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Vasco Pimentel, el oidor

Publicado: 29 septiembre 2015 en Sabrina Duque
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Desde que viven juntos, Vasco Pimentel le ha pedido a su mujer que no le hable cuando se acaba de despertar. Cada mañana, este director de sonido que inspiró Lisbon Story, una película del cineasta Wim Wenders, necesita una hora y media sin oír nada. Cuando su mujer lo olvida y empieza a hablarle, él levanta la mano como un policía que detiene el tránsito y hace una señal de alto. Stop. Silencio. Es pronto para escuchar. La esposa del sonidista, una arquitecta que dejó su vida en Perú para irse a vivir con él a Lisboa, se ha acostumbrado a verlo levantarse, preparar su desayuno y leer su correo sin decir una palabra. Pimentel ha dejado de frecuentar amigos porque hablaban casi a gritos. Ha dejado de ir a cafés porque lo aturde el bullicio. Ha puesto el sonido a más de cien películas, pero no asiste a festivales de cine: «En las alfombras rojas —dice— hay demasiado ruido». Tampoco tolera el murmullo de un televisor encendido en su idioma: «Es una inflación de palabras de valor semántico nulo y entonación histérica y mentirosa». Pero le gusta cómo suenan los programas de televisión en China o en la India: al no hablar esos idiomas, las palabras le llegan sólo como sonidos, sin que entienda su significado. Vasco Pimentel detesta el sonido de automóviles ruidosos en marcha, pero, a diferencia de la mayoría, arruga su cara de tal modo que parece sufrir de la peor jaqueca cuando los escucha: «No sé qué hacer en mi cabeza con el ruido de un carro», dice. Sin embargo, le gustan las notas musicales «largas, infinitas, lacerantes» que produce una corriente de vehículos al atravesar el puente metálico de Lisboa, la ciudad donde nació. Cada vez que entra a un lugar y el ruido del ambiente es muy alto, Pimentel levanta las manos, se tapa los oídos con las palmas abiertas y aprieta sus mandíbulas como un niño aturdido por los gritos de sus padres. A veces, cuando sube a un auto ajeno y la radio se pone en marcha, se desespera y empieza a darle manotazos a los botones del estéreo hasta que consigue apagarlo.

—El mundo está mal mezclado —dice.

Vasco Pimentel tiene cincuenta y seis años, una mata de cabello plateado, oscuras cejas gruesas y una gaveta repleta de cajas de tapones alemanes Ohropax —paz para los oídos— en su casa. Es la misma marca de tapones que usaba Franz Kafka para soportar los ruidos durante la Primera Guerra Mundial. Los Ohropax fueron inventados por un farmacéutico alemán a principios del siglo XX como respuesta al problema del ruido cada vez más agobiante de la era industrial. Cuando el sonidista abre su cajón y descubre que sólo quedan una caja o dos, sale a recorrer farmacias: si encuentra una que vende esta marca, se lleva todos los que tienen. Hace algunos años, Vasco Pimentel llegó a la conclusión de que el caos de autos, ruidos y gritos que le esperaban afuera de su casa iban a dañarle la audición. Desde entonces, el sonidista lisboeta que ha vivido prestando sus oídos a cineastas como Wim Wenders, Vincent Gallo y Manoel de Oliveira —el director más viejo del mundo— no puede salir a la calle sin ponerse tapones en los oídos.

Nuestro cerebro tiene la habilidad evolutiva para suprimir los ruidos de fondo que no nos interesan. En una fiesta llena de gente, por ejemplo, no solemos escuchar nada en forma precisa hasta que alguien pronuncia nuestro nombre. En un aeropuerto atestado tendemos a escuchar los anuncios de embarque sólo cuando se acerca la hora de nuestro vuelo. Esa capacidad del cerebro para concentrar la audición en una persona o en ciertos sonidos e ignorar los que no nos interesan se conoce como ‘efecto cocktail party’. Cuando el bullicio nos molesta, podemos ‘bajarle el volumen’ al concentrarnos, por ejemplo, en espiar la charla de dos extraños. Si nos interesa una conversación en una fiesta, los ruidos de fondo dejarán de incomodarnos después de unos minutos. «Todos tenemos una especie de filtro —dice Rui Poças, frecuente compañero de filmaciones de Pimentel—. Pero Vasco se queda irritado porque acaba por captar cosas que no quería». Rui Poças, uno de los mejores directores de fotografía del mundo según el Hollywood Reporter, cuenta que Pimentel suele detener su trabajo en un set de filmación para pedirle a alguien que deje de hacer un ruido que ni siquiera sabía que estaba haciendo: un taconeo nervioso, raspar la pared con sus uñas, o, incluso, mascar chicle.

***

Los sonidistas suelen ser detallistas, obsesivos y anónimos. Aunque las caras visibles del cine son los actores y directores, un tipo a quien nadie reconocería en la calle puede ser responsable de la mitad de una película: ninguno de nosotros sería capaz de emocionarse, de exhalar una interjección de euforia o de alivio, de soltar un llanto súbito o un estremecimiento frente a una pantalla si no fuera por un efecto sonoro elegido con precisión para provocarlos. Las películas de terror serían inofensivas sin un director de sonido: el suspenso es el chillido histérico de un violín mientras una mujer se ducha (Psicosis), dos notas repetidas —mi y fa— que suenan cada vez más fuertes a medida que la cámara se acerca a un bañista (Tiburón), un canto infantil distorsionado que se oye cuando un personaje se va quedando dormido (Pesadilla en Elm Street). Los dramas y las comedias románticas no nos harían llorar o ilusionarnos sin el poder de sugestión de la música: Rocky Balboa corriendo por las calles de Filadelfia no nos convencería tanto de su espíritu de superación sin las trompetas de Gonna fly now marcando sus pasos. Leonardo DiCaprio y Kate Winslet serían dos turistas algo suicidas en la proa del Titanic si no fuera por la melodía de fondo de My heart will go on. Patrick Swayze se vería ridículo con esos rayos de luz en la cabeza mientras se despide de Demi Moore, si al final de Ghost, la sombra del amor, no estaría sonando Unchained melody.

Emocionarse con una película se debe en gran parte al trabajo silencioso de un sonidista, pero el sistema hollywoodense tiene su propio ‘efecto cocktail party’: como si fueran el ruido de fondo en una fiesta atestada de celebridades, nadie voltea al oír el nombre de un director de sonido. Gary Summers, uno de los sonidistas más exitosos de Hollywood, ha sido nominado nueve veces al Óscar y ha ganado cuatro, tantos como Spielberg, sólo que a él no le toman tantas fotos ni le preguntamos tanto cómo logró el sonido de miles de espadas chocando en El señor de los anillos, la embestida violenta del agua en Titanic, o los pasos de los soldados en El imperio contraataca. Mark Berger puede sonarnos a algún futbolista inglés, pero es el nombre de uno de los sonidistas de Apocalypse Now, alguien que ha ganado el Óscar las cuatro veces que estuvo nominado. El trabajo de sonido en Apocalypse Now volvió memorables algunas de sus escenas, como la que da inicio a la película: mientras un soldado observa girar un ventilador de pared desde su cama, escuchamos el ruido de las hélices de un helicóptero, y así el juego del sonido y las imágenes logra contagiar la alucinación de un personaje. También marcó un hito en la historia del cine. El director Francis Ford Coppola entendió que el trabajo de sonido había aportado tanto al clima y a la historia del film que los responsables no podían ser considerados sólo «sonidistas». Desde entonces, a finales de los setenta, se los llama directores de sonido.

En la isla de silencio que es su casa en Lisboa, donde se mantiene a salvo del ruido de los coches, Vasco Pimentel recuerda otra escena de Apocalypse Now: el cocinero baja del barco y se mete en la selva a buscar algo para hacer su comida. Primero se oye el zumbido de los insectos y el canto de los pájaros. Pero de súbito todo el ruido desaparece. El cocinero entra en alerta. Escuchamos que algo avanza sobre la hierba. La tensión aumenta cada segundo. Entonces de la selva surge un tigre como un rayo, y uno queda al borde del infarto. «Hubiese sido un error poner el rugido de un tigre antes de que aparezca —dice Pimentel—. Lo que quieres es que no se entienda que es un tigre». El cineasta Robert Bresson creía que el ojo es superficial, y que el oído es profundo: «El silbido de una locomotora —dijo— imprime en nosotros la visión de toda una estación». Para Bresson, un sonido no debe acudir en auxilio de una imagen. Para Pimentel, es estúpido un montaje de sonido donde todo lo que se ve suena tal como se ve en el mismo momento en que se ve.

La cultura urbana occidental privilegia la vista sobre el resto de los sentidos, pero considera la extrema sensibilidad al sonido como un superpoder. El oído nos permite percibir aquello que no está frente a nosotros. Superman oye el grito de socorro de un niño a cientos de kilómetros. En el Hombre Biónico, la exitosa serie de televisión de los setenta, Steve Austin no sólo es capaz de levantar camiones y de ver detalles a kilómetros de distancia: también es capaz de escuchar los planes de los malvados que están muy lejos de él. Hay comerciales de televisión que ofrecen audífonos para oír mejor con la promesa de que podremos escuchar conversaciones ajenas en la habitación de al lado. Sin embargo, algunos que empiezan a usar estos audífonos los abandonan porque de súbito escuchar demasiado los aturde.

Vasco Pimentel, que posee un extraordinario don para oír, vive a veces su poder como una maldición. No sólo le disgusta el ruido de los automóviles: también los gritos de meseros y el murmullo de las conversaciones en los restaurantes; el balbuceo simultáneo de las discusiones futbolísticas en la radio, y las canciones de moda —en especial, las de Rihanna—. No sufre de hiperacusia, el síndrome que vuelve a los que lo padecen intolerantes a sonidos como el timbre del teléfono o el golpeteo de los cubiertos contra los platos. Tampoco sufre de misofonía, un odio al ruido, que es lo que experimentan aquellos que por ejemplo se crispan con la fricción de un bolígrafo sobre una hoja de papel. El problema para Pimentel es el ruido que nos envuelve como una burbuja: aquello que oímos en todas partes, y no percibimos por insensibilidad o indiferencia.

—Las personas escuchan cosas abominables —dice.

***

Una tarde, mientras filmaba con el director Wim Wenders, Vasco Pimentel se quitó sus audífonos y caminó resuelto hacia unos niños que jugaban ruidosamente y estaban arruinando una escena. Eran los años noventa, y estaban en una terraza de Alfama, uno de los barrios más antiguos de la capital portuguesa, intentando filmar una escena de Lisbon Story, la película de Wenders que más reflexiona sobre la imagen y el sonido en el cine. De pronto, Pimentel colocó sus audífonos en las orejas de uno de los niños y movió el micrófono para capturar los sonidos que llegaban hasta aquella terraza con vista al río Tajo: el canto de un pájaro, las campanas de la iglesia, el viento entre los árboles, la sirena de un barco llegando al puerto. Uno a uno, los niños escucharon y fueron callando como hipnotizados: se habían vuelto cómplices de un señor que les había hecho oír un mundo que estaba allí, pero que ellos no percibían. Vasco Pimentel había prestado sus oídos a esos niños.

A Wim Wenders le gustó tanto la escena que decidió incluirla en Lisbon Story, un film que trata sobre un director que se propone hacer una película solo con su cámara, sin nadie más, como si fuera la primera en la historia del cine. El personaje que hace de cineasta filma horas y horas en Lisboa, sin sonido, hasta que se da cuenta que su proyecto está fracasando. Entonces le pide auxilio a un amigo sonidista —el protagonista de la película—, quien viaja a la capital portuguesa con su maleta y micrófono para salvar el film. Cuando el actor que hacía de sonidista en Lisbon Story viajó a la capital portuguesa, Wim Wenders le pidió que se inspirase siguiendo durante días a Pimentel por las calles de la ciudad. El sonidista portugués, que ya había trabajado con Wenders en El estado de las cosas, era en realidad el personaje maniático y apasionado que el director alemán quería retratar en su película.

Cuando habla, Vasco Pimentel es tan expresivo como un mimo acelerado y, mientras gesticula, de sus labios brotan onomatopeyas. Las palabras salen de su boca a un millón por hora, pero no le alcanzan para decir todo lo que quiere decir. Vasco Pimentel parece un niño que aún no ha aprendido a hablar e intenta contar una historia con todo su cuerpo y todos los ruidos. Si tuviéramos un control remoto para silenciar el sonido del ambiente y lo dirigiéramos a Vasco Pimentel, entenderíamos qué nos está explicando aún sin escucharlo. En el imperio portugués existía la figura del oidor, un enviado del rey que escuchaba las quejas de los súbditos lejos de la metrópoli, y elegía contar lo que el rey debía saber. Pimentel es un oidor del cine, un sonidista que trabaja intentando hacernos escuchar aquello que hemos dejado de oír.

