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Tengo hambre. Un hambre voraz. Un hambre como jamás había sentido y un vacío en el estómago que no me deja dormir. Doy vueltas sobre el camastro e intento leer a la luz de la vela, pero tampoco puedo. No logro olvidarme de que lo único que he comido en tres días es masa de maíz. Con sal unas veces, y con un mejunje compuesto de agua y chile otras.

El hambre y la falta de luz eléctrica convierten la noche en espesa y eterna sin que pueda pegar ojo. Echo de menos un trozo de pan, una galleta, un tomate, agua… lo que sea. Pero no solo yo; también Saúl Ruiz, el fotógrafo que me acompaña, y también las cincuenta familias que forman la comunidad de Ronda-Sachut, un pequeño pueblo indígena Qeqchí escondido entre las montañas del departamento de Alta Verapaz.

Para mí es una noche eterna, para ellos una más.

El objetivo es escribir estas líneas sintiendo, aunque sea remotamente y durante un puñado de días, lo que miles de familias padecen durante toda su vida. El hambre y la miseria. Un atrevimiento casi ofensivo para el 50% de los niños guatemaltecos menores de 5 años sufre de desnutrición crónica y que diariamente se acuestan con una sensación como la que ahora tengo. Una realidad que, según Unicef, se eleva hasta el 85% de zonas indígenas como esta. Una pretensión casi insultante para los más de 500 niños muertos en los últimos meses y que carecen de los quetzales (la moneda nacional) con que saciaré mi ansiedad en unas horas.

Chiquillos como Mario, el hijo menor de la familia Iquí-Ichích junto a la que nos despertamos por tercer día consecutivo a las 5 de la mañana. Con la luz los llamamientos que PNUD, FAO, UNICEF, ONU… llevan haciendo durante meses para denunciar la hambruna que asola el país, gracias a una de las peores sequías de las últimas décadas, parecen tomar cuerpo. Cuerpo, nombres y apellidos de origen maya.

Junto al fuego de la cocina, y gracias a un traductor, su madre cuenta que el más pequeño de la casa “se fue” hace algunas semanas con tan sólo seis meses de vida. El oficinesco nombre de “Estado de calamidad pública” decretado en septiembre por el presidente Álvaro Colom se hace carne cuando explica que su hijo se fue apagando, se le amarilleó la piel y cada vez lloraba con menos fuerza. Hasta que un día definitivamente dejó de existir. Como tantos otros murió con la piel pegada a los huesos pero con la tripa llena. Llena de lombrices y parásitos. Y entonces, envuelto en una tela, salió de entre estas montañas para quedarse en el cementerio de Pululhá, el más cercano a esta olvidada aldea.

Pero hoy es un día distinto. Hoy por fin suena es el ‘tap-tap’ con el que las mujeres golpean la masa contra la palma de la mano para dar forma a las tortillas de maíz que luego irán al comal. Un sonido que suena a música celestial con los primeros rayos del sol.

Hoy sale humo de la pequeña cocina de madera, y sé que este será un día bueno para mí y los seis niños que convivimos en torno a este fuego. Después de muchos intentos, Domingo Ichích, el padre de las criaturas, encontró trabajo dos días seguidos. Así que con los 50 quetzales (unos cinco euros) recibidos compró 20 libras de maíz (unos ocho kilos) que servirán para comer menos de una semana.

Comprar es una anormalidad para los miles de campesinos que apuestan todo su futuro alimentario en la pequeña milpa que se alza junto a la casa. Este año, sin embargo, la sequía ha arruinado las cosechas de maíz y frijol y ha dejado todas las mazorcas de la aldea reducidas a un montón de hojas amarillas. La peor sequía de los últimos 30 años, según el Observatorio para el Derecho a la Alimentación. Una fenómeno que se ha cebado con 10 de las 22 provincias del país, conocidas como el ‘corredor seco’, donde se ha perdido el 80% de los cultivos y donde el 1.3% de la población podría morir de hambre, según organismos internacionales.

