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Tac-tac-tac-tac-tac-tac…

El Sombra le pone el fusil en la cabeza a un pandillero hincado cerca de las llantas de un pick up 4×4 de la Fuerza Armada y jala el gatillo en ráfaga. El arma tiene bloqueado el paso de munición y solo suenan los chasquidos mientras el soldado la agita dando ligeros golpes en el cráneo de su captura.

Tac-tac-tac-tac-tac-tac-tac-tac…

—Me dan ganas de volarte la cabeza, hijueputa, me dan ganas, fijate -le dice El Sombra al pandillero mientras le deja ir otra descarga en falso, agitando el fusil.

El Sombra, como llamaremos al personaje principal de esta historia, es un soldado del Comando de Fuerzas Especiales del Ejército, destacado en una unidad que, según él mismo cuenta, es la encargada de salir cuando matan a otro soldado. O a varios. Es el caso de esta noche del miércoles 9 de marzo, cuando un convoy de elementos armados salió espantado desde la escena del crimen donde quedó tirado el soldado del Grupo de Operaciones Especiales, Carlos Enrique Ramos, de 19 años, y su padre, su hermano y un primo, en una finca del municipio de Olocuilta. Los militares van a toda prisa a San Francisco Chinameca, a12 kilómetros aproximadamente, donde dicen haber ubicado a la clica del Barrio 18 que dio la orden de matar a uno de los suyos.

El Comando de Fuerzas Especiales, según nos explicará Sombra más adelante, está compuesto de cuatro unidades: Escuadrones de paracaidismo, el Comando Especial Antiterrorista, el Grupo de Operaciones Especiales y la Escuela de Fuerzas Especiales.

La búsqueda había comenzado a las 6 de la tarde, con un amplio operativo del Ejército y la Policía que peinaba Olocuilta en busca de pandilleros. Otro grupo de soldados se quedó para resguardar la zona del homicidio y esperando a que cayera la noche. Ahí fue donde conocí a El Sombra.

—Hey, tomáme una foto con el fusil así, ¿ve? -le dice el soldado al fotógrafo que me acompaña, mientras posa con su arma apuntando hacia el cielo y la lámpara de su fusil encendida. El fotógrafo le hace un par de cuadros y El Sombra le da su número de teléfono para que se las pase más tarde por Whatsapp.

Cubrir una escena de homicidio se ha convertido en un evento de todos los días para los periodistas judiciales en El Salvador. Pasar varias horas detrás de la cinta amarilla policial, esperando a que salga Medicina Legal con los cuerpos y un policía que diga cómo quedaron las víctimas es el pan diario.

Así estábamos un grupo de periodistas cuando se nos acercaron unos soldados. Uno de ellos me llama a mí y a otros dos colegas a un lugar más apartado y nos enseña una foto de cómo quedaron el soldado Ramos, su padre, su primo y un hermano. Amarrados, bocabajo, en medio de un monte alto.

El soldado nos dice que reconoce el trabajo de la prensa y que sabe que estamos ahí durante horas y horas esperando a que alguien nos dé información. Luego dice que quisiera pasarnos esa fotografía de la escena pero que tiene miedo de que su teléfono esté interferido, por alguna unidad de inteligencia, y sepan que él es una fuga de información.

Ese mismo soldado le hace un gesto a El Sombra, que tiene bien entretenidos a los demás periodistas detrás de la cinta amarilla, y este se acerca. Comienza a contarnos que un equipo ya tiene ubicados y acorralados a los pandilleros que mataron al soldado Ramos y su familia, que están en la finca donde quedó el soldado y su familia, en una quebrada, y que solo están esperando la noche para “darles”, dice, y hace gestos con las manos como quien dispara una ráfaga con el fusil.

—¿Por qué no los capturan? –pregunto, con temor a que me vean como idiota.
—¡Puta! ¿Y para qué vamos a capturar a esas mierdas? Mejor les hacemos el paro y les avanzamos camino. De todos modos, solo la muerte es la que les espera a esos hijosdeputa -contesta El Sombra, mientras sonríe y muestra las coronas metálicas en sus dientes.

Minutos después de esa plática, llegan a la zona dos camiones llenos de soldados y dos pick up artillados. El militar encargado de la tropa es El Charli Mayor. El Sombra y el otro soldado se le cuadran y reciben indicaciones. Ambos se despiden de nosotros y caminan hacia los camiones.

El Sombra, antes de irse al camión, nos deja su número y nos dice que cuando ande en operativos nos va a avisar para que hagamos “un reportaje de calidad” y se despide con una frase: “ahorita a matar vamos”.

La frase nos deja desencajadas las caras y no puedo evitar pedirle que me deje acompañarlos. El Sombra me responde que no, que de eso no podemos hacer noticia porque no les conviene. “De eso no se deja evidencia”, dice y vuelve a mostrar sus dientes metálicos.

Antes de irse, los soldados se reúnen frente al camión. Algunos se gritan los nombres indicativos y se dan instrucciones. El Charlie Mayor se sube al carro artillado con dos soldados más y salen rumbo al norte; otro grupo se queda en el lugar y dicen que va rumbo al sur.

Arrancamos a toda velocidad detrás del carro en el que se subió El Sombra y El Charlie Mayor. Entre las curvas de la calle los perdemos por algunos momentos, pero al rato los volvemos a alcanzar. Vamos a unos 80 kilómetros por hora.

Luego de unos 30 minutos de perseguirlos, alcanzamos a la unidad en la entrada del casco urbano de San Francisco Chinameca, municipio de La Paz. Ahí se detienen los dos pick up artillados. Frente a nosotros, un soldado maneja una subametralladora empotrada en el carro.

Los carros avanzan despacio y de repente el silencio inunda el lugar. Son cerca de las 8:00 de la noche y parece que estamos solos en un pueblo fantasma.

Un soldado rompe el silencio y da unos gritos de alerta. “¡Aquí, aquí!”, dice. Me bajo del carro y corro detrás de él. Dos soldados más corren hacia un callejón lleno de casas hechas de lámina, madera y carpas plásticas negras. Al rato, los soldados regresan sin novedad. “Se fue el hijueputa”, dice uno.

Avanzamos hasta un llano y de repente veo a El Sombra y a otro soldado que traen a un joven delgado sin camisa. Lo traen con las manos amarradas hacia atrás y amordazado con un trapo. En un movimiento relámpago, uno abre la puerta del pick up artillado y lo tiran a la cabina. Nadie dice ni una palabra.

El Charlie Mayor reúne a su tropa cerca de los carros y les da instrucciones. “Este hijueputa me lo va a dar”, dice, mientras señala hacia el carro donde está el sujeto amordazado. Más tarde, El Charlie Mayor me contará que ese es el plan: sacarle verdad al pandillero que han capturado a como dé lugar, hasta que les diga dónde está El Panza, el palabrero de la clica que, según ellos, mandó a matar al soldado Ramos y su familia.

El final de la calle donde estamos se divide en dos accesos, para la parte baja y alta de la comunidad. Un grupo de soldados avanza hacia la parte baja y me voy tras de ellos. Está oscuro y el último poste con alumbrado eléctrico quedó a unos cien metros. Los últimos rayos de luz alcanzan a iluminar una pared alta de una casa de dos plantas donde hay un enorme placazo con el número “18”.

Los soldados encienden sus linternas y caminan a la ofensiva, apuntando a todos los rincones, dándose indicaciones entre ellos. La calle por la que avanzamos deja de ser pavimento y se deshace en una vereda de peñascos y tierra suelta hasta llegar a una quebrada. Por ahí caminamos cuando un grito nos pone los nervios de punta.

—¡Ahí está, ahí está! –uno de los soldados grita apuntando con su linterna hacia el lado izquierdo de la quebrada donde hay una casa de lámina y bahareque.

Dos soldados más lo acompañan y subimos por un camino empinado hasta llegar a otro terreno llano que hace las veces de patio de la casa. Hay una fogata que, al parecer, alguien quiso apagar, pero que las brasas dejaron en evidencia.

Los soldados gritan y ordenan que abran la puerta. Alguien enciende la luz del patio y de pronto todos nos vemos ahí. Un soldado se da la vuelta y me apunta con el arma. “¡No te movás!”, me dice. Levanto las manos y le digo que tranquilo, que soy el periodista que venía detrás. El soldado se da la vuelta y pega otro grito hacia la casa.

Una señora abre la puerta y sale al encuentro. Dice que aquí no hay nadie, que ella no ha hecho nada y que no sabe por qué los han llegado a molestar. Uno de los soldados le grita a la señora y le advierte que lo mejor es que saque al pandillero que está escondido en su casa o de lo contrario se la van a botar.

Los soldados entran apuntándole a todo lo que se mueve, una joven de unos 19 años se para frente al televisor y se petrifica. Viste una calzoneta y una camisa larga. De pronto se escucha un ruido adentro de un cuarto y los soldados gritan desde la sala “¡si no salís te morís!”

Vencido, un joven de unos 18 años sale con las manos arriba y sin camisa. “Yo no soy nada, yo de ver un terreno que tengo allá abajo vengo, no soy nada, no soy nada”, repite el joven y uno de los soldados lo agarra del pelo y lo encamina a la salida.

El joven, delgado, piel trigueña, pelo corto y parado, que vive en esta zona marginal, cumple los requisitos del estereotipo de pandillero. Los soldados lo hincan entre las piedras de la quebrada frente a su casa y la única mujer soldado del equipo le pega una patada en las piernas.

—Hacete más para arriba pues, rata -le dice para que el joven avance hacia un pequeño muro de cemento.
—Yo no soy nada, déjenme, rezonga el joven.
—¿Ah, no? ¿y por qué te escondías, pues? ¿Que te dan miedo los soldados o qué? -cuestiona la soldado a tiempo que le deja ir otra patada.

Otro soldado que cuidaba la retaguardia pega un grito y dice que ha visto a otro. “¡Allá está, allá está!” Todos corremos quebrada abajo y volvemos a subir por un camino empinado de piedra y tierra. Esta vez nos adentramos entre unos árboles y plásticos negros colgados con lazos. Al fondo, en medio de un barranco, hay otra casa de lámina con un foco encendido.

Los soldados avanzan y se oyen unas patada seguidas del grito de una señora que dice que no le peguen, que él no es nada, que los va a denunciar. Los soldados sacan a un hombre de la casa. Esta vez el detenido es gordo y está tatuado. Le ponen las manos hacia atrás, le entrelazan los dedos y se los ponen a la altura de la cabeza.

Capturados los dos sujetos, los soldados los hacen caminar cuesta arriba hasta llegar donde alcanza la luz del alumbrado público y hacemos una pausa mientras otro grupo avanza por otra calle y hace una búsqueda rápida.

En esas estamos cuando se escuchan unos gritos desgarradores. Es el llanto de una joven que viene subiendo la quebrada acompañada de su madre.

—¡Suéltenlo, suéltenlo! Ustedes no saben ni mierda y aquí vienen a agarrar a la gente como que son perros. ¡Suéltenlo, malditos! -grita entre el llanto desconsolado, la joven de unos 17 años.
—¡Mejor se calla si no quiere que la llevemos a usted también, niña! -le advierte El Charlie Mayor.
—¡Llévenme! ¡llévenme! ¡Métame presa! -les grita la joven y su madre intenta callarla.
—¿Usted cree que no la puedo llevar presa? ¿quiere que la lleve presa? Venga, pues, dice el militar y se le acerca con unas esposas en la mano.
—¡Lléveme!… me cae mal que vienen a tratar pura mierda a la gente ¡abusivos! -le grita la joven.
—¡Y a mí me cae mal que ustedes sean pandilleros! ¡Todos son pandilleros! ¡Todos ustedes colaboran con los pandilleros! -les grita El Charlie Mayor, con tono enfurecido, como si intentara que toda la comunidad lo escuchara.

Un soldado le advierte a su jefe que hay un periodista de televisión que parece estar filmando el momento y lo calma.

—Hey, estas ondas no las vayan a estar grabando, por favor -nos pide El Charlie Mayor.

Subimos hasta donde dejamos los carros y allá está El Sombra con otros dos soldados. Todos con sus fusiles cruzados sobre el pecho. Un soldado hinca al hombre gordo de quien dicen es El Panza y al otro al que identifican como El Caballo. Los dos, según dicen, son pandilleros del Barrio 18, de la clica que supuestamente mandó a matar al soldado de Olocuilta.

Un soldado baja un garrafón de agua del carro y vacía en una botella para repartir mientras descansamos un rato. El Sombra toma un trago de agua y se dirige hacia donde están hincados los dos detenidos, cerca las llantas del pick up 4×4. Entonces comienza a divertirse.

¡Poc! ¡poc!… ¡poc!

