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Carmela, Roberto y yo salimos de Paseo Las Mercedes a las nueve y media de la noche. Veníamos de la presentación del libro Ciudades que ya no existen, de Fedosy Santaella. Ese título fue el primer indicio de lo que sucedería esa noche. Nos montamos en un autobús para ir a Chacaíto, donde tomaríamos el metro hacia nuestros respectivos hogares (Carmela y Roberto, La Candelaria; yo, La Urbina,).

Ninguno de nosotros llegó esa noche a su casa.

Fuimos los últimos en subir al carrito. El colector del dinero (peluche, los llama un amigo) pidió a los demás pasajeros que se distribuyeran a lo largo del pasillo. Un tipo enfluxado se molestó:

−¿Cuánta gente más vas a meter, lambucio?

Lambucio es uno de esos insultos que se revierten sobre quien lo pronuncia. Es una palabra fea e indigna.

−El chamo está haciendo su trabajo –le dije al tipo del flux− Y nosotros también queremos irnos.

El tipo del flux no se esperaba aquello. Trató de farfullar una respuesta, pero el peluche fue más rápido:

−Así mismo, mi pana.

Y le subió todo el volumen al equipo de sonido. Wisin y Yandel con, supongo yo, su más reciente éxito, terminaron por zanjar el asunto. El hombre del flux se mordió la lengua: éramos cuatro contra uno.

El peluche sacó un paquete pequeño de billetes que tenía guardado entre las páginas de un porta-cidí. Contó el dinero.

−Treinta y seis que tengo acá y catorce que me debe el gordo en la parada son cincuenta –le dijo al chofer. Lo decía como si fuera una fortuna. Volvió a contar los billetes y le subió más al equipo.

Carmela y Roberto se reían. Tratamos de hablar entre el ruido del reguetón, pero sólo pudimos intercambiar algunos gritos. Le echábamos broma a Carmela, quien sin darse cuenta había comenzado a seguir el ritmo de la música con la cintura. Carmela odia, u odiaba, el reguetón. Ese desliz fue el segundo y definitivo indicio.

Al llegar a Chacaíto, ya lo tenía decidido. Carmela y Roberto se extrañaron cuando les pedí que me esperaran. Entre el vuelo rasante que nos condujo de la autopista Francisco Fajardo a la primera entrada a Chacaíto, vi cómo el peluche le mostraba el celular al chofer, ufanándose de una posible conquista femenina, quizás un mensaje de texto (de sexo) prometedor.

−Hay rumba en casa del Lobo –dijo.

Lo tenebroso de la imagen fue lo que me terminó de convencer. Debía escribir una crónica sobre la rumba en Caracas y Caracas me estaba indicando el lugar.

Para mi sorpresa, el peluche aceptó el trato. Me permitiría acompañarlo a la rumba en casa del Lobo. Carmela y Roberto, que se habían acercado, no podían creer lo que estaban escuchando. Germain (que así se llamaba el peluche, al menos fonéticamente) se retiró un momento.

−Estás jodiendo, ¿verdad? –dijo Roberto.

−Te pueden matar –dijo Carmela.

−Ni estoy jodiendo ni me van a matar –les dije, o creo que les dije.−Pueden venir, si quieren.

−Yo te acompaño, no te voy a dejar solo en esa vaina. –dijo Roberto.

−Tú no vas a ningún lado –dijo Carmela.

–¿Es en serio esta vaina? –me preguntó Roberto.

Le dije que sí.

−Pues yo también voy –dijo Carmela.

−Tú te vas para la casa –dijo Roberto.

−Yo no te voy a dejar ir a ninguna casa de putas solo, ¿oíste?

−No es una casa de putas, ¿verdad, Ro?

−No sé –dije. Y dije la verdad, pero esa duda bastó para Carmela.

Germain volvió y cuando se enteró de que ahora íbamos los tres, puso una condición:

−Ustedes ponen la curda.

Compramos cerveza, anís y una botella de ese galicismo etílico que aquí llamamos chemineao.

El Gordo nos pasó buscando y resultó buena gente, como todos los gordos. Al rato de estar rodando en un Buick destartalado, caí en cuenta de que no sabía dónde quedaba la casa del Lobo. No quise preguntar porque no estaba al tanto de lo que Germain le había dicho al Gordo sobre nosotros. La pregunta, además, le daba a la aventura un matiz de secuestro que no me interesaba considerar.

Sentí una mezcla de tranquilidad y escalofrío cuando reconocí la zona. Eran casi las once de la noche y estábamos por La Pastora. Pasamos el puente y luego la esquina de El Guanábano y rápidamente alcanzamos la esquina donde murió o donde se suicidó José Gregorio Hernández.

