón de la familia era todavía un bebé y a la ausencia prolongada de su padre, le impuso desde muy temprano obligaciones de adulto.
Antonio no había cumplido los 10 años cuando los Cervantes Reyes se mudaron para Cartagena. En su pueblo —uno de los primeros enclaves de negros cimarrones que hubo en América— escaseaba el dinero, pero sobraban los alimentos. La yuca crecía silvestre, el ñame se extendía como la plaga y los peces se multiplicaban en cualquier época del año. Nunca faltaba un sancocho de hueso humeante en el fogón del patio. Tampoco, un allegado que cocinara cerdo y te regalara, por lo menos, la asadura. Había comida suficiente para que te hartaras y te olvidaras de que eras pobre. Pero ahora, en Cartagena, Antonio debía acostarse algunas noches con el estómago vacío.
Su familia se estableció en Chambacú, un tugurio ubicado en las afueras del sector colonial. Aquello era entonces un fangal de olvido disputado por los zancudos y los vándalos. Una tarde, un hombre atracaba a otro con una hachuela de carnicero. Al día siguiente, dos mujeres peleaban a arañazos y mordiscos por el amor de un negro que tenía tres dientes forrados en oro. En el barrio siempre estaba sucediendo algo espantoso que parecía definitivo. El apremio de cada hora impedía ver más allá del momento. Nadie se preocupaba por el mañana, pues lo verdaderamente urgente era terminar con vida la noche actual.
Antonio se preguntaba si sobreviviría a la hostilidad de las calles y a la miseria de su casa. Le mortificaba que los haraganes de esquina se mofaran de su acento palenquero. Sufría viendo las angustias de su madre. Un día entendió que nadie lo respetaría en aquel universo de infamia, si no era capaz de castigar a todo el que le faltara con una buena trompada en el caracol de la oreja. ¡Santo remedio! Para combatir al otro enemigo —el hambre— se consiguió un cajón de lustrabotas y un cartón de cigarrillos de contrabando. Y se fue a probar suerte en el Camellón de los Mártires.
No tardaría en descubrir que en aquella época la única opción digna que la ciudad les ofrecía a los muchachos negros y pobres como él era el boxeo. De modo que cuando por fin se calzó los guantes no fue para empezar la pelea sino para seguirla, porque, como advertía el periodista Melanio Porto Ariza, «el primer ring es la vida misma, que manda unos porrazos fuertes de hambre y dolor».
—A mí me impresionaba mucho —dice Nelson Aquiles Arrieta— que él no expresaba desilusión por su falta de carisma para atraer al público. Era un conformista de tiempo completo.
Tan resignado estaba Pambelé a su papel de perdedor, que cuando volvieron a programarlo en Cartagena le apostó a su propia derrota. Dos días antes de la pelea fue contactado por unos desconocidos, que le prometieron dinero si se arrojaba a la lona en el cuarto asalto. Y claro: aceptó en menos de lo que canta un gallo. Lo que no imaginaba era que su adversario, Chico González, le arruinaría el plan. En el segundo round, sin que Pambelé le rozara un pelo, el tipo se tiró al piso. Torció los ojos, estiró una pierna. El árbitro empezó entonces el conteo fatídico.
—Uno, dos.
El público vio claramente que, antes de los diez segundos de rigor, a González no lo levantarían del suelo ni con una grúa.
—Seis, siete.
—¡Párate, hijueputa, que no te he pegado!, gritó Pambelé.
—Nueve, diez. ¡Nocaut fulminante!
Todo el mundo en Cartagena se enteró de que González parrandeó esa noche, hasta el amanecer, con los carniceros del mercado, quienes habían urdido la patraña. Pocos días después, la Federación Colombiana de Boxeo determinó suspender por un año a los dos protagonistas del insólito tongo doble, único caso de su género en los anales de este deporte.
Maniatado por la sanción y abochornado por los comentarios de la gente, a Pambelé no le quedó más opción que irse del país. Su nuevo destino: Caracas, la capital de Venezuela.
V. Paseando en el carro de bomberos
Quienes lo conocieron en Cartagena como un simple relleno de carteleras quedaron desconcertados la noche del 28 de octubre de 1972, cuando la radio empezó a difundir la noticia de que se había convertido en el primer campeón mundial de Colombia.
Algunas personas, convencidas de que su victoria por nocaut sobre Alfonso Peppermint Frazer había sido producto de un golpe de suerte, vaticinaron que sería un monarca efímero, dueño de un trono de papel que volaría en pedazos con la brisa más leve. Sin embargo, Pambelé ganó su primera defensa del título y después la segunda. Luego siguió aniquilando retadores, hasta imponer la más férrea dictadura que se recuerde en la categoría de las 140 libras. El torpe se había transformado en un verdugo implacable, en una máquina de demolición que no tenía fisuras por ninguna parte.
