—Hola, ¿Dwayne?… ¿Dwayne?
—Sí, señor vicepresidente.
—¿Puede traerme un poco más de café?
—Sí, señor vicepresidente. Ahora voy.
—Gracias, Dwayne.
Eran las diez de la mañana en Nashville, un tranquilo día laborable en el que la mayoría de los vecinos se habían ido a trabajar, y Albert Gore Jr. se sentó a la cabecera de la mesa del comedor a desayunar. El plato estaba rebosante de huevos revueltos, beicon y tostadas. La taza, del tamaño de un estanque, había sido rellenada en un abrir y cerrar de ojos por Dwayne Kemp, su cocinero, un hombre hábil y elegante que fue contratado por los Gore cuando, como suele decir su jefe, «todavía trabajábamos en la Casa Blanca». Recién duchado y afeitado, Gore lucía una camisa azul oscuro y pantalones de lana grises. En los meses transcurridos desde que el 13 de diciembre de 2000 perdió la batalla electoral en Florida y cedió la presidencia a George W. Bush, Gore pareció relajarse y desapareció del mapa. Después viajó por España, Italia y Grecia durante seis semanas con Tipper, su esposa. Llevaba gafas oscuras y una gorra de béisbol bien calada. Se dejó barba de montañero y ganó peso. Cuando volvió a realizar apariciones públicas, sobre todo en las aulas, le tomó el gusto a presentarse diciendo: «Hola, soy Al Gore. Antes era el próximo presidente de Estados Unidos». La gente miraba a ese hombre voluminoso e hirsuto —un político que recientemente había obtenido 50.999.897 votos a la presidencia, más que cualquier otro demócrata en la historia, más que cualquier otro candidato en la histo ria, a excepción de Ronald Reagan en 1984, y más de medio millón de votos más que el hombre que asumió el cargo— y no sabía qué sentir ni cómo comportarse, así que cooperaban en sus elaborados menosprecios hacia su propia persona. Se reían de sus bromas, como si trataran de ayudarlo a borrar lo que todo el mundo consideraba una decepción de proporciones históricas, «el desengaño de su vida», como decía Karenna, la mayor de sus cuatro hijos.
«Ya conocen el viejo dicho —anunciaba Gore a su público—, unas veces se gana y otras se pierde. Y luego está esa tercera categoría poco conocida.»
Desde entonces, Gore se ha desprendido de la barba, pero no del peso. Todavía tiene panza. Come rápida y copiosamente y disfruta mucho haciéndolo, igual que un hombre que ya no tiene que preocuparse de parecer demasiado grueso en Larry King Live. «¿Quiere unos huevos? —me preguntó—. Dwayne es el mejor.»
Esta ha sido la primera temporada electoral en una generación en la que Al Gore no ha aspirado al cargo nacional. Se presentó a las presidenciales en 1988, cuando tenía treinta y nueve años; a la vicepresidencia, en la lista de Bill Clinton, en 1992 y 1996; y de nuevo a la presidencia en 2000. Tras decidir que una revancha contra Bush resultaría demasiado divisiva (o tal vez demasiado difícil), Gore se ha empeñado en no quedarse al margen. Por el contrario, para describir sus sentimientos utilizaba palabras como «liberado» y «libre» con gran determinación. Se había visto liberado de la carga, de la presión, del ojo de la cámara. En su casa de Nashville apenas sonaba el teléfono. No había personal de prensa en la puerta ni ayudantes a sus espaldas. Podía decir lo que quisiera y apenas había reacción alguna en los medios de comunicación. Si le apetecía llamar a George Bush «cobarde moral», si le apetecía comparar Guantánamo y Abu Ghraib con islas de un «gulag estadounidense» o a los representantes del presidente en los medios con «camisas pardas digitales», lo hacía. Sin preocupaciones, sin titubeos. Es cierto que en el Teatro Belcourt debía pronunciar un discurso a mediodía ante un grupo conocido como Music Row Democrats, pero era probable que las únicas cámaras que hubiera fuesen locales. Con sorna, resumía ese discurso en una pequeña libreta con solo dos palabras: «guerra» y «economía».
Cuando Al y Tipper Gore se hubieron recuperado de la conmoción inicial de las elecciones de 2000, gastaron 2,3 millones de dólares en la casa en la que viven ahora, un edificio colonial centenario situado en Lynwood Boulevard, en el barrio de Belle Meade, en Nashville. Todavía son propietarios de una vivienda en Arlington, Virginia —una casa construida por el abuelo de Tipper— y de una granja de treinta y seis hectáreas en Carthage, Tennessee, lugar de origen de la familia Gore; pero Arlington estaba peligrosamente cerca de Washington, y Carthage demasiado lejos para instalarse allí de manera permanente, sobre todo para Tipper. Belle Meade, que recuerda a Buckhead, en Atlanta, o a Mountain Brook, cerca de Birmingham, es un próspero reducto para empresarios y estrellas del country; alberga un barrio de extensos céspedes en pendiente, casas con magnolios y entradas para coches en la parte delantera y anexos modernos de cristal y piscinas en la parte trasera. Hace tiempo, Chet Atkins vivía allí; Leon Russell todavía lo hace. Algunos elementos de la casa, que la pareja amplió con ayuda de un arquitecto, son inequívocamente Gore: la batería de Tipper (congas incluidas) en el comedor; en las paredes, las fotografías de Al estrechándole la mano a los Clinton y a varios líderes mundiales. Hay menos libros y más televisores de los que cabría esperar. Cuando el arquitecto diseñó el anexo posterior de la casa, Gore le pidió que curvara los muros hacia dentro en dos puntos para salvar unos árboles. «Los árboles no eran nada especial o inusual —afirmó—. Simplemente, no podía soportar la idea de talarlos.» En el jardín trasero, alrededor del patio y la piscina extragrande, donde Al y Tipper hacen largos, Gore también instaló un sistema antiinsectos que pulveriza con discreción un fino rocío de crisantemos triturados desde un tronco de árbol y un muro del patio. «Los mosquitos lo odian», dijo. Otras partes de la casa son menos respetuosas con el medio ambiente. En el camino de entrada había aparcado un Cadillac negro de 2004, que conduce Gore, y en el garaje había un Mustang de 1965, que Al regaló a Tipper por San Valentín.
Gore se terminó los huevos. Se dirigió a un patio cubierto situado en un lado de la casa y se acomodó en una silla mullida. Dwayne le llevó la taza de café y se la rellenó.
Sin embargo, Gore no ha permanecido recluido en casa desde que, a finales de 2002, decidió no volver a presentarse a las elecciones. En el último año ha dado varias conferencias en Nueva York y Washington en las cuales ha criticado duramente a la Administración de Bush, pero ha respondido pocas preguntas. «Es mejor así una temporada», señaló. Ha dado conferencias por dinero en todo el mundo. Y está impartiendo cursos, principalmente sobre la intersección de la comunidad y la familia estadounidense, en la Universidad Estatal de Middle Tennessee en Murfreesboro y la Universidad Fisk en Nashville.
«Tenemos grabadas en cinta unas cuarenta horas de conferencias y clases —afirmó Gore, impávido—. Esta es su oportunidad de verlas.»
Gore está empezando a ganar mucho dinero. Es miembro de la junta directiva de Apple y asesor de Google, que acaba de pasar por una oferta pública de venta. También ha trabajado en la creación de un canal de televisión por cable y está desarrollando una empresa financiera.
«Me lo estoy pasando genial», aseguró.
En un sistema parlamentario, un candidato a primer ministro que haya perdido las elecciones suele ocupar un lugar destacado en la cámara. En Estados Unidos no funciona así. Aquí uno emprende su propio camino: da conferencias, escribe unas memorias, amasa una fortuna o busca una causa honesta. Es posible que de vez en cuando reciba la llamada de un periodista, pero no suele ocurrir. En cualquier caso, Donna Brazile, directora de campaña de Gore en 2000, decía: «Cuando terminó, el Partido Demócrata lo dejó en la cuneta» y prefirió olvidar no solo la catástrofe de Florida, sino también los tropiezos de Gore: su mutante personalidad en los tres debates con Bush; su dependencia de los asesores políticos; su incapacidad para sacar rédito de la imperecedera popularidad de Bill Clinton y su derrota en Arkansas, donde este último había sido gobernador, y más aún en Tennessee; y su decisión de no exigir un recuento inmediato en el estado de Florida. Ahora, allá donde vaya, Gore se encuentra con multitudes desesperadas con la Administración de Bush que ven en él todo lo que podría haber sido, todos los «y si…». «El desengaño de su vida.» A veces se le acerca gente que se refiere a él como «señor presidente». Algunos tratan de animarlo y le dicen:
«Sabemos que en realidad ganó usted». Algunos inclinan la cabeza y le dedican una mirada afectada de compasión, como si hubiera perdido a un familiar. No solo debe hacer frente a sus remordimientos; es siempre el espejo de los demás. Un hombre inferior habría cometido faltas peores que dejarse barba y ganar unos kilos.
Más que Franklin Roosevelt o incluso que John F. Kennedy, Gore fue educado para ser presidente. Es lo que esperaba de él su padre, Albert Gore, Sr., un senador que, según se decía, aparentaba tanta nobleza como un hombre de Estado romano. Cuando la madre de Al estaba embarazada de él, Gore padre les dijo a los directores del periódico Tennessean de Nashville que, si su mujer daba a luz un niño, no quería que la noticia quedara relegada a las páginas interiores. Cuando nació Al, el titular decía: «DE ACUERDO, SEÑOR GORE. AQUÍ ESTÁ, EN PRIMERA PLANA». Seis años después, el senador coló en The Knoxville News Sentinel la historia de que el joven Al lo había convencido de que le comprara un arco y unas flechas más caros de lo que tenían pensado. «Quizá haya otro Gore en la senda de la cumbre política —rezaba la noticia—. Solo tiene seis años. Pero, con las experiencias que acumula hasta la fecha, quién sabe qué puede ocurrir.» Cuando Gore llegó a Harvard (la única universidad en la que solicitó ingresar), informó a su clase de cuál era su máxima ambición. Su primera candidatura, que se produjo en 1988, después de haber pasado solo unos años en el Senado, no fue tanto un acto de presuntuosidad juvenil como un intento precipitado de llegar a la Casa Blanca mientras viviera su padre.
