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I

Una tarde de 1999, en un hotel cinco estrellas en el centro de Tokio, Christophe Vasseur, ejecutivo en Asia de una casa francesa de moda, sintió que estaba en el lugar equivocado. Debía convencer a los compradores de una gran tienda japonesa de ropa femenina de la trascendencia de una nueva colección de bufandas y pañuelos Marc Rozier confeccionados con seda. Vasseur les hablaba de la gracia de los colores, de la finura del material, de la belleza de las figuras impresas en esas lujosas prendas elaboradas a mano cuando, repentinamente, se cortó. «Me vi diciéndoles que dejaran de darle importancia a algo accesorio, que ya no les mintieran a sus clientas diciéndoles que iban a estar más bellas, que bajáramos al bar del hotel para hablar de cosas verdaderas, de cómo reconstruir el mundo». Vasseur lo recuerda una década y media después convertido en uno de los panaderos más famosos de París, sentado en una mesa al exterior de DU PAIN ET DES IDÉES, De pan y de ideas, la panadería que inauguró en 2002 en el décimo distrito de la ciudad. Aquella tarde en Tokio, Vasseur terminó su venta pero, tras ese desahogo imaginado, canceló la vida de ejecutivo de la moda que había tenido durante cinco años. Ese mismo día renunció. Dejó su base de operaciones en Hong Kong y regresó a París. Lo único que sabía con certeza era que quería guardar para siempre el traje y la corbata.

En la esquina entre la calle de Marsella y la calle Yves Toudic, a dos cuadras del canal Saint-Martin, el aire huele intensamente a mantequilla. Christophe Vasseur viste un jean holgado de otra época, unos zapatos bajos sin marca a la vista y una chaqueta de cuero estilo motociclista, pero él llega en una bicicleta anaranjada que tiene adaptado un coche en la parte delantera, donde acomoda a sus dos hijos para llevarlos a la escuela. Era rubio cuando tenía pelo, las patas de gallo se le marcan como un abanico apenas gesticula, sus manos no tienen señas evidentes de trabajo forzado y su cuerpo, más que atlético, es macizo como un saco de harina. Una fila de clientes sale de la panadería y se extiende sobre la vereda, donde una mesa larga con la madera gastada, el primer objeto que Vasseur adquirió al instalar su negocio, se llena de clientes que se detienen allí unos minutos para entregarse con deleite al simple acto de comer un pan. Las buenas ventas en la panadería de Vasseur son apenas la muestra externa de su éxito. Prestigiosas guías gastronómicas le han otorgado los títulos de Mejor Panadero de París y Panadero del Año, y el año pasado su Galette de Rois, tarta de Reyes, fue elegida como la mejor de la ciudad. Desde que se convirtió en panadero, Vasseur ha aparecido con frecuencia en espacios de prensa, radio y televisión usualmente reservados para chefs y otras celebridades. En 2002, el mismo año en que inauguró su panadería, Lionel Poilâne, considerado por décadas el panadero más famoso de Francia, murió en un accidente aéreo mientras conducía su propio helicóptero, después de haber montado un imperio económico y forjado la idea de que el pan también podía ser de boutique y tener su Yves Saint-Laurent. Frecuentaban su panadería Catherine Deneuve, Gérard Depardieu y Robert de Niro, y para el resto del mundo dejó una marca registrada: cada día miles de sus hogazas, esos panes grandes y redondos de casi dos kilos, se distribuyen por Asia, Europa y América con una P de Poilâne marcada en la corteza. Pero al morir, Lionel Poilâne dejó también el espacio vacío en la silla de panadero estrella. Nadie lo ha suplantado de manera definitiva, aunque varios, según su nivel de celebridad, compiten por un momento en el trono. A Christophe Vasseur se le considera el panadero más mediático de París.

El pan francés cayó alguna vez en decadencia y en el resto del mundo casi nadie se enteró. Durante dos siglos, cuando era un alimento esencial y su calidad era un requisito para mantener la paz social, mantuvo una corteza gruesa, crujiente y perfumada como la de un árbol robusto, una miga densa de color avellana con un primer sabor cremoso y un gusto final agradablemente amargo. Al ser elaborado con harinas poco refinadas, era rico en vitamina B, fósforo y magnesio. Tras la Segunda Guerra Mundial, ese pan antiguo sucumbió a la modernización industrial que instaló un pan blanco, liviano e insípido como norma de prestigio y referente de exportación. Fue ese el que se impuso en Asia, América y otras partes de Europa como un genérico “pan francés” inmerecidamente reputado. En la década de los noventa, un puñado de panaderos parisinos se propuso rescatar al verdadero retomando el savoir-faire de antaño, y a ese propósito se sumó Vasseur, aterrizando como un extraterrestre. «Christophe Vasseur no viene de este mundo», me dijo el historiador estadounidense Steven Kaplan, el más importante experto mundial del pan, una mañana a inicios de 2015 en la panadería de Dominique Saibron, otro de los que, junto a Vasseur, él considera entre los diez panaderos más virtuosos de París. Mientras que cerca de tres cuartas partes de los panaderos franceses vienen de familias con tradición en el oficio, Vasseur proviene de una familia burguesa, tiene estudios universitarios en comercio internacional y sus padres son psiquiatras. «Cuando Vasseur llegó a la panadería sólo sabía una cosa: que no sabía nada», me dijo Kaplan.

Cuando era niño, el dilema de Vasseur era ser chef o panadero. En su casa de la infancia, en la zona alpina de Haute-Savoie, al extremo este de Francia, donde la cima del Mont Blanc despunta para las postales, Vasseur ayudaba a su madre en la cocina. El deleite infantil de embarrarse las manos con masa para tortas fue guardándose en su memoria como un gatillo emocional. Pero su vocación se disipó ante la exigencia de sus padres, médicos de profesión, de que estudiara una carrera convencional en la universidad. Años más tarde, en sus treintas, luego de renunciar a su puesto como ejecutivo de la moda, siendo un desempleado en París, Vasseur pudo preguntarse de nuevo: «¿La cocina o el pan?». Eligió lo que le pedía su memoria táctil. Intentó una formación en una escuela de panadería, pero pronto se decepcionó al entender que el enfoque estaba en la producción masiva de un pan blanco, mal cocido, con un corto tiempo de vida útil y un aspecto atractivo pero un interior insípido. Para entonces, la panadería industrial llevaba más de treinta años de instalada en Francia con una lógica de comida rápida. «De nuevo me sentí en un mundo de apariencias», me dijo Vasseur. De su antiguo trabajo con artículos de seda, el ex representante comercial valoraba las cualidades artesanales: el trabajo manual, los materiales nobles, el respeto por un savoir-faire ancestral. Llegado el día, se dijo Vasseur, su pan deberá mantener esos principios: más amasado a mano y menos máquinas, más tiempo de fermentación para que florecieran los aromas; más ingredientes buenos, saludables y sabrosos. Así el pan retomaría el sabor, la consistencia y el espíritu de aquel con el que había crecido en su casa de infancia. Y su panadería podría llevar ese nombre en la fachada, como por ley llevan sólo aquellas donde sucede el proceso completo de panificación: el amasado, la fermentación, el dar la forma a los panes, la cocción. De esa forma él podría también reforzar esa familiaridad entre panadero y clientela que en Francia es una parte de su cultura. Pero sólo en eso su negocio se parecería a los demás. Las ideas que él tenía para su panadería debían ser únicas.