Tres patadas en el pecho de El Panza rompen el silencio de la noche en el lugar donde estamos. El Sombra se parte en carcajadas y se pasa al lado donde está El Caballo. Entonces hace como que carga el fusil y se lo pone en la cabeza.

Tac-tac-tac-tac-tac

Enseñando los dientes en tono amenazante, El Sombra refunfuña y le repite que le dan ganas de matarlo.

—Me estresás fíjate, hijuemilputas -le dice y le vuelve a dejar ir otra descarga en falso en la cabeza al detenido.

Otra vez se regresa al lado de El Panza, quien está también sin camisa. En el brazo derecho tiene un tatuaje con el número 18 que El Sombra no le había visto.

—Ahhhh. No me había fijado en eso que tenés ahí, ¡maldito hijueputa! … ¡poc! ¡poc! ¡poc! ¡Mejor te debería volar toda la cabeza!

Otra lluvia de patadas entre el pecho y el brazo le caen a El Panza, quien solo puja y se agacha un poco como queriendo calmar el dolor, pero solo logra recibir más patadas de El Sombra.

Patadas en el pecho, en el hombro, en el brazo, en el estómago. Pujido. Más patadas. Más patadas. Más patadas. Tac-tac-tac-tac. ¡poc! ¡poc! ¡poc! Tac-tac-tac-tac. Patadas. Pujidos. Patadas. “Te vas a morir hijueputa. Te vas a morir”. Risas. Dientes metálicos. Risas. Patadas. Pujidos. Tac-tac-tac-tac. Risas…

—Este cabrón es loco -dice El Charlie Mayor, mientras ve de reojo cómo se divierte de El Sombra.
—¿Cómo te llamás hijueputa? -pregunta El Sombra.
—Santiago Mármol –contesta al que señalan como El Caballo, a tiempo que El Sombra le pega varias palmadas con todas sus fuerzas en la cabeza.
—¿Cuánto tiempo tenés de llevar la palabra aquí? -insiste Sombra.
—Nombre. Yo en la casa estaba -responde el hombre.
—¡Ah! ¿y por qué te corriste? ¿tenías miedo? -le dice El Sombra y le vuelve a pegar más palmadas en la cabeza.

El otro, al que reconocen como El Panza, no logra decir su nombre porque cada vez que va a hablar El Sombra lo calla con una patada.

Para la suerte de El Panza y El Caballo, un grupo de señoras con mantos blancos sobre sus cabezas viene bajando la calle y un soldado advierte a El Sombra para que se calme con su juego.

—Buenas noches, dicen en coro las señoras mientras agachan la mirada y pasan pegadas a la cuneta, evitando ver a los soldados.
—Buenas noches.  -responde El Charlie Mayor. Las horas han pasado rápido y casi es la media noche.
—¡Rápido, señora! ¡Camine, camine, camine, señora! -les grita El Sombra, y las señoras avanzan con la cabeza agachada, como evitando ver lo que hacen con los dos detenidos.

El Sombra camina hacia los periodistas. Viene secándose el sudor. Trae una botella con agua en la mano. Ríe y vuelve a mostrarnos sus dientes metálicos.

—Ajá, muchachos, nos dice.  Esto va comenzando. Ahorita va a empezar lo bueno. Quédense si quieren hacer un buen reportaje.

Entonces parece más relajado. Saca su teléfono celular y comienza a contar de qué se trata todo esto. Cuenta que su unidad especializada es la que sale cuando matan a un soldado, y no la policía, como es en la mayoría de los 481 homicidios cometidos en marzo de este año, o los 5,897 homicidios que hubo el año pasado.

—Los policías ahí nos van a disculpar, pero cuando matan a un soldado los hacemos a un lado -dice El Sombra.

Según este soldado, su misión cada vez que matan a un soldado es recibir la línea que les “tira” inteligencia sobre qué clica fue y en qué lugar pueden comenzar a cazar pandilleros. Capturan a uno – como al que tienen amordazado bocabajo en el pick up – y los hace “cantar por las malas”, dice. ¿Que cómo saben si el capturado es pandillero? “¡Y no bien se les echa de ver, pues! ¿Qué no los ve cómo se visten?”, responde.

Hasta marzo de 2016, el soldado Ramos, al que asesinaron en Olocuilta junto a su familia, había sido el cuarto soldado asesinado por presuntos pandilleros en El Salvador. El año pasado, en 2015, fueron 24 los soldados que cayeron abatidos, una cifra récord en lo que va del siglo.

—La Policía -dice El Sombra- viene a investigar por las buenas. Nosotros, el batallón especial cazapandilleros, venimos a investigar por las malas. Jajajaja.

Cuenta El Sombra que su método no tiene comparación. Que ellos vienen “solo a traer”. Y, muchas veces, «a pegar”.

El soldado saca su teléfono Android y nos enseña algunas fotos de pandilleros muertos, aunque no explica si murieron en un supuestos enfrentamientos o asesinados por pandilleros rivales. En unas salen unos jóvenes con tiros en el pecho, en la cara, en los brazos… “Son ratillas”, dice el soldado y revienta en carcajadas. Luego muestra una donde se ve un hombre con los sesos de fuera.

—Ese era soldado -dice El Sombra en tono serio y cabizbajo, y señala la foto del soldado Gerardo Ortiz Vega, de 39 años, a quien mataron el 19 de febrero de este año en el cantón Panchimalquito, de San Salvador.
—…
—A ese lo agarramos. Agarramos al que pegó. ¿sabe qué le hicimos?
—¿Qué?
—¡Póngamelo ahí, mi Charlie! -le dije-. Póngamelo paradito… ¡chac! (chasquea el fusil que tiene en las manos)… prrrrr… prrrr…. Prrrrr.
—….
—Treinta le dejé ir. Ni se pudo reconocer después -dice El Sombra.

En ese operativo, contrario a lo que cuenta Sombra, no fue reportado ningún tiroteo, ni tampoco pandilleros muertos.

Contando eso estaba cuando un soldado que cuidaba la retaguardia pega un grito y levanta el fusil rápidamente.

—¡Si te movés, te morís! ¡Si te movés, te morís!

Un joven de unos 17 años estaba escondido cerca de un poste del tendido eléctrico, a unos veinte metros de donde estábamos nosotros, desde un punto donde nos podía ver bien.

Dos soldados más se despliegan y le apuntan al joven. Este levanta las manos y se tira al suelo. Un soldado lo va a traer del pelo, le amarran las manos con una cinta y lo suben al pick up. Luego suben a los otros dos detenidos a la cama del mismo pick up en el que va el amordazado.

—Vaya, aquí ya nos vamos -dice El Sombra, y los demás soldados se suben a los pick up para salir de la comunidad.

En la cama del pick up van los tres detenidos esposados y boca abajo. Uno de los soldados que va de pie junto a ellos le suelta una patada a uno. “Vas poniendo las patas en mi mochila, basura”, le dice. Luego, el otro soldado que también va en la cama le pega otra patada al mismo detenido. “Movete de ahí. Te estoy ayudando para que este no te siga dando verga”, le dice.

Los pick ups avanzan y salimos del casco urbano.

A las afueras del municipio, los soldados se detienen y nos dicen que ya no podemos seguirlos. Que van a “otra misión”. Y que los dejemos en paz.

—Ya bastante les dejamos ver -dice El Sombra, y nos muestra por última vez sus dientes metálicos.

La hija imperfecta

Publicado: 28 noviembre 2016 en Gloria Ziegler
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En la Universidad de Ciencias y Humanidades de Los Olivos, en Lima, una alumna de primer ciclo levanta la mano durante una conferencia sobre Género y Diversidad Sexual y le hace una pregunta a Verónica Ferrari, la especialista que dirige la charla:

—¿Los gays creen en Dios?
—No, la verdad, todos somos satánicos —contesta ella, y luego lanza la misma carcajada frenética que se le escapa cada vez que se siente incómoda.

Esta tarde de mayo, sin embargo, su gesto nervioso pasa desapercibido entre las risas de una centena de universitarios que ocupa los asientos del auditorio. Meses atrás, un estudiante de esta universidad abandonó la carrera cansado del acoso de sus compañeros debido a su orientación sexual. Su caso no es un hecho aislado. Ferrari, una activista que ha renunciado a tener una casa, un trabajo estable y a criar a su propia hija para liderar una lucha por los derechos de la comunidad lésbica, aguanta ahora las náuseas que siente cada vez que debe hablar en público y sigue con la conferencia.

—Hay gente que sí cree (en Dios) y hay otros que no, como yo. Pero somos personas comunes y corrientes —explica luego sin pesimismo, tras hablar durante poco más de una hora sobre identidad sexual y sobre la lucha que encabeza un grupo de hombres y mujeres en Perú contra la discriminación de la comunidad LGTBI.

Horas más tarde, en el bus de regreso a su casa dirá que ella también sabe lo que es la humillación.

—No me gusta liderar nada. Quiero estar sola, la verdad, pero no me ha quedado otra que asumir esto.

***

Verónica Ferrari creció sabiendo qué era ser una hija perfecta: todo aquello que representaba su hermana mayor; y ella, por más que se esforzara, nunca lograría. Es decir, destacar en las actuaciones escolares, ser la niña inteligente y coqueta con la cual presumir frente a los amigos de la familia, aquella con la que todos querían jugar, la dueña de una personalidad arrolladora.

—Yo era súper introvertida y por entonces era fácil ser bulleada. No recuerdo a nadie especial de esos años: a una mejor amiga o amigo. A nadie. Era la antítesis de mi familia, que era súper abierta y receptiva.

La segunda hija de Alberto Ferrari, un dirigente sindical de una empresa eléctrica, y Juana Gálvez, una joven ama de casa, nació en Chosica —una pequeña ciudad al este de Lima dividida por un río y rodeada de cerros— el 11 de junio de 1979, en medio del entusiasmo de la pareja. Pero la alegría de sus padres se desvaneció pocos días después, cuando Verónica enfermó.  Y desde entonces, dice su hermana Vanessa, todos se volcaron a ella.

—(Verónica) estaba recién nacida cuando cogió la tos convulsiva. Después de eso, sería la hijita que habían salvado de la muerte, y siempre mantendríamos esa tendencia por protegerla. De repente, sin quererlo, todos hicimos que ella se cohibiera más —cuenta con la misma cadencia en la voz de su hermana.

Verónica Ferrari creció admirando a su hermana mayor. Siguiéndola cada vez que iba al río con los chicos del barrio, escalando los cerros o adentrándose en las chacras para robar algunas frutas. Era un intento desesperado por imitarla, pero nadie —ni su madre, ni su padre— intuyó nada extraño en su comportamiento. Pensaron que era algo natural.

—Siempre me perseguía, pero cuando me animaba a hacer algo que yo sabía que era avezado incluso para mí no quería exponerla. Y ella se resentía conmigo —recuerda Vanessa.

Así fue durante varios años. Hasta que, en algún momento impreciso, aquella timidez y esa admiración se transformarían en una introversión monstruosa, en una sombra que llegaría a aislarla.

—No sé cómo empezó, pero fue antes de que me diera cuenta de que me gustaban las chicas —dice Verónica—. Imagino que me deben haber hecho pasar una vergüenza muy grande en el colegio, pero no lo recuerdo.

La fobia social comenzó sin que nadie lo notara. Ni sus padres ni sus profesores se dieron cuenta cuando comenzó a encerrarse a leer durante semanas. Ni siquiera cuando prefirió quedarse en el salón de clases durante los recreos para no cruzarse con un niño que la empujaba y le jalaba el pelo.

—Se escondía de los grupos de personas. Les tenía pánico —cuenta su hermana—. En el colegio se juntaba con las niñas que menos se hacían notar, y siempre paraba con una, nada más.

En 1986, Verónica se fijó por primera vez en una de sus compañeritas de colegio, una niña que bailaba risueña durante un recreo, y sintió ganas de besarla, pero la vergüenza la paralizó.

—Yo era un ser que se reducía para desaparecer.

***

Es una mañana de mayo y por la ventana del living se cuela una luz lánguida. Verónica Ferrari se estremece en su casa con una tos seca. Afuera, Barranco —el barrio más bohemio de Lima— comienza a despertar. Pero en el departamento modesto que comparte con Daniel Salas, un amigo que la hospeda desde hace algunos meses, solo se escuchan sus espasmos insistentes y el goteo de una canilla gastada que llega desde la cocina.

—Cuando me di cuenta de que me gustaban las chicas pensé que Dios se había equivocado de cuerpo conmigo, porque lo que veía en las novelas y leía era que solo a los hombres les gustaban las mujeres —recuerda.

A los 7 años nunca había escuchado la palabra lesbiana. La lógica —pensó entonces— era que todo fuera un error.

—Me parecía vergonzoso y, por eso, nunca le conté a nadie.

