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Tierra Caliente.- Ni siquiera dentro de la presidencia municipal afloja el calor que ahoga a cualquier “extranjero”, como aquí llaman a quien no haya nacido en esta franja de Michoacán, Guerrero y una muesca del Estado de México.

–¿Está el presidente? –pregunta Martín, uno de los 50 intermediarios autorizados por Los Caballeros Templarios para comprar marihuana en la región.
–No, pero si quieres vamos a la sala del cabildo –responde el funcionario público municipal que presenta al narcotraficante con los periodistas.
–Vamos a su oficina –resuelve Martín con el ceño fruncido.

Avanza a una pequeña antesala y, tras un rápido saludo con la cabeza a la secretaria del alcalde, ingresa confiadamente a la oficina ocupada por un sillón, un escritorio y cuatro sillas.

Se siente a sus anchas. Y cómo no. Uno lo entiende casi de inmediato cuando este michoacano explica cómo funcionan las cosas en esta tierra:

–Trabajamos con todos los partidos. Apoyamos las campañas políticas. ¡Qué caras son! Tengo un hermano que quiso ser presidente municipal. Me pidió ayuda y se la di, pero antes le advertí: “Te voy a dar dinero sólo para que te des cuenta de que la gente no te quiere y ya te quites esa tentación”.

Es un hombre delgado y afable, dedicado desde hace 30 años a entregar la “mercancía”, como se refiere a la marihuana, en Texas. Su nombre, como todos los aquí presentados, fueron cambiados a petición de los entrevistados y por razones de seguridad.

No es difícil comprender que aquí las reglas poseen una lógica distinta, que existe una nación dentro de México, que Michoacán esconde una República en su interior. Miles de kilómetros cuadrados de suelo ardiente.

Por eso le llaman Tierra Caliente, un grupo de municipios en el que existe un gobierno paralelo al formal, hasta hace pocas semanas conocido como La Familia Michoacana y hoy refundado con el nombre de Los Caballeros Templarios.

Sus habitantes se rigen por sus propias leyes y pagan sus particulares impuestos. Aquí, la vida, cada vez más dura, y la muerte, cada vez más fácil, orbitan alrededor de la marihuana.

Como cualquier país cuya diplomacia defiende intereses geopolíticos, la República Marihuanera hace lo propio: establece y rompe alianzas. Ahora forma parte del eje integrado por los cárteles de Sinaloa y El Golfo. Los enemigos, con quienes disputa violentamente y palmo a palmo los cerros y las cañadas, son Los Zetas y los Beltrán Leyva.

–¿Usted puede llevarnos a un sembradío de marihuana?
–Sí, claro que sí.
–¿Y qué hace falta para hacerlo?
–Pues nomás que nos vayamos.

***

Martín admite toda pregunta. Contesta con la precisión de un experto y el lenguaje fluido de un profesionista educado y un profesional. Y de hecho lo es. Concluyó con éxito su licenciatura y de sus 50 años de edad, ha vivido los últimos 30 en el negocio.

Así que se ha convertido en un hombre con dominio de todas las fases de producción –cultivo, cosecha, control de calidad, empaque, logística, rentabilidad, transporte, comercialización y exportación, entre otras– de la marihuana.

De hecho, durante la última semana, Martín y tres de sus trabajadores prensaron y empacaron tres toneladas que a estas alturas del mes ya debieron entrar a Estados Unidos.

Existen tres tipos de marihuana: la comercial, la buena y la inservible, explica con la autoridad de un empresario en toda forma. Aquí, en la Tierra Caliente, un kilo de marihuana comercial se paga al productor en 300 pesos. Por la buena, no más de 200 pesos.

“Cuando escasea, hasta el zacate seco se vende. Hay quien en una situación de desesperación compra la de mala calidad en 150 pesos. Yo no. Prefiero pagar 100 pesos más en México por kilo que perder 100 dólares en Estados Unidos. En Houston, cobro 800 dólares el kilo, pero de ninguna manera la diferencia es mi negocio. Pago 120 pesos por kilo a la organización, lo que cubre el impuesto cobrado por las policías municipales, estatales, y federales”.

–¿Y cómo sabe la organización que usted saca lo que reporta?
–Hay checadores en el camino. Pregunta quién dio el permiso de salida. Entonces, ahí mismo, habla al teléfono celular del responsable y averigua si el transportista es quien dice ser y si trae lo que dice traer.
–¿Cómo?
–Pesa la mercancía. Si es más de lo permitido, el dueño paga el impuesto faltante, los 120 pesos por kilo, y admite, sin más, la incautación de la marihuana o, en su caso, de la goma de amapola.
–¿Así nomás?
–Una falta de ese tipo se permite una sola vez. A la segunda, te vas.

Martín ha sufrido dos plagios, es padre de una niña secuestrada a los dos años y hermano de un hombre muerto como parte de la fiesta de balas en que se ha convertido la Tierra Caliente: 260 ejecuciones durante el año pasado y 165 en el primer semestre de este año.

–¿Piensa usted en su muerte? ¿En las decapitaciones?

Martín responde. Pero antes muestra cómo se vive en la República Marihuanera.

