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Blanca y Alicia

Las dos reporteras están en la escena del crimen en un cruce astral, la calle Piscis entre Acuario y Leo, en una colonia polvorienta y dislocada, como son todas las colonias de Ciudad Juárez. Es su primer muerto del pesado turno de la noche. La fotógrafa no puede acercarse demasiado a ver el cadáver. No puede traspasar la cinta amarilla de los forenses. Les han dicho que la víctima es un policía de la Procuraduría General de la República (PGR). Con el teleobjetivo se acerca. Clic, clic. Un niño se metió en el cuadro. Ahora ya se escapó. Sale la camioneta del forense.

Yo llegué tarde. Una reportera ya estaba terminando de sacar sus fotos, la otra ya se había subido a una grúa, que estaba casualmente ahí, y con el celular tomó un video y lo transmitió en directo a la página web de su diario.

Nos presentamos. Blanca tiene el nombre apropiado, es casi pálida. Alicia, morena y energética. Escasos treinta años. Ahí paradas en medio de la calle conversamos y nos reímos no sé bien de qué. Unos vecinos nos miran con curiosidad. Debe ser mi acento colombiano lo que les llama la atención.

Mientras llegamos al carro de Blanca, un hombre desproporcionadamente grande me sonríe desde el techo de una casa. Es el alcalde, me explican, cortado en cartón pegado en un muro alto que sobresale de los tejados. «Seguro que no vio nada», dice alguna entre risas. Partimos rumbo al periódico en el carro destartalado, por el que Blanca me pide excusas.

—Este sector no me asusta, me dice. Nací en Juárez y estoy acostumbrada a esto. Cuando estaba en la prepa, empezaron a matar mujeres. Recuerdo que un profe nos decía: «Si las violan, no peleen para que no las maten».

Sigue conversando mientras conduce por esta ciudad extensa y árida, de autopistas que conectan barrios y centros comerciales entre escampados de arena. Me muestra un parque bonito, recién hecho, y me explica que es parte de la campaña «Todos somos Juárez», destinada a mejorar la autoestima de la ciudad. Y después recuerda que allí mataron a siete muchachos que calentaban para un partido. Amontonaron los cadáveres debajo del eslogan «Todos somos Juárez».

Es la primera parada del violentour, como lo llamó en broma otra colega juarense, como lo hacían los niños de Medellín, cuando lo guiaban a uno a la esquina donde le habían dado «chumbimba» a alguno del barrio, y con sus manitas repasaban los agujeros de las balas en la pared. Eso fue cuando era esa ciudad, y no Juárez, la que rompía los récords mundiales de homicidios. Allá llegó al tope de trescientos ochenta y uno por cada cien mil habitantes en 1991. Aquí la más alta hasta ahora ha sido en 2010, que llegó a trescientos, sin contar los desaparecidos. Este año puede ser peor. Al terminar febrero de 2011 ya iban sesenta y dos muertos más que el año pasado.

«Al paso que voy me quedo sin fuentes», dice Blanca con una sonrisa tímida. Ya le han matado como treinta, la mayoría policías y abogados. No hace aspaviento sobre los peligros de su oficio. Ése es su trabajo y punto. Del auto de enfrente se baja un hombre fornido y mira en nuestra dirección. Ella detiene en seco su relato.

«¿Éste qué se trae?», se dice. Y cuando ve que sigue su camino, ella retoma su cuento en el punto en que lo dejó. A veces siente la presión. «Se me acumula aquí y me hace doler», dice y se señala el pecho. Para quitársela hace spinning y queda livianita otra vez.

Lo que aún no logra domar es la angustia que siente por los deudos. «Me dan ganas de llorar», dice. Como aquel día en que vio la escena de un papá que murió abrazando a su hijo de ocho años, los dos tiroteados y quemados. Ella vio llegar a la madre desquiciada gritándoles a todos: «Si era un niño inocente, ¿por qué no hicieron nada?».

Apenas llegamos al estacionamiento del diario, timbra su celular. Es su colega, Julio, fotógrafo. Le dice que hay muerto en Isla Terranova. Ella no alcanza a terminarse el tomate que tiene a medio comer en una caja plástica. Se lo recomendaron para quitarse los calambres que le dan seguido. Terranova…, busca en Google Maps en su teléfono, no lo encuentra. Nerviosa llama a una fuente, que no sabe.

Julio, el flacuchento fotógrafo, aparece cargando dos maletines que se le ven desproporcionadamente grandes, como sus anteojos.

—Que ya están todos allá, vamos —nos dice apurado—. Por el camino ya averiguaremos bien dónde es.

Nos subimos al carro, sin rumbo fijo, al tanteo, y ya empieza a anochecer. Soy demasiado ajena al lugar para sentir miedo. Los veo a ellos, que parecen tan tranquilos en su rutina nocturna de reportear muertos, que me siento en una película, una de esas de persecuciones de carros a toda velocidad por la autopista, en medio de la nada. Nos zumba al lado un automóvil con dos tipos enormes, con música a todo volumen. Vemos el brazo tatuado de uno. Blanca desacelera. No le gusta cómo van, cerrándoseles a todos en zigzag, casi chocando, y lo dice en voz alta.