Poco después, también se sentiría atraída por otro niño del colegio. Y entonces empezó a creer que quizá no era tan distinta.

—Estaba en el drama de pensar que era medio anormal y medio normal —dice y se ríe.

Una tarde de 1997, mientras paseaba por la feria de libros usados del bulevar Quilca, en el centro histórico de Lima, Verónica se fijó en uno de sus compañeros de la academia preuniversitaria. No pasó mucho tiempo hasta que comenzaron a salir.

A los dos les fascinaba el cine y la literatura y eso, quizás, fue lo que más acercó a la estudiante de Derecho y Ciencias Políticas que luego se convertiría en Lingüista y al aspirante de Medicina que con el tiempo se dedicaría a la Literatura. Así, durante seis años, se quisieron sin sobresaltos. Y nada cambió —o eso creyeron— el 22 de agosto de 2003, cuando nació su hija.

—Estábamos contentos —dice Verónica y sonríe sin nervios—. Nos queríamos.

***

Al principio, la futura activista de 24 años y su hija compartían la casa de Chosica con sus padres, y su pareja hacía lo propio en San Juan de Lurigancho. Por lo demás eran —según lo que les habían enseñado— una familia normal: se entusiasmaban con las primeras sonrisas de su niña, almorzaban los domingos con la familia y compartían los gastos de los pañales y la leche maternizada. Pero tres meses después del nacimiento de su nieta, Alberto —el padre de Verónica y sostén económico de los Ferrari— murió. Entonces ella no encontró más opción que mudarse con su hija a casa de sus suegros.

—Al principio, a pesar de las dificultades económicas, todo era normal. Pero, luego hubo cierta tensión con mi padre —escribe su ex pareja por correo electrónico.

Verónica Ferrari, en cambio, dice que los problemas empezaron porque él no lograba escapar de los mandatos que había heredado de una familia tradicional:

—No me sentía mal con mi vida. Él es un buen hombre y yo tenía a mi hija. Pero me sentía insatisfecha como feminista por su falta de coraje, porque sus papás se metían en nuestras vidas y querían que fuera una buena esposa, esa ama de casa correcta que vive para su familia; y eso era algo que yo no estaba dispuesta a cumplir.

Verónica aguantó aquella tensión durante cuatro años, mientras estudiaba Lingüística y seguía un tratamiento con un psiquiatra para lidiar con su fobia social. Pero entonces el suelo que pisaba se tambaleó de nuevo.

—Mis dudas volvieron cuando la relación estaba completamente desgastada —recuerda.

De a poco, comenzó a pensar que ser bisexual o lesbiana tal vez no era una condena. Y una mañana de 2007, después de dejar a su hija de tres años en la guardería, llegó a la casa del Movimiento Homosexual de Lima con el estómago revuelto por los nervios.

***

En De amores y luchas, una columna que escribió en 2012 para Diario 16, Ferrari habló sobre aquel primer acercamiento:

A los 18 años fui al Movimiento Homosexual de Lima (MHOL) y no me atreví a tocar la puerta. Di varias vueltas alrededor de esta casa que se veía tan común como cualquier otra de Jesús María. Hasta pensé que una casa así no podría ser del MHOL. La casa del MHOL, según lo que imaginé, tenía que tener mil colores, y lo que yo veía era de un color inocuo y aburrido.

No toqué ­—la puerta— y regresé a mi vida “normal”. Esa vida que luego abandonaría para cumplir esos sueños que a veces me despertaban por las noches.  Freud siempre tuvo razón. Esos sueños representaban lo que yo realmente quería y me negaba a vivir. Así que diez años después volví a esta casa, que aún mantenía sus colores aburridos, y toqué la puerta, entré y mi vida nunca fue la misma. Salí como una mujer nueva o, mejor dicho, -como- una lesbiana nueva.

***

Son las nueve de la mañana, pero por el gris del cielo podría estar anocheciendo en Lima. Ha pasado una semana desde que Verónica Ferrari regresó de un encuentro de activistas LGBT en Cusco. Su gripe —como la luz débil que llega hasta la sala del departamento de Barranco— permanece intacta. Y ella recuerda su primer encuentro con los integrantes del MHOL.

Aquel día se vio reflejada en la mirada asustada de un puñado de chicas que también estaba allí por primera vez y escuchó la orden seca de una coordinadora que les decía: “A ver, lesbianas, párense”.

Ferrari no se intimidó.

—Yo había llegado pensando que era bisexual y esa era una inducción al lesbianismo muy intensa —dice—, pero me gustó y volví.

Durante varias semanas, le dijo a su pareja que estaba haciendo una investigación sobre el feminismo en el movimiento. Luego, acabó por sincerarse: le habló de su cansancio, de sus dudas; y en 2009 se separaron. Su hija aún no cumplía seis años y, sin embargo, sería una de las primeras personas en conocer los motivos de la ruptura.

Ahora, en Barranco, mientras calienta agua en la hornilla de la cocina para hacerse una infusión y corta una porción de budín para el desayuno, Ferrari dice que explicárselo a ella fue sencillo.

—Cuando le conté que ya no íbamos a vivir con su papá, me preguntó si me iba a casar con otro hombre y le dije que no, pero que tal vez, en algún momento, lo haría con una chica —cuenta mientras camina de regreso a la sala con el desayuno—. Me acuerdo que me preguntó si eso se podía, y le expliqué que no, pero que quizás, en algunos años.

Así, sin aspavientos, le habló a su hija. Con la agudeza que nunca habían tenido con ella.

Dos años después, una tarde de 2011, un grupo de 15 lesbianas, gays y transexuales del Movimiento Homosexual de Lima llegó a la Plaza de Armas de la ciudad para replicar la acción mundial “Besos contra la Homofobia”.

Faltaban pocos minutos para las seis y, aunque el sol ya no se veía desde aquel punto del centro histórico, caía una luz que parecía anunciar algo fatídico.

Una mujer ya les había gritado inmorales a dos chicas que se besaban. Algunas personas se reían, otras les miraban con repugnancia. Y cuando llegó la policía para desalojarles recibieron bastonazos, patadas y gas pimienta.

Esas imágenes llegarían a la televisión nacional un día después, de la mano de uno de los programas de reportajes periodísticos de los domingos por la noche. Y algunos peruanos se indignaron.

Vanessa Ferrari no sería uno de ellos.  Ella no vería nada hasta el día siguiente, cuando regresó del trabajo y encontró a su hija y a su sobrina mirando la grabación de un programa de noticias en su casa.

Aquella tarde de verano, mientras se sucedían las tomas de la policía reprimiendo, se reconocería en los ojos levemente achinados, en el pelo negro y los pómulos redondeados de una de las activistas que recibía una patada. Y entonces comenzó a entender lo que ocurría.

—La verdad no es que yo sea homofóbica —aclara.

Han pasado cuatro años desde que vio a su hermana golpeada, y ahora Vanessa está sentada en una cafetería de San Isidro, uno de los distritos más acomodados de Lima.

—Yo me burlo, hago chacota de todo, no solo de la comunidad gay —dice—. Pero eso, a algunas personas les resulto ofensiva. Y creo que mi hermana no me dijo nada por miedo a que la juzgue. Pero enterarme así, por la televisión, al comienzo fue chocante.

Esa tarde de 2011, Vanessa se encerró en su cuarto sin decir palabra y pensó lo obvio: en ella, en cómo fastidiarían a su excuñado y sobre todo, en su sobrina. Horas después, cuando Verónica llegó al departamento, la encontró con esa cara rígida que confirmaba lo inevitable.

—He visto el reportaje —le dijo Vanessa—. Y quiero que sepas que estoy orgullosa. Debe ser un reto para ti asumirlo y decirlo libremente, pero no quiero que involucres a la familia, y sobre todo a tu hija, que está muy chiquita.

Verónica asintió con los ojos desencajados. Y, por un tiempo, no habló más de aquello con su hermana. Después de su separación había comenzado a compartir aquel departamento con ella, pero no tardaría en sentirse obligada a dejar la casa —y a su hija— con Vanessa.

***

Tres años más tarde, el actor y activista Gabriel de la Cruz Soler se cruzó con Verónica después de consultar a un vidente sobre su futuro. Faltaban pocos días para el lanzamiento de “No tengo miedo” —un colectivo que promueve la justicia social y el acceso equitativo a los recursos para la población LGTBIQ (lesbianas, gays, trans, bisexuales, intersexuales y queer)— y quería saber qué suerte le pronosticarían las cartas. Aquel adivino ya le había hablado de una mujer que lo ayudaría a sacar adelante la iniciativa. Y, desde el primer momento, sospechó que se había referido a ella.

Se conocieron durante el estreno de una obra de teatro que marcaría la salida del closet del actor peruano. Verónica ya se había convertido en presidenta del Movimiento Homosexual de Lima —después de una vertiginosa carrera que había empezado con la acción “Besos contra la homofobia” y que la transformó en referente lésbico en los medios de comunicación y en las redes sociales—. Y en 2014, cuando nadie lo esperaba, renunció al MOHL con una denuncia pública que hacía énfasis en la necesidad de un recambio generacional (dentro del movimiento) que no fuera bloqueado por otros dirigentes.

Tras la renuncia, tal y como habían pronosticado las cartas, la lingüista se sumó a “No tengo miedo” durante algunos meses; y luego, volvió a alejarse para formar activistas de manera independiente.

—Quiero incentivar a la gente y fortalecer a las organizaciones, pero no para que me sigan, sino para que se hagan libres —explica otro día en su casa, con una seriedad que no suele mostrar cuando habla de sí misma.

***

Es 11 de junio de 2015. Verónica Ferrari cumple 36 años y, de nuevo, se ha quedado sin techo. Hace unos días Daniel Salas le dijo que debía abandonar el departamento de Barranco y hoy pasará la noche en la casa de una amiga. Sus ingresos como columnista de un diario ya no le alcanzan para pagar un cuarto y no sabe qué hará en los próximos días.

— Le da más importancia a sus actividades que a buscar un trabajo estable. Ha puesto el activismo en primer lugar y ha descuidado la relación con su hija, aunque no quiera aceptarlo —decía el padre de su hija, días atrás.

Desde hace unos meses, la preadolescente volvió a vivir con él, después de varios años en la casa de la hermana mayor de la activista, y Verónica la ve los fines de semana. A veces van al cine y otras, se pasan la tarde conversando, como si fueran dos amigas con la urgencia de ponerse al día.

Ahora, desde la casa donde se quedará por unos días, Verónica habla de ella:

—Me jode estar lejos, pero no quiero que sea como yo. Y no me voy a culpar por eso.

Verónica Ferrari, la mujer que se convirtió en activista para pelear por una sociedad más justa para su hija, confía en que ella entenderá. Con que no herede sus miedos le alcanza.

Son dos historias que se cuentan casi de la misma manera. Como ocurren con un año de diferencia, y cambian los nombres, podemos estar seguros de que no es la misma historia contada dos veces. O tres, o diez. Porque también sabemos que se ha repetido antes. La muerte no marca el principio ni el final de ninguna de ellas. La muerte es, en todo caso, un instante entre lo que se desencadena después, y lo que ha pasado antes. Aunque lo que ha pasado antes nunca termine de develarse. Entonces: entre una y otra historia cambian los nombres, las caras, los lugares y las fechas, pero las dos se pueden contar igual. A eso vamos.

Primero, las noticias.

El lunes 23 de septiembre de 2013 los dos matutinos santiagueños, El Liberal y Nuevo Diario, publican la historia de un hombre de 43 años que murió en el Hospital Regional después de descompensarse en la Comisaría Décima. Un texto de oraciones cortas dice que lo habían detenido la mañana anterior, acusado de robar dinero, joyas y dos televisores. El hombre se llama Ramón Vázquez y la historia del diario tiene verbos en potencial y escenas que no quedan claras: se escribe que Vázquez tomó un remís hasta la casa en cuestión, que el chofer esperó a que regresara con el botín. Sin embargo, en los dos diarios dicen que el remisero fue el testigo clave que entregó a Vázquez. El miércoles algunos portales web informan sobre la detención de cuatro policías. Después nadie dice más nada.   El domingo 21 de septiembre de 2014 los dos diarios informan sobre un accidente la noche del viernes. Un motociclista murió al chocar contra un poste de luz. Se llamaba Cristian Farías, tenía 23 años y trabajaba en una gomería. Sobre él dicen que chocó mientras intentaba escapar de la policía, porque la moto en que iba era robada. Dos días después Nuevo Diario publica que se siguen investigando las causas de la muerte. La nota aclara que la moto no era robada, que era de Cristian Farías. No vuelven a publicar nada. Segundo, las familias.

