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El Señor de las Papas

Publicado: 25 noviembre 2015 en Eliezer Budasoff
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Julio Hancco es un campesino de los Andes que cultiva trescientas variedades de papa, y reconoce a cada una por su nombre: la que hace llorar a la nuera, la caquita colorada de chancho, la cuerno de vaca, la gorro viejo remendado, la zapatilla dura, la mano moteada de puma, la nariz de llama negra, la huevo de cerdo, la feto de cuy, la comida de bebé para dejar de lactar. No son nombres en latín sino nombres que eligen los campesinos para clasificar las papas por su apariencia, su sabor, su carácter, su relación con las demás cosas. Casi todas las variedades de papas que Hancco produce a más de cuatro mil metros de altura, en sus tierras del Cusco, ya tienen su nombre. Pero a veces siembra una papa nueva o una que ha perdido su identidad con el tiempo, y El Señor de las Papas puede nombrarla. A la puka Ambrosio —puka en quechua significa roja—, una variedad que sólo se cultiva en sus tierras, Hancco la llamó así en homenaje a un sobrino suyo que había muerto al caer de un puente. Ambrosio Huahuasonqo era un campesino amable, dócil como un puré de papas, que seguía a su tío adonde fuera y que conquistaba a la gente haciendo bromas. Dicen que su apellido quechua definía su carácter: Huahuasonqo significa «corazón de niño». Después de su muerte, Hancco eligió su nombre griego para darle un destino: Ambrosio significa ‘inmortal’. La papa que lleva su nombre es alargada, suave, ligeramente dulce, con una pulpa amarillo claro y un anillo rojo en el centro. Es una de las favoritas de Hancco, un campesino que solo habla quechua y tiene un nombre latino: Julio significa «de fuertes raíces». Una tarde de primavera de 2014, en su casa, días después de la siembra, Julio Hancco levanta una mano tan grande y rugosa como la corteza de un árbol, y señala un plato sobre la mesa.

—Como hijo —dice—. Como hijo, es papa.

Adentro de la casa de Hancco —un cuarto de piedra sin ventanas con una mesa vieja y un fogón—, está tan oscuro que no se alcanza a ver si lo dice sonriendo o con un gesto de solemnidad. Su esposa, sentada sobre un banquito en un piso de tierra, revuelve un caldo en el fogón. Sobre la mesa del comedor se enfría un puñado de papas puka Ambrosio. Son deliciosas, pero la gran mayoría de los peruanos nunca llegará a probarlas. Sabemos que la papa nació en el Perú, y que los agricultores de los Andes cultivan más de tres mil variedades, pero no sabemos casi nada sobre ellas. Sabemos dónde se fabrica un IPhone, cuál es el hombre más rico del mundo, de qué color es la superficie de Marte, cómo se llama el hijo de Messi, pero no sabemos casi nada de los alimentos que comemos a diario. Si es cierto que somos lo que comemos, la mayoría no sabemos quiénes somos. Quienes van a cualquier mercado en Perú su mayor dilema es elegir entre papas blancas o papas amarillas. Pueden reconocer las papas Huayro —marrón con tonos morados, especial para comer con salsas—, juntarse con amigos alrededor de ‘papas cocktail’ —del tamaño de unos champiñones— o sentirse más patriotas si compran una bolsa de papas nativas —producidas a más de tres mil quinientos metros de altura—. Pero, como todos, son ciudadanos del mundo de la papa frita: en el Perú de 2014, el país donde más variedades de papas se producen en el mundo, se importaron veinticuatro mil toneladas de papas precocidas: las que usan los fast foods para hacer papas fritas.

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Cuando mira hacia el cerro nevado frente a su casa, Julio Hancco detiene su mirada como lo hacen algunos en la ciudad cuando pasan frente a una Iglesia: como si se persignaran hacia adentro, con una reverencia imperceptible. Hancco es un agricultor de sesenta y dos años que ha sido llamado custodio del conocimiento, guardián de la biodiversidad, productor estrella. Fue premiado con el Ají de Plata en el festival gastronómico Mistura, y ha recibido a investigadores de Italia, Japón, Francia, Bélgica, Rusia, Estados Unidos, y a productores de Bolivia y Ecuador que han viajado hasta sus tierras en la comunidad campesina Pampacorral, para saber cómo consigue producir tantas variedades de papa. Hancco vive a cuatro mil doscientos metros sobre el nivel del mar, a los pies del cerro nevado Sawasiray, en un paisaje de suelos amarillos, colinas áridas y rocas gigantes adonde pueden llegar unos ingenieros europeos pero no llegan ni los automóviles ni la luz eléctrica. Para ir hasta su casa hay que bajarse en la ruta y subir casi un kilómetro a pie por una ladera empinada, algo que cualquier forastero describiría como subir una montaña. Quienes viajan a verlo desde una ciudad se demoran, jadean y se marean por la falta de oxígeno. Allí arriba la sangre corre más lento y el viento es más violento. En verano, el agua de deshielo se enfría tanto que es doloroso lavarse la cara. En invierno el frío llega a diez grados bajo cero, una temperatura que puede congelar la piel en una hora. Para conseguir leña, Hancco tiene que andar unos cinco kilómetros hasta un sitio donde pueden crecer los árboles, cortar los troncos y llevarlos a su casa a caballo. Para conseguir gas tiene que bajar hasta el camino asfaltado y tomar una camioneta combi que lo lleve hasta Lares, el pueblo más cercano, a más de veinte kilómetros, donde a veces también compra pan, arroz, verduras y frutas, todo lo que no puede producir en sus tierras. Lo único que florece a esa altura, en las tierras que heredó de sus padres, es la papa.

La papa es el primer vegetal que la NASA cultivó en el espacio por su capacidad para adaptarse a distintos ambientes. Es el cultivo no cereal más importante y más extendido en el mundo. La planta que produce mayor cantidad de alimento por hectárea que cualquier otro cultivo. El tesoro-enterrado-de-los-Andes que salvó del hambre a Europa. El alimento principal de las tropas de Napoleón. La base de la tortilla española, los ñoquis italianos, los knishes judíos, el puré francés, el primitivo vodka ruso. El manjar que en el siglo XIX Thommas Jeferson servía frito, cortado en bastones, a sus invitados en la Casa Blanca. La raíz de la flor morada que María Antonieta lucía en el cabello para pasear por los jardines de Versalles. El vegetal que tiene dedicados tres museos en Alemania, dos en Bélgica, dos en Canadá, dos en los Estados Unidos y uno en Dinamarca. El tubérculo que inspiró una de las odas de Pablo Neruda —«Universal delicia, no esperabas mi canto/porque eres ciega sorda y enterrada»—, una canción de James Brown —♫ «Aquí estoy de regreso/haciendo puré de papas» ♪—, dos pinturas de Van Gogh —en uno de ellos, que se llama LOS COMEDORES DE PAPA, cinco campesinos comen papas alrededor de una mesa cuadrada—. El origen de miles de semillas que se guardan junto a otras miles de especies bajo la tierra, en una montaña del ártico noruego, para proteger la riqueza de la papa de futuros desastres naturales. El cultivo que Julio Hancco trata como un hijo, pero que sus hijos menores no quieren seguir produciendo para evitar una vida de sacrificios a cambio de la subsistencia. Hancco dice que prefiere quedarse solo y que sus siete hijos vivan en la ciudad, donde pueden conseguir trabajos más livianos y mejor pagados.

Si tuviese la edad de Hernán, su segundo hijo, de 29 años, que ahora hace de traductor a su lado, El señor de las papas bromea que se buscaría una novia extranjera y se marcharía a otro país.

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Una madrugada hace quince años, Julio Hancco despertó a su hijo Hernán y le dijo que debía cargar una piedra del tamaño de una pelota de fútbol desde su casa hasta el puerto de Calca, a una hora y media de caminata en dirección al sur. Hernán Hancco, su segundo hijo, tenía entonces trece años y lo acompañaba por primera vez a vender papas en esa ciudad, el centro comercial más importante de la región. Para llegar a Calca a las siete de la mañana tenían que salir a las tres y caminar cuatro horas, y el bautismo de Hernán Hancco consistía en cargar aquella piedra enorme hasta mitad de camino. Era una prueba de resistencia y aceptación que los productores de aquella zona repetían con sus hijos. Una tradición que ya no se sigue, me dirá después Hernán Hancco, mientras vende el último paquete de Sumaj chips —unas papas fritas hechas con papas nativas— en una feria de productos orgánicos que se hace los domingos en Lima. El segundo hijo de Julio Hancco se mudó a la capital del Perú hace casi una década, cuando tenía veinte años, apenas terminó la secundaria. Llegó a Lima con cuatrocientos soles en el bolsillo —unos ciento treinta dólares—y la decisión de estudiar contabilidad e inglés. Nunca pudo completar sus estudios porque el trabajo le consumía casi todo su tiempo, pero se convirtió en una ayuda fundamental para vender las papas que producía su familia en la capital del Perú. Con Hernán Hancco en Lima, su padre, su madre y su hermano mayor Alberto, se evitan la comisión que les cobran los intermediarios, y sólo pagan el transporte de las papas. Aún así, la ganancia es mínima. Pero es peor para los campesinos que no tienen quien los ayude.

—Por eso algunos productores están dejando de hacer papa —dice—, y se van a hacer turismo.

Hacer turismo, me explica Hernán Hancco, es ofrecerse como burros de carga de los extranjeros que vienen al Cusco para recorrer el camino del Inca. Durante los tres o cuatro días de caminata que dura el trayecto para subir a pie al Machu Picchu, los campesinos cargan las mochilas y los bultos de los turistas, así los extranjeros pueden subir más cómodos. Por cuatro días de caminata cargando equipajes pueden recibir una paga de doscientos soles, más otros doscientos soles de propina. Unos ciento treinta dólares en total. Por una bolsa con doce kilos de papas nativas suelen ganar veinte soles. Unos seis dólares y medio.

—Y acá es trabajar todo el día, todos los días— dice.

