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La mañana en que iban a sentenciar a Alberto Fujimori, un hombre interesado en su condena libraba una batalla inútil contra un televisor. La señal era pésima. Fujimori lucía muy elegante frente al tribunal que durante más de quince meses lo juzgaba por el asesinato de 25 personas. Vestía un traje negro y una corbata oscura. El rostro parco de siempre delataba cierta ansiedad. Jugaba con un bolígrafo y evitaba ver a los jueces. A ratos tomaba notas con los labios apretados. Detrás de una mampara de vidrio, sus hijos Keiko y Kenji tenían el gesto gélido de quien se apresta a escuchar una mala noticia, la peor de todas. Los rodeaban algunos congresistas de su partido. Nadie murmuraba cuando el juez principal empezó a decir: «Este tribunal declara que los cuatro cargos objeto de imputación se encuentran probados más allá de toda duda razonable. Por consiguiente, la sentencia que se emitirá es condenatoria». La sala estaba abarrotada. Allí también estaban los familiares de las víctimas, varios observadores internacionales, periodistas, fotógrafos y camarógrafos que registraban cada detalle de la sesión. Cada cierto tiempo, los corresponsales daban cuenta del alboroto que había en los exteriores de esa base policial donde durante 16 meses se juzgaba al ex presidente. Una multitud de fujimoristas vestidos con sus características camisetas anaranjadas había acudido a apoyar a su líder. Grupos de activistas de derechos humanos exigían una condena ejemplar. Los policías contenían la euforia de esos dos grupos rivales. Las imágenes del juicio se transmitían a todas las cadenas internacionales de noticias. Pero se filtraban con dificultad en las laderas de un cerro de Lima, donde Justo Arizapana estaba de visita. Él, que había descubierto los restos humanos de la masacre de la Cantuta, el primer testigo del caso más contundente contra Fujimori, se esforzaba por entender con claridad la lectura de la sentencia. Quería saber si hablarían de él. Pero en las cuatro horas que duró aquella sesión histórica, como decían los comentaristas de la televisión, nadie pronunció su nombre en esa sala.

Ni siquiera en el barrio de Chosica, donde él se había escondido durante años, recordaban su verdadera identidad. Algunos vecinos que lo veían después de mucho tiempo lo saludaron llamándolo Juan. Otros le decían Julio. Otros Julián. Eran los nombres falsos que Justo Arizapana había usado durante los años en que temía que los militares lo buscarían para vengarse por lo que había hecho.

Esa misma mañana, en Comas, al extremo opuesto de la ciudad, otro testigo olvidado escuchaba la sentencia mientras preparaba una sopa en la cocina de su casa. «Nosotros pusimos ahí al presidente. A mí esto me parece como una película. He visto todo el juicio, desde que comenzó, y se ha hecho justicia», dijo Guillermo Catacora mientras revolvía la olla con un cucharón de madera. A los 78 años, él todavía atiende a una de sus hijas que sufre de retardo mental. Ella esperaba el almuerzo. Catacora dejó el cucharón y bajó el fuego. «Los mencionados delitos de homicidio calificado constituyen crímenes contra la humanidad», leía la relatora del tribunal por la televisión. Afuera hacía sol. Algunos jóvenes jugaban al fútbol en la pista. Un minuto antes del mediodía, llegó la sentencia: «…condenándolo a 25 años de pena privativa de la libertad, que computados desde su detención en Chile vencerán el 10 de febrero del año 2032». Fujimori saldría de prisión a los 93 años. Era la primera vez que se dictaba una condena a un ex presidente en América Latina por crímenes contra los derechos humanos. Catacora, el otro hombre que ayudó a que eso fuera posible, tampoco escuchó su nombre.

¿Acaso debían aceptar el anonimato como castigo por sus actos? Semanas después de finalizado ese juicio, los dos testigos se han reunido en casa de Catacora. Allí tratan de entender este nuevo capítulo de su historia: esa mañana, el tribunal pudo haber mencionado sus nombres, pero no lo hizo. «En los juicios se necesitan pruebas y la nuestra fue la más importante –dice Justo Arizapana, que tiene el cabello muy negro y es bajo de estatura–. Sin los cuerpos no había nada. No sé por qué no nos tomaron en cuenta». Se refiere a los huesos humanos que él desenterró en un cerro de Lima, en 1993: los restos de los desaparecidos. Ahora es una mañana de mayo del 2009, y Arizapana ha regresado después de pasar algunos días en Chosica, en la sierra de Lima. Vive en casa de Catacora desde marzo, por generosidad de su amigo, a quien ayuda en su taller de artesanías. No tiene hogar propio ni esposa ni hijos. Durante el proceso a Fujimori, la sala citó a 83 personas para recoger sus testimonios, pero nunca a esos dos amigos. Ellos ya tenían su propio veredicto. «No interesan los años que le dieron [a Fujimori]. Es un asesino y por su culpa vivimos corridos muchos años», dirá Arizapana en algún momento.

Las consecuencias de su paradójico anonimato pesan en el ánimo de ambos.