En el ring lucía más bien sereno, nada de despilfarrar los golpes como si fueran baratijas. Erguido, los pies separados en un compás perfecto, lanzaba los puños solamente cuando tenía la certeza de que iban a dar en el blanco. La mano izquierda adelantada mantenía a raya al contrincante, con una arrogancia nunca antes vista. No era el típico jab que apenas sirve para demarcar el territorio e impedir que el otro se acerque, sino un martillo persistente que aturdía y perforaba. Pum, en la boca. Pum, en la boca adolorida. Pum, en la boca rota. Pum, en la boca que chorreaba sangre. El martillo pegaba y pegaba, obsesivamente, donde más te dolía, y sólo te dejaba en paz al final de su tarea asesina. Pum, pum, pum. Cuando lograbas superar el cerco de esa mano izquierda de pesadilla, entonces te esperaba, inexorable como un trancazo, la derecha.
Si el porrazo explotaba en la punta de tu barbilla, te garantizo que caías al piso como un tronco cercenado por un hacha. Es posible que en esos diez segundos de penumbra soñaras, como Sonny Liston, con una manada de cocodrilos interpretando un concierto de violines. Pero al despertar no encontrabas música sino un mapa borroso que te confundía.
El repertorio ofensivo de Pambelé era completo. Podía noquearte con un solo golpe o con la combinación de varios, en el estómago y en el tabique nasal, por arriba y por abajo. Incluso se permitía pegar mientras retrocedía, una virtud que sólo han poseído unos pocos elegidos en la historia del boxeo. Sereno, la izquierda por delante, la derecha al acecho, esperaba su oportunidad. Entre tanto, miraba sin parpadear, con la concentración de un felino que prepara su zarpazo. Pum, el jab en el ojo. Pum, el jab en la ceja. Cuando su olfato de bestia detectaba el desfallecimiento del rival, lo remataba sin contemplación, con una eficacia deslumbrante.
En total realizó 21 combates de título mundial, un récord para la división walter junior. En 1980, cuando perdió la corona, los colombianos entendieron que esa era la consecuencia lógica de su desorden. Además, ya contaba 35 años —que en el boxeo equivalen a la ancianidad— mientras que su rival, Aaron Pryor, era diez años menor. Y tenía hambre.
En octubre de 1998, Pambelé fue incluido por expertos internacionales en el Salón de la Fama, un museo consagrado a honrar la memoria de los mejores de todos los tiempos. A la emotiva ceremonia, llevada a cabo en Bangkok, Tailandia, tuvo que viajar el periodista Estewil Quezada, porque Pambelé llevaba varios días perdido y nadie sabía dónde se encontraba. Cuando apareció, recibió el premio: un anillo de oro que tenía escrito su nombre en alto relieve.
Le pido a Pambelé por enésima vez que me informe dónde está el anillo de oro que le dieron en el Salón de la Fama. Se hace el loco, sorbe el pitillo de su gaseosa. Nos encontramos sentados en el segundo piso de una solitaria cafetería del centro de Bogotá. Llevo cinco días entrevistándome con él y no le he oído ni una sola respuesta concreta sobre los temas espinosos de su vida.
Siempre contesta que quiere mucho a los colombianos, que él es un hombre del pueblo y que gracias a Dios todavía hay salud. No pronuncia ni media palabra sobre la posibilidad de comenzar otro tratamiento en Cuba, ni aclara para dónde se va cada tarde, cuando terminamos la sesión de diálogo y él se mete por el callejón del frente. Uno le pregunta que si ha llamado a Carlina y él responde que casi todos los días habla por teléfono con José Luis. No dice, en cambio, cuándo regresará a Turbaco para ver a sus hijos, ni cuándo fue la última vez que compartió la pensión con su mujer. No hay por dónde agarrarlo. Agita la botella de gaseosa, sorbe el pitillo y evade los ojos de su interlocutor. Cae en un silencio incómodo, tamborilea en la mesa con los dedos de la mano derecha, consulta el reloj. Me gustaría que precisara —le digo a quemarropa— en qué momento se volvió adicto y qué tipo de drogas ha consumido. El hombre me observa con fastidio. Luego declara, con el más serio de sus rostros, que ya no se acuerda de esa parte de su vida «porque fue hace mucho tiempo».
—¿Usted todavía se cree campeón mundial?
—No.