Gore tiene cincuenta y seis años. Cuando la campaña de 2000 tocó a su fin, algunos lo consolaron pidiéndole que recordara que Richard Nixon había perdido la contienda presidencial en 1960 y el cargo de gobernador de California en 1962 —informando a la prensa de que ya no podrían seguir «machacándolo»— y que luego volvió para conseguir la presidencia en 1968. Por alguna razón, cuando hoy le mencionan ese hecho, no le resulta reconfortante ni seductor. Si John Kerry gana en noviembre, probablemente supondrá el final de la carrera de Gore en la política nacional; si pierde, todavía quedarán figuras fuertes para una posible campaña en 2008, a saber, John Edwards y Hillary Clinton.
«Resumiendo, la respuesta es que dudo que vuelva a ser candidato nunca más —dijo Gore—. De verdad. La segunda parte de la respuesta es que no lo he descartado por completo. Y el tercer elemento es que no añado la segunda parte a modo de evasiva. Es simplemente para completar una respuesta honesta a la pregunta, y no cambia en absoluto la parte principal, es decir, que no creo que vaya a presentarme como candidato. Si esperara volver a serlo, probablemente no sentiría la misma libertad para tirar a matar en las conferencias. Y eso me gusta. Me resulta —y pronunció de nuevo esa palabra— liberador.» Volverse a presentar al Senado o aceptar un cargo en el gabinete, apostilló, también quedaba descartado.
Gore y una parte considerable del país están convencidos de que si en 2000 las cosas hubieran sido distintas en Florida, si los conservadores del Tribunal Supremo no hubieran superado a los liberales por un único voto, Estados Unidos no se hallaría en la tesitura actual: las portadas no describirían el caos en Irak, el déficit presupuestario récord, la retirada de numerosas iniciativas medioambientales, la disminución de las libertades civiles, el recorte en investigación con células madre y la erosión del prestigio estadounidense en el extranjero. Gore no reconoce su amargura, pero es palpable en casi todas sus conferencias; y aunque es posible que ese sentimiento en parte sea personal -¿quién podría reprochárselo?- se topa con otro sentimiento más profundo y público que la decepción en sus aspiraciones y las de su padre.
«Es un hombre que trabajó toda su vida para conseguir lo único que quería, ser presidente de Estados Unidos, y lo tuvo allí, al alcance de la mano -decía Tony Coelho, presidente de la campaña de Gore en 2000-. Tenía la sensación de que Clinton le había perjudicado, pero, no obstante, se dejó la piel y lo logró. Fue el que más votos obtuvo, con una diferencia de medio millón, pero intervino el Tribunal Supremo y se acabó. A muchos nos cuesta entender qué significa eso o cómo se siente uno. Lo cierto es que Gore es una persona de políticas, no una persona política, y sentir que estaba en la cúspide del cargo político definitivo, que podía afectar a las políticas y al mundo como nadie, y que todo quedara en nada… ¡Imagínese!»
En breve aparecería por allí un nuevo amigo de Gore, un excéntrico músico y artista visual llamado Robert Ellis Orrall, para llevarlos a él y a Tipper al Belcourt.
«Le caerá bien Bob —dijo un Gore sonriente—. Pero, se lo advierto, es muy peculiar. Está un poco loco.»
Gore pronunció esa última frase en lo que me pareció su voz de Mr. Goofy. Cuando quiere subrayar algo que ha dicho, indicar que sabe que está citando un tópico o empleando una modulación estentórea o pomposa, utiliza la voz de Mr. Goofy, adopta un semblante cómico y simula un tono más propio de un dinosaurio de la televisión. Y luego está la voz de Herr Profesor, el Gore conferenciante. Al principio no quería hablar de política, pero cuando salió el tema de la prensa, le sacó jugo y, según mis cálculos, se explayó con un discurso de veinte minutos acerca de la degradación de «la esfera pública», una expresión acuñada por el filósofo alemán Jürgen Habermas en los años sesenta (uno intenta, sin conseguirlo, imaginarse al actual presidente haciendo alusiones al autor de Conciencia moral y acción comunicativa). «Es un hombre muuuuy interesante —dijo Gore—. ¿Por qué no lo he descubierto hasta ahora?»
Es fácil entender que a Gore, a falta de un cargo público, le guste enseñar. En su respuesta ininterrumpida, mencionó el centro de estudios de imágenes cerebrales de la Universidad de Nueva York; El alfabeto contra la diosa, de Leonard Shlain; El cerebro de Broca, de Carl Sagan; un artículo de opinión del Times dedicado al declive de la lectura en Estados Unidos escrito por Andrew Solomon; la falta de investigación acerca de la relación entre el cerebro y la televisión —«No hay nada en las dendritas sobre ver la televisión»—; Gutenberg y el auge de la imprenta; el gobierno soberano de la razón en la Ilustración; el individualismo —«Un término utilizado por primera vez por Tocqueville para describir Estados Unidos en la década de 1830»—; Thomas Paine; y Benjamin Franklin. «Vale, ahora avancemos hasta el telégrafo y el fonógrafo.» De acuerdo, pero no hemos avanzado: primero estuvo Samuel Morse, que no oyó la noticia del fallecimiento de su esposa mientras pintaba un retrato —«Hay un cuadro suyo en la Casa Blanca, si mal no recuerdo»— y, por ello, decidió inventar un medio de comunicación más rápido. «Ahora avancemos de nuevo hasta Marconi… Esa sí que es una historia interesante»; el hundimiento del Titanic; David Sarnoff; el origen agrícola del término inglés broadcast; pasando por «los diecinueve centros visuales del cerebro»; un artículo sobre el «flujo» en Scientifi c American; el «reflejo orientador» en los vertebrados; el patetismo y «fracaso último» de las manifestaciones políticas como un medio para enfrentarse a la esfera pública antes mencionada —«¿En qué consisten en realidad? ¿En una multitud sosteniendo carteles con cinco palabras que a lo sumo espera que se acerque una cámara para aparecer unos segundos en televisión?»— y, por último, la tesis realizada por el propio Gore en Harvard en 1969, que trataba del efecto de la televisión en la presidencia y el auge, más o menos por aquella época, de la imagen por encima de la letra impresa como un medio para transmitir noticias. Todo para acabar hablando del canal por cable que está desarrollando.
—¿Qué tipo de canal será? —le pregunté.
—No puedo hablar de ello —respondió—. Todavía no.
De lo que sí le interesa hablar y de lo que ha hablado abiertamente y en un lenguaje que sorprende por su contraste con su antigua prudencia afectada es de los fracasos del hombre que se impuso en 2000.
—Puede hablar sin ambages —añadí.
—Estoy desenchufado —replicó él.
Minutos después llegó Robert Ellis Orrall, un hombre encantador que ronda los cincuenta años y lleva el pelo rapado y pendiente. Posee un vibrante sentido del espectáculo, en la medida en que siempre está actuando, y empezó a contar chistes en cuanto llegó. Gore parecía totalmente relajado en su presencia.
Tipper Gore, que lucía un jersey de algodón y pantalones rosa eléctrico, salió al patio a saludar a Orrall.
—¿Cómo estás, Bob?
—Bien, Tipper. Un poco nervioso. Me han pedido que presente a Al en un acto, así que tengo que pronunciar un pequeño discurso…
Los rasgos de Gore denotaron cierto atisbo de ansiedad. Orrall daba todos los indicios de ser una presencia impredecible en el escenario. Una cosa era hacer el payaso en el patio y otra presentar a un ex vicepresidente delante de varios centenares de seguidores.
—Espero que, eh… lo hayas redactado, Bob —dijo Gore.
—Lo tengo aquí —respondió Orrall palpándose el bolsillo.
Los cuatro salimos al camino y nos montamos en el coche de Orrall, un incómodo Volkswagen Golf. El ex vicepresidente abrió la puerta delantera, se encogió quisquillosamente y se embutió en el escaso espacio disponible, como si estuviera introduciéndose en un buzón. Una vez dentro, desplazó las piernas hacia arriba y a la derecha formando lo que parecía una letra del alfabeto cirílico especialmente compleja. Luego cerró muy lentamente la puerta. No hubo lesiones graves. Tipper se montó atrás.
Orrall salió del camino y puso rumbo al teatro. No había sirenas ni coches siguiéndonos, al margen del tráfico normal.
Gore sonrió y dijo:
—Bob, podrías fingir que eres del Servicio Secreto, pero tendrías que llevar un auricular en lugar de pendiente.
—Haré todo lo posible —dijo Orrall.
—¡Por favor! —intervino Mr. Goofy.
Orall interpreta papeles, y uno de ellos es Bob Something, principal compositor y cantante de un grupo absurdo llamado Mon key Bowl, que podría describirse como un cruce entre The Fugs y Ali G.
Durante el trayecto, Orrall sacó un CD de Monkey Bowl titulado Plastic Three-Fifty que incluía canciones como «Stupid Man Things», «Hip Hop the Bunny» y «Books Suck». El segundo tema del disco llevaba por título sencillamente «Al Gore».
Poco después de conocerse a través de un amigo común, Orrall le puso una de las primeras versiones de la canción. A Gore le gustó tanto que añadió un toque propio.