Una ciudad en guerra

Después de varios días en Juárez, los periodistas me van dejando ver la verdad. No es que estén acostumbrados a la violencia, como insistió Blanca tantas veces. La muerte se les vino encima de repente, como una nube oscura que todo lo ensombreció. En 2007 hubo menos de un asesinato al día. Pero en sólo tres años son más de diez los muertos diarios en promedio. En Medellín, entre 1985 y 1991, los homicidios se triplicaron. La barbarie no les era tan ajena y tuvieron tiempo de prepararse mejor. Aquí no; aquí se multiplicó por diez en un santiamén y sigue creciendo.

No son tampoco los muertos invisibles de hace quince años. La de ahora es una muerte-espectáculo, de escenas macabras de fusilados con máscaras de cerdo. Es una muerte desalmada, de niños acribillados en discotecas y parques; van veintinueve en los dos primeros meses de este año. Es una muerte paralizante, le puede tocar a cualquiera, en cualquier lugar.

Antes, cuando el Cártel de Juárez, que dominaba sin disputa el gran negocio ilícito de pasar drogas a Estados Unidos, desaparecía en fosas a sus enemigos o al que se le atravesara, el odio era silencioso. El primer estallido fueron las misteriosas muertes de las mujeres de Juárez, que hicieron que el mundo empezara asociar a esa ciudad con la violencia. Pero la guerra ruidosa se desató después, desde fines de 2007, cuando el Cártel de Sinaloa entró de lleno a contender por la plaza de Vicente Carrillo. El desgreño social que transformó a los desesperanzados hijos de las maquilas en temibles pandillas, como las de Los Aztecas y los Artistas Asesinos, alimenta la máquina de terror.

Ni los editores ni los reporteros están entrenados ni protegidos para el horror que les copó el oficio sin avisar. Son policías desarmados en permanente emboscada. Son bomberos arrojados a las llamas sin protección. Son médicos impotentes que no pueden auxiliar a nadie. Su único instrumento es la palabra, y aun ésta se les contaminó de términos extraños, como sicariar y levantones y ejecuciones. El riesgo de cubrir a ritmo frenético tantos crímenes es obvio, pero no pueden parar.

Julio

No alcanzó Blanca a desacelerar cuando sentimos las sirenas. Una aparatosa camioneta azul con dos policías federales vestidos de blindaje, de pie en el platón, una mano en sus potentes fusiles, la otra agarrándose fuerte de las varillas, empezó a perseguir a los del Buick. Nos pasó en un segundo.

Para escabullirse, o para detenerse sin parar el tráfico, no sé bien, el Buick dio un volantín en «U» y detrás de ellos los federales.

—¡La foto! ¡La foto! —gritó Julio.

Y detrás de ellos fuimos nosotros, las llantas chirriando con la forzada curva. Cuando nos detuvimos a la salida del callejón donde los hombres se habían metido, la policía ya los estaba requisando. Julio saltó del carro con su cámara lista, y comenzó a disparar sin preguntar. Un policía que lo vio se molestó.

—¡Identifícate! —vociferó.
—Primero saco las fotos —reviró Julio.

El policía, un muchacho joven que temblaba sofocado bajo su traje antibalas, se le vino encima amenazante. El roce subió de tono.

—Que te esperes —dijo el policía—. De la manera más atenta te lo pido. ¿No ves que estoy en plena acción? ¿No ves que venían chocando carros? Traigo la adrenalina más alta que nada, compréndeme.

Julio mostró su carnet de periodista, alegó un poco más y se subió al auto. Blanca, que había aprovechado para grabar la requisa con su celular, también subió. Conteniendo la rabia le dijo a Julio: «Cuando te maten no quiero estar ahí contigo».

Ya Julio me había contado que se hizo fotógrafo por pasión. Se rebuscó un puesto en el diario, como temporal y, después de año y medio y un premio estatal, quedó contratado de planta. Cuando debutó como reportero judicial nocturno, la guerra arreció. El 21 de enero de 2008 mataron al director operativo de la policía municipal, y esa misma noche atentaron contra el jefe de la policía ministerial estatal de Juárez. Se dispararon los homicidios.

Alarmado, el presidente Felipe Calderón envió en marzo un contingente de dos mil soldados para frenar el desmadre. Pero las matanzas siguieron. En su lugar llegaron más policías federales, pero no les ha ido mejor.

La noche del roce con el policía debió ser para Julio una escaramuza sin importancia. Había tenido días peores, como el de su último cumpleaños, en que al llegar al periódico a las cuatro, como todos los días, se enteró de que habían matado a Luis Carlos Santiago, un joven practicante de fotografía con el que había salido un par de veces a trabajar. Se llenó de coraje. Ese día escribió en su Facebook: «Hoy no habrá serpentinas ni pastel de chocolate para mí, hoy mataron a Luis Carlos».