El domingo que va a morir, Ramón Vázquez se despierta en su casa de un sobresalto. Escucha gritos y un portazo. Reconoce la voz de su hijo y de otros hombres en el comedor de su casa de Bruno Volta, una zona de viviendas humildes al costado del cementerio de la capital. Sale de la pieza con un pantalón corto a medio poner y los ojos legañosos. Ve en el reloj que son las ocho y algo de la mañana. No llega a orientarse del todo. Un policía agarra a su hijo y el otro viene contra él. Alcanza a ver que hay uno más afuera. Ramón vuelve a la pieza para buscar un papel que espera que lo salve.

Dos semanas antes, los policías ya habían venido a buscarlo. Alguien había robado plata y joyas en la casa del barrio América del Sur donde él trabajaba como albañil. Lo tuvieron detenido e incomunicado veinticuatro horas. Lo amenazaron para que se hiciera cargo del robo, pero nunca pudieron probar su vinculación con el hecho y el no aflojó. Cuando lo largaron, Ramón se acercó a un grupo de abogados vinculados a organizaciones de derechos humanos, que lo asesoraron para pedir un habeas corpus. El papel en el que ahora tiene depositada su fe no le sirve de nada. Los policías lo agarran, se lo vuelven a llevar. No tienen orden judicial ni hacen caso al habeas corpus, que cae lento en el piso del comedor. Ramón se aleja en el patrullero envuelto en una nube de tierra. La esposa y los hijos no pueden hacer nada. Es la última vez que lo ven vivo.

A media mañana, Moisés, el hijo mayor, logra averiguar que Ramón está en la Comisaría Décima del barrio Autonomía, a unos dos kilómetros de su casa. En el lugar los policías de guardia les confirman que está ahí, pero le prohíben verlo. Moisés y su madre esperan una hora, dos, tres. La comisaría en penumbras y un ventilador que rechina hacen más largo el mediodía. Entrada la siesta, un oficial se acerca y les dice que Ramón sufrió una descompensación en la Comisaría, lo llevaron al Hospital Regional y falleció. Las preguntas, los gritos y los llantos. Hay que ir a reconocer el cuerpo. Salen a la calle encandilados por el sol. Aturden el aire caliente de la siesta.

Un año después, en el barrio 8 de abril, pegado al centro de la ciudad, Viviana Farías está por salir a hacer las compras cuando escucha en la noticia en la radio levantada de algún portal web. Un choque.

Cristian es su sobrino. Es sábado a la mañana. En la radio dan el nombre, nadie de la familia sabe nada.

El accidente pasó entre hace apenas unas horas, y saldrá en el diario en papel recién al día siguiente.

Musa Azar, ex jefe de la policiía santiagueña, actualmente detenido en la prisión de Ezeiza, durante la lectura de la sentencia del último juicio que se le hizo este año por crímenes durante la dictadura Todo pasa muy rápido. A las 9 de la mañana Viviana está en la Comisaría 35 junto con su hermana Cristina, la mamá de Cristian. Espera dos horas, nadie les explica nada. A las once un policía de civil les confirma que Cristian murió al chocar contra un poste en la esquina de la avenida Colón y la calle Peralta Luna, en el extremo sur de una vieja calle que a esa altura empieza a terminar y volverse más oscura. Las preguntas, los gritos y los llantos pero hay algo distinto a la otra historia, a la de Ramón Vázquez. Hay un sobreviviente que nadie en la familia conoce. Es un chico de 15 años que venía con Cristian en la moto y está internado en el Hospital Regional, inconsciente y con heridas de bala en una pierna.

Tercero, la furia.

Cuando Moisés Vázquez vuelve a estar frente a su padre lo ve azul. Parece una foto en sepia de lo que era el albañil Ramón Vázquez. La médica que acompaña el reconocimiento del cuerpo le explica al hijo que posiblemente se haya puesto así por falta de oxígeno, que hay que esperar a la autopsia para saber qué pasó. Ramón tiene magulladuras en la cara y las muñecas, y una quemadura en el centro del pecho. A Moisés le dicen algo más: al hospital llegó muerto. La doctora le dice que lo entregaron dos policías en la sala de emergencia como NN, que ella lo llevó adentro para atenderlo, y que al constatar que estaba muerto, salió a buscar a los policías. Ya no estaban.

La autopsia confirma que la causa de muerte es asfixia por sofocación. Las sospechas sobre la tortura policial ya habían empezado a correr y agitarse durante toda esa tarde entre las casas del barrio Bruno Volta. Al caer el sol unos cien familiares y amigos se reúnen al costado del cementerio,  para marchar denunciando el accionar policial. Pero el domingo que empezó con tres policías forzando la puerta de los Vázquez termina con un pelotón de uniformados dispersando a los vecinos con gases y balas de goma. Nada de marchas.

A la mañana siguiente, ni los diarios ni la televisión dicen nada del enfrentamiento entre vecinos y policías en plena calle del apacible Bruno Volta. Tampoco aparece el testimonio de Moisés, que había hablado con la prensa contando con bronca que a su padre lo habían matado. Los familiares y vecinos vuelven a arremeter, esta vez en la puerta de la comisaría, que desde la noche anterior está con un cordón policial. Queman gomas, se enfrentan a la policía.

Las balas silban, los gritos asustan, el gas arde en los ojos, sofoca; mientras la prensa calla.

Esa tarde, en internet circulan dos videos. Uno muestra el enfrentamiento y otro la conversaciones de los policías para disuadir a las familias. Una semana después el diario Perfil va a publicar una noticia de tres párrafos sobre la represión policial en Santiago. Nada más. Los medios cubren el hecho. Lo cubren como el que envuelve y tapa algo que no se quiere ver. No dicen nada. La familia marcha y las fotos hacen ruido en las redes sociales. A la semana cambia el panorama. La jueza que atiende el caso recibe a la familia y les confirma que hay cuatro policías que están detenidos. Que la muerte de Ramón se va a investigar a fondo. Se alegran, pero dudan. De la detención de los policías casi nadie se entera.  El se mueve en voz baja.

El 21 de septiembre de 2014 el tío de Cristian Farías llega a la morgue con una muda de ropa. Quiere dar vuelta el cuerpo, que está tendido boca arriba. Dice que es para vestirlo, pero el encargado de la morgue lo detiene. Discuten. El tío de Cristian se enoja porque el impedimento aviva su desconfianza. La ropa es una excusa. Quiere ver que Cristian no tenga un tiro en la espalda. Está seguro que lo tiene y que se lo están ocultando. Si el chico que sobrevivió tiene un tiro en la pierna es posible que a él también le hayan tirado. Al final no lo puede comprobar. Se va. Cristina y Viviana Farías se van también. Les dicen que no hay nada que hacer.

Mientras, la versión oficial sobre el accidente empieza a circular entre declaraciones judiciales y redacciones periodísticas, y dice que Cristian se había reunido con un grupo de amigos motoqueros la noche del viernes, dispuestos recuperar la moto de uno de ellos que había sido secuestrada en un operativo vial. Nueve jóvenes en sus respectivas motos – dice la versión – rondaron la Dirección de Inteligencia Criminal,  donde supuestamente se encontraba el vehículo. Al ser advertidos por los policías que se encontraban en el lugar, se escaparon por la avenida. Un patrullero los perseguía: las motos se separaron. Cristian y el joven que lo acompañaba en su moto fueron los únicos que continuaron por la calle principal. Tras una persecución de 30 cuadras la moto se encontró con un badén, y Cristian perdió el control, dio contra un poste de luz y murió en el acto, mientras que su acompañante rodó por la calle.

El choque fue a las dos y media de la mañana. A la familia le confirmaron la muerte ocho horas más tarde.

La versión oficial del accidente es un racimo de cabos sueltos. Indigna a los vecinos y familiares de Cristian Farías, que comienzan a reunirse en el barrio 8 de abril, para preparar un reclamo. Se vuelven a cruzar ladrillos y las balas de goma. Otra vez la policía va a disuadir. Los medios tampoco dicen nada del enfrentamiento. La policía logra separar a los vecinos que denunciaban el asesinato, pero rápidamente, al día siguiente se organizan. Se acercan dirigentes de H.I.J.O.S., de la Asociación por la Memoria y abogados penalistas. La investigación avanza por otro lado y aparece entonces un testigo clave. Un vecino de la esquina de Colón y Peralta Luna, donde fue el choque, cuenta que esa noche estaba despierto y escuchó el derrape de la moto, el frenazo del auto policial, portazos y a los policías discutiendo. Cuenta que al momento en que salió a la calle a ver qué pasaba, escuchó la frase que lo cambiaba todo: Apurate que es testigo. Según el vecino, el policía le hablaba al compañero, que le apuntaba con su arma al chico más joven. Cristian todavía se movía en el piso. Al ver más gente saliendo de las casas, los policías se comunicaron por radio con la Emergencia. La calle se llenó de gente y Cristian murió en algún momento entre el choque y la llegada de la ambulancia. El cuerpo fue retirado de la calle recién a las 5 de la mañana.

Las nuevas versiones siembran dudas y bronca. Los medios abonan la versión del accidente y caso cerrado. En los días que siguen, la familia y unos cuantos vecinos comienzan a marchar por las calles del centro de la ciudad con carteles que piden Justicia por Cristian Farías y Basta de Gatillo Fácil. Los recibe el ministro de Seguridad y les promete investigar el caso a fondo. Les pide tranquilidad. Pero los Farías siguen marchando todos los jueves durante un mes. Los sábados hacen un bingo para juntar plata para gastos judiciales. Sortean carne para asado y una torta. De todo eso, nadie se entera. Antes del final, a las dos historias les hace bien un interludio.

Si se cuentan igual, si se parecen, es porque en realidad forman parte de una trama mayor. En Santiago del Estero, como en el resto del país, las denuncias de violencia policial se han repetido por décadas. Pero en esta provincia uno de esos casos derrumbó un gobierno en 2004. El famoso Crimen de la Dársena, tras casi dos años de marchas de pedido de justicia por el asesinato de dos jóvenes santiagueñas, terminó con la intervención federal al gobierno de los Juárez. Sin embargo, el caso nunca se resolvió del todo. De los más de treinta detenidos, en 2006 apenas cuatro fueron condenados por la muerte de Patricia Villalba: el ex represor Musa Azar, dos policías y un carnicero, que según la justicia la mataron porque sabía cómo había muerto Leyla Bshier Nazar, la otra víctima del Doble Crimen. Esa muerte nunca se esclareció. Diez años después, nadie sabe cómo murió Leyla ni quién la mató. Ni la justicia ni los medios indagaron más allá. Caso cerrado.

Desde entonces en Santiago se produjeron otras muertes violentas y resonantes que nunca tuvieron culpables. La primera. En abril de 2006 hubo un enfrentamiento en la cancha del Club Sarmiento de La Banda entre hinchadas y policías. Un disparo dio en el pecho de Exequiel Melián, que murió en el acto. Tenía 17 años. Ese día hubo además 26 heridos y ningún culpable. Todos los policías que la justicia había investigado por su responsabilidad en el caso fueron sobreseídos.

La segunda. Dos años después, en mayo de 2008, hallaron en un descampado el cuerpo descuartizado de Raúl Domínguez, que había estado desaparecido nueve días después de denunciar una estafa en la Dirección de Rentas, donde trabajaba. Los abogados de la familia denunciaron a un grupo de policías exonerados de la Fuerza durante un acuartelamiento en 2006. El caso se cajoneó en la justicia. En 2014 la familia marchó a seis años del crimen pidiendo justicia, acompañada por organizaciones de derechos humanos. La marcha no salió en los medios. La justicia no escuchó, casi nadie se enteró.

La tercera. En marzo de 2012 Edgardo Llugdar sufrió un ACV hemorrágico. Estaba adentro de una celda de la División de Delitos Comunes hacía tres días. Era un empleado del Registro de la Propiedad Inmueble que había sido vinculado a una estafa de tierras. Era el único detenido. Después de su muerte la investigación no fue mucho más lejos. Caso cerrado. A otro tema.

Hoy los rostros de Melián, Domínguez y Llugdar se bambolean en pancartas cada vez que hay una marcha por justicia en Santiago del Estero. Por casos de gatillo fácil en la ciudad y de asesinatos por conflictos de tierra en el campo, desde 2003 se denunciaron más de setenta casos.