Poner las manos en la masa fue para Christophe Vasseur el inicio de una epifanía. Para aprender el oficio fue a LA GAMBETTE À PAIN, la panadería de Jean-Paul Mathon, a quien consideraba uno de los últimos apasionados del pan. Vasseur acababa de llegar de Asia, donde su vida estaba hecha de traje y corbata, viajes en avión, hospedaje en suites de lujo y reuniones con ejecutivos. De pronto estaba siendo un obrero en el calor de una panadería, cuyo dueño le pidió como primera tarea que dividiera una gran bandeja llena de masa en porciones de cincuenta gramos. «Juro que en el momento en que hice eso sentí que mi vida estaba ahí. Fue una relación casi mística con la materia», recordó Vasseur cuando conversamos en su panadería. Eran las manos de un aprendiz que penetraban un cuerpo impreciso, cálido y untuoso como un antojo carnal, la sustancia de una experiencia súbita y sensual que lo devolvió a una esquina plácida de su memoria. Pero su nueva travesía se truncó luego de apenas seis semanas de entrenamiento con Jean-Paul Mathon: una doble hernia discal le paralizó la espalda. Tuvo entonces que ensayar otra conversión. Durante dos años fue profesor de marketing y negocios internacionales en una escuela de Comercio. Más que un motivo de desaliento, su enfermedad fue la oportunidad para confirmar su vocación. Con la salud recompuesta, Vasseur debutó en el oficio cuando tenía treinta y cuatro años, más del doble de los que se inician, como mandan las costumbres, en el fulgor de la pubertad.

II

Un ex vendedor de lujosos pañuelos de seda que decide convertirse en panadero a edad madura sólo puede despertar sospechas. En el país de la Revolución Francesa, que fue provocada en parte por la falta de pan en los hogares, donde el buen proceder del panadero está descrito en tratados antiguos como LES LIVRES DES MÉTIERS de Étiene Boileau o la ENCYCLOPÉDIE de Diderot y D’Alembert; donde la reducción en el consumo y el deterioro de la calidad del pan obligaron a que en 1993, durante la presidencia de François Mitterrand, se emitiera un decreto para controlar su preparación; Vasseur parecía más cerca del marketing que de la autenticidad. En una sociedad panívora como la francesa, donde existen organismos con nombres como Observatorio del Pan o Instituto Nacional de la Panadería; donde se organizan celebraciones anuales y competencias para elegir la mejor baguette, el mejor croissant, el mejor pan de chocolate; donde hay más de cinco revistas impresas dedicadas al oficio, varios blogs especializados e incontables sitios web gastronómicos que con frecuencia diseccionan ese submundo de pasiones, las novedades sobre uno de los panaderos más famosos de París no sólo se informan, sino que se discuten. «Christophe Vasseur es ante todo un excelente comunicador. Él ha sabido aprovechar toda la experiencia de su antiguo trabajo. Lo vemos en numerosos medios que transmiten la misma información (sobre su baguette) desde hace un mes», decía un comentario en boulangerie.net, un portal web de referencia en el oficio. En mayo de 2011, el ya para entonces célebre panadero envió un comunicado a su gremio y a medios especializados para informar que iba a dejar de preparar baguette y a concentrarse en la producción de su Pain des amis, pan de los amigos, una pieza incomparable que necesita dos días de preparación para quedar con la corteza gruesa y morena como la de un pino viejo, y con una miga tupida de la que emanan aromas ahumados a castaña y sirope de arce.

Christophe Vasseur renunciaba a la representación más popular y asequible de la gastronomía francesa, y privilegiaba una creación compleja y elitista. Mientras una baguette tradicional (doscientos cincuenta gramos) costaba en promedio un euro con diez centavos, un trozo del mismo peso del Pain des amis costaba dos euros con diez centavos. Rémi Héluin, un apasionado de veinticinco años que es crítico de panaderías y que tiene un título de panadero, escribió en su popular blog painrisien.com: «Al suprimir la baguette, creo que pasamos a una panadería elitista, dedicada a los privilegiados (…) Me encanta el Pain des amis, pero yo estoy apegado a los valores de compartición y universalidad del pan. ¿Qué hacer? Por mi parte será simple: dejaré de ser cliente». Vasseur explicó que su panadería no contaba con el espacio necesario para producir con comodidad la cantidad de baguette que demandaba su clientela, y reconoció que la que preparaba, aunque era buena, no era excepcional como su Pain des amis. Fue una declaración de pretenciosa honestidad. Entre los clientes que le habían dado un empujón mediático estaban chefs de primera línea como Alain Ducasse, Alain Passard e Iñaki Aizpitarte, quienes para poder servir Pain des amis en sus restaurantes debían mandarlo a buscar donde Vasseur. A diferencia de cualquier otro panadero, el dueño de DU PAIN ET DES IDÉES no hacía entregas a domicilio.

Ser un panadero francés y no vender baguette exige tener una actitud kamikaze. En Francia se consumen más de ciento cincuenta baguettes por segundo. Si su ícono turístico repetido hasta el hartazgo es la torre Eiffel, la imagen más común del francés es la de un hombre maduro con una boina ladeada en la cabeza y una baguette bajo el brazo. Entre los cerca de cien panes regionales del país, es con la baguette que existe la relación más visceral. Apenas se la compra, sin aún salir de la panadería, a veces sin siquiera pagar, para hacerle una primera cata se le rompe la punta (el crouton) con la complicidad con la que a un amigo se le hace un pellizco. No es extraño que se la lleve a la mano sin bolsa de protección, que se la lance desnuda en el canasto de la bicicleta o que se la guarde doblada y encogida en la mochila, pero que, a pesar de ese exceso de confianza, se la quiera siempre erguida. A la baguette se la quiebra a mano y se la pone sobre la mesa, sin plato, sin servilleta, sin recelo sanitario, sin vergüenza. La baguette es la cuchara que no hace falta para absorber la salsa que queda sobrante de la comida. Es el contenedor del alimento más consumido por los franceses fuera de casa, el sándwich con baguette, el único snack que supera en popularidad a la hamburguesa. Como ocurre con un pedazo de carne, la baguette permite a los clientes escoger el punto de cocción deseado guiándose por el nivel de bronceado de la corteza. Hay los radicales de las pas trop cuite (no muy cocida), un punto de cocción criticado por algunos panaderos por no permitir que la corteza llegue a ser crocante, y hay los fundamentalistas de las bien-cuit (bien cocida), el punto correcto de una baguette que se respete. El “Decreto pan”, emitido durante el gobierno del presidente Mitterrand, oficializó los principios que definen a una baguette de tradición francesa: contener sólo harina, agua, sal y levadura. Nada de grasa. Nada de azúcar. Nada de aditivos. La decisión de Vasseur de no preparar baguettes obedece a una búsqueda evidente: preparar sólo panes distintos a los comunes en el país del pan.