***

En la oficina del presidente municipal, el teléfono celular de Martín timbra nuevamente e inunda el aire con un corrido ranchero. No abundan los lugares en los que existe señal, pero cuando eso ocurre, todo el tiempo lo andan buscando. Martín no deja de lado los negocios un solo instante.

–Permítanme un segundo –solicita sentado junto al escritorio del alcalde y responde la llamada.
–¿Qué paso?… ¿dónde? Déjame ver y te marco.
–Perdón –comenta antes de marcar a su vez y preguntar: “oye, me dicen que desde hace rato se están balaceando acá arriba. Chécamelo, por favor, y me hablas”.

El papel que Martín juega en esta zona tiene múltiples facetas. Su posición lo obliga a estar atento a lo que ocurra, incluso detalles como que alguien pide ayuda económica, si es preciso reforzar la vigilancia, si hay que buscar que entreguen los apoyos. No lo dice abiertamente, pero él juega un incuestionable papel de autoridad.

Así que Martín retoma la plática. “Los campesinos cuentan con el apoyo de mil 100 pesos por hectárea a través del Promaf, un programa del gobierno federal de apoyo al cultivo de maíz y frijol”.

Pero eso no sirve de mucho. Ni lo que la bolsa de semilla mejorada cuesta: un bulto de grano Pioner, por ejemplo, de 20 kilos, con alrededor de 60 mil semillas, cuesta mil 200 pesos y sirve para cultivar una hectárea con un producto resistente al calor y la sequía.

El precio de garantía del maíz es de 2 mil 600 pesos y el costo de producción por hectárea de unos 8 mil 200 pesos, considerando sólo insumos, sin incluir el trabajo de los campesinos. La tierra con mediano potencial en la región ofrece hasta seis toneladas por hectárea y la de bajo rendimiento, poco más de la mitad.

Las cuentas salen sólo si se obtienen más de cuatro toneladas, una suerte que sólo marca a una minoría porque grandes porciones del ejido se encuentran en laderas a donde ni la yunta de bueyes puede entrar, así que aún usan la lanza para agujerar la tierra y dejar caer las semillas. Y al menos una parte de la siembra no se vende, sino que se embodega, a veces en trojes redondas de adobe, para el consumo familiar del año.

La mayor parte de los sembradíos en la Tierra Caliente son de temporal, así que se levanta una cosecha al año. Los pocos ejidatarios beneficiarios de un sistema de riego lo pueden hacer hasta dos veces.

Explica Martín: “Puedes ir a las comunidades y ver niños tan desnutridos que tienen los ojos saltones y la panza inflada por las lombrices. Muchas personas beben agua de los arroyos, y los servicios médicos, donde existen, son pésimos. Las clínicas de un consultorio carecen de medicamentos y el trabajo social es mínimo. Hay niños vacunados sólo por el favor de rancheros que acomodan tres o cuatro en sus cuatrimotos y los bajan a la clínica más cercana. Y la mayoría de los dueños de esos vehículos son, de una u otra forma, parte del negocio de la yerba”.

Algunas comunidades se encuentran en tal aislamiento que se requieren cuatro horas para llegar en camioneta cuando el camino no es un río por los temporales. En la época de lluvias, como ésta, el transporte público únicamente aparece por los caseríos retirados una vez a la semana y sólo pasan vehículos de doble tracción.

En contra la miseria, han dicho los señores de la República de la Yerba, es contra lo que están, aún sin reparar en la producción masiva de metanfetaminas.

Del teléfono sale nuevamente la música de trompetas, trombones y guitarras.

–¿Qué pasó?… ¿Entonces no es de este lado? Muy bien. Gracias –cuelga y devuelve la primera llamada.
–Oye, sí, que tienen ya horas partiéndose su madre. Pero no aquí. Es del otro lado, en Guerrero. Ahí seguimos al pendiente –termina el asunto y regresa a la conversación.

“Así que el cultivo de enervantes se ha convertido en una opción de autoempleo para casi todas las familias campesinas en la región. Esto siempre ha existido, al menos desde que regresaron los primeros braceros de Estados Unidos, y más desde hace 10 años”, declara Martín antes de salir al campo.

Nadie, ningún hombre que pase a su lado a pie o en vehículo deja de saludarlo y él de detenerse para hablar dos minutos.

–Ya tengo el dinero, ¿cuándo pasas? –pregunta a un hombre de bigote grueso y mirada recia. Sus acompañantes escrutan a los “extranjeros”.
–Ahí te busco luego, mañana.

Vuelve a parar la marcha cuando un hombre a caballo sale detrás de un árbol.

–¿Cómo van tus matitas?
–Apenas así –y separa 15 centímetros las palmas de las manos.
–¿Y dónde las tienes ahora?
–Como a tres horas.
–Pues deja veo a quien me encuentro.

***

Los habitantes de la República Marihuanera son hombres y mujeres de piel oscura, cejas juntas, lengua rápida y temperamento caliente.

Por acá, la Virgen de San Lucas es la más socorrida y milagrosa, tanto que vienen del resto de Michoacán, Puebla y Veracruz a venerarla. Los hombres viejos y de mediana edad mantienen en uso el pantalón flojo y la camisa blanca desfajada y desabotonada, con frecuencia hasta el ombligo, y los huaraches de dos correas de cuero.