En la prensa local hay predilección por las noticias policiales. Todos los días se publican choques, violaciones y asesinatos. La mayoría de las historias terminan ahí. Pero en Santiago hay algunas víctimas que parecen fantasmas. Sus propias familias son como espectros que uno puede ver por ahí desplazándose, intentando decir algo que nadie escucha bien. La sensación es la de ver algo que no existe: las demandas de justicia y los conflictos de los sectores populares parecen no ser, porque no hacen a la agenda de los medios provinciales. Algunos vieron pasar una marcha, escucharon un lamento, pero nadie dijo nada después. Se tapan los oídos, miran para otro lado. La prudencia de los medios de no mostrar algo que pueda ofender al poder se ha convertido en una costumbre de la que no escapa casi nadie. En Santiago los dos diarios en papel (El Liberal y Nuevo Diario), el canal de aire (Canal 7) y las radios más importantes son oficialistas del Gobierno Provincial, aunque no le ahorran críticas al Gobierno Nacional. La provincia ha crecido como nunca en los últimos diez años. Se vive mejor. Pero se muere peor. Los medios parecen creer, equivocadamente, que decir todo el tiempo que todo está bien es hacerle bien al gobierno.

Pero en estos años también hubo justicia. En Santiago se realizaron tres juicios por delitos de lesa humanidad cometidos antes y después de la dictadura del 76, que involucraban a miembros de la policía santiagueña. En cada uno Musa Azar fue condenado a cadena perpetua, y otros miembros de la fuerza recibieron sentencias parecidas. Los medios santiagueños cubrieron los casos con reportajes extensos y atrapantes. Fueron juicios históricos. Aunque algo se perdió de vista. Los monstruos habían sido condenados, tenían nombre y apellido, y habían sido fotografiados a la luz del día. Pero nunca nadie relacionó aquella vieja policía de Musa Azar con la actual, y con las vidas que hasta hoy se sigue cobrando.

Por último, un final que no es tal.

Termina octubre de 2014. Moisés Vázquez, su familia y sus abogados, siguen reclamando por el esclarecimiento del crimen de Ramón Vázquez. Eligen ver el vaso medio lleno y seguir: los cuatro policías siguen detenidos y el proceso está en instancia de instrucción. Cuando ven la mitad vacía, les preocupan otros tres policías a los que la defensa les adjudica participación en el asesinato, pero han sido parcialmente desligados de la causa. Los Vázquez esperan para principios de 2015 el procesamiento y el inicio del juicio.

La familia Farías tiene menos suerte. A más de un mes de la muerte de Cristian, no han logrado acceder a los resultados de la autopsia, ni a una audiencia con el juez, ni a una declaración del sobreviviente de la pierna baleada. Los Farías siguen marchando todos los jueves, menos uno: el 13 de noviembre, porque hay programada una marcha contra el gobierno. La mamá de Cristian dice que no quiere que se mezclen las cosas. Pero si no nos responden – afirma desafiante – vamos a salir con más fuerza a la calle.

Las historias no terminan. Ni estas dos, ni las otras. Es muy pronto para que se esclarezca el crimen de Cristian Farías, pero tampoco nadie sabe por qué hace un año mataron a Moisés Vázquez. No se pudo probar su vinculación con el robo a la casa del barrio América del Sur, y no hay otras hipótesis de por qué los policías de la Décima lo buscaban con tanto ahínco. Diez años después nadie sabe cómo murió Leyla Bshier Nazar. Seis años después es un misterio quién descuartizó a Raúl Domínguez. Tampoco se investiga la causa ni se muestran los reclamos en las calles. Tampoco se resolvieron las dudas sobre el ACV de Llugdar ni hay responsables por el tiro en el pecho de Melián. Pocos saben de las otras denuncias de violencia policial, que se amontonan a decenas. La prensa no pregunta, la justicia no avanza. Las heridas, como las historias, siguen sin cerrar.

Le preguntamos si podíamos hacerle una foto en el pantano donde estuvo escondido durante el genocidio y, al principio, Cassius Alexis dijo que no, porque tenía que trabajar. Después, negociamos.

—Venid a recogerme a las seis de esta tarde y vamos.

A las seis quedaría poco más de una hora de luz, y además teníamos que recogerlo en el trabajo y pasar antes por su casa (si lo íbamos a fotografiar, lo mínimo que exigía Cassius era vestir una camisa decente), pero era la única opción, así que a las seis lo recogimos. Ya en el coche, rumbo a su casa, empezó a hablar. Cassius tenía 15 años cuando el genocidio de 1994 estalló en Ruanda.

—Estaba en casa, con mi familia. Por la radio pedían que nadie saliese a la calle. Yo miraba por la ventana y vi llegar a los milicianos. Venían en todoterrenos, gritando, borrachos, con rifles y machetes.

Los vecinos salieron en estampida de sus casas, corriendo en frenético desorden.

—Yo salí en una dirección con un hermano y una hermana. Mis padres y el resto de mis hermanos corrieron en la otra. Fue la última vez que los vi.

La casa de Cassius está hoy reconstruida, porque tras el abandono fue quemada. Entra, mientras lo esperamos con el coche en marcha. Las viviendas son de adobe, sobre tierra rojiza. Casi toda Ruanda es así: casas desperdigadas por todos lados, con caminos sin asfaltar siempre llenos de gente. Cuando Cassius regresa lleva una camisa remangada y el coche se llena de perfume. Emprendemos el mismo camino por el que veinte años antes él corrió en estampida.

—¿Por aquí huiste corriendo?

—Sí —señala a través de la ventanilla—. Empecé a correr por aquí porque quería llegar al pantano. Sabía que era el único lugar en el que podía esconderme.

Alrededor, la vida se abre paso con normalidad africana: puestos de fruta, ancianos sentados con un transistor, vacas, chicos en bicicleta, niños descalzos, mujeres transportando leña en la cabeza. Todo en orden en el municipio de Nyamata, en el corazón de Ruanda.

—Pero entonces esto era un caos —prosigue Cassius—. La gente corría en todas direcciones, yo iba muy rápido pero veía los cadáveres tirados, por las cunetas o en medio del camino. En este cruce había un puesto de control. Estaba lleno de chicos con machetes. Al verme empezaron a perseguirme y me gritaban.
—¿Qué te decían?
—Me llamaban cucaracha. Me decían que me iban a matar.

Cassius sonríe, una mueca de satisfacción, de inocente venganza. Al fin y al cabo, no lo pudieron atrapar. El coche sale del camino principal y nos metemos por un sendero impracticable que atraviesa un bosque.

—En esta parte los tuve muy cerca, incluso esquivé un machetazo.

Cuando el sendero muere, encontramos un edificio en obras junto a un cartel que anuncia la próxima apertura del memorial a las víctimas del pantano de Nyamata. A continuación, un pronunciado descenso, cubierto de vegetación y rocas, que desemboca en un mar verde del que sale un descomunal croar de ranas: el pantano. Hay que seguir a pie y hacerlo deprisa. Sin luz, no hay foto. La cuesta es resbaladiza y todo está repleto de mosquitos. La voz de Cassius interrumpe.

—Por aquí bajé volando, los llevaba detrás. También tenía prisa, como ahora.

Al final del descenso se yergue una pared de plantas de papiro. Si se penetra entre ellas, el agua llega hasta el pecho. Al estruendo de las ranas se une el zumbido de miles de mosquitos que forman una nube negra. ¿Cómo es posible estar en este lugar más de diez minutos? Y sin embargo, Cassius estuvo aquí metido un mes, esperando a ser rescatado.

—Me metí aquí y me dejaron de perseguir. Luego comprobé que mi hermano y mi hermana también estaban. Y muchos vecinos más. Por las noches salíamos a buscar comida a las casas de alrededor. Además, si te quedas por la noche las picaduras de mosquito te matan. Por el día nos metíamos en el pantano y permanecíamos inmóviles. Dos veces al día los milicianos entraban y rastreaban todo. Yo, desde mi sitio, con el agua en el pecho, podía escuchar cuando encontraban a alguien, los gritos y los machetazos. Era como una lotería, porque no te podías mover y tenías que esperar que no te encontrasen.

Un mes más tarde, los soldados rebeldes entraron en el pantano y salvaron a los supervivientes. Cassius fue uno de ellos. Uno de los supervivientes del genocidio de Ruanda.

***

El genocidio de Ruanda es uno de los capítulos más horribles del siglo XX. En cien días desde abril hasta julio de 1994, unas 800 mil personas —según las cifras más benévolas que maneja la onu— fueron asesinadas: 330 asesinatos por hora, cinco por minuto. La mayor parte de ellos a golpe de machete. La matanza supuso el culmen de la guerra civil que durante cuatro años enfrentó a los dos pueblos que habitan el territorio, los hutus y los tutsis. Los primeros fueron los perpetradores, los segundos fueron las víctimas.

Ruanda está situada en pleno centro de África. Tiene sólo 26 mil kilómetros cuadrados. Es conocida como el país de las mil colinas: los pueblos y ciudades discurren entre valles y laderas rodeados de cultivos. Ruanda, además, es una de las cunas de la humanidad. Sus habitantes primigenios son los twas, pigmeos que hoy suponen sólo 1% de la población. A ellos se les unieron, en la Antigüedad, los hutus (hoy mayoría con un 80%), pueblo proveniente de lo que hoy es la República Democrática del Congo (RDC), y los tutsis (14%), que llegaron de Etiopía. Ambos pueblos compartieron tradiciones, idioma, religión y cultura. Hasta se dieron numerosos matrimonios mixtos. La única diferencia era social: los hutus, agricultores, eran la clase vasalla, mientras que los tutsis, ganaderos, se convirtieron en la casta dominante. Pero era una diferenciación permeable: un hutu que obtuviera vacas podía convertirse en tutsi y viceversa.

En el siglo XIX, los colonos alemanes primero y los belgas después, pusieron sus botas en el reino de Ruanda. El territorio quedó bajo el control del rey belga Lepoldo II, quien introdujo en la nueva colonia teorías antropológicas que causaban furor en la época. La más influyente decía que existía en África una raza dominante, superior. Esa era la raza tutsi, y los colonizadores se aliaron con las familias dominantes para gestionar el país. En 1933, los belgas dotaron a la población de tarjetas de identidad étnica, una decisión clave en la historia de Ruanda. Por primera vez la diferencia entre ruandeses se tornaba racial.

***

El librito que publicó en 1959 un grupo de intelectuales hutus se llamaba El Manifiesto. El tratado formulaba una pregunta que crepitaba en la conciencia hutu desde que se instauraron los carnés de identidad racial: «Si somos diferentes y nosotros somos muchos más, ¿qué hacemos sometidos?». La conciencia racial caló y desembocó en revuelta. Miles de hutus se echaron a la calle y asesinaron a otros tantos tutsis. Otros cientos de miles de tutsis huyeron del país, la mayoría a la vecina Uganda. Los hutus tomaron el control y en 1962 declararon la independencia de Ruanda. Nacía un estado, con dos naciones enfrentadas en su seno. Durante los siguientes años las persecuciones contra la minoría tutsi se sucedieron. Hubo nuevas matanzas en 1963 y 1964. Además, los tutsis estaban apartados de cualquier puesto político, tenían el acceso restringido a colegios y escuelas. Bealta Kabagwira, vecina de Kigali y también superviviente del genocidio, recuerda aquella época.

—En el colegio, a los que éramos tutsis nos sentaban en la última fila. La profesora, cuando nos pedía algo, nos decía: ‘tú, tutsi’, en cambio a los niños hutus les llamaba por su nombre. Cada mañana, llegaba a clase y nos decía: que levanten la mano los tutsis.

En 1972 se dio la última gran matanza. La llevó a cabo el general Juvénal Habyarimana, quien el año siguiente dio un golpe de Estado y se hizo con el poder. Paradójicamente, desde ese año la estabilidad ruandesa fue en aumento y, aunque los tutsis siguieron reprimidos, cesaron las matanzas y el país logró una estabilidad nunca vista antes. Hasta 1990.

***

Un día del año 1990, Joseph Buhigiro, vecino tutsi de 65 años de la provincia de Nyamata, estaba tomando una cerveza de plátano cuando un vecino que bebía a su lado le dijo: «Tus familiares han entrado y vienen a matarnos». «Son los del 59, que han vuelto», añadió otro.

—Me quedó grabado —dice Joseph—. Después viví cosas horribles, pero ese comentario nunca lo olvidaré porque nos señalaba a todos los tutsis.

Los del bar se referían a que los tutsis exiliados en 1959 y sus descendientes habían regresado a Ruanda en forma de milicia. Durante treinta años aquellos refugiados se habían alistado en el ejército ugandés para entrenarse, y de la noche a la mañana habían desertado formando el Frente Patriótico Ruandés (FPR), que decidió atravesar la frontera y declarar la guerra al régimen de Habyarimana. Es probable que se hubieran plantado en Kigali —la capital ruandesa— en apenas una semana, ya que eran militarmente muy superiores. Pero se encontraron un enemigo inesperado: el ejército francés. Los soldados del entonces presidente François Mitterrand frenaron a las tropas rebeldes y las recluyeron en la selva, en nombre de la francofonía: mientras la Ruanda hutu hablaba francés, los tutsis que regresaban venían de la anglófona Uganda. A Mitterrand no le interesaba un cambio de statu quo. Y se puso del lado del gobierno. El FPR, liderado por Paul Kagame —actual presidente de Ruanda— decidió hacerse fuerte en aquella selva, reorganizarse y reclutar nuevos efectivos (entre ellos muchos niños), mientras Habyarimana planificaba la defensa, que Francia consintió y que desembocaría en un genocidio.

