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Cuando Piji y yo paseamos por las calles de Maine nos sorprenden diversas versiones de la misma pregunta: «Perdona, ¿es eso un perro?». La raza más popular de esta región ubicada en la esquina noreste de Estados Unidos, donde vivimos desde mediados de 2014, es el labrador, un tipo de perro peludo que disfruta con felicidad los climas extremos: hermosos veranos donde todo es verde y crueles inviernos donde todo se cubre de nieve. Piji es un Perro Peruano sin Pelo. El nombre de su raza es una descripción cruda de su naturaleza exterior. Quienes se atreven a tocarlo sostienen que su piel tiene la textura de los elefantes. Y es caliente. Muy caliente. Pero este rasgo que compensa su falta de pelaje no es suficiente en los duros inviernos del norte. Cuando Maine se cubre de nieve, las patas de Piji se congelan, las orejas se le caen a pedacitos y el sólo ejercicio de mear se vuelve una aventura para la cual es imprescindible vestirlo con gorro, botas y chaqueta. Su naturaleza tropical lo vuelve un ser frágil y raro a la vista. Vestido, algunos lo encuentran similar a E.T. Desnudo, los niños creen que es el duende de Harry Potter. Un amigo leñador lo llama El Chupacabras.

Durante sus primeras semanas en los Estados Unidos, Piji no fue un perro que asombraba sólo por carecer de pelo. Le habían salido granos en el lomo, estaba flaco y se le notaban las costillas. Parecía refugiado de un pasado de hambre y violencia. Los lugareños, acostumbrados a los labradores gordos y peludos, se detenían a observarlo como a una rareza rescatada de un circo. ¿De dónde venía? ¿Qué le había pasado? ¿De verdad era un perro? Piji callaba manteniendo la intriga.

La burocracia peruana no es amable con quienes andamos en dos patas. Es peor cuando tienes cuatro. A fines de junio de 2014, Piji y yo, muchachos solteros, nos preparábamos para viajar a la tierra de Pluto y Rin Tin Tin. Llamé a la aerolínea para confirmar que no hubiera problemas. Un empleado me dio la mala noticia con amabilidad. Debido al calor del verano norteamericano, la empresa no permitía que las mascotas viajaran en vuelos regulares. Los animales corrían peligro de sofocarse.

El tipo me sugirió consultar compañías de carga. Quizá alguna nave tuviera cámaras temperadas para trasladar a Piji a salvo del calor. Marqué con miedo el teléfono de una agencia de aduanas. Piji dormía enrollado en su cojín azul ajeno a su destino.

Un funcionario optimista respondió el teléfono. Su agencia era experta en trasladar animales, me dijo. Él mismo había gestionado el viaje de una perrita de competencia la semana anterior.

—¿De qué raza es su perro?
—Sin pelo.
—Uy, no –dijo después de un breve silencio–. Eso es más jodido.

Las leyes del Perú protegen a los perros sin pelo, Patrimonio nacional, como si se tratara de huacos vivientes. Un indicador de dudosa seguridad en un país donde gran parte de los huacos están abandonados o en manos de traficantes. Muchos perros sin pelo vagan sueltos en las playas del norte. Y al mismo tiempo, criadores particulares aprovechan el prestigio reciente de la raza y cultivan camadas que venden a miles de dólares. El nombre del documento que debía conseguir confundía. «Constancia de Exportación de Ejemplares de Raza Perro Sin Pelo del Perú». Exportar, dice el diccionario, consiste en vender algo en otro país. Piji y yo sólo queríamos viajar. No quería deshacerme de mi mejor amigo.

***

Poco después de que Barack Obama y su familia se mudaron a la Casa Blanca, la Asociación del Perro Peruano sin Pelo les ofreció un ejemplar como mascota. El cachorro se llamaba Machu Picchu y –según decían– era el perro ideal para las hijas del presidente de Estados Unidos. Su falta de pelo evita las alergias y las pulgas, son fáciles de asear, y no huelen a perro. Si la Casa Blanca lo aceptaba, el ofrecimiento incluía un manual de cuidados para Machu Picchu. Los migrantes humanos no llevamos manual de instrucciones, pero los países nos reciben con uno. Hace unas semanas mi suegro me obsequió la Constitución Política de Estados Unidos. Jim suele ser muy generoso, pero aquel regalo no era una muestra de cariño.

