Las llamas aún no se extinguían cuando la profesora Sandra Valenzuela supo del incendio. Era el 19 de junio de 2012. Faltaba poco para las siete de la mañana.
Sandra Valenzuela estaba en Santiago, a más de 600 kilómetros al norte del lugar donde ya todo era escombro y cenizas. Se preparaba para llevar a un grupo de alumnos de la escuela rural de Chequenco a conocer el Congreso en Valparaíso. Recién comenzaba el cuarto día de la gira de vacaciones invernales que dieciocho escolares -de quinto y octavo básico provenientes de distintas comunidades mapuches de Ercilla- estaban realizando por Santiago y la zona central. Antes de que los niños se levantaran, Óscar Eschmann, el otro profesor que la acompañaba en la gira, le contó a Sandra lo que había ocurrido en la madrugada: la escuela, el lugar donde trabajaban, donde estudiaban los niños, había sufrido un ataque incendiario por un grupo de encapuchados y se había quemado por completo.
Los dos profesores se quedaron en silencio. No se sorprendieron. Ya estaban preparados para enfrentar una noticia de este tipo. Conversaron y no quisieron arruinarles el viaje a los niños, decidieron esperar hasta la noche para darles la noticia. Camino a Valparaíso ocurrió lo inevitable. En la ruta empezaron a sonar los teléfonos celulares de los niños. Eran sus padres quienes los llamaban para contarles lo que había pasado. Fue en ese momento cuando los profesores les hablaron. Les dijeron que la escuela seguían siendo ellos, el resto de sus compañeros y profesores, los apoderados. Que lo material ya se recuperaría. Que volverían a levantarse como ya lo habían hecho con los dos incendios anteriores.
—Los niños bajaron la mirada con tristeza y resignación -recuerda Sandra Valenzuela.
—En algunos había una expresión extraña. Como si sintieran que podían culparlos de lo ocurrido -dice Óscar Eschmann.
Un silencio espeso y cortante se instaló en el bus. Los niños no se atrevieron a preguntar si la próxima semana, cuando terminaran las vacaciones de invierno, volverían a clases. Si lo hubieran hecho, los profesores no habrían sabido qué responder. Dos días después, cuando el grupo volvió a Chequenco, ya nadie hablaba del asunto.
La incertidumbre y el temor habían tiznado sus pensamientos.
En la escuela sólo quedaban los restos de la quemazón.
Los vestigios de que esta vez el conflicto mapuche los había abrasado por completo.
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Distintas gamas de verde atraviesan las parcelas, los bosques y los montes que circundan la comunidad de Chequenco, sin embargo este sector es considerado zona roja. Uno de los lugares más conflictivos y golpeados por el conflicto mapuche. Este territorio -una franja con agrestes y serpenteantes caminos de tierra y a la sombra del cerro Chiguaigue- en los últimos años es un polvorín que, de tanto en tanto, estalla. Aquí han ocurrido fuertes enfrentamientos entre fuerzas policiales y algunos grupos de comuneros mapuches, quienes reclaman la soberanía sobre los territorios que, aseguran, les fueron arrebatados históricamente.
La comunidad de Chequenco, ubicada a unos 15 kilómetros al norponiente de Ercilla, está conformada aproximadamente por ochenta familias en su mayoría dedicadas a la agricultura o a las labores forestales. La rodean otros sectores y comunidades como Los Tolocos, Folil Mapu, Nupangue, Agua Buena, Lonco Mahuida o Requén Pillán. Todos lugares apartados y de difícil acceso, tanto por la situación de conflicto en que están insertos como por la escasez de transporte. Por sus caminos sólo pasa un microbús que sale lunes, miércoles y viernes desde Ercilla. El resto del tiempo sólo queda la bicicleta, las carretas tiradas por caballos, la amabilidad cada vez más temerosa de los conductores de los vehículos de las empresas forestales o largas caminatas hacia Pidima, la localidad más cercana, que está a siete kilómetros de Ercilla, cerca de la carretera 5 Sur.