–Si hubiera sabido lo que nos iba a pasar, jamás hubiera denunciado las fosas –dice Arizapana–. Todos se han beneficiado, menos nosotros. Él exagera. Gracias a ellos, muchas personas obtuvieron justicia o celebridad. Pero también hubo otros que después de toparse con Arizapana y su hallazgo la iban a pasar mal.

Catacora pudo ser una de esas personas, pero él piensa distinto. Es un hombre alto, de cabello negro, que no aparenta su edad, salvo por unos dientes postizos que le incomodan al hablar.

–No me arrepiento de haber denunciado las fosas –dice frente a su camarada–. Lo haría de nuevo. Aún sabiendo lo que nos iba a pasar, lo denunciaría otra vez.

–¿Y por qué? –le pregunto.

–Porque los dos estamos en la historia.

Pero la historia no siempre es lo que uno imagina. A Arizapana, por ejemplo, ni siquiera lo conocen los deudos de las víctimas de La Cantuta. «Yo nunca lo he visto –me dirá días después Gisela Ortiz la hermana de uno de esos estudiantes asesinados. Es la vocera de los deudos–. Sé que él descubrió las fosas, pero no lo conozco. Si me lo han presentado, la verdad, no lo recuerdo». ¿Por qué nadie se acordaba de ellos?

2.

La madrugada en que los miembros del Grupo Colina iban a cometer el peor error de su carrera criminal, a Justo Arizapana le tocó cumplir el papel de testigo involuntario. Era poco más de la medianoche en un basural de Cieneguilla, un sector de cerros desérticos a media hora de Lima. Arizapana, un solitario reciclador de cartones, dormía como de costumbre bajo el montón que había recolectado durante el día. El rugido de unos motores lo despertó. Instintivamente, abandonó su refugio y se arrastró hacia la ladera de un cerro. Desde ahí, tendido detrás de una roca, distinguió las luces de dos camionetas que trepaban la quebrada y se dirigían hacia él. Arizapana apagó la pequeña radio marca Futachi que siempre llevaba al cuello y contuvo la respiración. A través de ese aparato, que era su único contacto con el exterior, se había enterado de los operativos antiterroristas que por esa época, abril de 1993, los militares y policías realizaban en varios puntos de la ciudad. Dos años antes, un comando anónimo había asesinado a 15 personas en una fiesta, incluido un niño, porque supuestamente eran integrantes de Sendero Luminoso, la organización terrorista que empezaba a asolar la capital del país. Nueve estudiantes y un maestro universitarios desaparecieron en 1992, y una subcomisión del Congreso investigaba el hecho. En el cerro, Arizapana temblaba. Un hombre bajó de una de las camionetas e inspeccionaba el terreno con una linterna. «¿Hay alguien ahí?», escuchó el reciclador a la distancia. «No», respondió otra persona. Arizapana recuerda bien esa voz, venía de casi al lado, quizá sólo un par de metros detrás de la roca donde él se escondía. «Es sólo basura –añadió el extraño–. Aquí no hay nadie». Entonces las camionetas continuaron la marcha remontando el cauce seco de la quebrada. En el cielo no había luna ni estrellas, recuerda ese testigo, que, con la camisa húmeda pegada al cuerpo y los brazos cubiertos de polvo, trepó persiguiendo las luces.

Hasta ese basural sólo llegaban cuatro veces a la semana camiones recolectores a dejar los desperdicios de la ciudad. Una vez, recuerda Arizapana, también llegaron dos sujetos, arrastraron una buena distancia a una joven que parecía mareada y la violaron. Aquella madrugada, unos diez hombres bajaron de las camionetas y se dividieron en tres grupos. Algunos llevaban suéteres negros, otros se cubrían el rostro con pasamontañas. La mayoría cargaba palas. Una silueta de estatura más bien baja daba órdenes. Los equipos se separaron unos metros y cavaron sobre una pequeña loma por casi una hora. Arizapana notó que arrojaron unas cajas a los huecos y las cubrieron de inmediato. Luego se marcharon. ¿Serían armas?, se preguntó. ¿Drogas? ¿Joyas? Por la mañana, el testigo bajó a saltos de su escondite. Llevaba tres años trabajando en ese fin del mundo y conocía la quebrada de memoria. El terreno estaba cubierto de huellas. Le parecieron de tipo militar. Unas pocas eran de zapatillas. Escarbó allí. El hueco era profundo pero la tierra removida cedía fácilmente. Pronto sintió el borde de una caja de cartón. Temió que pudiera haber explosivos, y trató de tener más cuidado. Introdujo un pulgar y un índice a través de un agujero. Sintió un polvillo suave. Cocaína, pensó de inmediato. Pero cuando sacó la mano sus dedos estaban tiznados de ceniza. Estiró el brazo una siguiente vez y atravesó la caja con el puño. Se abrió paso entre la ceniza y capturó un objeto largo y áspero. Le pareció madera seca.

Supuso que estaría quemada. Aferró el objeto con fuerza y sacó la mano de un tirón. Era el trozo de un fémur.