Una crisis alimentaria que golpea el estómago, olvidada por la crisis económica que nos golpeó el bolsillo. Así que ahora, de repente, la comida hay que comprarla. Y aquí nadie tiene dinero.

Los patojos (niños) merodean en torno al fuego como perros que esperan cualquier cosa que caiga de la cazuela. Ninguno ha probado jamás otra leche que no haya salido del consumido pecho de su madre. Tampoco carne de cerdo o de vaca.  Y es que desnutrición no es sólo tener el estómago vacío, sino llevar muchas semanas comiendo lo mismo para llenar el estómago. Así que, a pesar de su edad, en esta cocina de maderas y suelo de tierra no se oyen las carcajadas y travesuras propias de la edad. Los seis niños aguardan silenciosos y mansos. Solo cuando el visitante bromea con ellos enseñan una risa apagada y sin fuerza a la que le faltan muchos dientes y vitaminas. En cuanto aparece un buen montón de tortillas de maíz, el silencio y la madera quemándose vuelven a ser lo único que se escucha mientras masticamos la insulsa masa untada de chiles triturados y bebemos un agua marrón.

A media mañana visito a Avelino Beb Pop, quien amablemente –¿hay alguien que no lo sea en Guatemala?– nos invita a almorzar.

Junto a sus tres hijos me recibe entusiasmado en su casa, y me ofrece asiento y… tortillas para comer. De la milpa que está detrás de su casa arranca un puñado de hojas y brotes de huisquil (una fruto verde del tamaño de una patata, que cuelga junto a su puerta), que su mujer mete rápidamente en agua. Hablamos de lo poco que ha llovido, del campo, de los vecinos y de la boda que se celebrará en el pueblo. Las únicas quejas hay que arrancárselas y tienen que ver con el poco trabajo que hay en la zona. Para celebrar el buen rato de plática después de hervir las hierbas me ofrece una sopa que no incluye nada que se pueda masticar. Los cuencos más abundantes, para el visitante y el fotógrafo.

Pero los casi siete millones de “avelinos” que viven en Guatemala (de los 13.3 millones de habitantes que tiene el país) en condiciones de pobreza no fueron suficiente para sensibilizar al Congreso nacional, que puso muchas pegas al decreto de “calamidad pública” de Álvaro Colom. Un formalismo que le permitiría agilizar el acceso al dinero de la cooperación internacional y su transferencia hacia el presupuesto nacional.

“Alimentos hay”, dijo en radio y televisión, “lo que ocurre es que la población no cuenta con el dinero para acceder a los mismos”. El hambre, dijo Colom, es el resultado de “muchos años de inequidad (…) y de la sequía” que ha causado la pérdida de un 36% de las cosechas de maíz y un 58% del frijol. Los dos productos básicos de la alimentación popular, convertidos ahora en artículos de lujo en muchas mesas.

Pero a pesar de la dramática situación, el decreto de Colom llegó rodeado de controversia ya que, según la coordinadora de oenegés que trabaja en el país, la declaración de emergencia es una “mascarada demagógica” del mandatario para acceder de forma rápida y sin control a los inmensos fondos donados por la cooperación. Muchos millones de dólares que controla de forma directa a través de programas sociales su polémica esposa Sandra Torres.

Pero ojalá hubiera llegado hasta aquí la controversia. Incluso la polémica primera dama. Hasta el momento, a esta remota comunidad solo ha llegado el padre Denis, de la parroquia de San Juan Chamelco, y el padre Rafael, un sacerdote de Ronda (Málaga) que han hecho posible; entre otros milagros, traer hasta aquí varias cajas de comida donada por la cooperación estadounidense.

Con el pueblo detenido y a oscuras, repaso mentalmente mis últimos días y me doy cuenta de que desde que llegué aquí he asistido a una misa, he cortado leña, he jugado al fútbol, he subido al cerro por agua y he caminado horas para tomar una especie de autobús, pero las pocas veces que he movido la mandíbula ha sido para comer maíz y jarabes de extraño color y textura, gracias a los que ahora creo tener lombrices. También que, si cada tortilla tiene unas 70 calorías, todos los hombres de maíz que describió Miguel Ángel Asturias y que ahora dormimos, terminamos, como en sus libros, con menos de 900 calorías en el cuerpo.

