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Para comprender un lugar como Lurigancho es mejor no caer en palabras como «prisión» o “detenido” o “celda”, o en las imágenes que estos términos pueden connotar. Los 7.400 hombres que viven en Lurigancho, la más grande y más notoria institución penal del Perú, no usan uniformes; no se pasa lista ni hay horario de encierro ni se apagan las luces a una hora determinada. Cualquiera sea el control que las autoridades tienen dentro de Lurigancho, ese control es apenas nominal. Cuidan que la puerta de entrada a la prisión esté cerrada, y poco más.

Los veinte complejos habitacionales pueden dividirse, más o menos, en dos secciones: los prisioneros más ricos viven en El Jardín, los pabellones impares. El verdor se marchitó hace tiempo, pero el nombre y su sello permanecieron. Muchos residentes cargan las llaves de sus propias celdas y son libres de deambular por el complejo según sus deseos, aunque la mayoría prefiere no abandonar la relativa calma de su territorio. El otro lado de Lurigancho es conocido como La Pampa, los pabellones pares, hogar de miles de acusados de asesinato y pequeños ladrones. La densidad de población aquí es el doble que en El Jardín, las condiciones sanitarias son precarias y la violencia es frecuente.

Lurigancho queda a pocos kilómetros del centro de Lima, la capital y la ciudad más grande del Perú, y permanece conectada a la vida de la ciudad. La Pampa está organizada por barrios, y cada edificio corresponde a un distrito diferente de la capital. Los pabellones pares constituyen un mapa imaginario del mundo criminal de Lima –uno para San Martín de Porres, otro para La Victoria, otro para San Juan de Miraflores, y así–, y cada sección sirve como comité de bienvenida, grupo de apoyo y escuela para los jóvenes delincuentes que tienen la desgracia de llegar aquí.

Entre El Jardín y La Pampa hay un alto muro de separación de ladrillo, y un estrecho pasillo conocido como El Jirón de la Unión, bautizado así en referencia al que fuera el paseo más aristocrático del centro colonial de Lima. La versión de la prisión es un mercado al aire libre donde uno puede cortarse el pelo o comprar jabón, pilas, máquinas de afeitar, remeras viejas, drogas y chupetines. Durante el día el pasillo está poblado de sin-zapatos, el ejército de drogadictos sin esperanza de Lurigancho, que no pertenece a ningún pabellón. Cada noche, entre 200 y 300 de estos hombres no tienen donde dormir.

Como hay, en promedio, cien presos por cada guardia (el promedio en Estados Unidos es de seis presos por guardia), las autoridades tienden a hacer la vista gorda cuando se trata de contrabandear drogas, alcohol, televisión por cable y celulares, el tipo de consuelos que pueden hacer tolerable la vida en prisión. Las drogas, en particular, ayudan a sobrellevar la superpoblación y mantienen a una población por lo general nerviosa en un estado condescendiente y nebuloso. Como me dijo un vendedor de drogas:

―Es la única manera de controlar a estas bestias.

Él mismo encontraba escalofriante enfrentarse a Lurigancho sin su dosis diaria. Las sobredosis son comunes, pero sólo hay 63 médicos para los 49.000 presos que tiene el sistema penitenciario del Perú, y apenas un puñado de esos profesionales están designados a Lurigancho. En la puerta se entrega comida suficiente para dos ligeros almuerzo y cena al día, pero todo lo demás –desde el mantenimiento hasta la disciplina y la recreación– es responsabilidad de los hombres encerrados. Cada pabellón tiene un jefe, una figura importante en el submundo de Lima, cuya autoridad no es cuestionada. La excepción es el Pabellón Siete de El Jardín, reservado para narcotraficantes internacionales.

El Pabellón Siete alberga a muchos hombres que, gracias a su ocupación, han viajado por el mundo, tienen múltiples pasaportes y hablan varios idiomas. El standard de vida aquí refleja el relativo bienestar económico de esta elite. Los traficantes son hombres de negocios y tienen fe en que buena parte de los problemas pueden resolverse, cuando no evitarse por completo, con dinero. La mayoría son peruanos, muchos de las regiones selváticas del este -productoras de coca- pero hay de otros lugares, también: hombres de China, Holanda, Italia, México, Nigeria, España, Turquía. Las paredes del patio muestran la diversidad de sus residentes: mapas pintados de la Unión Europea, escudos de equipos de fútbol colombianos, murales celebratorios de la vida en la selva, uno de los cuales muestra un biplano, emblema del tráfico de drogas, que flota muy alto sobre las verdes, arboladas, colinas. Hay cerca de treinta naciones representadas y los prisioneros van desde la mula fracasada que nunca pudo pasar la seguridad del aeropuerto hasta el experimentado traficante de cocaína que está sirviendo su sentencia número tres o cuatro, con frecuencia después de haber estado preso en otros varios países. Hay otros prisioneros comunes también, hombres que vienen al Pabellón Siete a trabajar. El resultado es una cultura cosmopolita única en Lurigancho, una comunidad cerrada dentro de la prisión. Como los casi 400 internos que viven allí tienen poco interés o conexiones con las jerarquías de las calles oscuras de Lima, el Pabellón Siete no tiene un solo jefe. Aquí hay democracia.

***

Llegué una mañana de domingo del mes de marzo y encontré al Pabellón Siete en un ánimo particularmente festivo. La campaña anual para elegir un nuevo cuerpo de gobierno estaba en marcha. Pepe, el gregario candidato que encabezaba la Lista 2, estaba haciendo visitas puerta a puerta con su compañero Richard, el próspero dueño del restorán de pollo a las brasas del Pabellón. (Estoy usando seudónimos para proteger la privacidad y seguridad de los presos que compartieron sus historias conmigo). Sus oponentes estaban apoyando a un hombre llamado Barrios como delegado, pero la Lista 1 estaba realmente controlada por un traficante israelí llamado Avi. Cada lista tenía media docena de cargos: delegados para Comida, Disciplina, Economía, Cultura, Deportes, y Salud, con subdelegados para cada área. Muchos internos usaban remeras de campaña –blancas con una estrella azul, o rojas con una leyenda en letras amarillas que decía “Pepe y Richard: vota por el cambio”. Había posters de campaña en las paredes, algunos diseñados como la portada de un periódico, otros citando encuestas ficticias. Uno tenía el dibujo de una vieja raqueta de tenis y la frase “¡No más raquetas!”, término slang para las inspecciones policiales. Existen semejante cosa en raras ocasiones y el concepto de contrabando es tan flexible en Lurigancho que cada raqueta es vista como una ofensa al orden establecido y la marca de un mal delegado. La más reciente, en enero, conmocionó tanto a la población que se convirtió en un tema de campaña.