Arizapana sintió una inquietante certidumbre. Los programas de radio, a los que él era adicto, seguían hablando de los desaparecidos de La Cantuta. ¿Valía la pena arriesgarse a decir algo? Él devolvió el hueso a su lugar y lo enterró de nuevo. Sólo pudo guardar el secreto un mes. El artesano Guillermo Catacora fue el primero que escuchó la historia de los huesos enterrados. Arizapana lo buscó en su casa de Comas. Ambos se conocían de la prisión, donde ambos habían caído en los años setenta por simpatizar con la izquierda radical. Desde entonces cultivaban una estrecha amistad.

Fue Catacora quien propuso contarle todo a una tercera persona: el congresista Roger Cáceres Velásquez, por esa época uno de los líderes de la oposición contra Alberto Fujimori. Ninguno lo conocía en persona, pero a Catacora le bastaba que ese político fuera su paisano para sentir confianza. Le tomó algo de trabajo convencer a Arizapana de visitar el Congreso esa misma tarde. Cáceres, que presidía la subcomisión que investigaba la desaparición de nueve estudiantes y un catedrático, los recibió con aparente desconfianza en su oficina del Congreso. En un mes debía entregar su informe sobre el caso, pero sus investigaciones no habían avanzado mucho. Esa tarde, recuerda Arizapana, su rostro de piel cetrina evidenciaba varias noches sin dormir. Catacora lo notó sorprendido, tal vez nervioso. «Extraordinario. Increíble», recuerda que dijo cuando escuchó el relato. Cáceres les pidió un mapa que precisara cómo llegar al lugar. Les garantizó que nadie se enteraría de que ellos habían sido los autores.

Los amigos salieron con la certeza de no haberse equivocado. Una vez en la calle, compraron un pliego de papel cometa amarillo. En casa de Catacora, lo extendieron sobre una mesa en la sala y trazaron el camino que llevaba hasta el lugar de los entierros. Arizapana incluyó algunas referencias en lugares clave. La prueba que el congresista necesitaba la recuperaron al día siguiente: un hueso ilíaco chamuscado, quebrado a la mitad. Lo pusieron en un sobre junto con el mapa y dejaron el paquete en la oficina de Cáceres. Un asistente del parlamentario les devolvió el sobre días después. Debían hacer un mapa igual, pero sin colocar el nombre del congresista. Guillermo Catacora accedió sin terminar de entender. Calcó los trazos sobre otro pliego de papel cometa y cambió el destinatario: «A la opinión pública». Guardó el mapa original. Ambos confiaban en que la denuncia se difundiría de inmediato.

Pero dos semanas más tarde, seguía siendo un secreto. Al menos eso creían ambos. Los amigos se reunieron para evaluar su situación. Estaban preocupados. Las fosas permanecían en el misterio y ellos se sentían vulnerables. Cáceres ni siquiera los había llamado. ¿Se había acobardado? ¿No les creyó? ¿Habría hablado con alguien más? Arizapana comenzó a lamentarse de haber confiado en él. Catacora propuso buscar a un periodista amigo conocido en su barrio. Se llamaba Juan Jara y trabajaba en una radio pequeña. Se citaron en un bar del centro de Lima. La conversación duró tres horas. Al momento de despedirse, Jara llevaba en un bolsillo el mapa original que conducía hacia los cuerpos enterrados, el mismo que había rechazado el congresista Cáceres al inicio. Antes de partir, el periodista soltó una frase que iba a pesarle demasiado: «Nos vemos en veinte años –dijo sonriendo, algo mareado por las cervezas–. Si me encuentran con esta vaina me guardan al toque». Dos semanas después de esa reunión, la policía antiterrorista arrestó a Jara en una operación sorpresa. Pasaría 11 años en prisión.

3.

A lo largo de sus vidas, y hasta el momento en que decidieron dar a conocer las fosas, Justo Arizapana y el artesano Guillermo Catacora habían desarrollado una vocación por huir de todo protagonismo. Tenían razones poderosas. Se habían conocido en el penal de Lurigancho, el más grande de Lima, en 1976. Estaban presos por su militancia comunista. Habitaban pabellones distintos, pero los unían las mismas convicciones. O quizá era sólo simpatía mutua. Arizapana acababa de cumplir la mayoría de edad. Catacora tenía 44 años. Cada vez que podía, el joven Arizapana visitaba a ese hombre que le enseñaba a hacer figurillas con los cuernos de los toros, y cuya vida parecía una novela de aventuras.

No era la primera vez que Catacora estaba en prisión. La primera fue por el robo de una bicicleta. La segunda, a fines de los años cincuenta, por robar casas. A ambos encierros sobrevivió gracias a su habilidad para tallar huesos. Había aprendido el oficio de artesano de su padre. Sus creaciones impresionaban a sus compañeros de celda. La figura más popular era la del cura con el enorme pene erecto. Le seguía el cuchillo: una empuñadura de hueso unida al mango afilado de una cuchara. Allí, en prisión, lo captaron los dirigentes del Partido Comunista, quienes le hablaron de Mariátegui y Marx. Al salir en libertad, los comunistas lo alejaron de la delincuencia y lo integraron a sus filas. Le enseñaron a fabricar armas caseras. Aprendió con rapidez, como siempre, y a mediados de los años sesenta, debido a su eficacia, estaba viajando por Cuba, Europa del Este y China, para perfeccionarse. Cuatro décadas después, en su casa de Comas, el viejo Catacora recuerda algunos episodios de ese viaje. Durante una clase en español sobre cómo preparar dinamita, en China, el instructor notó que el aprendiz peruano dibujaba trazos irreconocibles. Le preguntó por qué no tomaba notas como todos. «Es que no sé leer ni escribir, profesor», respondió él. «¿Y por qué no lo dijiste antes?», increpó el instructor. «Es que si lo decía no me mandaban de viaje. Y así he conocido muchos países». Era una prueba de su ingenio para la supervivencia.