Tengo hambre. Un hambre voraz.

“Ya ni los gringos vienen por putas”, protesta el cantinero apoyado sobre la barra vacía de un local desierto que huele asquerosamente a limpiasuelos. Está cabreado y lleva así muchos meses. “Qué se arreglen de una vez, pero que vuelva a correr la lana”, se lamenta mientras abre una Tecate tras otra, bajo un ventilador de techo que solo mueve la mugre que acumulan sus aspas. Echa de menos los tiempos en que tenía cierto sentido el letrero que hay colgado en la puerta: “Prohibida la entrada a cholos, menores, militares y perros”. Hoy no puede permitírselo y daría la bienvenida a cualquiera que traspase la puerta con intención de hacer gasto. Si encima es algunos de los gringos que vienen a coger y a comprar viagra barata, mejor que mejor.

El zumbido de los helicópteros forma parte del bullicio junto al puente fronterizo que conduce a El Paso (Texas). Una banda sonora con la que conviven diariamente los casi 2 millones de habitantes que viven en Ciudad Juárez, y que incluye los gritos de vendedores y cambistas de dólares con muchos gramos de oro en dedos y dientes. Una banda sonora que incluye el sonido de las ráfagas de AK-47 (el famoso cuerno de chivo) y el de las sirenas. Muchas sirenas.

Nuestro cantinero habla a pocos metros del local al que se le atribuye la creación del primer margarita de la historia. El mismo bar en el que un día se sentó Marilyn Monroe para probar el cóctel de tequila, licor de naranja y limón, y a pocos pasos de un decrépito cabaré donde muchas décadas atrás se presentaron Frank Sinatra o Pedro Infante. Pero esos eran otros tiempos. Fue la época dorada de una ciudad acostumbrada a convivir desde su fundación con el vicio, las drogas y los excesos, pero que a día de hoy atraviesa una cacería sin precedentes. Si pocos recuerdan los días de vino y rosas de esta ciudad, menos aún la ola de pánico que se vive.

Una situación que, según los expertos y con muchos matices, se puede resumir así: los cárteles de la droga tienen cada vez más problemas para mover la droga e introducirla en Estados Unidos. El Gobierno de Felipe Calderón ha hecho de la “guerra” contra el crimen organizado el eje central de su mandato y para ello ha desplegado más de 40.000 soldados en algunos de los estados calientes del país lo que ha convertido la plaza en un avispero. Paralelamente Estados Unidos ha reforzado su control fronterizo y en el vecino del norte la demanda de cocaína ha caído.

La versión oficial dice que Juárez es el suculento objetivo de la guerra que sostienen los sicarios de Vicente Carrillo, jefe del cartel de Juárez, y del Chapo Guzmán, jefe del cartel de Sinaloa. Desde aquí, casi en el centro geográfico de los más de 3.000 kilómetros de frontera entre México y Estados Unidos, es fácil distribuir la droga hacia cualquier punto del país vecino. Pero la realidad es que desde hace tiempo, a los cárteles del narcotráfico que se pelean la plaza ya no le vale con matar, si no que hay que hacerlo con saña, descuartizando al contrario, metiéndole los testículos en la boca y colgándolo de un puente. Hay que salir en televisión. Igual que aquí no existe el clima templado, y se pasa de la nieve al sofocante calor en pocos meses, tampoco existen los heridos. Al que no muere en la primera ráfaga, se le remata en el hospital.

La paradoja es que para hablar de la vida, y la fuerza que esconde Ciudad Juárez, es necesario irse a la morgue temprano, visitar la cárcel, tomar un tequila en el famoso Kentucky o hablar con quienes se ríen de los que dicen que jamás pondrían un pie en un lugar como este. Y nos ponemos manos a la obra.

