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La tierra se había vuelto oscura de tanto chupar combustible. Los árboles del patio seguían en pie, pero sus ramas se habían secado. Un olor penetrante flotaba en el aire. Junto a la casa, cuatro muchachos descamisados cargaban tanques en un camión. No había extinguidores; nadie usaba guantes ni botas ni overol. Solo un par de cuerdas y sus músculos tensos los ayudaban en la faena.

Chano, el conductor, sentado muy cerca con su barriga comba, le hablaba al ayudante, un wayuu también joven de pelo liso.

—¿Por dónde nos vamos?
—Dicen que por la Sierra.

En sus viajes semanales desde Maracaibo, en el occidente de Venezuela, hacia la frontera colombiana, Chano ha transitado rutas secundarias y trochas polvorientas, pero desconoce esta. Jamás ha cruzado la Sierra de Perijá, una zona boscosa que comunica ambos países.

—¿Muy empinao por ahí?
—Algo —dijo el guajiro—. Hay una subida pará, pero es una sola. Si pasamos esa, tamos listos.
—¿Y este carro sube?
—Sube, pero hay que sabelo llevá. Por ahí se vino Ramiro hace poco.
—¿Se vino con to y carro?
—Él se tiró. Se alcanzó a tirar, pero el carro sí se perdió con la carga.

Chano movió la cabeza, como negándose a ese destino. Miró el camión unos segundos, en silencio, antes de dar la orden.

—Revísale bien los frenos, que si fallan otra vez, nos jodimos.

El camión de Chano es un viejo Dodge modelo 79; tiene la carrocería picada y le chillan los amortiguadores, pero el motor funciona al pelo. Chano confía y siempre lo carga con 28 tanques llenos de combustible: unas seis toneladas. Aquella noche los caleteros amarraron toda la carga y Chano llevó el carro a un terreno baldío frente a la caleta. Las luces de las casas iluminaban la vía, y el trajín de los contrabandistas agitaba el barrio cerca de la medianoche. Solo esperábamos la orden de salida.

Hacia el noroccidente de Maracaibo, en las parroquias más grandes y más pobres, hay centenares de casas donde almacenan y distribuyen el combustible. Constantemente reciben a los surtidores ilegales, tipos que compran gasolina y diésel en las estaciones de servicio y le pagan al despachador el doble de lo que compran, para luego vender la carga en las caletas. Desde esos barrios, donde la policía patrulla poco o nada, es muy fácil acceder a las vías que conducen hacia Colombia.

A medianoche pasó un flaco y convocó a una reunión donde la patrona. Era una india de manta rosada, que llevaba dos Blackberry en la mano, un collar y varios anillos de oro. A su alrededor giraban otras mujeres, también encargadas del negocio. Los conductores, obedientes, formaron un corro esperando instrucciones. La jefa habló:

—Los que van sin lona se tiran por la Sierra. Los otros, por el tubo.

Chano respiró aliviado mientras cada cual buscaba su carro. Desde varias callejuelas salieron camiones cargados que rugían con la aceleración. Uno a uno se fueron formando, hasta crear una fila de 20 que avanzó por una vía destapada. En 15 minutos alcanzamos un punto de acceso a una carretera. Y allí, junto a la vía, nos esperaban un soldado de la Guardia Nacional y un policía, que controlaban el acceso como fiscales de tránsito. Por la carretera pasaba a altísima velocidad una caravana con camiones que pude contar: eran más de 80. Esperamos unos minutos mientras el largo tren del contrabando fluía. Entonces nos sumamos.

La gasolina en Venezuela se vende un 312 % por debajo de su costo de producción. Muchos expertos petroleros están en contra del costoso subsidio, y uno de ellos, José Toro Hardy, exmiembro del directorio de Petróleos de Venezuela (Pdvsa), calcula que el Estado dedica 12.000 millones de dólares anuales a proveer el combustible más barato del mundo. El litro de gasolina venezolana cuesta 0,03 dólares, mientras Colombia la vende en más de un dólar. En ese margen está la ganancia fabulosa que sostiene el contrabando.

La sangría ilegal exporta unos 30.000 barriles diarios (a 159 litros por barril), según datos oficiales. Pero todos los expertos aseguran que la cifra es mayor. El costo de esta fuga para el Estado venezolano ronda los 500 millones de dólares cada año.

Hoy el país con las mayores reservas de crudo importa gasolina en grandes cantidades: según la Administración de Información de Energía de los Estados Unidos, ese país vendió a Venezuela durante 2013 un promedio de 3,3 millones de litros de gasolina cada día, y a esto se suma otro poco que se compra a México y Brasil. Pdvsa compra el barril en unos 115 dólares; después, lo subsidia y prácticamente lo regala a sus consumidores, pues solo recupera un 2 % del dinero invertido. El volumen importado, que cubre un 6 % del consumo diario en el mercado venezolano, podría representar solo la mitad de lo que se va con el contrabando hacia Colombia.

En la punta de la caravana viaja siempre la mosca: un automóvil donde van las indias encargadas de negociar con la ley. Cuando llegamos a Cuatro Bocas, una alcabala de la Guardia Nacional, tres soldados se dedicaron a pasar revista cabina por cabina. Al llegar a la nuestra, Chano dijo un nombre:

—Estrella.

Y eso fue todo. Los choferes pronunciaban el nombre de alguna mujer, la delegada que transa con los oficiales. Todas son wayuu, la etnia que ha poblado La Guajira durante siglos y que todavía hoy controla los negocios en toda la zona binacional. Estrella, Mariela, la China… Los soldados anotaban en pequeñas libretas para llevar el control de lo que dejaban pasar. Así, más tarde, se sentarían con ellas a concretar la transacción: tantos camiones, tanto dinero que cada una de ellas pagaría y, a su vez, más tarde cobrarían a los contrabandistas.

Durante la mayor parte del recorrido íbamos en silencio. Chano y el guajiro, ambos veinteañeros bien vestidos, iban pendientes de lo que ocurría fuera de la cabina. Chano daba instrucciones para que el guajiro acomodara el espejo derecho; pedía agua o cualquier otra cosa. De resto, callaba. Cerca de las dos de la mañana abrió la boca de nuevo:

—¿Dónde está mi yerro?

Chano hablaba de su pistola, que no aparecía. Nos levantamos y buscamos, hasta que el ayudante la encontró metida en una ranura del cojín. Chano la guardó bajo su silla y siguió manejando en silencio.

Pasamos por la zona de Carrasquero y Molinete; allí buena parte de la población vive del negocio: hay choferes, ayudantes, mecánicos, caleteros, vigilantes, guardaespaldas.

Minutos más tarde llegamos al Tubo, una alcabala importante a mitad de camino, junto al río Limón. Allí confluyen varias rutas de contrabando. Al río llegan otros contrabandistas en lanchas, que arrastran el combustible en tanques sobre el agua. En la orilla hay camiones que reciben la carga y la llevan a la frontera. Otros, a veces, van por la Troncal del Caribe, la carretera que une a Maracaibo con el puesto fronterizo de Paraguachón.

En el Tubo estuvimos una hora detenidos, más de 100 camiones apretujados en un costado de la vía. Muchos apagaron los motores mientras los guardias ejecutaban su logística: peinaron el rebaño verificando a quién pertenecía cada carro; pasaron por los corredores que formaban las hileras de camiones; anotaron los datos y se fueron.

Muchos hombres bajaron de los camiones para orinar, revisar el motor o asegurar algún tanque flojo. Chano habló un rato con un colega que se paró al lado. Cruzaron anécdotas de sus viajes y hablaron de dinero, hasta que por fin el militar a cargo, algún coronel, dio la orden de paso. La caravana pasó frente a los militares y las guajiras que ya habían negociado el soborno. Desde una fotografía inmensa, Hugo Chávez, todavía presidente, miraba al horizonte junto a un discurso que hablaba de probidad y honor.

Cada tanto, cuando el contrabando se atasca, estalla en la Troncal del Caribe un conflicto que incomunica a los dos países. En 2011, la Guardia Nacional allanó varias caletas en Sinamaica, un pueblo guajiro, y quemó lo que encontró. En represalia, los contrabandistas y muchos vecinos suspendieron el tránsito durante cuatro días. El transporte comercial se detuvo, solo dejaban pasar ambulancias y cisternas de agua.

Para frenar el contrabando ha habido muchos intentos, pero todos han fracasado. Hace tres años, Pdvsa implementó el Programa Automatizado de Venta de Combustible, que la gente llama “el chip”: un dispositivo electrónico que sirve para controlar las veces que cada vehículo tanquea. Con este plan hay un límite de litros que puedes comprar cada semana. El sistema se implementó en los estados fronterizos, pero no ha logrado detener la sangría.

—¿Aló? ¿Dónde están ustedes? Nosotros… Por aquí… Donde se para la guerrilla.

Chano, que hablaba con un compañero, cortó la llamada y siguió manejando tranquilo. A los pocos minutos llegamos a un retén, aún del lado venezolano, justo cuando la mosca parqueaba junto a la vía. Las indias se estaban bajando para arreglar el negocio, y sobre la carretera nos esperaba media docena de guerrilleros armados. Todavía estaba lejos la frontera, pero las Farc, en una diligencia que parecía rutina, recibían su mordida a escasos kilómetros de dos puestos militares. Iban camuflados, con fusiles al hombro y barbas de varios días. Había dos mujeres, y todos llevaban brazaletes con su insignia. Los guerrilleros usaban el mismo sistema de chequeo rápido: los choferes no se detenían, apenas bajaban la marcha para decir el nombre de la guajira y seguir. En total, cada camión pagó esa noche 6000 bolívares en sobornos (cuatrocientos dólares en ese momento).

Llegamos a Montelara a las cuatro de la mañana, después de recorrer unos 150 kilómetros. El caserío, con un centenar de predios, tiene una mitad en cada país y un arroyo seco que marca la división. Por todas partes hay parcelas de tierra demarcadas con alambre de púas, y centenares de tanques plásticos y de metal en los que se mueve el combustible.

El camión avanzaba entre crujidos y traqueteos por las callejuelas polvorientas todavía en penumbras. Los choferes se repartieron entre los distintos patios, listos para vender la carga a sus compradores de confianza. En uno de ellos, donde cinco camiones ya descargaban, estacionamos de retroceso. Chano negoció el precio de venta y hubo acuerdo: la ganancia esa noche fue de 1000 bolívares por cada tanque (70 dólares). Él sacaría su tajada como conductor, y la mayor parte iría a las manos del capitalista que financió la carga.

Seguían llegando camiones entre pitos y cambios de luces. Había choferes que gritaban con sus celulares; negociaban precios y cantidades antes de tomar una decisión. Pronto llegarían también los colombianos dispuestos a comprar, con pacas de billetes tan grandes como una caja de zapatos.

Otro intento por detener el contrabando fue el de las cooperativas indígenas. En 2005, Álvaro Uribe y Hugo Chávez suscribieron un acuerdo que permite a 14 cooperativas importar combustible venezolano de forma legal, y venderlo en las 140 estaciones de servicio de La Guajira en un precio inferior al estándar internacional. Las cooperativas mueven 12 millones de litros mensuales: apenas una parte de los 50 o 70 millones que mueven los contrabandistas.

A las tres de la mañana salimos de La Paz, Cesar, a buscar el combustible. Íbamos cargados de tanques vacíos, y el viejo Ford volaba rumbo a la frontera con Venezuela. Recorrimos 200 kilómetros en tres horas, cruzándonos con caravanas de contrabandistas que hacían su viaje de regreso.

—Toda esa gente viene full de gasolina —dijo el Flaco sin dejar de mirar la ruta. A mi derecha, con la cara cubierta por una camisa, su ayudante dormía.

Ya se asomaba el sol cuando llegamos a Carraipía, un pueblo arenoso ubicado muy cerca de la frontera. Allí mismo, al día siguiente, los noticieros reportarían la muerte de tres policías en una emboscada guerrillera. Aquella mañana estacionamos en una calle de tierra. El ayudante, un muchacho compacto, moreno, siempre callado y severo, sacó la guantera de raíz y cogió una bolsa de papel donde venía envuelto el dinero: cuatro millones y medio de pesos. El Flaco cerró las puertas y guardó la plata en una mochila. Teníamos que ir a Maicao para cambiar de moneda:

—Hay que comprá bolívares. Los venezolanos no reciben otra cosa.

El Flaco hizo una llamada y a los pocos minutos llegó un automóvil a buscarnos. Es un servicio que los contrabandistas usan por seguridad: si entraran a Maicao con un camión cargado de tanques plásticos, todos sabrían que llevan efectivo para comprar gasolina. Sería un robo seguro.

A las siete llegamos a la plaza del pueblo, donde se reúnen cada mañana decenas de cambiadores en oficinas y puestos callejeros. El Flaco tocó una puerta de vidrio oscuro y entramos a un cubículo estrecho: un tipo rechoncho de bigotes contaba dinero en una máquina.

—¿Cuánto traes?
—Cuatro y medio.
—La vaina está buena, te estás llenando.
—Qué va.

Hicieron la operación en silencio y a los pocos minutos salimos con una paca de bolívares tan grande como una caja de zapatos.