El panadero que se propuso devolverle al pan francés su vieja honra no sólo no vende baguette sino que tiene un equipo compuesto en su mayoría por trabajadores japoneses. Cree que, dentro de unos años, será más fácil encontrar un buen croissant en Tokio que en París. Japón es uno de los principales destinos que los grandes panaderos franceses buscan conquistar. Ahí están Dominique Saibron, Eric Kaisser, Rodolphe Landemain, Gontran Cherrier y Frédéric Lalos, miembros de ese puñado de renovadores en el que se incluye a Vasseur. El éxito se mide también por la envergadura del negocio, pero Vasseur no busca crecer sino mantener su único local a manera de un taller de autor. Existen más de treinta mil panaderías artesanales en Francia (en Alemania, un país con más variedad de panes que Francia pero sin ningún reglamento oficial sobre los criterios de su preparación, existen menos de quince mil panaderías artesanales) y éstas ocupan el primer lugar entre las empresas alimentarias de comercio al detalle: producir más y más rápidamente también es un impulso inherente al negocio artesanal. Pero Vasseur ni siquiera abre su panadería los fines de semana, cuando las ventas suben y las filas se alargan aún más sobre la acera.

No solo las panaderías industriales sino también las artesanales manejan, como metáfora de buena salud, una oferta extensa de sándwiches y pastelería, además de una numerosa variedad de panes, pero en DU PAIN ET DES IDÉES, como en los restaurantes de etiqueta, el menú es reducido. Vasseur prepara panes con harinas orgánicas de trigo espelta, centeno o castaña y los fermenta con levadura natural (levain). Los viernes experimenta con variaciones como centeno con miel y mostaza en grano, cacao con nueces y arándano, y nueces y manzana a la flor de naranjo. Siguiendo la costumbre de principios del siglo XX, además de pan en su panadería ofrece solamente viennoiserie, ese conjunto de productos refinados hechos con masa hojaldrada o esponjosa (brioché), originarios de Viena y adoptados por París desde la segunda mitad del siglo XIX. Se consideran una especie aparte, intermedia entre el pan y los pasteles, donde el croissant, el pain au chocolat y los enrollados a los que Vasseur llama escargot, son los emblemas.

Resistir al vértigo con que se mueve la industria es escoger uno de los bandos. «Una de cada dos viennoiserie que se venden en las panaderías es industrial», dijo Philippe Godard, de la Federación de Empresas de Panadería y Pastelería Industrial. Producidas por toneladas en maquinaria pesada, a esas viennoserie se les añade aditivos como el ácido ascórbico para acelerar su fermentación e incrementar su volumen. Tras una preparación resuelta en unas cuantas horas, llegan a las panaderías congeladas, crudas o precocidas, y requieren de un breve paso por el horno para quedar listas. Su aspecto suele ser pálido, su consistencia más elástica que crocante y es frecuente que se excedan en grasa y en azúcar. En ellas, ni el trabajo artesanal ni la calidad de los ingredientes importan. De los mil doscientos artesanos panaderos de París, solo el dos por ciento de ellos no recurre a ningún tipo de producto congelado.

Vasseur es parte de esa minoría. Preparadas completamente en su local con masa de hojaldre común o con una fusión entre esa y otra esponjada llamada briochée feuilletée, sus viennoiserie se toman un día entero para fermentar y en total requieren una preparación que llega a las treinta horas. El tiempo, sin embargo, no lo resuelve todo si los ingredientes son mediocres, y elegir unos de calidad inusual implica lanzar otra apuesta de riesgo. «¿Quién es el loco que utiliza leche orgánica, huevos orgánicos, mantequilla fresca extra fina? ¡Nadie!», pregunta y se responde Vasseur afuera de su panadería, con un tono presuntuoso y el gesto retador. No cualquier panadero se atreve a pagar el doble por los ingredientes que utiliza. Vasseur lo hace porque sabe que sus clientes están dispuestos a pagar el triple para comer un pan único. Mientras un enrollado industrial cuesta un euro y uno artesanal de calidad mediana un euro con cuarenta centavos, los escargot de Vasseur cuestan tres euros con diez centavos. Dejar la clase ejecutiva de los negocios para convertirse en un obrero refinado puede ser un buen negocio.

III

No hay gasto que por bien no venga. Hace cinco años, un anciano llegó a la panadería de Vasseur con lágrimas en los ojos. Era el nieto de un panadero de campo junto al que había pasado parte de su infancia, maravillado con su habilidad de mago para transformar kilos de harina en obras preciosas. En aquella panadería rural el aire también olía a mantequilla; la temperatura era agradable en cualquier época del año. Cuando el niño tenía seis años, el abuelo panadero murió de un ataque cardíaco al pie de su horno. A partir de entonces, en su mente se anularon las imágenes y los olores de las mejores vacaciones de su vida. Hasta que él también se convirtió en abuelo y un día, mientras se hacía unos exámenes médicos cerca de la panadería de Vasseur, su esposa aprovechó para comprar, por primera vez, un gran trozo de Pain des amis. Al salir del consultorio, el anciano abrió una bolsa de papel celeste con un exquisito logotipo dorado, y al primer mordisco viajó directo a los días felices que ya no recordaba. Con la emoción todavía cortándole la voz, fue a la panadería, pidió que llamaran a Vasseur, y le dijo: «Quiero agradecerle, señor. No sé cuánto pagó mi esposa por este pan, pero usted resucitó a mi abuelo». Vasseur lo cuenta con la agilidad de quien domina una anécdota reiterada. «¿Se da cuenta?», me pregunta ahora. «En ese tiempo el pan costaba dos euros con cuarenta centavos. ¡Por dos euros con cuarenta centavos yo resucité a un muerto!». En ANTROPOLOGÍA DE LOS COMEDORES DE PAN, el investigador Abdu Gnaba dice: «Al hablar del pan, la gente se implica, se mete en escena: el pan es narrativo». Vasseur controla las escenas en las que el panadero cumple el papel de benefactor.

El panadero estrella a veces se imagina películas violentas. Vasseur es un tipo irascible, con escasa tolerancia a las críticas. En Internet hay rastros de las veces que se ha enredado en peleas de blog cuando en alguna reseña sus productos han recibido comentarios negativos. Usualmente ataca evocando la ignorancia, la envidia, la mala fe que, cree, deben amargar a los profanos que lo critican. Cuando juega de anfitrión, es capaz de llevar la irritación a los puños. «Una o dos veces al año viene algún idiota a la panadería y me provoca, y entonces me dan ganas de golpearlo, de romperle la cara. Soy un poco extremo cuando digo esto, pero no tolero la ignorancia ni la imbecilidad. Tengo un verdadero problema con eso». Una o dos veces al año. El dato debe ser literal porque, en los días comunes, lo que hay con sus comedores de pan es una relación de entera confianza. Los clientes que salen de su panadería dicen lo que a él siempre le gustaría escuchar. «Simplemente, desde la percepción gustativa, se nota que este pan está compuesto de buenos elementos», dice Carl Barbier. «Este pan es diferente a los otros, más sabroso, más denso. Es más caro, pero estoy dispuesta a pagar por la calidad», dice Hélène Marchand. «Los ingredientes son remarcables. Soy un amante de las viennoiseries y las como por todo París. Soy bastante tacaño y cuido mucho mi dinero, así que si las compro aquí es porque son las mejores», dice Patrick Aujean. «Todo en este pan es de calidad. No hay misterio, el buen pan es caro», dice Marie Moisie. «Es un pan particular, como el de antes, ya desde la corteza huele bien, eso justifica su precio», dice Bernard Delahe. «Es el único pan de París que me recuerda al pan que comía en casa de mis padres», dice Bernard Privat. «Es un pan bien cocido, con mucho sabor, que se conserva mucho tiempo, como el pan de otra época. Además, se nota que está hecho con cariño», dice Jo Miklós. «Lo que hace único a este pan es su harina orgánica, el tiempo de fermentación, el tiempo de horneado. Por eso es que varios restaurantes de París, incluso algunos con estrellas Michelin, lo tienen en su mesa», dice Antonello Sciolti. «Este pan es muy perfumado, bien levado. Vaya a cualquier otro país de Europa y no encontrará un pan como el de Francia», dice Gabriel Leroussie.