***

El editorial del periódico Kangura de diciembre de 1990 se titulaba «Los diez mandamientos hutu». En ellos se plasmaban las obligaciones del pueblo hutu desde ese momento. Kangura («Despiértalos») fue uno de los instrumentos que el gobierno de Habyarimana empleó en su campaña de odio. Nada más verse amenazado por el FPR, el gobierno hutu comenzó a inocular en su población el mensaje de que los tutsis habían regresado para exterminar a todos los hutus. La propaganda más efectiva fue la llevada a cabo por la Radio Télévision Libre des Milles Collines (RTLM), del gobierno. Sus ondas escupían odio las veinticuatro horas. En paralelo, el gobierno hutu decidió crear las Interahamwe («los que luchan juntos»), milicias compuestas por civiles. Las Interahamwe eran el mal personificado: jóvenes sin futuro ni causa, empapados en cerveza y anfetaminas, armados con machetes y rifles.

Aunque la mayoría se tomaba a broma la propaganda o la consideraba una locura transitoria, el país se volvió paranoico.

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En 1993, ante la progresiva reducción de efectivos franceses, el FPR comenzó a ganar terreno en el norte del país. La guerra fluía sin reglas: por cada ataque del FPR —con sus desmanes contra vecinos hutus—, el gobierno tomaba represalias contra civiles tutsis. El desenfreno se tomó un respiro en agosto de ese año. Ambos bandos decidieron comenzar en la ciudad tanzana de Arusha un diálogo de paz. Se decidió enviar a Ruanda una fuerza de paz de la ONU, la UNAMIR, encabezada por el general canadiense Roméo Dallaire. Esta misión iba a estar compuesta por 2 500 cascos azules, pero jamás llegó a tal cifra. Unos meses después de llegar a Ruanda, en enero de 1994, Dallaire —que terminó la misión en tratamiento psiquiátrico— envió un fax urgente a Naciones Unidas, un fax que hoy simboliza el comportamiento de las potencias occidentales durante aquel episodio. El documento advertía que el gobierno de Habyarimana había perdido el control de las Interahamwe y que éstas estaban elaborando un censo de tutsis. El fax añadía que los milicianos contaban con armas —proporcionadas por Francia— y capacidad para asesinar a miles de tutsis en pocas horas y advertía de la posibilidad de una masacre. Dallaire solicitó refuerzos y afirmó que si le enviaban 5 mil nuevos soldados podría frenar la matanza. La respuesta desde Nueva York: «Se rechaza la operación contemplada porque excede el mandato confiado a la UNAMIR». Firmaba Kofi Annan. Para completar la maniobra, la ONU decidió reducir los soldados a un grupo de 250 cascos azules que desde ese momento tuvieron como prioritaria preocupación mantenerse con vida.

***

–Aquella noche estaba en casa y no me enteré de lo que había sucedido. Fue a la mañana siguiente cuando escuché la radio con mi mujer. El locutor explicó que el presidente había sido asesinado y que nadie se moviera de sus casas. En la calle comenzamos a ver milicianos, que estaban montando barricadas y puestos de control. Recuerdo perfectamente que mi mujer me miró y dijo: vamos a morir.

Benuste Karasira —vecino tutsi que perdió a sus hijos y un brazo durante el genocidio—, rememora la noche del 6 de abril de 1994 en la que el avión del presidente Juvénal Habyarimana fue derribado. Un cohete lo alcanzó cuando regresaba de una de las conversaciones de paz en Arusha. Al instante, ambos bandos se acusaron mutuamente en un debate sobre la autoría que todavía es un misterio. El atentado sirvió de pistoletazo de salida. Las Interahamwe tomaron el control y decidieron acabar de una vez y para siempre con la amenaza tutsi. Lo que hasta hacía pocos meses era visto por la mayoría como la locura de un grupo de extremistas, mutó en una ola que arrastró a todos.

La matanza no fue difícil para los milicianos hutus. Contaban con censos de los vecinos tutsis y con las armas francesas. Calles y pueblos se llenaron de road-blocks, donde se pedía la tarjeta de identidad que habían dispuesto, tantos años antes, los belgas. Los que eran tutsis eran apartados a la cuneta y asesinados a machetazos. Las cunetas de todo el país se llenaron de cadáveres, entre los que a veces se hallaban vivos haciéndose los muertos, inmóviles de terror entre los cadáveres. En pocas horas, Ruanda era un desenfreno de violencia rara vez visto en la historia moderna.

Los tutsis que lograban esquivar los road-blocks se refugiaron en iglesias o escuelas. Los propios milicianos hutus les permitían agruparse para después llevar a cabo las matanzas en bloque. Se formaron mataderos humanos que hoy son memoriales en los que se conservan los huesos, ropas y hasta cuerpos embalsamados de las víctimas. En la iglesia de Ntarama, al sur de Kigali, cinco mil personas fueron encerradas por la policía. A los pocos días, llegaron las Interahamwe y volaron la puerta con una granada. Arrojaron una decena más al interior y se pusieron a disparar contra la masa de gente. Después, entraron con machetes y martillos para rematar a los vivos. A algunas mujeres las separaron para violarlas y a los niños los aplastaron contra una pared. Fue una masacre sucia, primaria, brutal. Los hombres eran torturados, las mujeres embarazadas abiertas para evitar el nacimiento de bebés impuros, las niñas violadas —muchas veces por hombres infectados con VIH, lo que provocó un posterior y silencioso genocidio entre ruandesas— y los niños arrojados al
río.

Joseph Buhigiro, el hombre que bebía cerveza de plátano, se encerró junto a dos mil quinientas personas más en la iglesia de Nyamata.

—Los milicianos llegaron y rodearon la iglesia. Tiraron la puerta abajo y comenzaron a disparar. Me metí debajo de un banco, los cuerpos de mi alrededor comenzaron a caer, también los de mis hijos. Pronto me cubrieron por completo. Noté que algo me mojaba la cara y me di cuenta de que la sangre levantaba un palmo del suelo, así que tuve que subir la cabeza para no ahogarme. En ese momento me convertí en una piedra. No recuerdo nada más. Estaba vivo, pero muerto.

***

Los milicianos contaron con la ayuda de al menos 1.7 millones de vecinos hutus, quienes participaron, de manera directa o indirecta, en el genocidio. El miedo fue su motivación. El gobierno había logrado instalar la idea de que matar a un tutsi era salvar a un hutu. Pero la realidad es que la mayoría de los hutus ayudó en las matanzas porque fue obligado. A veces directamente por los milicianos, que amenazaban al que no participase. Otras, simplemente porqu no matar los convertía en sospechosos. Muchos vecinos hutus explicaron que tuvieron que asesinar para pasar desapercibidos, para ser «normales». Se dieron casos de hutus que, mientras refugiaban a tutsis en su casa, mataban a otros en la calle para no llamar la atención. En la mayoría de los casos, perpetradores y víctimas se conocían.

Los genocidas —milicianos y políticos— afirman hoy que acataban órdenes. Israel Duginzigimana es uno de ellos. Cumple 21 años de cárcel por participar en el asesinato de un grupo de 300 tutsis. Era concejal del ayuntamiento de Nyabisindu.

—Disparé contra aquel grupo y tiré una granada. Conocía a la mayoría de vecinos de ese grupo, pero si no lo hubiera hecho, el gobierno me hubiera matado.

Del municipio de Israel sólo salieron vivos once tutsis.

—Vi cómo disparaban contra grupos desarmados y también vi cómo quemaban las casas de los tutsis con ellos dentro. ¿Lo peor que vi? Bueno, a una madre tutsi le obligaron a comerse a su bebé a cambio de la vida del resto de sus hijos.

Y mientras todo eso sucedía, «el mundo miraba con las manos en los bolsillos», como acertó a definir Paul Kagame cuando todo había terminado. El FPR desistió en su empeño de pedir apoyo y comenzó a aproximarse a Kigali en una carrera contrarreloj para frenar el genocidio, aunque también en un desmedido avance de venganzas contra civiles hutus.

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Una resolución aprobada por la ONU en 1948 obliga a su Consejo de Seguridad a intervenir por la fuerza en caso de genocidio. En Ruanda estaba ocurriendo uno, pero en Estados Unidos la administración de Bill Clinton decidió no utilizar la palabra genocidio y la sustituyó por «actos de genocidio». Así se ofrecieron distintas ruedas de prensa en las que el malabar conceptual libraba a Washington de la intervención.

Los tutsis que lograban evitar los road-blocks y las matanzas colectivas se refugiaron en bosques y pantanos, como Cassius Alexis. Ruanda se convirtió en un enorme coto de caza. Cuentan que muchos tutsis, durante el genocidio, usaban el cielo como mapa. Desde sus refugios, en bosques, cuevas o pantanos, observaban el cielo y evitaban caminar por donde veían bandadas de buitres. Los buitres les marcaban las rutas prohibidas y les indicaban los caminos despejados.

La matanza sólo vislumbró su final el 22 de junio de 1994, cuando la onu, por fin, aprobó la Operación Turquesa. El ejército francés fue designado para regresar al país de las mil colinas y abrir un corredor humanitario para los refugiados. El FPR estaba a las puertas de Kigali y los hutus, despavoridos, comenzaban a huir.

***

El 13 de julio de 1994 el FPR tomó Kigali y la guerra terminó. Arrancó entonces el epílogo del genocidio: dos millones de hutus huyeron del país, entre ellos, ocultos, los genocidas.

La marea humana se dirigió en su mayoría a la República Democrática del Congo (RDC), entonces Zaire, e improvisaron enormes campos sin infraestructuras en los que el cólera hizo estragos. Hubo cientos de miles de muertos. La ayuda humanitaria estabilizó la situación un año después, pero la furia de Paul Kagame por la huida de los genocidas permanecía intacta.En 1996, el FPR entró en la República Democrática del Congo con la intención de hacer regresar a los refugiados y detener a los genocidas. El operativo escapó pronto del control de los soldados que, según un informe de la ONU del año 2010, abrieron fuego contra la población hutu, incluida aquella que ya estaba instalada en aldeas y pueblos congoleños. El informe califica esta acción como un nuevo genocidio, algo que niega el actual gobierno ruandés. Los supervivientes a esta nueva matanza regresaron a Ruanda. Tocaba hacer justicia.

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El escenario que se encontró el FPR después de la guerra se ilustra en cifras: 800 mil tutsis asesinados, 250 mil mujeres violadas, cien mil niños huérfanos. Eran tantos los cadáveres amontonados que se decidió sacrificar a todos los perros para que no los devoraran. Hoy, en Ruanda casi no hay perros.

Lo primero que quiso hacer el nuevo gobierno fue justicia. Pero no podían abrir 1.7 millones de casos. La solución fue recuperar la figura de los gacaca, un sistema tribal ruandés que se usa para resolver disputas entre vecinos mediante reuniones de la comunidad. Tras el genocidio se perfeccionó el sistema y se aplicaron desde el año 2001 hasta 2012. El doctor Jean-Damascene Gasanabo es el director general del Centro de Investigación y Documentación del Genocidio:

—Los gacacas tuvieron un objetivo, sobre todo, reconciliador. Consiguieron que se hiciera justicia, pero también que se llegara a un acuerdo pacífico entre los vecinos, porque todo el pueblo estaba presente. Se confesó, se pidió perdón y se perdonó. Los gacacas reconciliaron a miles de pueblos en Ruanda.

Los gacacas enviaron a prisión a 120 mil personas. Los demás fueron condenados a realizar trabajos para la comunidad ya que no cabían en las cárceles. Po encima de estas cortes populares se erigió el Tribunal Penal Internacional para Ruanda, con sede en Arusha, donde se juzgó y encarceló a casi todos los organizadores e instigadores del genocidio.

***

Más allá de la justicia, el desafío de la nueva Ruanda era lograr que dos partes enfrentadas en una guerra e implicadas en un genocidio volviesen a compartir su día a día. Víctima y verdugo tenían que mirarse a la cara mientras, por ejemplo, compraban el pan. Cassius Alexis, el chico del pantano, ve casi cada día a vecinos que estaban en aquel grupo que le persiguió machete en mano.