Desde La Guajira colombiana salen centenares de contrabandistas rumbo al Cesar. Viajan en caravanas de Renault 18, viejos bólidos que se compran por 2,5 millones de pesos: máquinas bien aceitadas bajo carcasas lastimosas que viajan a velocidades altísimas conducidas por pelaos; conductores suicidas que viajan con el pecho pegado al volante y 50 pimpinas de gasolina acomodadas con gran habilidad. Con frecuencia chocan, se matan, y sobre el asfalto quedan las huellas de sus conflagraciones frecuentes.

Al Cesar llegan también camionetas Bronco, de mayor capacidad, igualmente repletas con 100 pimpinas de 25 litros cada una. Llegan además carrotanques en manadas, todos listos para surtir un mercado que es capaz de vender, cada semana, seis millones de litros de combustible. Es decir, 550 millones de pesos cada siete días.

El ayudante escondió los bolívares en el fondo de la guantera y salimos. Avanzamos unos pocos minutos hasta llegar a una finca ubicada a orillas de la carretera. Un niño wayuu vigilaba un portón que debíamos cruzar. El Flaco le dio un billete y el chico abrió. Allí empezaron dos horas y media de una marcha lenta, por un camino de tierra y piedras que impedía superar la primera velocidad. Vimos casas paupérrimas, criaderos de cerdos y chivos. Vimos un sembradío de maíz completamente abandonado.

Un kilómetro más adelante llegamos a un nuevo portón de madera, alto y pesado. A poca distancia se veía una casa amplia bien mantenida, con techo de teja y anchos corredores. Un hombre controlaba el acceso bajo la sombra de un árbol inmenso.

—Este es el retén más duro. De regreso, cuando vengamos cargaos, hay que pagá 30.000, pero el hombre mantiene la vía buena y nos deja trabajá. Hay otra ruta, cruzando otra finca, pero aquel tipo sí cayó en la mala con la guerrilla. Dicen que dejó de pagá la vacuna y un día le cerraron el paso. La guerrilla cogió tres camiones cargaos y los quemó. Ya nadie pasa por ahí.

Rayaba el mediodía cuando por fin llegamos a Montelara. De día se veía más claro el panorama: decenas de casas expuestas al sol del desierto; casas con techos de lata y cercas de alambre, ni un solo metro de pasto, pura tierra amarilla. Solo los wayuu, duros como el cuero seco de los chivos que pastorean, han sido capaces de sobrevivir en este infierno árido durante siglos.

Los patios donde compran, almacenan y venden la mercancía se siguen multiplicando a un ritmo veloz. Se ven varios en construcción, armazones de madera y zinc que darán cobijo a nuevos expendios en cuestión de días. A uno de esos patios, regentado por el Mocho, llegamos con el camión. El Mocho apenas pasa los 30 años, pero lleva muchos en el negocio. Le falta un brazo, pero se mueve con agilidad usando el que le queda. Lleva siempre un sombrero de paja muy ancho que lo protege durante la jornada. Y mueve bastante dinero, pero gasta demasiado.

—Este vergajo ha tenío tres Toyotas y toítas las esmigaja —lo acusó el Flaco.

El otro sonrió con algo de vergüenza. Después ambos vieron pasar un camión nuevo y el Mocho ofreció:

—Le vendo uno igualito.
—¿Venezolano o colombiano?
—Venezolano.
—¿Robao?
—Pues claro, barato.
—Nombe. ¿Qué voy a hacé yo con un carro robao que no se puede usá en Colombia? Mejor termino de arreglá este —dijo el Flaco y pateó las llantas de su Ford, que todavía está pagando en cuotas mensuales.

Bajo aquel sol nocivo pasamos dos horas, mientras el Flaco y su ayudante llenaban los 24 tanques plásticos arriba del camión. En tierra, con una bomba, dos tipos con botas de caucho impulsaban el combustible desde sus tanques metálicos. Sudados y sucios, el Flaco y su ayudante contrastaban con sus colegas venezolanos: aquellos, ubicados muy cerca de la llave por donde sale el combustible, “vigilados” por autoridades más corruptas, viven de un oficio más fácil y más rentable.

Cuando por fin llenaron, arreglaron el negocio frente al rancho de lata que hacía las veces de oficina. El Flaco y el Mocho gastaron varios minutos contando los fajos. Y desde el terreno vecino, encaramado en una estructura en construcción, bajo el sol que no daba tregua, un obrero requemado miraba los billetes con la envidia dibujada en el rostro.

Antes de dejar Montelara paramos a almorzar en un ventorrillo. En una mesa contigua, dos contrabandistas intercambiaban anécdotas de robos y emboscadas: por estas tierras es muy frecuente que los bandidos intenten robar la carga a tiros.

El Flaco terminó de comer y se recostó en la silla con las piernas estiradas. Se veía cansado, pero también satisfecho.

—Uh, carajo. Quién estuviera en una oficina con aire acondicionao… Nombe, qué va. Yo toy muy acostumbrao a esto. Me gano 500 en un día; un millón. ¿Y quién me va a da trabajo a mí?

De regreso, con el camión cargado, pagamos doce peajes improvisados: niños harapientos y mujeres sin oficio cerraban el camino con una cuerda. Esa pobre gente veía pasar el dinero frente a sus casas y no podían dejar de participar. El Flaco llevaba un rollito de billetes listos para ir pagando. Su ayudante se quejaba:

—Este negocio tiene muchos socios.
—Cómo se hace, primo. Esta tierra es de ellos y si no quieren, no nos dejan pasá.

De Venezuela sale combustible hacia tantos lugares. Hay mafias que lo llevan a Brasil después de cruzar la selva; hay barcos atuneros que no pescan atún: en sus tanques clandestinos llevan derivados del petróleo a Aruba y Curazao. Hay, también, un ejército incontable de contrabandistas que mueven gasolina y diésel hacia Colombia, a través de la extensa frontera entre los dos países. Cruzan por Los Llanos en la zona del Arauca; por Los Andes en la región del Táchira; y por el norte, en rutas que cubren las tierras inhóspitas de La Guajira. Pero no hay —no conozco— un pueblo que haya sido secuestrado por el negocio como ocurrió con La Paz.

Dos noches antes del viaje a la frontera hice allí un recorrido. Me llevó Pacho, el rubio taimado, una suerte de contrabandista de bajo perfil. Su carro casi nuevo había sido adaptado para pasar desapercibido: limpio y bien mantenido, escondía bajo los asientos un tanque de 200 litros.

Aquella noche el pueblo hervía de actividad. Desde la entrada, a orillas de la carretera, vimos ventorrillos donde se despachaba gasolina a toda hora.

—Mira, ahí la venden y ahí mismo duermen —dijo Pacho.

En un tramo de 200 metros había decenas de casuchas construidas con láminas de metal y palos de madera. Adentro había cambuches y cocinas improvisadas, donde dormía el encargado del puesto. Y al lado, apoyada sobre el piso de tierra, la respectiva máquina dispensadora, los tanques para almacenar y, afuera, baldes, filtros y mangueras. Cada diez metros había un tarantín instalado, y todos competían desesperados por vender.

A menudo, la geografía bendice y condena. La Paz tiene 22.000 habitantes, y su ubicación ha sido fundamental en el negocio: el corredor por donde viaja el combustible desemboca aquí.

Los contrabandistas empezaron a viajar por esta zona desde los años cincuenta, cuando traían bultos de cigarrillos, luego marihuana y más tarde electrodomésticos. Desde entonces se trazaron los primeros caminos rurales, se empezó a sobornar a las autoridades y se acumularon las fortunas más antiguas. Así se perfeccionó el método que hoy sirve al negocio del combustible.

Los periódicos del Cesar publican con frecuencia alguna noticia relacionada con el contrabando: decomisos, capturas, heridos y muertos. Por esos días, en varios diarios, circulaba un informe elaborado por la Universidad Popular del Cesar y Ecopetrol. El informe contenía un censo con numerosos datos, entre ellos un conteo de las casas donde se almacena y se distribuye a otros lugares (320), y los puntos de venta directa (509). En aquel mapa, el pueblo parecía atacado por un sarampión virulento.

—¡Ojo, ojo!

Nos incorporábamos a la carretera en Carraipía cuando nos dieron la voz de alto. Ocho camiones cargados estaban escondidos en un potrero junto a la vía. Y una veintena de contrabandistas esperaban que se despejara.

—Hay ley, primo.

Estacionamos el Ford bajo un árbol y nos reunimos con los demás, sentados en la orilla de la carretera. Casi todos eran veinteañeros, excepto uno: un tipo que rozaba los 40 y era el más entusiasta. El tipo decía que estábamos perdiendo el tiempo, que debíamos avanzar y buscar la manera de atravesar el cordón policial.

—Somos bien cobardes nosotros. Ahí no puede habé más policías que contrabandistas. ¡Vamos, ellos se quitan porque se quitan! —insistía, pero los muchachos lo miraban entre incrédulos y divertidos.

En el cinto del pantalón, bajo la camisa, llevaba una pistola. Los muchachos reían mientras lo escuchaban, y el cuarentón caminaba en círculos agobiado por la ansiedad. Algunos hicieron llamadas tratando de recibir información. Y la consiguieron.

—¡Hay vía, hay vía!

Abordamos en tropel y retomamos el viaje. La caravana avanzó rápidamente, sin retenes ni policías a la vista. Solo encontramos una alcabala del ejército, pero el contrabando no figura entre sus competencias. El contrabando es asunto de la policía. Aquella tarde los soldados se hicieron a un lado y nos dejaron seguir. Después de muchas horas por caminos tortuosos, horas de polvo y piedras, era un alivio avanzar sobre asfalto uniforme. Cada minuto rendía muchos metros y daban ganas de seguir hasta La Paz, donde el Flaco vendería feliz sus 5000 litros de combustible.

Pero la fantasía duró poco. Más adelante llegamos a un punto donde debíamos decidir:

—Si nos tiramos derecho a lo mejor hay un retén, y toca pagá como 800. Si cogemos por Los Remedios vamos seguros.

Los Remedios era una nueva trocha, una de tantos caminos de herradura que cruzan La Guajira colombiana; pasadizos rurales que forman una red inabarcable, tan grande que los policías no pueden cubrirla.

Rápidamente el sendero empezó a reducirse, hasta convertirse en un pasadizo lleno de maleza y grandes árboles, donde el Ford traqueteaba rozado por la vegetación. Cruzamos bosques y ríos, y en un momento dado empezamos a ascender.

—Aquí más adelante tenemos que repartí la carga.
—¿Cómo así?
—Vamos muy pesaos. Ahí se para siempre un camión que uno le paga y ayuda a subí una loma que viene más alante. Si subimos así como vamos, es peligroso.

Pero llegamos al punto y no había nada. Solo un anciano y otro tipo que fumaban callados en medio de la oscuridad.

—Oiga, primo, ¿y el carro que sube carga?
—Ese no vino hoy. Ta por allá abajo haciendo un mandao.
—Ah, carajo.
—¿Cuánto lleva? ¿Muy pesao?
—24.
—Ah, así no sube. Mejor deje la mitá aquí. Sube, deja la otra parte allá arriba y viene a buscá esta. Así va seguro. Cargao es mucho riesgo.

El Flaco se lo pensó unos segundos y decidió:

—Yo subo solo, por si acaso. Ustedes se van a pie.

Y arrancó dejando una espesa nube de polvo. El ayudante echó a correr cuesta arriba, y en pocos minutos me quedé solo. Grité y silbé varias veces, pero nadie respondió. Arriba, por el camino serpenteante, solo se veían las luces del camión que se alejaba en la oscuridad de la montaña. El ruido del motor se desvaneció cuando cruzó la última curva, y el silencio, apenas roto por la brisa, se adueñó de todo.

Costaba distinguir el camino en aquella noche sin luna. A un lado estaba el cerro; al otro, el abismo. Por seguridad me mantuve del lado derecho, tropezando a cada rato con los desniveles del camino. Jadeaba y sudaba a chorros, aunque la noche era fresca. Lo que sentía era angustia y físico miedo. ¿Cuánto tardaría en llegar a la cima? ¿Estarían esperando? Cada tanto me detenía a descansar y miraba hacia arriba: un espectáculo abrumador de estrellas se amontonaba en el cielo; las copas de los árboles describían una danza majestuosa. Daban ganas de quedarse a esperar la luz del día, pero tenía que salir de allí. Así que caminé, y al cabo de una hora por fin llegué a lo alto del cerro. Con el viejo Ford estacionado, el Flaco y su ayudante esperaban impacientes.

—¡Vámonos, de una!

Dimos toda esa vuelta, de casi cinco horas, solo para evitar un retén policial que ni siquiera era seguro. Pero ante el riesgo de perder la carga, cualquier travesía es preferible. La ruta nos devolvió a la carretera y paramos cerca de la medianoche a descansar en el patio de un taller, donde nos encontramos con otros compañeros de viaje. Allí, parapetados en la cabina del Ford, incómodos y extenuados, dormimos por primera vez en 20 horas de viaje.

Pacho y su cuñado Ramón comparten un patio en San Diego, un pueblo ubicado a solo cinco kilómetros de La Paz. Allí la historia es otra: aunque está muy cerca del emporio gasolinero, San Diego no se ha contagiado por el gusanillo de la fortuna súbita. Hay algo en el espíritu de sus habitantes —alergia al riesgo, aprecio genuino por el sosiego— que los vuelve reacios al azar. Pacho y Ramón son los únicos que venden combustible. Sus casas dan a un patio común, y allí, detrás de un portón alto y sólido, se ve el desorden del negocio: un tanque de 1000 litros, decenas de pimpinas, mangueras, una bomba, dos carros con tanques secretos y una camioneta.

