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Cuando la invitación a esta boda llegue a tus manos, pensarás que el lugar es una broma de mal gusto. Dirás que no es posible que alguien quiera prometer amor eterno en un espacio así o que se trata de un error de imprenta, pero cuando confirmes el lugar sentirás como si te engraparan el estómago. El sentimiento se repetirá durante los días siguientes cada vez que escojas la ropa que usarás y evites el negro, azul, café o blanco, los zapatos de tacón, hebillas grandes, sombreros o cualquier cosa que, en un descuido, pueda ser convertido en un arma.

Apuntarás en el calendario la fecha 19 de julio de 2013 y te prepararás mentalmente, durante semanas, para ir a este lugar. Cuando los días pasen, y la cita sea inevitable, usarás el Metro para llegar al oriente de la Ciudad de México, a la delegación Iztapalapa, la que concentra el mayor número de homicidios. Seguirás hasta la estación Santa Martha Acatitla y bajarás con la gente que va a la unidad habitacional conocida como El Hoyo, la zona roja más violenta de la capital. Al salir, recorrerás a pie la carretera México-Puebla —donde 17 días después encontrarán los brazos de una mujer desmembrada— y llegarás hasta la calle Morelos, en la colonia Paraje de Zacatepec, donde los vecinos aún hablan de esa muchacha de 25 años que quemó vivo a su hijo de 14 meses para vengarse de los golpes de su pareja.

Entonces harás fila para entrar a ese edificio de puertas grandes, como fauces que devoran a la gente. Un guardia retendrá tus identificaciones mientras otro revisa cada pliegue de tu ropa en busca de algo prohibido, algo tan pequeño como un alfiler. Para algunos invitados la fiesta se terminará aquí por no seguir el código de vestimenta, pero si logras superar la cadena, atravesarás custodiado uno, dos, tres, cuatro accesos controlados por rejas, guardias y cámaras de vigilancia. Sin que te quiten los ojos de encima avanzarás por un pasillo que te deja ver, a la distancia, algunos rosales y bugambilias a través de un enrejado coronado por alambre de púas, mientras cada movimiento tuyo en ese camino gris es supervisado desde una torre. Pasarás otros accesos protegidos y luego un segundo pasillo —con muros de concreto de siete metros de alto— que te hará maldecir la hora en que la vida te puso aquí.

Y justo cuando percibas un ligero olor a humedad y te des cuenta que has empezado a sudar la ropa por tanto caminar, justo cuando pienses que esto es una broma de mal gusto, llegarás al último acceso, donde la revisión vuelve a ser tan rigurosa como la primera. Entonces, si todo sale bien, se abrirán unas pesadas rejas blancas y lo que tendrás enfrente será el escenario de la ceremonia: un patio al aire libre con piso y muros de cemento, celdas sin color, torres vigilantes y un aire frío que entume los huesos.

Un custodio te pedirá que pongas un pie adentro del único módulo de alta seguridad que existe en el Distrito Federal, donde se concentran los reos más peligrosos de todo el sistema carcelario capitalino.

Aquí, entre los convictos más peligrosos de la capital, aquellos encarcelados por homicidio, secuestro, extorsión y violación, se celebrará la boda para la cual te preparaste.

Bienvenido a El Diamante.

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Antes de que empiece la boda, alguien te contará que El Diamante es el equivalente en la Ciudad de México a la prisión federal de máxima seguridad Altiplano, conocida antes como Almoloya: los más peligrosos vienen aquí, a vivir entre los crueles.

El DF tiene cerca de 41 mil 100 internos en sus diez cárceles y sólo 403 tienen los méritos para vivir en este módulo dentro del Centro Varonil de Reinserción Social Santa Martha: reos cuya violencia pone en riesgo la vida de otros delincuentes, con sentencias tan largas como cadenas perpetuas o aquellos cuyos secretos sobre el mundo criminal los hacen vulnerables a un ataque.

Aquí podrás encontrar al líder de la Iglesia de la Santa Muerte, David Romo Guillén, con una sentencia de 66 años por secuestro y extorsión; o al dueño del bar Heaven, Mario Alberto Rodríguez Ledezma, quien es señalado como participante en el secuestro y desaparición de 12 jóvenes del barrio de Tepito.