—Pongámosla —dijo Orrall, e introdujo el CD en el reproductor. Tras una serie de acordes de guitarra y ritmos sincopados contagiosos, Orrall se puso a cantar:
Al Gore vive en mi calle,
en el tres veintipico de Lynwood Boulevard. Y no me conoce,
pero yo le voté. ¡Sí, agujereé la tarjeta!
No sé cómo puede vivir sabiendo
que aunque ganó el voto popular
sigue viviendo en mi calle, un poco más abajo de mi casa.
Pronto, todos los ocupantes del coche se echaron a reír, tal vez Gore el que más, y Tipper se golpeteaba la rodilla con la palma de la mano al ritmo de la batería:
Una vez tuve una bici
y era un niño y alguien me la robó
y todavía estoy enfadado,
lleno de ira, no puedo olvidarlo.
Tengo que ser más comprensivo, lo sé, porque, aun con el voto popular,
Al Gore vive en mi calle, un poco más abajo de mi casa.
Después de otra estrofa que contrastaba cómicamente la derrota de infancia y la autocompasión de Orrall con la histórica decepción y recuperación de Gore, el estribillo daba un giro culminante:
La vida no es justa, ya lo sé
porque, aun con el voto popular,
Al Gore vive en mi calle, un poco más abajo
de mi casa [repetición]
El presidente Gore vive en mi calle, un poco más abajo de mi casa.
Finalmente, la canción parecía tocar a su fin, pero entonces se oyó la voz del propio Gore: «Eh tío, me gusta tu canción, pero tienes que superar todo eso. ¡Este barrio es genial!».
Todos aplaudimos y Orrall siguió conduciendo.
Al cabo de un rato empezamos a hablar de Fahrenheit 9/11, la película de Michael Moore, y de los planos iniciales, que muestran la que tal vez sea la escena más dolorosa de la vida política de Gore: el día que tuvo que liderar una sesión conjunta del Congreso en su función de presidente del Senado mientras certificaba los votos del Colegio Electoral, un proceso que se vio interrumpido en repetidas ocasiones por varios miembros afroamericanos de la Cámara que intentaron, en vano, hacerse con el lugar y oponerse al procedimiento. Fue Gore, por supuesto, quien tuvo que seguir las normas del orden y enviarlos a sus asientos, al tiempo que sabía que su defensa del decoro y de la ley sería considerada una suerte de flagelación, una defensa del hombre al que despreciaba o llegaría a despreciar.
«Esa escena es increíble», dijo Orrall.
Se hizo un largo silencio y Gore respondió: «Todavía no hemos tenido la oportunidad de verla. Estábamos de vacaciones cuando la estrenaron». Por el tono de Gore, parecía que hubiese perdido la oportunidad de ver Dos colgaos muy fumaos, pero Tipper terció: «Yo no sé si podría verla».
Gore comentó que no hacía mucho había aparecido en el programa de radio de Al Franken. «Llamé desde Nashville», dijo. El invitado era Michael Moore. Franken empezó a representar su personaje del terapeuta new age Stuart Smalley y, con Gore y Moore al teléfono, dijo: «Y bien, Michael, ¿querría decirle algo al vicepresidente?».
En 2000, Moore y otros izquierdistas apoyaron la candidatura del tercer partido liderada por Ralph Nader, que cimentó su campaña en la idea de que no había diferencia entre Gore y Bush. Sin Nader en la carrera, es probable que Gore hubiera conseguido la presidencia, incluso excluyendo Florida.
«Lo sentimos mucho, Al», dijo Moore.
Gore se echó a reír al rememorar la historia. «Hice una larga pausa y dije: “¿El qué, Michael?”. Entonces dio una explicación muy complicada, diciendo que había votado en el estado de Nueva York, que no estaba en juego, y que Nader había prometido no hacer campaña en ningún estado en disputa y bla, bla, bla. Así que le dije: “Eso me parece increíblemente complicado, Michael”.» (Más tarde escuché la conversación en internet. Franken mencionaba que «no era una disculpa total» y Moore se aseguró de decirle a Gore: «Eres más liberal que hace cuatro años».) Luego Gore me dijo: «La que sí he visto es Bowling for Columbine. Agradezco lo que intenta hacer, pero antes de ver la película nunca habría imaginado que pudiera despertarme simpatías hacia Charlton Heston. Y, sin embargo, lo hizo. […] Estoy convencido de que hay algo de eso en Fahrenheit 9/11».
Orrall metió el Volkswagen en el aparcamiento del Teatro Belcourt. Alguien le indicó una plaza que había sido reservada con un cono naranja.
«¡Eh! —dijo Gore—. ¡Tenemos un cono naranja!»
Mientras los Gore entraban por una puerta lateral se encontraron con Bob Titley, uno de los cofundadores de Music Row Democrats. Nashville es un centro del sector musical, y la zona que rodea la Decimosexta Avenida, donde las principales compañías de discos y publicidad tienen sus oficinas, se llama Music Row. El negocio de la música country es mayoritariamente republicano. Pero siempre ha habido excepciones, como cuando una de las Dixie Chicks dijo el año pasado que se avergonzaba de tener a Bush como presidente. Al ser denunciadas categóricamente las Dixie Chicks, varios directivos y compositores de Nashville decidieron crear el nuevo grupo.
—¿Hay alguna razón por la que no me hayáis invitado a una de vuestras veladas de karaoke? —le preguntó Gore a Titley.
—Lo estábamos reservando para una gran noche —dijo.
Orrall subió al escenario, realizó una representación que llevaría a cabo aquella noche en un club local, el Bluebird Café, y presentó eficientemente al orador del día. «Ganó el voto popular… ¡Y vive en la misma calle que yo!» Gore, que llevaba americana y corbata, salió en medio de una gran ovación, esbozó una amplia sonrisa, saludó e hizo el numerito de la gratitud que hacen los políticos, mencionando con deleite a los amigos sentados entre el público. Últimamente había arremetido a menudo contra la Administración de Bush y conocía bien los detalles de su acusación.
Una vez que la multitud se calmó, dio las gracias a varias personas y dijo: «Hola, soy Al Gore, y fui el próximo presidente de Estados Unidos».
Todo el mundo prorrumpió en carcajadas, pero él mantuvo su ensayada inexpresividad. «A mí no me parece especialmente divertido», apostilló.
Todos rieron de nuevo. «Pónganse en mi piel. Me pasé dos años viajando en el Air Force Twoy ahora tengo que quitarme los zapatos para embarcar en un avión.
«No hace mucho, iba por la Interestatal 40 de aquí a Carthage. Conducíamos nosotros. Miré por el retrovisor y no había caravana de vehículos. ¿Han oído hablar del síndrome del miembro fantasma?» A la hora de cenar, prosiguió, en la salida de Lebanon, los Gore encontraron un Shoney’s —«un restaurante familiar barato»— y la camarera se alteró por la presencia de Tipper, se dirigió a la mesa contigua y dijo: «Ha recorrido un largo camino, ¿verdad?». Poco después, decía Gore, viajó a Nigeria en un Gulfstream V para dar una conferencia sobre energía. Durante la conferencia contó la historia de lo que había sucedido en una cena en Tennessee, y detalló lo que era un Shoney’s. En el viaje de vuelta, el avión se detuvo a repostar en las Azores. Mientras Gore esperaba en la pista, un hombre se le acercó corriendo con un mensaje urgente. «¡Señor vicepresidente! ¡Tiene que llamar a Washington!», exclamó, y le hizo entrega de una copia de un telegrama. «No sabía qué estaba pasando en Washington —dijo Gore—. Entonces caí en la cuenta: muchas cosas.»
Resultó que un periodista de Lagos se había confundido y escrito un artículo en el que afirmaba que Gore había «inaugurado un restaurante familiar de bajo coste llamado Shoney’s». Bien, dijo Gore, «más tarde recibí una carta de Bill Clinton en la que me felicitaba por el nuevo restaurante. Nos satisface celebrar los éxitos mutuos».
Gore ha disimulado su indignación por las elecciones de 2000 con una característica mezcla de aplomo impasible e ironía de la era de la información que lo distingue de los tres hombres de la historia de Estados Unidos que han compartido su peculiar destino: Andrew Jackson, Grover Cleveland y Samuel Tilden.
Cuando Jackson perdió las elecciones en 1824 frente a John Quincy Adams pese a haber ganado el voto popular, no cesó de denunciar el fraude y de clamar contra el «engaño, la corrupción y los sobornos» del sistema, por no hablar de la traición de Henry Clay, que cedió su electorado a Adams por el cargo de secretario de Estado. Cuatro años después, Jackson volvió a presentarse y ganó.
Cleveland, que aspiraba a la reelección en 1888, perdió el voto electoral ante Benjamin Harrison, pero aseguró a sus partidarios que sería redimido. «Cuidad los muebles de la Casa Blanca —le dijo su esposa, Frances, al personal—. Volveremos.» Cleveland logró su segundo mandato, y se cobró su venganza cuatro años después.
Tilden era diferente. Samuel Tilden, un demócrata de Nueva York, era un gobernador de mentalidad reformista que en 1876 planteó un magnánimo desafío a Rutherford B. Hayes. Tilden parecía el claro ganador del voto popular, pero cuando llegaron unos resultados ajustados en cuatro estados, en especial Florida, el Congreso nombró una comisión electoral especial que estaba controlada mayoritariamente por el Partido Republicano. La comisión votó siguiendo líneas partidistas para otorgar a Hayes los votos electorales en cuestión y Tilden perdió. Era considerado una persona inteligente, pero torpe y distante; fue criticado por ser demasiado débil, demasiado vacilante a la hora de retar a la comisión con la dureza necesaria. En lugar de esgrimir sus argumentos políticamente, se fue a Europa y a la postre se retiró a Graystone, su finca de Yonkers. Al sopesar su candidatura en 1880, Tilden escribió una carta en la que la rehusaba: «No hay nada que desee tanto como un despido honorable». Rara vez salía de Graystone y falleció en 1886. En la lápida de Tilden podía leerse: «Todavía confío en el pueblo».