Aquella mañana, antes de salir de La Paz, estaban afanados: Ramón preparaba un embarque de diésel que llevaría a Cuatro Vientos, un caserío ubicado a tres horas hacia el sur, viajando por una trocha casi intransitable (allí se venden entre 30 y 40 carrotanques semanales de combustible para tráfico pesado). Cuanto más se aleja el combustible de la frontera, más caro y rentable se vuelve.

Mientras Ramón llenaba el tanque de su sedán, Pacho descargaba el suyo con método, muy limpio, casi siempre en silencio. Había inclinado el carro para facilitar la tarea, y llenó varias pimpinas de gasolina ayudándose con la gravedad y chupando a cada rato la punta de una manguera. Pacho ha trabajado siempre en el negocio del transporte público:

—Pero eso ya no da, primo. Los piratas perratearon el negocio y ya uno estaba trabajando por 10.000 pesos diarios. ¿Quién vive con eso? La idea mía es ahorrá y comprá un taxi, y salime de esto, primo. Esto es muy peligroso, vive uno con la muerte en la espalda: 200 litros de gasolina en un carro. Una bomba.

Pero salirse no es fácil. El problema de Pacho y Rafa es el mismo de tantos otros: ni siquiera terminaron el bachillerato. Esta zona, ahora dominada por las multinacionales del carbón, solo ofrece oportunidades a unos pocos, y hay que estar preparado. El contrabando es la tabla que ha salvado a muchos del naufragio. La Paz es solo un caso, el prototipo que refleja la situación de muchos pueblos del Caribe colombiano: allí hay un 80 % de desempleo, y tres cuartos de la población vive de la gasolina. El 58 % de los hombres que se dedican al contrabando no tienen formación para aspirar a un trabajo bien remunerado.

Pacho suspende un momento la carga de su carro para vender un poco de gasolina a un cliente que acaba de llegar. Pacho recibe el billete y llena el carro con una pimpina. En la última maniobra derrama un poco de líquido y reacciona doblando la manguera. Parece que en ese momento, cuando mira la mancha de gasolina en el suelo, surge la reflexión:

—Este negocio no se acaba nunca, primo. En Venezuela esto es agua, y acá es oro.

A las dos de la mañana nos despertó el ruido de una caravana. Más de 20 camiones pasaban cargados por la carretera, uno tras otro, como un tren decidido y sin obstáculos. El Flaco prendió el Ford y nos fuimos.

Tuvimos que volar para alcanzar al último de la caravana, pero era un viaje que debíamos aprovechar: cuando los contrabandistas se juntan, es más difícil detenerlos, y también es más fácil negociar. En la caravana iban dos carrotanques y varios camiones que le pertenecían a un “duro”: algún capitalista con músculo para sobornar a la autoridad donde fuera necesario. Los demás íbamos colados. Así pasamos por varios pueblos, mientras la mosca, una Toyota blanca, iba en la punta arreglando con la policía. Cada vez que llegábamos a un retén, la mosca se estacionaba junto a la patrulla de turno. El patrón pagaba por sus carros, pero también pagaba por nosotros y por cualquiera que se hubiera adherido. Más adelante el Flaco tendría que responder.

Faltaban unos pocos kilómetros para llegar a La Paz. Pero algo salió mal: la noche anterior habían instalado un puesto móvil de la policía antes de entrar al pueblo. Así pretendían detener la entrada de gasolina que venía bajando desde La Guajira. La mosca desvió y nos metimos a un pueblo llamado La Jagua del Pilar.

Amanecía y muchos vecinos barrían o regaban sus jardines. Miraban la caravana con asombro; jamás habían visto pasar por allí un grupo de contrabandistas. Pero colaboraban: en varias esquinas los viejos del pueblo nos guiaban con señas. Pronto salimos y empezamos a ascender una nueva serranía. La caravana parecía una serpiente ruidosa que reptaba por el costado de la colina. Subíamos y el clima se enfriaba, hasta que nos encontramos en lo alto con un clima templado. Desde allí veíamos toda la llanura del Cesar, la región que íbamos a suplir de combustible en pocas horas.

Cada tanto nos deteníamos a esperar información. Eran recesos breves, no más de cinco minutos, mientras el patrón recibía datos de sus informantes ubicados en la vía. Así nos asegurábamos de encontrar el camino libre. Después bajamos, atravesando dos pueblos de montaña detenidos en el tiempo: casas de barro y caña brava, gente con la inocencia en la mirada. Y por fin, con la cabina cubierta de tierra, después de respirar mucho polvo, llegamos a La Paz, de donde habíamos salido 30 horas antes. La mosca se detuvo y el patrón se acercó.

—Me debéi 200; te pagué tres retenes. En Urumita se querían poné brutos: les iban a echá plomo a ustedes.
—Qué va, eso es puro terrorismo que meten pa que uno pague.

El Flaco restó importancia a la amenaza y convino que pagaría al llegar al parqueadero. Arrancamos y entramos al pueblo. Por todas partes había movimiento de camiones y carrotanques que llegaban a surtir. El Flaco vendería al día siguiente, después de descansar. Sus cuatro millones y medio se habían convertido en nueve. De allí sacarían los gastos del viaje, el pago del ayudante y la ganancia. Con el capital de siempre en dos días, saldría otra vez rumbo a Montelara.

Estacionamos, bajamos del Ford y caminamos rumbo a la calle. Por primera vez en un día y medio, pensé, nos libraríamos del constante olor a gasolina. Pero qué va: cuando avanzamos por el parqueadero, nuestros pies se hundían en el suelo húmedo. Allí, otra vez, la tierra se había vuelto oscura de tanto chupar combustible.

A esta hora los curripacos duermen. O eso parece. El sol del mediodía calienta en lo más alto, como un tizón allá arriba, mientras acá abajo sur de Guainía, frente a Venezuela, muy cerca de Brasil– el caserío permanece aletargado y vacío. Son 60 casas con paredes de bahareque o tablas, techos de palma o zinc, habitadas por descendientes de la etnia arawak. La comunidad de Cangrejo, junto al río Negro, suele ser un vaivén permanente de hombres y mujeres cuyas vidas discurren como ese cauce de aguas oscuras. Pero a esta hora –12:05, decíamos– nadie camina por sus calles desiertas.

Iginia Pinto no tiene tiempo para descansar. Desde esta mañana, con su hija y varios nietos, se instaló dentro de una choza dispuesta a tostar 100 kilos de mañoco. A ratos con parsimonia, a ratos con violencia, Iginia mueve la harina de yuca sometiéndola al calor salvaje que arde bajo el budare de hierro. Iginia ronda los 70 años, es menuda y parece frágil, pero aún tiene fuerzas para cocinar de pie durante horas. Para alimentar la brasa como un fogonero, con palos gruesos que recogen los niños en los terrenos cercanos.

El fuego no ha dejado de arder durante la faena de hoy, y el espacio dentro de la choza se ha llenado de una ceniza fina que flota en el aire. La luz del mediodía hiere la penumbra, se cuela entre las varas de las paredes y las sombras proyectadas dibujan líneas temblorosas en el piso de tierra cruda. Inmune al bochorno, Iginia cocina sin decir palabra.

***

En el extremo sur del río Negro, que aquí es la frontera natural con Venezuela, del lado colombiano sobresale un pueblo entre todos los caseríos de la zona: San Felipe hace las veces de capital. Tiene solo cuatro calles, pero es el único con comercio, escuela, iglesia y puesto de salud. En su periferia, siempre junto al río, hay 21 comunidades indígenas (todas muy limpias, con patios despejados y chozas distribuidas bajo árboles antiguos), la mayoría habitadas por curripacos, y unas pocas donde viven también los yerales, indígenas venidos de Brasil.

Con frecuencia, cuando necesitan comprar o vender algún insumo, los nativos viajan por el río en curiaras (botes largos y delgados hechos a partir de troncos) de remo o motor hasta San Felipe. Allí hacen sus diligencias y vuelven a sus aldeas antes de que caiga la noche. Los pobladores de estas comunidades suman un millar de habitantes.

La historia del Bajo Guainía –todos los pueblos ubicados entre Puerto Colombia y Brasil– está ligada al comercio del caucho y del fique. Pero también, como suele ocurrir en toda frontera, al contrabando de mercancías. Multitudes de desplazados y buscavidas diversos llegaron a este lugar atraídos por la esperanza de riqueza súbita. Había dinero entonces, todo estaba permitido y en San Felipe prosperaron cuatro prostíbulos y varias discotecas. Muchos “emprendedores” de origen dudoso –es decir, traquetos– amasaron fortunas. Más tarde, cuando llegó la ley (armada y ejército), se produjo una estampida. Y ahora, repartidas por todo el pueblo, se ven sus casas estrambóticas, que duermen en silencio el largo sueño del abandono.

A pocos pasos de San Felipe, cruzando un desvencijado puente de madera, entre cultivos de yuca amarga, está la comunidad de Cangrejo.

***

El mañoco –el oro de la selva– es una harina grumosa que se produce a partir de la yuca amarga. A diferencia de la dulce, esta hay que manejarla con sumo cuidado: contiene cianuro y es preciso extraerlo antes del consumo. De la yuca se conocen más de 50 variedades, y para los curripacos tiene una ventaja primordial: en esta selva húmeda se cultiva durante todo el año.

En su libro Datos etnográficos de Venezuela, el naturalista Lisandro Alvarado describe así el proceso de elaboración del mañoco: “Rallan la raíz (de la yuca) lo mismo que para fabricar casabe, y mezclan enseguida la masa con un fermento especial, a fin de que pueda el mañoco conservarse largo tiempo sin alterarse, y de que adquiera un sabor acídulo conveniente al gusto de los indígenas. Esta levadura se prepara de antemano poniendo en un catumare (vasija de palma) cierta porción de raíces para mantenerlas en remojo hasta que, reblandecida y fermentada, la sacan, descortezan y deshacen, volviéndola una masa homogénea, que es la que mezclan con la raíz rallada, en la proporción de una parte de morojói (así llaman a esta levadura) por tres de raíz rallada, teniendo cuidado de que al efectuarse la operación no haya en las manos herida alguna, ni escoriación. Échase la mixtura en el sebucán (una manga), prénsase, despójasela del yare (líquido amargo), y enjuta ya la masa y convertida en un largo cilindro, sácanla y pónenla en una guapa (cesta) grande en donde la desbaratan, convirtiéndola en una harina basta y gruesa, que tamizan y despojan de las partículas fibrosas. Cernida la harina, viértenla sobre un budare puesto al fuego, cuyo borde sobresale como cuatro dedos de alto, y con una paleta de madera van removiendo la sustancia para que se tueste con uniformidad y deje escapar, en forma de vaho denso y blanco, los restos de humedad y de zumo tóxico (ácido prúsico) que encierra, y también para que adquiera un color amarillo dorado y su final consistencia. En tal estado se guarda y se almacena”.

Los indígenas del triángulo amazónico que comparten Colombia, Venezuela y Brasil, consumen el mañoco y confían en sus virtudes desde antes de que llegara Colón a estas tierras. La yuca, dicen, es buena para la digestión y ayuda a combatir infecciones; también reduce la inflamación, alivia el estreñimiento y los trastornos digestivos; mejora la artritis y disminuye el dolor en las articulaciones; mitiga el dolor de cabeza, elimina las erupciones de la piel y reduce el colesterol; contiene vitaminas A, B y C; aporta calcio, potasio, fósforo, hierro, manganeso, cobre. Y, por encima de todo, contiene almidón: una gran fuente de energía. Justo lo que se necesita para sobrevivir en la selva profunda.

***

Melvino Arias, un líder curripaco, es nativo de San Felipe, pero emigró y vive en la comunidad de Coco Nuevo, ubicada a pocos kilómetros de Inírida. Melvino conoce el movimiento del mañoco desde que nació allá junto al río; hoy vive preocupado por las amenazas que enfrenta su comercialización.

—Antes nos iba bien, porque en los tiempos de bonanza los venezolanos compraban mucho mañoco; ellos nunca se dedicaron a hacer: compraban. Ahora, con el cambio de moneda, en este momento hay una de las peores crisis que ha habido. Los venezolanos eran los principales clientes, pero eso se acabó. Y en nuestras comunidades hay una afectación, porque el mañoco sigue siendo la principal actividad de los nativos.

Esta tierra sufrió un éxodo. Hace 15 años, quizá un poco menos, varios centenares de indígenas abandonaron la zona y cruzaron la frontera rumbo a Venezuela, cuando ese país era todavía un destino favorable. Pero la revolución chavista dañó las cosas. Hace cinco años empezó una nueva migración, esta vez en sentido inverso: los colombianos que se habían ido están ahora de regreso. Y a ellos se han sumado muchos venezolanos desesperados.

Algunos nativos venden su producción de mañoco en San Carlos, un pueblo de Venezuela ubicado frente a San Felipe, en la otra orilla. Otros viajan con los costales hasta Maroa, un pueblo venezolano, más bien fantasma, ubicado a casi cuatro horas de navegación río arriba, en lancha rápida o “voladora”. Pero los comerciantes de la zona, colonos venidos de otras tierras, son los únicos que tienen la capacidad de llevar mañoco en cantidades hasta Inírida.