Lo complejo, lo repetido por la prensa, es que aquí, en estas tierras, se suceden fuertes postales de lucha, ocupaciones ilegales de fundos o de terrenos de empresas forestales. Sólo este año se contabilizan más de una decena de atentados incendiarios contra camiones, vehículos, casas o establecimientos públicos. También hay detenciones de líderes de sus organizaciones y allanamientos a las comunidades mapuches supuestamente más conflictivas de las 42 que existen en Ercilla.
Estos grupos, aseguran en la Municipalidad de Ercilla, corresponderían a tres de las comunidades que desistieron sentarse en la mesa de diálogo que el Gobierno inició en junio de 2012 para crear un Área de Desarrollo Indígena (ADI) en la comuna y generar un diálogo social, territorial y político con el pueblo mapuche. Estas tres comunidades serían: Cacique José Quiñón del sector de San Ramón, la comunidad de Rankilko y la Wente Wingkul Mapu, que está inserta en Chequenco, que se inició hace unos años como una alternativa a la comunidad tradicional y hace una semana recibió a los integrantes de la Confech que se reunieron en sus terrenos.
Actualmente en las cercanías de Chequenco hay seis predios con protección policial, y continuamente transitan patrullas policiales. El temor, en ambos bandos, es constante. Es lógico. En los alrededores de Chequenco han ocurrido algunos de los enfrentamientos más cruentos. En junio pasado el sargento de las fuerzas especiales de carabineros Hugo Albornoz murió por un balazo en el cuello, durante una emboscada a la salida de la comunidad Wente Wingkul Mapu. En 2002 el weichafe (guerrero) Álex Lemún cayó muerto durante la ocupación del Fundo Santa Alicia. Y seis años después, el 12 de agosto de 2009, el comunero Jaime Mendoza Collío fue muerto por el cabo de Carabineros Patricio Jara Muñoz.
Un año después de la muerte de Mendoza Collío ocurrió el primero de los tres atentados incendiarios que terminaron por consumir la escuela rural de Chequenco. Jaime Mendoza Collío, al igual que Álex Lemún, habían sido alumnos de esta escuela, que se fundó en 1962 y que también es conocida como «Millaleiva», una denominación formada por la unión de los nombres de legendarios caciques de esta comunidad mapuche.
El primer incendio sólo consumió la parte antigua de la escuela que siguió funcionando.
El segundo atentado, que ocurrió el 11 de septiembre de 2011, arrasó con el 50 por ciento de la construcción que había sido remodelada hace poco, pero sólo obligó a que sus alumnos se reacomodaran en las salas que se salvaron de las llamas.
Pero el tercero, que fue igual de clandestino, actuó con más ferocidad. Ese incendio se llevó lo que quedaba.
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Es el primer martes de agosto de 2012. En Pidima pasan las diez de la mañana. El cielo está limpio. Por su única calle de tierra no se ve gente. Corre un viento helado. Frente a una antigua y derruida casona hay un bus estacionado que en su costado tiene escrito: transporte escolar Escuela G-129. El patio que antecede la construcción luce despojado: una cancha deportiva con el pavimento raspado, un par de oxidadas estructuras sostienen unos aros de básquetbol, dos arcos de fútbol, manchones de maleza alrededor, pozas de barro y altos cúmulos de arenilla.
Por entre el paisaje transitan más de cincuenta niños de pelo oscuro y zapatillas manchadas con barro. Algunos corren tras una pelota. Otros se agrupan frente a un taca-taca que se remece con cada jugada. Unas niñas pequeñas hacen rondas. Los más adolescentes buscan el sol pegados a las panderetas de una muralla que apenas se sostiene.