—Todas las mañanas voy a tomarte un examen –dijo entregándome el librito de tapas guindas y letras doradas–. Si no te sabes de memoria las normas, voy a llamar a LePage.

Paul LePage es el gobernador de Maine, el típico republicano que no quiere a los migrantes. ¿Mi suegro iba a llamarlo para denunciarme? No. Se trataba de una de sus clásicas bromas. Su hija mayor y yo nos casamos tres meses después de que Piji y yo llegáramos. Ahora vivimos muy cerca, en un bosque de abedules esbeltos y pinos de cuentos de hadas. El noventa por ciento del territorio de Maine está cubierto de vegetación, un escenario que no puede ser más diferente a Lima, esa ciudad emergente y desértica de diez millones de personas, donde yo solía vivir y trabajar como periodista. Pero el amor no estaba allí. Entonces migré. Esa es la historia que cuento cuando, advertido de mi exotismo, algún mainer me pregunta por qué estoy aquí y no allá. Mi migración no ha sido solo geográfica. Ser periodista freelance, sea en Maine o en Latinoamérica, no me daba dinero suficiente para vivir ni me hacía candidato a un préstamo hipotecario. Ser pinche de cocina sí.

Piji vive ajeno a estos dilemas. Él no tiene que contarle a nadie quién es, qué es, de dónde viene o por qué está aquí y no allá. (Los perros no tienen que explicarse a sí mismos). Por el contrario, su rareza invita a la fabulación. Mi suegro cree que Piji es un rey inca reencarnado. Lo llama Señor Piji, lo trata con reverencia y, cuando nadie lo observa, le da de comer trozos de carne de su propia boca. Mi suegra cree que un ser muy antiguo y sabio está atrapado en el cuerpo de este perro. Mi esposa afirma que Piji es un perro mimado, holgazán, vanidoso, que se cree persona. En el clímax de su confusión, dice A., Piji piensa que está casado conmigo. Es más, para Piji la mascota sería ella. Piji es una mezcla de cosas para mí: tiene algo de hermano, de amigo, de hijo y también de mí mismo. Se nota cuando conversamos. Le he «creado» una voz y una personalidad.

—Marco, ¿comer mosquitos es bueno?
—…
—Marco, comer mosquitos es bueno. Pruébalo.
—Qué asco, Piji.

Este Piji, el que habla, es un Piji que soy yo mismo. Un yo que juega con el misterio de su compañía. ¿Qué hay en su cabeza? ¿Qué piensa? ¿Qué siente? ¿Qué ve?

—Piji, estoy triste –le dije una mañana–. Anoche me fue mal en el trabajo.
—Marco, no estés triste. ¿Qué es estar triste? ¿Estar triste es bueno?
—…
—Marco, estar triste no es bueno. Vamos a jugar. Vamos a correr. El día está lindo.

Abrí la puerta de casa y, como siempre, lo seguí.

***

Piji y yo caminábamos en el bosque cuando un hombre armado con una escopeta vino a nuestro encuentro. Tenía una barba plomiza, cabello corto y quizá unos cuarenta años.

—Hola –gritó a la distancia–. Los estaba buscando.

No parecía un guardabosques. Vestía unos jeans gastados y una sudadera blanca. El arma se balanceaba a su paso como una advertencia. ¿Por qué alguien a quien no habíamos visto jamás nos andaba buscando? No había más gente en las cercanías. ¿Se trataba de un loco? ¿El típico serial killer americano? ¿Acaso Piji y yo íbamos a terminar cortados en pedacitos?

Piji suele ladrarles a los desconocidos, pero esta vez se mantuvo callado y quieto a mi lado, afectado por algo parecido a la sospecha. Seguíamos un pequeño sendero bajo la vegetación, que desemboca en el Cathance, un río navegable de aguas tranquilas. Aquél era mi día de descanso. Todo lo que quería era estar a solas con mi amigo.