Una tarde caminaba por el centro y notó que la calle se veía misteriosa con la lluvia. Sacó la foto. Retratar una tarde bonita, los picos grises de las colinas cortados sobre un atardecer rojo de Juárez. «Eso me salva, saber que todavía puedo sentir lo bello», dice. De inmediato sintió que tres tipos lo seguían. Uno le pidió ver las fotos. Julio le respondió que no los había captado a ellos. El otro le sacó la pistola y le dijo: «¿Te crees chingón?, si quiero te mato». Julio no arrugó: «Si lo vas hacer, pues lo vas a hacer. No tengo más que mi palabra y ya te dije que no los tengo en la foto». Intentó llamar a su compañero y los tipos le apagaron el celular. Pero su amigo llegó a la escena como por telepatía. Se fueron a comer y uno de los tipos lo siguió y lo esperó mientras comía. «En cualquier momento me rafaguean», pensó.

Hoy el centro es un lugar vetado para todos los periodistas de la ciudad. Allí están los picaderos, los expendios de droga, el narcomenudeo, el último rescoldo del otrora poderoso cártel. Cualquiera puede ser un enemigo.

El talento ha llevado a Julio a exponer sus retratos de la tragedia juarense en Milán, junto a Leticia Battaglia, la gran fotógrafa de la violencia siciliana. Pero el precio ha sido alto. En las mañanas sale con forma humana, mira al cielo y disfruta la vida. «A medida que voy sacando fotos de los muertos, siento que me voy deformando, que me voy volviendo un monstruo», dice y levanta los brazos como Frankenstein.

La protección

¿Quién protege a los periodistas en México? La Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) puede dictar medidas cautelares de protección a un periodista en riesgo, explica Darío Ramírez, director de Artículo 19, el capítulo mexicano de la organización británica de defensa de la libertad de expresión. El problema es que la protección la tiene que dar la autoridad local, y sólo la da si quiere.

Además, desde hace casi un año, el gobierno federal viene desarrollando un mecanismo nacional que pueda tramitar protección inmediata a un periodista amenazado o en grave riesgo. En noviembre pasado, el gobierno firmó un convenio con la CNDH, la PGR y otros organismos para ponerlo en marcha.

Con el mecanismo enredado en los hilos burocráticos, cuando hay amenazas la reacción es lenta en el mejor de los casos. Sucedió en el de la reportera Jazmín Rodríguez. Ella y otros dos periodistas estaban cubriendo un atentado contra el periodista José Alberto Velázquez en Tulum, Quintana Roo, y cuando partía hacia el hospital, Velázquez se levantó la máscara de oxígeno, y denunció que había alcanzado a reconocer a los sicarios, y que eran gente del alcalde de Tulum. Después murió. Con gran coraje, Jazmín dijo que atestiguaría ante la justicia, pero la amenazaron. Michael O’Connor, el periodista investigador del Comité de Protección de Periodistas de Nueva York (CPJ, por sus siglas en inglés) basado en México, pidió a la Secretaría de Gobernación que la protegiera, pero la policía local se demoró dos semanas en aparecer.

El mecanismo que aún no se echa a andar se inspiró en parte en uno similar empleado en Colombia para proteger a grupos vulnerables, como defensores de derechos humanos, sindicalistas y periodistas. El comité, en el que tienen participación activa los representantes de varias organizaciones de prensa, ha tramitado en promedio 161 casos de periodistas en riesgo cada año, desde 2007. Una fundación colombiana privada, la Fundación para la Libertad de Prensa (Flip), constata en cada caso que la amenaza sea auténtica y por razones del oficio, y vigila que el Estado, en efecto, proteja al periodista con celeridad. La acción mancomunada de Estado y sociedad civil le ha subido el costo político a los perpetradores de atentados graves contra la prensa. Y los homicidios han bajado.

Una diferencia entre el proyecto mexicano y el comité colombiano pareciera ser que este último arrancó con el respaldo financiero sólido de dineros estadounidenses del Plan Colombia. En 2010 tuvo un presupuesto de 62 millones de dólares. Al de México, en cambio, no le han encontrado aún los recursos suficientes. Y la entidad que lo podría hacer, la Comisión de Agravios contra Periodistas de la Cámara de Diputados, carece de facultades para presentar una ley que asigne el presupuesto necesario. Tampoco se ha concretado la voluntad política de los partidos para sacarla adelante. La segunda diferencia, dice Ramírez, es que la sociedad civil mexicana no tiene un poder decisorio en el comité, y eso le resta eficacia y legitimidad. La tercera, que quien da la protección a los periodistas colombianos es la fuerza pública nacional, y en cambio en México, la orden de protección la daría el gobierno federal, y siguen dependiendo de los agentes locales cumplirla o no.

Los reporteros de Juárez dicen que sería un suicidio contarles a policías locales o estatales a dónde van a cada hora o meterlos a sus casas. Son entidades muy infiltradas. Al subdirector de El Diario de Juárez, Pedro Torres, su jefe le ofreció ponerle un carro blindado y custodios, pero no los quiso. «Llamaría más la atención y no resolvería nada. Mi mayor miedo es por los periodistas», me dijo en su oficina.

Alejandro

A la entrada de El Diario de Juárez, un edificio grande y luminoso, no se ve a los guardias que dicen que hay. Es algo muy extraño para mí siendo colombiana. Aún hoy con la violencia a la baja, no hay medio en mi país que no tenga celadores, detectores de metales y hasta perros antiexplosivos.