IV

Christophe Vasseur dice tener un récord: «Si tengo que dar una cifra, la fermentación de mi pan toma dos días, y la fermentación del otro 99,9 por ciento de los panaderos es de dos horas». En la travesía molecular de las harinas que se convierten en pan, la diferencia entre lo ordinario y lo superior reposa en el tiempo. En panificación, el tiempo es ese recurso preciado que se invierte —o no— para que las masas se fermenten. Vasseur hace alarde de él. Fermentar las masas es ponerlas a reposar para que se oxiden intencionalmente y en ellas se logren aromas, sabores y texturas que sin fermentación no se logran. Las masas para pan se fermentan por acción de diversos tipos de levaduras, unos cultivos orgánicos elaborados con distintas fórmulas y tradiciones. Tiempo, fermentación y levaduras: la gema del pan francés. Antoine Parmentier, el farmacéutico y nutricionista francés precursor de la química alimentaria y que en 1782 fundó la Escuela Gratuita de Panadería de París, creía que la fermentación era «el alma de la fabricación del pan». Hoy Vasseur ha conquistado el tiempo de su oficio.

Parmentier se refería exclusivamente al levain, un tipo de fermento natural que madura a lo largo de cuatro o cinco días a partir de una mezcla de agua con harina. El resultado en sí es una masa que se añade como ingrediente a las masas principales para que fermenten y se inflen (leven). El levain es el responsable de que la corteza de los panes sea espesa y crujiente, y de que la miga resulte densa y a la vez elástica e irregular. El pan hecho con levain tiene un sabor fuerte, agreste, agradablemente amargo. Es un pan que se conserva al menos una semana sin que se note su degradación, y es de más fácil digestión debido a que las bacterias lácticas que contiene inhiben la acción de microorganismos indeseables en el intestino. En el manual del oficio del Instituto Nacional de la Panadería-Pastelería, la fermentación con levain es presentada como «el método noble y tradicional que le exige al artesano una gran habilidad y una atención extrema», otra forma de decir que es la esencia de la destreza panadera.

Pero el mismo Parmentier reconocía que el costo de lograrla eran jornadas extremas en las que el panadero era sometido a un «esclavismo lamentable». Para facilitar el trabajo en el amasadero, existe la levure, el otro tipo de levadura natural. Se fabrica a escala industrial a partir de un hongo microscópico similar al que se usa para fermentar vino y cerveza. Las masas que contienen levure se fermentan más rápidamente y levan incluso más que las hechas con levain, pero la miga resulta más liviana y su sabor más simple y ligero. Tienen en su contra un tiempo de conservación bastante más corto y un bajo valor nutritivo, pero la ventaja de resultar aún de calidad y la capacidad de reducir el esfuerzo cotidiano al valerse de un fermento comercial listo para ser usado. Es comprensible que, al aparecer en el mercado, la levure desplazara al antiguo y riguroso levain, y fue inevitable que, al hacerlo, se fueran relegando las virtudes de la vieja escuela. Hoy, aunque la levure es admitida como un ingrediente de la panadería tradicional francesa y se usa para preparar panes de buena calidad, muchos panaderos procuran reducirla a cantidades mínimas y privilegian el uso del levain, como para demostrar que el alma de su pan está cargada de paciencia.

V

Steven Kaplan, el mayor historiador del pan francés, formuló una escala de valores para juzgar un buen pan: 1. El aspecto. 2. La corteza. 3. La miga. 4. La mordida. 5. Los aromas y olores. 6. El gusto y los sabores. Y como bonus: la armonía entre todas las anteriores y algo a lo que Kaplan llama panimaginaire, una invitación a cada consumidor a dar libre curso a su fantasía evaluando el pan. Esos criterios pueden servir como un esquema de calificación que otorgue veinte puntos a la excelencia de un pan. «Un sistema de notación, como una teoría cualquiera, es reductor, pero esa es su naturaleza y la fuente de su posible utilidad», dijo Kaplan. Djibril Bodian, un panadero de treinta y ocho años nacido en Senegal, ganó este año el concurso de La Mejor Baguette de Tradición Francesa de París, que, además de recompensar al triunfador con cuatro mil euros, le da un contrato para proveer de baguettes durante un año al Palacio del Elíseo, la sede de la presidencia de Francia. Al no elaborar baguettes, a Vasseur ese concurso le resulta indiferente. A Bodian, quien llegó a los seis años a este país y hoy es el administrador de la panadería LE GRENIER À PAIN, por el contrario, le interesa tanto que es el único que lo ha ganado dos veces.

En marzo de 2015, Djibril Bodian y más de doscientos colegas llegaron a la Cámara Profesional de Artesanos Panaderos-Pasteleros, un elegante edificio en el distrito siete de París, para presentar sus mejores baguettes al concurso. Las traían a la mano, escondidas a medias en bolsas de papel o apenas sostenidas por el lomo con un cinto de folio. Durante la mañana y parte de la tarde, los panaderos fueron pasando de uno en uno para someter sus barras a la primera prueba: peso y talla. Debían tener entre cincuenta y cinco y sesenta y cinco centímetros de largo, y pesar entre doscientos cincuenta y trescientos gramos. Las baguettes que superaron ese primer filtro avanzaron al escrutinio mayor ante un jurado de quince miembros compuesto, entre otros, por funcionarios del Municipio, representantes de la industria gastronómica, internautas aficionados y el panadero ganador del año pasado. Tras hacer tronar entre sus manos los panes para oír como cantaban las cortezas, después de hincarles la nariz en la miga para extraerles el aroma, habiéndolos probado todos con una metodología de catadores de vinos, incluso escupiendo algunos trozos para no saturarse, los jueces sentenciaron que la baguette de Bodian superó a las del resto de competidores en sus cinco criterios de juzgamiento: aspecto, miga, olor, sabor y cocción. Su pan, mantenido en fermentación durante veinticuatro horas antes de entrar al horno, tuvo un aspecto impecable, con una corteza crocante que permitía una mordida sin mucha tensión. Tuvo los alveolos de la miga –las cavidades aireadas de la masa– desiguales como tienen que ser, con la apariencia salvaje. La cocción fue perfecta, bien-cuite, y el sabor logró una paleta agradable con un acento amargo y otros de miel y avellanas. Tras ganar el primer concurso en 2010, los ingresos en la panadería de Bodian aumentaron un treinta por ciento. Con el segundo galardón y un prestigio elevado, la mejor baguette de París aún cuesta un euro con diez centavos. «Yo quiero llegar a la mayor cantidad de gente con un pan de calidad a un precio razonable», me dijo Bodian frente a los hornos en su panadería. «A mí no me interesa pensar en una categoría de lujo». La alcaldesa de París le entregó su premio el Día de la Fiesta del Pan.