La vida se explica en la morgue

Será porque la muerte es algo tan habitual como ver amanecer, la morgue de Ciudad Juárez es tan fría como un centro comercial. Su aspecto nada tiene que ver con el de un sórdido lugar donde venir a morir, sino con un lugar de tecnología de punta donde médicos y científicos coinciden cada noche con madres desesperadas que llegan para reconocer cadáveres. Quizá porque ser forense en Juárez es como tener un master en literatura francesa en la Sorbona, aquí las matanzas se llaman “eventos” y jamás diferencia entre buenos y malos.

Quien esperaba encontrar un lugar sórdido, oscuro y macabro se encontrará un moderno complejo en el que trabajan medio centenar de personas en las áreas de criminología, balística, química y genética, antropología y administración. Todo para intentar saber el quién y el cómo de los 14 muertos que entran diariamente.

“Hasta 2004 esta era una ciudad normal y aquí sólo llegaban muertos por accidentes de coche, armas blancas…pero desde hace algunos años esto se ha disparado y las matanzas son en lugares públicos, transporte colectivo, centros comerciales…”

―¿Le afecta tanta violencia?
―Desgraciadamente se acostumbra uno pero los descuartizados siempre son impactantes –señala un médico embutido en un traje de plástico blanco, como si fuera un astronauta.

En la camilla metálica el último cuerpo que entró a la morgue espera para la necropsia envuelto en una bolsa negra de la que se escapan dos dedos. Y sobre el plástico negro unos enigmáticos datos escritos a tiza: SAC 35. En la radio suena la música de El Buki mientras comienza la disección, de quien hace unas horas era Omar. No hay más datos.

Precisamente desconocer todo lo que rodea los cadáveres está la clave para la supervivencia de este centro y su personal. “Nosotros no hacemos labor de investigación, eso pertenece a la Procuraduría y la Policía. No nos importa saber qué hizo ni por qué lo hizo. Mi obsesión es que los médicos traten los cadáveres como les gustaría que los trataran ellos”, explica sentada en su despacho Alma Rosa Padilla, coordinadora del servicio médico forense (Semefo): “El servicio médico forense hace el levantamiento del cadáver y aquí entran con un folio que dice fecha, donde se encontró, quien lo encontró y los rasgos físicos más importantes: tatuajes, cicatrices, trabajos dentales, amputaciones… Si no hay posibilidad de saber su nombre se mete en una bolsa negra, se le clasifica como No identificado y se conserva su cuerpo en el refrigerador hasta que algún familiar pase a reconocerlo”.

De los 14 cuerpos que entran diariamente, 12 ingresan por muertes violentas y solo 2 lo hacen por accidentes de tránsito, suicidios o intoxicaciones. Después de unas semanas, si nadie viene a retirar el cuerpo, todos ellos acabarán en una fosa común a la afueras de Juárez. El gigantesco congelador tampoco distingue el origen de los muertos, y en las estanterías metálicas, envueltos en sabanas blancas, se acumulan decenas de cadáveres de jóvenes, policías y sicarios a la espera de la necropsia. A falta de más datos, los sociólogos ya definieron a la mayoría de sicarios que llegan hasta aquí como Ni-ni-ni-ni, ni estudios ni trabajo ni esperanza ni remordimientos.

El olor a carne y sangre se mete en la nariz y la ropa mientras recorremos las instalaciones. Una sala, otra sala, un laboratorio, un refrigerador, dos despachos… Interrogo, apoyado en una caja de cartón que parece contener documentos, a la jefa de la morgue más activa del mundo.

―El trabajo se dispara los fines de semana y por las noches. Además hay un cambio importante de patrón y las muertes son más violentas: decapitados, torturados, quemados…impresiona mucho analizar el cuerpo por un lado y por otro la cabeza. Eso no se te olvida nunca –explica.
―¿Cuánta gente trabaja aquí ?
―Diez médicos, diez prodisectores, un radiólogo, un odontólogo, 12 camilleros, cinco secretarios, arqueólogos, antropólogos…
―¿Y para qué un arqueólogo o un antropólogo?
―Pues para investigar huesos como estos, aparecidos en estado de descomposición.