Aún cubren las cabezas con sombreros de paja de ala ancha y la corona encintada de negro, cordel que sirve para afirmar la pieza durante el galope de caballo.

No mucho más formal viste Martín. Acaso lo distingue una camisa cuadriculada con toda la botonadura cerrada, excepto el broche del cuello, y la ausencia de sombrero.

Los jóvenes usan cada vez más pantalones de varias tallas más grandes que la requerida por su cintura, playeras holgadas y gorras de lado. Algunos ya traen tatuado en el cuerpo el paso por una pandilla de Los Ángeles o Chicago.

Por la calle se ve una camioneta “chocolata”, como todavía se llama a los vehículos importados de contrabando de Estados Unidos. Al fondo de la casa se ve un buen estéreo, televisión y niños robustos, ya aceitunados por el sol.

–Es difícil sacarle la vida al maíz –interviene Anselmo, un campesino cuarentón que se cuelga un rifle de cacería en el hombro y señala con el dedo hacia un pedazo de monte.
–Allá vamos.

Monta su caballo y ofrece un burro, pero comos somos cuatro, seguimos al animal a pie por un camino angosto y cada vez más escarpado e inclinado.

Anselmo toma veredas durante hora y media como si tuviera memoria de cada piedra y árbol. O cada vez toma un camino diferente o la selva baja que abre con la hoz crece cada día nuevamente.

–Esas –señala Anselmo unas frutas redondas y amarillas como toronjas y de piel gruesa y dura, como de sandía– son buenas para la desinflamación.

La ladera adquiere tal inclinación que deja el caballo enganchado a una rama y continúa a pie. Corta un matorral y se acuclilla al inicio de su sembradío. La respiración de Martín es la de un maratonista después del primer kilómetro. Nada.

–Aquí tengo 400 matas en acuerdo a partes iguales con mi vecino –toma una hoja de la muestra, como si la presentara–, sembramos a mediados de junio, y a mediados de septiembre, si no le cae la plaga, si no la pudre la lluvia o no la queman los soldados, estaremos pizcando. Y sembré otras 500 por aquel lado.

–¿Y sí deja?

Anselmo sonríe. Viste botas con suela de goma, pantalón de mezclilla descolorido, camisa de algodón, cazadora con estampadote camuflaje y una cachucha beisbolera.

–De cada mata, si me va bien, sacaré menos de medio kilo. Cada kilo, si me pagan bien, me deja 300 pesos. Tal vez unos 100 mil pesos. Del maíz, el frijol y el chile comemos, de la marihuana vivimos. Una vez di la cosecha entera a cambio de una camioneta gringa, de 10 años de vieja.
–Usted dijo “estaremos pizcando”.
–Pizcamos mi mujer, mis hijos y mis nietos.
–¿Y sus vecinos?
–Todos. Con sus mujeres y sus nietos.
–¿Sólo en su pueblo?
–En toda la Tierra Caliente.

Desde el promontorio es posible ver hacia La Huacana, donde hace un par de años 12 policías federales fueron ejecutados, desnudados y sus cuerpos apilados para luego prenderles fuego al lado de una carretera. También se puede mirar hacia Uruapan, en uno de cuyos bares los grupos del crimen organizado arrojaron cinco cabezas a una pista de baile. Cerca de aquí, los sicarios asesinaron a una funcionaria pública e introdujeron el cuerpo sin vida a un molino de rastrojo para alimentar a los animales con sus restos. Hacia otro punto se aprecia Ciudad Hidalgo, de donde era el vocalista del grupo K-Paz de la Sierra, ejecutado por órdenes de la organización, antes de lo cual fue torturado con un soplete de soldadura autógena.

–¿Entiende usted el negocio? ¿Y las matanzas?
–Yo sé que aquí estoy sembrando el mal. Pero no tengo de otra. Y no estaría sembrando aquí, si después, en Estados Unidos, no se la fumaran.

***

Eulogio coloca el puño derecho sobre la palanca de velocidades de la camioneta todoterreno en que sorteamos la brecha. El camino, en algunas partes es eso, un camino. Sólo hoy. Mañana, después del aguacero que se avecina, se convertirá en un lodazal atravesado por arroyos.

Lleva la AR-15 entre el asiento y la puerta del vehículo. Viste de azul marino porque es un jefe policiaco municipal. Avanza rápido. Los agentes que viajan en la batea mantienen las piernas abiertas como si montaran a caballo para amortiguar los brincos de la pick up oficial. Uno lleva el rostro cubierto con un pasamontañas negro; ambos, los fusiles apretados contra el cuerpo.

Eulogio frena intempestivamente. Señala hacia un paraje al lado del camino y los otros brincan hacia tierra, en carrera.

–¡Ahí va, cabrones, córranle! –grita el comandante, más grueso que sus subalternos.
–¡Se está subiendo por el palo! –secunda uno de los hombres y señala hacia una rama, que no deja de sacudirse por el peso de una iguana negra.

Quién sabe cómo la identificó Eulogio. Camina hacia el árbol, coloca la culata del arma al hombro y apunta. Dispara. El animal cae, herido entre la mandíbula y el cuello.

–No hay que maltratarla. Es para comer –anota el policía.