Sus cinco mil 733 metros cuadrados guardan celosamente la pulpa del crimen desde hace tres años. Por eso, verás que hasta la banda musical tiene notas de fechoría: el guitarrista es un secuestrador llamado Toño, quien toca al compás del homicida y saxofonista Héctor, quien está al pendiente del canto del plagiario y vocalista Alejandro.

La banda se ubicará a un costado del registro civil hecho con tres mesas sin adornos, justo en el centro de El Diamante. Ahí se sentarán El casamentero de la cárcel —el juez del Registro Civil 40, Juan Salazar Acosta—, quien suele unir en matrimonio a parejas dentro de prisión, y a su lado el director del penal, Rafael Oñate, quien inaugurará la boda colectiva para 25 parejas.

Y cuando te sientes y preguntes por qué este lugar tiene un nombre tan elegante, te dirán que por dos cosas. La primera, por tradición: las instalaciones carcelarias del Distrito Federal son nombradas con distintivos que aluden a metales preciosos como turquesa, plata u oro; al módulo de alta seguridad le tocó el diamante. La otra, porque su forma en panóptico asemeja, vista desde lo alto, a esa joya.

Entonces volverás a pensar que se trata de una broma de mal gusto el que esta mañana vayas a conocer tres parejas que, en el módulo de alta seguridad El Diamante, se entregarán anillos de compromiso… con diamantes.

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Hugo y Tere son los primeros. Ambos tienen 29 años. Él está en prisión por robar con violencia autos de lujo, ella trabajó en la Presidencia de la República en los tiempos en que Felipe Calderón declaró la guerra al narco.

Te contarán que su historia de amor comenzó hace una década, cuando ambos tenían 19 años y Hugo le pidió a una amiga que le presentara una muchacha. La elegida fue Tere, quien estudiaba Administración de Empresas en la religiosa Universidad La Salle. Hubo chispazos desde la primera cita, tanto que en la segunda se aventuró a preguntarle: «¿Quieres ser mi noviecita?». Ella aceptó el 15 de marzo de 2003.

Eran felices hasta que en la noche del 23 de marzo de 2004 sus planes cambiaron. Hugo fue detenido en la colonia Del Valle, donde los policías judiciales que montaron un operativo para detenerlo aseguraron que pertenecía a una banda de alta peligrosidad que robaba autos último modelo a mujeres y adultos mayores, a quienes amagaba con armas de fuego. Junto con él cayeron dos cómplices, incluido un granadero de la Secretaría de Seguridad Pública del Distrito Federal. El juez le impuso una sentencia de 21 años y 10 meses.

«Cuando él estaba encerrado en el Ministerio Público me decía que ya no fuera, que esa no era vida para mí, pero yo no lo quise dejar porque sentí que no era lo correcto. Le dije que no lo iba a abandonar», te contará ella, enfundada en un sencillo vestido blanco.

Escucharás cómo Tere hace un recuento de sus últimos 10 años: se gradúo, se hizo socia de una empresa de seguridad privada, trabajó en la residencia oficial de Los Pinos y ahora labora en una empresa de relaciones públicas. Mientras tanto, él duerme, come y vive en una celda de concreto todos los días.

«Siempre he guardado la ilusión de que salga. No tiene una sentencia larga… bueno, más o menos. Con el paso de los años hemos conservado la ilusión de que salga y, como toda novia, tengo el sueño de casarme en la calle, que esté toda mi familia, que mi vestido no tenga que venir con ciertas características porque si no, no pasa».

Verás que son opuestos como negro y blanco: él rollizo, ella delgada; él tosco con las palabras, ella fluida; a él le esperan 10 años más en la cárcel, ella cuenta con un futuro brillante; él prisionero, ella libre. A la vista, sólo tienen en común sus manos entrelazadas y que comparten su amor con una niña de ocho años, producto de un embarazado planeado dentro de la cárcel.

«No me importa nada, sólo la amo y vamos a ser felices hasta que la muerte nos separe», dice Hugo, vestido de hombros a pies con ropa azul, como lo mandan las reglas de El Diamante.

Entonces notarás que hay una tercera cosa en común en Hugo y Tere: a ambos les tiemblan las manos cuando ven el anillo de compromiso. Y vuelven a temblar al besarse y decir «te amo».

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Cuando conozcas a José e Itzel, el cálculo te parecerá desesperanzador: la vida matrimonial que ella espera a partir de esta mañana la podrá disfrutar en libertad hasta que cumpla 90 años, porque a su prometido aún le faltan seis décadas en prisión.