Al Gore digirió su derrota y, en última instancia, su decisión de no participar en la carrera presidencial de 2004 de una manera que recordaba a la de Tilden. Tras la decisión del Tribunal Supremo, y una vez que Gore optó por no emprender una estrategia de «tierra quemada» para socavar la legitimidad de Bush en la prensa y en los juzgados, pronunció un discurso de claudicación el 13 de diciembre de 2000, que será recordado como una demostración de ecuanimidad y un tono casi perfectos, un discurso que exaltaba el Estado de derecho y que al parecer contribuyó sobremanera a enfriar la guerra pública y su propia rabia interior. Para escribir ese discurso, Gore se inspiró en la amarga derrota sufrida en 1970 por Al Gore padre a manos de un oponente que hacía demagogia en materia de racismo.
«En cuanto a la batalla que concluye esta noche —afirmaba—, creo, como dijo mi padre en una ocasión, que, por dura que sea la derrota, puede servir tanto como la victoria para moldear el alma y dar rienda suelta a la gloria.»
El tono de Gore era elegíaco, pero, al igual que Tilden, seguía haciendo frente a una decisión, y solo se tomaría en el seno de su familia. Incluso durante la campaña estuvo rodeado eminentemente de profesionales remunerados, no de personas fieles. Después, su círculo se fracturó y siguió su camino. A diferencia de Clinton, que podía recurrir a un gran número de amigos en busca de consejo, Gore carecía del don, o de la paciencia, para demostrar gratitud, para mantener contacto. Donna Brazile se quejaba de que jamás había recibido una nota de agradecimiento por los servicios prestados en 2000, y muchas personas que habían trabajado para Gore o que habían donado sumas importantes a la campaña relataban experiencias similares. «Trataba mal a la gente —decía Robert Bauer, uno de los ayudantes de Gore durante la batalla de Florida—. Era frío, distante, condescendiente y desagradecido. Corrían historias legendarias sobre lo desagradecido que era con la gente. Gore tiene un carácter extraño. […] Es un hombre aislado.» Otros ayudantes no se mostraban tan duros, y afirmaban que Gore era brusco y exigente, pero no desconsiderado. Sin embargo, una vez liberado del aparato y de las exigencias de una campaña política, Gore disfrutaba de sus ratos a solas, pensando, leyendo, escribiendo conferencias y navegando por internet. «Uno de los rasgos de su personalidad es su introversión —comentaba otro antiguo ayudante—. La política fue una elección profesional espantosa para él. Debería haber sido profesor universitario, científico o ingeniero. Habría sido más feliz. Tratar con los demás le resulta agotador, así que tiene problemas para conservar sus relaciones con la gente. La clásica diferencia entre un introvertido y un extrovertido es que si mandas a un introvertido a una recepción o un acto en el que haya cien personas, saldrá con menos energía de la que tenía al llegar. Un extrovertido saldrá del acto vigorizado, con más energía que al entrar. Gore necesita descansar después de un acto; Clinton se marchaba revigorizado, porque tratar con la gente era algo natural para él.»
Gore se presentó a la presidencia a la sombra de Clinton: a la sombra del talento y los errores de Clinton, sobre todo su aventura con Monica Lewinsky, el regalo supremo a la oposición republicana. Cuando quedó claro que Clinton había mentido a su mujer, a Gore y a todo el mundo, que en realidad había continuado con su aventura, la relación Clinton-Gore, que había sido más formal de lo que se publicitaba, se sumió prácticamente en el silencio. La elección de Joe Lieberman como compañero de carrera de Gore estuvo muy influida por las denuncias morales del primero contra Clinton.
«No pude convencer a Gore de que utilizara a Clinton —decía Tony Coelho, presidente de la campaña—. Gore creía firmemente que había gente que no lo apoyaría si lo hacía. Clinton solía restar importancia a sus errores. Para él, la infidelidad no era gran cosa. Para Al Gore significaba algo. Al es un marido fiel y comprometido con Tipper. Son como adolescentes enamorados, así que aquel hecho no se podía minimizar. Para él era real. Tenía la sensación de que Clinton nunca había asumido públicamente su responsabilidad. Se reunían [Clinton y Gore] porque nosotros programábamos cosas. La situación era tensa, e incluso hostil en algunos momentos. Al es una persona que prefiere ir de frente a mentir, y lo intentó con Clinton. Clinton prefería reírse y seguir adelante.»
Poco después del 11 de septiembre de 2001, Gore visitó a Clinton en Chappaqua, Nueva York. Su relación parecía haberse restablecido. Casi todos los miembros del entorno de Gore siguen creyendo que Clinton anhelaba que el vicepresidente le sucediera, pero hay quienes sospechan que no le disgustó del todo que la derrota dejara más espacio en el escenario político para Hillary en 2008. La relación entre Gore y Hillary era complicada, y a veces fría, desde hacía tiempo.
En verano de 2001, Gore había puesto fin a su silencio y lanzado una crítica pública contra la Administración de Bush con un discurso en Florida. Sin embargo, tras los atentados terroristas, declaró que Bush era su «comandante en jefe», un gesto que pretendía fomentar la unidad y no empeorar el ánimo nacional. Pero en septiembre de 2002, cuando la Administración de Bush emprendió la marcha hacia una guerra en Irak, Gore aparcó la discreción con un discurso devastador en el Commonwealth Club de San Francisco en el que el blanco fue la política exterior del gobierno. Gore, que fue uno de los pocos demócratas que en 1991 votaron a favor de la resolución del Congreso que apoyó la primera guerra del Golfo, decía ahora que la invasión de Irak encabezada por Estados Unidos socavaría el intento por desmantelar al-Qaeda y perjudicaría los lazos multilaterales necesarios para combatir el terrorismo:
Si vencemos rápidamente en una guerra contra el débil y diezmado ejército de cuarta fila de Irak y al poco tiempo abandonamos, igual que el presidente Bush ha abandonado al poco tiempo Afganistán tras derrotar a una potencia militar de quinta fila, el caos resultante podría suponer un peligro mucho mayor para Estados Unidos que el que afrontamos en la actualidad con Sadam.
El desafío de Gore para que la Casa Blanca de Bush presentara pruebas reales de un vínculo entre Sadam Husein y el 11-S, tanto en tono como en sustancia, fue más crítico que cualquier discurso pronunciado hasta la fecha por los candidatos demócratas. De repente, la posibilidad de una candidatura de Gore inundó los medios de comunicación.
«No me sorprendieron las políticas económicas de Bush, pero sí la política exterior, y creo que a él también —me dijo Gore—. La verdadera distinción de esta presidencia es que, en el fondo, es un hombre muy débil. Se proyecta como alguien increíblemente fuerte, pero de puertas para dentro es incapaz de decir no a sus principales valedores económicos y a su coalición en el Despacho Oval. Ha sido asombrosamente maleable con Cheney, Rumsfeld, Wolfowitz y toda la gente del Proyecto para el Nuevo Siglo Estadounidense. Se puso en marcha de inmediato después del 11-S. Fue demasiado débil para resistirse.
«Yo no soy de los que cuestionan su inteligencia —añadió Gore—. Hay diferentes clases de inteligencia, y es arrogante que una persona con un tipo de inteligencia cuestione a otra con otro tipo. Desde luego, es un maestro en ciertas cosas y tiene seguidores. Busca la fuerza en la simplicidad. Pero, en el mundo actual, eso a menudo es un problema. No creo que sea débil intelectualmente. Creo que no tiene curiosidad. Me asombra que se pasara una hora con su futuro secretario del Tesoro y no le hiciera una sola pregunta. Pero creo que la suya es una debilidad moral. Me parece un matón y, como todos los matones, es un cobarde cuando se enfrenta a una fuerza a la que teme. Su reacción a la lista de peticiones de grupos de interés adinerados que lo llevó a la Casa Blanca, una lista extravagante e increíblemente egoísta, es obsequiosa. El grado de obsequiosidad que implica el decir “sí, sí, sí, sí, sí” a lo que quiera esa gente por mucho que perjudique a la nación en su conjunto solo puede obedecer a una verdadera cobardía moral. No le encuentro otra explicación, porque no es una cuestión de principios. El único denominador común es que cada uno de los grupos tiene mucho dinero que está dispuesto a poner al servicio de su fortuna política y de la aplicación feroz e inflexible de políticas ciudadanas que los beneficien a ellos a expensas de la nación.»
Corría el rumor de que Gore decidiría si se enfrentaba o no a Bush antes de finales de 2002. La historia afirmará que no anunció su no candidatura el 15 de diciembre en 60 Minutes, sino un día antes, cuando apareció como presentador invitado de Saturday Night Live. En el monólogo inicial, Gore dijo: «La buena noticia de no ser presidente es que tengo los fines de semana libres. La mala, que también tengo libres los días laborables. Pero quiero dejar claro desde el principio que esta noche no volveré a discutir asuntos del pasado. Todos sabemos que hay cosas que debería haber hecho de otra manera en la campaña de 2000. Puede que a veces fuera demasiado rígido, que suspirara demasiado, y la gente decía que era excesivamente condescendiente. Por supuesto, ser condescendiente significa hablarle a la gente como si fuera tonta».