El hombre siguió andando hasta que –según pude leer en sus ojos– decidió ser prudente y se detuvo a unos diez metros. Miraba a Piji con una mezcla de asco, miedo y curiosidad. Los tres formábamos un triángulo de western. Yo le temía al tipo y a su escopeta. El tipo le temía a Piji. Piji le temía al mundo.

—Sólo quería decirles que voy a hacer unas rondas de tiro al blanco –gritó el hombre–. No se vayan a asustar.

Luego señaló un tablero oculto entre los arbustos.

—Gracias por avisarnos –grité a mi turno y apunté a Piji–. Quizá el que se va a asustar más es él.

No sé si el hombre entendió esto como una amenaza. Se marchó con prisa.

***

El día en que iba a embarcar a Piji rumbo a Estados Unidos yo estaba tan nervioso debido a los trámites, que me ocurrió el típico gag de las comedias. Estacioné el carro frente a un lugar con nombre de parque de diversiones, Lima Cargo City, un complejo de oficinas y hangares que despachan productos a todo el mundo. Verifiqué que traía los documentos que había recabado durante un mes y bajé al encuentro del agente de aduanas encargado del traslado. Se llamaba Lucho y me esperaba en la puerta.

—¿Dónde está el perro? –me preguntó señalando mi carro vacío.

La salida del avión estaba programada para las ocho de la noche. ¿Por qué tenía que traerlo conmigo si acababa de amanecer? Pensé que sólo iba a firmar documentos y pagar el flete. Lucho me miró con cara de nopuedocreerlo.

—Estos son aviones de carga –explicó rascándose la cabeza–. Si no traes al perro en una hora, no vamos a encontrar sitio.

Esa mañana había dejado la cama deseando que el último día de Piji en el Perú fuera un buen recuerdo. Ahora estaba a punto de graduarme como idiota.

Los próximos minutos ocurrieron en cámara rápida. Maldije el tráfico de Lima, adelanté autobuses asesinos, esquivé peatones suicidas, llegué vivo a casa. Desperté a Piji y le obligué a tomar agua con tranquilizante. Preparé una lonchera para perro. Lavé la jaula de viajes que mis dos gatos habían colonizado con todos sus pelos y olores. Verifiqué una vez más los documentos y salimos. No hubo tiempo para que él se despidiera de la familia. Ni para que recorriera una vez más los parques donde había olfateado doncellas. Ni para que le dijera adiós a las playas de arena donde había desenterrado innumerables huesos de pollo, sutil indicador de las preferencias gastronómicas e higiénicas del peruano de dos patas.

No sé a cuántas oficinas y ventanillas fuimos esa mañana ni cuantas colas hice, pero recuerdo bien la narrativa del trámite. Yo, Marco Avilés, ciudadano peruano, con DNI tal y domiciliado en mi linda casita, propietario del perro peruano sin pelo que respondía al nombre de Píjiri (murciélago en machiguenga, un idioma de la selva del Perú) y que estaba valuado en cien dólares americanos, exportaba esta mercadería por vía aérea a Estados Unidos, siendo la adquiriente, ergo la nueva propietaria del can, mi señorita novia A., oriunda del gran país del norte. En otras palabras, debido a la ensalada de trámites en que se había convertido mi vida reciente, ese día dejé de ser el dueño legal de mi perro. Los trámites locales habían convertido a un perro peruano sin pelo en uno estadounidense.

Piji tenía las orejas caídas y la expresión de sácamedeacá. Montacargas y hombrecitos con cascos y botas recorrían pasillos con anaqueles gigantescos, cámaras de rayos X y fajas transportadoras. El hangar parecía un escenario de Terminator V. Lucho se perdió en los papeleos. Yo saqué a Piji de su jaula y lo acompañé a un rinconcito para que pudiera orinar. Dejó un chorro copioso cerca de un cargamento de quinua orgánica con destino a Canadá. Un pastor alemán en tránsito a Colombia nos miraba deprimido desde su jaula.