Esta casona hace poco era utilizada como sede comunitaria y antes fue escuela de Pidima (que se trasladó a una construcción más moderna). Desde hace dos semanas alberga provisoriamente a la Escuela rural de Chequenco. Fue la solución para que sus 130 alumnos no perdieran el año. La Municipalidad de Ercilla la remodeló contra el tiempo para adecuarla a las necesidades de estos escolares que cursan desde el jardín infantil hasta octavo básico.
En la escuela de Chequenco trabajan diez profesores, incluidos el director y la educadora de párvulos a cargo del jardín infantil. También está el chofer del microbús que lleva y trae a los niños de sus casas, varios auxiliares, dos operadoras de alimentos y una asistente por cada curso. El 98 por ciento de sus estudiantes pertenece a la etnia mapuche y, en muchos casos, tienen que hacer trayectos de hasta 30 kilómetros en el bus y otros tantos a pie para llegar a la nueva escuela.
—Si antes estaban alejados de Chequenco, ahora la distancia es doble -dice el profesor Óscar Eschmann, jefe de la Unidad Técnico Pedagógica, mientras intenta hacer funcionar un computador que se salvó de la quemazón. Su oficina ahora está en la tarima que la sede social ocupaba como escenario. Ahí también están apiladas algunas cajas con libros donados por otras escuelas. Hay de todo, pero no mucho sirve para el programa de una escuela básica rural: clásicos de literatura española, libros escolares de hace una década y hasta textos de inglés para educación media. Nada de diccionarios, nada de las materias que necesitan profundizar.
El profesor los mira.
—Teníamos una biblioteca con más de mil quinientos títulos, enciclopedias, diccionarios, pero ahora todo sirve. Hay que ser agradecidos.
La adaptación es una consigna general. Ahora los estudiantes tienen que agruparse en nueve salas de clases que fueron creadas a partir de salones divididos hasta en tres espacios. Se acomodan en muebles prestados por otras escuelas de la comuna. Almuerzan en sus salas de clases. Tampoco hay pizarras y faltan sillas. Al interior de las salas hace frío. Las estufas de leña de la antigua escuela resistieron las llamas, pero a la mayoría les faltan los tubos que actúan como chimeneas.
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Carlos Ponce es el director de la escuela desde 2001. Llegó como profesor a Chequenco en 1985, cuando la escuela sólo tenía dos pabellones. Dice que fue testigo de su crecimiento.
—Nuestra escuela era el centro de educación básica rural más importante y mejor implementado de las localidades interiores de Ercilla. Teníamos de todo: laboratorios de computación, televisores, fotocopiadoras, impresoras… Ahora con suerte los niños tienen una pelota.
Carlos Ponce vive en Victoria, desde donde viaja todos los días. Su mujer es mapuche de segunda generación y sus hijos se reconocen de la etnia. Hace unos años el director, al igual que el jefe de la unidad técnica pedagógica y el chofer del microbús, fueron amenazados por los grupos violentistas. Ninguno de los tres quiso llevar el asunto a mayores ni pedir protección policial. Prefirieron seguir con su vida normal.
—Hubiera sido contraproducente con nuestros alumnos. Era demostrar miedo y desconfianza hacia la comunidad de donde provienen. Creo en sus demandas, pero no entiendo por qué esta lucha tiene que afectar a instituciones que ayudan a la comunidad, a los niños, a los hijos de los mismos comuneros.
Pasa el mediodía y el director está sentado en su nueva oficina: una sala en la que apenas cabe una mesa, una silla y un estante con cajas con libros que acaban de llegar. En el umbral de la puerta hay una pila de sillas algo desarticuladas que le hicieron llegar desde un colegio en Ercilla.
—Lo único que espero es que esto no afecte los progresos que habíamos logrado. En la última prueba Simce habíamos subido 60 puntos en lenguaje. Seguimos teniendo un puntaje bajo, pero este avance fue un gran logro para una escuela ubicada en una de las comunas con los peores puntajes Simce a nivel nacional.