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Los hoyuelos que tienen las papas se llaman ojos, pero nunca miramos los ojos de las papas. Las papas tienen cejas encima de los ojos. Tienen ombligo, manchas en la piel, cuerpos de forma redonda, comprimida, oblonga, elíptica, alargada. La papa más popular en el norte de Tenerife, España, es la ‘bonita de ojos rosados’. La papa Cacho Negro, de Chile, tiene abundantes ojos profundos y unas cejas aplastadas. La papa Ásterix, de Holanda, tiene la piel roja, la carne amarilla y los ojos superficiales. Los catálogos describen las papas del mundo por sus rasgos como de persona, pero alguna vez fueron una especie salvaje, amarga, intragable. Hoy es la civilizada solanum tuberosum. Al igual que el tomate, la berenjena o los ajíes, pertenece a la familia de las solanáceas, llamadas así porque sus hojas, tallo, frutos y brotes tienen solanina, una sustancia tóxica para protegerse de enfermedades, insectos y otros depredadores. Si bien a dosis elevadas la solanina puede matar a una persona, no hay noticias sobre papas asesinas. El ser humano domesticó la papa hace más de ocho mil años en la cordillera de los Andes, cuando la Tierra salía de la Edad del Hielo y el homo sapiens andaba por ahí ensayando la agricultura, su nuevo invento para conseguir alimentos. Los habitantes del altiplano peruano fueron los primeros que aprendieron a manipular las papas para que no fueran tóxicas y para hacer las más grandes y jugosas. La papa les devolvió la gentileza conquistando el mundo.

Una tarde el escritor Michael Pollan estaba en su jardín sembrando una papa que había comprado por catálogo, y se preguntó si realmente él había elegido a esa papa, o si la papa lo había seducido para que la sembrara. Pollan, el autor que ha cambiado la forma en que vemos nuestra relación con la comida, cree que ‘la invención de la agricultura’ puede ser pensada como una manera que encontraron las plantas para hacer que nosotros nos movamos y pensemos por ellas. Desde el punto de vista de las plantas, escribe Pollan en LA BOTÁNICA DEL DESEO, el ser humano podría ser pensado como un instrumento de su estrategia de supervivencia, no muy distinto del abejorro que es atraído por una flor y tiene la función de diseminar el polen con los genes de esa flor.

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Esta mañana de invierno de 2014 en las tierras de Hancco, delante de una pila de guano de llama, es más justo pensar en los agricultores andinos como socios de la papa, y no como sus domesticadores. Ahora, a las 7.30 de un sábado, Hancco, sus dos hijos mayores, y su vecino Julián Juárez, mastican hojas de coca y toman aguardiente antes de empezar la tarea del día: llevar guano de llama hasta una parcela sembrada con papas, a casi un kilómetro allí, para abonar la tierra. Las llamas que esperan a nuestro lado ya conocen la rutina. Los hombres toman sus palas y cargan el abono en unos sacos que les llegan hasta la cintura. Llenan treinta y nueve sacos, los cosen para que no se abran, amarran cada saco sobre el lomo de una llama, llevan los animales hasta la parcela, desatan los costales, esparcen el guano, doblan los sacos, recogen las sogas, envían las llamas de regreso hasta la pila de guano, y vuelven al punto de partida para repetir la rutina. Hacen falta dos viajes para que cuatro hombres, dos mujeres, tres perros y cuarenta llamas lleguen a abonar dos hectáreas en seis horas de trabajo. Cuando la procesión de llamas cargadas con abono avanza por la montaña escoltada por los agricultores, un piensa en una escena bíblica, una de esas imágenes de las viejas películas de Semana Santa. Es un recuerdo doblemente falso: no hay llamas ni papas en la Biblia (por este motivo, cuando Catalina la Grande de Rusia ordenó a sus súbditos que cultivaran la papa, los católicos más ortodoxos se negaron a hacerlo). Pero el conocimiento alienta la herejía: después de ver cómo cuatro agricultores abonan un pedazo de tierra sembrado con papas durante seis horas, uno siente que debería ponerse de rodillas cada vez que mastica una.

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Julio Hancco desciende de varias generaciones de Hanccos que habitaron en esta zona del Cusco «casi desde el principio del mundo». De sus padres heredó las tierras, los animales, y más de sesenta variedades de papas. En los últimos quince años, Hancco multiplicó la herencia y llegó a producir trescientas variedades. Su decisión de rescatar y cultivar más variedades fue un ejercicio de destreza. Como casi todos los campesinos en los Andes, sus tierras productivas son una suma de pedazos irregulares esparcidos a distinta altura. La maestría de los agricultores altoandinos se atribuye a esta dificultad: en un territorio gobernado por las pendientes, cada rincón cultivable recibe su cuota de sol y de humedad y de viento. La tierra que expuesta a la luz en una ladera, del otro lado permanece en la sombra. Una roca gigante impide el paso de lluvia a una franja cultivable, pero protege del viento a otra. Para sobrevivir en este territorio, los campesinos tuvieron que multiplicar sus chances de alimentarse. Sembraron distintas papas por cada pedazo de tierra, se entrenaron en la observación minuciosa de cada planta, probaron y crearon miles de variedades, y se volvieron los reyes de la riqueza genética en tierras hostiles. Fue una forma de conjurar el futuro: más papas significaba más posibilidades de asegurar la comida frente a las plagas y las enfermedades, las heladas, el granizo y las sequías. En vez de tratar de controlar la naturaleza, que es lo que hace nuestra agricultura industrial, los campesinos de los Andes se adaptaron a ella.

—La naturaleza no tiene cura—, dice Hancco, mientras mira hacia el nevado Sawasiray y se agacha para recoger del suelo un manojo de tierra. Acaba de vaciar el último saco de guano sobre el suelo sembrado, una franja cubierta por un musgo verde que se hunde al presionar con la mano. Es una franja de tierra en pendiente, en medio de una ladera, sin ninguna protección natural. Hancco puede usar sus técnicas de cultivo y pesticidas naturales para las enfermedades y las plagas, pero no tiene forma de resguardar sus papas del granizo ni de las heladas. En los últimos tiempos es peor, dice: el clima se ha vuelto más caprichoso e impredecible.

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En los años sesenta, cuando Julio Hancco era niño y empezaba a cultivar papas junto a su padre, su vicio era el pan: el niño Hancco trabajaba sus propios surcos de tierra para juntar dinero y poder comprar sus bolsas de pan cuando los vendedores pasaban a ofrecer sus mercancías. Un peruano en esa época consumía en promedio unos ciento veinte kilos de papa al año. En las décadas siguientes el consumo bajó, y la caída se aceleró en los ochenta, cuando los campesinos empezaron a migrar a la ciudad para escapar del terrorismo. Para los noventa, durante la presidencia de Alberto Fujimori, el consumo de papa había llegado a un piso histórico: unos cincuenta kilos al año por persona. Esas papas que se esfumaron, me explicará después la ingeniera papera Celfia Obregón Ramírez, fueron reemplazas por alimentos como el arroz y los fideos.

—Como el tallarín tiene más estatus, y una pata de pollo es más estatus que comer cuy, la gente empezó a esconder sus papas —dice Obregón, presidenta de la Asociación para el Desarrollo Sostenible (ADERS) del Perú y promotora del Día Nacional de la Papa.

Frente al arroz blanco, el tallarín amarillo y el pollo pálido, las papas con sus pieles oscuras renovaban el estigma de atraso y pobreza que han tenido durante siglos, desde que fueron descubiertas por los conquistadores y llegaron a Europa en el siglo dieciséis, se supone que en la bodega de un barco español. Harían falta unos doscientos años para la papa fuese consumida como un alimento habitual en todo el Viejo Continente. En cada país europeo tuvo su historia de rechazo y seducción: la papa fue considerada impúdica y afrodisíaca, causante de lepra, alimento de brujas, sacrílega y comida de salvajes. Pero Irlanda no dudó en adoptarla desde el comienzo: los campesinos de aquel país, despojados por los ingleses de las pocas tierras cultivables que tenían, se morían de hambre intentando extraer alimentos de unas tierras miserables. Cuando la papa llegó a ese país a finales del siglo dieciséis —se supone que de la mano del cosario inglés Walter Raleigh—, los irlandeses descubrieron que con un poco de tierra casi inservible podían producir alimento para toda una familia y su ganado. Al principio la papa salvó a Irlanda del hambre. Después se la acusó de la pobreza de aquel país: en un siglo, la población creció de tres a ocho millones, porque los padres podían alimentar a sus hijos con lo poco que tenían.

El escritor estadounidense Charles Mann cuenta que el economista Adam Smith, que era un admirador de la papa, se impresionaba al ver que los irlandeses tenían una salud excepcional pese a que casi no comían más que papas. «Hoy sabemos por qué —dice Mann en su libro 1493. UNA NUEVA HISTORIA DEL MUNDO DESPUÉS DE COLÓN—: la papa es capaz de sostener la vida mejor que cualquier otro alimento si es el único en la dieta. Contiene todos los nutrientes básicos excepto las vitaminas A y D, que pueden obtenerse de la leche». Y la dieta de los irlandeses pobres en los tiempos de Adam Smith, explica Mann, consistía básicamente en papa y leche. La papa que hoy se cultiva en más de ciento cincuenta países produce mayor cantidad de alimentos por unidad de superficie que el arroz o el maíz. Una sola papa contiene la mitad de vitamina C que necesita un adulto por día. En algunos países como en los Estados Unidos, ofrece incluso más vitamina C que los cítricos, que son industriales y de mala calidad. Lo que importa de un alimento, me explica la ingeniera agrónoma Obregón Ramírez, es la materia seca y su valor nutricional: una papa blanca común, por ejemplo, tiene en promedio 20 por ciento de materia seca y el resto es agua. Eso quiere decir que, de una papa que pesa 100 gramos, unos 20 gramos son alimento. Las papas nativas, que se cultivan a mayor altura y en condiciones de clima más extremas que las variedades comerciales, tienen entre un treinta y un cuarenta por ciento de materia seca. Alimentan más del doble que una papa común, y tienen cantidades relevantes de hierro y zinc y vitamina B. Pero, por supuesto, las papas nativas tienen menor rendimiento, son más difíciles de transportar, y su precio final es más caro. Nosotros aún creemos el mito falso de que las papas engordan, y no comprendemos por qué deberíamos pagar más por una papa, aunque sea de color o tenga una forma exótica, si una papa es una papa es una papa.