Pepe y Richard habían dado una fiesta el día anterior a mi llegada y todavía colgaban sobre el patio banderas multicolores blasonadas con el número 2. Un puñado de hombres con el pecho desnudo desarmaba el escenario donde había tocado una banda del pabellón vecino. Pepe y Richard incluso habían conseguido un grupo de bailarinas de afuera para el show, mujeres voluptuosas que impresionaron mucho al electorado. Mientras sonaba la música y las mujeres bailaban, Pepe iba de mesa en mesa, estrechando las manos de sus compañeros de Pabellón y sus familias –de visita–, pidiéndoles su voto. Así, después de todo, es como se ganan las elecciones, en prisión o en las calles. La fiesta había sido, según afirmaban casi todos, exitosa.

Después de la fiesta, Avi lanzó una nueva tanda de posters pintados a mano:

Piense, compañero:

Va a dejar

Que compren su voto

Con una fiesta?

No al gasto

Si a la inversión

Vote 1

***

Visité por primera vez Lurigancho en 2008, con la esperanza de dar una clase de escritura creativa, y recorrí toda la prisión, en un intento fracasado de reclutar alumnos. En ese momento, Lurigancho albergaba cerca de un cuarto de los presos del Perú, y la superpoblación había alcanzado un punto de crisis. La prisión, construida originalmente para alojar dos mil hombres, era el hogar de 11.000. Las facas se vendían abiertamente así como las pipas para fumar crack, ingeniosamente talladas en restos torcidos de metal. Hombres delgados y semidesnudos se desplomaban contra las paredes, cubiertos de cicatrices, con los ojos entrecerrados y la mirada perdida de los drogadictos. La tuberculosis estaba extendida. Lurigancho producía treinta toneladas de basura por semana, la mayor parte no se recogía, mientras los internos más pobres se alimentaban revisando estos residuos en busca de algo comestible. Una bufanda gris colgaba de la vieja antena de radio, la bandera no-oficial de la prisión –el recuerdo de un preso que se había escapado de la clínica psiquiátrica, había trepado la antena, y se había ahorcado. La sobrepoblación era tan severa que unos cientos de sin techo habían tomando un edificio abandonado para crear un pabellón informal de 21 celdas. En la mayoría de las prisiones, si los internos tienen acceso a martillos, concreto, ladrillos, palas y herramientas por el estilo, uno imagina que las usarían para escapar. En cambio, cuando visité el Pabellón 21, encontré a los residentes trabajando duro, construyendo una pared todo alrededor de su nueva casa para poder tener un lugar seguro donde caminar después del atardecer.

En julio de 2009 cerraron el ingreso de nuevos presos a Lurigancho. Desde entonces, la población ha decrecido en casi un 40%, lo que es al mismo tiempo un gran alivio y un problema muy serio. Lurigancho es, hoy, en general, un lugar más calmo y más seguro. Pero porque la mayor parte de la economía de los internos depende de los visitantes y del dinero y suministros que traen, Lurigancho ahora es más pobre. La dura realidad de estar preso es que, cuanto más tiempo se pasa encerrado, mayor es la posibilidad de ser olvidado. Como me dijo un hombre:

-El primer año te visitan hasta tu perro y tu gato. Después de eso, estás solo.

Menos internos nuevos significa menos visitantes, que se traduce en presupuestos más reducidos para mantenimiento y seguridad. Con frecuencia la prisión se queda sin agua, la sobrecargada red de electricidad deja de funcionar día por medio, y reparaciones vitales sencillamente no pueden ser financiadas.

La crisis económica ha tenido repercusiones incluso en el Pabellón Siete. Con la excepción de algunos pocos presos muy ricos, todos los hombres de Lurigancho, incluso los drogadictos, deben trabajar para sobrevivir: son pintores, albañiles, electricistas, masajistas, abogados, médicos y cocineros. Una estructura de clases bastante rígida ha surgido junto con el sistema democrático del Pabellón Siete: algunos hombres viven solos en un relativo lujo, mientras otros comparten celda, uno le paga alquiler al otro, o ambos a un tercero. Si no pueden pagar el alquiler, los internos se van a vivir a El Gran Hermano -llamado así por el reality televisivo. Allí, unos 35 hombres duermen en cuchetas de tres pisos bajo un techo lleno de goteras, en condiciones que tienen mucho en común con la vida en La Pampa. Aún más pobres son los que viven en La Candelaria, un estrecho y sucio espacio detrás de la cocina, menos un área habitable que una guarida de drogas con catres. Muchos de estos hombres, llamados coloquialmente «rufos», son adictos al crack y son una pandilla delgada y enferma que roba o se prostituye para drogarse. Son la fuerza de trabajo barata del Pabellón Siete, responsable del mantenimiento y la limpieza. Un tercio de estos hombres no han sido designados para vivir aquí pero son aceptados condicionalmente como residentes. Limpian las celdas de los internos ricos, trabajan en los muchos restoranes del Pabellón y barren el patio cada tarde. Si el uso de drogas de un rufo se descontrola, si pelea o roba, se arriesga a la expulsión. Ni siquiera el buen comportamiento les da los privilegios de ciudadanía: muchos no pueden votar, por ejemplo.

Los miércoles y sábados -días de familia- un rufo que no se ha afeitado o duchado está prohibido en el pabellón, porque asustaría a las mujeres y los niños. Y cuando los ricos reciben visitas, los rufos limpios y afeitados, además de la clase trabajadora del pabellón, atienden las necesidades de los visitantes. Sirven la comida y las bebidas, transmiten mensajes, cargan paquetes pesados desde la puerta de la prisión hasta el Pabellón. Algunos de los extranjeros, cuyas familias están lejos, alquilan sus celdas a internos más pobres que no tienen un espacio privado para visitas conyugales. El dinero es la sangre y la vida de la prisión; por eso, aunque había menos gente y la prisión era más habitable, nadie celebraba. Para ambas campañas, la difícil situación económica sería el asunto más apremiante de la elección.