En un sketch que parodiaba su proceso de selección de un candidato a la vicepresidencia, Gore aparecía en remojo en una bañera con «Joe Lieberman». Al Franken, que interpretaba a un terapeuta de autoayuda en otro sketch, le decía a Gore sobre la época en que llevaba barba: «Creo que está bastante claro que te habías sumido en una espiral de bochorno descomunal». Y más tarde, cuando Martin Sheen le mostró el estudio de grabación de El ala oeste de la Casa Blanca, Gore se acomodó con aire soñador en la silla del presidente en el plató del Despacho Oval.
—Disculpe, John —le decía Gore a John Spencer, que interpreta al jefe de personal—.¿Podría hacerme un pequeño favor?
—Por supuesto.
—Voy a ponerme de espaldas al lado de la ventana y me gustaría que se acercara usted a la mesa y dijera: «Señor presidente, los jefes del Estado Mayor Conjunto quieren una respuesta».
No eran las bromas propias de un hombre que estaba preparándose para aspirar al cargo nacional.
La noche siguiente, vestido con traje y luciendo una expresión apropiadamente sobria, Gore lo hizo oficial. «He venido a acabar con esto», le dijo a Lesley Stahl. Para Gore, una revancha con Bush sería contraproducente; estaría demasiado centrada en 2000. Algunas personas de su círculo lo aceptaron, pero también dijeron que en aquel momento Bush parecía popular, e incluso imbatible. A la mañana siguiente, Katharine Seelye, una periodista que había atormentado a Gore durante la campaña en lo que este consideraba un ataque incesante a sus meteduras de pata, reales e imaginarias, declaraba en The Times que Al Gore estaba «liberado».
En el Teatro Belcourt, tras la andanada inicial de mofas hacia sí mismo, Gore pasó de alabar a la «Administración Clinton-Gore» a una crítica feroz a la de Bush. Ensayó todos los temas que le habían obsesionado durante muchos meses: la precipitada carrera hacia la guerra, la manipulación de los datos de espionaje, el recorte de las libertades, la «vergüenza» y la «traición» de Abu Ghraib y la explotación de la guerra para manipular la campaña electoral («¡Está […] utilizando la guerra! ¡Utilizando la división! ¡Fomentando el miedo!»). El nuevo aderezo del día fue una denuncia a Porter Goss, candidato de Bush a la dirección de la CIA que había atacado a John Kerry en la Cámara de Representantes. Goss, afirmaba Gore, era una elección partidista inadmisible.
Los principales discursos políticos de Gore, que han sido organizados por MoveOn.org y la American Constitution Society for Law and Policy, carecen de la pedantería que en ocasiones se filtra en su conversación. En su mayoría son presentaciones convincentes de las críticas a Bush que conocen bien los lectores de las páginas editoriales y los columnistas más liberales. Lo que les infunde una fuerza añadida es el propio orador, la autoridad de haber ganado el voto popular y sus credenciales en el Senado y la Casa Blanca en materia de política exterior, medio ambiente y proliferación nuclear.
Cuando vi a Gore pronunciar uno de esos discursos en Washington y después, al visionar los demás en cinta, estuvo menos formal y torpe que en la campaña de 2000. La sombra de las habilidades interpretativas innatas sigue cerniéndose sobre Gore (al igual que le sucede ahora a Kerry) y, aquí y allá, en un esfuerzo por mostrar pasión, Gore eleva un poco el tono hasta convertirlo en algo febril. Empieza a gritar, a sudar, a traspasar la frontera de la pasión y adentrarse en la selva de la histeria. Pero muy de vez en cuando. Por supuesto, esos momentos de sobreexcitación fueron los que más destacaron no solo en Fox, sino también en CNN, donde Soledad O’Brien informó a los espectadores con la debida objetividad de que Gore se había dado el gusto de una «diatriba» pública.
Los detractores republicanos y conservadores de Gore se mostraron feroces y burlones. Los medios informativos propiedad de Rupert Murdoch se apresuraron a presentar a Gore en sus momentos más sudorosos y a citar su lenguaje más incendiario. En el New York Post, John Podhoretz afirmaba: «Ha quedado patente que Al Gore está loco. […] Un hombre que estuvo a punto de ser presidente de Estados Unidos ha quedado reducido a la imagen de esas personas de Times Square que gritan con un megáfono sobre la justicia de Dios». David Frum, antiguo redactor de discursos de Bush, escribía sobre el «deterioro emocional» de Gore y sugería que, «por su propio bien», buscara «una habitación oscura, fresca y en silencio». Y Charles Krauthammer, un columnista de The Washington Post que en su día ejerció la psiquiatría, asistió a Special Report de Fox News Channel y ofreció un diagnóstico: «Por lo visto, Al Gore ha vuelto a dejar de tomarse el litio».
Entre los aliados de Gore, la reacción fue eminentemente positiva, pero no del todo. Uno dijo que estaba «jugando en los dos extremos», combinando «el truco de MoveOn.org» con una nueva vida en la banca de altos vuelos. «Los discursos me ponen enfermo», decía su amigo, que señalaba sobre todo el uso del gulag para describir las prisiones dirigidas por Estados Unidos. «No concibo un punto de retorno. Con esos discursos se ha vinculado a la extrema izquierda del partido. Él dirá que no es cierto, pero sí lo es.» Esa suele ser la opinión de quienes pusieron su fe en su mitad de nuevo demócrata, el Gore que se oponía al gasto deficitario y que estaba dispuesto a actuar con mano dura en Bosnia y Kosovo. Pero la mayoría de sus aliados, los más liberales y los más indulgentes, aprobaron el tono del ataque, pues consideraban que era precisamente lo que faltaba en sus discursos cuatro años atrás: claridad, convicción e incluso audacia. Eli Attie, que redactaba discursos para Gore y ahora escribe guiones para El ala oeste de la Casa Blanca, decía: «Corren tiempos virulentos, y Gore está respondiendo a ellos con un lenguaje agresivo y apasionado. Al fin y al cabo ¿qué puede perder?». Lisa Brown, que ejerció de asesora de Gore en la Casa Blanca, decía que, si bien Gore se ha desplazado a la izquierda, no cree que «haya cruzado la línea del pensamiento conspiratorio».
Cuando Gore terminó su discurso en el Belcourt, se ganó otra ovación con el público en pie. Entre bastidores, posó para algunas fotos. Tenía el cuello de la camisa empapado y la cara roja. No hacía especial calor sobre el escenario.
En el trayecto de vuelta a Belle Meade, Gore empezó a teorizar sobre las elecciones de noviembre. «Veintiocho presidentes electos se han presentado a un segundo mandato y casi ninguna de esas elecciones se ganaron por poco —afirmó—. Diez fueron derrotados y hubo dieciocho victorias. Entre las diez derrotas hay una en la que el candidato ganó el voto popular. Las excepciones son Ford y Truman, pero ninguno fue elegido en primer lugar. Y la elección de Truman se recuerda como un resultado ajustado por ese titular de prensa incorrecto, pero en realidad fueron tres o cuatro puntos, si mal no recuerdo. Todo esto implica que las elecciones son un referéndum sobre quien ocupa el cargo en ese momento. En términos de teoría de la información, los votantes disponen de tanta información sobre el titular del cargo porque han tenido cuatro años para observarlo y el oponente es una pregunta accesoria: ¿El aspirante lo hará razonablemente bien?»
Por supuesto, Gore considera que Kerry lo hará más que razonablemente bien. Ambos entraron juntos en el Senado en 1984 y compartían ciertas cualidades: seriedad intelectual, indiferencia, un pasado privilegiado y altas expectativas. No eran ni mucho menos amigos.
Cuando le pregunté a Gore por su relación, respondió: «El primer año fue… eh… competitivo. Trabajamos en ciertos asuntos de la misma manera y esa puede ser una fórmula para una relación difícil. Pero él tomó la iniciativa de acercarse a mí e identificar el hecho de que consideraba que la relación no era como podía y debía ser y me pidió que nos sentáramos a hablar de ello para crear juntos una base para una relación laboral mucho mejor. Se lo agradecí y me impresionó. A partir de entonces, casi siempre trabajamos muy bien juntos».
Hace cinco años, Kerry se preguntaba en voz alta si él o Gore debían ser el candidato del partido para suceder a Clinton.
«Se quejó de ello —comentaba Gore—. Fue sincero conmigo en ese tema. Me contó exactamente lo que pensaba. En su opinión, él era un buen candidato, podía ser su última oportunidad, podía conseguirlo y bla, bla, bla. Por mi parte, le expresé por qué consideraba que sería un error que lo hiciera y, obviamente, a mí me interesaba decir tal cosa.»
Le pregunté si, tras la impugnación, Kerry creía que Gore era un producto defectuoso por asociación.
«No lo expresó como una crítica hacia mí o hacia mis posibilidades. Más bien creía que él podía hacerlo mejor o ser un candidato más apropiado. —Gore sonrió y luego borró esa sonrisa y habló… con mucha… prudencia—. No me enfadé. Si hubiera pensado de esa manera y aprovechado esas opciones sin comentármelo, entonces quizá sí me habría molestado.» Cuando llegó el momento de que Gore eligiera a un candidato a la presidencia, su breve lista incluía a Kerry y John Edwards.
De nuevo en casa, Gore se quitó la chaqueta y la corbata y se sentó a la mesa del comedor. Dwayne sirvió un almuerzo a base de chuletas de cordero sobre un lecho de verduras aliñadas. Otro sirviente trajo grandes jarras de agua y té con hielo.
Mientras atacaba sus costillas, Gore dijo que estaba bastante convencido de que Kerry ganaría en noviembre.
«Los errores de Bush han sido espectaculares —aseguró—. La evidencia de los engaños y los cálculos equivocados se han sumado para generar en la mente de muchos la convicción cada vez mayor de que no es bueno para Estados Unidos.»
Entonces, ¿por qué los sondeos daban unos resultados tan ajustados?