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Los estudios sobre la papa peruana insisten, como si repitieran una fórmula, en la necesidad de proteger sus miles de variedades y sus técnicas de cultivo por una razón evidente: fueron creadas por los campesinos durante siglos para asegurar la comida en las condiciones más extremas de clima, para resistir heladas, granizos y sequías. Eso es lo que se espera del mundo con el cambio climático: hambre y condiciones extremas. Pero hay una razón más egoísta para querer cuidarlas: porque son ricas. A diferencia de la producción de papas comerciales a gran escala, los campesinos de los Andes cultivan sus papas pensando en comerlas, en alimentar primero a sus familias y vender el resto. El chef neoyorkino Dan Barber, quien se convirtió en una voz internacional del movimiento «de la granja a la mesa», suele decir que sin buenos ingredientes no es posible hacer buena cocina. No importa cuál sea la técnica de un cocinero: quien busca mejor sabor, busca lo mejores ingredientes. «Y si ese es el caso —dice Barber—, lo que buscas es buena agricultura». En el Perú, un país que ha convertido su gastronomía en un asunto de autoestima y de bandera, más del setenta por ciento de lo que se come en las mesas —sus frutas y hortalizas, sus cereales, sus tubérculos y sus leguminosas—, son producidos por pequeños agricultores. El boom de la gastronomía peruana que ha invadido de orgullo los discursos políticos durante la última década, es el boom de los ingredientes de la gastronomía peruana. Pero el Gobierno transforma el boom en fuegos de artificio: en el presupuesto nacional aprobado para el 2015, la Pequeña Agricultura sólo tiene asignado un 2,3 por ciento de los fondos, el porcentaje de inversión más bajo para ese sector desde 2010. El estudio EL SECTOR PAPA EN LA REGIÓN ANDINA, del Centro Internacional de la Papa, cosecha esta paradoja: los productores de las zonas de mayor altura, que son los que más riqueza de variedades poseen, son también los de mayor pobreza.

***

La verdadera patria de un hombre no es la infancia: es la comida de la infancia. Un domingo a las siete de la mañana, antes de empezar el día de trabajo, la esposa de Julio Hancco nos sirve estos alimentos en el desayuno: arroz con leche, pan con huevo frito, papas de su cosecha, costillas de alpaca y sopa de chuño —unas papas amargas deshidratadas a la intemperie— con un poco de carne de oveja. Julio Hancco y sus hijos Hernán y Wilfredo, quienes deben trabajar la tierra durante todo el día, repiten dos veces la sopa. Hancco señala los platos, me mira, y vuelve a hablar en español:

—Carne natural es. Papa natural. Agua natural. Todo natural es.

Hancco bromea diciendo que, si fuese más joven, se iría a vivir a la ciudad o a otro país. Pero si le preguntan en serio dice que no: que no dejaría a sus animales. Pero además —dice— en sus tierras al menos come lo que quiere. Allí come papas y come chancho, llama, alpaca, cuy, conejo. En la ciudad, en cambio, todo es fideo, arroz, galletas.

—Eso no es alimento. Mucho químico— dice en quechua, mientras su hijo Hernán lo traduce.

El Señor de las Papas estuvo dos veces en Italia. Fue invitado por Slow Food, un movimiento internacional que se opone a la comida industrial y los sabores artificiales, y busca recuperar el gusto y la producción tradicional de alimentos. Con el apoyo de la Asociación Nacional de Productores Agroecológicos (ANPE) del Perú y de Slow Food, que organiza cada dos años el Salón del Gusto, Hancco y sus hijos pudieron freír y empaquetar cientos de bolsas con snacks de papas nativas para vender en Italia. Sus técnicas de cultivo, las mismas que los agricultores andinos han mantenido durante siglos y que Hancco perfeccionó para producir sus variedades de papa, ahora eran reconocidas como sistemas de producción agroecológicos. Julio Hancco no llama a sus semillas ‘baluarte de agrobiodiversidad’, pero cada vez que participó de un evento en el Perú pudo escuchar que su trabajo era importante para todos. En los últimos quince años, Hancco y los productores de la región han recibido el apoyo de organizaciones no gubernamentales para producir y vender sus papas, para obtener agua, para adaptarse a los efectos del Cambio Climático y para diseñar normas que favorezcan la agricultura familiar. Julio Hancco ha cosechado reconocimientos, algunas notas de prensa que cuelgan en el cuarto de sus hijos, muchas visitas de extranjeros, una foto con Gastón Acurio, pero no ha cosechado medidas reales del gobierno peruano. Nada ha cambiado demasiado en sus condiciones de trabajo, ni en la de otros miles productores que, como él, son admirados en el mundo por su trabajo. De su viaje a Italia, El Señor de la Papas recuerda que le gustaron el salmón, y el avión.

1.

Después –meses después–, Hugo Sosa pensaría en los olores: esa bruma húmeda, invisible, que a veces sube desde el río, tal vez atraía a los animales. Pero esa tarde de navidad, hace 20 años, no tuvo tiempo de pensar en nada. El viernes 25 de diciembre de 1992, Hugo Sosa y su mujer llevaron a pasear a su perro al Parque de España de Rosario, inaugurado hacía apenas un mes. Preto era un pastor belga de un año y medio; su dueño, un abogado rosarino de 48. Ese viernes, mientras atardecía, Sosa hizo saltar al perro en la parte baja del parque, cerca del río, para tratar de cansarlo. Cuando subieron a la parte alta del complejo, el perro salió corriendo y se perdió de vista. Apenas lo llamaron volvió a aparecer: venía a toda velocidad en dirección contraria. Sosa estiró el brazo para frenarlo, pero fue inútil. El perro siguió de largo, saltó las barandas y se tiró. El ruido que hizo al caer fue “tremendo”, recordaría el abogado. Preto murió en el acto. Al principio, su dueño creyó que se trataba de un accidente aislado, pero no lo era: un año y medio después, el caso sería citado por el diario Clarín como el primero de una supuesta “ola de suicidios animales en este lugar”. La noticia fue publicada por el diario porteño en junio de 1994: “Extraño caso”, decía el título, “perros que se ‘suicidan’ en una plaza de Rosario”.

El Parque de España, antes que una plaza, era una obra inmensa, recién estrenada, que iba a cambiar para siempre la fisonomía de Rosario: un paseo público con un complejo cultural construido sobre las barrancas de la ciudad, en la costa del río Paraná, inaugurado en noviembre de 1992. Al mes de su apertura, en un rincón del complejo que parece una terraza gigante, los perros empezaron a tirarse. Salían corriendo, saltaban las barandas y se tiraban. Terminaban unos 20 metros abajo, en el patio del centro cultural Parque de España o en sus alrededores, muertos o malheridos. El director de la obra y proyectista ejecutivo del complejo, Horacio Quiroga, contaba entonces que él mismo había sido testigo de los saltos de tres perros que cayeron en el patio del centro cultural cuando estaban trabajando. La seguridad en el paseo estaba bien contemplada: se habían puesto barandas de un metro diez y rejas horizontales guardavidas, explicó Quiroga, pero a nadie se le ocurrió pensar en la posibilidad de los saltos caninos kamikazes. “Debe ser una rara fascinación, no sé, de pronto enloquecerán”, dijo. Un año y medio después de la inauguración, Clarín publicaba que unos 50 perros ya se habían tirado desde ese lugar, todos de la misma manera.

En los medios nacionales, esa “rara fascinación” fue amplificándose hasta alcanzar dimensiones de leyenda urbana para los rosarinos. Los que trabajaban en el centro cultural Parque de España no podían asegurar que el número de casos fuera preciso, tal vez los medios exageraban, pero eso no atenuaba el espanto que les producía, algunas mañanas, la bienvenida de un animal agonizante. Nora Belinsky, una de las empleadas más antiguas del lugar —una mujer elegante, con el pelo muy oscuro—, se acostumbró a mirar con cautela cuando llegaba al trabajo: si distinguía a lo lejos un bulto, intentaba desviar la mirada. No siempre era posible. Algunas veces, los perros que se habían tirado la noche anterior quedaban estallados en medio del patio, y no había forma de evitarlos: para entrar al centro cultural había que atravesar el patio. Una de esas mañanas, al llegar al trabajo, sus compañeros encontraron en el patio a una perra callejera pequeña, blanca y negra, que parecía muerta.

—Pero la perra vivía —dice.

Belinsky llamó a su veterinario para que la atendiera, se encariñó con ella, y la terminó adoptando. Le puso de nombre Milagros, aunque más que una suerte excepcional, lo que la había salvado era su tamaño. La mayoría de los perros grandes que se tiraban —ovejeros, siberianos, rottweilers—, moría por el impacto.

—No te digo que caían así como mosquitos: cada tanto caía un perro, a veces allí, otras veces acá —dice, señalando hacia arriba. —Y si era un perro grande, con un peso grande, muy rara vez se salvaba.

Es un miércoles, antes de mediodía, y el patio del centro cultural está desierto. El Patio de los Cipreses –como se lo conoce–, es un espacio rectangular; un pasillo ancho, profundo, amurallado por dos paredones altos de ladrillos vistos. Desde arriba, donde terminan los paredones, uno puede asomarse a las barandas y mirar hacia el patio como si fuera un foso, una larga abertura en el suelo. El Centro Cultural está metido dentro de la barranca; sus espacios de exhibición funcionan en antiguos túneles ferroviarios del siglo XIX, y todos convergen en el patio. Ahí abajo, ahora, Belinsky señala hacia adelante, donde funciona la galería de arte: una vez, cuenta, un perro se estrelló en el patio cuando la chica de la galería estaba atendiendo, y su dueño bajó llorando a buscarlo; “un desastre”. La imagen de un rottweiler saltando las barandas y cayendo como una bomba en la puerta de la galería, en medio del patio, una mañana silenciosa, le restituye algo de contundencia a la historia, que parece volverse más opaca con la cercanía y con el paso del tiempo. Los animales que hacen cosas inusuales como matarse o caer del cielo –una vaca que cae de un avión o una lluvia de ranas, por citar dos ejemplo conocidos– siempre se convierten en noticia; pero si el fenómeno se repite con cierta regularidad, por más que no exista una explicación definitiva, termina sometido a las mismas reglas que se aplican a las tragedias y a los accidentes de tránsito: tiene que superar en cantidad de víctimas o en calidad de espectáculo a los sucesos previos para conmover a alguien.