Alejandro, el amable editor de un tabloide popular de Juárez, me cuenta que ha habido muchos asesinatos a pocas cuadras de su oficina. «Mire el último», me dice. Y saca su celular para mostrarme la foto de un hombre baleado entre un carro. Me cuenta que escuchó el tiroteo y salió a tomar la foto por si los fotógrafos no llegaban a tiempo.

Todas las madrugadas, a las cuatro, llega para revisar qué pasó en la noche. Intenta darle una página a cada muerto, la foto, los datos del asesinato. A veces no le alcanzan las páginas para recoger tanta sangre y tiene que meter a tres o cuatro en una sola.

Las notas de su diario retratan el Juárez de hoy. «Nos ven como el resumidero de la cloaca —dice con pesar—. Y sí, ayudamos a que no se olviden que somos muchas las víctimas vivas, que la autoridad no actúa, que los asesinos son adolescentes, que no hay escuelas, no hay trabajo, que matan por mil pesos». Sesenta y cinco mil juarenses compran el diario todos los días para constatar que su pariente está muerto, para enterarse de lo que pasa en la calle o por puro morbo.

Alejandro dice que lidia con una sociedad en estado patológico. El domingo se va a El Paso, al otro lado de la frontera, para poder bajar los vidrios sin temor a que una ráfaga de plomo lo alcance.

Las amenazas son cotidianas. Le mandaron decir que le iba a pasar lo que a sus colegas asesinados, por publicar una foto del lugar equivocado. A su director le tocó negociar con los afectados para que no llevaran a cabo la amenaza. También lo llamaron de un cártel, por haber sacado una manta con un mensaje del otro. Para demostrar su neutralidad, tuvo que mandar un fotógrafo a fotografiar otra manta con la respuesta a la anterior. «Debajo había cuatro cuerpos y una cabeza», dice.

No se va porque es su ciudad y es lo que sabe hacer. Se compró un chaleco antibalas, pero casi no lo usa porque es incómodo, y sabe que las balas «matapolicías» lo atraviesan todo. Cambia de peinado, se deja la barba, se turna los lentes para que no les quede fácil reconocerlo. Vive cada día y se despide de su mujer como si fuera el último. Está resignado. Adivina que un día va a salir fotografiado en su propio diario, sin compasión, su cuerpo tirado por ahí.

El daño emocional

Cuando cubrir la muerte ya no espanta; cuando ya no hay tiempo para recuperarse del miedo de una amenaza porque ya viene la siguiente, el daño psicológico puede ser permanente, dice el Manual para el apoyo emocional del periodista, que publicó la Flip de Colombia. La rabia sale súbita a borbotones. Es difícil concentrarse. Cada vez se siente menos, se vive anestesiado. Hay que perseguir el peligro para mantener la adrenalina fluyendo. La mente se vuelve un disco rayado con los mismos pensamientos negativos, pesadillas recurrentes. Crece la desconfianza, se pican pleitos con todo mundo. Se bebe más de la cuenta. Aparecen los dolores.

Mientras leía partes de este manual en una reunión improvisada con varios periodistas del diario, vi sonrisas. Muchos se reconocían. Bromearon por lo del alcohol. Las burlas, la risa nerviosa, tienen algo de fatalismo. Varios creen que el final violento es inevitable. Eso le pasó a Bladimir Antuna, el avezado reportero judicial de Durango, asesinado por sicarios en noviembre de 2009. Un mes antes, dice el reporte del CPJ sobre la libertad de prensa en México en 2010, algunos de sus amigos «cuentan que lo vieron abatido y aterrado, un hombre aparentemente resignado a ser asesinado». Tanto así que estaba desesperado por ahorrar para no dejar a su mujer y a sus hijos en la calle.

Sandra

—¿Quieres ver el Juárez más bello? —me pregunta. Acelerada, Sandra tiene una energía brillante, de esas que iluminan hasta los corazones más tristes. Salimos en su carrito atestado de papeles por una autopista que le sirve de cinturón a la ciudad gris ceniza. Se ve El Paso ahí nomás, el lado verde de la misma Juárez.
—Allá sólo tuvieron nueve homicidios el año pasado. Es más de lo que habían tenido nunca, pero aquí hubo 3 100 —dice Sandra—. Aquí se mata porque se puede; allá no.

Sandra ha tomado una licencia del diario porque está escribiendo el libro en el que quiere contar lo que ha investigado desde que llegó del DF, hace poco menos de una década. Ya ha publicado reportajes sobre las fortunas que hicieron los políticos con la especulación de la tierra urbana, y cómo eso estiró la ciudad artificialmente y condenó a la gente a vivir mal. Ahora quiere contar cómo se formaron las pandillas, que ella mapeó, barrio a barrio. La de la guerra del último tiempo de fuerzas legales de seguridad tan arbitrarias como las ilegales: montajes contra inocentes, allanamientos patanes, ruedas de presos descaradamente torturados.