Para sacar la producción hay dos rutas –dice Melvino–, y las dos son complicadas. Por el pueblo de Yavita es la más fácil: hay que viajar por los ríos y hay que cruzar ese pedazo, que es territorio de Venezuela (una trocha de 30 kilómetros por tierra). Pero después de 1 o 2 toneladas, ya no se puede en lancha y toca coger la trocha de Huesitos: 80 kilómetros muy difíciles. Ahorita son 13 horas de recorrido, porque está muy mala esa vía. Millón y medio cobran los tractores por cruzar. Por eso a veces es preferible venderles a los venezolanos, que están ahí mismito, al precio que paguen.

Melvino dice que lo urgente es reparar la trocha de Huesitos: con eso mejoraría la vida en las comunidades. Muchos paisanos, dice, se han sacado la nacionalidad venezolana para cruzar el atajo en suelo extranjero y evitar problemas con la autoridad. Si alguien decide hacer el viaje solo por tierra colombiana, debe navegar el río Negro hacia arriba, ahí tomar la desembocadura del Casiquiare y salir después al Orinoco; desde allí debe bajar hasta San Fernando de Atabapo, el punto donde estuvo Humboldt, y de ahí caer finalmente a Inírida. El viajero gastará más o menos cinco jornadas navegando de día: de 6:00 a 6:00. Pero eso es en invierno, porque en verano son ocho días de travesía.

Huesitos, sin embargo, es una ruta peor, y la más costosa. Pero a veces es la única. Melvino: “Por ahí toca pagar hasta tres millones ida y vuelta, más el combustible. El desplazamiento es complicado, aunque sea buen negocio”.

***

Entre Inírida y San Felipe, un par de veces al mes, viaja un avión que transporta suministros pagado por comerciantes del pueblo. A veces, en esa pista deteriorada, aterrizan vuelos oficiales y avionetas enviadas por algún servicio de salud. Pero estas son oportunidades infrecuentes. Lo único seguro ­–desde siempre y para siempre– son los ríos y sus caudales veleidosos. En invierno, cuando la corriente sube 10 o 15 metros, los cauces se vuelven senderos anchos (500 metros de orilla a orilla) de fácil navegación: bajo el agua se oculta la amenaza de las rocas grandes, y las corrientes traicioneras prácticamente cesan. En verano el agua baja, los obstáculos aparecen y el tránsito se convierte en una odisea. Los motoristas, que conocen todos estos ríos, evitan los tramos más peligrosos saliéndose del cauce: a cada rato los viajeros tienen que abandonar los botes para sortear los accidentes a pie. Deben bajar la carga, echársela al hombro y caminar con ella antes de abordar la lancha en un punto más seguro. Y todo el transporte es así, siempre atado a los caprichos de la corriente.

***

Iginia repite la ceremonia del tostado un par de veces por semana, y todos los miembros de su familia viven de esa actividad. A medida que mueve la paleta sobre el budare, parece que poco a poco va alcanzando una especie de trance: en su rostro no hay expresión; no hay fatiga, tedio ni dolor. Tampoco placer. El trabajo de Iginia es pura rutina y su cara, llena de surcos profundos, mantiene siempre un gesto pétreo con la mirada fija en la harina. A ratos pone la mano encima y verifica la temperatura, o coge con los dedos un puñado y se lo lleva a la boca: prueba el material para estar segura de que todo marcha bien.

Mientras Iginia cocina, su hija me ofrece por fin una taza llena de mañoco cocido y agua. Con una totuma, imitándolos, voy sorbiendo pequeñas cantidades como quien come cereal por la mañana. El gusto es amargo y las pepitas de harina crujen en cada mordisco. Es un sabor que exige curiosidad y costumbre, pero la descarga de energía es evidente.

Así, cucharada a cucharada, voy consumiendo el oro de la selva: el alimento difícil que los indígenas curripacos le arrancan a la tierra desde hace siglos. Entonces pienso en el origen de lo que estoy llevando a mi estómago: en la piel fuerte y rústica de la yuca amarga; incluso en la violencia de su veneno –a veces inofensivo, pero siempre latente–. Y así entiendo por qué el mañoco es el principal bocado de toda esta etnia empecinada: no puede haber para ellos, gente recia, un alimento más apropiado.

Mi gallo de pelea

Publicado: 15 agosto 2010 en Sinar Alvarado
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Uno

Aquí, en Briceño, en este pueblito terroso muy cerca de Bogotá, ochenta personas vibran bajo un techo de paja y alrededor de la arena estrecha. Quince tipos empujan, gritan y comparan gallos junto a la báscula para casar las primeras peleas de esta noche fría.

Hay hombres que llevan sombreros y cargan mochilas llenas de billetes. Hay mujeres rústicas que chillan y manotean; apenas logran comunicarse por encima de la música guitarrera. Hay personas que tragan con deleite un caldo de gallina. Afuera hace frío, pero adentro, bajo el techo del quiosco, hay una calidez que ya empieza a volverse vaporosa.

En unos minutos le pondremos a Pinto, mi nuevo gallo, las espuelas que usará en su primer combate. Mientras tanto él sigue allí, sereno, pavoneándose sobre una mesa en esta esquina de la gallera. Calmado. Casi ajeno al festín que lo rodea, si no fuera porque todo esto (el cacareo de cien gallos, la música a todo taco, botellas de aguardiente, de cerveza y de whisky en muchas manos, rumores, promesas, dos o tres cámaras de video y un televisor gigante que transmite imágenes de los combates) se ha juntado por el convite de su violencia natural.

* * *

Me inicié en el mundo gallero cuando acepté un encargo de SoHo: debía comprar un gallo. Debía entrenarlo, debutar con él en una pelea y explorar el mundo de las riñas para luego contarlo a los lectores. Se dice fácil.

Después de una investigación preliminar supe que la Gallera San Miguel (500 sillas, la más grande del país), en Bogotá, era una suerte de catedral: el sitio ideal para iniciar mi pasantía. Durante un par de semanas fui varias noches como espectador, y empecé a entender la mecánica de las peleas. Supe que la victoria y la derrota se deciden de varias maneras. La más fácil: uno vive y otro muere. Pero hay más: uno domina mientras el otro, vencido (o «caído», según la jerga), deja de picar: no responde a los ataques de su oponente. En este caso el juez da al gallo desanimado tres oportunidades de respuesta y un minuto contado en un reloj de arena más alto que un gallo grande. Lo provoca lanzando cerca al otro combatiente, y si el gallo manso permanece inmóvil, se da por terminada la pelea. El vencido pierde, pero sigue vivo. Por el contrario, si se levanta, el combate sigue hasta el final.

A veces el perdedor huye, maldito cobarde. Un gallo «huido» es la peor deshonra para un gallero, y abundan dueños que premian al fugitivo con una torcedura de pescuezo: ni para cría servirá, nadie quiere prolongar la estirpe de un cobarde. También existe la opción del empate: si a los 15 minutos los dos gallos, según el juez o por acuerdo de ambos dueños, lucen parejos, la pelea se declara «abierta» y los animales quedan en tablas.

* * *

¿Cómo llamar a un gallero hijo de gallero? ¿Qué nombre darle a un tipo que incluso se parece a esas aves peleadoras? Claudio Tovar —el cabello cano, la cara morena y triste, la nariz como un pico, las mejillas caídas— es el dueño de «la San Miguel», un sujeto que se conduce en su gremio como un padrino. Uno que tendría su silla en la mesa redonda de la gallería colombiana, si hubiera tal cosa.

Como es hijo de Miguel Tovar, quien construyó este coliseo a mediados de los cincuenta, Claudio se ha pasado la vida rodeado de gallos. Se parece a los sobrevivientes de la antigua realeza italiana: hombres que respiran clase y mando, que revelan en sus gestos y en sus palabras todo el bagaje de sus ancestros nobles, y que ahora, huérfanos de poder real, viven en palacios venidos a menos, aferrados a los despojos de su antigua magia imperial. Cuando se pasea por sus dominios, los galleros lo abordan: don Claudio esto, don Claudio lo otro.

Una noche, en las gradas de su gallera, estaba hipnotizado con el bullicio del ruedo cuando me llamó la atención un gordito con pinta de niño bien: blanco y de ojos claros, los labios finos, la ropa deportiva muy ajustada. Lo vi gastar energías moviéndose y negociando apuestas, reclamando a los jueces cualquier fallo discutible. En uno de los combates, que perdió de la peor manera, el gordito corrió de pronto hacia el lavadero para examinar allí, asistido por un hombretón de cabello indio, al gallo malogrado —puros temblores y pataletas— cuya vida se escapaba entre hemorragias profusas.

Seguí a los tipos para conocer la derrota de un gallo fino. Ellos discutían:

—¡Huy, ese animal estaba muy grande! —los dedos ágiles del gordito, buscando rastros de espuelazos fatales.

—Mire nomás, pobre animalito —el indio frunciendo los labios, pellizcando la piel y sacando sangre de las heridas.

Así estuvieron un rato, con el gallo bajo el chorro de agua, desesperados por definir si había futuro para esa pequeña bestia estropeada.

Me acerqué a Claudio y le solté:

—Quiero comprar un buen gallo y echarlo a pelear…

Intenté explicar el proyecto con la mayor seriedad. Dije que la cosa iba en serio, aunque pareciera un juego de ociosos. Y estaba en esas cuando se nos acercó el gordito. Venía con el rostro desencajado, parecía a punto de llorar.

—¿Qué hubo, Lucho, cómo me le fue? —preguntó el don.

— Hombre, don Claudio, muy mal, muy mal. Once peleas y gané una solita.

Lo supe luego: un gallo puede durar entre cinco y siete peleas. Incluso más. Si sobrevive y demuestra aptitudes, puede servir de padrón y, a lo mejor, dar buena descendencia. Pero hay muchos animales que no alcanzan el trío de victorias. Y existen casos, el terror de los galleros, de ejemplares que pierden su primer combate y mueren convertidos en una pérdida absoluta.

Me alejaba para darles espacio, pero Claudio me detuvo tomándome del brazo, y dijo que Lucho, el gordito, era el hombre indicado: él me vendería un buen gallo.

Lucho (comerciante) y su hermano Alejandro (ingeniero civil) —callado, pura mesura, el semblante bonachón, la sonrisa fácil— viajan por el interior del país siguiendo el calendario gallero, sosteniendo un «pote» (efectivo para apostar) que junta varios millones de pesos en efectivo y respalda las peleas de sus favoritos.

Una noche, en la gallera de Claudio, me senté a beber con ellos y con Fermín, alias ‘Oso’ —el cabello indio, la cabeza enorme, los brazos fuertes y peludos—, el hombretón que acompañaba a Lucho cuando intentaba reanimar a aquel pobre gallo en el lavadero.

—¿Se puede vivir de los gallos? —pregunté.

—Vea, hermano —explicó Alejandro—, esto es un pasatiempo, una lotería muy verraca. A veces a uno le va bien y gana peleas, pero a veces la cosa se tuerce y lo pelan rapidito.

Después, como ponderando sus palabras, gritando por encima de la música, agregó:

—Pero este es un mundo muy bonito. Uno disfruta nada más viendo la estampa y la valentía de esos animales.

De repente, como examinándose, todos empezaron a recordar los orígenes de su afición.

—Nosotros somos la segunda generación de galleros, como Claudio y como Fermín —dijo Lucho.

—Mi papá crió los gallos del papá de estos —agregó Fermín mientras servía aguardiente y señalaba a los hermanos.

—Mi viejo era famoso y apostaba duro —contó Alejandro—. Él movía plata. Ganaba y se subía por esa escalera (la señaló), y vea (de pie, lanzando fajos imaginarios): ¡eso era botar y botar billetes pa abajo! ¡Y la gente recogiendo como en piñata! —todos estallaron en una gran risotada—. Pero el viejo botó mucha plata. De eso al final no quedó casi nada.

Pero Lucho, como para dejar limpio el nombre del padre, dijo con orgullo que el viejo fue un gallero respetado. Que gracias a él, ahora ellos eran reconocidos.

—Usté ya vio, esto lo lleva uno en la sangre, hermano. Uno nace con esto.

* * *

Así se apuesta. La puja principal, que la hacen los dueños de los dos gallos en disputa, es la más sencilla: el que pierde le paga al otro, y listo. Pero afuera, en el ruedo, cualquiera que tenga dinero puede apostar al gallo que más le guste, y ganará o perderá dependiendo del destino de su candidato. A medida que avanza la pelea los galleros con ojo profético se arriesgan y entran en apuestas más elaboradas, que surgen cuando un animal lleva ventaja. Gritan, por ejemplo, «¡voy cien a veinte al pinto!». Nuestro experto está diciendo que si ese pinto, que está jodido, efectivamente pierde, él pagará solo dos partes de diez (20.000, 200.000, etcétera). Por el contrario, si se produce un milagro y el decaído pinto termina venciendo, el afortunado apostador gana las diez partes completas después de arriesgar solo dos. Los que saben juegan con la naturaleza de la pelea, dependiendo de cómo la vean evolucionar. El buen gallero casi nunca pierde.