Sin dejar de mirarse embelesados, te contarán que si están juntos es gracias a que José fue detenido el 7 de junio de 2010 por robar a una mujer en un taxi y secuestrarla por horas para vaciarle las tarjetas bancarias. Y que cuando llegó al Ministerio Público aparecieron cinco víctimas más que lo identificaron, lo que resultó en seis casos por privación ilegal de la libertad y robo calificado.

Lo llevaron al Juzgado 57 con sede en el Reclusorio Oriente y, mientras esperaba su sentencia en los oscuros túneles que llevan hasta la prisión, el universo lo colocó en el mismo lugar, fecha y hora que ella, sus ojos y sus labios. Ella también esperaba sentencia, pero por robo calificado. Se vieron. Sonrieron. José caminó hacia Iztel y ella le permitió acercarse. «Hola, ¿por qué tan solita?», dijo él e inició el romance que, en minutos, los llevó a intercambiar nombres y teléfonos de abogados antes de separarse.

«Ese mismo día que la conocí, la besé porque dije ‘no la voy a volver a ver’. La vida en la cárcel es muy diferente y es difícil encontrarse con alguien, pero siempre estuvimos en contacto, cartas y teléfono, y me salió bien, ¿no?», platicará José con una amplia sonrisa.

Ella quedó en libertad siete meses después y cumplió la promesa de buscarlo. Desde entonces, son novios inseparables: a ella no le importó el tipo de delito y estuvo ahí cuando la sentencia de José alcanzó 109 años. También fue testigo de cómo, amparo tras amparo, los abogados de su novio redujeron la pena hasta los 60 que tiene ahora.

Se unió a él con tesón y lo visitó durante un año y medio en el Reclusorio Oriente, hasta que hace 24 meses el sistema penitenciario decidió que, por su peligrosidad, José correspondía a El Diamante. Ni con el cambio, Iztel lo abandonó.

«Empezó a verme, a estar aquí conmigo. Te das cuenta de que alguien quiere estar contigo», te contará José y hará un ademán con los ojos para que te fijes en el anillo de compromiso. «Es ella, siempre ha sido ella».

José te dirá que no importa que él tenga 25 años y salga hasta los 85; Iztel argumentará que no es relevante que tenga 30 y su matrimonio pueda comenzar normalmente cuando cumpla 90.

Lo único que les importa hoy es jurarse amor eterno e imaginar que, un día, se hará realidad su mayor anhelo: Iztel recostada sobre José viendo películas románticas. En su casa. Sin barrotes.

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Aunque ahora luce más delgado en comparación con la foto que le tomaron el día que lo ficharon, reconocerás a Eddy como ese secuestrador a quien los medios señalaron el 5 de noviembre de 2011 como el líder de una banda de plagiarios conocidos como Los Tortas.

Lo verás caminar por el patio con aire de novio nervioso, agitado, jugando con el anillo de compromiso que tiene en la bolsa y pensarás que ese hombre de 28 años luce tan distinto a esa persona que la Secretaría de Seguridad Pública acusó de especializarse en secuestar niñas y niños cerca de sus escuelas en el DF y el Estado de México. Te costará pensar que es el mismo que enviaba a los familiares videos de cómo golpeaba a sus víctimas para presionar la entrega del rescate.

Eddy te dirá que cuando fue detenido llevaba cinco años y medio de novio con Marcela, a quien conoció cuando ella cursaba el tercer año en la secundaria pública 86 de la Ciudad de México, donde él era administrativo. Aunque ella era menor de edad y él tenía 20 años, iniciaron una relación el 11 de mayo de 2006.

A los 17 años Marcela tuvo su primer hijo, que selló la unión entre ambos. Ni siquiera pensaron en separarse cuando Eddy fue trasladado al Centro Federal de Readaptación Social 4, en Tepic, Nayarit, y durante cuatro meses sólo pudieron enviarse una carta y hablar dos veces por teléfono. Tampoco cuando, hace meses, lo cambiaron al único módulo de alta seguridad de la capital.

Te contarán que han aguantado hasta ahora porque sienten que son el uno para el otro y porque hay esperanza de que él salga: Eddy no está sentenciado, espera que un juez valore las pruebas que aportó su abogado y lo declare inocente del delito de secuestro. Del otro lado de la moneda está que el mismo juez lo declare culpable, tome en cuenta los nueve casos de secuestros relacionados con Los Tortas y dicte una sentencia de hasta 540 años en prisión.

