El hundimiento de Kiribati

Publicado: 11 enero 2013 en Nacho Carretero
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La selección nacional de fútbol de Kiribati jamás ha ganado un partido oficial desde su fundación en 1979. Ni siquiera ha empatado. Su mejor resultado fue una derrota 3-2 frente a Tuvalu en los Juegos del Pacífico de 2003. Lo demás, escandalosas goleadas: 24-0 frente a Fiyi, 13-0 contra Papúa Nueva Guinea o 12-0 frente a Islas Salomón. Sus vapuleos suelen cerrar las secciones de deportes de los informativos europeos. A veces los presentadores se ríen.

A falta de veinte minutos para aterrizar, su excelencia Anote Tong, presidente de la República de Kiribati desde el año 2003, mira por la ventanilla del avión con la frente apoyada en el cristal. Contempla, como cada vuelo que le lleva de vuelta a casa, las islas que conforman su país. Un país peculiar: Kiribati está formado por 33 pequeños atolones de coral que, unidos, suman sólo 800 kilómetros cuadrados, algo más que la ciudad de Madrid. Pero no están unidos, ni mucho menos: los 33 atolones se encuentran dispersos por una inmensa área del océano Pacífico de tres millones de kilómetros cuadrados. El dibujo final de Kiribati es el de pequeñas manchas de arena diseminadas por una superficie oceánica equivalente a Argentina, en pleno Pacífico.

El avión toma tierra en el aeropuerto de Tarawa, el atolón que hace de capital de la república. Este atolón está formado por 24 islotes, de los que sólo ocho están habitados. Tarawa, a su vez, es uno de los atolones que conforman las Islas Gilbert, uno de los cuatro sectores en los que está dividido administrativamente Kiribati. Estas islas Gilbert están compuestas en total por 16 atolones, además del de Tawara. Los otros tres sectores son las Islas Fénix, cuyos ocho atolones (cada uno son sus islotes) forman el Patrimonio marino de la Humanidad más extenso del planeta; las Islas de la Línea, otros ocho atolones entre los que se encuentra el más grande del mundo, el atolón de Christmas; y la isla volcánica de Banaba, deshabitada. No es un país fácil Kiribati.

Directamente desde la pista, Tong –que en 2003 le ganó las elecciones a su hermano, el doctor Harry Tong- se traslada en coche a Bikenibeu, el islote donde tiene su despacho presidencial, al sur del atolón. La carretera discurre entre palmeras y pasa de islote a islote. A pocos metros a la derecha, el océano; a pocos metros a la izquierda, el océano. Una piedra lanzada podría atravesar el ancho insular. Por momentos Tong puede sentir con lucidez la fragilidad de vivir a ras del océano, rodeado por el inmenso azul del Pacífico. Su mente se traslada al paisaje que ve en cada aterrizaje desde el avión: diminutas islas en medio del vasto mar. Cuando llega a su escritorio se afloja la corbata y se desabrocha un botón de la camisa. Se pasa una toalla mojada en agua caliente por los ojos y el cuello, se recuesta sobre la silla y toma aire.

Desde el despacho puede oír las olas. Los 33 atolones coralinos que forman Kiribati –de los que 20 están deshabitados- tienen una media de altitud de dos metros sobre el nivel del mar. Así estaban ya, según parte de la comunidad científica, cuando en 1520 Magallanes desembarcó en sus playas. Fue el punto final a tres mil años de vida oceánica aislada de las tribus. Se declaró colonia y en el siglo XIX pasó a manos británicas. Su enrevesada situación geográfica impidió una invasión demográfica: el 97% de sus habitantes siguen siendo, a día de hoy, de etnia oceánica. El 12 de julio de 1979 Kiribati declaró su independencia. Desde entonces se han registrado las desapariciones de al menos tres islotes bajo las aguas del Pacífico: Abanuea, Bikerman y Tebua Tarawa, todos sumergidos en 1999. La versión científica: cambio en las corrientes oceánicas, nada ha variado desde la llegada de Magallanes. El mensaje de Anote Tong: el cambio climático.

Tong se incorpora de su silla para encender el ordenador. Acaba de llegar de Nueva Zelanda. Es el único país que ha respondido a su llamada de socorro. Desde hace años, el presidente kiribatiano le grita al mundo que el cambio climático está engullendo su república. Además de los tres islotes sumergidos, el presidente explica que varias aldeas ya han tenido que ser desalojadas porque se han inundado, que el crecimiento de la marea es un hecho y que la salinidad de su agua dulce es cada vez mayor. Kiribati desaparece bajo las aguas pero su S.O.S. no parece preocupar demasiado a la comunidad internacional. La última vez que la ONU hizo caso a Kiribati fue en 1995: hasta ese año, la república que preside Tong era el único país del mundo que daba la vuelta al calendario, ya que está atravesado por el meridiano 180, considerado la Línea Horaria Internacional. La enorme extensión sobre la que se dispersan sus islotes provocaba que, cuando un día comenzaba en las islas de la Línea, el anterior hacía lo propio en Tawara. Un mismo estado que vivía en dos fechas. Las dificultades que esto suponía para el normal desarrollo de la vida empujaron a la república a solicitar que se unificara su huso horario. Le hicieron caso en fin de año de 1994. Aquella Nochevieja la parte occidental de Kiribati pasó del 31 de diciembre al 2 de enero. Fue un éxito para el único Estado del mundo que ocupa los cuatro hemisferios en los que se divide el planeta –norte, sur, oriental y occidental- y el logro puso a Kiribati en los telediarios de medio mundo sin necesidad de humillar a sus futbolistas.