Yo nací y me crié en La Pastora. Viví en la calle que va de Amadores a Cardones entre 1981 y 1997. Volver esa noche, así, a ese lugar, me pareció una feliz coincidencia. Luego recordé las razones que llevaron a mi madre, a mi hermana y a mí a mudarnos y comencé a preocuparme. Temí que en esa calle de La Pastora, a la cual comenzábamos a descender desde la esquina que hizo famosa El Venerable, se cerrara un ciclo, mi ciclo.

El Buick se detuvo a media calle y entró en el estacionamiento del edificio Lino, que queda justo enfrente del edificio Mary−ros, donde pasé toda mi infancia y adolescencia. Ese pequeño desajuste me hizo pensar que había esperanzas. Pero luego recordé todas las oscuras anécdotas que rodeaban al Lino, esas historias de malandraje y violencia que yo contemplaba desde el palco que ofrecía la terraza de mi antiguo hogar, y pensé que lo mejor era no esperar absolutamente nada.

Carmela y Roberto estaban tranquilos. Y más que tranquilos, me atrevería a decir, emocionados. Son de Mérida, llevan cinco años en Caracas y aún conservan una carga de inocencia.

El apartamento del Lobo queda en el piso seis. El Lobo no tiene dientes afilados, ni tiene orejas puntiagudas. Le dicen así porque es un fanático de la licantropía. La palabra la usó él, alguien que incurre en incorrecciones como fuéranos y estábanos. Esa mezcla de erudición y de calle me hizo sentir extrañamente orgulloso de ser caraqueño. Apenas supo que habíamos estudiado Letras, nos llevó a su cuarto, donde tiene desplegado todo su altar iconográfico dedicado a los hombres lobo.

Carmela y Roberto salieron, volvieron con unos tragos repuestos y volvieron a salir del cuarto. Pasé mucho rato conversando con el Lobo, mientras muchachos y muchachas entraban y salían. Cuando ya las comparaciones entre Michael J. Fox y Benicio del Toro se agotaron, nos incorporamos a la rumba. En la sala, un colchón recostado cubría una de las paredes. En una de las esquinas, una virgen enclavada en un altar de piedras con luces y cataratas artificiales, santificaba el desacato.

Todas las personas que había visto al entrar en el apartamento y las que vi pasar por el cuarto del Lobo, se dedicaban ahora a una actividad específica: frotar sus genitales en el cuerpo del otro. Todo, por supuesto, a ritmo de reguetón al máximo volumen. La ropa y el imperativo de seguir el ritmo de la música me parecieron los últimos farallones de una civilización que había que dar por perdida.

Germaine y el Gordo tenían arrinconada a una gorda de pelo oxigenado y bluyines que parecían de licra. Cuando terminó la canción, les pregunté por Carmela y Roberto. Me dijeron que estaban en la cocina, preparándose unos sánduches.

Al entrar a la cocina, me encontré a Carmela y a Roberto besándose.

Me devolví a la sala y me apoyé en el colchón que protegía la pared. Estuve así un buen rato hasta que la gorda oxigenada y Cuqui trataron de sacarme a bailar. Tuve que devolverme a la cocina, con la excusa de servirme un trago, para salvarme. Carmela y Roberto ya no estaban besándose. Sólo se reían a carcajadas. Me sentía un poco ebrio y tenía hambre. Les pregunté por los sánduches. Su respuesta fue soltar nuevas y más fuertes carcajadas. Regresamos todos juntos a la sala, donde el baile y la fricción continuaban.

Cuqui sacó a bailar a Carmela. Roberto sonreía. Déjenme explicarles: Cuqui era, para ponernos esquemáticos, la loca de la fiesta. Un morenito delgado, vestido con franela blanca de cuello en “v” alargado y con una sonrisa constante que me hizo sospechar que estaba algo más que borracho.

“Bar tender, dame un trago / que quiero bailar y hacer estragos”.

Le quité los vasos a Roberto y volví a la cocina a preparar nuestras bebidas.

Cuando regresé, Cuqui hacía estragos con Carmela. La había arrinconado hasta el colchón que cubría la pared. Roberto ya no sonreía (a esta altura se habrán dado cuenta que Carmela y Roberto no son los nombres reales de Carmela y Roberto).

−Al Cuqui como que se le mojó la canoa –le dije a Roberto. No le pareció gracioso y fue hasta el colchón a poner orden.

La gorda oxigenada intervino. Agarró de la mano a Roberto y lo llevó hasta una silla ubicada en el otro extremo de la sala. Roberto siguió sus indicaciones y tomó asiento. La gorda le hizo una seña a Germain y este cambió la canción. Comenzaron a sonar los primeros acordes de “Falling”, de Alicia Keys (fue el único instante en que no se escuchó reguetón en aquella casa). Carmela le dio un empujón a Cuqui y se dispuso a ver lo que le tocaba a ella, y también a nosotros, pero sobre todo a ella, ver.