Si eso pasa, enterrarán la fantasía de que el primer día en libertad vuelvan a casa en Metro, paren por unos tacos de carnitas y un tepache frío y él entone, en la calle, la canción que compuso para conquistarla:

No hay otros besos que no sean tuyos/
No hay un secreto que no sea nuestro/
Tu alma y tu cuerpo/

Juntos siempre

«Pero la esperanza me llena de fortaleza», te dirá Eddy antes de abrir la caja del anillo, olvidarse de ti y perderse en el dedo anular de Marcela.

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Por un segundo, El Diamante quedará en silencio. Es el mutismo que antecede a los aplausos que desencadena un colectivo «sí, acepto» interrumpido por 25 besos en la boca de los nuevos esposos y esposas.

«Ésta es la prueba de que sí hay cosas malas en la cárcel, pero no todo es esto. Aquí también hay amor», dirá el director Oñate cuando el juez termine la ceremonia y veas a las parejas abrazarse y correr con sus familias a presumir los anillos. Algunas novias llorarán, otros novios se esforzarán para no sollozar de alegría frente a sus compañeros.

La boda terminará sin damas de honor, arreglos florales, pista de baile ni limusina que lleve a las parejas a continuar la fiesta. En lugar de comer en una elegante mesa te sentarás en una mesilla de concreto para esperar tres «empanadas caneras» —la «cana» es, en el lenguaje presidiario, sinónimo de cárcel— hechas de queso y jamón con las manos de los reos.

A falta de champaña, te darán refresco y una rebanada de ese pastel comunitario que dice «Felicidades». Y en lugar de juegos pirotécnicos verás, bajo el cielo despejado de esta mañana, un custodio vestido de negro que desde una torre de seguridad no deja de mirarte con ojos amenazantes.

Alguien te dirá que la luna de miel quedará en pausa por años, tal vez por décadas o que nunca sucederá para estos nuevos matrimonios; ninguna novia arrojará un ramo a sus amigas y a ningún novio le lloverá arroz crudo. En sustitución, los internos que son demasiado peligrosos para asistir a la boda gritarán, desde sus celdas de castigo en lo alto de una torre, una sonora porra que arrancará los aplausos de familiares, esposas y esposos.

Verás los rostros de los recién casados, sus sonrisas, sus vestidos, sus uniformes prisioneros, sus historias; tratarás de ver en sus ojos las pesadillas de sus víctimas y también sus propios sueños. Entonces darás la vuelta, rebasarás los accesos y saldrás de El Diamante para volver a la calle en libertad.

Y pensarás que mientras unos ven el matrimonio como una cadena perpetua, otros lo ven como la única oportunidad de sentirse libres.

Hasta que la muerte o El Diamante los separe.

Cuando Alan F entró a la Sala de urgencias había muy poco que hacer por él. Llegó encorvado, con sus 175 centímetros de altura doblados hacia adelante por el dolor, los ojos extraviados y las manos aferradas a su playera de los Pumas, a la altura del abdomen, desde donde corría sangre a borbotones que llegaban hasta su rodilla.

Había logrado lo que parecía más difícil: con el estómago perforado tomó el Pointer negro de su papá, un electricista sesentón con problemas cardiacos, y condujo de madrugada 9.8 kilómetros a toda velocidad desde la colonia Guerrero, en el centro de la ciudad, hasta el Hospital General de Xoco, en el sur, famoso por atender los casos más graves de traumatismos en la capital. Estacionó el auto en una zona para ambulancias, abrió la puerta y, dando tumbos, llegó hasta los brazos de la enfermera Anita C.

«Me… dispa…ra…ron… ayúdeme, por favor», alcanzó a decir Alan, de 22 años. Había dejado en el asiento del coche más de litro y medio de sangre mezclada con tequila y cerveza.

Anita hizo esas preguntas rutinarias que hacen instintivamente las enfermeras: «¿Estás bien? ¿Qué te pasó?». Alan solamente pudo mascullar –mientras estaba acostado en la camilla y recortaban a la mitad su playera favorita con unas tijeras– que había conocido a una chica durante una fiesta. Envalentonado por varios “fondos” de tequila, habló con ella toda la noche, hasta que un ex novio violento se cruzó en el camino.