Otro policía hunde la cabeza de la iguana en la tierra, bajo su bota negra. La asfixia. El jefe la levanta por la cola y la ofrece.

–Es para ustedes, para que se la coman. Pueden guisarla en salsa verde.
–No tenemos dónde cocinarla.
–Se la pueden llevar. Sabe a pollo –convida y estira la mano.

Eulogio lanza la iguana a la caja de la camioneta y retoma el camino.

–¿Desde cuándo siembra usted marihuana?
–Desde los nueve o 10 años. Mi papá me llevaba a la milpa desde más chico, luego me llevó a la siembra de marihuana –informa con naturalidad Eulogio.

–¿Cómo es la siembra?
–Muy parecida a la del maíz.

Existen dos tipos de semilla utilizadas aquí: la violenta y la huevona. La primera crece más rápido y suele emplearse en tierra de temporal; se cosecha a los tres meses. La segunda es de lento desarrollo, pero de más provecho, y los pocos que tienen manera de regarla, levantan dos cosechas al año.

La marihuana nace en el monte, en tierra de nadie. Se tala la selva baja, se queman tocones y enredaderas y se empareja el terreno. Aquí nadie siembra más de mil matas por bloque de tierra arrebatada al bosque. Cuando un plantío es mayor se corre el riesgo de que sea detectable desde aviones y helicópteros del ejército. Y, entonces, es probable que llegue una partida de soldados con fusiles en el hombro para incendiar el sembradío.

Y si eso ocurre, la pérdida, igual que cuando hay mal tiempo o ataca una plaga, es del campesino. Un solo hombre de esta Tierra Caliente llega a sembrar, en diferentes áreas de la sierra, hasta 5 mil plantas. Ninguno trabaja solo. En la labor participan su mujer y sus hijos, incluidos los niños, tal como él mismo fue enseñado por sus padres.

Martín tasa el costo de producción de mil plantas de marihuana en unos 20 mil pesos, repartidos en semillas, herbicidas, pesticidas y fertilizantes. Con frecuencia, los ejidatarios de la región –son contados los pequeños propietarios– obtienen de Los Caballeros Templarios el préstamo para adquirir los insumos. Es el crédito a la palabra.

De las mil matas, el sembrador espera obtener entre 300 y 500 kilos, lo que, de acuerdo con la calidad obtenida y al precio negociado con el acaparador, reditúa entre 90 mil y 150 mil pesos por temporada.

Al comienzo del cultivo extensivo de la droga, la siembra se hacía directamente en el suelo. Ya no. Como los niños cuando plantan frijolitos en la escuela, ahora se utilizan vasos de plástico a los que se les recorta el fondo, dejando únicamente una pequeña junta entre la base y el cuerpo. Lo demás se pega con cinta aislante.

El vaso se llena con tierra gruesa, rica en hojarasca, y ahí se hunden tres semillitas de color marrón y verde militar, cocos en miniatura. Cuando la planta alcanza 15 centímetros de alto, se trasplanta a la tierra gruesa del monte talado. Aquí la técnica del vasito da resultado, pues sólo se retira la cinta adhesiva y la base, y las raíces se integran sin ningún daño, lo que favorece el rápido crecimiento de la mata.

El campesino esparce fertilizante alrededor del tallo. Uno de uso común es el sulfato de amonio, aquí llamado “azúcar”, aunque el guano de murciélago resulta mejor, pues, entre otras cosas, colorea de un verde más comercial el producto final.

La marihuana sufre el acoso de un parásito que come la planta desde el centro del tallo; la amarillenta y la mata. Si el parásito –los rancheros lo describen como un gusano microscópico– toma la hierba, ya nada queda por hacer. “Esa peste no se ataca, se previene. Eso nos dice el ingeniero agrónomo”. Los marihuaneros combaten la plaga con paratión, un químico “extremadamente tóxico” prohibido en México y Estados Unidos por los graves daños que ocasiona a la salud humana y al medio ambiente.

A los 80 centímetros de altura, el trabajador arrima la segunda tierra y nuevamente retira las hierbas de alrededor. También se busca que no haya lluvia en exceso, pues la abundancia de agua podría malograr la planta u oscurecerla. Y a los estadunidenses no les gusta la yerba prieta.

“A los gringos les gusta la marihuana verde, nomás la verde, no la negra ni la pelirroja, las que aquí, en México, tienen fama de poner más y mejor”, explica Martín con voz baja, atento a que se comprendan sus palabras.

Sigue el deshije. “La mercancía con semillas no debe ser. Si ese enervante contiene mucha semilla o está muy café, ese kilo no vale ni 100 pesos para el productor”, apunta Martín. Algo más: las hembras concentran más alcaloide.

Al momento del corte, luego de cuatro meses sembrados los coquitos, la planta tiene más de dos metros y medio de altura. Se arranca y se tiende, hacia arriba, de cuerdas colgadas en el mismo bosque.

Cuando se seca, se cortan los capullos con tijeras, necesariamente ligeras por la demanda de trabajo en que toda la familia participa. Hay “colas” que alcanzan el largo y grueso del brazo de un hombre adulto, pero la presentación requerida para exportarlas es de tramos de 20 centímetros de largo.