Aún hoy Catacora lee y escribe con mucha dificultad. Él sólo ayudó a dibujar el mapa original de las fosas de La Cantuta, pues quien redactaba las instrucciones era Justo Arizapana. Cuando el asistente del congresista pidió una copia del mapa, Catacora se limitó a calcar el plano original omitiendo el nombre del destinatario. En ese momento, su compañero no estaba en casa.

–¿Qué los hace tan unidos? ¿Por qué confían tanto el uno en el otro? –les pregunté durante un almuerzo.

Ambos amigos se miraron.

–Es que los dos somos materialistas –dijo Catacora sin vacilaciones.

En el penal de Lurigancho, el joven Justo Arizapana también era un preso comunista. De adolescente lo había marcado mucho una batalla entre policías y campesinos, donde hubo ganado robado y casas quemadas. Eso ocurrió en Yauyos, una provincia de la sierra de Lima, donde él vivía. El sinsabor de la injusticia, dice, le duró varios días. Un muchacho de la zona, de apellido Sanabria, vio en su rabia un campo fértil. Le pasó las primeras lecturas socialistas, y después lo convenció de robar las armas de una comisaría cuando los policías estaban en una fiesta. Sanabria fue detenido seis meses más tarde, torturado y obligado a revelar el escondite de las armas, pero no delató a su cómplice. Pasó dos años en prisión. Tiempo después, al reencontrarse, los amigos se abrazaron y se confiaron sus secretos: Arizapana se había unido al movimiento Vanguardia Revolucionaria. Sanabria militaba en el Ejército Popular Peruano. Un día, cuando viajaban en un autobús, un policía les pidió documentos a los pasajeros. El agente reconoció al ex presidiario Sanabria y lo obligó a bajar. Arizapana los siguió. Sería otro de sus pasos errados: mientras eran llevados a la comisaría, Sanabria sacó un revólver escondido y mató al policía de un tiro en el pecho.

Cuatro días les tomó burlar la nueva persecución. Pasaban la mayor parte del tiempo enterrados en la arena del río. Comían pequeños camarones y pejerreyes que encontraban bajo las piedras. Sanabria fue arrestado a las pocas semanas. Volvieron a torturarlo. Esta vez, con los dedos reventados, dio algunas pistas para hallar a Arizapana y a varios integrantes del Ejército Popular Peruano. Entre ellos estaba Guillermo Catacora. Fue esta caída en Lurigancho la que unió a los dos personajes de esta historia.

En el penal, Arizapana pasó un tiempo a cargo de la biblioteca. Allí leyó la ODISEA, la ILÍADA, ROBINSON CRUSOE y LOS MISERABLES. Quedó impresionado por este último drama. La historia de un ex presidiario atribulado por un perseguidor implacable.

–Juan Valjian. Así se llamaba –se esmeró en pronunciar una tarde en la casa de Comas–. Ése era el personaje de Victor Hugo.

–¿Y de dónde es ese autor? –preguntó Catacora, que escuchaba atento la historia de su compañero–. ¿Es peruano?

–No –respondió Arizapana con seguridad–.

Es francés.

Ambos salieron de prisión a finales de los setenta, pero volvieron a encontrarse en el mismo lugar años más tarde. Esta vez, Arizapana estaba involucrado en un lío de tierras en Yauyos. Catacora había caído por fabricar pequeñas dosis de cocaína. A fines de los ochenta los dos ya estaban libres. Tal vez fue por esa época –cuando la lucha armada ya no era un anhelo romántico de la izquierda radical sino una tragedia con miles de muertos cada año– que despertó en ellos el anhelo de vivir al margen de la política. Guillermo Catacora se dedicó como nunca antes a sus once hijos, a los que apenas había visto crecer por las intermitencias de la prisión. Arizapana se fue a vivir a una barriada entre los cerros secos de Cieneguilla. Consiguió mujer, y aunque no estaba realmente enamorado, apreciaba su compañía. Allí descubrió que se podía ganar buen dinero reciclando cartones y fierros en los botaderos donde las municipalidades arrojaban sus desperdicios. Eso le garantizaba un trabajo fuera de la ciudad. Sabía por la radio que quienes habían purgado condenas por terrorismo eran vigilados o detenidos. Entonces él se ocultó en la quebrada y dejó de firmar el cuadernillo de libertad condicional. Cuando encontró los huesos enterrados sólo quería que el mundo se olvidara de él.

4.