Ebrios, discutieron hasta que los celos explotaron en la mente de la ex pareja y sacó de la chamarra una pistola. ¡Bang, bang! Ni siquiera apuntó a través de la mirilla; nada más cortó cartucho y disparó contra el abdomen del pretendiente, a quien instantáneamente se le abrieron dos boquetes en el intestino. La fiesta había terminado.

Alan estuvo cinco minutos en el quirófano, hasta que convulsionó a causa de la sangre derramada por esos orificios.

«Decláralo, ya valió madres. Venía muy mal», le pidió el médico a Anita. «Paciente masculino, 22 años, choque hipovolémico, muerto a las 03:21 horas del martes 16 de mayo de 2012».

La enfermera miró hacia las entrañas de Alan y usó sus dedos como pinzas. Sacó el proyectil y lo colocó bajo la luz. Con la experiencia que le da la guardia nocturna en la Sala de urgencias miró el casquillo con ojos de experta en balística. «Otra 9 milímetros… y apenas es el segundo muerto de esta semana».

El protagonismo de la 9mm

«Desde hace unos cinco años, esta pistola salta en más de la mitad de nuestras investigaciones», revela Raúl Peralta, comandante en jefe de la Policía de Investigación de la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal.

Este hombre de mirada recia y cuerpo de jugador de futbol americano fue elegido para encabezar esta agrupación de más de 4 mil policías, quienes todos los días conviven con la matachilangos.

Cuando se reporta un asalto con “clave 51” (muerto), es muy probable que encuentren un casquillo suyo; cuando hay que levantar un cuerpo, una bala suya; cuando se halla un encajuelado, una desaparecida, un hombre que retiró miles de pesos del cajero y no llegó a casa, o una balacera, ahí está. Aparece constantemente en los expedientes del Servicio Médico Forense.

«Se ha vuelto común que encontremos la 9 milímetros en las investigaciones. Durante un tiempo, hace muchos años, lo usual eran los revólveres, pero ahora es ésta. No es el término correcto, pero es como si se hubiera puesto de moda», dice Peralta.

¿Cómo se consigue en territorio chilango?

Ir a casa de “El Col” es tan peligroso como toparse con la matachilangos. Hay que llegar al Metro Peñón Viejo y caminar 20 minutos dentro de la zona más olvidada de Iztapalapa. Cada tramo recorrido empeora el paisaje de cascajo, montones de basura, perros callejeros y negocios cerrados a causa de la extorsión de imitadores del crimen organizado; cada paso de un foráneo en las colonias Lomas de Santa Cruz, Ejército de Oriente y Peñón Viejo es celosamente vigilando por un “halcón”, un niño o joven que desde las azoteas de casas de ladrillo gris alerta sobre la llegada de un intruso.

Pero no hay otra forma de llegar a La Joya, mejor conocida como “El Hoyo”, una de las colonias más violentas de la ciudad.

Pocos, muy pocos policías entran a este lugar, por lo que muchas investigaciones de homicidio, secuestro o delincuencia organizada se las traga El Hoyo.

–¿Qué buscas, mi’jo? –pregunta El Col, un joven de unos 20 años apodado así luego de sobrevivir a una batalla campal en su callejón que lo dejó, dicen, como “coladera”.

–Un “fierro”. Necesito una 9 milímetros.

–Ah, chingá, ¿y para qué la necesitas tú?

–Tengo un asunto pendiente.

–Yo te lo resuelvo –presume el traficante de armas y desnuda su hombro derecho para mostrar un tatuaje de la Santa Muerte-. No fallo: o los mato o los dejo locos.

–No, gracias. Es un asunto de honor, tengo que hacerlo yo.

–Ah, pues en ese caso… ¡mamá, tráeme mi bote!- grita sin levantarse de un sillón roto en medio de una sala precaria, que contrasta con sus tenis de más de 6 mil pesos.

Por una habitación de paredes color menta sale la mamá de “El Col” con bote de latón. Es idéntica a su hijo: ambos extremadamente delgados, piel morena, ojos saltones y ojerosos, de estatura promedio y voz pastosa. La diferencia son unos 20 años. El hijo sólo lanza un gruñido, señal de que la casa casa ubicada en el centro del barrio debe quedar sola para que la negociación siga.