La mercancía se entrega al acaparador en costal.

–¿Y luego? –se pregunta al policía Eulogio.
–Se pesa y se ofrece. Ahora está mal el negocio para el campesino. Hace 10 años el kilo se pagaba en mil 200 pesos.

Hoy no dan más de 300.

–¿Siembran todos los policías municipales que conoce?
–Todos.
–¿Y los estatales?
–Todos.
–¿Y los federales y soldados que son de aquí?
–Todos. Todos…

***

El sector productivo de la República de la Yerba conoce a la competencia con detalle. Sabe quiénes son sus generales, sus capitanes y las ventajas productivas que tiene.

–¿Qué piensa del modo de trabajo de los sinaloenses? –se le pregunta a Martín.
–Son más ordenados y la siembra en la sierra de Durango, donde la tierra es más gruesa que en nuestros montes, da hasta tres cuartos de kilo por mata. Es una vegetación más cerrada y siembran hasta 2 mil matas por espacio y encuentran lugares en que hasta tractor meten. El aspecto de su mercancía es óptimo, muy verde; del uno al 10, le pongo 10 y, a la nuestra, siete.
–¿De olor?
–La suya ocho y la nuestra 10.
–¿De efecto?
–Una vez enviaron de Tamaulipas a un probador. Que con la de menor calidad se puso bien arriba. Ya ni cuenta se dio de cómo pone la mejor. Y se llevó la otra.
–Personalmente, ¿cuál prefiere usted?
–Nosotros no fumamos ni tabaco, no tomamos alcohol.

Hacemos las cosas en nuestros cinco sentidos –advierte severo, porque en el decálogo de los Caballeros Templarios la adicción está proscrita y castigada.

El programa de reclutamiento incluye aprobar los pasos cuatro y cinco del programa de Alcohólicos Anónimos, referentes al inventario exhaustivo de las faltas personales cometidas por quien atraviesa el catecismo, pues aquí se combina con postulados religiosos.

***

Luis González y González, el gran historiador y fundador de El Colegio de Michoacán, describió así a la Tierra Caliente: “De las épocas que fue lumbre (por el origen volcánico del suelo), todavía retiene la temperatura calurosa. Se le dice Tierra Caliente con sobrados merecimientos, por razones muy justificadas. Según algunos es susceptible de hacer huir a los mismos diablos; según otros, basta con rasguñar un poco el suelo para sacar diablitos de la cola. Unos y otros afirman haber visto difuntos terracalenteños condenados al purgatorio que volvieron por su cobija.

“La Tierra Caliente es un país tropical, en medio de mala reputación, distante de las rutas máximas del tráfico mercantil (…) Por su débil situación respecto a las veredas del hombre, se le estampó el epíteto culto de la Última Tule y el apodo popular de fondillo del mundo”.

La delimitación geográfica de la Tierra Caliente es tan complicada que las mismas autoridades estatales han incluido y excluido de esa región a diferentes municipios durante las últimas tres décadas.

Si se atiende a todos los criterios vigentes, la República Marihuanera está integrada por 24 municipios. De Guerrero se incluye a nueve más y un municipio adicional del Estado de México, con la misma inclinación a la siembra de marihuana que sus vecinos.

La mayoría son lugares generalmente pobres, algunos miserables. En Michoacán 88 por ciento de las viviendas tienen agua entubada. En la Tierra Caliente, este servicio se encuentra disponible para 53.7 por ciento de las viviendas.

Hay quien divide la Tierra Caliente en dos zonas: una, con capital en Apatzingán, y la otra, con Huétamo y Ciudad Altamirano, Guerrero, como polos principales. Los recovecos, los miles de pliegues de la sierra y la inexistencia de caminos formales han favorecido los cultivos ilegales.

Cuando los jefes de aquí hablan sobre las razones por las cuales la gente tiene vocación para cosechar marihuana y amapola siempre aparece la palabra migración. Los jornaleros de la región fueron a Estados Unidos hace más de medio siglo contratados a través del Programa Bracero.

Algunos de ellos arribaron a California, al área hoy conocida como Sillicon Valley, uno de los símbolos mundiales del crecimiento a partir del desarrollo tecnológico. Pero aquí, en Michoacán, la necesidad de ir al otro lado no ha cambiado.

“Cuando muchos regresaron, contaron del gusto que tenían los gringos de allá por fumar la yerba y supieron luego de la facilidad de sembrarla por acá y empezaron a llevarla directamente ellos”, comenta Agustín, un coyote con más de 40 años de experiencia.

El aumento de la rudeza de las autoridades migratorias en Estados Unidos incidió también en el engrosamiento de las filas de la narcoeconomía de la Tierra Caliente: cada deportado sin trabajo en la región se convierte en campesino, halcón o sicario.

***

La cruenta disputa cuyo escenario es la Tierra Caliente descansa sobre una lógica económica poderosa: las enormes riquezas derivadas del control del tráfico de marihuana, amapola y metanfetaminas, producidas localmente, y de la cocaína, contrabandeada por los michoacanos desde Colombia, Venezuela y Centroamérica hacia Estados Unidos.