Dos

Pinto camina con dudas sobre la mesa de madera. Esquiva botellas de cerveza, cacarea, mira su reflejo sobre un vidrio cercano. Lucho y Fermín se fijan en un pollo colorao que anda muy cerca en brazos de su dueño. Parece un contendor adecuado: la misma talla, tal vez un peso similar. Llamamos al tipo y charlamos. Mírelo… Claro, pollito, véalo… ¿Vamos? ¿Los echamos?… Venga, hombre, pesemos a ver…

Después de esta negociación breve vamos a la báscula y verificamos el peso de los animales. El otro también vino a debutar, así que tenemos un match perfecto. Los ponemos en el piso y comparamos su tamaño. Luego revisamos la piel bajo las alas, las patas y el estado general de cada gallo, hasta verificar que se trata de dos pollos semejantes.

Volvemos a nuestra esquina y le instalamos las espuelas a Pinto —prisa, sudor, manos que tiemblan—. Se forran las patas con esparadrapo, se instala una base metálica sobre el muñón de la espuela natural y allí se ajusta, con gotas de cera caliente y más esparadrapo, la espuela de carey.

Apenas son las nueve de la noche. Hemos visto cuatro o cinco peleas, y dos de ellas han terminado abiertas. Empatadas. Justo lo que más temo. Es cierto que busco la victoria o, si no es posible, una derrota digna. Pero nada de tablas. Nada de gallos maltratados y peleas estériles. Ya tuve demasiado de esto.

* * *

Dos semanas después de conocer a Lucho en la San Miguel, cuando apenas iniciaba esta aventura, un sábado llegué al centro de Chía, cuarenta minutos al norte de Bogotá. Crucé un portón de hierro y caminé sobre tierra pedregosa hasta alcanzar un segundo portón de tablas.

Los cacareos de una bandada flotaban por encima del solar, y al entrar los vi: gallos repartidos en cajas de madera, asomando sus cabezas a través de pequeñas aberturas; en jaulas circulares de estambre, puestas directamente sobre el suelo de tierra; en jaulas cuadradas, más altas, elevadas del piso unas encima de las otras, y cubiertas con largas telas que protegían a los animales del frío nocturno.

Lucho y Fermín improvisaron un recorrido.

—Tenemos unos doscientos cincuenta animales —contó Lucho—, entre pollos que están llegando y gallos que ya hemos echado, o que estamos preparando pa echarlos.

Se paró junto a una repisa llena de objetos.

—Con esto los entrenamos —dijo, mostrando unos guantecitos de boxeo, bandas elásticas, esparadrapo, medicinas, jeringas, esponjas, tijeras.

—¿Dónde puedo escoger uno? —pregunté.

—Venga por acá —dijo Fermín, caminando hacia el fondo del local—. Todos estos pollos están acabaítos de llegar. Este es bueno, y este, y este de acá…

En una de las jaulas, mientras daba vueltas con nerviosismo, un colorao me cautivó. Tenía el plumaje limpio, de azul y verde tornasolados que le centelleaban en la cola, de plumas color naranja encendido que le adornaban el cuello.

— Me gusta el colorao de allá. ¿En cuánto estaría listo para pelear?

—Cinco semanas, más o menos. Hay que carearlo por lo menos cuatro veces, ponerlo a que coja fuerza en las patas, a que pique bien…

—¿Y en cuánto me lo dejan?

—A ver… Ese es… —Fermín revisó en una carpeta—. Trescientos cincuenta. ¿Le sirve?

—Me sirve.

Tenía por fin mi primer gallo de pelea. Lo bauticé Truman y empecé a encariñarme con él. Un idilio que no iba a durar.

Fermín, que cobró 100.000 pesos por entrenar a Truman, alimentación y medicinas incluidas, sacó al gallo de la jaula y lo sujetó con una mano. Fue hacia una esquina y descolgó la pequeña tijera. Se agachó junto a un balde de agua, limpió la cabeza del animal con una esponja mojada y preparó la zona bajo el pico.

—La desbarbada —me dijo—. Se le quitan las barbas al pollo pa que el otro no lo coja por ahí.

De un solo tijeretazo Fermín cortó los colgajos. Luego pulió su trabajo hasta dejar el cuello del animal libre de membranas.

Dos semanas después, cuando las heridas de Truman cicatrizaron, volví a Chía. El animal había ganado un poco de peso, justo como predijo Fermín.

—Hoy le aplicamos la naranja, mañana lo peluqueamos y lo descrestamos.

Fermín cortó una fruta y embadurnó todos los rincones bajos del gallo: los muslos, entre las alas, en el pecho, en «la corbata», llenándolo de ese pegote oloroso que dejó secar hasta el día siguiente. El truco que lo ayudaría en la peluqueada.

Al otro día, en la mañana, Fermín cortó plumas durante media hora: caían pequeños montones apelmazados por la naranja seca. Podó al animal hasta dejarlo fresco y ligero. Por la tarde, con Truman ahora exhibiendo su nuevo perfil apolíneo, Fermín procedió a la descrestada. Igual que con las barbas, se despoja al animal de colgajos que servirían de diana a sus contendores. Cuando terminó, mi gallo se parecía a los campeones que tanto había admirado en los afiches galleros.

Tuvimos que esperar otro par de semanas, mientras Truman se recuperaba de sus heridas, para empezar el entrenamiento. Cada ocho días viajé a Chía para repetir la rutina de los careos: Fermín llevaba el gallo hasta el centro del terreno, sobre la grama. Allí le amarraba el pico con esparadrapo para que no picara, le ajustaba guantecitos como de boxeo enano en las espuelas y lo ponía a pelear de mentira con otro gallo que escogía entre un grupo de candidatos: el sparring. Los dos gallos se embestían durante 10 o 15 minutos, zumbando en el aire y asaltándose con inquina, pero sin dañarse.

Después, Fermín lanzaba a Truman al aire varias veces, a metro y medio del suelo, y lo dejaba caer.

—Pa que coja fuerza en las piernas.

Cumplida media hora de ejercicios, Fermín lo subía a un palo que colgaba de dos bandas elásticas, y Truman, amarrado de una pata, tenía que permanecer en un equilibrio obligado. Allí lo dejábamos durante otros 15 minutos, para luego bajarlo e inyectarle vitaminas y desparasitante.

En la repetición de estos rituales se nos fue un mes y medio. Yo estaba encantado. Truman iba a cumplir un año y se encontraba en el mejor momento para debutar.

Tres

Ahora, varios meses más tarde, aquí en Briceño, en este pueblito terroso, estamos listos para otra pelea. Llevamos los animales al ruedo y de inmediato se enciende el ruidoso clamor de las apuestas: «¡Voy 50 al colorao! ¡Cien al pinto, cien; cien al pinto!». La forma de la esperanza: escuchar la voz de alguien que confía en tu gallo, alguien que arriesga su dinero en tu aventura.

Toco por última vez el plumaje de mi nuevo gallo Pinto. Fermín lo lleva hasta el centro de la arena y junto al juez prepara los detalles: limpian con algodones húmedos los picos de los animales, los revisan por encima y llevan al inicio la aguja de un reloj que pende sobre la arena. Todos los combates duran 15 minutos, aunque algunas galleras los han bajado a doce. El juez, antes de sonar el timbre, escribe en una pizarra el color de cada gallo y su cuerda o compañía de origen. Luego carean varias veces a los animales para encender la ira mutua. Y los sueltan.

Pinto se desboca en una seguidilla de brincos y ataques fallidos. Aletea con prisa, salta y pica, pero no hay muestras de daño en su oponente. Este parece adivinar el punto débil de mi gallo, inicia golpes violentos que derriban a Pinto una y otra vez. Coño. Pinto se apura sin motivos y pierde estabilidad en cada salto. El otro aprovecha y embiste, lo tumba repetidas veces.

Alrededor, de pie, decenas de personas gritan ante la primera pelea que se aleja del empate. Acá hay un gallo que domina, y es el colorao, aunque el mío resiste. Desde mi lado del ruedo lanzo miradas hacia el otro extremo, donde Lucho y Alejandro hacen fuerza por Pinto. Los miro intentando leer el futuro en sus rostros. Y lucen preocupados.

* * *

Según la pinta de las plumas, en Colombia, hay coloraos (las plumas oscuras, dominadas por manchas rojas y anaranjadas en todo el cuerpo), hay blancos y jabaos (mezcla de pintas amarillas y grises); hay pintos (negro con pintas rojas), marañones (gris cenizo con rojo), giros (negro con alas amarillas) y canagüay (blanco con rojo). También hay gallinos, repeluses (pelones), negros y otros, muchos otros.

Pero el color es solo una manifestación de la raza. En el país existen sobre todo ejemplares mestizos, descendientes de dos grandes grupos: los shamo (de origen oriental) y los bankiva (españoles, ingleses y americanos), que son los más comunes. La raza puede determinar contextura, talla, peso y habilidades para la pelea.

Rito Mateus, un enrazador con cincuenta años de oficio, me explicó una tarde en su pequeña granja de Chía que esta ciencia se basa, primero, en aparear a los mejores gallos con las mejores gallinas, combinando virtudes y pensando con cuidado en lo que se busca. Como el enrazador no puede saber la calidad que tendrá la descendencia, tiene que esperar a que los animales crezcan. Tiene que entrenarlos y pelearlos para saber si vale la pena seguir cruzando a esos padres, o si tendrá que probar suerte con otros. Esto obliga a los criadores a esperar por lo menos año y medio antes de verificar si sus tentativas marchan en la dirección correcta.

En el cruce se busca que los pollos resulten tinosos (con puntería en la picada), fieros y resistentes (que ataquen hasta el final); que sean rápidos y, en lo posible, también hermosos. Se desean gallos ‘finos’ o ‘de raza’: ejemplares con madera de campeones. Pero las parejas de calidad no garantizan el éxito genético. Los hijos de padres buenos pueden salir flojos o huidizos. El azar del cariotipo puede jugar malas pasadas y producir animales cuyo único fin será la olla del sancocho.

* * *

Una noche de enero, con Truman, mi primer gallo listo para su debut, asistí a un desafío en Pereira. La gallera más limpia que he visto funciona allí en un patio familiar. Por todas partes había madera pulida y mesas con platos de lechona. Sentado en la primera fila del ruedo —camisa verde abierta, cadena de oro, un palillo entre los dientes— estaba el capo adolescente, el patrón de la noche, el que iba a apadrinar casi todas las peleas. Es decir, el que respaldó muchos combates apostando inagotables fajos de billetes al gallo que más le gustó.

A las nueve de la noche casamos nuestra pelea con un pollo que lucía ligeramente inferior a Truman. Cuando comparábamos a los animales el capo aniñado, que apoyaba a nuestro contendor, se paró al lado, chupó un poco su palillo y dijo:

—No me gusta esa pelea.

Y nos quedamos sin oponente.

Tuve que esperar largas horas, tuve que ver decenas de combates parecidos: un teatro repetitivo y monótono de violencia calcada, medio adormilado hasta las cuatro y media de la mañana, cuando volvimos a probar suerte y esta vez, por fin, pudimos amarrar el combate. Desperté y ayudé a preparar a Truman, le instalamos las espuelas y anunciaron nuestra pelea. Ya estábamos a punto de soltar a los animales en la arena cuando el patrón impúber, sin abandonar su silla, hizo una seña y se rajó de nuevo.

Milagrosa Virgencita de las Venganzas: lo dejo en tus manos.

Faltar a un compromiso de esta manera es un acto inaceptable en el mundo de las riñas. Ocurre muy pocas veces, y los protagonistas son siempre los mismos: tipos con poder, que tienen armas y pueden permitirse el abuso.

Volvimos a Bogotá sin pelear a nuestro gallo. Fermín se pasó un mes careándolo en Chía, sosteniendo el entrenamiento para que el animal no perdiera las condiciones. Pero a medida que pasaban las semanas el ánimo de Truman se iba apagando, iba cediendo a un desgano que le venía de adentro. Tal vez la furia de la pelea frustrada se le había enquistado en el cuerpo. Tal vez había cogido un mal aire, un viento raro. Lo cierto es que no hubo forma de salvarlo. Truman murió.

Estuve a punto de abandonar. Pero enfrenté la desgracia, dije qué carajo y busqué otro animal para empezar de nuevo el proceso. Ganara o perdiera, había que pelear.

Unas semanas después de la muerte de Truman volví al criadero de los hermanos Hoyos y escogí a Pinto, un pollo menos arisco pero también prometedor. Lo sometimos al mismo procedimiento, desde la desbarbada hasta los careos semanales, y vimos la evolución del pollo, que iba ganando técnica a medida que avanzaban los enfrentamientos junto al sparring. Completamos las sesiones y lo tuvimos listo para el debut. Esta vez no iríamos muy lejos: había un desafío en Briceño, un pueblito terroso al norte de Bogotá.

Cuatro

Han pasado seis o siete minutos de pelea y la ventaja del colorao empieza a desvanecerse. Por fin dejo de pensar en el dinero que puedo perder (aposté 100.000 pesos de mi bolsillo): como Alí en Zaire, da la impresión de que mi pollo ha decidido cansar a su adversario. Bordeamos los diez minutos y la pelea, ya no tan pareja, se inclina levemente a nuestro favor. Pinto recibe y devuelve, recibe y devuelve. Su cara es la imagen misma del coraje: los ojos inyectados, el pico a medio abrir, las plumas de la cabeza erizadas. Es la mueca del odio.