Cada mes de mayo, durante la semana en que se celebra a Saint Honoré, el patrón de los panaderos, la Fiesta del Pan invade Francia celebrando las virtudes de los métodos artesanales en oposición a la arremetida industrial. En París, todo sucede bajo un galpón enorme en la explanada de la catedral de Notre-Dame, donde la secuencia completa de la panificación es realizada a puertas abiertas para que la admiren miles de visitantes. Los panaderos, veteranos y aprendices, amasan, hornean y hacen de expositores abnegados. Los niños son invitados a dar forma a las masas, abundan los selfies de turistas sosteniendo una baguette o abrazando a un panadero, los clientes se amontonan en los puestos de venta donde se despachan por cargas los panes apenas salidos del horno. Es una operación de marketing basada en el orgullo de la que hacen parte las principales confederaciones y algunos de sus panaderos estrellas. Vasseur nunca está presente: ni lo buscan ni lo invitan. En ese entorno de fraternidad panadera, su nombre resuena como un eco lejano. «Al señor Vasseur lo considero una persona en reconversión. No nació en el oficio, pero se desenvuelve bien y es bastante hábil con la promoción», dice Dominique Anract, panadero y presidente de la Cámara Profesional de Panadería de la región Ile de France, una de los organizadoras de La Fiesta.

Alcanzar la excelencia implica recuperar las viejas prácticas. Basile Kamir, un ex periodista de la legendaria revista francesa ACTUEL que también se convirtió en panadero y hoy está a la cabeza de Le Moulin de la Vierge, una cadena de panaderías artesanales con cinco locales en París, figura como el primero en retomar a finales de los años setenta el trabajo clásico con el levain. «Ya nadie sabía cómo hacerlo. Hubo que reinventarlo todo, trabajar de manera empírica», le dijo Kamir a una revista de Le Monde. Pero la sola experiencia no fue suficiente. Para recuperar los fundamentos de ese método, Kamir tuvo que acudir a LE PARFAIT BOULANGER, un tratado del siglo XVIII sobre la fabricación y el comercio del pan, escrito por Antoine Parmentier. Los panaderos que en adelante le siguieron la ruta, entre ellos Vasseur, comprendieron que el futuro de la panadería francesa estaba en poner al día a la tradición.

VI

Los panes de Vasseur son estrellas de Instagram. En la mesa al exterior de su panadería, una pareja de asiáticos ensaya una sesión de selfies poniendo sus croissants en primer plano. La escena no le sorprende. Vasseur tiene una fanaticada internacional, sobre todo japonesa, que circula en las redes sociales fotografías de sus panes como trofeos del paladar. Con dos golpes de nudillo, Vasseur prefiere seguir hablando de la vida real. «Este es el primer objeto que adquirí luego de firmar el contrato de compra de la panadería», dijo, haciendo un ruido seco sobre la superficie gastada de la mesa a las afueras de DU PAIN ET DES IDÉES. «En principio, esta mesa no tendría nada que ver con el negocio, pero para mí es un símbolo de camaradería y de compartir. Yo siempre he sido un apasionado por el placer de la mesa, por ese momento casi bendito en el que nos encontramos y hacemos la vida alrededor de ella». Vasseur compró la panadería cuando la zona donde está instalada, muy cerca del canal Saint-Martin, era poco concurrida y se arriesgó a tener que cerrarla pronto por falta de clientela, como les ocurrió a las tres panaderías que funcionaron ahí antes de su llegada. Hoy este vecindario, animado por restaurantes y boutiques de diseñadores, es un destino para turistas, foodies y otros sibaritas parisinos.

La panadería de Vasseur es el principal atractivo, pero no sólo por su pan. El interior tiene la gracia de una galería de arte clásico o de una tienda de antigüedades finas. Las paredes están copadas por espejos palaciegos con marcos dorados, el techo está cubierto con una pintura bajo vidrio de alegorías celestiales, y una parte de la fachada lleva otros frescos con escenas de trabajo en campos sembrados de trigo, obras todas ellas del reputado taller decimonónico BENOIST ET FILS. Las viejas latas de galletas y caramelos que se exhiben en las ventanas, las vitrinas, los canastos y los platones que contienen los panes, todo lleva el matiz delicadamente tostado de las cortezas y de la piel quebrada de las viennoiserie. Con letras doradas sobre toldos negros o adheridas a los vidrios de las ventanas, algunas frases funcionan como piezas de un manifiesto: «Harinas biológicas». «Trabajo sobre levain natural». «Hojaldre con mantequilla fina». La intención de Vasseur, calificado en la revista M DE LE MONDE como «maestro en el arte de vender la autenticidad», es revivir el espíritu panadero de finales del siglo XIX. El local de su panadería data de 1875 y está inventariado en el patrimonio suplementario de monumentos históricos. En el barrio, el panadero estrella es un vecino ilustre. Mientras conversamos, varios pasantes lo saludaron con cortesía. Con dos de ellos cerró acuerdos para juntarse a comer, y un tercero le dejó sobre la mesa una bolsa pequeña de papel celofán, a través de la cual se veía un hermoso macarrón de un dorado intenso. “Es de trufa blanca”, le dijo el hombre. “Mire, qué maravilloso”, me mostró el panadero. “¡Un macarrón de trufa blanca de Alba! ¿Se da cuenta? Eso es compartir. ¡Esa es la vida!”, dijo.

Hoy Vasseur disfruta más de la vida porque puede empezar su día a media mañana, ocuparse de tareas de administración, supervisar que tras bastidores todo marche según el cronograma y poner las manos en la masa sólo si hace falta. Entonces, si hace falta, viste su traje de obrero, no un uniforme clásico de dos piezas sino un overol blanco de rasgo industrial. La eficiencia en la organización del trabajo y la capacidad de enseñar para luego delegar las funciones es más un atributo que una deshonra. “La belleza de esto es que ejerzo un oficio sin tener la impresión de que es un trabajo. Es como si fuera un hobby. Me tomó cuatro años y dieciséis horas al día levantar el negocio, pero ahora tengo un ritmo bastante tranquilo. Hoy soy más un capitalista que explota al proletariado que un obrero”, dijo Vasseur riendo, como queriendo que no se lo tome en serio.