La doctora abre la caja en la que me apoyo, una sencilla caja de cartón con algunos datos escritos en el lateral donde se acumulan varias osamentas.

Marisol, lo más vivo de Juárez

En la avenida principal de Ciudad Juárez, varias patrullas de la Policía Federal esperan a que el semáforo cambie de color encapuchados, con el arma apuntando a los vehículos y el dedo en el gatillo. En el informativo que sale por la radio del carro el presidente Felipe Calderón habla de contundencia y de que jamás negociará o mirará hacia otro en su lucha contra el narco como hicieron los gobiernos anteriores. En sus últimos discursos ha bajado el tono y ha sustituido la palabra “guerra” por “lucha”, y “narco” por “crimen organizado. Miles de policías patrullan la ciudad desde hace meses pero el número de muertos, lejos de descender, alcanza cifras récord. A la detención de Tony Tormenta, por ejemplo, le sucedió una matanza de siete jóvenes en Ciudad Juárez durante una reunión familiar. En Ciudad Juárez a cada buena noticia le sigue siempre una masacre mayor que la anterior.

Pero son ya muchos años oyendo hablar de las “muertas de Juárez” (que hicieron tristemente célebre esta ciudad) y muy poco de las “vivos de Juárez”, así que la satisfacción es doble al ir a ver a Marisol, conocida como “la mujer más valiente de México”.

Es joven, es mujer y es jefa de policía del polvoriento Práxedis, un pequeño pueblo del Valle de Juárez, epicentro de la guerra que sostienen los sicarios del cartel de Juárez y del cartel de Sinaloa. Un lugar donde la estadística dice que si compras lotería, como Marisol, casi siempre te toca. Pero lo dicen las estadísticas, lo publican los periódicos (que hablan del 2010 como el año más sangriento de la historia de Juárez) y lo confirma su antecesor en el cargo, acribillado de nueve disparos, o los 18 policías que estaban a sus órdenes, la mitad asesinados y la otra mitad declarados en deserción cuando la cabeza de uno de ellos apareció en una hielera.

Y aquí es donde habría que explicar de qué pasta está hecha Marisol. Explicar que, a mediados de octubre, como si fuera una película de vaqueros, una joven de 20 años, coqueta y con cara de no haber roto un plato, empujó la puerta del despacho del alcalde para decir “aquí estoy yo” y hacer lo que ningún hombre se atrevía: asumir la jefatura de la policía de un municipio de 3.400 habitantes situado a 75 kilómetros de Juárez, y junto a la alambrada que los separa de Estados Unidos.

Y ahí está ella, tranquila, en una oficina que tiene tres balazos en la puerta, y moviendo con soltura sus barrocas uñas rosa sobre el teclado para redactar los primeros informes de su vida. “Tengo que contar al alcalde lo que la gente necesita. Es lo que él me ha pedido”, explica mientras escribe.

Contar que se levanta sobre las 6:30, que le gusta arreglarse y que tras las gafas de pasta esconde una sonrisa tan dulce que parece salida de otros paisajes. Que le vuelven loca las alitas de pollo, que está casada y tiene un bebe, que terminó la carrera de Criminología con un expediente plagado de notables y sobresalientes y que el último libro que leyó fue Drácula. También que, como solo había dos policías cuando llegó al cargo, decidió crear un equipo sólo con mujeres “porque me siento mejor con ellas. Son más humildes, más sencillas y conocen mejor cómo se lleva una casa y lo que es una familia”.