El retiro también es su forma de tomar distancia, adivino. Desde septiembre pasado las cosas empezaron a ponerse muy mal. Vino el asesinato de Luis Carlos un jueves. El sábado apareció una manta, con un mensaje críptico: «Si no nos regresaban la copa les pasa lo que a los periodistas». Y esa misma tarde apareció un cuerpo con la cabeza aparte y, al lado, páginas de su diario gemelo en Chihuahua, la capital.

El domingo siguiente salió el conmovedor editorial de El Diario de Juárez dirigido a los narcotraficantes de la ciudad: «Hacemos de su conocimiento que somos comunicadores, no adivinos. Por tanto, como trabajadores de la información queremos que nos expliquen qué es lo que quieren de nosotros, qué es lo que pretenden que publiquemos o dejemos de publicar, para saber a qué atenernos. Ustedes son, en estos momentos, las autoridades de facto de esta ciudad porque los mandos instituidos legalmente no han podido hacer nada para impedir que nuestros compañeros sigan cayendo, a pesar de que reiteradamente se los hemos exigido».

Algunos leyeron en ese grito desesperado de auxilio una entrega a las organizaciones criminales, una claudicación. No lo era. Pocos en las regiones asoladas por el narcotráfico en el norte han demostrado tanto coraje para investigar, atar cabos y sobre todo publicar lo que pasa de verdad, como este diario.

Entonces les tendieron la trampa. Alguien se hizo pasar por director del partido de gobierno y les dijo que se iba a iniciar una tregua con los narcos. Ellos publicaron a ocho columnas. Los desmintieron, y ya no quedó nada de moral entre los colegas que venían de enterrar a Luis Carlos.

Inmersa en el relato de Sandra, recién me di cuenta de que ya se había hecho casi de noche y ya no había un alma en la ruta que serpenteaba atravesando los montes que le sirven de fondo a la ciudad. Juárez se muere temprano cada día.

Las alertas

Organizaciones de defensores y derechos humanos se han ido perfeccionando en la tarea de conseguir la información sobre ataques a la libertad de prensa, verificar, sistematizar los datos y publicarlos en alerta e informes. Fue un avance obligado desde los tiempos en que los colegas protestaban por las violaciones, pero su gesta no pasaba de la denuncia.

«Ahora el clamor es más constructivo, busca resolver problemas», dice Darío Ramírez de Artículo 19. Con los ataques al alza, esta organización y Cencos (Centro Nacional de Comunicación Social) ya han unido sus esfuerzos y publican alertas sobre amenazas, asesinatos y hostigamientos a los periodistas del país; también sobre avances o frustraciones de los procesos judiciales para investigar a los «reportericidas». El Cepet (Centro de Periodismo y Ética Pública) también saca sus alertas e informes del estado de la libertad de prensa en México. Prende (Prensa y Democracia), basada en la Universidad Iberoamericana, ha sido una fuerza de amalgama entre periodistas del país y los del DF porque los ha puesto a compartir aula.

Y en los últimos tiempos, Periodistas de a Pie, que nació para mejorar la cobertura de problemas sociales, terminó siendo el movilizador de la raza, como dicen los reporteros mexicanos para subrayar su complicidad de oficio. El 7 de agosto de 2010, miles de reporteros y otros mexicanos solidarios marcharon simultáneamente en diez ciudades para protestar por los ataques a la prensa, exigir justicia y denunciar las crecientes zonas de silencio forzado por el terror impuesto. «Ni uno más», gritaron ese día. También en Juárez marcharon para recordar a Luis Carlos y Armando Rodríguez, su querido Choco de El Diario de Juárez.

El Choco

Desde 2007 se supo en Juárez que la Línea, ese grupo parapolicial armado que protege al Cártel de Juárez, se estaba dividiendo. Con un jefe muy represivo, muchos se cambiaron al bando del Chapo Guzmán que, como dicen en la jerga del bajo mundo, venía a disputarles la plaza. La «Gente Nueva», los llamaron. Armando Rodríguez, al que todos le decían el Choco, el experimentado reportero judicial del diario, lo supo apenas empezó la desbandada. Sintió turbio el ambiente de los policías de la procuraduría estatal infiltrados por los criminales.

Al comenzar 2008, cuando la guerra estaba en pleno auge, llegó una amenaza colectiva a los reporteros de todos los medios que cubrían la procuraduría. A unos los cambiaron. El Choco se asustó mucho, y como los dolores de espalda se le habían vuelto insoportables, aprovechó para tomarse una licencia de unos meses y para operarse la columna. Volvió renovado, más dispuesto a denunciar lo que estaba mal y mantuvo su fuente.

El 28 de octubre ejecutaron a dos hombres en una camioneta. Al día siguiente, el Choco publicó la nota, en la que reveló que uno era sobrino político de la procuradora de Chihuahua, Patricia González, y además que tenía antecedentes de tráfico de drogas, según expedientes que consultó en El Paso. La nota llevaba su firma. El 13 de noviembre en la mañana, mientras esperaba en su carro con su hija de ocho años a que su hija más chica saliera de la casa, un hombre le disparó. Lo mató delante de su pequeña.

Desde ese día nadie usó su escritorio. Sus colegas pegaron un papel con su foto impresa en la pantalla de la computadora, y alrededor le ponen flores, como un altar improvisado. Y en cada aniversario de su muerte vuelven a publicar la nota que sospechan fue la que lo mató. Aunque no están seguros, porque su crimen sigue sin esclarecerse.