Como todos los días en DU PAIN ET DES IDÉES, el proletariado empezó el trabajo a las dos de la mañana. A esa hora llegó Sam Yong, una japonesa delgada y discreta que asegura ella sola el primer turno de la jornada. Al amanecer llegó otro japonés, el multifuncional Kenji Kobayashi, y sus dos colegas touriers, especialistas en vías de extinción dedicados específicamente a la finísima tarea de preparar las masas de hojaldre para las viennoserie. “Hace treinta años que en las escuelas de panadería de Francia ya no se enseña el trabajo del tourier. ¡Es dramático!”, dijo Vasseur. “El resultado es que la mayoría de las panaderías hoy venden croissants industriales, que llegan congelados desde una fábrica y por eso todos tienen el mismo sabor. Estoy convencido de que, dentro de veinte años, cuando alguien quiera aprender a hacer croissants, le van a decir que tiene que ir a Tokio, donde algún discípulo de Christophe Vasseur”. Por ahora, sus discípulos dominan la receta de sus croissants con masa levée feuilleté, que a diferencia de la feuilleté corriente, sólo hojaldrada, tiene una consistencia más robusta debido a la adición de una dosis de levure, la levadura de producción industrial también conocida como levadura de panadero. Las diversas recetas de croissant varían según los ingredientes (huevos, azúcar, levadura) que se suman a la masa básica compuesta por agua, harina y sal, y por el método para juntar a esa masa el componente esencial que es la mantequilla. No obstante, cualquier fórmula que se precie exige una alianza de precisión artesanal y cálculo matemático para que el resultado sea esa fascinante estructura laminada como hojas de libro viejo. Los croissant clásicos, que usan solamente harina, agua, sal y mantequilla, terminan compuestos por setecientas treinta capas de hojaldre luego de que a la masa se la dobla en tres y, con intervalos de descanso y enfriado a tiempos controlados, se repite esa operación seis veces. Los de Christophe Vasseur, habitués en los ránkings de críticos profesionales y foodies entusiastas, son una joya con la corteza intensamente caramelizada, un interior corpulento que no se deshace en migas como los preparados con el apuro industrial, y un poderoso sabor a mantequilla que sin embargo no deja una sensación grasosa.

Vasseur está conforme con que de ese trabajo de refinada joyería se encargue un grupo de artesanos extranjeros. “Encontrar personal fiable y motivado en Francia es imposible. Cuando he necesitado empleados y he acordado citas, el ochenta por ciento no se ha presentado, y de los que han venido la mayoría han resultado mediocres, así que renuncié a formar franceses y decidí formar sólo a japoneses. Ellos tienen un profundo sentido de lo bello, de la estética, y sobre todo una relación histórica con la tradición y un profundo apego al maestro, al sensei, a quien tiene el poder y la ciencia, y de quien reciben, de manera casi bíblica, el conocimiento”. Hace unos años, Sakiko, otra de las empleadas japonesas que trabajan con él, había llegado a París de visita. Fue a DU PAIN ET DES IDÉES porque aparecía recomendada como atracción en su guía de viaje. Sentada en la mesa del exterior comió un trozo de Pain des amis y una empanadilla de manzana, y entonces sintió un llamado. “Nunca había comido algo así. En ese instante decidí convertirme en panadera”, me dijo Sakiko al empezar su turno en la panadería de Vasseur.

La japonesa volvió a su ciudad y, tiempo después, cuando todavía trabajaba como cocinera, le escribió a Vasseur para pedirle que la aceptara como aprendiz. Ahora ya lleva tres años de empleada. Años antes, Ryuko, otra panadera japonesa, estuvo de practicante durante tres meses. Cuando regresó a Osaka, abrió la panadería Louloutte, donde prepara croissants, escargots y panes de miga espesa inspirados en los de su maestro. Fue Ryuko quien le recomendó a su amigo Kenji Kobayashi que buscara un puesto en DU PAIN ET DES IDÉES. Y así avanzó la saga japonesa, entre contactos y recomendaciones. Kobayashi lleva más de cinco años trabajando allí y entre los críticos se le reconoce una reputación propia por haber elaborado recetas deslumbrantes, como la del pan perfumado con Nikka, el cotizado whisky japonés. Este año regresará a Tokyo para abrir también un negocio aprovechando lo aprendido junto a Vasseur. “Su pasión se nota en su gusto por enseñar. Es una persona bastante sabia”, dice de él Kobayashi. Vasseur colecciona halagos de sus obreros devotos. “El más bello homenaje que un panadero japonés ha podido hacerme es decir que yo marco la ruta. Yo vengo de la montaña, y ahí quien marca la ruta es el que va adelante en las expediciones, el que toma todos los riesgos, el que lleva la voz de mando y a la vez facilita el camino para los que vienen detrás. Yo creo que, al decir eso, ese panadero entendió todo”. Ningún panadero francés le haría a Vasseur sentirse un sensei.

VII

Christophe Vasseur siempre reconoció que su ruta estuvo marcada por Jean-Paul Mathon, el panadero que lo recibió de aprendiz para que se iniciara en el oficio. Ese artesano discreto se ha negado siempre a conceder entrevistas, en Internet se encuentra un solo retrato suyo y las pocas reseñas que hablan de él, además de alabar lo sublime de su panadería LA GAMBETTE À PAIN, recuerdan que se trata del reservado maestro del publicitado Vasseur. Por ahí se dice también que Mathon cerró su negocio durante dos años y se fue a Taiwán para aprender mandarín, y que a su vuelta, en 2010, la guía Gault & Millau le concedió a LA GAMBETTE À PAIN el título de Mejor panadería de París. Tampoco entonces Jean-Paul Mathon dijo nada. Su pan siempre ha hablado por él. Vasseur ha declarado que en las cortas seis semanas que pasó junto a él pudo aprender las bases del pan, pero no de las viennoiserie, esas piezas refinadas de masa hojaldrada y brioché. Para eso contrató un tourier, el especialista en prepararlas. Lo observó preparar el hojaldre y luego perfeccionó la técnica añadiéndole sus astucias propias. “Así debe ser en el artesanado”, me dijo Vasseur. “Una vez que el principio es entendido, lo que uno hace debe ser personalizado”. Hay quienes creen que al personalizar se le fue la mano.

En la panadería de Jean-Paul Mathon, en lo alto del distrito veinte de París, un hermoso bloque de pan moreno, compacto como un adobe, luce idéntico al célebre Pain des amis de Vasseur. El de Mathon también está bautizado, se llama Mon pain préféré, mi pan preferido, y al igual que el pan de los amigos tiene una clara fragancia ahumada, aunque menos intensa y más dulzona, con un ligero acento de vainilla. Como en la panadería de Vasseur, hay en sus estantes la mouna, un pan brioché perfumado a la naranja, especialidad tradicional de los pieds-noirs, esos ciudadanos europeos que habitaban en Argelia antes de su independencia; y la empanadilla de manzana que se distingue entre cualquier otra por no llevar en el interior un puré acuoso sino una crocante mitad de la fruta. Hay en ambos locales, de Mathon y Vasseur, panes similares rellenos con ingredientes dulces y salados, y tartaletas de frutas con el mismo aspecto reluciente. Mathon también ofrece panes especiales los viernes y cierra su local los fines de semana. Las similitudes de obra y de concepto son la prueba de que entre ambos hubo una secuencia. “Ahora ya no tienen una buena relación”, me dijo Steven Kaplan, evitando entrar en detalles.