«Siempre intento decirle a la gente que será muy ajustado y que es muy importante que cada uno realice su aportación, pero mi predicción es que, al final, probablemente no lo será tanto. Creo que ahora mismo la balanza se está decantando. Además, la derecha republicana ha iniciado una especie de guerra fría civil de una manera muy despiadada.»
Gore tenía un ordenador portátil abierto mientras comíamos (él y Tipper tienen Apple G4 idénticos. «¿Qué te esperabas? —preguntó ella—. Vivo con el hombre que inventó internet»). Añade a favoritos algunos medios previsibles —The Times, The Washington Post, Google News—, pero también páginas de izquierdas como mediawhoresonline.com y truthout.com. A partir de sus lecturas, en la Red y otros formatos, se ha convencido más de que, tras la caída de Goldwater en 1964 y el movimiento contra la guerra de Vietnam, los conservadores estadounidenses estaban decididos a «jugar a largo plazo» y organizarse, ideológica, económica e intelectualmente, para ganar las elecciones e iniciar una revolución conservadora. A Gore le interesa un memorándum escrito a petición del presidente de un comité de la Cámara de Comercio de Estados Unidos por un abogado de Virginia llamado Lewis F. Powell Jr. y fechado el 23 de agosto de 1971, solo dos meses antes de que Nixon nombrara a Powell para el Tribunal Supremo. El memorándum de Powell afirma que el sistema económico estadounidense está sometido a «un intenso ataque» de izquierdistas bien financiados que dominan los medios de comunicación, el sector académico e incluso algunas tribunas del mundo político. Dicho memorándum describe una batalla por la supervivencia de la empresa libre y anima a «dudar» menos y mostrar «una actitud más agresiva» en todos los frentes. Fue clasificado como «confidencial» y remitido a las cámaras de comercio y a destacados directivos de toda la nación.
Como juez del Tribunal Supremo, Powell resultó moderado, pero el movimiento conservador ayudó a sus candidatos predilectos, en especial a Ronald Reagan. Le pregunté a Gore si creía que Hillary Clinton, en pleno período Lewinsky, estuvo acertada al esgrimir el fantasma de una «gran conspiración de la derecha».
«Es difícil separar la frase de todas las declaraciones que se han generado a su alrededor —afirmó—. Representa algo que originalmente no era lo que se quería decir. La palabra “gran” es precisa; la palabra “derecha” es precisa; es la palabra “conspiración” la que quiere modificar la gente, porque para muchos implica oír algo que dudo que Hillary quisiera decir cuando la utilizó. Estoy seguro de que mi expresión “guerra fría civil” es vulnerable a malas interpretaciones aún peores.»
Gore se apresuró a distinguir a la Administración de Bush de cualquiera de sus antecesoras. En su opinión, las cosas eran mucho peores «ahora» que a mediados de la década de 1980. «La experiencia de la Administración de Reagan fue decepcionante para la derecha en muchos sentidos —comentó—. Fue satisfactorio contar con un triunfador que se ganó el corazón de tantos estadounidenses y que era tan elocuente al presentar muchas de sus ideas, pero para ellos resultó tremendamente decepcionante que se plegara mucho más a la razón de lo que ellos habrían querido. El mayor aumento de impuestos de la historia no fue el de Clinton y Gore en 1993, sino el de Reagan en 1982. Aquello les molestó mucho. Sus iniciativas sobre control armamentístico, de las cuales yo fui una parte importante, contrariaron mucho a gente como Richard Perle, un personaje muy destacado en la génesis de la política sobre Irak. Después de la experiencia con Reagan decidieron prepararse para la próxima oportunidad que tuvieran. Por tanto, serían exhaustivos e inflexibles de manera global. Entonces, cuando Gingrich y su equipo vencieron en 1994, sentaron las bases para la identificación de todos los mecanismos discretos de poder y programas, políticas, cargos y organismos que, a su juicio, debían ser transformados. […] Bush, como candidato, se limitó a estrechar la mano a esa serie de grupos unidos por el respeto a los respectivos intereses personales. Lo que tenían en común es que todos eran poderosos y perseguían una serie de objetivos contrarios al interés ciudadano.»
Gore se refrescó con un largo sorbo de té. Habíamos despachado las costillas y las verduras y nos sirvieron un sorbete de fruta en copas de cristal altas. Gore apuró el hielo y consultó el ordenador portátil. Luego empezó a hablar de la desaparición de la Unión Soviética y del viejo mundo «bipolar».
—Una consecuencia es que existe un triunfalismo emergente entre los fundamentalistas del mercado que ha asumido una actitud de infalibilidad y arrogancia que ha llevado a sus partidarios a despreciar los valores no monetizados si no encajan en su ideología.
—¿Qué falta? —le pregunté.
—Las familias, el medio ambiente, las comunidades, la belleza de la vida y las artes. Abraham Maslow, más conocido por su jerarquía de las necesidades, tenía una máxima según la cual, si la única herramienta que utilizas es un martillo, todos los problemas empiezan a parecer un clavo. Traduciéndolo a esta conversación: si la única herramienta que utilizas para medir el valor es una etiqueta o la monetización, empieza a parecer que aquellos que no son fáciles de monetizar carecen de valor. Por tanto, se esgrime un desprecio fácil, que evocan en un abrir y cerrar de ojos, hacia los abrazaárboles o la gente preocupada por el calentamiento global.
Y, sin embargo, la ideología de Bush está teñida de creencias religiosas, aventuré. No todo lleva una etiqueta de precio.
Gore frunció los labios. También baptista del Sur, se había declarado un creyente renacido, pero sin duda desdeñaba el carácter público de la fe de Bush.
—Es un tipo particular de religiosidad —señaló—. Es la versión estadounidense del mismo impulso fundamentalista que vemos en Arabia Saudí, Cachemira y religiones de todo el mundo: hindú, judía, cristiana o musulmana. Todos comparten ciertos rasgos. En un mundo de cambios desconcertantes, cuando fuerzas grandes y complejas ponen en peligro los puntos de referencia conocidos y cómodos, el impulso natural es aferrarse como si nos fuera la vida al árbol que parece tener las raíces más profundas y no cuestionar jamás la posibilidad que no vaya a ser el motivo de nuestra salvación. Y las raíces más profundas se hallan en tradiciones filosóficas y religiosas con una larga historia. No los oyes hablar demasiado del sermón de la montaña, ni de las enseñanzas de Jesús sobre compartir con los pobres o de las Bienaventuranzas. Es la venganza, el azufre del infierno.
Tipper había salido a comer con Christine, la mujer de Bob Orrall, y ahora estaban de vuelta.
Recientemente, Tipper había comprado tres matamoscas de diseño y quería enseñarlos.
—¿Matamoscas?
—Puedes atraparlas con la mano, Al, pero mira esto.
Tipper sacó tres matamoscas extraordinariamente ingeniosos y los depositó sobre la mesa del comedor.
—Eh, Christine —dijo Gore—, ¿cómo puedo buscar los cuadros de Bob en internet? Quiero enseñárselos…
Christine, una mujer mucho menos teatral que su esposo, se lo explicó. Gore tecleó la URL correcta y apareció el contenido en cuestión. No había estado tan contento en todo el día.
—Bob pinta cuadros sobre traumas infantiles y luego escribe sobre ello en el lienzo.
—Fuimos a un asesor matrimonial —contó Christine— y entonces empezó a hacer estas cosas sobre recuerdos de la infancia.
—Debió de salir más barato que la terapia —intervino Gore. —Bueno, ¡seguimos casados!
Gore dio la vuelta al ordenador portátil y fue abriendo los cuadros en la pantalla y leyendo los pies de foto. En uno de ellos se apreciaba un grupo de gente reunida en torno a un niño en un parque de atracciones. Al pie decía: «No vomites en Disneyland. Todo el mundo actúa como si hubieras infringido la ley y tus padres fingen que eres hijo de otro. Luego marcan la zona como si fuera la escena de un crimen y los encargados de limpiarla llevan trajes antirradiación. En serio. Y luego dicen: “Creo que ya hemos tenido suficiente por un día”, y vuelves a compartir cama con tus hermanos en el motel Howard Johnson».
Gore se reía a mandíbula batiente.
—Fue traumático ¿eh? —dijo, y empezó a hacer clics de nuevo sobre el portátil—. ¿Dónde está ese en que estaba tan gordo que se escondía bolígrafos en los michelines? —Y luego añadió—: Ahora se ha convertido en una fuente de ingresos para tu familia, ¿verdad?
—Lucinda Williams compró cinco —respondió Christine—. Ya sabes…
Gore la interrumpió. Se detectaba un verdadero entusiasmo en su voz, mitad sincera, mitad Mr. Goofy.
—¡Mira, cariño! ¡Salgo en la prensa!
Gore había buscado en Google su discurso en el Belcourt y en los medios aparecía una noticia. Los primeros párrafos estaban dedicados a sus críticas hacia Porter Goss.
Antes de que Christine se fuera, ella, Tipper y Al hicieron planes para el fin de semana, que incluían la posibilidad de salir a cenar e ir a escuchar música al Bluebird u otro lugar.
Gore no cesaba de mirar la pantalla del ordenador.
—Por norma general, en lo que respecta a las noticias, si eres el presidente cuentas con un equipo de prensa itinerante, y si eres el candidato del partido, también —afirmó—. Pero, con esas dos excepciones, al margen del juicio a Scott Peterson, nada, un discurso, una propuesta, algo en el discurso demócrata será noticia de ámbito nacional a menos que suceda durante un trayecto en taxi de diez minutos en el centro de Manhattan o de Washington D. C., Los Ángeles, Chicago o Saint Louis. No existe. ¿Y esto del discurso? Será un articulito de Associated Press. Eso es todo.