No sólo Win Wenders ha sido seducido por el carácter obsesivo, hiperbólico y apasionado del sonidista. En el mundo del cine portugués, Pimentel también es conocido por su vínculo visceral y exhaustivo con lo que oye. María de Medeiros, la actriz que lo considera «un poeta del sonido» antes que «un técnico con obsesión por la técnica», recuerda que Pimentel cautivaba a su equipo durante horas hablando de un sonido. Pimentel nunca deja de trabajar: cuando la filmación de una escena acaba, agarra su micrófono y camina hasta la parada de bus para registrar el sonido que hace al frenar, lo lleva hasta el semáforo de la esquina para grabar el clic del cambio de luces, camina dos cuadras para registrar el ruido de las monedas que caen sobre el mostrador en una tienda o la charla de un vendedor con su cliente. Quién sabe si terminará incluyendo o no alguno de estos detalles en el fondo de la película que está filmando. En el cine, casi nadie percibirá los diálogos de una tienda a dos cuadras de donde ocurre la acción, pero los sonidos estarán allí ayudando a construir un sentido de realidad, un sentido que no siempre es evidente. Es el trabajo de un sonidista. El sonido de los sables láser de Viaje a las estrellas fue conseguido con el ruido de un televisor y el zumbido de un motor. El famoso grito de Tarzán se logró mezclando la voz del actor, unos ladridos de perro, el aullido de una hiena y el do de un soprano. Para hacer El Exorcista, el director reforzó los efectos emotivos de la película incluyendo en la banda de sonido enjambres de abejas, ruidos de cerdos que estaban siendo degollados, maullidos de gatos y rugidos de león. En el libro Resonancia Siniestra, el músico David Toop habla de los sonidos abstractos que Stanley Kubrick utilizó en El Resplandor: el crujir de la nieve, el rebotar de la pelota, el sonido del triciclo de un niño mientras corre por los pisos del hotel, los ecos distantes de una vieja canción. Todo eso, según Toop, provoca un efecto emocional acumulativo tan abrumador que preguntarse si son música real, ruido, sonido ambiental, buena o mala música ya no tiene sentido. Vasco Pimentel fabrica un ambiente sonoro, y juega con el poder del sonido para evocar lo que no podemos ver.

En la última primavera, Pimentel andaba inquieto ante una pregunta: ¿cómo sonaría el consultorio de un psicoanalista instalado en la barriga de una ballena? Para su nueva película, el cineasta Miguel Gomes le había encargado diseñar, entre otras escenas, el sonido de una oficina en la barriga de un animal. Pimentel pensaba en la reverberación de las voces de los consultorios. Durante el invierno, para la misma película, se había pasado grabando el canto de pájaros enjaulados y pensando en cómo darle sonido a esa reinterpretación del mito de Jonás. «Vasco es un músico en la forma en la que mira al mundo —explica su compañero Rui Poças—. En cierto sentido, es un músico en el sitio equivocado. Pero si fuera músico, sería un cineasta en el lugar equivocado». Pimentel siente cada sonido por su música o su signifcado.

Para el común de los hombres y mujeres, el ruido más insoportable no es el más alto: es el llanto de un bebé. Según un estudio publicado en el Journal of social, Evolutionary, and cultural psychology, es el ruido más perturbador porque nos resulta casi imposible ser indiferentes a él: cuando suena esa alarma, estamos dotados de un ‘resorte psicológico’ para dejar lo que estamos haciendo. Años atrás otro estudio de una universidad británica pidió a través de una web votar por una lista de más de treinta sonidos, calificándolos en seis niveles, desde ‘no tan malo’ a ‘insoportable’. El ruido de un bebé llorando quedó en tercer lugar, después del sonido de alguien vomitando y el agudo de un micrófono que acopla. Según los científicos, si el llanto de un bebé nos desespera tanto es por una reacción biológica para la conservación de la especie. Según Vasco Pimentel, la inquietud que nos provoca el llanto de un bebé tiene relación con el poder evocador del sonido y con su carácter impredecible: «Es por el potentísimo poder que tiene el oído —y ningún sentido más— de suscitar la fantasía, los temores, los recuerdos. El llanto de un bebito inmediatamente te pone a pensar: ‘Es un ser indefenso, está sufriendo, no posee el lenguaje para poder comunicarse, y necesita algo que yo no entiendo porque su lenguaje es puro grito’». Pimentel, que trabaja manipulando el poder emocional de los sonidos, puede escuchar el llanto de un bebé y entender lo que produce en las personas: eso hace que no le moleste tanto. Si cualquiera de nosotros oye un bebé llorar, lo que empieza a angustiarnos es su duración incesante y no saber de qué se trata. El ruido de un niño que grita y que llora no tiene un patrón idéntico, ni de frecuencia, ni de ritmo, ni de desarrollo, ni de nada, explica Pimentel: «No sabes que va a pasar, y eso irrita a la gente». En cambio para él, que entiende los sonidos por su música además de su significado, el más insoportable de todos es el sonido de un carro parado con el motor en marcha, porque le parece estúpido y absurdamente repetitivo. «Todos los sonidos son cíclicos. Pero el ciclo de un carro parado que hace trrrrrrrrrrrrrrrr es particularmente estúpido: es tan cortito que unas cuatro veces por segundo repite el mismo ciclo: taca-ta-ta ta-taca-ta-ta-ta-taca ta ta ta”. Nunca sucede algo nuevo, no hay expectativas, no hay variaciones, no hay sorpresa. Si a la mayoría nos crispa el llanto de un bebé y el motor de un carro no nos molesta, dice el sonidista, es porque estamos habituados a la repetición, porque eso es lo que el mundo impone. La música que oímos en un bar, en un café, en un taxi, en una publicidad de youtube, recuerda él, se corresponde con el ruido que hace un carro parado con el motor en marcha. Hemos sido formateados para sentirnos cómodos con lo repetitivo. Lo impredecible nos irrita o nos inquieta. Nos hace sentir inseguros.

***

A la mayoría de nosotros, los aromas pueden transportarnos al pasado: el hijo de un fumador regresa a su infancia cuando aspira el humo de una marca de cigarrillos que fumaba su padre y el perfume de una desconocida en un ascensor nos dibuja a una mujer que habíamos olvidado. A Vasco Pimentel los recuerdos le entran por el oído, el primer sentido que usa un recién nacido. Desde los cuatro meses y medio empezamos a escuchar los sonidos del mundo exterior en la barriga de nuestras madres. Hace unos años un estudio de la Universidad de Harvard aseguraba que escuchar música barroca estimulaba más conexiones neuronales en los niños. Entonces se puso de moda lo que se llamó ‘efecto Baby Mozart’: algunas embarazadas corrieron a poner audífonos en sus barrigas con la ilusión de tener bebés más inteligentes por hacerles oír La flauta mágica desde el útero.

Medio siglo antes que existiera esa tendencia, Vasco Pimentel y sus cinco hermanos se criaron escuchando composiciones de los siglos XIV, XV y XVI. La música del medioevo y del renacimiento devuelve a Pimentel a su cama de niño, donde desde el piso inferior de una casona moderna, en un barrio alejado del centro de la ciudad, escuchaba los ensayos de música barroca de sus padres. Duarte Pimentel y Tita Lamas eran una pareja de músicos que se dedicó por décadas a la arqueología musical: rescataron las partituras del barroco portugués, encargaron la reconstrucción de instrumentos desaparecidos por siglos y se reunieron con otros músicos para rescatar sonidos y melodías que ya no existían. Mientras sus compañeros de escuela escuchaban los Beatles, los chicos Pimentel oían música compuesta antes del nacimiento de Bach.

Hace un tiempo, un equipo de científicos de cinco países probó una droga que devolvía al cerebro de los adultos la plasticidad de cuando eran niños. Estaban investigando el oído absoluto —esa capacidad para reconocer de memoria la nota en la que suena cualquier ruido, desde una olla que cae al suelo hasta el choque de dos copas en un brindis—, y querían restituirles el potencial de aprendizaje que tenemos antes de los siete años. Después de dos semanas de ejercicios con la escala musical, los sujetos que habían tomado el fármaco valproate, todos sin conocimientos previos de música, terminaron con un oído afinado. La capacidad para reconocer o cantar cualquier nota musical sin ninguna referencia es más una habilidad lingüística que musical, y está relacionada con la memoria auditiva, con aquello que hemos oído en nuestra infancia, con los estímulos que recibimos desde niños. Hoy los investigadores discuten una versión acústica del dilema del huevo y la gallina: ¿qué fue primero: el lenguaje o la música? Los más polémicos argumentan que el lenguaje hablado no es más que una especie de música, que los bebés escuchan primero los sonidos de la lengua y sólo más tarde reconocen su significado. Lo que llamamos música, dicen, es solo un juego creativo con los sonidos. Pero nadie nos enseña a escuchar como nos enseñan a hablar, leer y escribir.
Hoy dos de los seis hermanos Pimentel se ganan la vida con su oído prodigioso. El menor de ellos es capaz de afinar pianos en minutos gracias a su oído absoluto. Vasco Pimentel puede recordar la nota exacta con la que empieza una ópera que no ha escuchado en treinta años, y crea atmósferas sonoras para películas y piezas de teatro. «Las notas musicales —dice— no son más que una simplificación: doce compartimentos para clasificar y guardar todos los sonidos del mundo». El sonidista atribuye a su oído musical su facilidad para aprender idiomas: Pimentel habla portugués, alemán, francés, inglés, español, italiano, y un poco de checo. Este último, según él, lo aprendió escuchando grabaciones en checo mientras viajaba en el metro de París, durante uno de sus viajes de filmación. Cuando escucha el mundo y cuando trabaja para componer mundos sonoros, Vasco Pimentel organiza los ruidos y los diálogos en forma musical. En la isla de edición, observa el monitor de la computadora como si mirase un paisaje vacío. Él escucha un ruido y busca combinarlo con otro. Se obsesiona en hallar el tono justo como si compusiera una canción.

La memoria acústica de un sonidista no es una melodiosa cajita de música: es una Torre de Babel de recuerdos tan confusos como inauditos. De sus viajes alrededor del mundo, Vasco Pimentel recuerda cuando los musulmanes llamaban a orar en Sarajevo, Bosnia: «Eran cantos melancólicos y vibrantes, en voces de tenor eslavo al borde del falsetto del belcanto italiano: Bellini ruso con letra en arábico». Se acuerda del sonido de las campanas en Varanasi, India: «Eran cientos de campanas sin ritmo regular, todas en tonos diferentes, un solo golpe cada una, dentro de un zumbido constante de miles de campanitas de bicicleta». Pimentel no puede olvidar la música de los celulares en Tessalit, Mali: «Todos se mueven con su teléfono encendido, tocando músicas de guitarras eléctricas con su sonidito de celular. Mientras caminan, las músicas se mezclan, se desmezclan en el espacio y en el tiempo». El sonidista evoca así el silencio en San Petesburgo, Rusia: «Había un gorrión herido, caído en el suelo blanco y helado, gritando solo, echado en la nieve que seguía cayendo». Vasco Pimentel recuerda que allí entendió por primera vez el silencio. «El silencio —dice— es todo lo que sigue sonando alrededor de un gorrión que se muere».

Como todo sonidista, Vasco Pimentel es un creador de sonidos y de silencio. En la obra más famosa del compositor John Cage, llamada 4’33, una orquesta interpreta unas partituras en blanco durante cuatro minutos y medio. El público solo escucha su propio silencio y los sonidos del teatro. Antes de componer la obra, John Cage había visitado en la Universidad de Harvard la cámara anecoica, una sala aislada de cualquier fuente de sonido exterior y diseñada para absorber todas las ondas acústicas. Cage entró en la cámara esperando escuchar el silencio, pero descubrió que allí adentro seguía oyendo dos sonidos, uno alto y uno bajo. El ingeniero de sonido a cargo le explicaría que el sonido alto que escuchaba correspondía a su sistema nervioso, y el sonido bajo a su sangre en circulación. Eso lo llevó a componer 4’33. Según el Libro Guinness de los Récords, una sala similar, la cámara sin eco de los Laboratorios Orfield, en Mineápolis, Estados Unidos, es el lugar más silencioso del mundo. Quienes entran y cierran los ojos en esa cámara sin eco no perciben ningún sonido. Encerrados detrás de tres puertas pesadas, la mayoría de los visitantes sienten angustia y piden salir. El silencio causa placer, pero una prolongada ausencia de sonidos nos abruma más.

El dramaturgo Harold Pinter dijo que el silencio fuerza a la audiencia a contemplar lo que el personaje está pensando. En Tabú, otra película del cineasta Miguel Gomes, hay un bloque completo donde los personajes hablan y susurran y se gritan, pero el público nunca escucha sus voces. Sólo se oye la voz del narrador contando lo que vemos. Lo que sí se escucha es el ladrido de los perros, el arrastre de las sillas, el motor ronco de las motos atravesando las montañas y las canciones rocanroleras que brotan de la radio. Vasco Pimentel borró los diálogos de los personajes y puso el sonido ambiental como telón de fondo para jugar con la idea de que no tenemos certeza de las palabras que escuchamos o dijimos, y que sólo podemos reconstruirlas. «El sonido en una película actúa sobre ti de una forma metafórica, secreta, inconsciente, dolorosa, placentera. Pero son zonas secretas de nuestra psique —dice—. No es la información que ofrece una imagen o un diálogo». Para hacernos conscientes del silencio en una escena, Pimentel utiliza la presencia distante de un sonido cualquiera: un personaje escucha a un perro que ladra a un kilómetro de distancia. En ese mundo, no hay nada más entre el personaje y el perro ladrando a los lejos. El perro está solo. En silencio. Sin nadie. Es el estado platónico de Pimentel sin tapones en los oídos. Como le gusta estar cada día, todas las mañanas, después de despertar.