Al ritmo sensual del piano de Keys, la gorda se contoneaba en lo que asumí era un baile sexy. Por un instante temí que se fuera a desnudar. Afortunadamente, sólo se dedicó a restregar sus genitales cubiertos de ropa en la cara de mi amigo. Entonces comprendí una ley elemental de un género elemental: el reguetón es tan directo y transparente que su límite es la ropa.

−Coronaste –le dije a Roberto. Carmela se encerró en el baño.

−Cállate.

−¿No te gustó?

−Olía a mierda.

−Qué rata eres.

−No es una opinión, Rodrigo. Te digo que olía a mierda.

Carmela estaba tan borracha que ni siquiera se molestó. Sólo vomitaba. Luego, cuando ella finalmente abrió la puerta del baño, se encerraron en un cuarto. Fue el mismo Lobo quien los guió.

Después de acomodar a los tórtolos, regresamos al cuarto del Lobo. Si antes habíamos conversado sobre cine y licantropía, esta vez le tocó a la literatura.

−Homo homini lupus –dijo el Lobo. Y luego, sin dejar que asimilara el latín en esa noche absurda, comenzó a disertar (perdónenme, por favor, por lo que voy a decir) sobre Arturo Uslar Pietri. Específicamente, sobre un cuento de Uslar Pietri, “La noche de tambor”.

Ese cuento era la síntesis perfecta de los elementos esenciales del ser humano: ritmo y libertad. Es la historia de un negro esclavo que escapa de una hacienda colonial. Se esconde en el bosque durante la noche, tiene la oportunidad de huir aprovechando la solidaridad de las sombras y sin embargo regresa a los espacios de la hacienda y se condena. ¿Por qué regresa? Pues porque la remota percusión de unos tambores lo va atrayendo como una bombilla encendida a una mariposa. En un momento, el perfil de su cuerpo fibroso se proyecta sobre la superficie de la luna llena y en ese segundo se concreta su destino. El negro se deja llevar por el ritmo y asume su esencial esclavitud. No la que lo subyuga al hombre blanco, sino aquella que lo convierte en apenas una extensión de un latido.

−¿Y qué tiene que ver la licantropía con todo esto?

−El hombre lobo es más lobo que hombre. Lobo quiere decir aquí aquello que eres y tratas de dejar de ser. ¿Qué es la luna?

−Un satélite.

−En el cuento. Es el momento de mayor claridad del hombre. ¿Entiendes?

−Creo.

−¿Y qué son los tambores?

−¿El reguetón? –aventuré.

El Lobo no aguantó la risa.

−Sí –dijo.−Así mismo. El reguetón.

Cuando salimos de la habitación, vi que no quedaba casi nadie. Sólo Germain y Cuqui. Recuerdo haber visto la hora en mi celular: cuatro de la mañana. Fui hasta la habitación, abrí con cuidado la puerta y una turbulencia sobre la cama me hizo ver que ya Carmela y Roberto se habían reconciliado.

Germain me pidió que buscara en la carpeta de los discos uno que dijera “Reguetón viejo”. Entonces reconocí la misma carpeta de discos que había en el carrito que nos llevó esa noche, que parecía haber empezado hace ya muchos años, a Chacaíto.

Les pedí a los muchachos que me instruyeran. Esta es parte del tracklist. Las clásicas, al menos:

“Fellina”, de Héctor y Tito.

“Ojos que no ven”, de Alexis y Fido.

“Gasolina”, de Daddy Yankee.

“Dale, Don, Dale”, de Don Omar.

Las que de tanto andar en carrito y metro yo mismo sé reconocer. Sin embargo, me sorprendió ver en Internet que buena parte de las otras canciones del disco (aquí lo tengo, en mis manos) hayan sonado apenas el año pasado. El reguetón es un género hormiga, que envejece minuciosamente y que alcanza la eternidad en sus variaciones parecidas, desechables y casi infinitas.

Esperamos a que abriera el Metro para marcharnos. En la acera del edificio Lino, aún de madrugada, levanté la vista y ubiqué la terraza de mi antigua casa, en el piso once del edificio Mary−ros.

−Hace trece años que me fui de La Pastora –me dije. Y la sensación del rápido paso del tiempo hizo que sintiera más frío. Carmela y Roberto echaron a andar hacia abajo. Los detuve y les dije que fuéramos por arriba

−Es menos peligroso –les dije.

Yo los seguía a pocos pasos. Atrás de mí quedaba el pasado, grande como un edificio, como una ciudad que ya no existe. Yo le volví a dar la espalda, con la disciplina de una hormiga.