Una secretaria corpulenta y amable me dice que el doctor Roger Cáceres está listo para la entrevista. Es una mañana de mayo, y han pasado dieciséis años desde el día en que le trajeron el mapa que mostraba cómo dar con los restos de las víctimas de La Cantuta. El nueve veces congresista de la República, alguna vez considerado el decano de los parlamentarios, hoy alquila una oficina en el cuarto piso de un viejo edificio en La Victoria, un distrito conocido por sus calles sucias y peligrosas. El despacho es modesto. En La puerta, una hoja bond impresa hace las veces de placa: «Dr. Roger Cáceres Velásquez. Abogado». Sobre el escritorio cuelgan dos cuadros. A la izquierda la Virgen de Otuzco. A la derecha, el Señor de la Misericordia.

–Se vengaron de mí –me dice poco después–. Me hicieron daño. A mí y a mi familia. Cuando Fujimori me pidió encabezar la comisión yo le puse mis condiciones: que tuviera autonomía, que fuera de mayoría opositora, pero, sobre todo, que no hubiera venganzas. Esto fue lo que más se violó.

Cáceres lleva una camisa lila y una corbata verde y amarilla. Tiene casi ochenta años. Se le ve cansado por el paso implacable del tiempo. Su partido, el Frenatraca, se extinguió con el nuevo siglo. Él no fue elegido de nuevo. Ha olvidado o no tiene ganas de recordar los detalles de cuando investigó el caso Cantuta. Confunde fechas, nombres, lugares. Cuando habla del tema se le agria el rostro. Baja los ojos. Mira un montón de papeles sobre el escritorio. –Hubiera preferido en verdad no tener ninguna intervención en ese problema. No hubiera aceptado la comisión. Ese mismo año empezaron las llamadas amenazantes. Me decían que me iban a sacar la mierda por apoyar a los terrucos. Que mi familia la iba a pagar.

–¿Qué le hicieron?

–Prefiero no decir qué pasó, pero fue una venganza dura, ejecutada por personas manipuladas. Dejémoslo mejor ahí. Todavía sigo afectado… todavía me tienen.

Cáceres dice que Arizapana y Catacora también tuvieron problemas. Alguna vez, recuerda, alguien lo llamó para contarle que esos testigos habían sido asesinados. En abril de 1993, Cáceres era un congresista respetado. Tenía el récord de elecciones, mociones y proyectos. Y era el encargado de investigar los casos Barrios Altos y La Cantuta, las dos masacres más graves del gobierno de Alberto Fujimori. Cuando recibió a esos testigos estaba por debatirse su informe final, y quedó bastante preocupado con lo que le contaron. Le habían dejado una bomba. ¿Debía poner las pruebas en conocimiento de su grupo de trabajo? En la subcomisión participaban cinco congresistas. Dos eran fujimoristas. Contarles del mapa –pensaba entonces– era como avisarle a Fujimori y a la plana mayor del Ejército. Eso daría pie a la desaparición de las pruebas. Por otro lado, si él denunciaba el hallazgo se convertiría en juez y parte. El pleno del Congreso, dominado por los fujimoristas, habría desacreditado su investigación. Al final, Cáceres no consideró el mapa en su informe. Pero hizo otra cosa que a la larga resultó más efectiva: pidió a los testigos una segunda copia que no estuviera dirigida a él, para no sembrar sospechas. Cáceres se la entregó a unos periodistas. Cuando ellos hicieran la denuncia, el congresista fingiría sorpresa e indignación.

Por esos días, no había una teoría certera sobre lo que había ocurrido con los nueve estudiantes y el profesor de La Cantuta. Había pasado casi un año de su desaparición. Los congresistas fujimoristas argumentaban que las víctimas se habían autosecuestrado o fugado con sus enamoradas. Cáceres, por el contrario, sostenía que había responsabilidad en el Ejército. En el informe que presentó reunía valiosos indicios, no pruebas concluyentes. El pleno descartó ese informe y entonces el caso parecía cerrado. Pero el 8 de julio de ese año la revista SÍ convocó a los medios de comunicación a Cieneguilla, donde un fiscal destaparía unas fosas. Siguiendo un mapa anónimo su equipo periodístico había hallado unos restos humanos enterrados en ese paraje desolado. No dijeron que fueran los estudiantes de La Cantuta. No fue necesario.

Periodistas, políticos, familiares y representantes de organismos de derechos humanos llegaron al lugar. Por allí también estaba Justo Arizapana. Pero, los periodistas ni los otros personajes presentes, tan curiosos para ciertas cosas, repararon en ese reciclador que observaba con curiosidad el desentierro del hallazgo que sólo él había hecho posible.

Antes de ese día, los periodistas de SÍ habían visitado la zona varias veces. Siguiendo los trazos del mapa, el periodista Edmundo Cruz llevó su Volkswagen verde sobre la sinuosa ruta a Cieneguilla. Lo acompañaba un colega. El mapa era muy preciso. Quien lo hubiera hecho tenía gran capacidad de observación o, al menos, mucha familiaridad con el sitio. Se señalaba una roca grande, un muladar, una loma. Durante una de esas inspecciones preliminares, Cruz y su compañero saludaron a un solitario personaje con apariencia de mendigo. Lo hicieron con la amabilidad de quien encuentra a un extraño en un lugar imposible. Era Justo Arizapana, pero entonces no lo sabían. Tampoco lo adivinaron el día de la exhumación. Arizapana había regresado a la quebrada para vigilar su hallazgo, pero sobre todo porque necesitaba trabajar en el basural.