El único momento en que Gore trascendió los articulitos del servicio de noticias este año fue su aparición en la Convención Nacional Demócrata, celebrada en Boston a finales de julio. Gore no tenía intención de quedarse mucho tiempo. Todo indicaba que el partido, actualmente dirigido por gente que depositaba sus esperanzas en las posibilidades de John Kerry, solo estaba dispuesto a conceder a Gore un papel terciario en la convención. En lugar de recordar a los demócratas lo que podría haber sido, en lugar de despertar sentimientos de ira o arrepentimiento, parecían decididos a ocultar a Gore. Donna Brazile tenía razón: le habían dejado en la cuneta. La convención comenzó un lunes, y esa noche fue declarada «para ex» y hablaron Gore, Jimmy Carter y Bill Clinton. Pero, dado que los medios de comunicación redujeron su programación a una cobertura mínima, solo retransmitieron a Clinton. El ganador del voto popular en 2000 sería cosa de MSNBC, CNN y el canal digital de ABC. «Hemos venido a la ciudad solo por el discurso de Al y luego nos iremos de aquí —dijo Carter Eskew, que fue estratega de Gore en la última campaña—. Ya sabemos de qué va la cosa. No sé si me entiende. Este partido es de otra persona.»
«Es una época bastante emotiva —dijo el ayudante de Gore, Josh Cherwin, que rondaba los veinticinco años y había ejercido de recaudador de fondos para los demócratas—. La nueva nominación de Gore debería haber sido un momento de gloria. Por el contrario, es bastante doloroso.»
A primera hora del lunes me reuní con Gore en el Hotel Four Seasons. De camino hacia allí, leí en The Times un artículo escrito por Katharine Seelye sobre su aparición en Boston. Una vez más, se proyectaba una imagen un tanto ridícula de él.
Gore había prometido grabar un saludo en vídeo para todas las delegaciones estatales que estaban tomando un desayuno «inaugural» en salas de baile de hoteles de toda la ciudad. Él y Cherwin llegaron a la sala para la retransmisión de poca monta con cara de sueño. Para él, era de especial importancia que el discurso de la convención saliera bien, aunque no lo fuera para nadie más. Podía ser su última vez en el estrado.
Lo único que debía hacer Gore era tomar asiento, mirar a la cámara y dedicar unas bonitas palabras a los delegados, la tarea política más rutinaria que quepa imaginar. Y, sin embargo, la maquilladora se ocupó de él como si estuviera preparándolo para el primer plano inicial deEl bueno, el feo y el malo. Tras unos veinte minutos disimulándole los poros, Gore sonrió animosamente y dijo:
—Este podría ser el trabajo de maquillaje más profesional jamás realizado para una webcam.
—En realidad no es una webcam, señor —dijo alguien—. Es una videoconferencia.
—Ah. Y eso no es un botón para silenciar el sonido —respondió Gore toqueteando un interruptor que tenía delante—. Es un dispositivo de activación.
Los demás guardaron silencio con ese aire de «es muy temprano, todavía no hemos tomado el café». Sin embargo, Gore parecía desesperado por mostrarse de buen humor.
El director le pidió a Gore que probara el volumen de su micrófono. Este asintió y empezó a hablar con el típico susurro ronco de Ronald Reagan: «Damas y caballeros, en un minuto comenzaremos…».
Ninguno de los técnicos jóvenes pareció captar la referencia. En cambio, la maquilladora sí lo hizo y sonrió.
Entonces sucedió algo extraño; extraño si uno nunca ha estado en presencia de Al Gore, claro. En el mismo instante en que le pidieron que empezara hablar a la cámara, todo su cuerpo se irguió. Sonrió ligeramente… demasiado. La sonrisa casi parecía una forma de dolor. Su voz adoptó esa cadencia sureña de antaño, que pretendía resultar encantadora y reconfortante, pero que a menudo se antojaba condescendiente e irritante (uno no cesaba de oír los ecos de una vieja parodia de un debate en Saturday Night Life: «…y luego… eh… lo meteré en un… apartado postal»).
Finalmente dijo: «Estoy profundamente agradecido por la oportunidad de servicio que me han brindado». Y con esas palabras terminó. Gore se levantó del asiento y, por toda la ciudad, los delegados pudieron desayunar.
Gore y Cherwin dieron las gracias a todo el mundo y volvieron a la suite del primero. El lugar parecía un despacho donde está realizándose una apresurada tesis doctoral, suponiendo que el alumno pudiera gastarse mil dólares por noche en una habitación con vistas a Public Garden. Las papeleras rebosaban de folios arrugados. Una pared estaba cubierta de hojas que contenían apuntes tomados a vuelapluma para el discurso.
«Me he pasado casi toda la noche despierto —dijo Gore—. Siempre he tenido esa mala costumbre, pero parece que soy incapaz de evitarla.»
Sabía que el discurso de la convención no podía parecerse a los alegatos contra Bush que había lanzado por todo el país. El lenguaje debía ser más contenido; tenía que ofrecer un discurso político conciso, sin olvidar ser agradecido con Bill Clinton, rendir un extenso homenaje a John Kerry y, sobre todo, no dar munición a los equipos de respuesta republicanos. Hacer excesivas referencias a la campaña de 2000 era simplemente inadmisible.
«Estudian esos discursos de manera bastante exhaustiva —aseguró—. ¡No quieren ningún ataque contra Bush en la Convención Demócrata! Me recuerda a cuando Steve Martin estaba dando un discurso de homenaje a Paul Simon en el Kennedy Center Honors hace un par de años y dijo: “Sería fácil plantarse aquí a hablar de la inteligencia y las aptitudes de Paul Simon, pero no es el momento ni el lugar”.»
Gore se pasó otra hora saludando a amigos en el Four Seasons; el hotel era el ónfalo de la convención, el centro para políticos importantes, burócratas del partido y gente adinerada. Gore bajó en el ascensor con su hija Kristin, que trabajaba en Los Ángeles como guionista de la serie de animación Futurama y últimamente había terminado una novela gráfica sobre el mundo de la política en Washington. Al igual que su padre, Kristin Gore sanó sus heridas, al menos en parte, con el vendaje del cómic. Antes de su publicación, un entrevistador le preguntó a Kristin por qué no había escrito la novela poco después de las elecciones, y dijo que quería evitar un libro que pareciera «Sylvia Plath interpreta Washington».
Gore, que llevaba traje oscuro, y Kristin, que lucía una camiseta y pantalones cortos de deporte, se montaron en el asiento trasero de un Cadillac. El personal se metió en una minifurgoneta y la pequeña caravana de vehículos se dirigió al Fleet Center. Una vez realizadas las comprobaciones de seguridad, los Gore recorrieron una serie de pasillos y túneles traseros en dirección a los vestuarios que hacían las veces de camerino. Mientras caminábamos, Kristin respiró hondo y dijo: «Va a ser una semana extraña». Gore tenía que detenerse a cada minuto para saludar a gente. Algunos parecían encantados de verlo y otros inclinaban la cabeza en un gesto comprensivo.
«¡Esta es una semana de reencuentros!», exclamó Gore cuando una persona le besó en la mejilla.
Jim King, que durante años había sido escenógrafa de las convenciones demócratas, acompañó a Gore a la escalera que llevaba al escenario.
«¡Eh, Jim! ¿Dónde están los demás?», le preguntó Gore. Subimos las escaleras y nos adentramos en el escenario. Todavía faltaban cuatro o cinco horas para que comenzaran las actividades de la convención. Las butacas estaban prácticamente vacías. El extenso techo del Fleet Center estaba abarrotado de globos rojos, blancos y azules, todos ellos sujetos con una red. Los globos eran de John Kerry. Mientras Gore contemplaba el techo, King le dijo que tuviera cuidado con los cables y otros peligros que podían dejarlo en ridículo y romperle un tobillo.
«¿Esta es la parte de riesgos laborales?», le preguntó Gore.
Aquella noche, cuando faltaban unos minutos para las ocho, más de dos horas antes de que comenzaran los informativos, Bill Richardson, gobernador por Nuevo México, presentó al ex vicepresidente: «Un visionario, […] un luchador, […] uno de los más grandes líderes y patriotas de este país y, el día de las elecciones de 2000, el hombre al que la gente eligió para que fuera presidente de Estados Unidos».
Gore saludó sonriente y dijo: «Amigos, compañeros demócratas, conciudadanos: voy a ser cándido con ustedes. Esperaba volver aquí esta semana en otras circunstancias, presentándome a la reelección. Pero ya conocen el viejo dicho —allá vamos—. Unas veces se gana y otras se pierde. Y luego está esa tercera categoría poco conocida».
Se oyeron carcajadas en la sala.
«Esta noche no he venido aquí a hablar del pasado. Al fin y al cabo, no quiero que piensen que me paso las noches en vela contando y recontando ovejas. Prefiero concentrarme en el futuro, porque sé por experiencia que Estados Unidos es una tierra de oportunidades en la que todos los niños y las niñas tienen la posibilidad de hacerse adultos y ganar el voto popular. Lo digo en serio…»
Gore recibió una ovación de algo más de un minuto antes de pronunciar su discurso y de unos treinta segundos al finalizar. La autoparodia inicial, y después una condena directa, aunque comedida, al actual presidente y los gestos de apoyo a Kerry y su gratitud a Clinton estaban bien escritos y resultaron inofensivos para los barones de la convención. El político que en 2000 era conocido por su dramática exasperación y la torpeza con la que se presentaba a sí mismo había sido modesto, inteligente y sereno.
Daba igual. Al final de la noche, de lo único que hablaba la gente era de la deslumbrante actuación de Bill Clinton. Las televisiones habían ignorado a Gore, y la mayoría de los periódicos tan solo le dedicaron pequeños espacios. Cuando John Kerry llegó a Boston para aceptar el nombramiento, Gore ya se había ido, observándolo todo desde su salón de Nashville con unos amigos.