—Durante mi gestión pasaba, pasaba y pasaba, y yo estaba atormentada porque no conseguíamos que nadie reaccionara—, dice Susana Dezorzi, ex directora del Centro Cultural Parque España, cargo que ocupó desde mediados de 1997 hasta finales de 2006.

Dezorzi –pelirroja, ojos claros– ahora es directora general de Entidades y Organismos de la Secretaría de Cultura de Rosario. No quiere recordar el episodio de los perros, dice, abriendo mucho los ojos: ella también tiene animales, y le ha tocado presenciar el dolor de las personas que “salieron a pasear con su animal un día hermoso, y volvieron con su animal muerto”.

—Por un lado, era desgarrador ver que se mataban los perros, y luego estaba también el peligro de que le cayera uno encima a una persona que estuviera en el patio, que era un espacio que se usaba. O sea, era una situación horrible.

En enero de 2005, después de reiterados pedidos de la institución, la Municipalidad de Rosario envió un equipo de planeamiento a revisar el sector para dotar de mayor seguridad al complejo: decidieron añadir una reja de contención para impedir que los perros siguieran cayendo al patio del centro cultural. Pero los saltos caninos continuaron, a menor escala, del lado del río y en lugares cercanos.

2.

Desde la inauguración del parque en 1992, se elaboraron distintas teorías sobre los motivos que empujaban a los perros a saltar al vacío. Al principio, el médico veterinario Carlos Cossia recibió varios siberianos para atender, y creyó que se trataba de un problema de visión de esa raza. Después descubrió que era una coincidencia: lo que ocurría es que los siberianos estaban de moda, y había muchos. Ahora ya casi no se ven siberianos por las calles, pero en los tempranos 90, cuando la posesión de mascotas de raza recién comenzaba a popularizarse como símbolo de status social, los perros siberianos –posiblemente por sus ojos claros– fueron los preferidos por cierta burguesía en ascenso en la Argentina menemista. El Parque de España, desde su apertura, fue un lugar elegido por los ciudadanos para la exhibición (de sus perros de raza, de su ropa deportiva, de sus parejas).

—Hubo años álgidos, en los que se despertó esa curiosidad por saber qué pasaba. Porque un caso podía ser. Dos, bueno. Pero ya cuando fueron diez, se convirtió en un fenómeno inexplicable. Y todavía sigue habiendo casos —dice Cossia, en una oficina del “Hospital animal Dr. Cossia”, mientras exhibe una sonrisa muy ancha, muy blanca.

Las teorías no cambiaron mucho desde los “años álgidos”: los saltos caninos se atribuyeron a una combinación de falta de experiencia de los animales con algún efecto visual o auditivo que se podía producir en la zona. La visión de los perros, desarrollada para la caza, tiene una finísima percepción de los movimientos, y un campo visual que puede superar los 240 grados (el humano es de 180). Su capacidad auditiva, también, es ampliamente más sensible que la humana. Los perros que se tiraban desde el Parque de España, decían los especialistas, tal vez se veían atraídos por los movimientos de los pájaros o de embarcaciones en el río, y saltaban siguiendo un instinto, porque no podían ver lo que había del otro lado de las barandas. O la circulación del viento alrededor del Patio de los Cipreses podía provocar un silbido irresistible para los perros, y entonces se tiraban obedeciendo a una llamada incomprensible para las personas. O alguna otra cosa, totalmente desconocida. Nadie pudo nunca decirlo con seguridad.

—Para mí el tema es el sonido —dice el médico veterinario Raúl Nini, un viernes a mediodía, después de salir de su consultorio. Nini se despide de una pareja con una perra labradora, extiende su mano, y se sienta enfrente, en una silla de la sala de espera. Le quedan pocos minutos para conversar: tiene una cirugía programada, y el rostro cansado. Dos décadas atrás, él fue uno de los primeros veterinarios rosarinos en atender a perros que habían saltado desde el parque. En 1994, cuando la noticia trascendió a nivel nacional, Nini fue invitado a hablar en el programa que conducía Mauro Viale en la mañana de ATC. Al salir del estudio, la producción le avisó que tenía un llamado de un televidente. “Yo soy marino mercante”, le dijo el hombre del teléfono, “y cuando estábamos en el muelle, veíamos un fenómeno parecido. Teníamos un perro que siempre estaba tranquilo en cubierta. Pero en ciertos momentos se alteraba con el radar. Después descubrimos que eso no sucedía en todos lados”. Los marinos asociaban el cambio de conducta con el ultrasonido o con las radios a transistores, recuerda Nini: “Y en esta zona pasan barcos, hay radares, radios. Para mí es algo auditivo”, dice. Con el tiempo, Raúl Nini dejó de atender urgencias, y no volvió a saber de los perros kamikazes del Parque de España. En total atendió a “ocho o diez casos”, y cada tanto escuchaba sobre otros casos a través de sus colegas.

—Las condiciones no creo que se hayan corregido. Si hay menos casos es por la información que tiene la gente —dice.

Esa misma tarde, en la zona sur de Rosario, Irene Maselli asegura que ella no sabía: que después le contó la madre. Pero cuando su perro Coda se tiró desde el Parque de España en 2012, ella no sabía nada de esta historia. Irene Maselli es una adolescente delgada, de pelo corto, que mira al grabador con gesto divertido y cree que en la zona del Patio de los Cipreses hay una energía densa, “muy rara”. Lo de ella fue distinto, explica: ocurrió más atrás, y fue un error de comprensión animal.

—Lo que pasa con este perro es que él me obedece por señas.

Hace algunos meses, Irene y dos amigas caminaron hasta el Parque de España, subieron por las escaleras, y se quedaron hablando al lado de una baranda de ladrillos, sobre un antiguo túnel ferroviario que ahora se usa para el tránsito de vehículos. Coda estaba con ellas. En medio de la conversación, relata Irene, ella hizo un gesto –levanta su brazo y traza medio círculo en el aire– y Coda saltó, se subió a la baranda de ladrillos, y se tiró hacia el otro lado.

—Se tiró instintivamente, porque yo le hice la seña.

Del otro lado había una caída menos pronunciada que la del Patio de los Cipreses. Coda se estrelló contra el piso, se levantó rengueando, empezó a correr y desapareció. Eso sucedió alrededor de las 18.30. A eso de las 21, cuando Irene regresó a su casa después de buscar al perro todo ese tiempo, Coda ya estaba ahí, tirado debajo de un banco. Más adelante se enteró que el parque tenía una larga historia de saltos caninos inexplicables. Irene asegura que su caso fue distinto, que el perro se tiró porque comprendió mal una seña. No le parecía raro que el animal pudiera saltar sobre la baranda y arrojarse del otro lado impulsado por un gesto.

—Lo único raro fue que se amortiguó la caída —dice.

Desde que comenzaron los saltos caninos en el Parque de España, al médico veterinario Carlos Cossia le tocó atender “no menos de 20 casos”. Cossia es un personaje carismático, con alto perfil público en Rosario: conduce un programa de televisión sobre mascotas, tiene su propia marca de alimento balanceado, y cada año organiza jornadas solidarias de castración de animales. En el sitio web de su hospital se lo puede ver junto a un elefante al que hubo que sacarle un tumor, un cachorro de tigre con gastroenteritis, un chimpancé que necesitaba radiografías.

—Si uno analiza en profundidad, todo es justificable, todo. Pero que los casos suceden, suceden, y en el 80 por ciento han sido mortales —dice.

En el pecho lleva una cadena con dos medallas: la de atrás es la virgen María; la de adelante, dorada, es la virgen de Itatí, ícono religioso de la provincia de Corrientes, su tierra natal. Le pregunto si él cree que los perros pueden llegar a ser conscientes de la muerte.

—Mirá, yo me voy a ir de este mundo con más de 300.000 casos vistos. Y me voy a ir sin haberme podido meter en la cabeza de los perros, de los animales.

Después cuenta una historia que volverá a repetirse más de una vez, con distintas variables, durante las entrevistas. Hace años, relata Cossia, él atendía la perra de dos ancianos, un matrimonio mayor que amaba a su mascota. Cuando la señora murió, su marido duró poco: se deprimió y falleció enseguida. La perra, que tenía 12 años y una expectativa de vida de unos tres más, dejó de comer. “Un sobrino me la trajo, le hicimos estudios, y no tenía nada”. La perra no quería salir de debajo de la cama. Intentaron llevarla a otra casa. Empeoró. La llevaron otra vez a la casa de sus dueños, y la perra se mantuvo debajo de la cama, sin comer, hasta que murió.

—Si eso no es morirse de tristeza, yo te digo: “Perfecto, que otro me explique entonces qué es”. Hay cosas que yo no las entiendo, pero si no las entiendo, no por eso las voy a negar.

3.

En 1870, durante una tormenta invernal, más de 10.000 búfalos se tiraron por un acantilado de los Estados Unidos. En 2005, en Turquía, 400 ovejas murieron después de saltar de un peñasco. En 2009, durante la noche, 200 ballenas piloto encallaron en una isla entre Australia y Nueva Zelanda. Todos los años, en Jatinga (India), cientos de pájaros descienden y se estrellan contra el pueblo. En 2009, en Suiza, 28 vacas se tiraron por un acantilado. La lista de fenómenos registrados es larga. Entre los casos más extraños de muertes masivas de animales, existe un único antecedente similar al de los perros del Parque de España de Rosario: el del Overtoun Bridge, un puente victoriano en un pueblo escocés llamado Milton, donde decenas de perros –se calcula entre 80 y 100– se han tirado desde la década del 60. Al llegar a la mitad del puente, los perros tomaban carrera y saltaban el muro, de un metro de altura, obedeciendo a un impulso irrefrenable. Durante años circularon teorías insólitas para alimentar la leyenda del suicidio –extraños campos magnéticos que emanaban de las piedras, por ejemplo–, hasta que la sociedad escocesa para la prevención de la crueldad animal decidió enviar a científicos a investigar el caso. La conclusión que sacaron los especialistas era que el aislamiento visual que producían los muros ponía en alerta los otros sentidos más desarrollados del perro: el olfato y el oído. El encargado de la investigación determinó que no todos las razas sucumbían a la “llamada del suicidio”, sino que eran los cazadores de hocico grande (labradores, collies, goldens) los que, al llegar a la mitad del puente, enloquecían por el olor de la orina de los visones que habitaban en la zona del puente y se terminaban tirando, ciegos a la caída del otro lado del muro.