Alrededor de las fosas, las cámaras de televisión entrevistaban a las personalidades presentes. El congresista Roger Cáceres se esforzaba en mostrar sorpresa e indignación. Los funcionarios de la fiscalía de turno excavaban en los sitios marcados. Algunos huesos comenzaron a aparecer en la arena. Las palas rompieron las cajas. La ceniza coloreó la tierra. Jirones de tela. Carne chamuscada. La joven Gisela Ortiz, hermana de una de las víctimas, lloraba a un lado. Llevaba un año de búsqueda. Algunos activistas de derechos humanos se le acercaron. La televisión lo registraba todo, menos al verdero descubridor. Los periodistas Edmundo Cruz y Ricardo Uceda, el director de SÍ, respondían las preguntas de sus colegas. Arizapana observaba en silencio, recuerda ahora. Llevaba el rastrillo de trabajo en la mano. Semanas después, presas del miedo, tanto él como su amigo Catacora empezarían su éxodo de años.

–Tuvieron mala suerte –me dice Roger Cáceres en su oficina–. Recuerdo que los recomendé a comisiones evaluadoras a ver si les podían dar alguna indemnización. Hasta mandé documentos acreditando su servicio al país. Al final no hicieron caso.

Tras casi una hora de conversación, el ex senador me acompaña a la salida de su despacho. Detrás de la puerta pende un adorno de palma, de esos que la gente lleva en Domingo de Ramos. A través del ventanal de la oficina, se ve una azotea vecina repleta de trastos, las calles hostiles de La Victoria. Cáceres estrecha mi mano. Me ve a los ojos algunos segundos. Y me pide algo que parece haber meditado por años:

–Por favor, en su reportaje, no me ponga como un héroe.

5.

El periodista Juan Jara sí pudo ser un héroe. Jara tuvo en sus manos un mapa idéntico al

que hizo célebres a los periodistas de la revista SÍ, pero tardó demasiado en hacer lo correcto: publicarlo. Todavía lo dudaba cuando se enteró a través de la televisión de la exhumación de los restos en Cieneguilla. Su segundo error fue no aceptar que debía quedarse callado.

–Si ya la denuncia la habían hecho los de la revista SÍ –le pregunto una mañana de abril–, ¿por qué querías publicar el mapa?

–Porque lo que yo tenía en la mano era diferente. No era el mismo mapa. Era el original. No es que fuera mi intención ser parte de la denuncia, pero debía completarla.

Entonces cometió el tercer y definitivo error. La madrugada siguiente a la exhumación de los restos, Jara le pidió a un amigo que le hiciera un servicio de taxi. Según dice, iba a hacer un último intento de contactarse con un colega del diario LA REPÚBLICA. Antes lo había intentado con colegas de EL COMERCIO y la revista CARETAS. Se fue de viaje. Ya no trabaja aquí. Está enfermo. Ésas eran las respuestas que le daban, recuerda Jara. Pero esa madrugada, durante su recorrido, vio encendidas las luces de la casa de un amigo. Dice que le pareció sospechoso y se bajó a preguntar. Esta vez la puerta se abrió. Dentro lo recibieron tres agentes de inteligencia que en ese momento hacían una intervención sorpresiva. Según la versión policial, en aquel lugar se imprimía EL DIARIO, un vocero clandestino de Sendero Luminoso. Jara fue considerado sospechoso de inmediato. El mapa en el bolsillo lo condenó.

Esta mañana Juan Jara bebe un vaso de jugo de fresa en una cafetería de Surco, un barrio residencial de clase media. De pronto abre un sobre de manila. Allí tiene su certificado de libertad. Es un formato impreso, de una sola carilla y con datos llenados a mano: «La Sala Nacional de Terrorismo lo absuelve por el delito de terrorismo. Fecha de Ingreso: 26/07/93. Fecha de egreso: 31/01/04. Se expide la presente constancia para los fines que estime convenientes». Después de once años en prisión, el periodista Juan de Matta Jara Berrospi dice que busca una indemnización por el tiempo que pasó preso. Algo de dinero que le permita rehacer su vida. Pero la ley sólo contempla para él beneficios educativos o en salud. Él dice que ni siquiera eso ha recibido. No se arrepiente de lo que hizo. Tampoco tiene ningún peso en la conciencia. Jamás delató a sus fuentes.

6.

Cuando Arizapana y Catacora vieron por la televisión a Juan Jara presentado como terrorista, sintieron pánico. La imagen de ese periodista en traje a rayas, expuesto ante cámaras como un peligroso criminal, después de caer con el mapa que ellos habían trazado, derrumbó la poca serenidad que les quedaba. Dicen que conversaron mucho sobre lo que debían hacer. Tendrían que separarse y desaparecer. Se desearon suerte. Esperaban algún día volverse a ver.