Me despedí de Piji con un beso de buena suerte. Su avión haría escala en New Jersey. Un empleado de la aerolínea lo sacaría a orinar y le daría de comer. Luego seguiría rumbo a Boston, donde A. lo estaría esperando. El viaje de mi perro sería más eficiente y rápido que el mío. Al día siguiente, yo dormitaba en la sala de espera del aeropuerto de Dallas, en el lejano Oeste, frente a un caballero que daba cuenta de una pizza de ocho tajadas, cuando A. me llamó. Acababa de recoger a nuestro perro. Estaba bien, aunque había ocurrido un pequeño accidente. Su jaula se había hecho pedazos en algún punto del camino. Piji había completado el viaje dentro de un contenedor del tamaño de un automóvil. El empleado que lo custodiaba dijo que era el perro más lindo que había visto jamás.

***

Una madrugada, a la salida del restaurante donde trabajo, en Maine, me detuve en una gasolinera para calmar mi hambre. Cogí un sándwich de pollo y medio litro de gaseosa con tal desesperación que el encargado del local me preguntó si acaso acababa de huir de la cárcel.

Todos los encierros se parecen. Pasarte doce horas picando verduras entre cuatro paredes, como es mi caso, no es tan diferente de la penitencia diaria del reo, salvo que yo puedo marcharme a dormir con mi esposa y aquél no. El encargado de la tienda tenía los cachetes inflados y cubiertos por una barba rojiza, como un Papá Noel joven. En Maine, donde se celebra el Festival Anual de Pelo Facial, tener barba es común entre los hombres de clase trabajadora. Ser lampiño, como yo, es un rasgo de exotismo.

—Un restaurante, ¿eh? –sonrió con malicia el encargado cuando le expliqué de dónde venía–. ¿Qué tal si la próxima vez me traes un poco de comida?

Muchos creen que los cocineros viven moviendo la mandíbula. Pero el mundo de la alimentación está hecho de paradojas escondidas. ¿Por qué alguien que trabaja en un restaurante se muere de hambre todas las noches? La gasolinera no era el mejor lugar para explicar este misterio y menos ante aquel empleado confianzudo.

Desperté a la mañana siguiente dispuesto a averiguar los efectos de mi desorden alimenticio. Fui a casa de mis suegros y trepé en la balanza que guardan bajo un escritorio. Piji me miraba desconcertado. Nuestra vida en común se había deshecho el día en que cambié la plácida vida de periodista por el lento purgatorio de una cocina profesional. Ahora trabajo desde el mediodía hasta la medianoche, un horario que me impide hacerme cargo de cualquier otro ser vivo. Por este motivo, y con el dolor de nuestras almas, cada inicio de semana mi esposa y yo dejamos a Piji en casa de mis suegros. Ellos lo alimentan, lo miman y lo dejan salir para que pueda orinar y cagar a sus horas. Al principio, él se paraba frente a la puerta y lloraba. Luego se acostumbró.

Esa mañana, la balanza informó que yo había perdido nueve kilos en el último mes. No haberlo notado era parte de un conjunto de olvidos generados por mi nueva rutina de trabajo: no me cortaba el pelo, no me afeitaba la pelusa de la cara, ni siquiera me podaba los pelos de la nariz. Mis días se repetían uno tras otro con el mismo argumento: levantarme, bañarme, tomar café, ir al restaurante, trabajar, parar en la gasolinera, dormir, levantarme, bañarme, ir al restaurante, parar en la gasolinera y así.

Las doce horas que paso en la cocina giran en torno a dos leyes fundamentales: 1) allí nadie se sienta jamás y 2) tener las manos desocupadas es un crimen. Por entonces, yo trataba de sobrevivir a las horas de servicio con la nerviosa voluntad del novato. Para ganar más tiempo a la hora de preparar mi arsenal de verduras picadas, adopté la mala costumbre de no almorzar. El hambre se iba durante las horas de servicio pero volvía como una maldición en cuanto salía del restaurante.

Guardé la balanza y me apuré en salir al trabajo. Piji me siguió hasta la puerta tocando mis manos con su hocico para llamar mi atención. Quería salir a correr, como solíamos hacer en otra vida. Ahora era imposible. Me agaché para abrazarlo, besé su cabeza negra y pelada y me despedí de él sin saber cuándo volveríamos a vernos. No intentó seguirme. Se sentó sobre sus patas traseras y me clavó sus ojos de perro enamorado.