Detrás de los casos más conocidos de muertes masivas de animales suele haber, además de teorías sobrenaturales o paranoicas, un periodista que rotula el fenómeno como suicidio animal, para cumplir simultáneamente con una demanda de espectáculo y otra de sentido.

—En principio, no es posible hablar del suicidio de animales, porque tendrían que tener el concepto de muerte, y toda la teoría dice que no tienen —señala el médico veterinario Claudio Gerzovich, uno de los fundadores de la Asociación Latinoamericana de Zoopsiquiatría, y ex jefe del Servicio de Comportamiento Felino y Canino de la Facultad de Ciencias Veterinarias de la UBA.

Los significados que atribuimos a los actos de los animales, explica Gerzovich, dicen más de nosotros, de nuestros deseos y necesidades, que de la naturaleza de sus actos.

—Los humanos extrapolamos nuestras emociones y sensaciones a los animales. O sea, yo necesito cariño y digo: “Mi perro necesita que lo acaricien”. Nosotros confundimos un perro tranquilo con un perro triste, y un perro nervioso con uno contento. Creemos que entendemos el animal, pero de ahí a que lo entendamos hay un trecho. Muchos de los problemas de comportamiento por los que a mí me llaman, tienen un hilo común: sea el problema que sea, en la mayoría de los casos hay un fuerte trastorno de ansiedad por el sistema donde viven, que es el sistema humano.

En su libro Nuestro perro: uno más en la familia, Gerzovich cita una encuesta realizada en Capital Federal y en el Gran Buenos Aires: el 94% de los propietarios de perros consultados consideraba a sus animales como un miembro de la familia; el 95% reconoció que solía hablar con su perro en varios momentos del día; el 47% compartía la comida con su animal; el 39% permitía que su perro durmiese junto a él en la cama, y el 29% admitió que celebraba el cumpleaños de su perro.

Según las estimaciones de la Organización Mundial de la Salud, existe un perro por cada cinco habitantes en los países desarrollados, y dos perros cada cinco personas en los países en vías de desarrollo. Los proteccionistas simplifican el cálculo: uno cada cuatro personas. En Rosario, que tiene alrededor de un millón de habitantes, existen más de 250.000 perros. No es inusual que los perros se tiren de los balcones, me asegura Adriana Pacheco, una proteccionista que vivió muchos años en la ciudad, aunque no suela ser noticia. Casi todos esos casos se relacionan con el celo, explica: los animales huelen a una perra en celo y se impulsan enloquecidos, ciegos a cualquier otra cosa que no sea su instinto, a pesar de todo irreductible a la humanización.

4.

Sinopsis: “Ariel (42), periodista y escritor de escasa monta, descubre en Internet una información que llama poderosamente su atención. En Rosario, su ciudad, perros de distintas clases y/o razas se suicidan arrojándose al vacío en las cercanías del Parque de España…”. Así comienza la síntesis de “Perros del viento”, un proyecto de largometraje que el productor audiovisual Hugo Grosso planea rodar hace años en su ciudad natal. La película, explica la sección Work in progress, nace de un mito urbano que “se mantiene vigente en el testimonio de quienes de alguna manera u otra, han vivido la experiencia”. Los relatos son el punto de partida del guión ficcional: Ariel vuelve a Rosario –de donde huyó para evadirse de un amor prohibido–, con el propósito de investigar el misterio de los perros suicidas, se pone a comparar “la fidelidad humana con la fidelidad canina y cae en el facilismo de los que piensan: ‘Cuánto más conozco a la gente, más quiero a mi perro’”. Eso sucede antes del desenlace. La sinopsis completa se puede leer en internet, y todo parece indicar que será una historia de amor irracional, pero este cronista no puede más que compadecer a Ariel por la tarea que le toca.

Durante años, los buenos anfitriones rosarinos han narrado la historia de los perros suicidas a los visitantes que llevaban a conocer por primera vez el Parque de España, y fueron sembrando un asombro que, alguna vez, ellos mismos conocieron a través de las noticia o de los rumores. Allí, en la parte alta del complejo cultural, mientras los turistas ocasionales sucumben frente a la visión del río Paraná que corre debajo, inmenso, a través de la llanura –“un viejo rayo caído sobre la tierra en un horizonte verde”, escribió el poeta Juan L. Ortiz–, los locales han repetido la historia usando el mismo tono que se usa para las leyendas, y la misma información que circula al respecto hace dos décadas. Busquen y encontrarán, con ligeras variaciones, una tautología abrumadora en la web: la misma cantidad de casos estimados por Clarín para el primer año, las mismas hipótesis, las mismas sospechas sobre el carácter mítico de la historia, el mismo estupor. Y poco más: un poema dedicado a los perros, un mensaje de un pastor portorriqueño, la sinopsis de una película, las advertencias de un grupo proteccionista. Busquen y encontrarán, entre otras miles, una cita de Franz Kafka: “Todo el conocimiento, la totalidad de preguntas y respuestas se encuentran en el perro”.

Y nada más.

El mesón de Jeremías es un restaurante que no existe, ubicado en un punto preciso de la costanera de Gualeguaychú, una pequeña ciudad turística del noreste argentino, en la provincia de Entre Ríos, conocida por sus carnavales. Lo inventó Nahuel Maciel, que no se llama Nahuel Maciel, para escribir sobre cocina en el diario El Argentino -el más antiguo de Gualeguaychú- en algunas ediciones de 2010: los clientes de Jeremías nacían al llegar al lugar y morían un párrafo después del proceso de cocción, una vez agotadas sus historias de pasiones cotidianas, la receta y el espacio disponible para el texto.

—Hubo lectores que llamaron al diario para saber cómo podían llegar al restaurante -dice Nahuel Maciel, mirando hacia el río.

Es de noche, la costanera de Gualeguaychú está iluminada.

—En un momento llegó a haber como diez o quince personas que aseguraban que habían comido en el mesón de Jeremías. Era una ficción, ¡un recurso!

Maciel abandona una sonrisa a mitad de camino y apura el cigarrillo. Lo tira. Lo pisa.

—Pero claro, algunos ya preguntaban: «¿Volviste a las andanzas, Nahuel?».

***

A principios de los noventa, Nahuel Maciel se convirtió en leyenda por plagiar e inventar con eficacia, sin vacilación, largas entrevistas a personalidades como Gabriel García Márquez, Carl Sagan, Umberto Eco, Mario Vargas Llosa y Juan Carlos Onetti, que fueron publicadas entre 1991 y 1992 por el suplemento de cultura de El Cronista Comercial, un diario de la capital argentina. Los hechos ocurrieron hace dos décadas en Buenos Aires, y tuvieron su continuación durante algunos años en Paraná, capital de Entre Ríos, donde Maciel fue a vivir después del hito más conocido de su pasado, lo que se considera el punto más elevado al que lo llevó el ciclo ascendente de la mitomanía: en 1992, ante una sala repleta con más de quinientas personas, el joven Nahuel Maciel presentó en la Feria del Libro de Buenos Aires Elogio de la utopía, una recopilación de conversaciones con García Márquez que no eran reales, prologada por un texto del escritor uruguayo Eduardo Galeano que Galeano nunca escribió, con un prefacio a cada capítulo plagiado, palabra por palabra, de un libro del sacerdote argentino Mamerto Menapace, a cuyos textos sólo les había cambiado la palabra «Dios» por «Utopía».

Mamerto Menapace es un cura célebre del monasterio benedictino Santa María de los Toldos, en la provincia de Buenos Aires, que ha encarnado una figura folclórica -el cura de campo- como autor de cuentos y poemas en los que predominan las moralejas de la vida rural y las parábolas religiosas. Fue el primero en denunciar el plagio, a pocos meses de la presentación: Elogio de la utopía era un collage de distintas fuentes, y su publicación supuso el final de la carrera meteórica de Nahuel Maciel en la capital del país.

En la contratapa del libro se puede ver un retrato suyo de aquellos años: un joven de camisa que sonríe apenas a la cámara; el pelo negro, abundante, se une con la barba, negra y abundante, de tal modo que dibujan el contorno de un rostro delgado, anguloso, donde sobresalen -levemente- los pómulos y las cejas pobladas. Debajo de la foto, un texto breve en primera persona, «Palabras de un autorretrato», sin más información de origen que la siguiente: «Esto era así allá en la cordillera, en Neuquén, el lugar donde crecí. Pero aquí en Buenos Aires, las cosas son algo diferentes».

Aquí en Gualeguaychú, ahora, las cosas también: son diferentes.

Nahuel Maciel tiene cuarenta y siete o cuarenta y ocho años y un pelo abundante, irisado de canas, que se une con la barba, abundante e irisada de canas, de tal modo que dibujan el contorno de un rostro robusto, en el que sobresalen las cejas pobladas y los ojos grandes, marrones y acuosos. Hace más de diez años que vive en Gualeguaychú, donde trabaja como periodista y editor del diario El Argentino.

Una tarde de agosto de 2011 le pregunté si había nacido en Entre Ríos. Estábamos en su oficina, en la redacción de El Argentino, sin grabadores. «No -me dijo-, no sé, no sé», y su mirada se tornó esquiva.

El pasado de Maciel, como personaje, tiene distintas versiones. La persona real, la que corresponde a su nombre real, está resguardada debajo de un Nahuel Maciel que nació hace veinte años. Nahuel Maciel no se cambió el nombre cuando se fue de Buenos Aires, después de que su firma pasara, en menos de un año, de la exposición máxima en las páginas de El Cronista Cultural a la desaparición total.

—El pasado te alcanza siempre -me dijo esa tarde.

Nahuel Maciel no quiere que escriba sobre él.