Una de las primeras medidas que hizo pública el nuevo gobierno fue tipificar los delitos de venganza. Cualquier ajuste de cuentas fruto del genocidio sería castigado con cadena perpetua. Jean Pierre Dusingizemunge, de 50 años, es el presidente de Ibuca, la federación de asociaciones de supervivientes del genocidio:

—Lo primero que dijo el FPR fue: «Si os vengáis, seréis golpeados con el máximo castigo». Yo creo que eso es un enorme compromiso por parte de un gobierno.

Los ajustes de cuentas, sin embargo, fueron inevitables. Los mismos gacacas sirvieron para canalizar represalias. Lo explica Evariste, un hutu que vive fuera de Ruanda y pide ocultar su verdadero nombre.

—Hubo muchas muertes en los gacacas, muchas venganzas. Opino que los gacacas fue una manera de que el Estado organizara las venganzas.

Evitar el negacionismo fue el otro pilar de la reconciliación. Negar que hubo un genocidio se paga con la cárcel. Paul (otro nombre ficticio) es un hutu que vive en el norte de Ruanda y que, bajo una absoluta discreción, ha accedido a hablar con nosotros. Nos cita en el hall de un hotel, pero pronto se muestra incómodo y termina invitándonos a su casa. En su opinión no hubo un genocidio en Ruanda.

—Hubo una guerra, con dos bandos que se mataron entre ellos. Hubo tantos muertos de un lado como de otro.
—Pero, ¿qué pasa con las Interahamwe? ¿Para qué se crearon?
—Para defendernos. Los tutsis sabían que el FPR iba a entrar y se armaron, se organizaron. Tenían células por todo el país, así que el gobierno decidió crear las milicias para defenderse.
—Pero mataron a miles de inocentes.
—Sí, y eso no lo defiendo, pero el FPR hizo lo mismo. Entraban en las aldeas y mataban a todos. Si hubo un genocidio de un lado, también lo hubo de otro.

Lo que dice Paul es muy incorrecto fuera de Ruanda y, dentro, es un delito.

—¿Qué ocurre si dices esto en público?
—Que me enviarían a la cárcel y me dejarían morir allí. Y a vosotros también, por preguntar.

La Ruanda urbana está limpia y ordenada, sobre todo su capital, Kigali, que se extiende a lo largo de varias colinas en las que en las laderas lucen los barrios acomodados y en los valles las chabolas. Los conductores usan el cinturón de seguridad, la tasa de crímenes es baja, las carreteras están asfaltadas y el turista puede recorrer el país sin preocuparse por la seguridad. La economía no va mal. Ruanda ya ocupa el puesto 33 de 51 en la lista del PIB per cápita de países africanos. Sigue habiendo enormes problemas de pobreza y se mantienen elevadas las tasas de contagios de vih. Pero Ruanda ha centrado todos sus esfuerzos en transmitir una impoluta imagen de orden, progreso y libertad. Paul dice:

—Es una imagen. Estar como visitante en Ruanda es como ir de invitado a la casa de una mujer maltratada por su marido. Cuando tú estás allí, todo parece tranquilo, armonioso. Pero cuando no estás, entonces aparece la realidad del maltrato y la opresión. Eso es Ruanda.

Pero esa imagen surte efecto: turistas y periodistas llegan al país, contemplan la convivencia, el orden y la resiliencia ruandesa, y regresan maravillados. Y en verdad los ruandeses conviven en paz, pero no porque realmente estén reconciliados sino porque el gobierno controla la vida de sus ciudadanos hasta extremos novelescos.

—Aquí no se pueden ni pronunciar determinadas palabras. Hay soldados y policías secretos por todas partes —explica Paul.
—¿Cómo en una dictadura?
—Peor. Porque aquí está disfrazado. Hacen creer que somos una democracia. Es como el mantener tan limpias las calles: una careta para el visitante. Al político que levanta la voz lo eliminan. En una dictadura al menos te ejecutan directamente. Aquí te dejan morir.
—¿Quieres decir que el Estado ruandés mata gente por cuestiones políticas?
—Normalmente no de manera directa, pero te envían a la cárcel y allí se encargan de que te maten o te dejan morir de hambre.

Evariste, también hutu, dice acerca de esta cuestión espinosa:

—Si yo hablase públicamente del gobierno, mi familia estaría en la cárcel mañana. En Ruanda nadie se fía de nadie. Sólo se habla de fútbol o del tiempo porque no sabes quién puede ser policía o soldado. Somos un país que vive en paranoia. En una desconfianza permanente.

Sobre el papel hay doce partidos en Ruanda, con su representación parlamentaria, pero la realidad es que todos dependen del FPR de Kagame y que no hay oposición real. En los últimos años han sido asesinados y encarcelados decenas de opositores. Fuera del parlamento el paisaje no es mucho mejor. Hay sólo una cadena de televisión y todos los periódicos son del gobierno. Frank, que prefiere no decir su apellido, trabaja en The New Times Rwanda, el periódico en inglés más importante del país. Advierte que si queremos pedir una entrevista con cualquier funcionario público, debemos insistir en que vamos a hablar sólo de la recuperación y reconciliación ruandesa. Si insinuamos cualquier crítica, podríamos tener problemas. Hay antecedentes: nueve cooperantes y periodistas españoles han sido asesinados en Ruanda en los últimos quince años. En Ruanda, discrepar con el gobierno se traduce en «hacer ideología», una borrosa figura legal que conduce a la cárcel. Incluso las víctimas tutsis están sometidas al guión oficial. Ningún superviviente reconoce en público que no perdona a quienes intentaron asesinarlo o a quienes mataron a sus familiares. Cassius Alexis es un buen ejemplo.

—¿Qué sientes cuando ves a vecinos que te persiguieron?
—Ahora ya pasó mucho tiempo. Al principio no me gustaba, pero ahora entiendo que hay que mirar al futuro, que debemos estar juntos.
—¿Les perdonas?
—Sí, les perdono.

Sin grabadora por medio, el mensaje cambia. Jean es el nombre de un joven tutsi que, siendo un niño, sobrevivió durante un mes huyendo de sus asesinos por el bosque de Kayumba, en el sur de Ruanda. Su vida se redujo entonces a correr descalzo huyendo de sus predadores hasta que fue rescatado. Su familia completa murió.

—Sé que hay una respuesta para esto, pero no es la que siento. Ninguno de ellos nunca me ha pedido perdón. Cuando me cruzo con algún vecino hutu que participó en las persecuciones, mi primera reacción es salir corriendo. Me entran ganas de huir como cuando era niño. Pero tengo 31 años, no puedo salir corriendo por la calle. ¿Perdonarles? Por supuesto que no puedo perdonarles. ¿Tú podrías?

***

El proceso de reconciliación se completa con medidas que borran la Ruanda anterior a la guerra: el país cambió su himno, su bandera, su idioma (inglés en lugar de francés) y hasta sus libros de historia, que ahora explican que hubo un genocidio contra los tutsis para, a continuación, decir que ya no existen diferencias entre hutus y tutsis, que sólo hay ruandeses. Ésta, precisamente, fue la decisión estrella: la abolición oficial de las identidades. No existen ya documentos de identidad racial y se ha hecho tanto hincapié en que ahora sólo hay ruandeses, que preguntar a alguien si es hutu o tutsi resulta una grosería.

—Hablar de hutus o tutsis no forma parte del plano de la realidad. No hay hechos que demuestren que uno es tutsi y otro hutu. Tenemos la misma lengua, la misma cultura, la misma historia y vivimos en el mismo país desde hace muchos siglos. Somos un solo pueblo —explica el doctor Jean-Damascene Gasanabo.

Sin embargo, detrás de los discursos oficiales, en la calle, la división hutu-tutsi sigue perfectamente definida. Y en esta meridiana división todos los puestos de control son para los tutsis.

—El 90% de los políticos son tutsis —dice Evariste—. El ejército está compuesto en un 90% por tutsis y todos los generales son tutsis. Las grandes empresas, luz, agua, gas, comunicaciones, están dirigidas por tutsis. Los hutus viven en Ruanda completamente oprimidos: son los últimos en acceder a becas, ayudas. Otra vez tenemos un régimen racial.

Los otrora verdugos aparecen ahora como víctimas. Paul completa el diagnóstico:

—Los empresarios de este país son tutsis. Si un hutu va a buscar trabajo a una empresa de tutsis, nunca se lo darán. Te pongo un ejemplo. Yo hice un curso de económicas. Era el único hutu de mi clase. Lo terminamos hace tres meses. Pues bien, soy el único que no está trabajando. Y puedo asegurarte que no era el más estúpido de la clase.

Le preguntamos sobre el dominio tutsi a Francis Kabuweka, diputado (tutsi) desde hace más de diez años. No solo discrepa con Evariste y con Paul, sino que considera peligroso su mensaje.

—Lo importante es: ¿somos hutus y tutsis ante todo, o somos ruandeses? Ya sabemos a qué nos conduce cada respuesta. Desde el genocidio nos hemos comprometido a no usar esta identidad.

Si de verdad Kagame cree en la reconciliación, o si lo único que quiere es el control de Ruanda para los tutsis, es una incógnita. La realidad es que, al día de hoy, la reconciliación está muy lejos.

—No se admite que miles de hutus fueron asesinados y no tenemos derecho ni a recordarlo —dice Paul—. Mientras eso ocurra, la reconciliación es imposible. ¿Sabes cuál es nuestra esperanza? Que estamos agotados. Todos anhelamos la paz porque estamos hartos de la sangre. Por otra parte, alcanzar la paz sólo porque estamos hartos, por desidia, sería algo muy ruandés.

A.

El cuarto reo que entrevisto me dice que soy una señal del de arriba. Días atrás, asegura, Dios le dijo que una periodista lo iba a visitar. Sin embargo, el único milagro será que cuando terminemos de hablar yo podré salir a la calle. La libertad, desde adentro de la cárcel es como ver a Jesús caminando sobre el agua. La diferencia es que aquí, la gente se ahoga.

Sansebas queda a mil colones en taxi (unos dos dólares americanos)desde el centro de San José, en Costa Rica, aunque a la mayoría de sus inquilinos el viaje les salió gratis, en patrulla sin ‘maría’. Es un centro penal para indiciados, gente sin condena ni sentencia en firme, personas que según defensores de la seguridad ciudadana, es mejor tener presa que afuera. Son el 25% de la población penitenciaria, una cuarta parte de las 12 mil personas que están tras las rejas en Costa Rica.

Indiciados es tan solo una cuestión de nombre, un eufemismo: “prisión preventiva”, pero prisión a fin de cuentas. Los que entran no saben cuándo van a salir, la espera se vuelve un dimequetediré entre el fiscal, el juez, el abogado y la desesperación que carcome a lo interno, que se deja oír de vez en cuando.

Así, los reos pasan meses, o hasta años, con la esperanza de que un día alguien les diga: “queda condenado por equis años” o, que los reciban con un “queda usted libre, no le comprobamos nada, mil disculpas”.

Lo primero, se lo dirán a, por lo menos, la mitad de los indiciados. El resto se conformará con la absolución por duda: los mandan a la casa con la hoja de delincuencia limpia y la boca cerrada. Las autoridades saben borrar la cárcel de los papeles pero no de la memoria.

Ninguno sabe qué es peor.

La ausencia de relojes en Sansebas es un acto de piedad y compasión, es mejor no llevar la cuenta de los minutos que se escurren entre la pintura ajada. Porque una vez adentro la única opción para que el reloj no se detenga en seco es “aprender a canear” (a golpear para defenderse).

Porque definitivamente la cárcel es como una mujer con el útero estirado de tanto parir. Como una madre que, de tantos parir hijos, omite el proceso de crianza: aquí solo sobrevive el hijo más fuerte.

L.

Cristian es grandote, compacto de gimnasio, tiene 34 años y su pelo es corto, parado y filoso.

Cristian quiso ahorcarse al segundo día de estar preso, arrollándose un pantalón al cuello y colgándose de un calabozo con olor a orines. “Porque ese calabozo pa’ de feria, no tenía servicio adentro, a donde uno mismo orinaba ahí tenía que ‘ormir”.

Eso fue hace dos años. El hecho que lo tiene aquí adentro ocurrió hace tres.

Una oscura carretera en Junquillo Arriba de Puriscal fue escenario de un accidente de tránsito, el cual cobró la vida de un joven y tiene a otro al borde de la muerte”, dijo el diario La Extra.

Homicidio culposo”, dijo la Fiscalía.

Es como si usté fuera aquí y fue a ver un lado y se topó con alguien, y sí tuvo culpa porque no estaba centrado en lo qusté iba pero nunca lo hizo con intención, porque yo hasta a un perrito o un gato me he caído en moto por quitármelo.

Entonces enseña una cicatriz que tiene en el codo. Mueve las manos y deja caer el peso sobre el respaldar de la silla de plástico; repetir la misma historia debe pesar a ratos.