La impunidad

En febrero de 2006, como respuesta al incremento de asesinatos a periodistas, el recién posesionado gobierno de Felipe Calderón creó una fiscalía especial para investigar los delitos en contra de la libertad de expresión. Ésta debe atraer e investigar los homicidios de los reporteros, pero sólo los del fuero federal, asociados al terrorismo, al narcotráfico o cometidos con armas de uso exclusivo de las fuerzas armadas.

El asesinato del Choco, como el de la mayoría de los periodistas, sin embargo, no clasificó como delito federal. La PGR hizo las averiguaciones y no lo atrajo. La procuraduría estatal recogió los datos periciales, pero no investigó mucho más.

Ni siquiera revivieron el caso cuando secuestraron al hermano de la procuradora, días después de que terminó su mandato en octubre de 2010. Ni tampoco cuando en el blog JL en Chihuahua salió el secuestrado, rodeado de hombres encapuchados y armados, y en una confesión arrancada con torturas dijo que su hermana había mandado matar al Choco. Después el hombre fue asesinado en cámara y el video puesto en YouTube. Esta versión coincidió con otras. Pero no se sabe si es la verdad porque la justicia no actuó.

Si bien últimamente ha empezado a investigar con mayor ahínco, la fiscalía especial no ha esclarecido plenamente ni uno solo de los veintinueve asesinatos y las siete desapariciones de periodistas, ni de los tres trabajadores de la prensa que, según cifras del CPJ, han sucedido en México desde que Calderón es presidente. «Van gastados cinco años de recursos públicos para investigar casos de agresiones a periodistas con cero resultados», dijo Ramírez, quien explicó que esto se da porque para el gobierno federal tiene un alto costo político meterse en los feudos de los estados a investigar. Pero si el gobierno federal no investiga, tampoco lo hacen en muchos estados con entidades permeadas por el crimen organizado.

Más han hecho las organizaciones de prensa. Desde hace dos años, por ejemplo, Artículo 19 está litigando como abogado de las víctimas a las que les toca investigar los casos por su cuenta. Así, por ejemplo, para determinar si el cuerpo de José Antonio García Apac, periodista desaparecido en Michoacán en noviembre de 2006, fue arrojado a una laguna, el propio Artículo 19 tuvo que contratar unos buzos por su cuenta, ante el desgano de la autoridad judicial estatal para buscarlo.

«La impunidad sistemática permite que se arraigue la inseguridad», dice el informe del CPJ sobre México. Si los criminales saben que no tendrán castigo por matar a un periodista, eliminarán, sin pensarlo dos veces, al siguiente que los incomode. Son además muertes estratégicas: silencian al vocero y todos los ciudadanos callarán.

En Colombia, la justicia no tiene un récord mucho mejor. De los ciento treinta y ocho casos de periodistas asesinados entre 1977 y 2010, sólo se han condenado los autores intelectuales de los homicidios de cinco periodistas, según lo documentó la Flip. Y esto gracias a una negociación que hicieron los paramilitares con el gobierno, por la que confesaron sus delitos a cambio de condenas leves. Algunos contaron al detalle cómo mataron a periodistas, casi siempre en complicidad con políticos locales. Pero eso ha sido excepcional. La norma ha sido la inmunidad para los asesinos de la libertad de prensa.

Durante un tiempo las organizaciones de prensa colombiana y los propios medios se unieron contra la inoperancia judicial. Así por ejemplo, la temprana investigación periodística realizada en conjunto por los principales medios impresos nacionales sobre el homicidio del subdirector de La Patria de Manizales, Orlando Sierra, marcó la pauta para que nueve años después, al fin, en marzo pasado, la justicia acusara formalmente a dos políticos como los autores intelectuales. Pero esta solidaridad se ha ido desvaneciendo. Y desde 2006 han asesinado a nueve periodistas en Colombia, y los medios ya no se unieron para investigar por qué.

Lucy

Lucy, la reservada mujer que reemplazó al Choco como reportera judicial del diario, vive obsesionada con registrarlo todo. Tiene un calendario de esos de escritorio, pero no para escribir allí sus citas y deberes. Desde hace mucho tiempo anota en cada fecha el número de mujeres asesinadas. El 8 de marzo, día de la mujer, mataron a cinco.

A diario apela a la ley de transparencia: que le digan dónde exactamente fueron los secuestros, cuál es la edad más frecuente de las víctimas, cuántos autos incautaron. «Me ponen candados legales —me explicó Lucy después, en la noche, cuando logré hablar con ella en una cafetería—, estoy por presentar una denuncia a la CNDH contra la unidad de transparencia de la Fiscalía de Chihuahua porque me dicen que debo viajar hasta la capital para que me den la información».

En su escritorio tiene los casquillos de balas de todos los calibres que ha recogido en cientos de escenas del crimen. Hay unos achicharrados, como si antes hubieran atravesado árboles y casas, ropas y cuerpos. Y al fondo, un altar como de Día de Muertos, donde se alcanza a ver un afiche del censo de 2010 que dice «En México todos contamos», con un toque de humor negro escrito a lápiz: «Los que quedamos».