Nadie sabía que era él, y Werner Herzog, el hombre que hipnotizó a sus actores para que rodaran una película en estado de sonambulismo, se paseaba como un extra del cine mudo por los pasadizos del diario El Comercio. Incógnito, callado, inadvertido, esa mañana de invierno en Lima andaba por allí sin que nadie le pidiera, señor, un autógrafo, sin que nadie le mintiera que había visto todas sus películas. Un equipo de la televisión alemana había llegado al periódico para filmar una secuencia de Alas de esperanza, un documental sobre la única sobreviviente de la caída de un avión en la selva de Perú. Cuando sucedió, el 24 de diciembre de 1971, Juliane Koepcke era todavía una adolescente y en el mismo vuelo perdió a su madre. Hoy es una bióloga especialista en mariposas y murciélagos. Veintisiete años después, aquella mujer caída en una máquina de volar estaba sentada en una sala del archivo de El Comercio mientras la filmaban revisando periódicos amarillentos sobre la tragedia. Debía hacerle una entrevista, pero no podía interrumpir la filmación. El mayor ruido era el de las páginas de los diarios que volteaba Koepcke. Para matar el tiempo, pregunté quién era el director del documental al único de los alemanes que parecía no estar haciendo nada.

–Herzog –me respondió como si fuera un secreto–. Pero no lo molestes.

Un empleado del archivo recordaba que ese mismo hombre había llegado una semana antes a pedir la carpeta de accidentes aéreos. No sabía que era Herzog, dijo, como si hubiera dejado escapar una recompensa por su captura. Los que el día de la filmación lo vieron en medio de miles de recortes de periódicos sólo se acordaban de un señor que detrás de una cámara ordenaba silencio en un delicado alemán. Estuvo en el archivo de recortes, en la hemeroteca, en la cafetería, en el baño. Nadie le preguntó su nombre, a nadie le pareció haberlo visto en otra parte. Tal vez porque sólo era memorable el rostro de degenerado de Klaus Kinski, ese actor fetiche e indomesticable con quien de vez en cuando intercambiaba amenazas de muerte en los rodajes. Al fin y al cabo, quién se acuerda bien de la cara de un director de cine que no sea la de Woody Allen.

Nadie sabía que era él pero, si alguien lo hubiera sabido, habría sido lo mismo: Herzog huye casi siempre de las palabras como si estas atenuaran el drama que quiere contar. Había crecido en las frías montañas de Baviera, en un pueblo muy cerca de Múnich, encerrado en las ruinas de una Alemania que acababa de perder la guerra. El niño que a los doce años vio por primera vez un automóvil solía permanecer tan callado que los otros se burlaban de él hasta hacerlo llorar. Soy de monólogos, el diálogo me traba, había declarado una sola vez y punto. Después de haber trabajado como soldador en una fábrica de acero, un día se fue a pie desde su país hasta Albania. Luego hasta París. Desde hace un tiempo Herzog amenaza con fundar una escuela de cine que sólo admita alumnos que hayan viajado mil kilómetros a pie. El director es un cazador de energía criminal: Jouko Ahola, un par de veces el hombre más fuerte del mundo, fue sólo uno de sus protagonistas extremos. Otro fue Timothy Treadwell, un ecologista que después de trece años de proteger a los osos grizzly moriría descuartizado por uno de ellos. “Lo que más me obsesiona es que en todas las caras de los osos que filmó Treadwell no descubro ninguna amabilidad ni entendimiento ni agradecimiento. Sólo veo la abrumadora indiferencia de la naturaleza”, comentaba Herzog. Desde su estética, para filmar una película es más útil saber robar un automóvil que psicoanalizar a Kurosawa. Hacer cine es para él un arte para iletrados, un trabajo físico más propio del levantamiento de pesas y la escalada de montaña, una cadena de penalidades. La primera película que vio fue Tarzán. Herzog filmaba en el Sahara, en Alaska, en la Patagonia, en un volcán. Haber hipnotizado a sus actores durante el rodaje de Corazón de cristal parecía su mayor concesión a los poderes de la mente.

Lo acusaban de arriesgar la vida de sus actores. En Fitzcarraldo, Herzog hizo que una tribu de indígenas desafiaran al Amazonas y subieran un barco por una montaña. No fue hipnotismo: la paga fue doble. Era un abolicionista de los efectos especiales. Pero aquella mañana invernal en Lima, el cineasta huía de El Comercio como un espectro en punta de pies, alto y flaco calavera, pálido y sin gafas de sol, pero con un halo de cineasta épico y kamikaze. Herzog era un director con la experiencia de un domador de leones y la ambición de un conquistador de Marte. Quejándose de que sólo enviaran a ingenieros y amas de casa al espacio, proclamaba en una entrevista su derecho natural a filmar en otro planeta. Por ahora, parecía irse del periódico feliz de no ser un cineasta popular, de no haber oído susurrar su nombre, de no haber sido señalado ni detenido, hasta que alguien, un periodista que no había visto todas sus películas, le cerró el paso en la puerta del archivo para preguntarle si seguía siendo tan callado.

–No –mintió Herzog–. Pero hasta los diecisiete años nunca hice una llamada telefónica.

También yo le había mentido. Quería en verdad preguntarle por qué a esa edad tramaba hacer un documental sobre la cárcel. Preguntarle si también era suyo el enigma de Kaspar Hauser, un personaje que creció encadenado en un sótano desde su nacimiento. Preguntarle si, como el nombre de una de sus películas, también los enanos empezaron desde pequeños, y si él también había sido un enano. Herzog habla y se lo oye como si fuera una voz en off: estaba frente a mí, pero era como si lo que dijera fuera borrando su presencia y la mía hasta acabar en un monólogo. No es un hombre de monosílabos, pero crea el hermetismo de quien sólo dice lo justo. Quería preguntarle más: si seguía pensando que el ser humano era un eterno penitente. Preguntarle para qué entrevistar al único hombre que no quería evacuar una isla en el momento en que un volcán estaba por estallar frente a él. Pero al final le pregunté: ¿sigue siendo considerado un cineasta maldito, el de la generación de Fassbinder y Wenders, el otro?

–No, yo soy un cineasta bendito –me dijo Herzog con el ademán de irse–. Si no, no hubiera hecho hasta hoy cuarenta películas.

Iba a desaparecer sin sus créditos tras la puerta del archivo, con apenas una mochila en su hombro. Años más tarde me enteraría de que la había heredado de Bruce Chatwin, el viajero insignia del siglo XX que, al contrario de él, era una avalancha de palabras, pero con quien compartía la perversa costumbre de responder un rumor con otro aún más salvaje. En la mochila de ese hombre horrorizado de quedarse en casa, Herzog guardaba algunos restos del accidente aéreo que en su viaje de regreso a la selva había hallado junto a Juliane Koepcke: un rulo de pelo, el tacón alto de un zapato, un fragmento del control de mando del avión. El hombre que había apostado a comerse su zapato si Errol Morris acababa su primera película estaba ahora a punto de atravesar la puerta del archivo, pero aún tenía más preguntas para él. ¿Por qué le atraía tanto filmar un documental sobre Juliane Koepcke? ¿Habría sido su versión de Nosferatu la que lo había llevado hasta esa mujer que hoy es especialista en vampiros? ¿Sería su obsesión por la jungla como escenario de la asfixia, el caos y la muerte? ¿A qué sabía su zapato después de cinco horas de hervido?

–Yo estaba –me dijo– en el mismo avión.

Herzog había estado en la lista de espera del mismo vuelo. Debía partir de Lima a Cuzco la víspera de esa Navidad de 1971 para iniciar el rodaje de Aguirre o la ira de Dios, una película basada en el feroz soldado de la conquista española que desde la amazonía se declaró traidor contra todo su reino. Pero los reportes de un clima adverso, quién sabe si por esa misma cólera divina, decidieron que el destino de su avión se desviara hacia dos ciudades de la selva del Perú donde la compañía más fiel es la de los mosquitos. Al cineasta aún no se le cae la escena de la memoria: hombres y mujeres empujándose por un asiento en el que iba a ser un fatídico avión, los gritos de alegría al enterarse de que eran los elegidos para viajar en él, de que iban a tener la suerte de llegar a la selva antes de la Nochebuena.

–Debí de haber visto a Juliane –me dijo Herzog en la puerta del archivo–. La debo haber visto empujándose con los demás pasajeros.

Nadie sabía que uno de los que empujaban era él. Había sobornado a un empleado de la compañía para conseguir sus tarjetas de embarque. Pero el avión partió sin él, sin su esposa y sin los ojos desorbitados de Kinski. Juliane Koepcke se sentó en la fila 19, en el asiento F, que daba a la ventana. Mientras ella caía al vacío, contaría después, la selva le pareció un inmenso campo de brócolis. Al despertar sobre un colchón de vegetación, la muchacha caída del cielo ejecutó un manual de supervivencia que recordaba de su padre, un biólogo alemán que había viajado desde Brasil a Perú a pie. Mientras Herzog empezaba a rodar Aguirre o la ira de Dios cerca de allí, Juliane Koepcke peleaba contra la selva para sobrevivir. Pero veintisiete años después, un lunes de invierno por la mañana, cuando aún no se está de vuelta del domingo, uno tarda en ponerse al día como quien entra a un cinema con la película empezada, y no se da cuenta de que Werner Herzog se pasea por El Comercio como un fantasma en tecnicolor aliviado por el barniz de lo invisible. La entrevista duró lo que un intermedio en el cinema y el director se fue tan enigmático como llegó, más pariente del mimo que del cine. Última pregunta, Herzog, ¿qué película se va a ver esta noche?

–No hablemos de eso –me dijo como si le molestara el cine–. Mi único sueño es terminar esta historia.

Enero de 2010. Cerca del mediodía. Villa Urquiza, Ciudad de Buenos Aires, Argentina.

Una morocha delgada, de ojos grises y poco más de un metro cincuenta, camina por la calle Álvarez Thomas con sus dos hijas de 12 y 15 años. Trae unas calzas con vivos fucsias y verdes, zapatillas deportivas de moda y remera negra al cuerpo. Al verla nadie podría pensar que es una actriz porno. Pero lo es. Y no una cualquiera. Ana Touche es una de las preferidas del director XXX Víctor Maytland para las escenas más escandalosas, esas bien fuertes que llaman hardcore.

Se ganó su lugar de chica mimada del porno argentino pisando los 30, cuando la mayoría, a esa altura, ya tiene varías películas rodadas y busca otra salida económica. Antes estudió teatro y diseño, fue empleada de servicio doméstico, vendedora y llegó a trabajar en un taller mecánico, donde armaba a mano bobinas para motos. Pero llegó al porno para marcar la diferencia. «Es una de las más osadas a la hora de grabar, disfruta del sexo y de los desafíos que se plantean en el set y eso se nota muchísimo en sus películas», asegura Maytland, su descubridor y gurú del ambiente.

Ana Touche, en realidad, se llama Anabela. Tiene 32 años y vive con sus hijas y su marido, Alberto -más parecido a un doble de Mick Jagger que a un visitador médico- en un modesto departamento alquilado.

Además de actriz porno, Ana es ama de casa, y aunque un par de veces al mes una señora la ayuda en la limpieza general, aquí mismo se la puede ver fregando un piso o planchando camisas. Le gusta hacer todas las tareas hogareñas, excepto una: cocinar. Para eso está su marido.

Ahora Alberto prepara el mate en la cocina. Pone el agua en el termo y sirve unas galletitas de chocolate en un plato. Mientras tanto Ana recuerda que para los 14, cuando la mayoría de las chicas se entretenían pensando en algún novio, ella hojeaba a escondidas las revistas de desnudos que compraban sus dos hermanos mayores, y fantaseaba con ser una pornostar.

-No entendía mucho pero lo miraba igual porque me gustaba.

Sin embargo, durante casi 30 años, lo más cerca que estuvo del cine condicionado fue el video club que manejaba con su pareja.

– Cuando vine de Uruguay para Buenos Aires y me fui a vivir con Alberto, empecé a trabajar con él en el local y ahí miraba películas XXX constantemente porque tenía que revisar las cintas -dice mientras toma un mate amargo-. Me gustaban y me imaginaba todo, dónde estaba el director, cómo estaba armado. Para mí el porno es arte, con sexo, pero arte. Y ahí fue donde tomó fuerza la fantasía de ser actriz porno.

Febrero de 2006. Pasada la medianoche. Flores, Ciudad de Buenos Aires, Argentina.

Ana baila sola en el caño al estilo pole dance. Sólo trae una diminuta tanga y tiene una sola cosa en la cabeza: divertirse.

Se volvió swinger hace dos años y desde entonces sale a bailar con su marido entre dos y tres veces por semana. Esta noche eligieron el Star New, uno de los boliches de intercambio de parejas más conocidos de Buenos Aires.

Ya tomó varias copas de champagne -una de sus bebidas preferidas- y entre movimientos atrevidos acapara la atención de los hombres que la rodean. Sin embargo, todavía no sabe que esa noche es la de su porno dream. Eso llegará más tarde, cuando el dueño del boliche le presente a Víctor Maytland, el director local símbolo del cine condicionado.

-La había visto bailar y enseguida me llamó la atención porque me pareció súper desinhibida-, recuerda Maytland cuatro años después.

-En ese momento estaba preparando Gozando por un Sueño, una versión XXX que parodiaba a Bailando por un Sueño – el concurso más famoso de la televisión argentina- así que la invité para que fuera una de las soñadoras de esa especie de reality porno.