Súbitamente Pinto recibe en el ojo izquierdo un picotazo violento, y queda medio ciego. Ahora se ve obligado a dar vueltas para ubicar al rival. No lo ve, se le pierde. Pero insiste y lo castiga. Lo arrincona. Salta y golpea. Hunde espuelas allá en lo profundo y…

Al colorao lo va invadiendo la apatía. Aún no se agacha, todavía no entrega, pero casi deja de atacar. «¡No pica! —gritan de un lado—. ¡No pica, juez!». Los jueces toman a los gallos, los revisan, limpian sus picos y los vuelven a echar. Pinto reinicia sus ataques y embiste al colorao por donde puede. El colorao mueve la cabeza como si picara, pero no hay ataque en esos gestos. Por un instante empieza a circular un dilema entre la gente: no queda del todo claro cuál gallo está por vencer, pero la duda, así como llegó, empezará pronto a desvanecerse.

* * *

El mercado gallero, nadie debería dudarlo, ofrece fondos apreciables. Fabián Sarria, de la federación gallera, dice que es «la segunda actividad lúdica en Colombia, después del fútbol». Y habla de «un promedio de doscientos o trescientos espectadores semanales en cada gallera del país». Es decir, un millón de personas. Haciendo números al vuelo, a falta de estadísticas, Sarria sugiere multiplicar esas 3800 galleras de toda Colombia por el dinero que suele apostarse en cualquier desafío semanal, que raras veces baja de los 50 o 60 millones de pesos (en cada pelea, por lo bajo, se apuestan 800.000 entre los dueños de los animales, pero el público supera esa cantidad por mucho, y en una sola noche de desafío puede haber cien o ciento cincuenta combates). Aunque el método está lejos de ser científico, es claro que hablamos de una gran montaña de dinero.

Pero ahora una crisis legal se ha instalado entre los galleros. Etesa (Empresa Territorial para la Salud) lleva tres años intentando «organizar» las galleras colombianas. Hizo un censo (somero), redactó un nuevo reglamento (que nadie sigue) y abrió una licitación para conceder a los aspirantes una licencia de, digámoslo así, ejercicio legal de la gallería. Etesa cree que en el país existen 237 galleras (la Federación Colombiana de Criadores de Gallos de Combate registra 3800), y a su licitación se presentaron apenas seis establecimientos (casi todas de Bogotá, donde funcionan 109 galleras según la federación, y 13 según Etesa). Las demás han entrado en un limbo de ilegalidad.

Etesa dice que actúa en defensa de los apostadores. Que esa gente crédula necesita un garante que respalde los premios porque, de lo contrario, las peleas de gallos corren el riesgo de desaparecer. Por eso el Estado, a través de esta empresa y a cambio de un discreto impuesto que será invertido «en gastos de salud de las comunidades donde se celebran las peleas», ha venido para salvar a los galleros. El discreto impuesto para cada gallera corresponde a la mitad del salario mínimo diario por cada silla. Es decir, la San Miguel, con sus 500 sillas, pagaría algo así como 4.291.750 pesos mensuales, en caso de que tenga ocupación plena. El oficio que ha permanecido después de milenios, el que ha diseñado sus propios métodos basados en la confianza y el valor de la palabra recibe ahora, justo a tiempo, el salvavidas providencial de la administración pública.

Pero los ataques no solo vienen del Estado. Organizaciones no gubernamentales y políticos condenan la violencia que se les impone a esos pobres animalitos. Los antigalleros se aferran a lo que pueden, pues discuten en desventaja legal: la Ley 84 de 1989, que castiga los «actos dañinos y de crueldad» contra los animales con fines de diversión o lucro, contiene una salvedad que exceptúa de las penas (arresto de uno a tres años y multas de entre 5000 y 50.000 pesos) «el rejoneo, el coleo, las corridas de toros, novilladas, corralejas, becerradas y tientas, así como las riñas de gallos» por considerarlas actividades de valor cultural.

David Luna, representante a la Cámara y antigallero confeso, introdujo hace tres años un proyecto de ley que propone multas de 3 a 15 millones de pesos, prohíbe la tenencia de animales por un máximo de diez años y obliga al «criminal», al gallero desequilibrado, a recibir orientación psicológica. El documento, además, propone el decomiso del animal para «garantizar su salud».

A toda esta campaña los galleros, tranquilos y cohesionados, responden con un argumento naturalista: «Los gallos nacieron para pelear».

Cinco

Para despejar la duda hace falta un ataque letal, el último golpe que decida el combate. Por unos segundos el ruido cesa. Por lo menos es eso lo que recuerdo. Concentrado en el cuerpo de Pinto escucho los gritos de la gente en un volumen muy bajo. Percibo en mi cuerpo una sensación estúpida, pero muy real: puedo ayudar a mi gallo, puedo influir en sus movimientos si hago un esfuerzo auténtico. Aprieto las manos con fuerza y espero. Espero hasta que Pinto lanza los últimos ataques sobre su adversario rendido.

Y ganamos.

Culmina la pelea y nos reunimos en torno a Fermín, que lleva el gallo en las manos. Entre abrazos y palmadas de felicitación lo sacamos de la gallera para que tome aire, le revisamos el ojo ensangrentado después de lavarlo con mucha agua fría, y vemos que no lo ha perdido. Se recuperará. Revisamos bajo sus alas en busca de heridas graves, y nada: solo raspones superficiales. Dejamos a Pinto en el suelo para que descanse.

Y allí, con nubes de vapor que expulsa su cuerpo entre las plumas, veo la conducta típica del campeón. Pinto parece olvidar la batalla, escarba la tierra con las puntas de las uñas. Y como si nada hubiera ocurrido, indiferente y despreocupado, tranquilamente empieza a comer. ?

Vienen de soportar el frío de la madrugada, de atravesar dos puntos de control con vigilantes, cámaras y detectores de metales. Luego caminan por corredores solitarios, entre oficinas y vestíbulos abiertos que duermen en la oscuridad. Cuando llegan al piso nueve del edificio vacío, los periodistas encienden luces, aparatos y pantallas: se preparan para arrancar. Y mientras el reloj de la cabina marca las dos y veinte, cuando el televisor número uno muestra imágenes de un partido de fútbol femenino, Herbin Hoyos, el conductor del programa, se sienta ante su micrófono para iniciar la transmisión en vivo de los casi cuarenta telegramas llorosos que compondrán esta noche Las voces del secuestro.

Sentado, dando la espalda a una sala de redacción en penumbras, Herbin coordina desde su puesto al equipo que lo acompaña (María Isabel, Catterinna, Andrea, Lina, Jenny y Carlos). Justo en el centro de la cabina hay una gran mesa en forma de V. Ubicado en el vértice, bajito y locuaz, con un pantalón repleto de bolsillos y forrado por una gruesa chaqueta que le aprieta el cuello, el conductor va pidiendo datos y dando órdenes a las muchachas.

—¿Todo listo, pregunta Hoyos mientras repasa los rostros con su mirada. ¿Me tienen los primeros a tiro?

Todos miran sus computadores, revisan mensajes que llegan por correo electrónico, por teléfono, por chat. Y los van pegando en una hoja de Word que será la bitácora de la jornada, con los datos de la persona que llama, el nombre del secuestrado a quien irá dirigido el mensaje, el lugar y la fecha exacta de su desaparición.

Un jingle sale de los parlantes repitiendo un estribillo que pide «ya no más». Herbin engola ligeramente su voz y empieza, como cada madrugada de domingo, enviando un saludo desde el edificio de Caracol Radio a esos miles de cautivos que, según dice, «nos escuchan a esta hora en las montañas de Colombia».

Cada fin de semana algunos familiares de rehenes acuden a esta cabina como invitados. Aquí leen sus mensajes sin depender de la lotería a la que usualmente los somete el sistema de llamadas. Existen casos de gente que llama, se comunica, permanece una hora esperando turno en la línea y de pronto la comunicación se interrumpe. Entonces, después de llorar y maldecir tan mala suerte, el paciente corresponsal vuelve a discar y a formarse en la larga fila de los que ansían un momento al aire.

Se necesita que el conmutador reciba mil cien llamadas simultáneas para que colapse, y en fechas como el Día del Padre o de la Madre, el Día del Amor y la Amistad o en Nochebuena, esa desproporción ha ocurrido.

Esta noche han venido varios. Está Emperatriz Guevara, una anciana que viste de negro cerrado, sus cabellos color plata, que guarda luto por la muerte de un hijo al que aún no ve (Julián Ernesto Guevara, secuestrado el 11 de enero de 1998, muerto en poder de la guerrilla y cuyos restos todavía no devuelven). Cuando interviene, Emperatriz lee un largo preludio de su mensaje: «buenos días doctora Íngrid, buenos días Álex y Beto, buenos días abuelitos, buenos días James Silva, buenos días…». Así va repasando a casi todos los secuestrados que conoce, los más populares o lo más mencionados, o simplemente esos cuyas familias son más activas en la larga cadena de interesados que se han vinculado a este programa en los últimos trece años. A fuerza de compartir causa y desvelos, esta gente ha formado una comunidad de militantes. Todos se conocen, se llaman, se saludan.

También están Rafael Mora y su esposa Myriam, que se sumaron a «las voces» desde que su hijo mayor (Juan Camilo Mora, administrador de 27 años, secuestrado el 19 de enero de 2006) fue raptado por un par de supuestos policías en un edificio de Santa Cecilia, en el occidente de Bogotá. Ella se aprieta las manos, parece que espanta el sueño cuando mueve con velocidad sus grandes ojos abiertos:

—Desde entonces a nosotros la vida se nos ha vuelto esto: pegarnos al teléfono los domingos en la madrugada para mandarle un mensaje a Juan Camilo, y volver a llamar una o dos veces por semana para grabar otro mensaje si no hemos podido comunicarnos el fin de semana.

Lo más cercano a una prueba de vida que los Mora han recibido fue precisamente una llamada. Entró al celular de Myriam el lunes 27 de agosto a las dos y treinta y cuatro de la tarde, y como ella no pudo responder, esta fue a parar al buzón. En el mensaje se oyen algunos gritos, frases que parecen ser órdenes apresuradas. Y se escucha con toda claridad el tableteo, el tatatá de ametralladoras o fusiles o quién sabe qué armas que escupen balas en medio de un combate. Se perciben respiraciones agitadas, movimientos, prisas. Y se sospecha que alguien, el que llama, quienquiera que sea, levanta el teléfono en algún punto lejano de la selva para transmitir esos sonidos, ese mensaje urgente deseando que acá, en este extremo de la línea, haya un corresponsal con la oreja pegada al aparato: escuchando.

Esta noche ha venido, además, la familia del teniente coronel Luis Mendieta (secuestrado el 1° de noviembre de 1998), que representa algo así como el paradigma del activismo antisecuestro: son protagonistas de un documental dirigido por el periodista Jorge Enrique Botero; Jenny, la hija del coronel, trabaja como voluntaria en el programa; su madre, María Teresa, ha viajado a Venezuela y se ha reunido con Hugo Chávez en medio de las gestiones que buscan un intercambio humanitario.

Junto a todos ellos, sin familiares cautivos, pero venidos acá por pura solidaridad, los tres policías cantantes: unos hombrazos duros, de actitud marcial, que sin embargo se ablandarán en las próximas horas.

***

La oficina de Herbin Hoyos, ubicada a solo diez cuadras del edificio de Caracol Radio, tiene todas las paredes tapizadas con diplomas y placas de reconocimiento. La mayoría de los carteles habla de labores humanitarias, del trabajo que esta organización, liderada por él, hace por los secuestrados, por la erradicación de minas, por casi cualquier cosa que tenga algo que ver con la guerra colombiana. Sobre las mismas paredes abundan, también, las fotografías: Herbin en Afganistán, en Gaza o en Irak, siempre protegido por un grueso chaleco; Herbin ligeramente agachado, sonriente, abrazando con orgullo al difunto Yasser Arafat.
Sentado detrás de su escritorio, atendiendo con frecuencia uno de sus tres celulares, Herbin —ahora, de día, vestido de saco y corbata— narra el episodio que dio origen al programa. Cuenta que él mismo fue secuestrado por las Farc después de una «invitación» que le hicieron en el mes de marzo de 1994. Que se lo llevaron para que asistiera a una cumbre guerrillera, para que saliera del monte con un mensaje de los insurgentes dirigido a la opinión pública.

En una de sus primeras noches cautivo, en las montañas del Tolima, Herbin fue conducido a una choza donde había otros secuestrados. Allí, confundido en la oscuridad, vio a un anciano que se guarecía bajo un cobertizo; un refugio precario donde el viejo, enroscado sobre sí mismo, se aferraba a un pequeño radio, matando así las horas de ocio. Fue él quien le preguntó al periodista recién llegado por qué los medios de comunicación no hacían algo para los rehenes.

Herbin se reclina en su silla, se acomoda la corbata y dice con cierta solemnidad:

—A partir de ese momento yo no pude dejar de pensar en las palabras del viejo.

Así transcurrieron sus dos semanas en poder de la guerrilla: durmiendo mal en campamentos de paso, caminando entre la maleza, atravesando ríos sobre puentes hechos con troncos caídos. Hasta que el ejército les dio alcance. Hasta que se produjo una breve escaramuza y los guerrilleros, desesperados por escapar de sus perseguidores, decidieron abandonar al reportero allí mismo.

—Apenas regresé hice un programa donde conté mi secuestro, y empezaron a llegar decenas de llamadas.