Justo Arizapana no regresó más a la quebrada de Cieneguilla. Durante varios días vagó por la ciudad, sin sentirse seguro y apenas con lo que llevaba puesto. En los medios seguía vigente la primicia de la revista SÍ. En la exhumación, se había encontrado un manojo de llaves. El fiscal del caso abrió con ellas armarios y puertas del pabellón de alumnos de la universidad La Cantuta. Los huesos eran de los desaparecidos. La mayoría de fujimoristas calló. Arizapana pensó que el gobierno buscaría a los verdaderos autores de la denuncia. Se sentía perdido. Con algo de dinero que le prestó Catacora, escapó al norte del país. Se despidió brevemente de su mujer. Le prometió que pronto volverían a reunirse. Sabía que mentía.

Catacora huyó a la selva. Empeñó el negocio de venta de querosene que entonces tenía y dejó a su familia. Recuerda que poco después escuchó que los cuerpos de otros estudiantes desaparecidos habían sido encontrados en un campo de tiro de la policía. Uno de los cuerpos tenía tres disparos en el cráneo. Ante la presión de la denuncia, Fujimori reveló que el jefe del escuadrón responsable, el mayor Santiago Martin Rivas, estaba detenido, pero no aceptó que el crimen se investigara en un juzgado civil.

–¿Fue éste el caso más importante de tu carrera? –le pregunto a Ricardo Uceda, que en 1993 era director de la revista SÍ.

Después de recibir el mapa del congresista Cáceres, su equipo

organizó la denuncia pública de las fosas.

–No sé si de mi carrera, pero lo fue para la revista –me responde una mañana–. A mí me puso como protagonista de una investigación importante. El caso Cantuta permitió el proceso contra los responsables y al final éstos debieron ser identificados.

Uceda cree que ni siquiera la masacre de Barrios Altos tuvo el mismo impacto. Él habla con soltura en su oficina, en una casona de Barranco, frente a una quebrada verde que desemboca en el mar. Ahí funciona el Instituto Prensa y Sociedad, que él dirige. Ha recibido varios reconocimientos después de la denuncia. En 1994, por ejemplo, el Comité de Protección de Periodistas de Nueva York le concedió el premio Libertad de Prensa. Ese mismo año, Justo Arizapana, que para entonces se hacía llamar Julián, volvió a Lima. De regreso a Cieneguilla, ya no encontró a su mujer. Le dijeron que había vuelto con su familia, que se cansó de esperar. Él viajó a Yauyos, su lugar de nacimiento, y trabajó en el campo durante tres años. Luego se escondió en casa de un amigo en Chosica. Algún sentido de protección especial debe de ofrecer el lugar donde se ha nacido. Catacora, por esa época, también estaba en Puno. Aunque no tenía la certeza de que lo perseguían, por temporadas volvía a Lima, se endeudaba y volvía a partir. Una mañana encontró un sobre anónimo debajo de su puerta. Le daban indicaciones para entregar mil dólares a cambio de que no se supiera lo que había hecho. El Congreso dictó una ley de amnistía que dejaba libres a los implicados en la matanza de La Cantuta. Catacora sintió que debía irse del país. Tenía una hija en Italia. Empeñó su tienda a cambio de cinco mil dólares y buscó la manera de irse.

–Yo ayudé a Catacora para que pudiera viajar –me contó Roger Cáceres en su oficina–. Me dijo que lo estaban persiguiendo. A quien nunca vi fue a Justo Arizapana.

Una parte de la historia de estos personajes se cuenta al final de MUERTE EN EL PENTAGONITO, un libro que publicó Ricardo Uceda en el 2004, donde describe muchos de los crímenes cometidos por mandos del Ejército. Para entonces, muchas cosas habían cambiado: las leyes de amnistía ya habían sido derogadas y varios de los integrantes del grupo Colina, e incluso sus superiores, estaban detenidos y eran enjuiciados. Catacora regresó de Italia por esos días. Pero como al inicio de esta historia, ningún tribunal lo citó. Nadie lo buscó. Nadie lo persiguió.

7.

Catacora trae dos platos humeantes a la sencilla mesa de madera de su casa, la misma mesa en la que alguna vez trazaron el mapa. Sirve uno a su amigo, el otro es para mí. Es una espesa sopa de huesos. Huesos de res. Todos los días, a la una de la tarde en punto, como para recordar que a veces el destino es muy irónico, ellos almuerzan lo mismo. Pero Catacora no compra esos ingredientes por mandato de su gusto, sino porque luego usa los mismos huesos para tallar sus obras de artesanía. Preparó lo mismo la mañana de la sentencia a Fujimori. Ya han pasado varias semanas de eso.

–Si sabían que era un riesgo –les pregunto–, ¿por qué denunciaron la existencia de las fosas? ¿Qué ganaban con todo esto?

–Mira, yo no sé si esos muchachos eran terroristas o no. Tampoco me importa –se adelanta Arizapana con voz segura–. Pero que los hayan matado, eso ya está mal. Eso no tiene nombre.

Es un delito.

Catacora habla con cierta calma. Procura no abrir mucho la boca debido a un problema con los dientes postizos.

–Si hubiéramos tenido esa ambición de hacer plata la hubiéramos hecho –dice–. No teníamos ambición de dinero. Estaban por encima nuestros ideales, el socialismo, la justicia.