–Nomás hago esto porque eres compa de mi compa- dice y mira a mi acompañante, amigo de un primo político suyo. Enseguida, se incorpora y quita la tapa.

Lo que muestra es un arsenal de matachilangos suficientes para que una banda extermine una calle entera. Ocho 9 milímetros, unos 40 cartuchos y un paquete de paños para lentes para borrar las huellas digitales. Y un carrujo de mota. Todo en un bote con el Hombre Araña dibujado a tres tintas.

–El business está así: estos son mis fierros 9. Si te gusta uno, la compras en caliente. Si la quieres modificada, te la cromo, le pongo otro cañón, le mejoro la mira o lo que quieras. Están “limpias” (no registradas) y con el número (de serie) raspado. Si la compras ahorita, te la dejo en 7 (mil) varos, pero si la modifico, pues se puede ir hasta 14 (mil), pero quedan chingonas y la tienes en unos dos días. Te llevas a tu encargo con un tiro – promete.

–¿De dónde son los fierros?

–Esto vale madres.

–Bueno, sólo mejórale la mira, no soy muy bueno con la puntería.

–9 (mil) varos.

–Va.

–Dame un adelanto ahorita.

–No traigo, te dijeron que venía a ver.

–Chale… nomás porque eres compa de mi compa. Bueno, ya las viste, tú dices, pero si le compras a otro cabrón estreno la mira contigo.

–No te preocupes, el trato es contigo “Col”.

–Bueno, entonces sácate a la chingada hasta que traigas dinero. Aquí nada de mirones –dice el sicario, quien inmediatamente cierra el bote y abre la puerta de su casa.

Se despide con un gesto frío. “El Col” está molesto, por lo que no nos acompañará hasta la salida del “Hoyo”. Sólo nos muestra con la mirada el camino para salir de la zona peligrosísima, pasar a la peligrosa y al Metro. Y nos recuerda una regla no escrita del tráfico de armas: tu “dealer” es siempre tu “dealer”. Quebrantar esa regla es motivo de muerte. «Si se paran, me los cargo. Sólo me compran a mi o salen en una caja», advierte.

Llegar hasta andén toma 20 largos minutos. Hay que sortear los ofrecimientos de más armas, marihuana y una moto recién robada, pero no hay paradas ni para atarse las agujetas. Sólo hasta que el boleto entra en el torniquete lanzamos un suspiro de alivio.

De haber llevado el dinero, se habría concretado la compra de una 9 milímetros en menos de 10 minutos. Nadie hubiera impedido que la matachilangos viajara en una mochila por la ciudad. Ni siquiera el policía que, recargado en una máquina detectora de metales a la entrada de la estación, está distraído leyendo la nota roja del día.

Para cruzar el Bravo

Brincar una pistola 9 milímetros de México a Estados Unidos vía terrestre puede ser una misión que conduzca a la cárcel, aunque en sentido inverso es relativamente sencillo: sólo hay que esconderla, como se ocultan unas cervezas debajo del asiento, y mostrar calma al momento de llegar a suelo mexicano.

Los más meticulosos pueden meterla en una maleta en la cajuela o en algún compartimento secreto entre la suspensión y las llantas. Hacer más es una exageración.

«Traficar armas realmente no es muy difícil porque hay muy poca vigilancia del norte al sur. Ni México ni Estados Unidos se han dedicado mucho a investigar el tráfico del norte al sur. Empieza a haber, pero no es muy común», asegura Eric Olson, director adjunto del Instituto México en el Centro Woodrow Wilson.

Para este experto en tráfico de armas, la llegada de armas de fuego a México es una fuga «hormiga» de cifras inexactas, pero con un crecimiento cada vez mayor debido a la demanda del crimen organizado, que necesita más fierros largos y cortos. Y se consiguen básicamente de cuatro formas.

«Hay muchas maneras de traficar un arma. Vamos a decir que una de las principales es que un individuo compra un arma en Estados Unidos. Puede hacerlo de dos formas: primero va a una tienda certificada, con derecho o permiso de vender armas», comenta.

Este primera forma es sencilla, ya que los locales que venden pistolas con licencia de la Agencia de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos de Estados Unidos (ATF por sus siglas en inglés) establecen pocos requisitos para la adquisición de una. Acaso documentos para comprobar que el cliente no ha ido a prisión por crímenes violentos, tiene antecedentes de violencia doméstica o tiene un problema mental. Y no hay límite de compras de armas.