Al Gore no sufre de cara al público. No ensaya sus viejos resentimientos: contra los Clinton, contra la prensa, contra Katherine Harrys y Jeb Bush, contra el Tribunal Supremo, contra Ralph Nader o contra Bob Woodward («No empecemos»). Charlamos durante horas y, a la primera mención de los comicios de 2000, Gore frenó en seco. No pensaba hablar de aquello, al menos de manera concreta. «Permítame hacer una pequeña pausa. Cuando le llamé y le invité al discurso y la convención, le dije que el motivo por el cual hacía una excepción a pesar de que ahora no concedo entrevistas es porque he tenido muchas experiencias en que la premisa inicial del artículo se convierte en el extremo de una cuña para abrir un discurso mucho más amplio.» Gore hablaba con muchas pausas, que es la medida que adopta cuando quiere decir algo adecuado para su publicación. «No pretendo transmitir desconfianza […] sino un sentido de prudencia —en esto hay cierto elemento de relajación—. No quiero entrar en un diálogo sobre la campaña de 2000, porque puede que quiera tratarlo en profundidad en otro momento y lugar. Aplico un criterio distinto a la hora de decidir qué digo y qué no digo sobre la campaña de 2000, porque creo que tiene que pasar más tiempo para mí y para la mayoría de la gente que leería mis pensamientos al respecto. Creo que todavía es muy… Un 49 por ciento de la gente todavía no está preparada para oír lo que tengo que decir al respecto sin dar por sentado que no está distorsionado por motivos partidistas. […] Llegado el momento adecuado, tengo mucho que decir sobre ello. Yo también necesito más perspectiva.» El lenguaje era formal y la voz tan dolida como cautelosa. «En mi interior hay tantas cosas relacionadas con las elecciones de 2000 que, aunque más o menos sé lo que quiero decir, requiere más tiempo. Me ha llevado más tiempo darme cuenta de que debo realizar la máxima aportación posible a extraer significados más profundos de esas elecciones. Aunque puede que sea pura banalidad…»
Entre los columnistas y los profesionales de la política, Gore derrochó buena parte del capital político que le quedaba el año pasado cuando apoyó a Howard Dean para la candidatura demócrata. En aquellos días previos al Grito, Dean se antojaba el candidato más verosímil, y Gore parecía aportar las credenciales de la clase dirigente. Pero poco después del Grito, después de la caída libre, incluso el propio Dean reconocía que su candidatura había empezado a desmoronarse en el preciso instante en que recibió ese apoyo, con lo cual hizo que pareciera el beso de la muerte.
Muchos ex asesores de Gore me dijeron que creían que había respaldado a Dean porque el gobernador de Vermont estaba desarrollando el tipo de campaña —para las bases, generada en internet, resuelta— que habría querido para él en 2000. Esa interpretación «psicoanalítica», dijo Gore, era absurda. El verdadero motivo era que, por encima de todo, Dean era el único candidato que, al igual que él, manifestaba sin ambages su oposición a la guerra en Irak.
«Creo que Bush planteó una gran visión falseada —afirmó Gore—. La guerra en Irak se expuso como una gran idea. Pues fue una gran idea estúpida. E insisto, no creo que sea tonto, pero esa idea sí.»
Gore sigue siendo comprometido, serio y acreditado. Todavía resulta fácil imaginárselo como un buen presidente, aunque poco apreciado. Y, sin embargo, persiste un rasgo, y es un rasgo que comparte con George W. Bush. Es extremadamente reacio a reconocer un error, por pequeño que sea. A mitad de nuestras conversaciones en Nashville, le pregunté cuál era la mayor equivocación que había cometido en política. Guardó silencio unos momentos, hubo varias salidas en falso, volvió a hacer una pausa y rememoró que, cuatro años atrás, en la campaña tenía una respuesta preparada para esa pregunta, pero que no recordaba cuál era.
«A lo mejor fueron mis subsidios al azúcar», aventuró.
Le pregunté el motivo por el que no había alertado a su antiguo compañero de campaña, Joe Lieberman, de que respaldaría a Dean.
«A Joe lo considero un amigo —empezó Gore—. Me sabe mal haber herido sus sentimientos, y creo que algunos miembros de su campaña le convencieron de que podía ser positivo utilizarlo. Antes de anunciarlo públicamente intenté contactar con él muchas veces y no pude.»
¿Pensaba que la campaña de Lieberman había intentado beneficiarse deliberadamente del incidente?
«No lo sé a ciencia cierta, así que no lo diré. Lo único importante es que no se lo dije personalmente antes del anuncio.»
Justo antes de cenar, Gore consultó su Treo.
«Eh —dijo mientras paseábamos cerca de la piscina—. Acabo de recibir un correo electrónico sobre Jim McGreevey. Va a dimitir como gobernador de Nueva Jersey. A ver si adivinas por qué. Hagamos un test.»
Elegí la respuesta C —la correcta— y Gore me miró dos veces al más puro estilo Mack Sennett.
«¡Uau! ¿Cómo lo sabías?»
Dwayne sirvió temprano una cena para tres al aire libre: salmón ennegrecido, verdura y un buen vino blanco. Teníamos que irnos pronto. Norah Jones y su grupo daban un concierto aquella noche en la Grand Ole Opry House, más o menos a media hora de distancia. Antes de comer habíamos hablado de las dos figuras de la Administración de Bush que también habían pertenecido al círculo de Clinton y Gore: Colin Powell y George Tenet.
Gore dijo que todavía consideraba a Powell un amigo, «pero todo el mundo tiene claro que fue marginado. Como la derecha desconfiaba de sus valores e instintos, lo convirtieron en un testaferro. […] Los hemos visto [a Powell y a su mujer] en actos sociales y me cae bien y le respeto mucho, pero creo que ha sido maltratado por su Administración y que se ha dejado utilizar de manera perjudicial para él y, lo que es más importante, para el país. En mi opinión debería haber dimitido. Sin duda. Durante su presentación ante las Naciones Unidas sentí lástima varias veces. Fue una experiencia muy dolorosa de ver. […] No estoy acusándolo de amañarlo conscientemente. Creo que es mucho más complejo y hay muchos más matices.
»Pienso que lo único que comparten Powell y Tenet es una sensación de deuda personal con el presidente Bush y su familia. En ambos casos, la deuda personal influiría más a la hora de determinar sus decisiones sobre dónde debían trazar una línea y decir: “Ya basta. No puedo consentir esto”».
Comimos rápido y nos dirigimos al Cadillac. Gore conducía, y Tipper, con las indicaciones sobre el regazo, mostraba el camino. Gore contó una historia muy divertida sobre un encuentro secreto con el ex primer ministro ruso Víktor Chernomirdin («el sobrio») que declaró «confidencial por razones de seguridad nacional».
Las indicaciones de Tipper fueron impecables y Gore las siguió, una rareza en la historia de la institución conyugal. Cuando llegamos a Opryland, los Gore tenían reservado un aparcamiento.
«Ya no hay caravana de vehículos —comentó Tipper al bajarse del coche—. Solo yo.»
Habíamos llegado cinco o diez minutos antes de que empezaran los teloneros, y Gore prefirió esperar en la sombra que sentarse y tener que ser él mismo, saludar e interpretar.
Cuando bajaron las luces, nos deslizamos a nuestros asientos. Los Gore disfrutaron del concierto —ambos saben mucho sobre el rock and roll de su generación y sobre la escena actual de la música country—, pero en el descanso se acercaron varias personas que querían tiempo, que querían conectar.
«¡Norah Jones y Al Gore… la misma noche!», exclamó alguien. Luego llegó otro hombre y él y Gore se pusieron a hablar con sumo detalle sobre unos colegiales de Whitwell, Tennessee, que habían creado un monumento al Holocausto con millones de clips de papel.
Después del concierto, los Gore estaban de buen humor y se ofrecieron a enseñarme Nashville antes de dejarme en el hotel. Gore estaba planteándose incluso parar en el Bluebird si llegábamos a tiempo para el espectáculo de Bob Orrall. Pasamos junto a las oficinas musicales de la Decimosexta Avenida, las discotecas del centro, el río, el Ryman Auditorium y la tienda de discos Ernest Tubb.
Tipper se vertió un mejunje de color ámbar en las manos y se las frotó. Luego echó un poco en las manos de su marido mientras estábamos parados en un semáforo.
«Es limpiador —dijo con un tono profesional volviéndose hacia el asiento trasero—. ¿Quiere un poco? Le hemos dado la mano a mucha gente.»
Estábamos hablando de si Gore pensaba escribir un libro y le pregunté si había leído el best seller que copaba entonces las listas de no ficción. Él se echó a reír y respondió: «No he leído el libro de Clinton. ¡Me han dicho que habla mucho de la pérdida de la presidencia en su escuela elemental!».
Pasamos por delante del edificio de la Convención Baptista del Sur. Aquel mismo día, Gore me había comentado que él y Clinton solían rezar juntos en la Casa Blanca. Le pregunté a qué iglesia de Nashville iban él y Tipper.
Se hizo un silencio en el asiento delantero.
—Ahora somos ecuménicos —dijo Gore a la postre.
—Yo creo que sigo a Baba Ram Dass —apostilló Tipper entre risas.
—Podría decirse que la llegada de los predicadores fundamentalistas nos ha echado con sus políticas de derechas —añadió Gore.
Obviamente, era un detalle en un tema en general doloroso. Tennessee, que nunca ha sido especialmente liberal, había rechazado a Al Gore en 2000, una pérdida que acabó con sus sueños.
—Eso me hace preguntarme cómo salió usted elegido para el Congreso —observé.
Gore no lo negó.
—A veces yo también me lo pregunto —dijo.