***

Conocí a Murat, un kurdo conocido en el pabellón como «el iraquí», unos días antes de la elección. Un hombre alto y delgado, con un rostro estrecho y el cabello negro atado en una severa cola de caballo. Tenía una borrosa estrella tatuada en su brazo derecho. Cuando Murat llegó a Lurigancho, no sabía castellano pero ahora, cinco años después, hablaba tan bien como para presentarse en las elecciones como uno de los delegados económicos de las Lista 2. Había aprendido castellano por necesidad, por supuesto. No había otros kurdos o árabes con quienes hablar.

―Si hubiera dos kurdos -me dijo- controlaríamos toda la prisión.

Aunque en esta elección estaban en bandos opuestos, Murat y Avi eran amigos, y Murat me llevó a ver al cerebro y principal agitador detrás de la Lista 1. Avi nos dio la bienvenida a su celda con aire acondicionado pero con una advertencia: no había mucho que decir sobre la elección.

―Odio la política- dijo Avi, con los brazos abiertos y encogiéndose de hombros. Su sonrisa me dio otra cosa: sonreía con la exagerada sinceridad de un actor intentando que el público viera sus dientes desde las butacas baratas y lejanas.

Avi vestía un par de zapatillas Nike nuevas, pantalones cargo azules, una remera blanca y una kipá coronaba su corto cabello entrecano. En un estante de madera sobre su cama había una foto enmarcada de sus dos hijos adultos, un recuerdo de la vida que le esperaba de vuelta en Tel Aviv. Me capturó mirando la foto y me dijo que aunque su hija estaba comprometida, se negaba a casarse hasta que su padre pudiera estar presente en la ceremonia. Avi frunció el ceño. Llevaba once años y cinco meses de una sentencia de veinte años.

El israelí le ofreció al iraquí un cigarrillo y mientras la celda se llenaba de humo, los dos hombres se sumieron en un grato intercambio sobre el futuro del pabellón. Un peruano bajito de rostro regordete llamado Morales se unió al improvisado mitín político.

―¿Alguna vez un extranjero fue delegado?- pregunté.

Los tres hombres recordaron a un nigeriano llamado Michael que llegó a la posición después de que un delegado peruano fue transferido. «¿Cuándo?», pregunté, y entonces se quedaron en silencio. ¿Quién podía saberlo con seguridad? En prisión, los días, meses y años suelen amalgamarse: ¿2003, 2004, 2005? Y, la verdad, ¿qué importaba ahora, si el nigeriano había sido liberado? Recordaban una cosa: había intentado la reeleción y había perdido.

―Un extranjero no puede controlarnos- dijo Morales, con un dejo de orgullo en la voz.

Avi insistía en que su rol en la elección era menor:

―No tengo motivos para ser parte de esto. El ganador de esta elección tiene que ser la gente. Necesitamos agua y electricidad, no problemas con la policía.

Para combatir el problema presupuestario los oponentes de Avi, Pepe y Richard, proponían elevar los impuestos. Ahora, cada residente del pabellón contribuía tres soles (alrededor de un dólar) cada semana en concepto de mantenimiento y seguridad. Tradicionalmente, todos los que llevan más de siete años en la prisión están exentos. La Lista 2 quisiera deshacerse de las exenciones e introducir un nuevo sistema: hasta siete años pagan tres soles, de siete a diez años dos soles, y de diez años en adelante, sólo uno. Para Avi, esto era cruel y poco comprensivo respecto a las realidades del Pabellón. Su campaña había recargado el Pabellón 7 con posters que decían «NO AL SHOCK».

―Yo puedo pagarlo -dijo Avi- pero hay gente aquí que no puede. ¿Cómo les van a cobrar?

Avi tampoco confiaba en las motivaciones de sus oponentes.

―¿Por qué hacen una fiesta? -se preguntaba- Para que la gente gaste dinero.

La campaña era una necesidad, pero su lista tenía un rumbo diferente: estaban dando una cena de pollo a las brasas esa noche para todos los habitantes del pabellón, caballeros y rufos, ciudadanos o residentes, una celebración del final de la campaña. Incluso habría pollo para mí, si quería.

―¿El pollo de Richard?- dije, bromeando.

Avi sonrió. Por supuesto, no compraría el pollo de su oponente.

―Pollo de afuera -dijo.

***

El pollo de Richard trajo una singular innovación a la escena de restoranes de Lurigancho: el delivery. Antes de la crisis económica, Richard vendía cerca de 120 pollos por semana, trabajando solamente los días de visita y tomando órdenes de todas partes de la prisión. Esos eran los tiempos fuertes, cuando Lurigancho rebosaba de dinero hasta reventar: cuando cada día de visita era un carnaval. Apenas podían sostener el ritmo del negocio. Ahora Richard vendía la mitad.

Sin embargo, estaba tan identificado con este restaurant que mucho del material de campaña de la Lista 2 deletreaba su nombre con una «‘s» extra. Richard era, en el fondo, un emprendedor. Delegados previos habían hecho lobby para obtener su apoyo, pero hasta 2010, cuando sus co-conspiradores fueron liberados, haciendo que su propia libertad de pronto pareciera posible, siempre se había negado a participar en política.

―Ahora quiero dejar algo detrás mío -me dijo Richard- Quiero dejar mi marca aquí.

El mismo espíritu emprendedor que Richard trajo a la campaña fue el que lo hizo ingresar a Lurigancho. Se hizo adolescente en Tocache, un pueblo rural muy importante en el tráfico de drogas del Perú, en un momento en que el negocio estaba en plena marcha. La coca crece fácilmente en esa región: tres cosechas al año y, de acuerdo con los traficantes con quienes hablé, apenas hay que cuidar de las plantas. Un hombre inteligente y joven como Richard podía hacer toneladas de dinero. No creía ser un criminal -todos en Tocache estaban involucrados en el negocio. «Era normal», me dijo. Richard cosechaba y procesaba su propio cultivo, que le vendía a colombianos; además, era dueño de una discoteque y de dos comedores en el pueblo. El día de su arresto, un conocido vendedor de paya había sido robado en Tocache. La policía buscaba al ladrón e inspeccionaba cada vehículo que pasaba. Y sucedió que el camión de Richard cargaba treinta y cinco kilos de cocaína.