―Claro que tengo miedo, todos tenemos miedo ahorita, pero necesitamos que el miedo no nos venza. Me arriesgué porque quiero que mi hijo viva en un pueblo diferente a la que hoy tenemos. Mi proyecto se basa en corto, mediano y largo plazo. En el corto, visitar cada una de las familias del pueblo para conocer sus problemas; en el medio, involucrar a los habitantes en el proyecto y que todos trabajemos por la seguridad; y en el largo, acabar reduciendo los delitos con la ayuda de todos –explica con un entusiasmo que le brilla en los ojos–. Queremos recuperar los valores de la familia, de la cultura, del deporte… dar a los jóvenes otras alternativas.
―¿Quién provoca la ola de terror que se vive en el pueblo?
―Prefiero no decir nada.
―¿Cómo se llama tu pequeño?
―Prefiero no decirlo.

Frente a ella tiene una bolsa de papas fritas, un bombón que alguien le regaló y varios folios escritos a mano con una caligrafía de un recién salido del colegio.

Pero en los cuatro meses que lleva al frente de la policía algunas cosas han cambiado: los vecinos han visto a una jovencita recorriendo casas e interesándose por sus problemas, el pueblo apareció por primera vez en las televisiones de medio mundo y Hermila García ya no está en su puesto. Ella, también mujer, joven y jefa de policía de un pueblo cercano, fue asesinada cuando sólo llevaba un mes en el cargo al frente de la Policía de Meoqui. Murió acribillada el 30 de noviembre, cinco minutos después de haber salido de su casa. Un grupo de sicarios la seguía en dos camionetas y le dieron alcance a la altura del poblado de Los García, a unos 10 kilómetros de su oficina. Allí, la obligaron a bajar de su coche, un Nissan Sentra color plata, y le descerrajaron al menos tres disparos sobre la banqueta. Sucedió en menos de dos minutos frente a una tienda de importaciones y no hay testigos. Marisol ha rechazo escolta y tampoco quiere llevar armas, “porque sin pistola en el bolso me siento más segura”, dice.

Después de una fría noche, dejo Práxedis y emprendo camino a Ciudad Juárez. Antes de partir el único hombre, sentado en un banco de la plaza del pueblo, parece querer impresionarme.

―El pueblo se quedó desierto, aquí los que mandan son ellos (el narco) y hasta los perros tienen miedo. ¿Ve ese perro cojeando? Se llevó un plomazo rebotado en la pata en la última balacera.

El famélico animal es un montón de huesos y piel arrastrándose por los primeros rayos de sol de una región sin medias tintas, ni el clima ni en la violencia.

El Samurái, líder de Los Aztecas

La celda en la que hablamos es de las sencillas. Seis literas, manchas de humedad, un aparato de música, una televisión, fotos de vírgenes y familiares, algunas velas prendidas, un váter sin tapa, una ducha y la reja, siempre la reja. En los patios de la prisión murales prehispánicos con dibujos de Cuauhtémoc, de la mítica ciudad de Tenochtitlán o de Quetzalcoatl, la serpiente emplumada de los aztecas. Son las señas de identidad de Los Aztecas, una banda nacida en los noventa en las cárceles de Estados Unidos, pero que hoy trabaja a destajo para los cárteles de la droga.

El golpe del cerrojo al cerrarse deja en los pasillos de la prisión un eco que se prolonga con cada vuelta de llave del funcionario. Ni ropa azul ni cinturones ni paquetes de tabaco abiertos. Esas son las condiciones para poder entrar. Una puerta, otra puerta, un pasillo, otro puerta más y por fin, en el patio central, El Samurái.

―¿Eres el líder de Los Aztecas?
―Digamos que soy el portavoz.
―¿Por qué estás aquí?
―Por homicidios.
―¿Cuántos?
―Unos cuantos…
―¿Por qué?
―Era parte de mi trabajo
―¿En qué consistía tu trabajo?
―En entregas… y en ejecuciones.

El Samurái prefiere no entrar en detalles sobre el delito que lo condenó a la cárcel, y menos si entre los homicidios está parte de su familia. Le cayeron 20 años, se llama Jesús, y está considerado el líder de Los Aztecas en la cárcel de Ciudad Juárez, pero le llaman El Samurái porque cuando se pone hasta arriba de marihuana se le achinan los ojos. Pero hoy no hay ni rastro de marihuana, ni en su mirada ni en sus respuestas, sino un tipo calmado, con tatuajes en el cuello y la piel desfigurada, que lanza respuestas como disparos de AK-47, tan breves como secas, sentado sobre la cama de la celda.