Se hizo periodista en la calle, cubriendo notas policiacas, en los años noventa, cuando empezaron a aparecer las mujeres de Juárez muertas por todas partes; las obreras de la maquila para las que no hubo justicia, pero a cuyos parientes Lucy aprendió a reconfortar. Siguen matando mujeres, pero ahora hay cada vez más sicarias, niñas rudas metidas al narco. Y Lucy siente que tiene que involucrarse personalmente; da primeros auxilios a los heridos, consuela a las viudas en shock, las orienta a dónde pedir ayuda. «Le meto mucho tiempo a esto», dice. Quiere exhibir la impunidad, la indolencia. Conseguir que eduquen a la autoridad, a militares y a policías para que no violen la ley, igual que los criminales.

A veces se siente desesperanzada y contempla la idea de cambiar de tema. Pero entonces le avisan que hubo otro homicidio y ella tiene que irse corriendo. Con el trabajo de Lucy que cruza fuentes y lleva cuentas, y con los informes diarios de la procuraduría, su jefe, Martín, escribe su propio tablero de muertos, año a año desde 2008; mes a mes (febrero de 2011: 230 homicidios, 36 mujeres, 19 niños).

El silenciamiento

¿Qué pasaría si Martín no tuviera su doliente tablero al día?, ¿qué, si Lucy no insistiera en las peticiones de acceso para conocer la verdadera dimensión del secuestro, ni Sandra fuera a El Paso a consultar los expedientes gringos para reconstruir los mapas de las pandillas?, ¿y si Julio y Alicia no tomaran fotos de cada escena, ni Alejandro las publicara, ni Blanca entrevistara a los vecinos tras cada crimen? ¿Qué pasaría en Juárez si ni los periodistas del 44, ni del 5, ni de los otros ocho canales de TV cubrieran los tiroteos y las ejecuciones?

¿Y si Ismael Bojórquez y Javier Valdez y sus colegas de Río Doce, de Culiacán, no contaran cómo son las estructuras cambiantes del Cártel de Sinaloa ni cómo les duele a los habitantes su violencia y la corrupción estatal? ¿Y si los herederos del valiente Jesús Blancornelas, del semanario Zeta de Tijuana, hubieran resuelto callarse, hablar de otra cosa, en lugar de seguir dándole con la denuncia?

El país sería un cuerpo sin fiebre. Matarían sin parar, y no habría alarma que los detuviera. Secuestrarían sin límite y la autoridad abusaría a sus anchas, y un buen día caerían de podredumbre como el muro de Berlín. El mundo comunista probó que el silencio no compra legitimidad, más bien esconde sus carencias. Y los mexicanos que hoy sufren bajo el terror del narcotráfico, sufrirían doblemente porque ya no tendrían esperanza de ser escuchados.

No es mera especulación. Ya está pasando. En Tamaulipas, la ferocidad de la guerra del cártel narco-militar de los Zetas contra el Cártel del Golfo sumió a la mayoría de los periodistas en el mutismo. Unos medios que no alcanzaron a salirse del todo de la censura patriarcal del Partido Revolucionario Institucional (PRI), cuando ya les cayó la otra más violenta del narcotráfico, han optado por no contar lo que pasa para sobrevivir. Los bajos salarios de los reporteros en éste y otros estados no ayudan. Nadie se arriesga a sabiendas de que va a dejar a su familia en la calle.

En ese mismo estado, en julio de 2010, corrió el rumor de que siete periodistas habían desaparecido. Las organizaciones de prensa no pudieron confirmarlo ni desmentirlo.

«Por el creciente nivel de peligrosidad en México, no veo que la cobertura periodística refleje la realidad —dice con el ceño fruncido Mike O’Connor del CPJ—. Estás en otoño y la prensa te dice que es primavera. Hay notas aquí y allá, pero no hay investigación en muchas partes; no te dicen por qué florece el narco en Tamaulipas, por qué la gente se encierra apenas cae la noche en Durango, cómo se deprimió el centro de Monterrey».

Pero ésa es una cara de la moneda. En la otra, está el temor de que la prensa sirva de megáfono del terror. Que la cotidianidad de la violencia vacune a la sociedad contra el espanto y en el espejo de su realidad, que son los medios, sólo se vea reflejado su rostro más feo.

El miedo a convertirse en idiotas útiles del crimen no es infundado. Menos en el último año, cuando éste intenta imponer a la fuerza su versión de los hechos. En Ciudad Victoria es frecuente que los Zetas envíen notas de prensa ya listas para publicar, incluidas fotografías de sus fiestas, según lo contó otro periodista que conoce la situación.

El secuestro de los periodistas de Milenio, Televisa y El Vespertino en Coahuila también fue un intento del narcotráfico de forzar a los medios a publicar denuncias contra la posible corrupción de la justicia. Y unos cedieron, pero otros no, gracias a la solidaridad de algunos medios que no divulgaron la noticia, permitiéndoles a los afectados que se garantizara antes su liberación.