Pero en esta ocasión la victoria parece más remota. Varios reconocidos expertos han salido a la palestra para desmontar la alerta de hundimiento de Tong. Sostienen, a través de estudios, que Kiribati no se hunde, que el cambio climático no está amenazando los atolones. El nivel del mar sube y baja dependiendo de diversos factores –especialmente de cambios en la presión atmosférica- y las gráficas demuestran que los parámetros a día de hoy siguen siendo los normales. Desde la glaciación –exponen los científicos que responden a Tong- el nivel del mar ha subido unos cien metros, esto es, cien metros en unos 10.000 años, lo que equivale a una media de diez milímetros al año. Actualmente se estima la subida del nivel del mar en unos dos o tres milímetros al año, algo que no parece suponer una amenaza para los atolones. Ningún dato indica que el mar intimide de manera especial la flotabilidad de Kiribati. Añaden, además, que en todo caso no es el nivel del mar el que sube, si no que los atolones pierden altura. Un atolón es un volcán hundido de cuyas laderas submarinas crece coral. La superficie del coral que asoma es lo que forma la isla de modo que los atolones tienen una laguna de mar en su interior, bajo la que se sitúa la cima del volcán.

Si el coral creciese más despacio que la subida del nivel del mar, entonces el atolón sí desaparecería. Pero no es el caso, dicen quienes se oponen a la alarma de Tong.

El presidente no cede. Si lograron el cambio horario y perder un partido por tan solo un gol, también pueden alcanzar esto. Recorre el mundo incansable advirtiendo de que el cambio climático puede hacer desaparecer a su pueblo. Pide ayuda y responsabilidad a cada uno de los habitantes del mundo. “Hay que alejarse de la idea de que una persona, una acción, no pueden hacer la diferencia. Un millón es 1 +1 +1 y así sucesivamente. Cada persona y cada acción son importantes”, dijo en su discurso contra el cambio climático en San Francisco. Tong es un hombre profundamente comprometido con la sostenibilidad, hasta el punto de declarar las islas Fénix Patrimonio Marino sacrificando parte de la industria pesquera kiribatiana. El ataque final en su batalla llegó días atrás, antes de partir a Nueva Zelanda, cuando se dirigió a la nación en un discurso televisado. El anuncio que hizo dejó asombrados a los kiribatianos: el gobierno planifica comprar una isla deshabitada a Fiyi para trasladar a los habitantes del país cuando éste se sumerja. “Nuestra gente tendrá que ser reasentada cuando las mareas hayan alcanzado nuestros hogares y poblaciones”, dijo. Y Kiribati salió de nuevo en los periódicos de Occidente.

Tong se ha fijado en una zona de 20 kilómetros cuadrados de extensión en la mayor y más montañosa de las islas del archipiélago de Fiyi, Viti Levu, para alojar a los 103.000 kiribatianos que viven en los 13 atolones habitados de su país. Lo tiene todo planeado. Durante el mes anterior trabajó codo con codo con Filimoni Kau, su secretario de Tierras y Recursos Minerales. Encerrados en su despacho calcularon un gasto de 7,5 millones de euros sólo en la adquisición de la tierra. Además, prevén un plan de evacuación progresivo, en el que los kiribatianos que vayan siendo trasladados garanticen el progreso de la zona, ejerciendo oficios que beneficien a la comunidad y logren su integración. No quiere que se les dé el estatus de refugiados. “Para Fiyi son grandes masas de tierra que ellos llaman islas abandonadas, pero que a nosotros nos encantaría tener”, concluyó el discurso. El asunto no terminó ahí. Existe un plan B. Si Fiyi no quiere vender, Tong y Kau ya planean cómo construir una enorme plataforma flotante gigante en la que alojar a su población, al estilo de una plataforma petrolífera.

Nadie parece tomar demasiado en serio a Anote Tong, pelo cano, ojos rasgados que evidencian su ascendencia china y padre de siete hijos. Ni Fiyi se ha pronunciado, ni la ONU atiende sus peticiones ni gran parte de la comunidad científica le respalda. Ni siquiera mucha de su población, que no teme por su flotabilidad. Sólo la prensa recoge sus avisos. “Me niego a creer que cualquier persona con conciencia continúe deliberadamente sin hacer frente al cambio climático a sabiendas de que sus acciones van a provocar la desaparición de otros. Es importante no olvidar que aquí estamos hablando del destino de un pueblo. Nuestro país no puede desaparecer”.

Tong apaga el ordenador, ha sido un día largo. Uno más de los muchos de lucha que le quedan por delante para que el mundo reaccione ante su llamada de auxilio. Se coloca la chaqueta, dobla la toalla húmeda y abandona el despacho. Se va a casa caminando, pensando en su próximo desafío, la cumbre de Naciones Unidas en la que explicará que para la siguiente generación de kiribatianos abandonar su país ya no será una elección, si no una obligación. A pocos metros, el profundo océano se mece ante la playa.

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