Desde la ventana de su oficina, el director mira al patio donde los niños juegan a la pelota. El implemento deportivo es una miseria: está deforme, cubierto de una capa negra, deshilachado.
—Parece que esa pelota alguien la rescató de los escombros -dice.
Afuera la pelota nunca rebota. Sólo se arrastra por el cemento, pero a los niños parece no importarle.
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La primera señal de que las cosas estaban cambiando, de que la inseguridad empezaba a ensombrecer la escuela, fue un repentino y violento apedreamiento. Un ataque que nadie supo explicarse. El conflicto mapuche ya se había iniciado.
La profesora Marta Ester Fierro lo recuerda. Ocurrió una mañana a comienzos del invierno de 2009. Unos meses antes del primer incendio.
—Fue muy temprano, los niños se estaban preparando para entrar a clases y había un grupo folclórico que tenía que viajar a Ercilla a un acto. Entonces sin previo aviso, de entre los árboles, apareció un grupo de encapuchados y comenzaron a arrojar piedras. Fue terrible. Tuvimos que encerrarnos dentro de la escuela.
Desde entonces la historia del colegio dejó de ser la misma. La agitación se inflamó. Entre los incendios se produjeron varios apedreamientos que obligaron a que la escuela funcionara con tablones para cubrir los ventanales rotos, ocurrieron intromisiones de grupos que roban alimentos o estropeaban los libros con huevos o les arrancaban las hojas.
—Mentiría si no reconociera que la duda y el miedo se instaló en nuestras cabezas y en algún momento pensamos en dejar todo, pero la gran mayoría de los profesores estamos comprometidos con estos niños, con estas comunidades. Sabemos que tenemos que apechugar, que es nuestra tarea.
Marta Ester Fierro Huaiquiche tiene 48 años, es de origen mapuche. Su madre murió cuando tenía dos años y creció en un hogar de menores de Ercilla. Después de estudiar educación general básica llegó a trabajar a esta escuela, donde lleva un poco más de 20 años. Durante sus primeros años, cuando la locomoción escaseaba aún más, vivió con sus hijas Waglen, Rayén y Millaray en un sector de la escuela destinado a los profesores.
—Entonces esto era la tranquilidad. No entiendo en qué momento nos convertimos en la escuela más golpeada por el conflicto mapuche.
Marta, quien fue profesora de Jaime Mendoza Collío y de Álex Lemún, dice que entiende las demandas mapuches, que ha sido un pueblo discriminado por mucho tiempo, pero no cree en la violencia.
—La forma en que están ocurriendo las cosas no es la correcta. Hay gente inocente en las comunidades que está sufriendo las consecuencias. Lo que ha sucedido en este colegio, por ejemplo, me cuesta entenderlo -dice mientras los alumnos de segundo básico en la sala vecina repiten palabras en mapudungún que les enseña Rubén Segundo Levipán, un dirigente de la comunidad Bollin Mapu, que ahora trabaja como profesor intercultural.
Marta Ester Fierro escucha las voces de los niños y comenta:
—La gente podría pensar que los estudiantes aquí viven atemorizados, pero son niños normales. Es cierto que hubo un momento en que los más chicos reproducían en juegos los combates entre carabineros y comuneros, pero fue sólo una etapa. A medida que la situación se ha ido agravando, ellos han dejado de hablar. Y cuando alguno hace un comentario es mejor no escuchar ni repetir lo que dicen.
Una opinión parecida, también tiene otra profesora que prefiere mantener en reserva su identidad. Dice que hay cosas que es mejor no cuestionarse.
—Muchos piensan que son los familiares de los mismos alumnos o, peor aún, algunos muchachos que estudiaron acá y que ahora pertenecen a grupos revolucionarios o se convirtieron en weichafes (guerreros), los que han atacado al colegio. Eso es triste. Nos hace cuestionarnos, pensar si hicimos algo mal.
La profesora agrega:
—Creo que los grupos violentos han tenido influencias de personas que no pertenecen a las comunidades y les han hecho cambiar su mentalidad. Ése es nuestro consuelo.