Vasseur ha declarado que empezó a hacer su Pain des amis de manera casi lúdica para comerlo con sus amigos en el brunch de los domingos. Y que luego, ante el deleite provocado, fueron esos amigos quienes le incentivaron a que lo pusiera en el menú de su panadería. Vasseur ha declarado también que se trata de un pan que hasta los años cincuenta se encontraba en las zonas rurales de Francia, de los que se conocen como pain de campagne, típico de una técnica de cocción con fuego de leña, y que él lo reprodujo manteniendo la fermentación lenta que se toma dos días, cociéndolo en un horno con piso de piedra y aplicándole quiebres de temperatura durante el horneado para que logre esa corteza como de un árbol antiguo. Vasseur no se adjudica la invención de ese tipo pan, pero al que sale de su horno lo personalizó con todo el rigor de su experticia en mercadeo: al nombre le juntó una lustrosa licencia de copyright: Pain des amis©. Lo que desde lejos podría parecer una polémica intrascendente, en el país de la baguette es capaz de levantar discusiones impetuosas. Los blogs especializados son el terreno del escarnio. En marionadecouvert.com, un usuario identificado como Colin reacciona a una reseña sobre la panadería de Vasseur: “Es donde el panadero Jean-Paul Mathon que Christophe Vasseur hizo su formación. Un panadero muy discreto del que Vasseur se ha servido exageradamente. Vaya a ver y encontrará el Pain préféré, que Christophe Vasseur copió para hacer su Pain des amis (digo copiar porque el resultado es casi idéntico, y de hecho el Pan préféré es mejor y más barato, pero Christophe Vasseur siempre ha alardeado de su invención, y ese no es el caso)”. El autor del sitio kitchenaroundthecorner.com, dice: “Mon pain préféré no deja de recordar al Pain des amis de Vasseur, con el mismo gusto ahumado, la miga bien alveolada y una corteza bien tostada, pero tengo mi preferencia por Mon pain préferé”. En el sitio painrisien.com el asunto sube de tono. El usuario uncafeladittion comenta: “Probé el Pain préféré de Mathon, que al parecer ha sido retomado por el alumno Vasseur con su Pain des amis. Me sorprendió la anécdota de Vasseur que dice cómo nació su pan. ¿Entonces, la información es tergiversada? ¿Quién es el verdadero creador?”. Otro, identificado como Mingu: “Me sorprendió y también me molestó un poco ver a qué punto Christophe Vasseur ha retomado ciertas ideas de su maestro J.P. Mathon sin reconocerle el crédito (suponiendo que esos productos existían previamente donde J.P. Mathon). Yo solo conocía a Christophe Vasseur, nunca había escuchado hablar del ‘original’”. Una usuaria identificada como Prevost dice tener la voz autorizada: “Yo soy una de las vendedoras de la panadería del señor Mathon. Tengo que decir que él es el creador del Pain préféré y que es él quien enseñó a otros panaderos. El señor Mathon prefiere estar en el amasadero buscando los pequeños detalles que van a marcar la diferencia, antes que estar frente a las cámaras”. Es probable que fuera esa misma vendedora la que, sin querer darme su nombre, me diría algo similar cuando visité la panadería de Mathon: “Mi patrón empieza a trabajar a las dos de la mañana y sale a las ocho de la noche. Él es un hombre tímido, vive en su mundo, solo le interesa vivir su pasión, no es como otros, que pasan su tiempo hablando con la prensa y dejan que todo el trabajo lo hagan sus empleados”. “¿Se refiere a Christophe Vasseur?”, le pregunté. “No nos interesa el señor Vasseur, pero ya sería bueno que a mi patrón dejaran de relacionarlo con él”, respondió. A su patrón se lo veía detrás de unos vitrales, de espaldas a la zona de venta, sumido en el manejo de la paleta que metía y sacaba masas de los hornos. Era evidente que para Jean-Paul Mathon el mundo acaba en el perímetro de su panadería.

VIII

Todos los caminos conducen a un pedazo de pan. Cuando Steven Kaplan, un joven judío de Nueva York, decidió convertirse en historiador de Francia y de la Revolución Francesa, entendió que para adentrarse en el corazón cultural de su país de acogida había que descifrar el ADN de su alimento insigne. El pan era apenas la punta del ovillo.  No era una garantía pero sí una apuesta. Al preparar su proyecto de tesis doctoral, Kaplan no escribió las veinte páginas que le exigían sino unas ciento veinte, casi de un tirón, inmerso en un gozoso estado de trance. Así comprometió sus siguientes cuarenta años de vida y de investigaciones. De esas cuatro décadas de devoción quedaron once libros del grosor de una Biblia, dos medallas de Caballero de la Legión de Honor que el gobierno francés le otorgó por sus aportes, y una bien ganada fama de monsieur pain entre todo el engranaje del oficio.

Durante el Antiguo Régimen, el período de dos siglos que precedió a la Revolución Francesa, explica Kaplan, la estabilidad del Rey de Francia dependía de su capacidad de aprovisionar el pan para su pueblo. La vida social y económica de los franceses se sostenía en la producción de cereales, que era lo esencial de su alimentación. Como la elaboración de pan y el acceso a él eran el centro de las preocupaciones cotidianas, para que eso ocurriera se creó La Policía del Pan, un cuerpo administrativo encargado de regular los mercados de los granos y las harinas, establecer impuestos y controlar fraudes en el peso y hasta en el punto de cocción del pan. Los panaderos estaban obligados a llenar sus mostradores a cualquier costo y eran presionados para que se ingeniaran la forma de conseguir las materias primas en caso de que faltaran. Al igual que los proveedores de granos y de harinas, los panaderos eran tratados como “agentes de servicio público” y no como simples comerciantes. Las autoridades creían que, si los panaderos faltaban a sus deberes, el pueblo podía explotar en una furia más o menos legítima, y las revueltas que alteraran el orden público eran lo que menos querían. Pero ocurrieron.

Una serie de motines conocidos como la Guerra de las Harinas desataron el caos en 1775, cuando la carestía de los cereales elevó el precio del pan. La gente, cuya exigencia era “pan de buena calidad, en cantidad suficiente y a precios razonables”, protestó en las calles blandiendo repulsivos trozos de pan negro como símbolo de las penurias, y las panaderías se volvieron el principal blanco de los saqueos. Para los parisinos del siglo XVIII, la buena calidad del pan era un asunto de dignidad elemental: su insatisfacción podía alentar una insurrección. La Revolución que explotó en 1789 tuvo en la Guerra de las Harinas un antecedente, y en la escasez de pan y el aumento de su precio una de sus causas determinantes. Una de las escenas más evocadas de ese capítulo decisivo de la historia francesa es la que recuerda a siete mil mujeres armadas con picos, trinches y bastones que, el 5 de octubre de ese 1789, marcharon hacia el Palacio de Versalles exigiendo el pan a gritos. Para hacer presión frente al rey Luis XVI llevaron consigo, en las líneas del frente, a los panaderos de París, y mientras ellas marchaban, en las calles se repartían panfletos que recordaba la existencia de un pan mejor y más barato. La protesta terminó con la invasión del Palacio de Versalles y varios guardias asesinados. Luis XVI y la reina María Antonieta se salvaron y debieron abandonar Versalles para instalarse en París, pero antes una comitiva de las mujeres pudo entrevistarse con el Rey y lograr que aceptara sus demandas. El pan tenía al pueblo y a las elites rendidos a su voluntad. La Enciclopedia Metódica, lanzada por el librero Charles-Joseph Panckoucke, cita que ese año había otros víveres disponibles para la alimentación, pero que “la mayoría de la gente creía morir de hambre si no había pan”. Se trataba de un asunto muy francés porque, al mismo tiempo, según la historiadora Bee Wilson, Italia había cambiado el pan por la pasta e Inglaterra había iniciado su afición por el azúcar como fuente principal de calorías. En el país de la Revolución, se hablaba de la tiranía del pan.