Pepe había sido arrestado en Lima en noviembre de 2006, después de trabajar por años como piloto, volando cocaína procesada hacia Colombia. Alto, de hombros anchos y encantador, era ideal para la ocupación. No me costó nada imaginar a Pepe volando plácidamente sobre la infinita cuenca del Amazonas. Lo principal, me dijo, era calcular bien el combustible; suficiente para llevarte a destino, pero no mucho más. Cada pulgada libre del avión debía ser rellenada con el producto. Ahora Pepe había cumplido cuatro años de una sentencia de doce. Como Richard, compartía su historia sin orgullo, amargura o vergüenza. Tampoco se regodeaba en el lamento del prisionero, esa larga, nostálgica lista de todo lo que han perdido -mujeres, casas, autos, dinero, libertad. Los dos estaban, hoy, asentados en el Pabellón 7, su hogar, y estaban decididos a ganar la elección.

Pepe estaba al tope de la fórmula, pero en verdad se estaba presentando a dúo con Richard. En todo el pabellón, los posters incluían ambos nombres y el slogan de su plataforma oficial decía: «Si triunfamos, es porque somos un equipo».

Pepe defendió su plan de terminar con las exenciones. Todo el mundo iba a tener que pagar.

***

Desde los techos de Lurigancho se puede sentir cierta paz o incluso soledad al mismo tiempo que se puede apreciar el tamaño y la precariedad del lugar. El contorno de los edificios de tres pisos de la prisión se recorta contra los afilados dientes de la montaña. La ropa aletea en las cuerdas, los gallos graznan impacientes en sus gallineros, e internos sin camisa duermen bajo el brillante sol. El humo se eleva de pequeñas fogatas mientras los hombres realizan intrincadas cirugías para reparar sillas de plástico rotas; hay tanques de agua de tamaños extraños, cables de alargue y docenas de antenas de televisión improvisadas -una invención local armada con palos de escoba, botellas de gaseosa y largos tubos fluorescentes. Cada pabellón tiene por lo menos un interno conocido como «techero» que cuida el techo y lo protege de ataques. Esto parece muy sencillo en una fresca tarde de verano pero uno se imagina lo solitario y escalofriante que debe ser en una fría y húmeda noche de invierno. Cuando visité la prisión, los pabellóns de El Jardín estaban agregando un metro de ladrillos a las paredes que los protegían de La Pampa y también le estaban agregando alambre de púa al muro.

En la distancia están los vecinos de Lurigancho: los más recientes y más frágiles puestos de avanzada de ese universo en expansión que es Lima, villas improvisadas que cuelgan de las montañas desafiando la lógica y la gravedad. El transporte desde y hacia la ciudad es difícil. La mayor parte de la economía local está basada en sostener la vida dentro de la prisión, un mercado cautivo de miles que deben alimentarse y vestirse y ser mantenidos. Los martes vienen comerciantes, la mayoría mujeres, que empujan sus carros hasta la entrada. Los traen llenos de provisiones: latas, bolsas gigantes de arroz y vegetales, junto con cualquier clase de contrabando que logren hacer entrar. Los miércoles y sábados la calle que lleva a la puerta de la prisión está cerrada al tránsito y llena de vendedores. Los visitantes a la prisión pueden conseguir zapatillas, artículos de tocador, paquetes de primeros auxilios o incluso un tatuaje del nombre de su amado antes de entrar.

Los techeros pueden ver a sus vecinos en las colinas y sobre el camino, y para ellos incluso esta desolada vista puede ser embriagadora.

―A lo mejor podés reservar un terreno para mi -me dijo un joven guardián de techo, señalando las villas que suben las laderas de las montañas justo fuera de los muros de la prisión. Él había sido criado lejos de Lima, en Puno, cerca de la frontera con Bolivia, y pasó poco tiempo en la capital antes de su arresto.
―Pero tienes que apurarte -me dijo- Para cuando salga, va a estar lleno.

Conocí al más experimentado techero del Pabellón 7, Efraín, en su última semana dentro de la prisión. Iba a ser liberado el sábado siguiente, después de casi una década encarcelado por asesinato. Hablamos de la elección, pero no estaba muy interesado; después de todo, su vida real iba a comenzar en unos días. Su esposa se había ido con otro hombre, y ahora ella y su amante se habían marchado del país anticipando la liberación de Efraín. Sabían exactamente de lo que era capaz. Efraín también lo sabía, y estaba ansioso.

―Le ruego a Dios no encontrarme con ella -me dijo. Su ancha cara cuadrada tenía una expresión de angustia- Si vuelvo a caer una vez más, moriré aquí.

Efraín llegó por primera vez a Lurigancho cuando tenía dieciocho años, en 1985, en la época que un interno llama «El tiempo del cuchillo». En aquellos días Lurigancho estaba superpoblada y abandonada y en un constante estado de guerra. Las pandillas representantes de diferentes distritos de Lima peleaban por el control de la prisión y los tiroteos eran comunes -entre pandilleros de barrios enemigos o entre los internos y las autoridades de la cárcel. Hasta el día de hoy existe un arsenal impresionante escondido dentro de Lurigancho -pistolas, rifles, incluso granadas- pero entonces estas armas eran parte de la vida diaria. A la hora de comer, cada pabellón enviaba hombres con machetes y caños para escoltar la ración desde la puerta de la cocina hasta el pabellón. Los techeros estaban armados con pistolas y casi todas las mañanas se recolectaban cuerpos del Jirón de la Unión. Las pandillas de La Pampa a veces secuestraban a hombres de El Jardín y los mantenían prisioneros hasta que se arreglaba un rescate. Efraín recuerda un Pabellón Siete débil, hogar de un puñado de traficantes provincianos varados en Lima, hombres cuya única opción era invitar a un criminal local a que liderara el pabellón y lo protegiera.

Probablemente no sea una coincidencia que la consolidación del sistema democrático del Pabellón Siete -que data de fines de los 80- vaya de la mano del ascendente poder del narcotráfico peruano. Había más extranjeros encarcelados que traían con ellos dinero y conexiones. Si un peruano de provincias tenía poco interés en las rivalidades de los criminales limeños, un colombiano o un argentino o un francés estaba aún menos interesado. Estos eran hombres acostumbrados a vivir bien. No querían controlar la prisión: querían vivir con dignidad. Poco a poco, el Pabellón Siete empezó a mejorar.