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En la sala hay una treintena de apoderados que miran con una mezcla de escepticismo y conformidad. Frente a ellos está el alcalde de Ercilla, José Vilugrón Martínez, acompañado del jefe del departamento de educación del municipio y del director de la Escuela rural de Chequenco.
El alcalde parte su presentación diciendo que «la educación es la prioridad» y luego repite que «no hay que hablar del conflicto sino de solucionar la situación de la escuela». Más tarde, comenta que en su infancia él estudió en la escuela de Chequenco y que varios de los apoderados que están en la reunión fueron sus compañeros. También dice que «en Santiago creen que el pueblo mapuche es peligroso», pero él sabe que es «bueno. Todo este conflicto es provocado por infiltrados en las comunidades». Después anuncia que ya se iniciaron las gestiones para contar con la escuela modular que se montó en Dichato tras el terremoto de 27 febrero. Que todo sería gestionado en un mes y que costaría 60 millones de pesos.
Los apoderados asienten, pero el escepticismo en su mirada se mantiene. Algunos opinan que ojalá se cumplan los plazos. Pero, la gran preocupación, la pregunta que más repiten, es qué medidas se tomarán para que la escuela no vuelva a ser quemada. Piden protección policial. El alcalde dice que la idea es contratar un nochero para que la vigile.
Todos comentan la idea entre murmullos. Y, de repente, se alza la voz de Juan Ñecul, el secretario del centro de padres de la escuela.
—¿Quién va a querer ir a trabajar ahí? ¿Quién va querer exponerse al peligro?
Nadie responde.
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Jaison Neculpán Ponce tiene 7 años. Está en segundo básico. Vive con su madre, su abuela y su hermana de tres años en una casa de dos habitaciones, que está ubicada en una loma en el sector de Agua Buena. Su padre trabaja en una empresa forestal y lo ve poco. Todos los días camina cuatro kilómetros para llegar al costado del camino donde toma el bus y viaja durante casi cuarenta minutos hasta la escuela. En esa ruta Jaison pasa frente a los restos del furgón escolar que fue quemado hace algunos meses cuando transportaba a unos escolares al Internado Liceo Agrícola Manzanares de Renaico; también cerca del cementerio donde está enterrado Jaime Mendoza Collío y de los vehículos policiales que vigilan el sector.
A Jaison el paisaje no le sorprende.
—No miro por la ventana. Prefiero descansar de lo que caminé para llegar al colegio o de vuelta a mi casa. Era mejor antes cuando no habían quemado la escuela.
La profesora Elena Figueroa, quien trabaja desde 1984 en la escuela, dice que los niños parecen lamentar la falta de espacio que tienen en Pidima.
—Ahora están hacinados en un pedazo de patio donde apenas pueden correr. Antes estaban en un lugar más amplio, rodeados de verde, con los cerros cerca. Pero se han adaptado. Algunos me han dicho que están tristes, pero siguen viniendo a la escuela. Es lo importante. En un momento pensamos que esto asustaría a las familias -dice la profesora.
Óscar Eschmann, jefe de la unidad técnica pedagógica, lo ratifica. Comenta que el ausentismo fue fuerte el primer día. Entonces sólo vinieron 60 niños, pero ahora el 90 por ciento está en clases. Explica que el porcentaje de inasistencia es normal. Especialmente en estas fechas, porque muchos se enferman y porque es natural que en las comunidades algunas veces los niños dejen de venir unos días para ayudar a las familias en las labores del campo.
—Aquí los niños tienen una fuerza única. Yo he visto como después de allanamientos a sus comunidades, como ocurrió hace dos meses por la muerte del carabinero, los niños llegaron al colegio como si nada hubiera pasado. Es obvio que sufren con todo lo que ocurre a su alrededor, pero quieren salir adelante. Y si nosotros nos vamos, los abandonamos.