El origen de todo esto no es muy lejano. Se remonta a comienzos de la década de los ochenta, cuando algunos hombres organizaron la siembra dispersa de marihuana bajo el liderazgo de Carlos Rosales Mendoza, un fumador empedernido con tos permanente. El Tísico, le llamaban.

La ruta hacia Estados Unidos incluía a Tamaulipas, así que eventualmente los michoacanos negociaron con el Cártel del Golfo. Cuarenta michoacanos exploraron Tamaulipas bajo pago por el respaldo para cruzar hasta la frontera con Texas.

Desde ese entonces, durante la década pasada y parte de ésta, Martín negoció directamente en varias ocasiones con Osiel Cárdenas Guillén cuando éste era, además de un narcotraficante en ascenso, un mecánico. “Hasta se le podía tener por un hombre agradable”, apunta Martín sobre el ex líder del Cártel del Golfo.

Rosales fue detenido en 2004 y, al poco tiempo, el líder de Los Zetas envió a un tamaulipeco a encargarse de las operaciones en el puerto de Lázaro Cárdenas, vital por su acceso al mar. Pero los michoacanos no estaban conformes con que unos “extranjeros” dictaran qué se hacía y qué no. Así que cuando Osiel Cárdenas Guillén fue detenido en 2003, decidieron no pagar respeto más que a La Familia, un grupo que pronto tomó el control.

A la cabeza quedó Nazario Moreno González, una figura relevante por su carisma religioso. Tres años más tarde, La Familia proclamó su independencia del Cártel del Golfo y de Los Zetas. Se levantó en armas. “La Familia no mata por paga, no mata inocentes. Sólo muere quien debe morir. Sépanlo toda la gente, esto es justicia divina”, arengó el grupo en una de sus primeras mantas.

“A Nazario no le gustaba cómo nos trataban a los michoacanos allá. Los cabrones de los tamaulipecos, si los dejas, hasta los zapatos te quitan. De transas les siguen los veracruzanos. Pero fue por eso que hicimos familia y, de dos años para acá, nuevamente hacemos negocio con el Golfo”, recuerda Martín.

Tras la supuesta muerte de Nazario en diciembre de 2010 –el gobierno federal la da por cierta, pero en Tierra Caliente persiste la idea de que se encuentra vivo–, Jesús El Chango Méndez asumió el liderazgo y La Familia Michoacana se partió en dos grupos que rápidamente hicieron la guerra.

El grupo opositor, liderado por Servando Gómez La Tuta, acusó a El Chango de alta traición por haber negociado presuntamente con Los Zetas. Jesús Méndez fue capturado el 21 de junio de 2011, lo que permitió a La Tuta y a Enrique Plancarte Solís asumir la dirección y acordar la reunificación de la banda.

En el más reciente reporte del Senado de Estados Unidos sobre las organizaciones del narco en México, publicado en mayo de 2011, se anota que al igual que Pablo Escobar en Colombia, La Familia reparte dinero a pobres, escuelas y oficiales locales.

Además de Michoacán, se reporta su presencia en Guerrero, Guanajuato, Estado de México, Jalisco, Querétaro, Nuevo León, Aguascalientes, Tamaulipas, Distrito Federal y Colima. La Familia operaba en 77 de las 133 ciudades michoacanas. En Estados Unidos, sostiene la DEA, ha tenido un “significativo crecimiento” en el mercado de las metanfetaminas en Carolina y Carolina del Norte, así como en Houston, Dallas y Atlanta.

Estos datos corresponden a los que Martín calcula: en la zona bajo su supervisión, no menos de 100 hectáreas están dedicadas a la siembra de marihuana y alrededor de 80 hectáreas a la amapola.Y hay que tener en cuenta que Martín es uno de los 50 jefes que coordinan la siembra y la  exportación.

En otro documento elaborado por el Congreso de EU, y publicado en enero de 2011, se afirma sobre La Familia: “Es un híbrido de empresa de drogas con creencias cristianas evangélicas, combinando elementos sociales, criminales y religiosos en un movimiento. La Familia Michoacana es conocida por dejar señales sobre cadáveres y describir sus acciones como ‘justicia divina’”.

–¿Por qué se llaman Los Caballeros Templarios? –se le pregunta a Martín.
–Porque Nazario es pastor y tiene esa ideología. Los Caballeros Templarios fueron, a la vez que guerreros, hombres de Dios. Y pelearon por recuperar la Tierra Santa.

***

Martín camina ligero por un cerro. Lleva una bolsa llena de hamburguesas compradas en un carrito, en la plaza de un pueblo cercano.

En una de las zanjas yace un caballo muerto; metros adelante un buey negro, también cubierto de moscas. “Murieron de sed, durante la pasada sequía”, dice el narcotraficante. El sol comienza a caer detrás de una sierra. “Vamos a darnos prisa”, sugiere.

El hombre se separa de la vereda y mantiene el paso por las suaves laderas de un pequeño cerro. Señala un costal lleno de marihuana, una bolsa negra con yerba desparramada. “Esa ya no sirve. Está podrida”. Sube por una pendiente casi vertical de dos metros y apunta a la base de un árbol, en donde se encuentra la prensa desarmada.