Desde esa emisión, explica Herbin, Las voces del secuestro ha reunido un equipo de trescientos colaboradores en todo el país, con corresponsales, investigadores y productores. Un conjunto que ha realizado poco más de setecientas emisiones y ha recibido casi 320.000 llamadas, mientras en más de un centenar de países una red de emisoras repite la señal. Además, el grupo mantiene un portal con noticias y estadísticas de secuestros en Colombia, y el programa completo forma parte de diversas iniciativas no gubernamentales en el área de Derechos Humanos.

***

A las tres y nueve de la madrugada, cuando el televisor número dos entrega a Paris Hilton, risueña, despreocupada, bajando de su Jaguar, Herbin lee media docena de nombres como quien pasa lista de asistencia. Así les avisa a esos secuestrados, en caso de que estén escuchando, que en los próximos minutos algún familiar les hablará. Todos los que llaman, para no repetirse ni olvidar datos importantes, sin improvisar, aplican la técnica del mensaje leído. La mayoría recurre a la religión, eleva plegarias y recomienda a los cautivos que se armen de paciencia y confianza en Dios. Que resistan, que no desmayen, que en algún momento tendrá que producirse la liberación. Hablan como esos bomberos que, frente a las llamas, sí, queriendo socorrer a la víctima atrapada, pero viendo el infierno desde afuera, dicen con una ética difícil que jamás podrá ser justa: aguante, amigo, no salte.

Acá, en los treinta metros cuadrados de la cabina, salvo en los recesos esporádicos, domina una atmósfera de abatimiento. Cuando los televisores regalan postales del mundo libre, cuando las muchachas cruzan chismes e historias, al ambiente se relaja enseguida, y esos latigazos alegres parecen diluir por momentos la pureza del pesar.

Hay quienes llaman y envían a sus familiares breves reportes del mundo negado. Que las ciudades han crecido mucho, que hay nuevas vías y centros comerciales enormes; que se casó la prima Julia, la hija del tío Miguel; que tu hijo menor, querido Pablo, nos ha salido medio flojo pa’ los estudios, pero ahí va; que todos en el barrio me preguntan por usted, que no lo hemos olvidado; que te sigo siendo fiel; que después de tantos años, papá, me ha crecido una barba igualita a la tuya. Y que aguanten, les insisten.

A medida que siguen llegando llamadas, estas van dibujando en alta resolución el mapa de la república. Desde Remedios, desde San Carlos, desde Caucasia y San Luis, desde todos los municipios; desde Medellín, Paipa y Riosucio acuden los infinitos reportes del miedo. Y no hay, no parece haber rincón de Colombia seguro para nadie. Ni siquiera en los cielos: en el transcurso de la noche llegará una llamada para el senador Jorge Gechem, secuestrado el 19 de febrero de 2002 en un avión de la aerolínea Aires que cubría la ruta de Neiva a Bogotá.

Y Herbin cuenta la historia de aquella inocente reportera japonesa, que llegó una noche a reseñar el programa y, mientras escuchaba a decenas de madres, maridos, hermanos y amigos que se iban comunicando a través de las diez líneas telefónicas, la enviada no entendía tanto alboroto y se atrevió a preguntar quién era ese secuestrado importantísimo al que tanta gente llamaba para saludar. Se quedó como de piedra y soltó una lágrima cuando Herbin y las muchachas —ay, cómo te lo explicamos— le dijeron que no era un secuestrado: que cada llamada, querida colega, corresponde a solo una de las 2.801 personas (es la cifra actual de prisioneros en manos de la insurgencia, según las estadísticas de la Fundación País Libre. El año 2000 fue el que más registró secuestros, con un total de 3.572. Y en doce años, desde 1996, el gran total suma 23.666 ciudadanos privados de su libertad) que a esta hora mueven botones y perillas en algún rincón de la selva para sintonizar este programa.

Y que no se sabe, mientras no aparezcan o den señales de vida, si de verdad cada destinatario está escuchando.

***

El propio Herbin, lo sabe poca gente, también fue un guerrero. Pagó el servicio militar, y como soldado tuvo que enfrentarse a tiros con algunos miembros de esa guerrilla que ahora, veinte años más tarde, mantiene cautiva a la audiencia de su programa. Cuando recuerda su paso por el ejército —unas noches más tarde, cuando comamos una pizza juntos—, Herbin luce evidentemente incómodo: no es este el trabajo que le genera más orgullo dentro de su hoja de vida. Pareciera, incluso, que el antiguo combatiente, convertido en hombre de radio, intentara lavar su pasado violento con estas labores humanitarias.

Después de salir del ejército, Herbin se fue a España a estudiar periodismo. Y en un viaje de vacaciones que hizo con un amigo a Irak, empezó su carrera de reportero de guerra cubriendo informalmente la Guerra del Golfo. Desde aquella primera aventura, saltando entre varios países, pero siempre radicado en Colombia, Herbin Hoyos ha desarrollado toda su carrera ligado al mundo de la guerra, metido de cabeza en el conflicto.

En todo momento, no importa el día ni la hora, los celulares de Herbin siguen timbrando. Uno de los aparatos lo usa exclusivamente para comunicarse con los familiares de los secuestrados; resuelve a través de esa línea todo lo que tenga que ver con el problema de los prisioneros. Además de conductor del programa radial, Hoyos es una especie de gestor, de negociador de rescates, de enlace entre las familias y la guerrilla de las Farc.

Desde que recibió un atentado en 1998, Herbin debe desplazarse siempre seguido por un par de guardaespaldas. Casi siempre viaja a bordo de una camioneta blindada; o solo, en una moto enorme, pero siempre acompañado por ese par de tipos sigilosos.

***

En el televisor número tres, a las cuatro y cuarto de la mañana, un centenar de mujeres chinas se ejercitan en una tranquila plaza de Beijing. Mientras se interrumpe el programa durante cinco minutos para que un periodista lea algunos titulares de noticias, todos aprovechan para tomarse un descanso.
Al volver del receso canta un agente de la policía de carreteras. Canta y llora, se le quiebra la voz cuando entona un verso de esa tristísima tonada, de las más tristes que ha podido escoger, que se llama Mi viejo. No se asoman intentos de humor durante la transmisión. Nadie ríe al aire, nadie hace un chiste. Todos los mensajes llevan melancolía, nadie se atreve a bromear. En el mejor de los casos, las comunicaciones son joviales y esperanzadas, pero, concentrados en la seriedad de la desgracia, ninguno de los que llama parece considerar apropiada una dosis de irreverencia.

Son las cinco y veintinueve cuando el televisor número uno exhibe escenas que muestran a dos hombres en batas fabricando quesos en un galpón inmaculado. Quedan sonando, entre tantos reportes del terror, algunos casos. El de Delio Arango (63 años, secuestrado el 29 de agosto de 1996), el de esa pareja de ancianos que todos llaman «los abuelitos»: Gerardo y Carmenza Angulo, secuestrados el 19 de abril de 2000 en La Calera. O el de Jaime Salem, que llamó desde los Emiratos Árabes para leer un mensaje a su hijo Mahmud (secuestrado en Santa Marta el 3 de enero de 2000).

En la sala de redacción que está al lado de la cabina, tres reporteros han llegado hace veinte minutos para empezar a cubrir el primer turno de noticias. Por las grandes ventanas ya se mete la luz de la mañana, se ve el tráfico todavía ligero que empieza a trajinar la carrera séptima. Herbin y las chicas bostezan, hablan con deleite del desayuno que en pocos minutos comerán. Bromean, se va relajando el ambiente de pesar.

Después de que dos policías ejecutan un dueto improvisado, Herbin empieza a despedir el programa. Uno a uno repasa los nombres de todos los integrantes del equipo de producción, y recuerda que seguirán transmitiendo mientras haya secuestrados en el país. Admitiendo, quizá sin verlo de ese modo, que también ellos, quienes hacen el programa, están atrapados: que también viven atados por el secuestro. Que seguirán acá durante las madrugadas frías y solitarias de cada domingo, que «las voces del secuestro» son también las suyas. Y que solo, repite Herbin, «el día que liberen al último secuestrado, ese día se acaba este programa».

Antes no.

El debut de una actriz porno

Publicado: 24 febrero 2010 en Sinar Alvarado
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Primer acto: el preludio

Hace dos semanas Karen (22) tiraba con su novio en un motel de Medellín. Sobre la cama, dice, repetían esforzados algunas de las escenas que veían en el televisor. Y en algún punto de aquella larga faena la pareja vio con interés un anuncio del Canal Kamasutra. Mejor dicho: una convocatoria. Una donde invitaban a hombres y mujeres entusiastas, preferiblemente atractivos, a que se presentaran en sus oficinas para un casting.

Pasaron unos pocos días, y Karen, apoyada por su novio, un tipo decididamente moderno y desprendido, se presentó una tarde en la casa donde funciona el canal. Allí, frente a una cámara, le pidieron a la candidata que se desnudara. Obedeció y mostró su piel inmaculada, su culo firme, el rosa tenue de sus tetas tempranas. Y luego, siguiendo las instrucciones de Andrea García (27) —fundadora y directora del canal—, alumbrada por una lámpara potente, Karen ensayó algunos movimientos atrevidos: acarició su cuca seca, recreó para el video su nuevo menú de gritos y gemidos de utilería.

Karen fingió. Y de inmediato la aprobaron.

Después de superar esta audición breve, la actriz inminente consiguió llegar a esta tarde de miércoles. Justo al momento y al lugar donde Andrea, feliz de convertirnos en extras gratuitos, me invita a sentarme en «los pupitres» de este set que han convertido, con poca ambición realista (apenas tres sillas y un escritorio frente a una pizarra blanca, en un corredor de paredes sucias ubicado entre dos oficinas y un vestier), en un salón de clases.

Parada entre la pizarra y el escritorio, Karen aguarda con ansiedad las primeras indicaciones. Apenas supera el metro y medio, es blanca, el cabello negrísimo, el cuerpo compacto y una disfonía natural, grave, que le da a su voz un timbre fañoso, como de resfriado perenne. Karen es un lindo modelo a escala de la típica femme fatale.

Ahora viste una minifalda negra, blusa y ligueros blancos de tejido primoroso. Lleva gafas de pasta y sostiene un borrador entre las manos: hace lo que puede para simular una joven maestra cachonda.

Alejandro y Albeiro, los camarógrafos, encienden las luces, preparan sus cámaras. Y todos aguardan —aguardamos— hasta que Andrea, sentada y fumando en una esquina de la sala, dé la orden de empezar.

Andrea —rubia y atractiva, con un ligero sobrepeso—fuma y gesticula desde su rincón, sentada bajo una de las luces que iluminan el set. Desde ese punto, sin descuidar los variados elementos de la escena (luces, gestos, planos, ruidos), inicia su trabajo, hablándole siempre a la debutante:

—Los vas a regañar, porque se portaron muy mal, ¿oíste? Le vas a dar vueltas al escritorio, y a mirarlos a ellos como si te los quisieras comer ya mismo.

Karen ríe y asiente.

—Relajate, sentite cómoda, sexy. ¿Ok?

—Ok.

Andrea lanza una mirada a los camarógrafos y ordena:

—Empecemos, muchachos.

En la sala llena de luz, Karen adopta su papel y emprende viajes lentos, de caminao malevo, entre el escritorio y «los pupitres». Nos mira con un deseo ensayado, ronronea y hace pucheros, pica un ojo.

—Vamos, Karen, más caliente.

La novata se distrae, pierde foco cuando escucha las instrucciones de Andrea, pero enseguida se compone y continúa su performance.

—Sacate la ropa despacito, seguite moviendo.

La actriz demuestra dudas, algunos de sus movimientos lucen torpes, como en una especie de fluidez constreñida. Empieza a desnudarse sin dejar de moverse, justo frente a nosotros.

—Mostrales el culo y quitate la blusa poco a poco, ¿vale?

Y asoman, pequeños, erguidos y rosados, esos dos bultos que ella se dedica a sobar y a espichar con sus dedos, mientras chupa aire entre los dientes, recreando una excitación furiosa que ya ha logrado contagiar.

Durante todo este tiempo, como en un ballet ensayado, los dos camarógrafos van danzando en torno a la chica, acercándose, alejándose, turnándose cada uno en la misión de grabar los elementos más importantes de la escena: detalles de las muecas gozosas de la actriz, plano medio de los mirones, primer plano del culo de Karen.

La novata describe círculos con las caderas, se pasa la lengua repetidas veces por los labios húmedos. Y bota la tanga. Mil puntos rojos, de irritación after shave, hieren con fina metralla toda la piel de su pubis.

—Ahora te sentás encima del escritorio y te pajeás con un lápiz.

Karen mete la mano en un pote lleno de lapiceros, de plumas, y escoge un largo lápiz de madera.

—Tocate el coño, acariciate un rato y gemí.

Del borrador hasta la punta, deslizando el utensilio entre los labios carnosos, la actriz estimula su vagina expuesta.

—Listo. Ahora seguís con esto.

Andrea levanta en el aire un gran pene de goma, mientras le pone un condón y lo unta con gel lubricante. Karen se detiene. Recibe el estimulador y escucha las nuevas instrucciones.

—Te vas a masturbar duro, vas a ir aumentando los gritos, porque te está gustando mucho, mucho; y luego gemís fuerte y hacemos como que te venís.