—Estoy cansado, flaco.

Suspira.

—Me han matado.

***

La primera vez que Maciel apareció en la redacción de El Cronista, relata Mario Diament, entonces director del diario, fue a finales de 1991, una tarde en que a la editora de El Cronista -la periodista Silvia Hopenhayn-, se le había caído su nota principal: «Se presentó como un indio mapuche que había escrito artículos para Le Monde de París y el National Geographic, algunas de cuyas fotocopias traía consigo para probarlo. Venía a ofrecer -dijo- una entrevista con Mario Vargas Llosa que había realizado vía fax, lo cual, para una editora que ve pulverizarse la nota principal del suplemento, caía como maná del cielo», escribió Diament en una versión de la historia que publicó en 1996 la revista Noticias.

—Su apariencia era benévola. ¿Viste esos personajes misteriosos? Pero de un misterio con cierta candidez. No era el misterio oscuro y maloliente. Todo lo contrario. Venía con una carga mística— dice la escritora Silvia Hopenhayn.

Hopenhayn recuerda a Nahuel Maciel como «una especie de fantasma ambiguo». Un personaje -«flaquito, medio moreno, hirsuto»- que exhibía, al mismo tiempo, un apego a raíces ancestrales, y desamparo. Recuerda que tenía «como un andar medio alado».

Recuerda un gesto: «Con los dedos se cubría un poco la boca».

En 1991, cuando Maciel se presentó en la redacción para ofrecer sus notas, Hopenhayn tenía menos de veinticinco años y dirigía El Cronista Cultural: su tarea periodística era «importante y hermosa», dice, pero «todavía no sabía distinguir que las palabras pueden tener doblez».

—Atraía, quizá, su estirpe, original y originario. Y eran importantes las notas que él traía. Pero lo que más me terminaba de convencer a mí era su lenguaje. Su forma de inscribirse en el mundo. No era solamente porque tenía la cartita de García Márquez o la cartita de Vargas Llosa, ni porque «ay, mirá, un indígena escribiendo, que original para tener como pluma colaboradora». Había algo convincente en su propia forma de dirigirse y hablar.

El Cronista Cultural se publicó semanalmente con El Cronista Comercial durante unos seis años, hasta mediados de los años noventa, y fue el producto emblemático de un periodo de cambios en el matutino -especializado desde su origen en economía y negocios-, que intentaba ganar un público más amplio. Esos años el diario pasó a llamarse El Cronista -una mutilación temporaria- y sumó firmas, secciones, suplementos.

—Fue un momento de creatividad pero de mucho caos. Yo pasé casi por cinco directores en cinco años -recuerda Hopenhayn.

Mario Diament fue director desde finales de 1991 hasta finales de 1992, y apostó a darle al diario un perfil más progresista, a sumar producción en Política, en Cultura. El Cronista Cultural llegó a tener dieciséis páginas, convocaba a figuras literarias consagradas y a otras en surgimiento, e incorporó a académicos e intelectuales que solían tener cierta reticencia por el lenguaje periodístico.

—No había trabas, no había condicionamientos -dice Hopenhayn.

Los periodistas culturales compraban el diario los domingos por el suplemento que ella dirigía.

El domingo 22 de diciembre de 1991, El Cronista Cultural publicó la primera nota de Nahuel Maciel: «La indulgencia del poder», una entrevista exclusiva con Mario Vargas Llosa realizada vía fax. (Escribe Maciel: «Es casi inevitable preguntarle por Cuba y por Fidel. ¿Cuál es su opinión?». Responde Vargas Llosa: «Sí. Es cierto. Yo esperaba desde el principio esta pregunta suya. Yo creo que Fidel es un caudillo, un caudillo al que el poder ha ido convirtiendo en una especie de todopoderoso. Lo inevitable con todos los todopoderosos, las personas tremendamente megalómanas, es que se llegan a creer un semidiós encarnado. Creo que no se puede tener un poder absoluto, por tanto tiempo, sin convertirse en algo completamente distanciado de la experiencia común…».

El 12 de enero de 1992, el suplemento publicó en la tapa «El enigma del tiempo», reportaje exclusivo de Carl Sagan. (Pregunta Nahuel Maciel: «¿Entonces es imposible realizar un viaje al pasado?». Responde Carl Sagan: «La teoría de la relatividad no excluye expresamente el viaje al pasado, pero lo disparatado de semejante idea no se puede rebatir ni siquiera con las más atrevidas teorías. […] Supongamos que un viajero por el tiempo encuentra a su propio yo más joven, y lo mata. ¿Estaría entonces muerto el viajero? ¿Cómo habría podido emprender este viaje si ya estaba muerto antes de comenzarlo?»).

El 29 de enero, El Cronista Cultural publicó en la tapa «El vivero de García Márquez», un reportaje de cinco páginas con el Nobel colombiano, centrado en la «función y necesidad de la Utopía», que se convertiría en la base del libro Elogio de la utopía. En la última página salía un recuadro, «Historia de un periodista», donde se señalaba que Nahuel Maciel era colaborador de «Le Monde (Francia), El Día (México) y El Cronista Cultural», que había nacido en Neuquén en 1964, y que había traducido «El Principito, El cerro de los siete colores y Las venas abiertas de América Latina al mapuche»

El 9 de febrero se publicó «La leyenda de la llorona y la locura», un texto de dos páginas en el que Maciel analizaba una historia clásica de fantasmas, basado en una investigación que había presentado en «el Tercer Congreso de Antropología y Mitología Americana -México DF, septiembre de 1990- organizado por el Museo Antropológico de México». (Primera hipótesis sobre la leyenda de «la llorona» que aparece en el texto: «Un pueblo se apropia de una locura individual y la llena de contenidos sociales, transformándola en una locura étnica. Pero esos contenidos sociales no son explícitos. A través de la leyenda se canalizan elementos tecnoecológicos y socioculturales que de llegar a manifestarse per se, plantearían -creemos- la necesidad de cambios estructurales»).

El 16 de febrero se publicó «América podría ser una fiesta», una especie de ensayo de dos páginas sobre la conquista del continente, firmado por «Eduardo Galeano y Nahuel Maciel». (Final de la primera parte: «Nuestra identidad está en la historia, no en la biología, y la hacen las culturas, no las razas: pero está en la historia viva. El tiempo presente no repite el pasado, lo contiene»).

El domingo 23 de febrero de 1992, El Cronista Cultural publicó «Paraguay en llamas», una crónica sobre el régimen de Andrés Rodríguez y el proceso político de Paraguay, firmada así:

«Nahuel Maciel (Asunción)».

Eso, sólo en los primeros dos meses.

Maciel no tenía treinta años.

***

—Yo sabía como era la dinámica de un suplemento cultural, sobre todo cuando intenta posicionarse. Necesita buena mercadería. Y esa situación, a veces, es desesperante: saber que la única posibilidad que tenés de competir con los suplementos ya asentados o tradicionales como el de La Nación, e inclusive el de Página/12, es hacer algo que sea realmente bueno o diferente. Si no, no tenés chance. Creo que por eso ellos caen un poquito así en los embustes de Nahuel. Porque tenían una gran necesidad de que existiera esa posibilidad de reportaje maravilloso…

El periodista Oscar Taffetani (58) se detiene para buscar una expresión precisa. Es un lunes de enero en Buenos Aires. Son las 16:30.

Taffetani conoció a Nahuel Maciel en 1991, cuando dirigía un semanario de cultura y política llamado Las palabras y las cosas; un desprendimiento del diario Sur que trataba de sobrevivir de forma independiente. Le presentaron a Maciel como «alguien que había sido educador, que había sido criado por los mapuches»: «Lo tomé como un chico que quería hacer sus primeras armas», dice. Le propuso hacer una crónica sobre la proyección de Danza con lobos: una perspectiva mapuche sobre un filme que hablaba de la relación entre un blanco y los indios pieles rojas.

—Y lo hizo bien -dice Taffetani.

Pero sus colaboraciones en el semanario fueron escasas. Un día, cerca de fin de año, Maciel le contó que se había presentado en El Cronista.

—Ellos lo convierten a él en estrella, sin pensar mucho qué hay en el fondo, qué hay debajo de esto. Está bien: uno puede comprender, porque nadie está libre de cometer errores, qué se yo, pero no podés analizar el fenómeno de Nahuel Maciel tomándolo a él como un bicho raro, sin entender en qué sistema funcionó la mitomanía de Nahuel. Es un sistema que está ávido por comprar ese tipo de cosas…

***

El 24 de julio de 2004, la revista argentina Noticias publicó una nota del periodista Emilio Fernández Cicco sobre Nahuel Maciel titulada «El gran simulador»: «Habla el más exquisito embaucador del periodismo, tras años de anonimato. La increíble historia del hombre que inventó hasta un libro con García Márquez», decía la presentación. Su nota sobre Maciel era una entrevista telefónica grabada desde Buenos Aires. El diálogo comenzaba en el segundo párrafo:

«Noticias: Necesitábamos hablar con Nahuel Maciel.

Maciel: Él habla.

Noticias: Ah, mire, somos de la revista Noticias. Queríamos hacerle una nota contando su historia.

Se produce un largo silencio en la línea, la pausa que se toma una mosca antes de ser aplastada por un zapato. Es lógico que esto ocurra.»

—¿A vos te costó encontrarme? -pregunta Maciel apenas se sienta en la mesa del bar.

A través de las ventanas se puede ver: la costanera vacía, el cielo espeso, el río picado.

Es lunes, 8 de agosto de 2011. Es la primera vez que nos vemos. La pregunta es retórica.

—¿Viste? Después sale que estoy escondido. Que estoy en el anonimato: todas las semanas firmo mis notas con el mismo nombre. Trabajo en una empresa que cumplió cien años. Cada vez que quise contar que estoy agradecido (porque ahora ya no, pero había que tener huevos para tomarme entonces, cuando me tomaron en El Argentino), sale que estoy escondido. Qué sé yo lo que sale.
—Pero yo no pondría esas cosas.
—Sí, todos dicen lo mismo. Yo te puedo hablar de la mala praxis con nombre y apellido. Yo te puedo hablar de la confianza, porque la perdí en mí mismo. Yo escribía algo y decía: «Pero, ¿esto es mío, o creo que es mío y lo leí?». Yo tuve que laburar mucho la confianza en mí. Y después tenés que bancarte que cualquier boludo venga a cobrarte una factura, y vos ni lo conocés. ¿Y vos quién sos?