Arrastra un marco de acero montado sobre un pedazo de riel ferroviario. Carga, con dificultad, cinco láminas de acero y forma un cubo que cierra con una gruesa bisagra y lo monta sobre el marco. Una vez llena la cubeta de marihuana, coloca la tapa, una pieza de menor superficie que la base, a la que sobrepone un trozo grueso de madera.

Ahí ajusta un gato hidráulico tipo botella de 32 toneladas que aprisiona entre el polín y el marco superior de acero. El tabique de marihuana queda comprimido en un grosor que depende de la forma del “clavo”, como aquí llaman al relleno de marihuana, heroína o cocaína que ocupa el sitio escondido de un vehículo para transportarla.

Una mercancía no puede estar detenida por más de cuatro meses. Después de ese tiempo queda reseca y pulverizada. Existen métodos para conservarla. Rociarla con suero de glucosa al cinco por ciento; con refresco Fresca o Sprite, o con té de marihuana hecho a partir de los restos inútiles de la planta, aunque ésta es la opción menos eficiente pues sólo garantiza su conservación durante un mes.

–Yo tengo una técnica propia –comenta Martín–: hiervo 20 litros de agua mineral con un cuarto de miel por cada 200 kilos de mercancía. Queda pegajosa, conservada y de sabor dulce. Pero debe ser miel de caja, porque la de bote está rebajada.
–¿Por qué Sprite o Fresca? ¿Por qué no Coca Cola?
–Porque la mercancía debe ser verde y la Coca Cola la oscurece. La Coca se utiliza para los caramelos y dulces, como los dela feria, que se mojan con refresco y quedan de aspecto fresco y brillante. Me la sé porque un compadre mío es dulcero.
–¿Hay manera de hacerle trampa al campesino?
–Sí, pero yo no lo hago. Se truquea la báscula, ajustando el resorte para que se apriete a cada pesada. La primera carga es correcta, pero en las siguientes dará menos de lo que en realidad es. En mi opinión, no hace falta hacer eso, hay mucho dinero y pa’ todos alcanza. El temporal llega para todos. Yo le aprendí a un viejo esto: hay que trabajar y no hay que robar.
–¿Desde hace cuándo comenzó el control de La Familia sobre el negocio?
–Unos 10 años. Se puede hablar de ventajas y desventajas. Una ventaja es que la policía no extorsiona como antes hacía: ahora pagas tu impuesto de 120 pesos por kilo que sacas y ya está. La organización también frenó a los bandidos, que robaban al productor y al intermediario.
–¿Qué derechos se adquieren con el pago de ese impuesto?
–El derecho a salir y no tener problemas con municipales, estatales ni federales. Cuando te topas al checador, te preguntan de quién traes permiso. Das el nombre y ellos se comunican directamente con el responsable. Él confirma y dice cuánto peso pagaste de salida. Con el ejército es otra cosa, aunque dependiendo quién te detenga es que puedes arreglarte o no.
–¿Y los marinos?
–Son más cabrones. Tanto en el enfrentamiento como en el soborno. Pegan más. El problema también es que los militares llegan, golpean, violan, roban.
–Decía que también existen desventajas por el control de Los Templarios.
–Antes, el productor tenía opciones de venta. Venían cientos de compradores de Guerrero, Estado de México o Tamaulipas. Ya no y eso redujo el precio para el campesino, de mil 200 pesos en algunos momentos, a 300 máximo por kilo.
–¿Y ahora quiénes son los compradores?
–La organización sectorizó, de manera reglamentaria, la Tierra Caliente. En total, somos unos 50 compradores. Yo no puedo entrar y comprar en un sector que no me corresponde sin antes pedir permiso.

–¿Sólo a los policías mexicanos les gusta el dinero?
–Por supuesto que no. Si el cruce es por la garita, se forman los carros cerca del cruce. Cuando le toca turno al aduanal con que tenemos acuerdo, nos manda un mensaje al teléfono celular para decirnos exactamente en qué línea de revisión lo colocaron y ahí nos formamos los que seamos, sólo autos grandes como Grand Marquis o Caprice, pero nunca camionetas. Al aduanal le tocan 100 dólares por indocumentado o 5 mil dólares por cargamento de marihuana.
–¿Entonces como se reparte el dinero?
–Trescientos pesos por kilo para el productor, 120 pesos por kilo para la organización michoacana, 30 dólares por kilo para el transportista, 50 dólares por kilo por derecho de paso al Cártel del Golfo, 50 dólares por kilo a quien cruce el Río Bravo. Luego 160 dólares por kilo para dejarla en San Antonio o adelante. Yo dejo en Houston. Así que por cada kilo invierto 320 dólares. A quien me la compra aquí, en Tierra Caliente, se la vendo en 550 pesos el kilo.
–¿Y en cuánto la vende en Houston?
–La comercial, la mejor, en 800 dólares el kilo. La buena en 600 dólares, máximo. Por eso yo prefiero no ahorrarme 10 dólares aquí si voy a perder 100 dólares allá.

***

Martín ingresó al negocio antes de cumplir 20 años de edad. Era un pequeño vendedor en Estados Unidos, alentado por la facilidad que encontró para trasladar la droga entre los dos paí- ses y su convicción de nunca consumirla, premisa compartida por buena parte de sus colegas michoacanos.