Moreno de piel, voz grave, espigado y fibroso. Sin voces ni estridencias, reparte órdenes a sus soldados con un movimiento de cejas. Tiene el cargo de sargento dentro de la estructura de Los Aztecas y con él me han remitido los propios presos para saber qué pasa aquí dentro. Aunque lleva varios años a la sombra, la banda que lidera es uno de los brazos ejecutores del cártel de Juárez.

―¿Cómo es el sicario de ahora?
―Son personas jóvenes e inmaduras que no han estado nunca en el negocio. De ahí vienen las órdenes ahora. Chicos de familias humildes y descompuestas que tienen ganas de cosas, de comer bien, de vivir bien. Son jóvenes y tienen sueños. La lástima es que duran muy poco porque en este mundo nuestro a vida es corta y todo se queda en sueños.
―¿De dónde salen?
―Muchos son jóvenes, pero otros son padres de familia que hasta ahora trabajaban en la industria ensambladora y de repente les ofrecen diez veces más de lo que ganaban. Sólo por vender o informar.
―¿Cómo se ha llegado a la situación actual?
―Ahora se mata a los hijos, a la familia y se les cortan las cabezas. Se mata por gusto
―¿Por gusto?
―Sí, la mitad de las muertes en las calles son por gusto. Hay que gente cansada y enrabietada y cualquiera tiene un arma.

Con Margarito recorro el resto de la cárcel. Es bajito, gordito, usa gafas y huele a colonia fresca. A pesar de un nombre y un aspecto que nada tiene que ver con las películas de Hollywood, es otro de los pesos pesados de la cárcel de Ciudad Juárez, fiel escudero de El Samurái, y el hombre que le cuida las espaldas, dice.

Margarito me enseña la huerta, la granja y los gallos de pelea que están criando. Nos explica que Los Aztecas están obligados a ducharse y afeitarse cada día, a mantener limpia la habitación y a cuidar su aspecto. Los que venden chucherías o artesanías en el patio pagan impuestos a esta pequeño Estado creado al interior de la cárcel y que utiliza los recursos para adecentar el lugar, arreglar el campo de fútbol o pagar los atuendos para las celebraciones religiosas.

Pero Margarito sólo puede acompañarnos unos metros, hasta donde comienza un gigantesco muro, porque más allá están Los Mexicles, al servicio del cártel del Golfo y los Artistas asesinos (AA), brazo ejecutor del cártel de Sinaloa. La prisión está dividida en tres zonas de enemigos irreconciliables que ni se ven ni se tocan, en una cárcel para 1.600 presos que está al doble de su capacidad.

Nada más traspasar el muro y entrar en el área de Los Mexicles, las palabras jerarquía, respeto y orden de Los Aztecas toman sentido. Se nota en su aspecto físico y en que solo quieren sacarme unas monedas y unos cigarros. “Todo esto se terminaría acabando con aquellos”, “Una foto por favor, una foto” “¿Y usted de qué parte viene?”, preguntan Los Mexicles. Aquí no hay granja, huerta ni talleres. Parecen más un grupo de drogadictos abandonados a su suerte.

El recorrido termina en el bar más viejo de la ciudad de la ciudad, el Kentucky, un local con la barra de madera más espectacular de la zona. Una barra que llegó en barco desde París en la década de los veinte. El lugar respira elegancia, maderas finas, espejos y lámparas y risas a media luz. Aunque hoy está de capa caída grandes personalidades en su día artistas como John Wayne, Steve McQueen, Elizabeth Taylor o Richard Burton se echaron muchos tequilas y margaritas apoyados en este espectacular trozo de madera llegada de París. Fueron los últimos en dar esplendor a un lugar al que ya ni los gringos vienen por putas.