Y no agrega ni un suspiro. Pambelé te oye con sumo cuidado, te calibra aunque parezca que no te presta atención. Calcula la respuesta. Luego dispara un monosílabo tajante, como un jab con el cual pretende mantenerte a distancia. Jamás deja escapar una palabra que lo comprometa. No dice, por ejemplo, quiénes fueron esos cartageneros de clase alta que, en las fiestas de Bocagrande, le enseñaron a esnifar cocaína. «Toda esa gente ya se ha ido muriendo», es lo máximo que suelta, cuando ya te tiene algo de confianza. Si lo interrogas sobre los perjuicios que le ha ocasionado a su familia, pone cara de confusión, como si le estuvieras hablando en chino. Si lo cuestionas sobre sus arranques de ira, también se muestra desconcertado. Debe ser un error, te aclara, porque él nunca ha llegado a su casa rompiendo objetos ni lanzando porrazos contra todo lo que se mueva. Tampoco admite que arma líos en la calle. «Lo que pasa —explica— es que yo tengo una voz muy fuerte y cuando hablo muchas personas piensan que estoy peleando». De los hospitales —agrega ahora, mientras revuelve el pitillo dentro de la botella— recuerda muy poco. Al final, como si descargara el recto de derecha largamente preparado, se viene con una de esas frases felices que pronuncia cuando quiere cerrar un tema embarazoso. «Menos mal que ya salí de los problemas y ahora soy un hombre nuevo. Gracias, Colombia, te lo dice Pambelé».
—¿Ahora sí me va a decir dónde quedó el anillo de oro?
—Hay unas personas de Cartagena que lo tienen guardado porque van a montar un museo sobre la vida mía.
—¿Quiénes son esas personas?
—Vamos a dejar las cosas de ese tamaño. Tú sabes, ese es un anillo de oro fino y no es bueno que la gente sepa dónde está.
—Él nunca va a decir dónde vendió el anillo ese —me advierte Miguel Gómez—. Es la persona más mentirosa y manipuladora que yo he conocido en mi vida.
Gómez es el propietario de Bogotana de Ediciones, una empresa distribuidora de libros donde Pambelé actúa como «relacionista público». Los dos piden citas en diferentes empresas de la capital, para ofrecer enciclopedias didácticas. Ante los obreros reunidos en pleno, el ex boxeador pronuncia unas palabras sobre su caída en el vicio. Hace dos días, por cierto, los acompañé a visitar un cultivo de flores de la sabana de Bogotá. Pambelé comenzó su intervención recordándoles a los presentes que él había sido el primer campeón mundial de boxeo nacido en Colombia. Lo tuvo todo a sus pies —prosiguió— pero cayó en la mala situación «por culpa del licor, las drogas y las mujeres malas». Luego, sin dar mayores explicaciones, soltó una conclusión feliz.
—He encontrado la luz al final del túnel.
Me pareció que seguía al pie de la letra un libreto gastado en la memoria, deteriorado por el uso. No era el testimonio vibrante de alguien que se ha sumergido hasta el fondo en el horror, sino un parlamento epidérmico, recitado a la carrera como parte de una estrategia comercial. El hombre no abría su corazón: trabajaba.
Sin embargo, el auditorio lo escuchaba con la boca abierta. Cuando Pambelé terminó la presentación, Gómez sacó la caja de la mercancía y la puso sobre la mesa. En cuestión de minutos, se vendieron las enciclopedias. Cada empleado se arrimaba después a Pambelé, para que le autografiara su ejemplar. Cualquiera que hubiera visto la escena sin conocer al personaje, habría podido confundirlo con una celebridad literaria de El Congo. Ese mismo día, por la noche, se fue para Barranquilla sin avisarle a nadie. Entonces, convertido de nuevo en su propio fantasma, emprendió el camino inverso de su discurso, hasta encontrar otra vez el túnel al final de la luz.
—Es manipulador —repite ahora Miguel Gómez.
Estamos sentados en el altillo de su casa, en el norte de Bogotá. En Turbaco, los hijos de Pambelé me habían comentado que tienen una deuda de gratitud con Gómez, no sólo por el sueldo que le paga a su padre, sino también por la protección que le ha brindado a toda la familia durante casi 15 años.
Hoy, sin embargo, Gómez se declara aburrido por la conducta de Pambelé. Le ha aguantado muchas fallas, me dice. Una vez, en Manizales, tuvo que ir en persona a sacarlo de una bodega, donde estaba revuelto con seres cadavéricos que llevaban varios años consumiendo bazuco sin ver la luz del sol. Después, en Bogotá, debió hospitalizarlo de emergencia, porque la mesera de un restaurante del barrio Santa Fe le había partido el pómulo con una botella. También le ha tocado rescatarlo en Cali y en Armenia. Lo peor —añade— no son sus desmanes públicos sino sus mentiras. Para justificar su apreciación, cuenta la historia de la madrugada en que lo llamaron a su casa, para avisarle que Pambelé estaba retenido. Cuando Gómez llegó a la estación de policía, encontró a los agentes de turno asustados por la posibilidad de que Pambelé resultara matándose delante de ellos, ya que tenía las manos sangrantes de tanto estrellarlas contra las paredes. Además, lloraba como un niño y le pegaba cabezazos desesperados al borde de una banca.