Los tiempos cambian y los modos de transporte también. Hace más de 20 años, los marihuaneros fabricaban dobles fondos en los tanques de combustible de las camionetas. En algún tiempo la flotilla constaba de 15 o 17 vehículos. Hasta que uno volcó y la policía se percató del truco.

Hace más de 10 años, Martín salía por las noches en lancha de Veracruz. Se alejaba más de 100 kilómetros de la playa y seguía las señales de los primeros geoposicionadores disponibles en el mercado, con un costo de más de 30 mil pesos. Arribaba cerca de las playas tamaulipecas y seguía por tierra el resto del camino. Ahora confecciona compartimentos con forros de plomo que ocultan los narcóticos a los rayos X.

Pero conozco gente, aclara el contrabandista, que toda su vida la transportó casi a la vista, gente que no tiene aprendida una sola letra, pero sabe darle dinero a quien se le debe dar. Y uno de ellos es un hombre al que se le acabó la vista de viejo sin ver nunca la cárcel. Llevaba bolsas de dinero preparadas y le decía al policía: “Vete a comer con tu familia, disfruta a tus hijos y déjame seguir”.

–¿A usted le han incautado algún cargamento?
–Sólo un flete se me ha caído, un cargamento de 3.8 toneladas. Los dos transportistas están presos.
–¿No lo delataron?
–Aquí no señalamos –apunta severo–. No tengo miedo a la cárcel. Si pasa, sería algo muy natural, Dios lo sabe, aunque no tengo por qué meter a Dios en esto. Sólo es que por sembrar maíz no me meterían al bote.
–¿Cuánta marihuana saca usted de la Tierra Caliente?
–Unas 20 toneladas al año. Yo contrato transportistas y, dependiendo del viaje y el peso de la mercancía, pago por flete o por peso. Todavía la llevo yo mismo. De aquí a Nuevo Laredo, por ejemplo, sólo tomo 150 kilómetros de carretera. Lo demás son brechas. Ese viaje sí se hace con escolta armada.
–Usted no tiene escolta aquí.
–No me hace falta, no estoy quemado. Trato bien a la gente y la gente me avisa de cualquiera de fuera que por aquí venga. A veces, cuando su mercancía no vale, les doy algo de dinero sin recibir nada a cambio. Eso me ha dado chance, por ejemplo, de que cuando me he quedado sin dinero me fíen la cosecha entera. Tampoco me gusta presumir mi dinero. He visto costales de dólares y hasta 20 carros he tenido. Ya no. Me levantaron dos veces y me secuestraron a mi hijo.
–¿Y qué pasó?
–Me ayudaron mis amigos de las policías.
–¿De cuáles?
–De todas.
–¿Y qué pasó con los secuestradores?
–Gente conocida. Avaricia.
–¿Y qué pasó con ellos?
–Nada. No pasó nada. De mi cuenta prefiero no presumir. Es también un asunto de estilos. Hay otro comprador, como yo. Él sí anda armado y con dos escoltas. Una vez fue a comprar marihuana y, cuando la vio, no le gustó. “¡Esta es una chingadera!”, le gritó al campesino y a los campesinos no se les habla así, porque es su trabajo y el de su familia lo que se insulta. El comprador pateó el costal que, como estaba lleno y redondo, rodó. Y rodó a la mierda de un marrano. El campesino sacó una retrocarga y se la puso en la cabeza antes de que los escoltas reaccionaran. “¡No sea usted hijo de su chingada madre y aprenda a tratar a la gente! Si no le gusta mi mercancía, nomás no la compre”, dijo. Los sicarios apuntaron al hombre, pero con el grito salió su familia y vecinos y encañonaron a los guardias. “Se la compro, se la compro toda”, pidió el intermediario. “No sea usted pendejo, si no le gusta, no me compre nada, pero enséñese a hablarle a la gente”.
–¿Y luego? –se pregunta a Martín.
–Ahí quedó. A mí no me gusta ese estilo.
–Y lo que no gusta a quienes no estamos en el negocio, son los secuestros, las extorsiones y las matanzas.

Martín guarda silencio. Afila la mirada de coyote. Muerde su hamburguesa y vuelve a templar el carácter.

–A él –en referencia de Nazario– no le gustan los secuestros y los tiene prohibidos. Las matanzas también son porque hay gente que vende lo que no es o lo que no le corresponde. Y cuando la organización dice que te vas, te vas.
–¿Te vas de la organización?
–No. Te vas.
–¿Te vas del estado?
–Te vas a chingar a tu madre. Desapareces. Y cuando la decisión está tomada, no hay vuelta atrás.

Martín responde a la pregunta que tiene sobre su final, el que se ha vuelto común en la República Marihuanera, cuyo peculiar panteón alberga a miles de propios y extraños decapitados, torturados, desaparecidos, apilados desnudos por docenas, fusilados con sus familias incluidas o reducidos a cenizas en un tambo ardiente con diesel.

–¿Piensa usted en su muerte?
–A uno de mis hermanos ya lo mataron. Todos los demás se fueron derechos, sólo yo estoy de este lado… Yo no soy monedita de oro pa’ caerle bien a todos. Sólo pido que cuando vengan por mí, sólo a mí me lleven. Que cuando vengan y me maten, no sea frente a mis hijos.