Cuatro años más tarde, en su departamento, Ana también recuerda aquella noche:

-Yo estaba contentísima. No lo podía creer. Era mi sueño hecho realidad pero estaba mi familia, mis hijas. Así que le pedí que me diera un mes para pensarlo y hablarlo con ellos. Me dijo que no había problema y al final, al mes siguiente, probé. Podría haber quedado en eso, probar una vez y ya está. Pero me encantó.

Maytland también quedó satisfecho con su trabajo. Y cómo no estarlo si en el debut Ana ya prometía para el XXX extremo.

-En mi primera filmación estuve con Canú, un senegalés de dos metros de altura; y nadie lo podía creer porque yo era la más chiquita y flaquita de todas. Había más de 50 personas detrás de cámara mirándonos porque llamábamos mucho la atención. Yo, encima, estaba nerviosa, con toda la adrenalina que se siente la primera vez y con miedo de hacer todo mal. Pero al final salió bárbaro-, cuenta mientras toma mate y come una cañoncito relleno de dulce de leche.

Después vendrían, entre otras 30 y tantas, Club Atlético XXX – donde filmó con siete chicos-, La puta de mi madre 2, donde una Ana aburrida en medio de una escena juega con unas bolas de pool dentro de su vagina, o la escena del trío más excéntrica imaginada hasta el momento: un chico gay, una travestí y ella.

Ana se anima a hacer casi cualquier cosa dentro del porno. Eso parece marcar la diferencia con las demás chicas de la escena local. Pero no. No es eso. La relación entre su trabajo y su familia la hacen diferente.

Junio de 2010. 16 horas. Villa Urquiza, Ciudad de Buenos Aires, Argentina.

Ana y Mick toman mate en la cama, sobre una frazada atigrada mientras hacen zapping en la televisión de su cuarto. La habitación es sobria, sin adornos extravagantes a la vista. Un colchón quedó apoyado en la pared junto a una repisa casi vacía, donde se destaca un retrato de Ana. En el otro extremo, al lado del placard y junto a la ventana, descansan sobre un perchero las distintas prendas que ella usa en las fiestas temáticas de los boliches.

Aquí mismo, y mientras las chicas están en la escuela y Ana en el gimnasio -donde pasa gran parte del día-, Alberto mira las películas condicionadas que tienen a su esposa como centro de placer.

-Me gusta mucho mirarlas, siempre lo hago solo porque a ella no le gusta. Igual nunca le hago críticas ni nada de eso, porque ella es la que sabe-, cuenta antes de salir de la habitación.

-En casa todos somos grandes y tenemos la mente muy abierta -dice mientras apaga el televisor-. Hablar de sexo en la mesa es normal. A las chicas no les digo ‘Mamá se va a ir a hacer una filmación XXX’ pero saben que filmo, me saco fotos y demás.

Sin embargo, siempre se sintió más cómoda separando su vida íntima de la laboral, y hoy esa división se convirtió en su marca personal. Su marido recién este año pudo acompañarla al set, y como fotógrafo improvisado. Antes sólo se limitaba a acompañarla en las horas previas, ayudándola con la alimentación y los preparativos. Durante la grabación ya todo quedaba a cargo de un asistente.

Tienen una relación particular. Ana asegura que antes era una celosa empedernida pero todo cambio cuando se volvieron swingers.

-Él nunca me hizo una escena de celos. Al contrario, me dio todas las posibilidades de ser quien soy hoy. Yo fui la insoportable -dice sonriendo- pero ahora no. De hecho, si quiere hacer una travesura con alguna amiga, o lo que sea, viene y me lo dice. Pero ya no siento inseguridad porque vivimos muchas cosas juntos y nos une otra cosa que va más allá del sexo. Aparte, yo estoy constantemente con hombres y es obvio que él tiene que estar con otras mujeres. Para nosotros quedan las cenas románticas, los besos, y hacer cucharita toda la noche, que es lo más lindo que hay-, cuenta Ana.

Las cosas tampoco son tan fáciles. Siempre hay que conceder algo, por ejemplo en la relación con sus hijas.

-En el colegio y demás no me muestro mucho con ellas, trato de ser perfil bajo. Ellas saben a qué me dedico pero no me puedo mostrar con ellas, porque a esa edad los chicos pueden ser malos y no me gustaría que les digan: ‘Tu mamá es una prostituta’.

Ese es uno de sus motivos que la ponen a pensar en la idea de plantearse un cambio. Además quiere convertirse en productora de cine porno. Su primera película, que lleva el nombre de Y viciosa, ya viene en camino. Todo ello hace parte de sus planes a futuro.

– Si sale todo bien me voy a dedicar a eso, pero de todas formas al ambiente no lo voy a dejar nunca, participando o estando detrás de cámara. Y si mis hijas más adelante lo quieren seguir, está todo bien. Me gustaría que ellas puedan decir que soy una artista.

Park City, Estados Unidos. Enero de 2011

Empezaré por el final. A la puerta de una casa de madera en la noche del Deer Valley, en el estado norteamericano de Utah, hay dos tipos fumando unos Marlboro. La llanura a sus pies está cubierta por un manto de nieve y las estrellas y la luna proyectan su luz helada sobre el sitio de montañas altísimas. El flaco y bajo que hace preguntas y ofrece sus cigarrillos comprados en el dutyfree del aeropuerto de Barcelona soy yo. El otro, más corpulento, más silencioso y con el pelo rapado, se llama Fredy Peccerelli y su trabajo es desenterrar esqueletos. Huesos de muertos torturados, asesinados y desaparecidos.

Fredy es el jefe de los antropólogos forenses de Guatemala y uno de los protagonistas de Granito, un documental sobre el genocidio maya que se ha estrenado por la mañana en el festival de cine de Sundance y en el que he trabajado como asistente de montaje durante nueves meses. En el Temple Theatre, el público se ha puesto en pie para aplaudir a Pamela Yates, Peter Kinoy y Paco de Onís, el triunvirato creador, y el resto del equipo en las butacas ha sucumbido a una sobredosis de adrenalina. Ahora toca celebrarlo, pero antes le confieso a Fredy, en este momento de intimidad, ese síndrome tan extraño que se da en la sala de montaje: el de sentirse un espía que conoce al detalle a los protagonistas sin que éstos lo sepan, que convive con su voz y sus gestos, con sus vidas desplegadas en una pista de vídeo y dos de audio en un cuarto oscuro de Nueva York. Fredy asiente y sonríe y le da otra calada al cigarrillo.

Le pregunto por Clyde Snow, el antropólogo forense norteamericano, el gran pionero que ayudó a formar los equipos nacionales de Argentina y Guatemala. “Clyde es una persona fascinante. Se podría hacer una película sobre él, no un documental, sino una película, una trilogía como la de Bourne”. Fredy me cuenta que ha estado una docena de veces con Clyde Snow y que cada una es como un regalo. “Recuerdo una noche en Antigua con él y el escritor Michael Ondaatje viendo los Oscar en un bar cuando El paciente inglés –la película inspirada en la novela de Ondaatje- se llevó casi todos los premios. Clyde nos había reunido porque Ondaatje se había refugiado en Antigua para escribir un libro sobre antropólogos forenses [El fantasma de Anil]. De hecho, creo que uno de los personajes está inspirado en mí”.

Fredy me deja solo afuera en el frío, pensando, tocando las fascinantes estalactitas de hielo que cuelgan del porche, mientras los habitantes de Casa Granito se preparan para darle un repaso a la noche de Main Street, la calle principal de Park City, un pueblito lleno de esquiadores donde a Robert Redford se le ocurrió inaugurar el festival de Sundance en 1984. ¿Y qué es lo que pienso afuera? Le doy vueltas a cómo he llegado yo aquí.

Albarracín, España. Octubre de 2005

Creo que todo empezó en Albarracín, en el seminario de fotoperiodismo organizado por el fotógrafo Gervasio Sánchez. Hice el viaje solo desde Barcelona con la furgoneta Volkswagen de mis padres y de camino paré en Belchite. Guillermo del Toro estaba filmando El laberinto del fauno y el lugar tenía un aspecto más irreal -con los camiones y los figurantes marchando por entre las ruinas- de lo que ya de por sí es un pueblo arrasado por las bombas hace setenta años.

En Albarracín, planté mi casa con ruedas en el camping y me fui a dormir con Homenaje a Cataluña de George Orwell y los mapas de la Batalla del Ebro, donde mi abuelo me dijo una vez que luchó, aunque a mí nunca me cuadraran las fechas. Durante aquellos días descubrí a la generación impresionante de jóvenes fotógrafos que se venía encima -todavía hoy clandestina, como es ley en España- y conocí a Luis de Vega, por entonces corresponsal del ABC en Marruecos, y a Miquel Dewever-Plana, un fotógrafo franco-español que había pasado mucho tiempo en Guatemala y que tiene un libro maravilloso y terrible llamado La verdad bajo tierra.

No podía saberlo, pero Miquel y Luis iban a ser muy importantes para mí. Una tarde de primavera del año siguiente, Luis de Vega nos abrió de par en par las puertas de su casa en Rabat a Ángela y a mí y nos ayudó a encontrar a familiares de islamistas encarcelados en Marruecos para un reportaje que queríamos hacer. En enero de 2007, Miquel respondió a un e-mail que le envié desde San José de Costa Rica, donde yo estaba haciendo unas prácticas en el diario La Nación, y nos dio los contactos necesarios para irnos a Guatemala a hacer otro trabajo sobre el genocidio contra la población maya. Aunque ya había hecho algunos reportajes antes, tengo la sensación de que ellos me dieron la alternativa.

Panajachel, Guatemala. Febrero de 2007

La siguiente escena sucede en Panajachel, a orillas del lago Atitlán, Guatemala. Ángela y yo estamos en un locutorio, repartiéndonos las llamadas a los contactos que Mario Polanco, director del Grupo de Apoyo Mutuo (GAM), la organización de desaparecidos más importante de Guatemala, nos había dado de algunos supervivientes en el triángulo Ixil. En el área montañosa delimitada por los municipios de San Juan Cotzal, Chajul y Nebaj, el ejército guatemalteco practicó con más saña su política de tierra arrasada. Por la noche, Ángela regateó durante una media hora el alquiler de una furgoneta y un conductor que supiera llegar hasta allí. Lo único que recuerdo del precio es que pagamos más dinero del que teníamos.

De madrugada, bordeando el Atitlán en una Nissan Vanette conducida por nuestro avaricioso guía, pusimos rumbo hacia las montañas del Quiché. Este es el párrafo de contexto sobre el conflicto que escribí en el reportaje publicado el 1 de abril de 2007 en el dominical Proa del diario costarricense La Nación:

“Tras casi dos décadas de guerra civil entre el Estado guatemalteco y las guerrillas, agrupadas en la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG), llegó lo peor. Con la intención de eliminar el apoyo popular que los insurgentes recibían en las zonas más pobres del país, los sucesivos dictadores Kjell Laugerud (1974-1978), Romeo Lucas García (1978- 1982), fallecido el año pasado en Venezuela; Efraín Ríos Montt (1982-1983) y Humberto Mejía Víctores (1983-1986) decidieron “barrer el mapa” desde la capital hasta la frontera norte con México. Solo en los dos años de poder de Ríos Montt, el más esmerado en esta política de “tierras arrasadas”, el resultado fue brutal: 448 aldeas fueron borradas de la faz de la tierra dejando decenas de miles de asesinados y desaparecidos, según un informe de Naciones Unidas.

Las casas, los animales de granja y los cultivos fueron destruidos, los sobrevivientes huyeron a zonas selváticas y muchos murieron en el éxodo interno. Las víctimas fueron, principalmente, los indígenas mayas, más del 40% del total de guatemaltecos en la actualidad.

La política del ejército era clara: había que “matar a los indios”, como dijo en su día un portavoz de Ríos Montt. Los intereses terratenientes en las áreas donde vivían también estuvieron detrás del genocidio, para el que el ejército se sirvió de las Patrullas de Autodefensa Civil (PAC), grupos paramilitares formados por ciudadanos corrientes”.

Pasado Huehuetenango -recuerdo un bonito arco de piedra cerca del mercado- y después de un buen rato entre la niebla, llegamos al pueblo de Chupol. Allí entrevistamos a Diego Ventura, un hombre de unos 45 años, con una gorra del Chelsea, que fue torturado durante quince días por negarse a matar a nadie en sus rondas obligadas con las PAC. En Uspantán, la región que vio nacer a la Nobel de la Paz Rigoberta Menchú, conocimos a Dionisio Camajá, uno de los primeros en sacudir el tema de las matanzas y la impunidad, permanente amenazado de muerte y en guardia.

Estábamos acercándonos al triángulo Ixil y los testimonios y hasta el paisaje mismo parecían crecer y envolvernos hasta reclamar toda nuestra atención y energía. Llegamos a Nebaj para pasar la noche, con su preciosa iglesia encalada y una tranquilidad maldita que sólo se encuentra en los lugares donde han pasado cosas innombrables. Bebimos cerveza en un hostal para mochileros con anuncios de excursiones a caballo y descensos en kayak por el río. A la mañana siguiente teníamos una entrevista con un grupo de supervivientes en Cotzal.

Así es como arranqué el reportaje de Proa:

“En algún punto, dentro de la niebla que se va tragando la sierra de los Cuchumatanes, en el departamento guatemalteco del Quiché, tres mujeres y un hombre esperan para contar su historia una vez más.