La actriz encarama una pierna en el escritorio, abre su vulva todo lo que puede y mete, primero la punta, poco a poco, luego toda, hasta el mismísimo fondo, la verga inanimada y rugosa. Una y otra vez. Levanta su cuerpo y lo deja caer con violencia sobre el juguete. Grita, cierra los ojos, se queja mientras recrea su primer orgasmo de película. Luego estalla y se estremece con espasmos exagerados.

—Ah, ¡muy bien! —aplaude Andrea desde su esquina.

Y como despertados de un sueño por el inoportuno chasquido, todos abandonamos esa ficción. Karen sonríe con vergüenza, extrae el aparato de hule y se lo entrega a Alejandro, el camarógrafo. Después recoge su ropa con pudor, cubriéndose con una mano, y se aleja buscando el baño para ir a vestirse.

Y sobre la alfombra, quieto pero culpable, todavía brillante, queda el lápiz, el falo de madera que nadie se decide a recoger.

Intermedio

Está clarísimo que el porno es un negocio lucrativo. Incluso en Colombia, donde solo existe un par de productoras bien montadas (Kamasutra Televisión y 17/26 Producciones). El Canal Kamasutra, en apenas dos años de actividades, ha grabado doce largometrajes y más de trescientos «gonzos» (cortos con secuencias de sexo explícito).

Pero es también un mundo que se cuida de lo que revela. Por ejemplo, existen contratos con cláusulas confidenciales que todos los actores firman, donde se comprometen a no mencionar sus honorarios. Se rumora que una actriz, por un polvo regular, puede recibir alrededor de 500 dólares. Y se sabe, sí, que hay tabuladores discriminatorios donde se asignan recompensas variadas, dependiendo de la actuación: no es lo mismo una sesión de sexo anal que una simple masturbación.

A pesar de su crecimiento y de su poder atractivo, el porno colombiano se ha ido desarrollando de forma más bien tímida. Según dice Andrea García, aún existen prejuicios, además de cierta competencia frecuente que hacen algunas empresas extranjeras, la mayoría españolas, que vienen al país a grabar ofreciendo mucho dinero a los actores a cambio de rodajes maratónicos donde se hace de todo en pocas horas.

Y existe, por otro lado, el problema del talento. Cada semana llegan aspirantes al canal, pero solo una o dos, de cada diez, funcionan.

En esta mañana de jueves, a bordo de un taxi rumbo al canal, Karen revela sus expectativas. Admite que está un poco nerviosa, pero le resta gravedad al asunto con reflexiones que ha elaborado en torno a su nuevo oficio.

—Este es un trabajo como cualquier otro. La gente le pone mucho misterio, pero yo lo veo así, como una cosa normal.

Karen ha venido sola. Su novio, un tipo de 35 años que, según se ve, ejerce mucha influencia sobre ella, parece estar muy ocupado en estos días; de modo que no participa, y vive desde la distancia, protegiendo su identidad, el debut de la chica.

Ella, a ratos, trabaja como secretaria en la agencia de viajes que tiene su novio. Vive en Bello, en el extremo norte de Medellín, y se levanta a las 4:30 de la mañana todos los días para ducharse, vestirse, maquillarse y viajar luego en el metro hasta su trabajo.

Empezó en el cine porno porque es un mundo que la atrae, y porque aspira a coronarse en el futuro como actriz de cine y de televisión. Karen sueña, no cree que esta pasantía hot vaya a enturbiar esa carrera a la que aspira en el futuro. Y de noche, por ahora, se dedica a fantasear con la lejana posibilidad de ese otro debut: ese que la convertirá, ojalá, en la pequeña diva que ya suspira entre las cuatro esquinas de su forma diminuta. No planea dedicarse mucho tiempo al negocio de tirar frente a las cámaras, pero entiende, según dice, que «por algo se debe empezar».

Karen esconde el fondo de sus aprehensiones. Habla casi entre monosílabos, evita mirar a los ojos, resta gravedad al asunto que nos ha reunido. Ella dice que el trabajo, este mundo desnudo y para muchos vulgar, le resulta divertido y, además, la aleja de aquel otro, el de secretaria, que realiza casi entre bostezos.

El porno no es un negocio para ingenuos. Sin embargo, la audacia de Karen contrasta con una candidez casi infantil. Ve la situación con los ojos de la inocencia y, también, con un poco de ignorancia. Karen apenas ha salido de Medellín, no conoce Bogotá, y es claro que el cine para adultos, su repentina tabla de salvación, le ha brindado el tiquete para saltar hacia escenarios que, hasta hoy, han permanecido negados.

Todavía en el taxi, mientras la ciudad pasa a través de las ventanas, hago preguntas:

—¿Habías hecho algo parecido antes?

—Sí, de vez en cuando bailo y le hago shows privados a mi novio.

—Como una estríper…

—Sí, a nosotros nos gusta jugar.

—Pero eso lo haces con tu novio. Hoy te toca con un desconocido.

—Ah, me da un poquito de nervios…

—¿Qué cosa?

—No sé, que el otro actor lo haga bien, que no se vaya a asustar mucho.

—Y tú, ¿no estás asustada?

—Un poquito, pero cuando empecemos se me pasa.

Segundo acto: el debut

A las 3:00 de la tarde el interior de la discoteca es puro desamparo: ni un alma, centenares de sillas montadas sobre las mesas, el espacio callado, la decoración inútil, que no consigue cautivar a nadie. Con tanta luz y silencio, los defectos gritan: las grietas, el polvo, las telas rotas de los muebles arrumados.

Rápidamente cada cual se dedica a su tarea.

Los camarógrafos desenrollan extensiones, buscan tomacorrientes. Se instalan las luces, se conectan los cables y se calibran los equipos. Joseph, el actor estrella, y Edwin, juntos a un lado de la pista de baile central, cruzan comentarios y coordinan sus futuros movimientos. El experto da consejos al novato:

—Trátela con cuidado, hermano; con cariño, que es una dama, ¿oyó?

—Listo, tranquilo.

—¿Ya se tomó la pastilla?

—¿Cuál pastilla?

—El sildenafil, pa’ ayudarse con la erección.

Edwin mira a su nuevo mentor como si escuchara una estupidez. Y le contesta:

—¡Si apenas le vi las tetas se me paró!

Mientras, al fondo del local, Andrea, con una esponjilla en la mano, se dedica unos minutos a maquillar las tetas de Karen, a retocar su rostro antes de grabar. La actriz se saca el bluyín y se queda solo con el leotardo, con unas medias negras que cubren sus piernas hasta arriba, y el divertido corbatín que le sujetan alrededor del cuello.

La directora lanza las primeras órdenes.

—Vamos a hacer unas tomas con ella sola.

Y se ubica en contraluz, frente a una gran ventana circular a través de la cual puede verse, allá abajo, el vaivén de los automóviles entre los edificios apretados del barrio El Poblado.

—Acá te vas a parar —continúa—. Primero de espaldas al vidrio. Y vas a bailar y te vas a empezar a tocar.

Karen, una vez más, obedece. Separa sus pies casi un metro, se lleva una mano a la vagina y la acaricia con delicadeza. Describe pequeños círculos con la cintura, levanta el culo, apunta directo a la cámara con el doble cañón de sus nalgas.

—¡Eeeeeeeso eeeeees! —dice Andrea, complacida.

Luego, invitada por la directora, da unos pasos cortos, sin detener la acción, y se desliza a cuatro patas encima de un sofá rojo. Karen, ya embarcada en su rol, abre las piernas a todo lo que le dan, y muestra los bordes color pomelo de sus labios apenas ocultos. Se toquetea. Mueve a un lado el borde escaso de tela y se descubre el coño. Desabrocha el leotardo y queda casi desnuda, dando volteretas, tirabuzones que las cámaras van grabando a un par de metros de distancia.

—Muchachos, acá vamos a hacer la escena del trío.

Andrea, tamborileando con sus dedos sobre los azulejos de cerámica, señala la alta barra del bar. Mira a sus actores directo a los ojos, con autoridad. A cada uno le indica cuál será su personaje: Joseph sentado, como un cliente; Edwin al otro lado, como el barman; Karen danzando encima de la barra, sonriendo, siempre sonriendo al par de tipos que enseguida la follarán.

La directora, en el último minuto antes de grabar, pronuncia una de las máximas del porno:

—Una verga no se saca hasta que no esté bien parada. Si no la tienen dura, no la saquen porque me dañan la escena.

Cuando el axioma ha quedado claro para los actores, grita finalmente:

—¡Acción!

Suena la música, que viene viajando desde los múltiples parlantes de la discoteca. La primeriza agita las caderas con suavidad; acerca su cintura al rostro pícaro de Joseph, que pronto se ha sumergido en su personaje. Ella se agacha y besa al actor, se buscan con ganas suaves. A unos cuatro metros, Andrea los va dirigiendo con palabras y frases apremiantes («¡bulla!», y hacen ruidos; «¡lengua!», y exageran los besos), o solo a punta de gestos.

—¡Con ganas, Joseph! —lo apresura Andrea.

Y esa lengua afanosa, la del actor estrella, cambia el ritmo de la mamada como movida por un repentino latigazo. Karen suelta gritos de satisfacción, balancea la cadera, acercando su culo al rostro que la estimula. Junto a ellos, aún de pie tras la barra, Edwin se hace una paja mientras llega su momento. La directora le hace una seña y, de nuevo, como resorte, da un salto y se sube a la tarima.

Ahora los tres, de pie, se trenzan en un acto de besos, de caricias y atenciones mutuas. Karen se afana durante unos seis o siete minutos, chupándosela a Edwin, que dobla sus rodillas y le mira la cara con deleite. Joseph se les suma. La debutante, con los tipos a lado y lado, los atiende por turnos. Andrea manipula entre sus manos dos penes imaginarios, y va guiando a la actriz con mímicas que hace detrás de las cámaras.

Lo que sigue es un agitado y ruidoso trote de posiciones: Edwin que le da a Karen por detrás, mientras ella se la chupa a Joseph; este que se la mama a Karen, mientras ella repite el gesto con Edwin; Joseph que se acuesta, con Karen encima, y Edwin presionando, sudando, acostándose con dificultad sobre ella para completar una maniobra de altísimo riesgo porque la jefa, Andrea, la directora temeraria, acaba de pedir una doble penetración simultánea por la vulva.

¡Boom!

Durante diez o quince minutos los actores, entrelazados, conviven allá adentro, en la hacinada caverna que es ahora el coño de Karen. Y justo cuando la directora me pasa por un lado, admirado ante el talento nato de la debutante, aprovecho y le pregunto:

—¿Estás segura de que es novata?

—¡Lo mismo pienso yo!

A medida que se va desarrollando la escena, una transformación se va produciendo en la cara, en la actitud de Karen. Hasta el instante de su debut, era una niñita misteriosa, con un discurso hecho de escasos comentarios, de vocablos parcos que interrumpían sus largos silencios.

Cuando se detiene la grabación —para cambiar un condón, para sumar lubricante o variar una posición—, Karen demuestra un cansancio tremendo: jadea, se seca el sudor de la frente y de las mejillas enrojecidas. Pero, al mismo tiempo, se le ve contenta, plena, con esa jactancia sólida que proporciona el deber y la ambición realizados.

Después de casi una hora de folladera febril, llega el desenlace. Los actores han sufrido magulladuras y golpes, pero han dado la talla. Andrea los instruye:

—Edwin y Joseph, me avisan cuando se vayan a venir, y tratemos de grabarlos juntos.

Parados junto a Karen, se turnan las estimulaciones que ella va prodigando. Cuando le toca a uno, el otro se masturba. Así varias veces, alternando, hasta que los dos actores, el novato y la estrella, acaban en el trajinado rostro de la actriz. Andrea, justo al frente, hace la charada y restriega en su cara dos vergas de fantasía. Luego Karen, bajo una lluvia verdadera, repite el gesto para las cámaras.

Fin

Los actores repiten reverencias mientras los aplauden, luego se envuelven en toallas blancas y se sientan encima de la barra para descansar. Karen y Edwin se bajan y caminan juntos hacia el baño, donde él, en una serie de gestos carentes de lujuria, deja caer grandes tazas de agua sobre el cuerpo lustroso de la actriz. La va duchando como quien baña a un caballo, restregando su cuerpo con jabón azul. Pasa sus manos por los senos, por la vagina y entre las nalgas, con gestos inocentes, neutros.

Ambos charlan de pie frente a un gran espejo. Allí me acerco para preguntarle a Karen si sintió placer en algún momento.

—¡Claro! Cuando Joseph me la chupaba; cuando Edwin me cogió por detrás; cuando…

Miro sus cuerpos desnudos, ahora tan limpios, que dejan rodar el agua y brillan reflejados en el espejo. La escena es tan natural que mi posición de hombre vestido, frente a esta desnudez relajada, me hace sentir incómodo: un intruso en ese ritual íntimo. Entonces me retiro y le doy tiempo a Karen hasta que salga del baño.

Cuando lo hace, unos cinco minutos más tarde, la sigo durante su recorrido. Lleva el cabello húmedo, la cara radiante y una sonrisa de satisfacción genuina. Lleva las sandalias desamarradas, con el clap clap de los tacones que van azotando el piso. Y cuando le pregunto cómo le fue, cómo piensa que resultó la escena, ahora convencida de su triunfo indiscutible, feliz y sonriente, ella responde con esa voz fañosa:

—Creo que estuve mucho mejor de lo que esperábamos.