Efraín estaba originalmente en La Pampa y vio crecer la fortuna del Pabellón Siete desde lejos. Al principio de su encarcelamiento más reciente se ubicó en el Pabellón 6, que entonces estaba controlado por internos del distrito San Martín de Porres, de Lima. No hacía mucho que Efraín estaba ahí cuando fue acusado de querer desbancar al jefe. Fue echado, sin lugar adonde ir. Estuvo sin techo por un tiempo. El único Pabellón en Lurigancho que podía aceptarlo era el 7. Un hombre de su reputación y experiencia podría proveer la siempre útil protección.

Efraín descubrió una nueva forma de vida.

―Al principio no me acostumbraba. La gente estaba demasiado relajada y yo venía de un mundo muy violento.

Peleó constantemente, fue expulsado más de una vez, pero con el tiempo empezó a entender la cultura de su nuevo ambiente. En La Pampa, explicaba Efraín, la calma se mantiene con violencia, o la amenaza de la violencia.

―En el Pabellón Siete no te atacan, son pacíficos. La gente aquí es más educada. Tuve que aprender a comportarme.

La prueba de que había aprendido era su posición como techero. Incluso por estos días no hay una ocupación más importante para la seguridad del pabellón. Toda la población confía en el techero: cuando duermen, el techero es sus ojos y sus oídos. Si hay problemas, debe ser el primero en dar la alarma. Que a Efraín, un refugiado de La Pampa, se le haya confiado esta posición era un testamento de su integración a la cultura del Pabellón. Estaba justificadamente orgulloso de sí mismo. Había encontrado un hogar.

Mientras tanto, la vida en La Pampa ha permanecido violenta y difícil. En noviembre de 2010, un hombre fue asesinado a puñaladasen el Pabellón 12 sólo tres días después de su llegada. El pasado febrero, una pelea entre bandas rivales en el Pabellón 20 dejó siete heridos y un muerto de herida de bala. Poco después, el antiguo jefe del Pabellón 10 fue derrocado. Y una tarde en marzo, el encargado de la disciplina del Pabellón 6 casi fue matado a golpes mientras docenas observaban. Ese hombre iba a salir en libertad al día siguiente.

***

El tradicional punto más alto de la temporada de campaña del Pabellón 7 ocurre en la noche anterior a la elección, cuando la comunidad se reúne en el centro abierto del edificio, en los balcones de los pisos segundo y tercero, para escuchar los discursos de los candidatos. Este evento, llamado el balconazo, provee la oportunidad de exponer las ideas directamente frente a los votantes.

A la hora señalada los hombres comenzaron a reunirse y una febril sensación de anticipación llenó el Pabellón. Las cuerdas de ropa fueron rápidamente limpiadas de pantalones y remeras para que todos pudieran tener una vista sin obstáculos de los procedimientos. La noche había caído y el calor había aflojado. Los parlantes atronaban con pop de los 80 y aunque yo no estaba seguro de qué preludio musical esperaba, ciertamente no era «Keep On Loving You» de REO Speedwagon. Un miembro del comité electoral probó el micrófono y su reconocible acento colombiano hizo eco en el pabellón. Yo me quedé en el segundo piso, mientras los hombres me empujaban para elegir su lugar en el balcón. Desde mi punto panorámico podía ver dentro de una celda del tercer piso, que tenía la puerta abierta, a un hombre barrigón en camiseta que pintaba cuidadosamente una montura dorada en un caballo de cerámica negra. Cuando todo estuvo listo, se apagaron las luces del Pabellón, lo que sacó a los rezagados de sus celdas. Un llamado resonó en el patio, y los hombres se amontonaron, hombro con hombro. Los más jóvenes y ruidosos se estacionaron en el tercer piso: habían venido acompañados de tambores y trompetas. La única pregunta era cuál de las Listas había pagado por sus servicios. En Lurigancho, como en las calles de Lima, el entusiasmo en una reunión política es una mercancía que puede ser comprada y vendida como cualquier otra.

La organización era simple: un discurso de cinco minutos de cada candidato, seguido por una respuesta de tres minutos. El primero fue Barrios de la Lista 1, un traficante de piel oscura, menudo, de un pueblo minero llamado Cerro de Pasco. Usaba una camisa negra, había optado por no usar la remera blanca con la estrella de David de la campaña, diseñada por Avi. La multitud saludó a Barrios con un aplauso ligero cuando tomó el micrófono. Tosió. «No soy muy bueno leyendo», anunció, y explicó que uno de sus socios daría el discurso en su lugar. Hubo un murmullo, un momento de confusión, hasta que Carlos, cabeza del comité electoral, intervino y dijo que esto no estaba permitido. Cada candidato debía leer su propio discurso. La multitud se burló y Barrios pareció haber sido tomado por sorpresa; con cierta reluctancia, tomó el micrófono otra vez. Silbidos desde el tercer piso, después silencio, o lo que se define como silencio en un lugar como Lurigancho. Barrios reunió sus papeles frente a sí nerviosamente y empezó a leer en voz baja, vacilante, como lo haría un niño. Pude distinguir sólo una línea de su discurso. «El problema del agua», balbuceó Barrios, «será resuelto».

Pepe, en contraste, fue recibido con un rugido por la multitud y arrancó con una chicana para su oponente: «Hoy yo fui personalmente, puerta a puerta, a hablar con cada uno de ustedes sobre mi plataforma. No mandé a un chico a hacerlo».

Los rufos enloquecieron, batieron sus tambores, gritaron.

«Tengo un negocio. Ya no tengo que trabajar ilegalmente», dijo Pepe, una referencia al rumor, repetido con frecuencia, de que Avi no había dejado atrás su vieja vida. Mientras la multitud aclamaba, Pepe sonreía confiado. Advirtió sobre el achique de las remesas. Sin internos nuevos, dijo Pepe, no ingresaba dinero, pero el Pabellón no necesitaba inversiones privadas, sino buena administración. Esto fue lo más cerca que estuvo de mencionar su controversial plan de prescindir de las exenciones de impuestos, pero dada la algarabía que venía de la galería del tercer piso, sentí que podía salirse con casi cualquier cosa.

Las respuestas fueron menos dramáticas. Después de su desastrosa apertura, Barrios tuvo más suerte hablando con el corazón. «¡Ustedes me conocen!», dijo y repitió esta idea una y otra vez, casi diez veces en solo tres minutos. Había un timbre de súplica en su voz, como si sintiera que el carisma de Pepe era un truco solapado. Esta vez los rufos lo alentaron.