Sin su memoria, la de los que se quedaron acá, del lado de los vivos, sería imposible saber qué les sucedió a sus vecinos, amigos y familiares: los muertos del genocidio más grande que haya visto el continente americano en su historia reciente.

Tras un tímido intercambio de saludos, una pequeña sala al lado de la carretera, con apenas una mesa y cinco sillas sobre el piso de concreto, sirve de escenario para invocar el abismo que guardan en su recuerdo.

‘Tenía 11 años cuando se murió mi papá. Decían que era guerrillero, lo agarraron, le regaron encima un galón de gasolina y le metieron fuego. ¡Cómo brincaba del puro dolor!’, cuenta Antonieta López, de 27 años.

‘Es dura la vida de ser víctima. Siete años estuvimos en la montaña, sin ropa, sin nada. Igual que un animalito escondido, así estábamos nosotros’, añade esta joven que es la tesorera de la asociación de mujeres en el barrio Los Ángeles, del municipio de San Juan Cotzal”.

Ahora, pasados cuatro años, sé que todo lo que escribí es cierto, pero que la verdad, de alguna forma, se quedó allí. Habría que apropiarse de la luz de la sala, del polvo en el suelo, de los silencios y las miradas y hasta de las montañas por donde un día se escaparon del ejército para acariciar la verdad de su historia. En aquel cuarto también estaban Feliciana de la Cruz, Juana Sánchez y Tomás Tomacruz, sentados en sillas de plástico, también con sus miradas y sus silencios y todo lo demás que es imposible expresar aunque escriba “tortura” o “tiro en la cabeza”.

En Ciudad de Guatemala visitamos a Mario Polanco, director del Grupo de Apoyo Mutuo y casado con la congresista y fundadora del grupo Nineth Montenegro. Al primer marido de Nineth, Fernando García, lo detuvo la policía guatemalteca el 18 de febrero de 1984. Luego lo desapareció (como a otras 45.000 personas) y aunque hay documentos sobre su caso en el Archivo General de la Policía Nacional –encontrado por casualidad en 2005 en un almacén abandonado de la capital-, nada se sabe todavía de su paradero. El día del estreno de Granito, Alejandra García, la única hija de Nineth y Fernando y también protagonista del documental, estaba en la cocina de nuestra casa en Park City. Había llegado la noche anterior desde Guatemala y era la primera vez que la veía en persona. Me ahorré la explicación del síndrome del montador. Pensé en lo que Mario Polanco me dijo aquel día de 2007: “Es como una encuesta. Te sientan en una camilla y el torturador es el encuestador y te pregunta. Solo que el encuestado nunca jamás regresa”.

En otra de las entrevistas en Ciudad de Guatemala conocimos a Feliciana Macario, de la Coordinadora Nacional de Viudas de Guatemala (Conavigua). No creo en las casualidades, pero en la mesa de montaje de Skylight Pictures en Nueva York me reencontré con ella. Feliciana fue una de las testigos de la querella por genocidio que Rigoberta Menchú presentó en 1999 en la Audiencia Nacional española y aparece en el documental en la parte en la que se cuenta ese proceso.

La visita más impresionante fue a la sede de la Fundación de Antropólogos Forenses de Guatemala (FAFG), un chalé en la zona 3 de la capital. No conocimos a Fredy (¿quién me iba a decir que lo concería algún día?) y la entrevista fue con José Suasnavar, subdirector de la organización. En la pantalla de Nueva York vería muchas veces los laboratorios, la máquina de ADN, los esqueletos tendidos y ensamblados como piezas de un puzzle, pero en aquella mañana en Ciudad de Guatemala lo que se me quedó grabado fueron las cajas de cartón en los pasillos, los osarios en el jardín listos para guardar los huesos de alguien que, por fin, abandonaría el limbo de los desaparecidos.

Nueva York, Estados Unidos. Abril, 2010

Llovía. En el cruce de la calle 42 con la Novena Avenida, lo único que queda del Hell’s Kitchen de las películas es la suciedad, los borrachos a las puertas de la estación de autobuses y el desamparo. Fumé un cigarrillo para hacer tiempo, resguardado bajo el toldo de un pizzería de porciones a un dólar y luego subí al piso 24 del rascacielos. Peter Kinoy, el montador de Granito, me estaba esperando en la oficina de Skylight Pictures. Un profesor de la universidad me había puesto en contacto con él y Peter, con un gesto que sería familiar muy pronto, me recibió con la cabeza ladeada y una sonrisa de sabio. Me senté en un sofá detrás de su mesa de montaje y durante unos minutos hablamos sobre mi vida en Nueva York, los estudios, mis conocimientos de montaje. Le hablé de mis días en Guatemala, de las entrevistas con los supervivientes y la visita a los antropólogos forenses. Peter respondía con más sonrisas o con un “muy bien” o un “excelente”. Me explicó el proyecto, el momento de la producción en el que estaban y lo que quedaba por delante. Le dije que me encantaría trabajar con él y se quedó pensando un segundo. “¿Puedes estar aquí mañana a las 10?”.

Al día siguiente conocí a Pamela Yates, la directora de Granito. Pamela había estado en Guatemala en 1982, siendo apenas una veinteañera, para filmar Cuando las montañas tiemblan, un documental sobre la guerra entre ejército y guerrillas y el genocidio encubierto contra la población maya. En el 2005, la abogada española Almudena Bernabéu, representante de las víctimas en el caso por genocidio en la Audiencia Nacional, contactó con Pamela después de ver Cuando las montañas tiemblan para saber si en el material descartado en el montaje de hacía más de veinte años pudiera haber pruebas útiles para el caso. Las había, entre ellas, Ríos Montt reconociendo en una entrevista su control absoluto sobre el ejército. En ese momento nació Granito, un viaje al pasado del primer documental, de su importancia en el presente y de los valientes, cada uno aportando su granito de arena, que siguen luchando por acabar con la impunidad en Guatemala. Pamela fue llamada a declarar como testigo por el juez Santiago Pedraz, pero esa historia está mejor explicada en Granito.

En mis primeros días de trabajo con Peter me tocó transcribir entrevistas. A veces pasaba cuatro horas seguidas tecleando lo que oía en la pantalla, como hipnotizado. Él lo necesitaba para hacer una primera edición del material y para mí era la mejor manera de conocer todo lo que habían filmado en Guatemala y Madrid en los tres años anteriores. De vez en cuando paraba y me quedaba embobado con la vista desde la ventana de nuestro piso 24. A la izquierda el Empire State y el edificio del New York Times, a la derecha el Hudson con Nueva Jersey al fondo, en medio, la muralla de rascacielos del Midtown y, sólo intuida, la lengua de asfalto y cristal y más edificios del Lower Manhattan donde una vez estuvieron las Gemelas.

A las seis de la tarde, cuando me metía en el metro para volver a casa, todas las palabras viajaban conmigo. Las declaraciones de los testigos en Madrid, los detalles de las matanzas, los gestos. No fue fácil, pero acabé acostumbrándome. Un difuso sentido de la responsabilidad me hacía encarar el trabajo de notario del horror con ánimo.

cabo de un tiempo conocí a Paco de Onís, el tercer pilar de la productora, más encargado de la parte de financiación, excelente cocinero y siempre simpático con su español influido por mil lugares. Una mañana en la que acompañé a Pamela a hacer unos recados, me contó que el abuelo de Paco, Federico de Onís, fue el fundador del departamento de español de la universidad de Columbia y la persona que invitó a Federico García Lorca a venir Nueva York. El tatarabuelo, por su parte, había firmado en 1819 el acuerdo de venta de La Florida a Estados Unidos, conocido como Tratado Adams-Onís.

Peter se convirtió en todo un maestro y un amigo (me llevó de vacaciones en verano con su familia) y yo me gané cierta fama a la hora de sincronizar el sonido y la imagen de los descartes de Cuando las montañas tiemblan. La oficina estaba inundada de cajas y cajas de cintas de audio y sobre mi mesa un reproductor Nagra de cuatro kilos de peso, toda una reliquia que me sirvió para encontrar verdaderas joyas que se colaron en el montaje final de Granito.

En noviembre, cuando sólo faltaba un mes para acabar el documental, Peter me llamó para decirme que lo habían seleccionado en Sundance. Le dije que no faltaría por nada del mundo.

Park City, Estados Unidos. Enero, 2011

Son las 11 de la mañana y estoy en un cine a oscuras en Park City. El logotipo de Skylight Pictures ilumina la pantalla y una banda sonora de piano se avanza a las primeras imágenes de Granito.

Pamela acciona un viejo proyector de cine y su voz dice “A veces, una historia contada hace mucho tiempo, vuelve de nuevo al presente”. En la fila de delante están sentados Fredy y Alejandra, a mi lado Peter y su mujer Mary. No puedo evitar la tentación de espiar las reacciones de Fredy y Alejandra durante la película. Para los que sabemos quienes son, su presencia carga la sala de una energía extraña.

Se acaba el documental, la pantalla se funde a negro y el público se pone de pie para aplaudir. Algunos se secan las lágrimas. Alejandra y Fredy acompañan a Peter, Pamela y Paco en la sesión de preguntas. Yo salgo afuera a vender copias de Cuando las montañas tiemblan, “la precuela de Granito”, como se anuncia en la tapa. Por la noche, antes de irnos a celebrarlo por Main Street, antes de que le cuente a Alejandra que conocí a Mario Polanco en Guatemala, le preguntaré a Fredy si quiere un cigarrillo y saldremos a fumar al porche y entonces le diré que, antes de conocerle, ya le conocía.

Tres años atrás, en su casa de Montevideo, Homero Alsina Thevenet —uruguayo, periodista, crítico de cine— sintió que se moría.

No fue una metáfora ni algo pasajero. La asfixia empezó en la cama y él, ciego de miedo, se arrastró hasta el living y encendió el nebulizador.

—Eran las tres de la mañana. Me recuerdo a mí mismo sentado acá, jadeando durante largo rato. Mascarilla, jadeo jadeo jadeo. Estaba completamente lúcido, y sabía que me estaba muriendo.

Ese día Homero Alsina Thevenet tenía 80 años, 65 de carrera periodística, era el crítico de cine más riguroso del Río de la Plata, la primera persona fuera de Suecia en descubrir que Ingmar Bergman era un genio, y el fundador del suplemento cultural más sólido —e improbable— del Río de la Plata.

Y esas eran algunas —sólo algunas— de todas las cosas que había hecho Homero Alsina Thevenet el día que se estaba muriendo.

De todas, fumar fue la única que casi lo mata.

***

Es una tarde helada en el barrio de Pocitos, Montevideo, capital de Uruguay. Al otro lado de la puerta de una casa —blanca, magra, una casa como cualquier otra— se escuchan pasos, cerrojos, llaves. La puerta se abre y se ve esto: un living, bibliotecas, una mesa redonda cubierta por un tapete verde, sillones y un hombre pequeño —bajo—, de pelo y bigote blancos, suéter y abrigo de lana, pantuflas.

—Bienvenida —dice Homero Alsina Thevenet, el hombre que hace tres años se moría—. Ya ni aquí se puede dejar la puerta abierta.

Sobre la mesa con tapete verde hay pocas cosas: tazas para el té, algunos libros, papeles.

—Preparé mi currículum y una bibliografía, así tenés datos precisos.

Datos, recalca Homero, precisos: más de veinte libros pu blicados (Censura y otras presiones sobre el cine, Listas negras en el cine), uno por publicarse en 2006 (Historias de películas, Buenos Aires, editorial Cuenco de Plata), dos en proyecto.

—Pero vení, sentate. Tomemos té. ¿Por dónde querés empezar? ¿En orden cronológico?

Tiene la voz que ha tenido siempre: hecha de ladridos, ronca.

***

Homero Alsina Thevenet nació el 6 de agosto de 1922 en Montevideo, hijo de Judith Thevenet —maestra— y de Eugenio Alsina —crítico teatral—, tercer vástago —y último— de una familia atravesada por sombra de muerte.

—Hubo un primer hijo que murió pequeño. Una enfermedad mal curada. Se llamaba Leopoldo. Fue terrible para mi madre. Después llegó una niña, Mireya. Después yo.

—¿Por qué te pusieron Homero?

—No sé. Mi padre se habrá querido hacer el intelectual.

Cuando el niño de nombre desmesurado tenía pocos meses, sus padres se separaron. Judith quedó sola con dos chicos, y entonces sí, las cosas se pusieron bravas.

—Aquí, en este terreno donde estamos ahora, mi madre hizo un ranchito, con su sueldo de maestra y mucho sacrificio. Nunca me morí de hambre, pero necesidades hubo, y envidia por la gente rica también. Siempre supe la diferencia entre lo que se puede y lo que no se puede. Toda la vida me impresionó una frase de Scott Fitzgerald, de un tipo pobre con la nariz apretada contra el vidrio, mirando la fiesta desde afuera. Nada. Mi vida era eso.

Y entonces, cuando su vida era eso —mirar desde afuera las fiestas ajenas, saber la diferencia entre lo que se puede y lo que no—, su padre, una bicicleta y una clavícula rota torcieron el destino y le dieron vocación. Le gusta contarlo así: que una noche de 1934, en Montevideo y alrededor de las siete de la tarde, hubo un apagón que duró horas. Que en la esquina de su casa una banda de chicos improvisó una fogata y él, once años, quiso estar. Que bailaba cual indio en torno al fuego cuando un ciclista lo atropelló y le hizo trizas la clavícula. Que siguieron 45 días de yeso, y un corset. Que su padre, por entonces funcionario de Espectáculos Públicos del Municipio, intentó aliviar la convalecencia regalándole un carnet de entrada libre para el cine del barrio: el Latino.