Para enfrentar con mayor potencia esta amenaza, y hacer conciencia del riesgo de convertirse en los propagandistas del narcoterrorismo, setecientos quince medios mexicanos nacionales y locales sellaron un acuerdo, en marzo pasado. El pacto consiste en no magnificar los crímenes, ser claros en que están del lado de la ley, pero denunciar también a los agentes estatales que la violen. Además proponen desarrollar protocolos internos de seguridad, ser solidarios con los medios más golpeados por el narco y proteger la dignidad de las víctimas.

El acuerdo, sin embargo, según lo han señalado ya varios críticos, tiene dos carencias graves. La primera, que no convoca a unirse para poder informar más y con mayor libertad sobre el crimen organizado. La segunda, que no exige al gobierno que proteja a los periodistas ni plantea estrategia alguna para hacerle pagar a la justicia un alto costo político por su desidia para investigar los crímenes contra la prensa libre.

El pacto les viene bien al gobierno y a muchos empresarios preocupados por que la mala prensa acabe con la inversión privada, el crecimiento sano, las únicas armas de fondo para combatir la expansión del crimen. ¿Pero qué pasaría si mientras la prensa da sólo «buenas noticias», los narcos, vía redes sociales, se ocupan de las malas?

Pedro y Emilio

Como el mejor equilibrista, el subdirector de El Diario de Juárez, Pedro, consigue el balance de cada día: informar sin poner vidas en vilo; contar lo que pasa, pero borrar el nombre que hará estallar la metralla.

El año pasado sus corresponsales en una ciudad pequeña de Chihuahua le enviaron una información sencilla: la captura de cinco personas asociadas al Cártel de Sinaloa. Para completarla, consiguieron fuentes en Juárez y en Los Ángeles (California). Apenas salió publicada la nota, llegó la llamada: «Si publican una línea más del tema, sus corresponsales en esa ciudad se mueren», le dijo una voz áspera por teléfono. Pedro sacó a los periodistas en riesgo y canceló el tema. Ninguna nota vale una vida.

Con la cadencia típica del mexicano norteño y una sonrisa dulce que esconde su calvario, Pedro relata uno y otro episodio inquietante de la semana. Se están tomando medidas, no firmar, evaluar si se entrevista a los familiares del narco muerto, editar con lupa. Con todo y eso, en tres años han asesinado a dos reporteros, seis voceadores y una distribuidora del diario. La justicia no investiga. Ninguno de los 1 300 agentes de policía municipal, federal, ministerial, estatal y de la PGR, ni los soldados que hay en Juárez los cuidan a ellos ni a ningún otro periodista. Están solos.

La prensa nacional, con contadas excepciones de algunos que han narrado lo que ellos no pueden, informa menos que los diarios locales sobre lo que le está pasando a Juárez, dice Pedro.

Suena el teléfono y es Emilio, un periodista que trabajaba en el diario pero escapó a Estados Unidos para que no lo mataran. Un general lo amenazó por publicar que sus soldados estaban robando a las personas a las que les allanaban sus casas. Él lo denunció, pero al final, general y periodista acordaron olvidar el asunto.

Dos años después, sin motivo, una horda de enmascarados allanó su casa, destruyó sus muebles e intimidó a su familia. No encontraron nada. Días después, Emilio empezó a ver una vigilancia extraña, que no lo dejaba en paz. Una fuente le avisó que lo iban a matar. Organizó lo que pudo y pasó de ilegal a Estados Unidos con su hijo de quince años a donde se entregó a las autoridades y pidió asilo. Fue detenido siete meses; su hijo, dos. Ahora tiene una visa temporal y espera que le den el estatus de refugiado permanente.

La justicia no ha investigado las amenazas contra él; ninguna otra fuerza estatal lo protegió. Lo ha salvado la solidaridad de algunos colegas. Periodistas de a Pie hizo una colecta para ayudarlo a mantenerse; una organización canadiense le dio un premio; colegas estadounidenses vinieron a su juicio para respaldar su testimonio. Pero se siente abandonado a su suerte. Está cortando césped y lavando platos para sobrevivir. «Casi treinta años de profesión a la basura», me dijo por teléfono con voz cansada.

La partida

En la madrugada, una colega me llevó a tomar el avión. Mientras atravesábamos las largas avenidas que unen las colonias como puntos inconexos de una ciudad que no es, la colega me relata con desesperanza que no ve muchas salidas a la situación. Un cambio de política quizá; que legalicen la droga, pues la prohibición es la que la vuelve el negocio astronómico que arrasa con todo; que inviertan menos en tropa y más en pupitres y cuadernos; hay en Juárez barrios populosísimos con apenas una escuela; que la corrupción desapareciera…

De pronto bajó la velocidad. En medio de la calle hay dos bultos enormes envueltos en bolsas negras. Cuando pasamos de lado, vimos el plástico rasgado pero no asomaba ningún desperdicio. Sábanas blancas arropaban el bulto debajo del plástico negro.

—¿Muertos? —le pregunté escalofriada a mi colega.
—Es probable que sí —dijo sin mayor impresión—. Ésta es la hora en que suelen botarlos.

Cuando el avión despegó, Ciudad Juárez me pareció entrañable. Nunca había conocido periodistas más valientes.