Todas las personas presas con las que he conversado tienen la culpa escondida en el fondo del pellejo y la inocencia es lo único que a punta de empujones escupen por la boca.

No los culpo. Si estuviera ahí metida, yo también le diría a la culpa que no chistara, que se escondiera en mi rincón más profundo, que no se atreviera a salir. Una sílaba en falso y el encierro se alarga.

Inocentes en las cárceles de Costa Rica hay, mal condenados hay, causas mal investigadas también”, asegura Hermez González, presidente de la Fundación Derechos Humanos, mientras mastica las palabras bajo su bigote negro, espeso, que amenaza con convertirse en cepillo.

Para Hermez, que encabeza un proyecto para sacar a las personas inocentes de las cárceles, la falta de dinero le pasa la factura a muchos de los privados de la libertad. “La mayoría son personas de escasos recursos económicos y contratar a un abogado cuesta entre 350 mil colones y un millón de colones” (entre 686 y 1.900 dólares).

¿Y entonces?

Renzo, otro preso que está al lado de Cristian, parece tener la respuesta. Sabe cuidar las palabras porque por un testimonio ya lleva nueve meses en Sansebas. Su exmujer dijo que él la había amenazado con un cuchillo y un revólver. Medicatura forense no encontró marcas en el cuerpo de la mujer. La Fiscalía le puso el nombre de “tentativa de femicidio”. Doce años de cárcel. Ahora está a la espera de una apelación.

Una espera que lo ha dejado flaco y débil, con los hombros apuntando al suelo.Parece Eminem con el pelo negro y lacio bajo una gorra azul, a punto de tirar lírica al estilo moderfoker.

Sinceramente ahorita hay muchas personas indiciadas que están por puro color ‒opina.

Cristian explica:

Como fama de malillo, que la ley piensa que usté no ha sido muy correcto en la vida y aunque usté no haiga hecho algo, por pura fama lo agarran.
Yo soy de Pavas ‒continúa Renzo‒ y todos los días Pavas sale en las noticias, es uno de los lugares más conflictivos. Para la fiscalía todos los que son de ahí son culpables. Ellos dicen que es mejor tenerlos encerrados a que cometan una tragedia en la calle, cosa que no es cierta. Estando en la calle siempre trabajé, yo tenía una microbús, hacía colectivos en Pavas, pasaba todo el santo día breteando, nunca tuve problemas con la ley.

¿De qué color será la conciencia?

G.

Ese día llegué sucio, fue una bendición para mí, porque yo llegué cansao y me acosté a las cinco ela tarde, y en eso suena bum-bum-bum, y yo pensé que eran lo vecino moletando.

Nelson. Todo él es como un tractor, bien tuco, áspero como una piedra pómez. Tiene una voz de caverna que suena igual a un motor en primera tratando de subir una cuesta.

Nadie esté jodiendo que vengo bien cansao, porfavor. Ahora salgo a hablar con ustede.
¡Por favor, Nelson Barboza, venimos de parte de la Fuerza Pública del OIJ!
Mae no estén bromeando, (pensando que eran los vecinos, me dice) que vengo bien agitao, (porque a veces la constru es muy pesada).
¡Por favor salga o le botamos la puerta!
Pensé, ¡qué majadería!, pero no abrí la puerta, me asomé por el huequito y en eso veo a lo’ oficiale y digo: ¡Señor en que bronca me metío, que yo sepa no, pero yo no me voa poner agresivo si no he cometido ningún delito. Le abro y se me queda viendo.

Me mira fijo achinando los ojos, recreando el encuentro con la ley.

Ud es…
Sí, sí digo.
Necesito que nos acompañe para ver si aclara un caso, solo va a salir a firmar y aclarar eso y ya viene.
Y ese “viene”… aquí me tienen todavía.

Han pasado seis meses desde de la denuncia que la hija del vecino le interpuso a Nelson, donde afirmaba que le salía chingo en la cuartería. En su defensa Nelson asegura que eso del exhibicionismo, como dice la acusación, es pura mentira, una cosa insólita. La verdad, lo que menos parece es un showman.

¿Cómo les avisan que les van a prorrogar la prisión preventiva?
Al mes de estar aquí me llamaron y la Fiscalía dice: ‘no hemo revisado bien el caso por tanto la jueza le pide otro mes’… Y uhhhhhggggfff, era como un jincón mío (se lleva la mano izquierda al pecho, al corazón, lo exprime con el puño, como si en verdad doliera)… porque yai es la libertá…

La soledad en Sansebas guillotina, exprime el alma como si fuera una fruta jugosa. Si alguno de estos presos fuera poeta, antes de hablarme le robaría las palabras a Jaime Sabines:

Déjame reposar,
aflojar los músculos del corazón
y poner a dormitar el alma
para poder hablar,
para poder recordar estos días,
los más largos del tiempo.

Ú.

El abogado penalista me invita a armar una torre de naipes.

Si usted va por la calle y ve a un policía detener a alguien, ¿qué es lo primero que piensa? ‒pregunta.
¿Qué algo hizo?
¡Exacto! Entonces esa persona que detuvo el policía es presentada ante un fiscal y con base en lo que el policía le dice, dicta una prisión preventiva. El fiscal lo lleva donde un juez, y el juez piensa, si el fiscal la dictó es por algo, ¡hay que concederla! Y luego el tribunal superior ratifica lo actuado porque, si ya actuó la policía, el fiscal y el juez, no queda otra que confirmarlo‒, explica Luis Alonso Salazar, con pelo de perro ovejero.

En la lógica del penalista la sentencia judicial es jugar teléfono chocho. La burocracia de los tribunales es una vieja de patio que apunta con la uña larga, capaz de sacar sangre, que enseña la lengua venenosa y letal.

En la práctica la prisión preventiva es parte del diario vivir de los tribunales y se ve sin mucho reparo, a la ligera. A los jueces les da miedo resolver poniendo gente en libertad. Si lo detuvieron algo hizo…. Todos se van pasando la bola sicológicamente”, agrega.

Según el Código Penal costarricense esta medida es como una carrera en la que no hay vuelta atrás hasta completar la primera fase. “Durante los primeros tres meses, después de que se dicta una prisión preventiva, no se puede apelar, porque el Código no da ese recurso. El Ministerio Público, irresponsablemente, no se presenta a solicitar que cese, aunque la persona ya no ocupe la prisión”, sentencia Salazar.

El castillo de cartas que tengo en frente, se derrumba a punta de susurros.

N.

¡Muchacha, ayúdeme por favor!

Suplica, implora, junta las manos y me mira con ojos de vidrio frágil a punto de hundirse entre el desierto oscuro de su cara. Si el suelo fuera arena movediza, Ezequiel tendría solo la cabeza afuera.

Hacer cuentas es inevitable. Tiene 26 años, lleva dos en la cárcel. Si lo sentencian, pasaría 48 años encerrado. El delito: violación, robo, secuestro y asalto.

Esto es como morir lento.

Cualquiera quisiera ser de acero cuando la bacteria comecarne se insertó bajo la piel.

Mientras reconstruye su historia, cada dos frases repite despiadada injusticia, esto e’ una inmoralidá o yo estoy impaKtao. Cuenta que lo pusieron entre cinco sujetos y un oficial dijo que él era el que más se parecía, que le suplicó a Aryery, la defensora pública, durante un año para que lo llevaran a medicatura forense, que la novia que venía a visitarlo se enojó con él por el teléfono, que está hablando con una ex para que venga a hacerle visita conyugal, pero la agarraron con droga y ahora está en la cárcel de mujeres.

Cada palabra que suelta es un latigazo que lo marca como si fuera una vaca indefensa. Un desahogo medicinal que lo hace ver aún más flaco, encogido como una pasa.

¿Qué es lo que más extraña?

Se endereza en la silla, mira el cielo raso percudido, sonríe. Desempolva el recuerdo del fondo de su memoria.

Ir al río, a la playa. Yo vivía en Tortuguero….Iba a la playa, a qué se yo, a tomarme unos traguillos, ir con los compas al cerro, ¿usté conoce el cerro? Porque en el cerro uno se para en la loma en la pura punta y no se ve’l mar, viera que curioso, a mí me gustaba mucho ir ahí arriba… Cuando llegaban los turistas, les hablaba, sí, sí, yo les preguntaba a veces cómo se llamaban… Viví como seis meses, me vine a trabajar en una finca en Guácimo y me volví a ir… Me gustaba el ambiente ahí, el aire, el mar, respirar aire puro…..
¿Y cómo es el aire aquí?

Mi pregunta lo baja del cerro. Golpe en seco. Vuelve a ser pasa.

Nuuuuuuummmbreees, no muchacha… sabe que yo le doy gracias a Dios que yo estoy en el pabellón de arriba, porque si yo estuviera en el de abajo, uno se asfixia, ahí se muere uno.

¿Cómo se verá el mar desde la cárcel?

D.

Si hay más gente que la que cabe en un cuarto la lógica diría que se respira menos, porque el aire per cápita disponible se reduce. En la jungla carcelaria uno de los depredadores más temidos es el hacinamiento; 46 presos en Sansebas se reparten el oxígeno que hay para 24. No es cuestión de vida o muerte, es aprender a vivir a medias…

Conformarse con migajas: tener sexo autorizado durante cuatro horas una vez por semana y que le pongan el nombre de visita conyugal; obviar el ajuste inflacionario y convencerse que 100 colones es una fortuna dentro de este principado custodiado por candados; que 100 colones no es mala paga por lavar una camisa, por limpiar mierda ajena regada en un baño; que es mejor escupir la gripe a punta de tos que esperar a que el único doctor en la cárcel les de una cita…

¿Y el tiempo, cómo lo cuentan?

Nelson se queda pensando.

Aquí solo pasa el día y la noche.

La matemática carcelaria es un lenguaje con una regla única: aquí lo que no suma, resta.

Í.

De Puriscal a SanSebas hay 18 kilómetros.

Cristian no lleve esos zapatos, ahí mismo se las quitan los maleantes ‒me decía una amiga mía que es policía.

Un cuñado mío me trajo unos zapatos que estaban todos rompidos ahí (me enseña la suela), y me ‘ice ‘esos son apenas’. Y yo dije: ¡uy pa onde voy yo!, yo me vía así com’ un pordiosero. ¡Vieras mae!, (le dice a Renzo) ¿usté no me vio cuando yo entré? ¿No? ¡Oiga! con un pantaloncillo que se me caía y con una camisilla toda hueca y toda fea, vieras que vergüenza cuando llegué, por pasar por todo lao”.

Hace una pausa. Se come las uñas, los dedos jupones lo delatan.

Nunca es igual esto a estar afuera acostumbrado a trabajar y ganarse su platita y tener la doña bien y la chiquita y acostarse y calientico uno y comer comidita de la quiuno le preparan con amor verdad y todas esas carajadas… Y tener metas, en este mes voy a hacer tanto… ya en esta época yo había comprado los regalos de Navidad y estaba uno con la ilusión… muchas ilusiones sí las pierde uno… Yo tenía una vida bonita…”

El presente es un respirador artificial cuando se empieza a ver la vida en pretérito.

A.

Se levantan a las siete. Café. Lavar baños. Salen al patio. Un poquito de sol. Caminan. Conversan. Algo de ejercicio. Llamada telefónica. Almuerzo. Tarde. Noche. 7 a.m.

Voy a ir a tomarme un fresco, voy a comprarme ropita pa verme más bonito, voy onde el peluquero a peluquiarme.
No puede.
¿Por qué?
Porque aquí está en la cárcel.

El monólogo de Ezequiel es un síntoma colectivo.

La mayoría tiene la resignación asfaltada en la mirada, pero Ezequiel me ve diferente. Me ve como si quisiera sacarme la compasión del torrente sanguíneo y aferrarse a ella como se aferra un chiquito a un helado en los desfiles.

Si lo condenan, cuando salga de la cárcel, los jueces que dictaron sentencia van a estar muertos, él va a ser un adulto mayor, el cerro de Tortuguero seguirá ahí quieto.

Hubiera sido mejor que me hubieran pegao un balazo en la jupa, nononono, mejor hubiera sido que me mataran y no me hubieran hecho esto ‒niega con la cabeza, con las manos juntas sobre el regazo.
Ya estoy crucificado presagia.

Cuando Jesús caminaba sobre el agua, Pedro le dijo desde un barco: “Mándame hacia ti andando sobre agua”. Él le dijo: “Ven”. Pedro bajó de la barca y se echó a andar sobre el agua acercándose a Jesús; pero, al sentir la fuerza del viento, le entró miedo y empezó a hundirse.

En esta historia todos son Pedro y le gritan a Jesús. Desde el fondo de este mar de cemento que es en Sansebas, si de milagros se trata, el único que necesitan es el de la resurrección.