—Empecé a ir tres, cuatro, cinco veces por semana. Con el brazo así.

Así, dice, y se imita, niño endurecido por el yeso, entregado a la blanda oscuridad del teatro Latino.

—Desarrollé una gran capacidad para asimilar repartos de películas. Aún hoy veo películas viejas y puedo identificar a todos los actores secundarios.

Tenía 15 años, una adolescencia humilde, una madre maestra y era pésimo alumno del colegio secundario cuando, en 1937, se cruzó en la esquina exacta de 18 de Julio y Yi (la esquina exacta: no se olvidan los guiños del destino) con Arturo Despoeuy, una suerte de dandy intelectual, fundador de la revista Cine Radio Actualidad.

—Le hice un comentario elogioso de la revista, y me dijo que tenía que escribir ahí. Así empecé. Pero no puedo decir que eran mis crónicas porque era vapuleado por Despoeuy, con toda razón.

—¿No te sentías humillado?

—No. Sentía que tenía que mejorar.

Víctima voluntaria de maestro cruel, soportaba bien los embates del hombre que tachaba sus originales al grito de “¿Por qué decís esto, mocoso, si no sabés?”.

—Él tenía razón. Si tengo que reconocer una actitud mía es la autocrítica. Y si hay algo que debo decir sobre la crítica de cine, es que también es una autocrítica. Uno empieza viendo cine y creyendo en la verdad de lo que ve. Y de a poco empieza a desconfiar. A ver que las películas son más complicadas, que hay una historia detrás, que hay mentira, que hay censura.

Autodidacta profundo, y sin quejarse, en Cine Radio Actualidad Homero acusaba los golpes en silencio. Como un indio paciente volvía a su escritorio y ajustaba tuercas, podaba frases frondosas y se hacía, de a poco, fundamentalista de la precisión.

—A mí me ponen mal los errores, quizás como herencia de mi madre maestra. Porque un error hace desconfiar al lector. Dice: “si se equivoca en esto, qué me va a enseñar este tipo”. Ahora veo que se chequean datos por internet. Yo tengo un episodio con internet. Cuando apareció la película Titanic hice la nota, y yo tenía mi lista de películas sobre el Titanic, pero podía haber otras. Busqué en internet y en efecto aparecieorn otras. Y también aparecieron películas de menos. Hay una película que se llama A night to remember, del año 1958, y como la palabra Titanic no figura en el título, internet no la registra. En cambio me dio una que se llama Titanic Orgy: orgía titánica. Una película porno. Pero en 1937, cuando no había internet ni revistas importadas, para redactar la ficha técnica de una película me iba a la cabina de proyección y tomaba nota mirando la película a contraluz. Claro, todo ese trabajo me quitaba tiempo para el estudio. Fui pésimo alumno. Hice el secundario, pero abandoné el preparatorio de derecho.

—¿Por qué derecho?

—Porque derecho era casi clavado para alguien que se ocupaba de las letras. ¿Lo otro qué es, escribanía, notariado?

—No. Algo más afín con las humanidades. No sé… filosofía.

—Sabés que no. Le tengo desconfianza a la filosofía. Puro bla bla. Como el psicoanálisis. Los psicoanalistas inventan muchas cosas. Me recuerda aquella discusión del filósofo y el religioso en la cual el sacerdote dice que un filósofo le recuerda a un ciego en un cuarto oscuro buscando un gato negro que no está. Y el filósofo le replica: “Sí, pero usted lo habría encontrado”.

En 1939 un periodista uruguayo llamado Carlos Quijano fundó la revista Marcha, que sería uno de los semanarios de cultura y política más importantes de América Latina. Homero tenía 17 años, dos de experiencia laboral, una vida bohemia —lejos de casa, cerca de los bares, la noche, los amigos—, y se ofreció como voluntario en esa nueva publicación: lo hicieron corrector de galeras y él se hizo amigo del secretario de redacción, un hombre hosco que vivía al fondo del local donde funcionaba la revista: Juan Carlos Onetti.

—Vivía ahí, en una pieza donde se amontonaban el baño, la cocina, el cuarto y una mujer que no recuerdo. Íbamos a la barra del café Metro, una especie de peña literaria. Yo fui uno de los que llevó bajo el brazo su novela, El pozo, para venderla por unos céntimos. En 1943 me fui a Buenos Aires siguiendo a una chica que por suerte no me hizo caso, y allá estaba Onetti, que era el secretario de redacción de Reuters, y compartimos el alquiler en una pensión de una señora que no sé si era húngara o austríaca, pero tenía un tío que fumaba mucho, y la casa estaba todo el tiempo llena de humo.

—Pero vos fumabas.

—Sí.

—Y Onetti también.

—Por eso.

En 1944 Homero sufrió un neumotórax y tuvo que regresar a Montevideo. Allí, en 1945, se casó con Andrea Bea que sería la madre de Andrés. Andrés: el único —el único— hijo de Homero. Tres años después se divorciaron, y ella se casó con Jorge Onetti, hijo de Juan Carlos.

—Y acá viene la pregunta. Si yo me divorcio de una mujer, y esa mujer se casa con el hijo de Onetti, ¿qué vengo a ser yo de Onetti? La respuesta es: admirador.

Cuando Pablo Rocca, autor del libro El 45 (Ediciones Banda Oriental, 2004), le preguntó a Homero si él era el Bob del cuento “Bienvenido Bob” que Onetti le dedicó en 1944 (y que cuenta la transformación del joven e ilusionado Bob en el abyecto adulto Roberto), Homero respondió lo que sigue:

“—No creo. Alguna vez lo conversamos con Onetti. No tiene nada que ver, siempre tuvimos un vínculo muy cordial.

”—Sin embargo, llama la atencion que cuando apareció La vida breve (1950) usted escribió un largo artículo en Marcha en el que habla del agotamiento de la obra de Onetti.

”—Esa era mi visión de ese momento. Naturalmente, hoy no la mantengo.

”—Pero sí la mantenía en 1964, cuando en una contratapa de Marcha —que recoge comentarios sobre el texto a 25 años de su publicación— se muestra bastante escéptico con su obra.

”—¿De veras? No me acordaba”.

Esta tarde Homero elige recordar que, tiempo después, se cruzó con Onetti en un ómnibus y los dos, al mismo tiempo, gritaron: “La culpa es tuya”. Que se rieron, dice. Que no hay nada que agregar sobre el asunto.

***

Afuera es gris. Adentro caen las sombras de la tarde.

—¿Querés más té? Es de durazno.

Sobre la mesa con tapete verde hay un trozo de strudel, fotos y un libraco que emana un vapor dulzón: los ejemplares encuadernados de la revista Film, de la que Homero fue cofundador y codirector entre 1952 y 1955.

—Esto te va a sorprender —dice y abre el libro en la página que corresponde a un artículo suyo publicado en junio de 1953 en el que se lee: “No se sabe lo que Bergman piensa de su fama, pero se sabe que está preocupado de sí mismo, que le importan el bien y el mal, que es joven, que es talentoso, que sabe lo que es”.

—Es que en 1952 pasaron cosas —aclara, aunque su currículum (dos hojas escuetas, escritas con prosa de hueso y latigazos) no dice nada de esas cosas que pasaron: apenas reseña que, entre 1945 y 1952, trabajó en la revista Marcha a cargo de la página de espectáculos, y que luego pasó a la revista Film.

—En 1952 el director de Marcha se opuso a que la revista cubriera el Segundo Festival Internacional de Cine de Punta del Este porque consideraba que era un despilfarro para el país. Yo, en cambio, creía que era un evento de importancia fundamental. Entonces me fui de Marcha. El año anterior el festival se había hecho con apoyo estatal, pero ese año no tuvo ningún apoyo. Se hizo con el esfuerzo de embajadas y distribuidores privados y, por tanto, no hubo un jurado oficial, sino un jurado de la crítica en el que éramos once y del cual formé parte. Por supuesto, el pronunciamiento del jurado no era oficial, era doméstico, y se vieron varias películas, tales como Rashomón. Y se vio también Juventud divino tesoro, una de las primeras películas de Bergman que se presentaban en América Latina. Fue una revelación. Lo que vimos ahí no se podía hacer en teatro, ni en poesía, ni en literatura. Eso era cine puro.

Cine puro, ni teatro ni poesía, pero por esos años, en América Latina y el resto del mundo, Bergman era un absoluto desconocido: nadie, nada. En 1946 el estreno de su película Suplicio había pasado sin pena ni gloria por Buenos Aires, pero gracias a aquel espaldarazo en el Festival Internacional de Punta del Este, films como Puerto, Sed de pasiones y Noche de circo fueron estrenados con éxito en Uruguay y Argentina.

Mientras en Suecia un crítico de nombre Olof Lagercrantz escribía en el Dagens Nyheter acerca de Sonrisas de una noche de verano: “los elementos de esta comedia son la penosa fantasía de un jovencito con acné, los descarados sueños de un corazón inmaduro y un ilimitado desprecio por la labor artística y humana. Me avergüenzo de haberla visto”, en Uruguay Homero diría sobre Noche de circo (1953): “Este drama pesimista y patético se apoya en una de las más perfectas construcciones cinematográficas que Bergman haya logrado en su carrera.” En 1954, dos años después de cose char elogios en Uruguay, Juventud sería vapuleada en el Festival de Venecia y recién en 1956 Sonrisa de una noche de verano ganaría el premio a la mejor comedia en el festival de Cannes, sería exhibida en Francia y todos dirían, acerca de Bergman, oh.

—¿Los suecos se enteraron de tu descubrimiento?

—Se enteraron. Bergman nació en julio de 1918, y en 1998 estaba cumpliendo 80 años. Me llamaron de una radio de Estocolmo, de un programa en castellano, para preguntar qué tenía que decir de los 80 años de Bergman.

—¿Y Bergman sabe que fuiste el descubridor?

—Seguramente.

—Pero nunca tuviste relación con él.

—No. Ni debo. Porque todas esas relaciones entre críticos y obra son equívocas. Además, no fui solamente yo. Los miembros de aquel jurado éramos once.

Once, dice Homero, que cultiva con ímpetu su vicio de actor secundario: gente indispensable, pero gente discreta.

***

En 1954 Homero trabajaba en el diario El País, de Montevideo, que publicaba críticas de cine y teatro si había tiempo, lugar y ganas, y pensó que hacer de ese desorden un sistema podía traer beneficios a la única persona que, ya entonces, empezaba a importarle en la cadena alimenticia de los medios: el lector.

—Nos juntamos cuatro periodistas y propusimos hacer la página de espectáculos. Y la hicimos. Pero las crónicas de teatro eran muy largas, porque si tenían que comentar Seis personajes en buscar de autor, de Pirandello, primero el crítico tenía que explicar quién era Pirandello, después la obra, después la crítica. Entonces dije: “El día anterior publicamos quién es Pirandello y qué es esta obra. Al día siguiente damos la crítica”. Y fue tremendamente pedagógico. Un día nos llama el director del diario y nos dice: “Esa paginita que ustedes inventaron está muy bien, pero tiene un defecto: están comentando todo demasiado tarde, yo fui a ver la obra el martes y ustedes publicaron la crítica el jueves”. Y le dije: “Pero si estrenaron el martes no se puede publicar el miércoles”. Agarró el teléfono y le dijo al secretario de redacción: “Las notas de estrenos de teatro en espectáculos tienen el cierre abierto hasta la medianoche, orden de arriba”. Y ahí tuvimos que correr. El método era: estrena la obra, el crítico va, ve la obra, vuelve, escribe, se publica. Esa sección tuvo un éxito delirante. La gente se quedaba hasta las tres de la mañana esperando la crítica. Después, claro, nos copiaron todos.

Homero tenía 32 años cuando empezaba a ser un pedagogo irredimible y, quizás por lo mismo, un enemigo enérgico de la teoría del cine de autor impulsada por la revista Cahiers du Cinéma. Ya por entonces decía, a quien quisiera oírlo, que una película como Lo que el viento se llevó no podía atribuirse a un director llamado Victor Fleming, sino a un productor llamado David O. Selznick que lo había decidido todo, incluida la contratación y el despido de tres directores.

—El cine de autor es una falsedad con la cual los críticos se simplifican la vida. Una película de Bergman, de Orson Welles, de Chaplin, yo no me quejo. Pero contra eso hay 85% de directores mediocres que son esclavos de la empresa y tienen que obedecer órdenes, y no podés decir que una película es de ellos.

“[…] para entender el cine de Hitchcock con Selznick no alcanza con leer a Claude Chabrol, Eric Rohmer, François Truffaut y toda la colección de Cahiers du Cinéma —escribiría años después en un texto titulado “Alfred Hitchcock y David O. Selznick, cuentos de dos gigantes”, recogido en su libro Nuevas crónicas de cine (Ediciones de la Flor, 1999)—. Hay que empezar por leer sobre Selznick, que fue el responsable de toda decisión (…) A Hitchcock le encantaban la proezas, los trucos y los enfoques originales, como filmar toda una película sobre un bote, o hacerla en una sola toma continua, sin corte aparente. Pero los libretos eran su punto débil y así su carrera alternó reconocidos brillos con torpezas argumentales como Marnie, Cortina rasgada y Topaz (1964 a 1969), que sufren de puerilidad y de discurso. En su última etapa Hitchcok era ya su propio productor, filmaba con mucha libertad y se dejaba acariciar el ego por los críticos franceses”.