En enero de 2007, en pleno conflicto argentino-uruguayo por la instalación de una inmensa fábrica de celulosa en Fray Bentos, frente a Gualeguaychú -del otro lado del río Uruguay-, el polemista argentino Eduardo Montes-Bradley estrenó en Punta del Este un «documental-ensayo» llamado El gran simulador, que fue promocionado en Uruguay como «No a los papelones». Montes-Bradley, un cordobés -«porteño por adopción»- que hace películas, había leído la nota de Cicco en la revista Noticias y decidió viajar a Gualeguaychú en busca de Maciel: «Subí al auto y, sin muchos preludios, viajé a esa ciudad. Apenas llegué, encontré al mapuche trucho en la primera línea de fuego del asambleísmo de esa ciudad. No lo podía creer. El ahora periodista de El Argentino, uno de los diarios de Gualeguaychú, luchando contra las papeleras de la orilla vecina…», dijo en una entrevista que le hicieron en 2008. Así nació El gran simulador, una película en la que Montes-Bradley se vale del pasado de Nahuel Maciel para ofrecer su mirada sobre los ambientalistas de Gualeguaychú y su reclamo contra la instalación de una papelera en Fray Bentos, causa que contaba con el apoyo explícito de los periodistas locales, entre ellos Nahuel Maciel.

En el minuto 12’49», Nahuel Maciel habla de su pasado: «Si algo, entre comillas, me justifica estar acá, es porque en el año noventa y dos fui responsable de una situación disvaliosa para el oficio del periodista como la de haber realizado plagios y material apócrifo en la prensa».

En el minuto 13’38» Montes-Bradley dice: «Estábamos convencidos de que Nahuel había instrumentado una brillante operación para desenmascarar la fragilidad del sistema. Su arrepentimiento fue una desilusión, una de tantas».

Los casi sesenta minutos restantes, Montes-Bradley expone sus intentos frustrados por hacer una película, y va alternando el foco entre Nahuel Maciel y la protesta ambiental, siempre con el mismo tono. Dice, por ejemplo: «Definitivamente teníamos una película entre manos, o bien, estábamos en las manos de un psicópata» (22’11»); «Ese Nahuel, el que alguna vez sedujo con sus invenciones, resultaba más interesante que el periodista mentiroso. Nahuel, el indio Nahuel podía liberarnos de Gualeguaychú. Después de todo, él nos había traído» (43’33»); «Nube roja se hizo humo» (44’45»); «Qué sentido tenía seguir con una película imposible. El testimonio de Nahuel estaba empañado por la vergüenza y el arrepentimiento, mientras que la asamblea ambientalista me recordaba la idea de un pogrom» (54’12»); «Pobre Nahuel: él, que vendía con relativo éxito espejitos de colores, terminó comprando los que vendían en Gualeguaychú, a orillas del río»(1:10’27»).

***

—Buscá «prestigio» -dice Maciel, y me pasa uno de los libros marrones que forman una pila en su escritorio, al lado de la computadora que usa en El Argentino.

Es una edición vieja, en tomos, del diccionario de la Real Academia, con tapas semiduras y ribetes descoloridos por el uso, por el paso del tiempo.

—»Prestigio: del latín preaestigium… Engaño, ilusión o apariencia con que los prestigiadores emboban y embaucan a la gente…». ¿Viste? Cuando te dicen que alguien es «un prestigioso periodista», hay que tener cuidado con lo que están diciendo.

Me mira de reojo.

—Y éste no es un diccionario que escribió Nahuel Maciel, eh.

***

—Las universidades tenían un encantamiento extraordinario con este personaje -cuenta Orlando Barone (70), un periodista veterano que trabajó en algunos de los principales medios gráficos del país, hoy identificado con el oficialismo-. En la de La Plata, por ejemplo, donde fuimos a presentar los libros, todas las preguntas iban dirigidas a Nahuel. Había una atracción desde la izquierda porque era mapuche, porque… bueno, porque el hechizo era fantástico. Y casi sin hablar, porque ni siquiera hablaba demasiado. Era como ese personaje, el de la película Desde el jardín. Algo parecido.

Para Barone, Nahuel Maciel «es un héroe anticipado a la nueva época, pero él no sabía que era un héroe: él lo hizo como un bandido».

En abril de 1992, Barone presentó su novela La locomotora de fuego junto con Elogio de la utopía, de Nahuel Maciel, en la Feria del Libro de Buenos Aires. Las dos publicaciones eran las primeras criaturas de Ediciones El Cronista, un proyecto editorial que formó parte, fugazmente, de la etapa de expansión y cambios que vivió El Cronista Comercial esos años. El proyecto prácticamente comenzó y terminó con los libros de Barone y Maciel.

—Cuando él presentó su libro junto con el mío, yo acepté sin dudar porque, bueno, porque soy democrático, primero porque todavía no se sabía el desenlace. Él tenía una carta que le había enviado García Márquez por el libro. Cuando el locutor iba leyendo en el escenario la carta de García Márquez, me di cuenta, creo que todos nos dimos cuenta, por lo menos los que conocemos algo de literatura, de que no podría haberla escrito nunca García Márquez.

El eje central de la Feria del Libro de Buenos Aires de ese año, la edición número 18, era «El libro en los medios de comunicación».

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Elogio de la utopía surgió como una extensión del reportaje que El Cronista Cultural había publicado originalmente el 29 de enero: en pocos meses, «El vivero de García Márquez» se convirtió en un larguísimo diálogo erudito -y por momentos incomprensible- sobre la utopía, que ahora ocupaba más de doscientas páginas. Todo el libro, a excepción de los textos cándidos de Menapace usados como prefacio, el prólogo apócrifo de Galeano y algunos fragmentos dispersos, está compuesto por intercambios de este tipo:

«NM: —Con el paso de los siglos, el buen rey Utopos de la obra de Moro se ha convertido en su contra-imagen -el Big Brother (Orwell) o el ‘Benefactor’ (Zamiatin). Desconfianza de la autoridad y negación del providencialismo que se puede rastrear en las Utopías Satíricas de Johnatan Swift, especialmente en la serie de viajes de ‘Gulliver’ y en el Cándido de Voltaire, tradición irónica que se remonta a Aristófanes.

«GGM: —En efecto, en las comedias de Aristófanes se anuncian las que serán características de la anti-Utopía satírica de los siglos ulteriores. En la Asamblea de Mujeres, a la pregunta formulada de ‘¿quién cultivará la tierra?’ en la sociedad igualitaria que se propugna revolucionariamente, Proxógoras contesta, en forma ingenua pero significativa: ‘Los esclavos’. Todo régimen utópico tiene, en definitiva, sus esclavos…»

(Fragmento del subtítulo «La ironía como arma», perteneciente al segundo capítulo de la primera parte de Elogio de la utopía, página 68).

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El supuesto vínculo con el Nobel colombiano, que ya había dado como frutos una entrevista exclusiva, un libro y una carta personal leída en la Feria del Libro, incluyó también la publicación exclusiva de «un relato totalmente inédito» de García Márquez que fue anunciado en la portada de El Cronista el domingo 3 de mayo de 1992. El relato se llamaba Cuentos de una noche sin luna, y era presentado como «una suerte de regalo de García Márquez con motivo de la presentación de Elogio de la utopía».

Un fragmento:

«—Es tan grande mi prestigio aquí, amigos míos -decía- que cualquiera de nosotros puede cometer el más cobarde de los crímenes sin temor a ser castigado por él. Os juro que podéis dirigiros a un hombre y castrarlo, pues si sabe que sois un esclavo de Eufrínides os agradecerá el haberle hecho el honor de haberos apoderado de su más querida pertenencia en nombre mío».

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—Lo mío fue un error, pero fue involuntario. ¿Cuál fue el error? No separar el agua entre la fantasía y la realidad. Yo tuve mil oportunidades de zafar en el noventa y dos. Podría haber dicho: «Quería demostrar la debilidad del sistema». Y quedaba como un capo: «Con esto demostré la mediocridad, primero, del mercado cultural argentino, y segundo la debilidad del sistema, que cualquier cosa se publica». Era una buena defensa, pero era mentiroso. Yo me lo plantee, cuando estalla el quilombo: «Bueno, zafo con esto. Me harán papilla nacional, pero termino siendo un héroe: el caso va a la universidad y se estudia». Y después me dije: «En realidad yo sé que no es así, y después no voy a poder zafar conmigo mismo».

«Error involuntario», dice Maciel, es una expresión redundante.

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Tres años después de la presentación de Elogio de la utopía, en diciembre de 1995, Eduardo Galeano publicó una nota en el semanario uruguayo Brecha -llamada «Resignación»-, en la que narraba el hallazgo del prólogo que supuestamente había escrito para el libro de Maciel: se había topado con Elogio de la utopía por casualidad, en una biblioteca de Estados Unidos. Galeano, que no escribe prólogos, advertía al comienzo de éste: «Es tarea y es propio de los maestros prologar las obras de sus discípulos, pero no seguiremos esta añeja y acertada tradición. Tal vez porque Nahuel Maciel lleva el orgullo de su generación, o quizá por una fecunda amistad que nos une […], pero lo cierto es que no considero a este joven periodista como un discípulo, puesto que casi siempre es él quien me enseña».

En Argentina, poco tiempo después de la presentación en la feria, los libros fueron recuperados y se quitaron de circulación cuando el cura Mamerto Menapace envió a los editores las pruebas del plagio.

En junio de 1996, seis meses después de la publicación de la nota de Galeano, Mario Diament publicaba en Noticias aquella primera versión del paso de Maciel por la redacción de El Cronista. Allí, en su texto -llamado «Inventando a Gabo»-, decía lo siguiente sobre el libro que había derivado en la ruptura definitiva del idilio con Maciel: «No pude asistir a la presentación, pero pregunté al día siguiente cómo había salido todo, y si Galeano había estado presente, y todo el mundo me aseguró que sí».