Ya liberado, cuando Miguel Gómez le preguntó por qué lo habían retenido en la estación, Pambelé le dio una respuesta que lo dejó perplejo.
—¿Y a ti quién te dijo que yo estaba preso? Lo que pasa es que esos policías son amigos míos y me invitaron a tomar tinto.
Gómez —como muchas de las personas con las que me entrevisté— considera que a Pambelé le hizo daño el no haber conservado su arraigo social cuando fue campeón. Marcado por su infancia tan pobre, sentía quizá que debía mejorar el estrato económico para que su éxito fuera completo. Por eso se mudó para el exclusivo sector de Bocagrande, donde nunca antes habían aceptado a un negro, y cambió a sus amigos de siempre por gente famosa o adinerada como él. Ensoberbecido en las alturas, olvidó quién era y de dónde venía. No entraba en el Mercado de Bazurto porque le parecía hediondo ni visitaba a sus antiguos compadres porque vivían muy lejos. Caminaba sin mirar para los lados. Y ya no quería comerse el pescado con la mano sino con cubiertos de plata. Extraviado en un círculo social al que no pertenecía, sus relaciones dependían más del dinero que del afecto. Algunos de los vecinos que le abrían calle de honor cuando lo veían a bordo de su Mercedes Benz deportivo tal vez habían pasado frente a él, sin saludarlo, cuando era un muchacho pobre que andaba en chancletas vendiendo Marlboro de contrabando por el Camellón de los Mártires. ¿Quién, en ese universo ancho y ajeno, tendría interés en protegerlo?
En cambio Rodrigo Valdez —me decían las fuentes— preservó el sentido del arraigo cuando fue campeón mundial del peso mediano. Siguió viviendo en Olaya Herrera, con el argumento de que el pobre es pobre aunque tenga plata. Compraba buses para darles trabajo a sus compadres, abría las puertas de su casa, se comía el pescado con las manos. Como era tan tímido, sólo se sentía cómodo entre su gente. Huía de los extraños —aun de los más distinguidos— como si fueran el mismísimo demonio. Una noche le dejó la cena servida nada menos que al Príncipe de Mónaco, con la excusa monda y lironda de que tenía mucho sueño. Al día siguiente, mientras desayunaba, alguien le dijo que había actuado mal. «Verdad que sí —admitió— qué pena con ese pobre príncipe».
—Gracias a algunos de sus nuevos amigos ricos —dice Gómez—, Pambelé probó la cocaína. Claro que lo peor de él es eso de creer que es campeón mundial.
—Es su obsesión.
—Yo no sé si tú recuerdas que antes, cuando los boxeadores regresaban a Colombia después de ganar el título, los subían en un camión del Cuerpo de Bomberos y los paseaban por las calles para que la gente los viera. Él sigue creyendo que es 28 de octubre de 1972 y que ya vienen a buscarlo para darle su paseo.
—¿Usted no cree que ponerlo a firmar libros es seguirle dando tratamiento de campeón?
—Si a eso vamos, ¿dónde quedan los periodistas que le hacen reportajes?
De las palabras de Miguel Gómez me acordé la última tarde que me vi con Pambelé. Fue en la carrera 7a. con calle 17, igual que las veces anteriores. Lo encontré parado en la esquina, con un vaso de tinto en la mano derecha. Cuando empezamos a caminar rumbo a la cafetería, un pordiosero que estaba acurrucado en el piso lo saludó levantando el pulgar derecho. Luego un agente de la Policía, guiñando un ojo, dijo que así como se veía hoy era como todos los colombianos querían verlo. Lo saludaron el vendedor de libros piratas y la empleada de la tienda de discos. En la cuadra siguiente nos tropezamos con un hombre que, al reconocerlo, le tiró un gancho suave en el estómago. De pronto, los pasajeros de un bus estacionado en el frente, empezaron a llamarlo a gritos:
—¡Adiós, campeón!
—¡Campeónnn!
Pambelé hizo la «V» de la victoria con la mano izquierda, aparentemente despreocupado por establecer de dónde venían los gritos. Sonrió, tocó la cabeza de un niño que venía en un coche. Entonces tuve la impresión de que ya no avanzaba a pie sino encaramado en lo más alto del camión de los bomberos, donde jamás de los jamases volvería a alcanzarlo la derrota. Lo vi desamparado en su quimera, pero dispuesto a defender hasta el final el único trono que le queda.