A Homero no le gustan los egos inflamados.

Esos monstruosos roles protagónicos.

***

En 1960 conoció a Eva, una mujer de 27 años —separada, cuatro hijos— con la que se casó dos años más tarde. Pero antes, en 1959, conoció a Marlene Dietrich.

—En 1959 Marlene Dietrich llegó a Buenos Aires, y no iba a venir a Montevideo. Entonces, fui a Buenos Aires. Iba a dar una conferencia de prensa en el cine Ópera, y había una multitud. Un colega me dice en secreto: “Se iba a hacer en el cuarto piso, pero se hace en el octavo”. Llegué al octavo y el secreto había trascendido: era una sala con butacas, todas llenas. Entonces me fui a la primera fila, y me senté en el suelo. A los dos minutos se abre la cortina, sale Marlene, y yo en el piso. Marlene se sienta, y empieza la conferencia de prensa. Yo le hice una pregunta y se ve que le gustó, porque me dio el resto de la conferencia a mí.

—¿Y qué le preguntaste?

—Yo qué sé. Lo que se le podía preguntar a Marlene: nada muy importante. Ese día se supo que finalmente iría a Montevideo, y que iba a dar una conferencia en el hotel Victoria Plaza. Fui. El hotel era enorme, pero no había tantos periodistas. Habría unos veinte, y lugar de sobra. Entonces hice una travesura: me senté adelante, en el piso. Ella salió de atrás de la cortina, me miró y dijo: “¡Ah, look who’s here!”, miren quién está acá. Y me tiró de vuelta toda la conferencia de prensa a mí.

—La enamoraste.

—Sabés que literalmente pasó eso. Estaba el fotógrafo y me dijo: “Che, tenés que sacarte una foto con ella”. Yo dije muy bien. Y nos sacamos la foto. Mirá.

Homero —de pie, pequeño, bigote a lo Chaplin— mira a cámara, las manos apoyadas sobre la mesa con gesto de campeón. Empequeñecida, con un sombrero negro y guantes blancos, mirándolo arrobada, el ángel alemán —ese león—, y el epígrafe que dice “Marlene enamorada”. Porque le divierte, pero mucho también por sentar bandera, Homero cultivó con deleite esos guiños burlones. En una foto tomada junto a Louis Armstrong en julio de 1957, el epígrafe reza: “Alsina Thevenet y Armstrong. Armstrong es el de la derecha”.

—Mirá. ¿Sabés de quién es esta carta? —dice, sacando una carta de uno de sus libros sobre la censura en el cine—. De Guillermo Cabrera Infante. Le mandé el libro y me rezonga porque no mencioné a Raymond Chandler como responsable del guión de Double Indemnity. Está bien, tiene razón.

—¿Y le contestaste?

—No. Me cayó mal en el momento. Qué le iba a decir.

—¿Te cayó mal la carta?

—No. Ya ves. La guardé.

“Es una pena —escribió Cabrera Infante— no haber sabido que escribía usted su libro, pues podría haberle hablado de la censura antes de Castro, con las campañas de la legión de la decencia contra películas tan inocentes como La mujer que inventó el amor. También le hubiera hablado de la censura bajo Castro…”.

—Y ahora ya no le podés contestar.

—Así es. Ya ves. Se murió él, la carta quedó.

***

En 1965 Homero cruzó otra vez el Río de la Plata para vivir en Buenos Aires, donde trabajó en revistas como Primera Plana, Adán y Panorama, y publicó varios libros. Pero en 1972 Andrés, su hijo, comprometido con partidos de izquierda, fue detenido y acusado del secuestro de un empresario.

—Estaba en la guerrilla, y lo condenaron a seis años de prisión, pero en marzo de 1973 vino el peronismo, que dejó libre a todo el mundo. De todos modos él estuvo catorce meses preso, y yo le tenía que avisar a Andrea, su mamá. El hi jo de Onetti estaba con un puesto de periodista en Prensa Latina de Chile. Conseguí el teléfono y logré pasarle el mensaje. Resultado: me llama ella por teléfono desde Santiago y me pregunta: “Decime una cosa, ¿ahí es posible comprar un televisor y sacarlo del país?”. Le dije: “Mirá, era posible, pero después de tu llamado ya no”. Tenía un costado frívolo esa mujer.

Homero mueve la cabeza. Los recuerdos lo perturban, los recuerdos lo divierten, los recuerdos lo perturban.

—La cárcel es una cosa terrible. Humillante. Humillante para los familiares. Para llevarle algo a mi hijo… destrozaban una torta a cuchillazos para probar que yo no llevaba nada escondido ahí.

Cuando parecía que lo peor había pasado —un amargo periplo por las cárceles tras los pasos del hijo querido— sucedió en Argentina el golpe militar de 1976 y Homero se exilió en España: tenía 54 años cuando marchó con Eva a Barcelona, a empezar todo de nuevo.

—Yo ya tenía una carrera hecha, y allá no pude hacer nada porque los catalanes son muy nacionalistas. Estuve haciendo traducciones y escribí una biografía de Chaplin, a pedido de editorial Bruguera. Tuve tanta mala suerte que el libro salió a comienzos de diciembre del 77, con la vida completa de Chaplin, excepto su muerte: murió 20 días después, el 25 de diciembre de 1977. Dos meses después, encontré el libro en las mesas de saldos de El Corte Inglés.

Fueron ocho años en España, pero no fueron años buenos.

Eso dice: que no hay nada que contar.

***

—¡Homero, las gotas!

Eva aparece alarmada, gotero en ristre. Las gotas para los ojos, dice, son vitales.

—Tiene presión ocular.

Homero la mira divertido. Pocas cosas le gustan más que hacer de bufo. Camina apresurado hasta un sofá, se arroja, y echa la cabeza hacia atrás con un gesto exagerado. Eva se pone a horcajadas.

—¿Te molesta el paso del tiempo?

—Eh, a quién no. Si no es el estómago, es la columna y si no, son los ojos. Tuve una úlcera a los 30 años, y mi estómago se recompuso, pero sin los jugos gástricos correspondientes, con lo cual si como cosas indebidas, lo sufro después. Fritos en general, leguminosas, garbanzos, lentejas, porotos. Nueces. Mis nanas son historias sórdidas.

—Pero las enfrentás con elegancia.

—Porque soy elegante —dice, y mueve la pantufla.

Un año atrás Homero se fracturó la cadera y entonces hubo alarma: huesos rotos y edades altas no se llevan bien. Pero dos meses más tarde chapoteaba en el Caribe, rehabilitado y feliz. Inoxidable.

—Nos fuimos a Punta Cana con Eva, y en ese mar me rehabilité. Me pasaba horas en el agua contemplando las uñas de mis pies, que son preciosas. Fuimos a uno de esos lugares con sistema todo incluido. Un sistema fabuloso. Vas pagando con fichas, no usás dinero. Ah, y mirá lo que tengo.

Despliega un corset ortopédico rosado, lleno de ballenas. Empieza a ponérselo sobre la ropa cuando Eva pregunta:

—Homero, ¿eso no hay que devolverlo?

—No. Ahora es nuestro. Lo pagué.

Le gustan esas cosas: las cosas útiles. Corsets, gotas en los ojos. Viajes todo incluido, freezers, microondas y control remoto. Cosas que solucionan problemas. No bellas, pero eficaces.

***

En 1984 Argentina estaba en democracia y en España Homero no encontraba mucho para hacer. Entonces levantó la poca casa que tenía y, con Eva, regresó a América del Sur: no a Montevideo sino a Buenos Aires. Era 1985 cuando Jacobo Timmerman (periodista fallecido en 1999 y fundador de medios importantes y emblemáticos como La Opinión) le ofreció la jefatura de espectáculos del diario La Razón, que pasaba por su peor momento. Homero tenía 62 años, y pensó que un periódico que se iba a pique era una gran oportunidad para hacer cosas, pero lo echaron poco tiempo después por negarse a cortar una de sus críticas, que no entraba en el diseño pautado.

—Ah, la tiranía del dibujito. No me hables. Yo tengo unos cuentos con eso.

En 1987, dos años después del episodio en La Razón, Homero era jefe de espectáculos del diario Página/12, y además de críticas de cine —que despertaban las más extremas rabias de cabotaje de directores argentinos como Fernando “Pino” Solanas, Alejandro Agresti o Leonardo Favio— escribía columnas de opinión tales como “Mahoma, todavía”, en la que sostenía que “el caso Mahoma versus Rushdie ha suscitado algunas reclamaciones similares, que conviene incorporar ya a los manuales de filosofía y letras: a) Del Diablo contra Dante Alighieri, por la Divina Comedia (circa 1310). Aduce que el retrato del infierno es harto desfavorbale (…). b) Del gobierno de Dinamarca contra William Shakespeare, por Hamlet (1600). Apunta que la frase ‘hay algo podrido en Dinamarca’ se contrapone a los notorios progresos del país en cuanto a higiene, refrigeración y manejo de materiales biodegradables».

Además de escribir cosas como esa, Homero libraba su batalla contra la tiranía del dibujito.

—El jefe de diagramación de Página/12 se llamaba Daniel Iglesias. También llamado “el Zorro” Iglesias, también llamado “no hay peor sordo que el Zorro Iglesias”. Una vez entregué una nota que ni siquiera era mía. Me llaman de diagramación. “Sacale doce centrímetros”. Que sí, que no, la discusión subió de tono y viene el Zorro Iglesias y me dice: “¿Qué pasa con tu gente? ¿Son todos Shakespeare y Cervantes que no se les pueden cortar doce centímetros?”. Le digo: “No, no son todos Shakespeare y Cervantes. Ahora, tu gente, ¿son todos Rembrandt y Velázquez que no se les puede cambiar el dibujito?”. Gran bronca. Esa misma noche en la escuela de periodismo TEA [Taller, Escuela, Agencia] me daban un premio homenaje, y doy un discursito improvisado de agradecimiento: “Jóvenes periodistas, ustedes han elegido una profesión que está llena de promesas, pero no se crean que es fácil. Porque cuando ustedes entren a un diario se van a encontrar con un jefe que les dice: ‘Che, hay que hacer una nota a tal’. Vas y hacés la nota. La entregás. El jefe la mira y dice: ‘Sí, está bien, pero faltaría tal y cual aspecto’. Vos vas y agregás tal y cual aspecto. Volvés. Y el jefe te va a decir: ‘¿Sabés lo que le falta a esto? Una entrada, un copete’. Vas, volvés con el copete. Te dice: ‘Le falta un final, una cosa que restalle’. Lo encontrás. Terminás la nota y estás muy contento. ¿Y te creés que ahí terminó la cosa? No señor. Ahí la nota pasa al diagramador. Y el diagramador es un personaje que se dedica a quitarle doce centímetros a todas las notas: es una vocación. Me ha pasado”.

***

La bibliografía de Homero incluye muchos títulos —más de veinte— casi todos sobre cine: Ingmar Bergman, un dramaturgo cinematográfico (con Emir Rodríguez Monegal, ed. Renacimiento, 1964), Censura y otras presiones sobre el cine (Buenos Aires, ed. Fabril Editora, 1972), Cine sonoro americano y los Oscar de Hollywood (Buenos Aires, Ediciones Corregidor, 1975), El libro de la censura cinematográfica (Barcelona, Lumen, 1977), Listas negras en el cine (Buenos Aires, Editorial Fraterna, 1987), Nuevas crónicas de cine (Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 1999), Historias de pe lículas (Ediciones Cauce, 2000). Pero hay dos volúmenes. publicados en los años ochenta y llamados Una enciclopedia de datos inútiles (Ediciones de la Flor, 1986) y Segunda enciclopedia de datos inútiles (Ediciones de la Flor, 1987), en los que este hombre dibujó su visión del mundo: el mapa de sus intereses, sus desprecios, sus curiosidades. El texto que sigue fue incluido en la Segunda enciclopedia de datos inútiles: “1987: Al reseñar un libro titulado Una enciclopedia de datos inútiles, el erudito Pablo Schwarz (en Brecha, Montevideo, Uruguay, junio 5) se queja de que el autor utilizó demasiadas fuentes de segunda mano. El señor Schwarz encontró seis errores en un libro de 260 páginas, que abarcan 104 capítulos diversos y 16 páginas de índices. Con seis errores el cronista llenó 344 centímetros cuadrados del semanario [Brecha], más un dibujo y un título. Entre las informaciones de segunda mano que el cronista objeta figuran la muerte de Julio César. En el libro había sido escrito que ese emperador romano ‘… murió con otros tajos, tras una conspiración muy célebre, y la leyenda dice que sus últimas palabras habrían sido Et tu Brutus!, al reconocer con sorpresa a uno de sus asesinos’. El señor Schwarz, que sabe latín, sostiene que Julio César no debió haber dicho Brutus sino Brute, para no caer en un solecismo en el momento de su muerte (un solecismo es una falta de sintaxis y suele ser considerado como menos grave que 23 tajos mortales). A esa tesis el señor Schwarz (que sabe griego) añade que Julio César no murió quejándose en latín sino en griego. Habría dicho “kay sy téknon”. Con ese dato el señor Schwarz corrige de paso a William Shakespeare, un reconocido autor de segunda mano, que en su tragedia histórica Julio César (1599) cometió el imperdonable lapsus de hacer morir al emperador en latín mientras sus asesinos lo mataban en el inglés de la época. El punto consagra al señor Schwarz como la única persona del siglo XX que estaba presente en la muerte de Julio César, en el año 44 a.C., y que puede documentar su última frase en griego sin fiarse de fuentes de segunda mano. Sin embargo, eso no es tan milagroso como su buena memoria después de 2.031 (dos mil treinta y un) años”.