Pepe, por su parte, contraatacó con algunas burlas más, pero invirtió la mayor parte de su energía en elogiar a los hombres del Pabellón y a la democracia: «¡Mañana ustedes van a decidir!», dijo y fue aplaudido. «¡Los invito a que me elijan!»

Cuando terminó, me acerqué al frente, donde encontré a Avi y Barrios rodeados de sus partidarios. Barrios asintió tímidamente pero no dijo nada cuando le pregunté si creía que las cosas habían salido bien. Avi, imperturbable como siempre, contestó por su compañero, gesticulando hacia el grupo de jóvenes que lo rodeaban:

―Si ellos están contentos, yo estoy contento.

Un partidario de la lista 1 le había puesto una de las remeras blancas de campaña a uno de los perros del Pabellón; el animal, de aspecto nervioso, había sido ubicado sobre la mesa de pool y ahora lloriqueaba y caminaba de una punta a la otra hasta que uno de los hombres lo tomó entre sus brazos. Las piernas delgadas del animal dejaron de temblar cuando se relajaron contra el pecho del interno. Los partidarios de Barrios empezaron a corear el nombre de su candidato -«¡Ba-rrios! ¡Ba-rrios!»- y él los reconoció levantando tentativamente una mano. Se sentía menos como un grito de manifestación que como un intento de levantarle el ánimo a Barrios y en cualquier caso no duró mucho. Desde el otro lado del Pabellón llegó la respuesta -«¡Pe-pe! ¡Pe-pe!»- y momentos después los cánticos cayeron en un ritmo idéntico, cancelándose mutuamente.

***

Esa tarde me senté en el patio con algunos hombres, incluyendo un peruano que se presentó como Julio. Había emigrado años atrás a Europa, donde él y algunos compañeros encontraron trabajo robando buses de turistas japoneses que iban del aeropuerto a las ciudades. Fue impreciso cuándo le pregunté en qué lugar de Europa, pero sí me dijo que era un trabajo fácil y bastante lucrativo, y que nunca mató a nadie ni fue atrapado. Una vez se metió en problemas portando un pasaporte brasileño falso y cuando se compararon sus huellas digitales, lo relacionaron con un delito de drogas cometido quince años atrás en Perú. Y, de pronto, estaba de vuelta en casa. Julio se reía cuando relataba este giro de los acontecimientos, asombrado, de la misma manera que un atleta experimentado hablaría de un principiante que lo había derrotado de manera inesperada pero contundente.

Julio había sido sentenciado sólo a veinte meses en Lurigancho. Un artículo del código penal peruano llamado «criterio de conciencia» permite a los jueces sentenciar al acusado sin evidencia, de acuerdo a su «sensación» de culpabilidad. Fue esta dudosa pero común herramienta legal la que hundió a Julio. Después de todo lo que había hecho, después de tanto zafar, aquí estaba, encerrado, por la intuición de un juez. Tenía una sonrisa tan cándida que resultaba difícil imaginarlo con un arma en la mano, asustando de muerte a un bus lleno de turistas japoneses. Pero el juez había visto ese germen de violencia, y si no vio eso exactamente, vio algo.

―Me miró a los ojos y me dijo “eres culpable”- me contó Julio. Había admiración en su voz, se sentía orgulloso de que hubiera hecho falta un juez peruano para atraparlo- ¡Pero no había evidencia! ¿Cómo adivinó? ¿Tienen entrenamiento especial?.

La energía del balconazo se había disipado. El tiempo de gritar había pasado y en esta noche clara algunos hombres jugaban a las cartas, otros a los dados y otros caminaban por el patio, una ociosa caminata nocturna en un espacio confinado y atestado. La televisión de 42 pulgadas del pabellón, comprada para el Mundial 2010 por los delegados salientes, había sido sacada afuera y atronaba con una comedia norteamericana doblada ante una docena de rufos narcotizados.

De acuerdo a las reglas diseñadas por el comité electoral, la campaña finalizaba la medianoche del día de la votación. Unos diez minutos antes de la medianoche, un rufo se paró junto a nuestra mesa con un nuevo panfleto de Barrios y Avi. En el tope, en letras grandes, se leía la frase DEUDA CERO y al final, el número 1 con una X tachándolo. Mientras sostenía el documento entre mis manos, me di cuenta del movimiento a mi alrededor: se estaban pegando nuevos posters en las paredes del patio, todos con el enigmático nuevo slogan. La Lista 1 prometía cancelar las deudas de todos. Aún más, el desordenado panfleto argumentaba:

“Barrios puede ofrecer esto porque tiene el apoyo de gente con dinero, inversionistas con experiencia en la delegación y no chicos nuevos que quieren una primera oportunidad para hacer experimentos. La otra lista no respetará a compañeros que gozan de la exención y que llevan presos más de siete años, ni a los viejos. Todos pagarán y obligarán a pagar las deudas pendientes”.

La última sección, subrayada para enfatizar, decía: “Barrios no tiene que hablar mucho para trabajar y hacer mejoras en el pabellón. Menos palabras. ¡No hay otro! Vote Lista 1”.

Leí el panfleto de vuelta, más que un poco impresionado. Julio lo consideró brillante. Su risa resonó en el patio. Pregunté si podía conservar el panfleto para mi archivo. Le dio una última mirada apreciativa y me lo dio. Ya me había contado su plan: lo liberarían el siguiente año, se iría a Europa y no volvería jamás. El voto de mañana sería el último en su tierra natal.

Grupos de hombres se habían reunido en el patio para leer la provocativa nueva oferta de Barrios. Incluso con las luces bajas, se los podía ver asentir.

***

La votación se hizo en el gimnasio del pabellón, un area del patio aislada por una cadena a modo de valla. Era otro día cálido y luminoso y ambas campañas habían ubicado largas mesas justo fuera del área de votación para que ellos y sus partidarios pudieran observar los acontecimientos desde lejos. Barrios, Avi y su gente se sentaban en las mesas blancas, Pepe y Richard en las rojas, pero las dos filas estaban tan cerca y la atmósfera era tan de convivencia que uno sentía que los bandos opositores eran ramas levemente competitivas de una misma familia. El perro de la noche anterior apareció usando, ahora, una remera sucia de la Lista 1 y los partidarios de Pepe fingieron enojo. “«¡La campaña se acabó!”, gritó alguien , mientras otro hombre escribía el número 2 en un papel y lo pegaba al lomo del perro con cinta adhesiva. Todos se rieron, salvo el perro.