Los finales de las relaciones también tienen un mito de origen. Para Diament, por ejemplo, la relación con Maciel comenzó a derrumbarse con un muerto: Shmuel Yosef Agnón, escritor israelí que recibió el Nobel de Literatura en 1966, fallecido en 1970. Una tarde de 1992, cuando Maciel ya se había convertido en colaborador permanente de El Cronista, cuenta Diament, Nahuel se le acercó en la redacción para preguntarle si le interesaba «una nota con el Premio Nobel israelí I. S. Agnón»:

«‘¿Él quiere hacerla?’, le pregunté.

‘Bueno, se puede intentar’, me respondió, masticando su bigote como solía hacerlo.

‘Tengo buenos contactos’.

‘Tienen que ser muy buenos -le dije-, porque resulta que Agnón está muerto’.

Se quedó cortado un momento, y luego murmuró: ‘No lo sabía'».

Después de ese episodio, Maciel todavía publicó en El Cronista Cultural una entrevista a Juan Carlos Onetti -que era conocido por su aversión a las entrevistas- y un reportaje exclusivo sobre Umberto Eco que salió en el suplemento del 28 de junio de 1992, antes que se impusiera «una veda a la publicación de sus notas».

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Fragmento de una entrevista al cacique mapuche Kafulkeo, publicada el 9 de octubre de 1988 por el diario Página/12, firmada por Nahuel Maciel: «Yo no tengo miedo al tiempo, ni al pasado, por eso puedo conocer la historia. La historia es uno con otro. La historia es importante porque habla del uno, de lo bueno y lo malo de uno. Y así uno va arreglando el fondo de los errores y ya no se vuelve a equivocar en el mismo lugar o con la misma cosa».

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—A Paraná cayó a principios de 1993. Nosotros hacíamos el semanario, pero ya estábamos con el proyecto del diario. Cayó con las cosas que había publicado en El Cronista. Vino a preguntar qué podía hacer. Y yo lo puse a capacitar gente -dice Daniel Enz, director del semanario Análisis de Paraná y ex director de Hora Cero, el primer diario donde Maciel empezó a trabajar cuando se fue de Buenos Aires-. Justo me faltaba alguien que me ayudara a preparar gente para la redacción del Hora Cero. ¿Entendés? Entonces lo puse a hacer una especie de taller intensivo para varios, que fue lo que hizo durante tres o cuatro meses. Y lo hizo bien. Al loco le gusta enseñar. Además, Nahuel es bueno en eso: tiene mucha parla.

—Me presentan un tipo morocho, de barba, flaquísimo, muy locuaz pero a la vez muy tímido, de gestos muy suaves, de palabras muy suaves y cuidadosas, muy caballero. Muy seductor: no sólo con las mujeres sino con todo el mundo, inclusive con los niños. Y de veras que tenía una impronta muy diferente a todos nosotros. Pero todo esto lo puedo ver ahora, lo puedo leer ahora, después del paso del tiempo -dice Marcela Canalis, y en realidad logra que su descripción tenga el destello de un trance, que es como recuerda esos años: con la consistencia de una atmósfera cálida, un poco alucinada, que no se diluye a pesar de los ruidos de la esquina más transitada de Paraná un lunes a mediodía.

En 1993, Marcela Canalis regresó a vivir al litoral argentino después de pasar ocho años en Buenos Aires, y Enz la convenció para que se sumara al proyecto de Hora Cero, donde terminó al frente de las producciones especiales. Canalis tenía experiencia en gestión cultural y en televisión, pero nunca había hecho gráfica. Esos primeros días le pidieron que ayudara a organizar los talleres que iba a dar Nahuel Maciel, un periodista recién llegado de Buenos Aires, que venía con credenciales de Le Monde.

—Él mantenía una distancia con nosotros. Era un profesor, y realmente lo era. Asumió ese rol entonces, como luego asumió un montón de otros roles. En ese momento, cuando estaba en la cresta de la ola, él era el personaje que vos querías que él fuera.

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—Las invenciones de Nahuel, en realidad, son un pasaporte que él consigue para entrar al mundo del periodismo, un medio donde él era un extraño, donde de otra manera era difícil que hubiera hecho carrera -dice Oscar Taffetani-. Bah, difícil: porque tendría que haber hecho un poco como hacen todos. Ser un cronista común o un movilero, o esto, o lo otro, e ir acercándose, hasta que después terminás editando. Él hizo una especie de trámite exprés llevado por toda esa capacidad que tenía para forjarse un yo ideal, o una especie de figura inexistente pero que se la vendió a todo el mundo. Por eso él lo ve como un momento en el que estaba fuera de sí, como algo que no controlaba, que era más fuerte que él.

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Para mayo de 1994, cuando comenzó a salir a la calle Hora Cero, el rango de Maciel en la estructura de la redacción había entrado en transición.

—Lo puse al frente de un suplemento de la zona de La Paz (interior de Entre Ríos). Él coordinaba todo eso y hacía una contratapa. Ahí encontramos que su contratapa tenía similitudes con algunas notas de Soriano. Entonces yo empiezo a averiguar: ahí me entero -dice Enz.

Un llamado a un colega en Francia confirmó que Maciel no trabajaba para Le Monde, y tendió una soga de pólvora hasta Buenos Aires, donde estaba anudada a una bomba con su pasado reciente. Enz se asesoró, confrontó a Maciel con las pruebas, le ofreció ayuda profesional, y lo puso a producir en segundo plano, para que pudiera seguir escribiendo.

—Él había caído en desgracia y yo necesitaba gente que escribiera -recuerda Canalis-. No podía escribir un suplemento por día los siete días de la semana: ni me interesaba ni era mi rol. Entonces me dieron a Nahuel. Hacíamos un suplemento que se llamaba Chau chau cocina, y a lo mejor, ponele, paralelamente, nos tocaba hacer uno sobre Evita. O sobre Perón. Y él escribía, desde textos sobre los funerales de Evita hasta unas notas espectaculares sobre vinos. Vos pensá que no se podía googlear. No era que él entraba a una computadora y se ponía a cortar y pegar. Él se sentaba en una máquina, te hacía la nota y te la traía, escrita magistralmente.

—Cuando llegaron detalles de la situación de él, hubo gente que hizo causa común. Gente que decía: «Nos estafó a todos». Y yo decía: «¿Pero desde qué lado…?» Yo vi un veneno terrible -recuerda Alfredo Ibarrola una mañana de septiembre de 2011, tres meses antes de ser nombrado secretario de Cultura de Paraná.

Ahora, en la vieja estación de trenes donde funciona su oficina, Ibarrola regresa a esa época, hace diecisiete años, en la que lidiaba con su separación, con la muerte de su padre, y con la distribución del diario Hora Cero. Durante algunos meses, Ibarrola alojó a Maciel en una casita que había alquilado en calle Misiones, en Paraná. Ambos compartieron, simultáneamente, el hogar y la intemperie: los dos asistían entonces al derrumbe de lo que habían sido sus vidas hasta hace muy poco. Ibarrola disfrutaba de estar con Maciel, dice, de su humor ácido y de su conversación, y no hacía demasiadas preguntas.

—Yo estaba tratando de no caer en la depresión, mis hijos me daban mucha mano y Nahuel fue uno de los tipos que estuvo ahí. Después en un momento tomó su rumbo. Cuando termina el Hora Cero, él se va a Concepción del Uruguay. Ahí conoce a su actual mujer, tuvo un hijo, tuvo una hijita. Después se va a Gualeguaychú. Cuando retomé el contacto, ya estaba en Gualeguaychú hace varios años. Lo vi estabilizado en una persona, ya fuera del personaje. Lo que pasa es que yo también veía que había cosas que lo perseguían y que lo van a seguir persiguiendo de por vida.

—Nahuel nos marcó a todos, porque interactuó con todos -dice Marcela Canalis-. Los varones grandes, por ejemplo, lo tenían allá, a la distancia… Esto es una apreciación mía, pero creo que les puso un espejo a todos. El espejo de la propia invención que uno hace de uno mismo, ¿no? Porque los roles en la redacción se dan en la medida del personaje. Si vos escribís de economía, tenés que funcionar como alguien que escribe de economía. Y si sos el que sabe de política, tenés que funcionar y mostrar aquello que los demás quieren ver. Entonces, vos tenés un loco que viene diciendo que trabajaba en Le Monde, y después termina escribiendo de cocina, para ellos era el ser más deleznable de todos. A los machos alfa de la redacción, sobre todo, les provocaba un pánico, un terror.

Canalis tantea su atado de cigarrillos de arriba de la mesa. Saca uno. Lo enciende. Exhala. Alrededor hay menos ruido. En Paraná, la agitación de mediodía cede lugar a la siesta.

—Me parece que lo que pasó fue eso: que fue un espejo para todos. Y los que estábamos más o menos bien de la cabeza, o peor, pudimos no asustarnos con ese espejo…

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—No sé que dice él al respecto -dice Hopenhayn del otro lado de la línea, casi al final del diálogo, y lo dice casi como si hablara consigo misma-.¿Es un fallido inconsciente, es una estrategia para encontrar laburo? Evidentemente, a él, algo le gustan las letras, ¿o no? Eso se notaba. Entonces, ese entusiasmo también te contagia, lo compartís; o sea: sentís una empatía porque tenés un objeto común.

«Hay cosas que son tan lindas, que uno daría la vida por haber escrito eso», me dice Nahuel Maciel otro lunes, frente al mismo río: Gualeguaychú.

Es la segunda vez que nos vemos. Maciel no ha cambiado su opinión respecto de la entrevista. No le interesa hablar del pasado. «No es una película -dice-, yo al principio pensé que era una película, pero esto no tiene final feliz».

Le digo que su presente parece contradecirlo. Que se le ve entero. Que parece feliz.

—Claro, yo soy muy feliz. ¿Para qué tener una charla, entonces?, ¿para qué pelearme con un sentimiento, si después sale publicada cualquier cosa? Yo tengo una actitud que es reparadora: hacer lo que tengo que hacer, de la mejor manera posible, sabiendo que no tengo margen para el más puto error. Vos podés escribir una crónica y olvidarte de una cita, y no pasa nada. Yo no puedo. ¿Entendés?