¿Les correspondía algún mérito a los testigos clave de este caso? «Hicieron posible un cambio en la historia peruana del último siglo y para ellos es como si algo enorme hubiera pasado por sus vidas sin dejarles nada bueno», me dijo Uceda. Varios de los involucrados, desde distintas perspectivas, sí obtuvieron alguna compensación. En 1999, aún con Fujimori en el gobierno, el propio Uceda recibió el premio Héroe de la Libertad de Prensa del Internacional Press Institute. Al año siguiente, la Universidad de Columbia le otorgó el premio Maria Moors Cabot. Los deudos de La Cantuta, por su parte, recibieron cien mil dólares por familia en un fallo de la justicia militar. Con el retorno de la democracia les prometieron otra indemnización que todavía esperan. Pero la historia es diferente para Catacora y Arizapana. Están en un vacío legal. El Estado ni siquiera tiene una política de protección a testigos. «No hay nada que los ampare –me dijo tiempo atrás Miguel Jugo, director de la Asociación Pro Derechos Humanos–. Debería haber, pero en el Perú todas las personas que corren peligro o se van del país o se protegen solos». Eso fue lo que hicieron los protagonistas de este relato. Se quedaron a solas con sus miedos. Uceda dice que a través de otras personas sintió la amargura de ambos. «Nunca me lo dijeron directamente», añade. «Tal vez la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos les pudo dar un premio. Los podrían declarar héroes civiles». ¿Podrían?

En su casa, ambos se concentran en el almuerzo. Arizapana muerde un trozo de canilla. Arranca apenas los pocos filamentos de carne pegados al cartílago. Dicen que antes se interesaban más por su caso, pero que desde hace un tiempo ya no tanto. Salir de Comas les cuesta unos tres soles en pasajes, más o menos lo mismo que un kilo y medio de huesos. Es lo que necesitarían para llegar a las oficinas del Registro Único de Víctimas, en el exclusivo distrito de San Isidro, donde están los expedientes de treinta y seis mil personas que esperan una reparación económica. Guillermo Catacora también acudió un día a inscribirse. Allí le pidieron que precisara su situación. «Él dijo que fue perseguido pero no pudo probarlo. Debió ser más específico. Al final nunca regresó», me dijo Susana Codi, Coordinadora del Área de Evaluación y Calificación de esa institución. «El señor Arizapana en cambio jamás se acercó». En el local hay niños que corren. Llegaron con sus madres o con sus abuelas, las viudas de esa guerra cada vez más lejana. De las once razones por las que el Estado atiende a esas víctimas, sólo una podría aplicarse a Arizapana y Catacora: desplazamiento forzoso. Ambos deberían demostrar que dejaron sus casas debido a alguna amenaza tangible contra sus vidas. Pero aún si lograran probarlo, no les correspondería ninguna indemnización. Esto sólo vale para quienes fueron heridos, violados o son familiares de asesinados o desaparecidos.

–Sentimos celos. Mira cómo vivimos. Actuamos bien, pero otros se llevaron el crédito –se queja Catacora con cierta amargura. –Nadie se ha acordado de nosotros. Ni las ONG de derechos humanos ni Ricardo Uceda ni los familiares de los muchachos –reclama Arizapana, quien sí luce fastidiado.

Deja la cuchara en el plato. Ha manchado la camisa a cuadros que lleva. Me mira unos segundos. Pone una mano sobre la mesa.

–Si yo no decía nada, nunca encontraban justicia.

Justicia. «Su testimonio fue valiente. Reconozco que hay una deuda pendiente», me dice Gisela Ortiz, la vocera de los deudos de La Cantuta, a través del teléfono. Un periodista le presentó a Catacora. Ortiz recuerda ese encuentro. Fue en el 2004. Intentó ayudarlo. Le dio unos setecientos u ochocientos dólares. «A Justo, en cambio, nunca lo conocí», comenta. Tiempo después, ese periodista también reunió a Catacora con la presidenta del Consejo de Reparaciones, pero no ocurrió nada. Ricardo Uceda ayudó a Catacora a completar el dinero para regresar a Italia. Una congresista colaboró con cien dólares para ellos.

Ambos amigos cada vez salen menos a la calle. Tres veces a la semana compran dos kilos de hueso en un matadero cercano. Hierven un poco cada día, durante hora y media, y agregan algunas verduras y un poco de sal. El único lujo que se permiten son los fideos. Está vez a la sopa le faltó un poco de gusto. Con esa preocupación de artesano, Catacora me pide que no muerda mucho los huesos. Después de la comida, él los secará al sol y dos días más tarde ya estarán listos para el trabajo. De eso viven. Luego del almuerzo, Arizapana y Guillermo Catacora pasan al taller. Los huesos ya limpios están alineados en una ventana con vista al pequeño patio en el que se levanta la rudimentaria mesa de trabajo. Aquí pasan casi todo el tiempo confeccionando peines, botones, cortaplumas y palomas con ese material.

–Yo compartí lo que me dieron con Justo… y eso es todo –dice Catacora–. No hay más.

Arizapana escucha a su amigo mientras talla lo que será un llavero en el esmeril. Se detiene un momento. Deja el hueso sobre la mesa. Permanece en silencio unos segundos. Entonces se pone de pie.

–Como decía San Lucas, busca primero el reino de los cielos y todo lo demás será añadido –me dice–. Ya llegará nuestro momento.