A las diez de la mañana, cuando la votación comenzó oficialmente, había una cola de más de treinta hombres. Los llamaban de a uno para que entraran al gimnasio donde, rodeados por posters de Arnold Schwarzenegger y Jean- Claude Van Damme, fondo musical de Queen y Peter, Paul and Mary y bajo la atenta, terriblemente seria supervisión de tres hombres del comité electoral y representantes de cada campaña, los internos del Pabellón Siete emitían su voto. Cada hombre recibía una lapicera y una boleta impresa en papel amarillo. En el rincón del cuarto una sábana anaranjada colgaba de las barras de un aparato de pesas, a modo de cortina. Cuando se corría, el votante desaparecía y emergía un momento después, ya terminado su deber civil. La boleta doblada iba a una caja de zapatos de cartòn y el votante registraba las huellas digitales de su pulgar antes de irse. Los miembros del comité tachaban su nombre y llamaban al siguiente.

Hay algo especial acerca de las elecciones, una innegable sensación de optimismo en la cola de ciudadanos que esperan pacientemente para tomar una decisión. Cada voto emitido en el Pabellón 7 representa un puñetazo que no será dado, una bala que no volará.

En el pabellón los rufos dormían, los solitarios preferían el silencio y los extranjeros se buscaban para poder conversar en sus lenguas nativas. El almuerzo fue anunciado por una alarma y los hombres hicieron fila para chequear sus tickets antes de recibir la comida. La pesada lona de plástico se inflaba en la brisa de verano. Los techeros mantenían la guardia atentos a los enemigos, con un ojo esperanzado puesto en los polvorientos barrios que se veían a la distancia. Estos hombres, ciudadanos de una docena de países, que hablaban diez o doce lenguas, han diseñado, sin ayuda o guía desde afuera, una forma pacífica de autogobierno que han sostenido por más de dos décadas -incidentalmente, más tiempo que las elecciones democráticas del Perú. Les pregunté a docenas de presos sobre los orígenes del sistema del Pabellón 7 pero ninguno los recordaba. Mientras el resto de la prisión resuelve sus problemas por la fuerza, en el Pabellón 7 forman fila y emiten votos. Mulas, traficantes, intermediarios y los inocentes -un hombre, un voto.

***

El último voto se emitió a las cuatro de la tarde y después empezó el recuento. El jefe del comité ubicaba los papeles amarillos en pilas. Era una situación tensa. Las elecciones en el Pabellón 7 típicamente se deciden por una diferencia de menos de una docena de votos.

Si me preguntaban a mí, yo hubiera predecido que ganaban Avi y Barrios. Sentía con seguridad que la oferta de borrar las deudas personales haría una diferencia crucial. Pero estaba equivocado. El electorado demostró mucha madurez –por cierto, más de la que se ve en las calles. La pila de votos para Richard y Pepe creció. Aún más: fue aplastante. Cuando terminó, el margen fue de más de sesenta votos, un nuevo record.

Alvaro, el representante de campaña de la lista 1, estaba hosco y serio. Cuando finalizó el primer recuento, cada representante recibió la pila del otro, para que pudieran verificar los votos uno a uno. Siempre hay un puñado de votantes primerizos que escriben fuera de las líneas, firman con su nombre o apuntan slogans de campaña en la parte de atrás. De acuerdo a las reglas, esos votos se impugnan.

Alvaro revisó la pila de la lista 2, aparentemente resignado a la derrota, hasta que de repente dejó de contar. Encontró un voto ilegible. “Esto está arreglado”, anunció. “Has contado mal. No puedo participar de esta farsa”.

Hubo silencio por un largo momento y entonces Carlos, jefe del comité, trató de razonar con él. Descarta todos los votos que quieras, le dijo. El objetivo de que los cuentes es que puedas corregir nuestros errores. Pero Alvaro no cedía. Quería que toda la elección se anulara por un sólo voto.

Nadie sabía qué hacer. Durante veinte minutos hubo un parate. Afuera, los votantes empezaron a expresar su impaciencia. Silbaban y gritaban por resultados y el sonido se elevaba y caía en oleadas. Carlos estaba frenético y la tensión era muy alta. ¿Y si Alvaro se levantaba y se iba? ¿Y si se negaba a firmar? Incluso aquí, entre los civilizados y pacíficos hombres del Pabellón 7, ¿podíamos estar seguros de que nada sucedería? ¿Habría un golpe? ¿Un gobierno interino? ¿Este experimento democrático finalmente fracasaría?

Tras un impasse de casi media hora, Carlos estaba preparado para anunciar el ganador, con o sin el consentimiento de la Lista 1. Apuntó un largo y acusador dedo en dirección a Alvaro: “Si hay problemas, te consideraré el responsable”.

Este último comentario pareció conmover la resolución de Alvaro. Vaciló, sacudió la cabeza y después, como si estuviera haciendo un favor, empezó a contar la pila de votos que todavía estaban frente a él. Tiró tantos como pudo. El comité electoral lo observaba fijamente.

Todo lo demás sucedió muy rápido. Se preparó la proclama oficial y todos firmaron. Momentos más tarde, el comité estaba en el patio. Carlos se subió a una mesa y anunció el triunfo de la Lista 2. Un grito alegre salió de la multitud. El patio estaba repleto y el clima era celebratorio. Los miembros del comité se habían puesto de acuerdo en no mencionar el mal momento del recuento pero el rumor ya estaba suelto. Alvaro estaba parado tímidamente al lado de Avi y Barrios, mientras Pepe se trepaba a la mesa para agradecer a sus partidarios. El Pabellón 7 rugió.

“¡No los voy a defraudar!”, gritó Pepe.

En ese momento, los techeros del Pabellón vecino cortaron las cuerdas que mantenían en lo alto esa parte de la lona. No nos dimos cuenta al principio, sólo sentimos una sombra. Levanté la mirada para ver a los techeros sonriéndole al patio. Quizá era su manera de burlarse de sus vecinos democráticos. La lona cayó lenta y elegantemente, como un globo desinflado. El patio empezó a despejarse. La elección había terminado.