«(Segunda) si yo no tengo derecho porque soy criminal, soy traficante de drogas conectado con Los Zetas y voy a presentar mis documentos, se van a dar cuenta enseguida y no me van a vender. Entonces lo que hago es voy con alguien, cualquier persona, una joven, la novia de un amigo, un amigo, «oiga, háganme el favor, aquí van 2 mil dólares, vaya usted a comprar esta arma». Cuando me la entregue yo le pago 200, 300, 400 dólares», cuenta.

Esta forma también es legal, pues el uso de prestanombres para hacerse de un arma no es un delito explícito en las leyes americanas, así que alguien puede buscar más de 20 compradores a su nombre y hacerse de un pequeño arsenal legal para sus clientes mexicanos… sin que conste su nombre antes las autoridades.

«Es menos que venderle un auto al vecino. (Si vendo un auto) el vecino tiene que ir a registrarlo a la autoridad, pero si yo le vendo una 9 milímetros al vecino, no tiene ninguna obligación de ir a registrarse. Hasta ese punto llega. Ni los requisitos de un auto», asegura.

La tercera es el robo a tiendas, almacenes personales, casas de coleccionistas y, en el menor de los casos, hasta la misma policía; la cuarta es el envío del arma desarmada, en partes, y así pasa la frontera sin problemas, incluso declarándola a los agentes aduanales.

Pero quienes no quieren alertar a las autoridades mexicanas, sólo deben tener un arma en sus manos, ponerla en su auto bajo el asiento, amarrarla a la suspensión, ocultarla en una llanta y listo: llegan a las ciudades fronterizas del norte y las entregan a otros traficantes o cárteles de la droga, que se encargarán de hacerlas circular dentro del país. Es fácil y, en gran medida, porque según Olson, hay una ley contra el tráfico ilegal en Estados Unidos, pero no existe alguna ley federal contra el tráfico de armas.

Así que las armas se pasan con menos restricciones que un auto. Principalmente, trafican con armas largas como AR15 o AK47 -o “cuerno de chivo”- y sus variables, pero entre las armas cortas la 9 mm de las que más demanda tiene: se esconde fácilmente y es muy confiable, ya que casi no se encasquilla, lo que representa una ventaja para la rapidez que se requiere para cometer un ilícito.

«Para uso como arma de un delito como asesinar, asaltar, es un arma de mucha demanda por su fácil «ocultamiento» y su confiabilidad», afirma el experto.

De ese modo, la matachilangos nace en Estados Unidos, cruza la frontera a México sin nombre y apellido, baja hasta la ciudad de México y llega a manos de los delincuentes, quienes las usan o revenden. Un negocio redondo que deja en el mundo más de 45 mil millones de dólares al año.

«Trajeron a un herido»

Tres días después de la muerte de Alan, llegó Mario Yáñez a la Sala de Urgencias del Hospital General de Xoco. A diferencia de Alan, él ni siquiera podía hablar, mucho menos llegar caminando, o dando tumbos, al hospital. Lo habían recogido en la banqueta, inconsciente, con un tiro que entró por el hombro y salió por la espalda, aferrado a su cartera que defendió de un par de asaltantes.

Lo encontraron unos vecinos de la colonia Xoco, tendido frente al número 13 del Callejón Xocotitla, a donde presuntamente lo habían llevado para quitarle sus cosas fuera de la vista de una cámara de videovigilancia. Pero el profesionista de 27 años se defendió, arañó, forcejeó y cuando estaba a punto de huir, la matachilangos le tronó la vena subclavia, lo que ocasionó que la yugular quedara sin flujo de sangre.

«Anita, trajeron a un herido», avisó el médico de guardia. La enfermera salió a apresurada para bajarlo del auto de un vecino. Colocó la camilla y recibió en sus brazos a Mario, ya con la corbata floja.

Ni siquiera llegó al quirófano. A la mitad del pasillo, Mario murió. Dejó una niña de dos años y un matrimonio de 24 meses en su casa de la colonia Del Valle.

«Paciente masculino, muerto a las 00:28 horas del viernes 19 de mayo de 2012», murmuró Anita. Luego, carraspeó la garganta y dijo esa otra frase que ya se dice mucho en los hospitales y cuarteles de policía.

«Por una 9 milímetros».