Emanciparse del peso histórico y cotidiano de ese alimento se volvió una urgencia. Con el paso de los años ocurrió de manera casi natural. Las innovaciones tecnológicas, los avances sociales, la adaptación a una dieta más diversa, las regulaciones políticas y la mecanización del trabajo (que demandó menos esfuerzo físico a los obreros y por lo tanto menos calorías derivadas de su ingesta) hicieron que el consumo de pan se fuera al suelo. Fue entonces cuando lo logrado se convirtió en un problema. Para los industriales del pan se volvió una obsesión recuperar lo perdido. “Una de las cifras más elocuentes de la historia de Francia desde hace tres siglos es precisamente la del consumo de pan por persona al día”, dice Steven Kaplan en uno de sus libros. El declive en el consumo continuó hacia la mitad del siglo XX. La Segunda Guerra Mundial y una mezcla de mala prensa y rumores infundados sobre supuestos perjuicios para la salud tuvieron efectos nefastos. “Las advertencias ‘científicas’ iban de la estigmatización del pan como responsable de la subida de peso hasta la acusación de ser cancerígeno y provocar tuberculosis, alcoholismo y caries dentales”, escribió Kaplan. En 1957, la directora de una escuela en Cotes-du-Nord prohibió que se les sirviera pan a los niños en el almuerzo escolar. Al año siguiente, la Confederación Nacional de Panadería planteó un juicio a la revista semanal LA PRESSE por haber publicado que el pan era un “veneno temible”. Ya unos años antes, un incidente de histeria colectiva había dejado consecuencias verdaderas. En agosto de 1951, en Pont-Saint-Esprit, una comuna en el sur de Francia, cientos de personas sufrieron intoxicaciones que degeneraron en crisis alucinatorias en la vía pública. La prensa reportó que un hombre se creyó un avión y saltó desde un segundo piso, que otros se retorcían sintiéndose poseídos por serpientes y que un niño estranguló a su mamá en un ataque de ira. Cinco personas murieron, más o menos cincuenta fueron internadas en hospitales psiquiátricos y un número incierto más en hospitales comunes. Nunca se estableció la causa concreta de este mal, pero hasta hoy se cree que la intoxicación se debió a un parásito que infectó harina de centeno. Todas las víctimas de Pont-Saint-Esprit habían comido el pan de una panadería del pueblo llamada Briand. Al affaire se lo conoce desde entonces como “El pan maldito”.

Pero la verdadera maldición del pan francés fue la caída en el consumo porque su calidad era cada vez peor. Ya no eran sólo razones externas las causantes sino algo relacionado con el ADN que lo hacía insigne, con la tradición que alguna vez lo encumbró. “Esta afirmación contradecía un estereotipo que alimentaba un cierto orgullo patrio: que el buen pan francés era el mejor pan del mundo”, me explicó Steven Kaplan. En 1962, el Centre Nacional de Coordination des Etudes et Recherches sur la Nutrition et l’Alimentation publicó LA CALIDAD DEL PAN, un estudio de mil páginas que revelaba las causas de la desgracia. Decía que el trigo usado para las harinas era alterado genéticamente y tratado con abonos químicos para asegurar su crecimiento, que las harinas eran cargadas de aditivos para mejorarles el sabor y el rendimiento, que la levadura natural (levain) había sido reemplazada por la levadura de panadero (levure), la que, aunque proveniente de un hongo natural, era percibida como química. El informe destacaba un pecado mortal: el sacrificio del tiempo. A las masas apenas se las dejaba reposar, impidiendo que una fermentación apropiada le permitiera alcanzar los aromas deseados. Se buscaba producir más y más rápidamente, y para eso eran más eficientes los hornos a combustible que los que usaban leña o bloques de piedra. Además, era una época en que el Estado fijaba los precios en lo mínimo posible, por lo que no interesaba mejorar las materias primas pero sí aumentar las ventas por volumen (el precio del pan, fijado por el Estado desde 1791, se liberalizó casi dos siglos después). En pleno revuelo industrial en esa parte del mundo, la panadería artesanal se entregó a la lógica mecanizada. La calidad tenía como sinónimo la innovación y no la nostalgia. Atrás habían quedado los panes de los años treinta elaborados todavía con levain, amasados a mano y dejados en fermentación por largas horas. Volvió con fuerza el plan blanco, ese pan de aspecto higienizado, con su corteza delgada y quebradiza, su miga ligera e inflada como una espuma de poliuretano, insípido y sin el menor contenido nutricional. Era la antítesis de aquel por el que la gente había peleado en las calles en la Revolución Francesa. Durante más de tres décadas, y hasta inicios de los años noventa, los franceses y su pan vivirían una intensa historia de desamor, hasta que molineros y panaderos acordaron revivir las bondades de otra época. Los primeros producirían harinas sin aditivos y los segundos retomarían el método con levain y el largo reposo. Se estableció el “decreto pan” durante la presidencia de Mitterrand, y aparecieron los primeros paladines que rescataron del olvido un arquetípico pan francés.

Unos años más tarde apareció un resuelto Christophe Vasseur a buscarse un lugar donde nadie lo esperaba. “Él sabía que todo el sistema estaba estructurado en su contra, que le iba a ser hostil. A los panaderos no les gusta los outsiders”, me dijo Steven Kaplan. “Pero trabajó mucho para ganar credibilidad. Experimentó, tomó riesgos, fue atrevido. Y aunque no podía anticipar las consecuencias, tuvo una idea intuitiva y genial, con gran sentido de la estética y del sabor. Pasó de tener una gran variedad de panes a enfocarse en su Pain des amis, un pan seductor, suntuoso, voluptuoso. Debido a todo eso llegó a tener visibilidad. Como el individuo atractivo que es, empezó a aparecer cada vez más en los medios. Tuvo la capacidad de imponerse”. El día que me citó en la panadería de Dominique Saibron, mientras tomaba un segundo café con leche, Kaplan fue preciso al mencionar que la gloria de un panadero no es sólo un asunto de destreza artesanal. “Entre los panaderos hay una sola forma de medir el éxito, que no es el juicio sobre si el pan es delicioso o no, sino sobre cuán altos son los ingresos que tienen, y evidentemente a Vasseur le va muy bien. Creo que por todas esas razones, desde la tradición dinástica y la organización sindical del oficio lo ven con una dosis de envidia y de desdén”. Hay pan para todo el mundo, dicen los panaderos franceses respecto a la libertad de elegir la alcurnia de sus productos. En un extremo del abanico está Christophe Vasseur, con declaraciones altisonantes pero no poco ciertas. “Yo vendo el Hermès del pan”, dice. “Vendo pan a más de diez euros el kilo, mis escargot cuestan tres euros con diez centavos. Nadie hace eso. Pero nadie hace pan con esta calidad. Encuéntreme un solo artesano que utilice materias primas como las mías. No hay uno solo”. Si Vasseur estuviera equivocado, su panadería no estaría tan llena de gente que cree que el pan también puede ser un artículo de alta costura. Un artículo de lujo francés.