Ambas Enciclopedias reúnen más de 500 páginas como esta: todas de colmillos largos.

Dos años después de la publicación del segundo tomo Homero cruzaría una vez más el Río de la Plata, hacia su casa y su cuna. Uruguay.

***

—En 1989 en Uruguay se hizo un plebiscito. Se discutía la Ley de Caducidad, si les dábamos o no el perdón a los militares. Vine a votar, y Jorge Abbondanza, jefe de espectáculos del diario El País, me ofreció volver a hacer un suplemento cultural. Pero yo no sé de teatro, de arquitectura, de música, y me dio miedo. Lo contacté a Elvio Gandolfo [escritor y periodista argentino, cuyas notas han aparecido en números anteriores de El Malpensante, y a quien Homero había conocido en Buenos Aires] y le dije: “Me proponen esto y me tengo miedo, porque no soy un culto general”. Y me contestó: “Ni vos ni yo sabemos de pintura y de música como para escribir de pintura y de música, pero hay algo que sabemos y eso es manejar el material de otra gente”. Así que buscamos colaboradores y, efectivamente, salimos adelante.

—Vos no figurás en el staff como director.

—No, porque no lo hago por la performance. Yo sé lo que se hace y cómo se hace, entonces para qué más.

Y lo que se hace es, probablemente, el producto cultural más extraño de todo el Río de la Plata: el suplemento cultural del diario El País de Montevideo, que sale los viernes, se anuncia como un suplemento sobre artes, ciencias y letras, y tanto caben en él una reseña implacable sobre el último culebrón literario de Jeffrey Eugenides (Middlesex) como artículos sobre Will Eisner, John Ford, Santiago Calatrava, Thelonius Monk o la teoría del caos.

En el suplemento cultural del diario El País de Montevideo, que Homero fundó a los 68 años, no se publican avisos porque no se buscan avisos: no se propician avisos; no se usa color por cuestiones prácticas (obliga a disponer de fotos de mayor calidad); se eliminaron las bajadas (porque si el lector lee un resumen de lo que sigue, no lee lo que sigue) y, en tiempos en que la sobrevaluada religión del nuevo periodismo obliga al yo, se aborrece la primera persona.

—La primera persona es una traición, porque termina siendo más importante el escritor que lo escrito. Eliminamos los copetes porque si el copete dice todo lo necesario, el lector se va a ir. En el Cultural hice lo que yo quería hacer. Un suplemento sin concesiones. No le doy bolilla a Planeta si me dice que tal libro es muy importante, o si viene tal tipo con su libro de poesía para que se lo comente. No lo atiendo, no lo publico. Tenemos total independencia. Estoy trabajando con una libertad periodística que en la Argentina no tendría. Allí la crítica de cine está convertida en pildoritas con estrellitas: tres estrellitas, cuatro estrellitas, cinco estrellitas. Si hay que hacerlo se hace, pero hay que superar la instancia de esa crítica que dice “esto es largo, es feo, es malo, es bueno, entretenido”. Cuando uno se empieza a preguntar cómo lo hizo, por qué lo hizo, para qué lo hizo… eso es un progreso.

Durante años, cada vez que un nuevo periodista era incorporado al suplemento Cultural, se le entregaba el manual de estilo, una versión resumida de un texto que Homero había incluido en una de sus Enciclopedias de datos inútiles bajo el título de “Algunas sugerencias para periodistas modestos” y que decía —dice— así: “Comience toda nota en el centro del tema […] Las primeras líneas deben apresurarse a establecer Qué, quién, dónde, cuándo. El cómo puede esperar al segundo parrafo. Elimine al máximo el Yo, el Nosotros, los otros pronombres respectivos (me, mí, nos). El enfoque gramatical de primera persona debe reservarse para aquello que es absolutamente intransferible […] Salvo casos de extrema necesidad, elimine los signos de interrogación; el lector quiere respuestas y no preguntas. […] Evite los signos de admiración: el concepto deberá ser bastante asombroso con sólo enunciarlo, sin que usted le coloque una bandera encima […] Elimine las referencias al hecho mismo de estar escribiendo una nota. Sea un espejo sin decir ‘aquí estoy como un espejo’. La prosa tersa no se dobla sobre sí misma. […] Reescriba toda vez que pueda hacerlo. Si tiene a mano un lector que ignore el tema, confíele una primera revisión del texto. Si él no entiende algo, la culpa es de usted […] Elimine rodeos y larguezas. Un título periodístico llega a alargarse para llenar espacios, como ‘Se experimentaron precipitaciones pluviales en todo el sur de la república’, pero siempre será mejor que usted escriba, llanamente, ‘llovió en todo el sur del país’ ”.

—Me traían prosas cargadas de adjetivos, vueltas y desvíos del tema. Yo cuando leo eso digo: “Este tipo está mintiendo, este tipo no sabe lo que debe saber”.

—Pero hay estilos.

—Claro.

—Está Bryce Echenique.

—Y Proust. Pero tienen sustancia. Todos los jovencitos ahora tiran palabras, tiran palabras. Y yo les digo de antemano: el material está hecho para el lector. La prosa no es tuya, es del lector. Si no lo seducís en las primeras cuatro líneas se va, y no vuelve.

Hoy el suplemento Cultural de El País es objeto de colección: los puestos de libros de la feria dominguera de Tristán Narvaja, en Montevideo —cuadras y más cuadras donde se consiguen tomates y discos, zapatos y antigüedades— venden los números atrasados.

—¿En serio se vende en la feria? No sabía. Yo siempre supe que tenía que trabajar y hacer lo mío. Hace poco leí una frase de un filósofo. Me gustó y me di cuenta de que la estaba aplicando desde hace mucho tiempo: “Pocas personas en este mundo son conscientes de que han salido de la nada y volverán a la nada”. Y es muy cierto. Uno después piensa: Bueno, pero el rato que estemos aquí vamos dejar hecho algo. Algunos han dejado guerras y revoluciones como Hitler y Fidel Castro. Yo dejo un poco de crítica de cine, y es bastante mejor.

—El año pasado eras candidato al premio Homenaje de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano.

—Sí. Me lo dieron.

—No…

Homero se levanta, rápido como un soplo, y vuelve con un trofeo: el Cóndor de Plata, una distinción que entrega la Asociación de Cronistas Cinematográficos de Argentina, y que le dieron en 2002 por su labor como crítico.

—No, Homero, era un premio de la fundación colombiana y no lo ganaste vos, lo ganó un periodista brasileño.

—Ah. Entonces no tengo idea qué será —dice y devuelve el Cóndor a su lugar, desinteresado—. ¿Querés más té?

En 2004 Homero fue firme candidato al premio Homenaje que entrega la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, que finalmente ganó Clovis Rossi, un periodista nacido en São Paulo en 1943, actual columnista de la Folha de São Paulo que cubrió más de un frente de guerra y que mide dos metros.

La crítica cinematográfica es —siempre ha sido— un oficio de actores secundarios.

***

En el living hay fotos. Muchas. Fotos de su madre, fotos de su mujer, fotos de Toc, el perro.

—No sabés qué perro. Es un golden retriever, un recuperador. Si tirás algo al agua, se tira y te lo trae. Un día se nos quejaron porque sacó a un tipo del agua.

—¿Y el tipo se estaba ahogando?

—No. Por eso se quejaron.

Fotos de los hijos de su mujer, fotos de los nietos: fotos de los hijos de los hijos de su mujer. Entre todas, no hay una sola foto de su hijo Andrés. Su único hijo.

—Estamos distanciados. Hace siete años y pico. No debo haber sido un buen padre. No me daban el tiempo ni el dinero para la atención debida. Entonces, entramos en el capítulo separación de mi hijo. Que es así.

Su hijo, que se exilió en Suecia en 1977, regresó a Uruguay en 1989. Durante nueve años él y Homero se vieron una vez por semana e hicieron las cosas que hacen padres e hijos: comieron, conversaron, no se dijeron tantas cosas. En 1998 Homero decidió poner en orden los papeles de la casa donde vive, que como herencia de su madre podía presentar alguna dificultad.

—Hice un testamento a favor de mi mujer y ése fue el detonante. A los dos días me llama mi hijo. Que no estaba conforme con el testamento. Empezó un discurso de una hora y media delante de su mujer. Nunca fui tan insultado. Me dijo que fui un mal padre toda la vida, que fui un egoísta, que no tengo sentimientos. En fin. Volví a casa, agarré la máquina, escribí un memorándum y se lo mandé. No me contestó, no nos vimos más.

—¿Y vive cerca?

—A cuatro cuadras.

Homero cree que son estos, precisamente, los datos superfluos.

Los datos que a nadie importan.

***

En el artículo “La influencia de los hongos en la vida literaria”, recogido en uno de los volúmenes de la Enciclopedia de datos inútiles, Homero asegura que el tomate fue “uno de los viajeros más ilustres entre los llegados a Europa durante el siglo XVI”. La papa, sigue Homero, superó al tomate en la rápida adaptación al nuevo medio, pero fue víctima de un feroz enemigo natural, un hongo agresivo, el Phytophthora infestans, que llegó en la bodega de los barcos y produjo el catastrófico fracaso de las cosechas irlandesas de papas de los años 1845 y 1846, que terminó con la muerte de quinientas mil personas y la emigración de un millón de irlandeses “que cayeron sobre Inglaterra, Estados Unidos, Canadá y Australia, generando una diáspora que duró más de un siglo”. El artículo termina así: “Entre los emigrados irlandeses y sus descendientes se contarían después los escritores Oscar Wilde, George Bernard Shaw, James Joyce, Sean O’Casey, Eugene O’Neill, Liam O’Flaherty. La influencia de los hongos sobre la vida literaria no ha sido estudiada a fondo”.

Tiempo después, Homero le diría a una mujer que escribía su biografía (y que pretendió analizar la obra del señor Alsina a partir de un supuesto interés en personas que, al igual que él, habrían tenido infancias difíciles, como Pablo Picasso u Orson Welles): “Lo que yo soy es lo que está escrito”.

Es probable que el artículo sobre la influencia de los hongos en la vida literaria sea una parodia de lo que este hombre piensa del psicoanálisis y de aquellos que creen que en su oscura infancia —en la relación devota con su madre o en el vínculo difícil con su padre— encontrarán algo significativo.

También es probable que el artículo sobre la influencia de los hongos en la vida literaria sea, simplemente, un artículo sobre la influencia de los hongos en la vida literaria.

Sea como fuere, aquella biografía nunca se publicó.

***

Datos precisos, concretos. Los datos que importan.

Homero ya no fuma, tiene 83 años, una mujer, un hijo con el que no habla y, salvo cuando el invierno le impide salir, va todos los días a la redacción del suplemento Cultural.

—En el diario soy un resistente. Mientras me dejen hacer el suplemento, me quedo quieto.

—Y si no te dejaran.

—Y… voy a pelear, supongo.

—¿Y si perdieras?

—Y si perdiera, estoy en condiciones de jubilarme.

—¿Y por qué no te jubilás?

—Ganaría una miseria. Imposible. Porque tengo que mantener una casa, un auto, una mujer, un perro y una patente de perro.

—¿Una qué?

—Patente de perro. Acá hay que pagar por tener perro.

—¿Y a qué te da derecho?

—A tener perro con collar. Eva sabe.

—¿Y si no pagás la patente?

—Se llevan preso al perro.

—No puede ser.

—Si, ya vas a ver.

Homero se pone de pie con un saltito ágil y desaparece. Regresa minutos después.

—Ya averigüé todo. Es un impuesto de prevención de la rabia. Pero hete aquí que hace veintitrés años que no hay rabia en el Uruguay. ¿Dónde va el dinero de esa patente anual?

—¿Dónde?

—No se sabe.

Afuera es noche, tarde, y hace frío.

—¿Te pido un taxi? Ahora vas a ver qué sistema fabuloso. Ni siquiera tengo que decir mi nombre. Les sale mi dirección en la computadora.

Camina hasta el teléfono. Marca un número. Alguien, al otro lado de la línea, dice Hola. Homero dice:

—¿Me manda un taxi, por favor?

Y cuelga.

Computadoras que no hacen preguntas inútiles. Datos precisos. Cosas eficaces.

—Ya vas a ver. Llegan en dos minutos.

Después, camina hasta la ventana. Con las manos en los bolsillos vigila plácidamente la calle.

—Yo tenía un amigo aquí, Mauricio Miller. Era muy divertido. Y le daba al juego de palabras que no te digo. Tenía a su vez otro amigo, Carlos Martínez Moreno, y eran muy graciosos. Habían inventado una tarjeta de visitas para ambos que decía “Carlos Martínez Moreno-Mauricio Miller: Gracioso”. Nunca llegaron a imprimirla. Y yo con Mauricio había inventado mi tarjeta, que tampoco imprimí, y que decía así: “El señor Alsina-Se hacen cosas”.

Un taxi se detiene afuera. Homero sonríe, satisfecho.

—Te dije. Un sistema fabuloso.