***

Fui al Pabellón 7 al día siguiente y me encontré en la entrada con un nuevo equipo de guardias. La transición había comenzado: los jefes de disciplina salientes entregaron las llaves momentos después de anunciados los resultados. Pepe y sus hombres estaban en la oficina de la delegación, repasando los libros. Había cerca de 1300 soles de cuotas sin pagar –las deudas que el panfleto de campaña de Barrios había prometido condonar– además de pilas de facturas por comida y materiales de construcción. La reapertura del baño del segundo piso había sido una de las promesas de Pepe, pero una gotera fue descubierta en el cielorraso. No había contado con este gasto extra y ya estaba sintiendo resistencia a su plan de austeridad. “Vamos a tener que hablar con la gente”, dijo Pepe. “No sé cómo vamos a convencerlos”. El nuevo líder del Pabellón 7 parecía cansado. Dormía poco. Algunos hombres se habían emborrachado la noche anterior y Pepe había tomado su primera decisión disciplinaria a las 5 de la mañana, cuando expulsó a los infractores del pabellón durante veinticuatro horas. Lo esperaba un año de este tipo de estupideces.

Eventualmente salí al patio, donde las sillas y las mesas habían sido bajadas del techo en preparación para el día de visita. Una banda tocaba para los internos y sus invitados mientras las familias reunidas por un breve lapso disfrutaban una comida, una risa, un baile. Parecía menos una prisión que un club social en una tarde de verano. Los restoranes del pabellón estaban muy activos, con los rufos haciendo de mozos, corriendo entre las mesas. Un titiritero actuó para los chicos, su creación de miembros fláccidos balancéandose al son de la música. Unos pocos chicos se habían inclinado por el patio de juegos que, con una hamaca y un tobogán, se había armado al lado del escenario donde tocaba la banda, en un cuadrado de sol. Un chico se destacaba de los demás, jugando con un trompo, lanzándolo hacia el piso de cemento del patio, después, agachado, envolviéndolo en la palma de su mano cuando giraba. Cada vez que lograba esta hazaña, corría a mostrársela a sus padres, que estaban sentados juntos, sin hablar, mirando jugar al chico, con las manos perezosamente entrelazadas.

Vi a Avi sentado a la mesa con dos mujeres jóvenes y un amigo llamado Tito, que también había estado en la lista perdedora. Avi me llamó. No habíamos hablado desde el anuncio de los resultados y cuando vio que me acercaba, levantó un puño en el aire. Sonreía ampliamente.

―¡Gané!- gritó.

Avi insistió en que los acompañara a almorzar. En cuanto al resultado de la elección, explicó, no estaba molesto en absoluto. Después de todo, los problemas del pabellón no eran suyos. La deuda no iba a ser perdonada, al menos no por él, pero le veía el lado bueno:

―Ahora puedo ahorrar el dinero que tenía pensado gastar.

Esto era motivo suficiente de celebración.

Tito, de no más de treinta años, se había candidateado como delegado de deportes de la Lista 1. Era una posición que había ocupado antes: sus responsabilidades hubieran incluido organizar los torneos de fútbol del pabellón y abrir y cerrar el gimnasio. Como a Avi, no le importaba haber perdido. Su hermano se había candidateado para la misma posición en la lista de Pepe y Richard.

―¿Competiste contra tu hermano?- le pregunté, pero a Tito no le parecía para nada extraño. Era sólo una elección y, de todos modos, toda su familia estaba en prisión. Su padre vivía en el Pabellón 7 y su hermana estaba en el penal para mujeres de Lima, en el otro lado de la ciudad.

La banda -un timbalero, un tecladista y un cantante- repasaba un repertorio maníaco de salsa local y hits de cumbia. Un español vagaba entre las mesas, haciendo trucos de cartas para las familias visitantes, en busca de una propina. Todavía era joven y atractivo, aunque un poco lento, pero consumía drogas y a menos que pudiera controlar su hábito, le esperaban horrores. La mayoría de las mesas lo echaban, y cada vez el español agachaba la cabeza y se iba sin protestar.

Un rufo trajo mi almuerzo a la mesa, un plato de pescado y arroz. Avi le agradeció, le puso una moneda en la mano, y el hombre desapareció.

La banda saludó a Tito y sus invitados -después de todo, estaban usando sus instrumentos de percusión- y él les respondió con un aplauso desganado. Un momento más tarde, el titiritero llegó a nuestra mesa. Balanceó su títere un poco, pero lo que realmente quería, me di cuenta, era mi almuerzo a medio comer. Yo no estaba muy hambriento, así que se lo ofrecí. El hombre se puso el títere bajo un brazo y agarró el plato con la otra mano. Nos agradeció profusamente y después encontró un lugar donde sentarse a unos metros: de cuclillas, la espalda contra la pared. Se comió las sobras muy rápido, con las manos.

La banda tocó “Como si nada”, un hit local sobre corazones rotos, y las chicas de la mesa cantaron a coro, siguiendo el ritmo con los pies, con la esperanza de que Tito o Avi las invitaran a bailar. Pero ninguno de ellos lo hizo. Tito le había echado el ojo al titiritero hambriento. Me dijo que encontraba muy perturbadora la pobreza y desigualdad del Pabellón. Un día, continuó, afuera en las calles de Lima, un ex convicto del Pabellón 7 se había cruzado con un rufo, años después de la liberación de ambos. Tito frunció el ceño. Era una historia que tipos como él, los ricos del Pabellón 7, contaban con horror: el rufo recordaba toda la humillación y el maltrato que había sufrido adentro, día tras día, días como este, mendigando comida y cosas peores. El rufo asesinó al ex convicto ahí mismo.

―Es terrible -dijo Tito, poniendo de cabeza el viejo clisé de la prisión- Afuera somos todos iguales.

Del otro lado de la mesa, Avi me llamó.

―Perdón, Daniel –dijo- Necesito pedirte un pequeño favor.
―Claro- respondí.
―Tengo que enviar dos libros a Israel -su rostro estaba muy serio- Un paquete pequeño. ¿Podrías hacerlo por mi?.

El convicto traficante de drogas israelí me observó, mantenía su expresión adusta. La banda tocaba, fuerte y chillona y yo no sabía qué decir. Empecé a tartamudear una excusa, pero Avi me paró y rompió en una sonrisa.

―Está bien –dije- muy gracioso.

La mesa ciertamente pensaba que era muy gracioso. Tito y las chicas se rieron, también. Arriba, en la oficina de la delegación, Pepe y sus hombres trabajaban para salvar al Pabellón del colapso económico. Afuera, la fiesta seguía.

―Te voy a decir algo -dijo Avi- No hay lugar como el Pabellón 7. Esto es el Paraíso.