***

Unas semanas más tarde mis hermanas llegaron de vacaciones trayendo consigo una despensa de chifles piuranos, maíces para tostar, cacao, panetones, quesos de Abancay, piscos acholados, inca kolas, ajíes amarillos, pancas, rocotos, entre otros manjares pe-ruanos. Parecían evangelizadores culinarios en pos de tierras paganas. Pronto entendieron que Estados Unidos es mucho más que el país de las hamburguesas, y que la mala fama de su cocina es un cliché revanchista inventado por sus detractores. Cuando menos lo esperaban, ellas disfrutaban sin culpas las papas, las langostas y los maravillosos frejoles de Maine.

Piji casi sufrió un infarto de felicidad al ver a la familia reunida y saltó durante horas alrededor. Según mi suegro, le alegraba oír nuestras conversaciones en español después de haber resistido casi un año escuchando el idioma de Rin Tin Tin. Mis hermanas lo abrazaron por turnos. A la primera oportunidad comentaron que estaba gordo. No dijeron robusto, ni macetón, ni siquiera agarradito. Exclamaron gordo, a secas.

Todo hombre ve a su perro con ojos de padre. Por eso le cuesta advertir sus defectos. Pero lo cierto es que el cambio de país nos afecta a ambos de maneras similares. Mi flacura y su gordura son una señal de lo mucho que nos cuesta encarar nuestra nueva vida de migrantes. A veces, cuando miro a Piji mirarme, le digo que el sacrificio será breve. Pronto estaremos juntos de nuevo y nos divertiremos como siempre. Pero en verdad no tengo ninguna certeza.

—Hola, ¿Dwayne?… ¿Dwayne?
—Sí, señor vicepresidente.
—¿Puede traerme un poco más de café?
—Sí, señor vicepresidente. Ahora voy.
—Gracias, Dwayne.

Eran las diez de la mañana en Nashville, un tranquilo día laborable en el que la mayoría de los vecinos se habían ido a trabajar, y Albert Gore Jr. se sentó a la cabecera de la mesa del comedor a desayunar. El plato estaba rebosante de huevos revueltos, beicon y tostadas. La taza, del tamaño de un estanque, había sido rellenada en un abrir y cerrar de ojos por Dwayne Kemp, su cocinero, un hombre hábil y elegante que fue contratado por los Gore cuando, como suele decir su jefe, «todavía trabajábamos en la Casa Blanca». Recién duchado y afeitado, Gore lucía una camisa azul oscuro y pantalones de lana grises. En los meses transcurridos desde que el 13 de diciembre de 2000 perdió la batalla electoral en Florida y cedió la presidencia a George W. Bush, Gore pareció relajarse y desapareció del mapa. Después viajó por España, Italia y Grecia durante seis semanas con Tipper, su esposa. Llevaba gafas oscuras y una gorra de béisbol bien calada. Se dejó barba de montañero y ganó peso. Cuando volvió a realizar apariciones públicas, sobre todo en las aulas, le tomó el gusto a presentarse diciendo: «Hola, soy Al Gore. Antes era el próximo presidente de Estados Unidos». La gente miraba a ese hombre voluminoso e hirsuto —un político que recientemente había obtenido 50.999.897 votos a la presidencia, más que cualquier otro demócrata en la historia, más que cualquier otro candidato en la histo ria, a excepción de Ronald Reagan en 1984, y más de medio millón de votos más que el hombre que asumió el cargo— y no sabía qué sentir ni cómo comportarse, así que cooperaban en sus elaborados menosprecios hacia su propia persona. Se reían de sus bromas, como si trataran de ayudarlo a borrar lo que todo el mundo consideraba una decepción de proporciones históricas, «el desengaño de su vida», como decía Karenna, la mayor de sus cuatro hijos.

«Ya conocen el viejo dicho —anunciaba Gore a su público—, unas veces se gana y otras se pierde. Y luego está esa tercera categoría poco conocida.»

Desde entonces, Gore se ha desprendido de la barba, pero no del peso. Todavía tiene panza. Come rápida y copiosamente y disfruta mucho haciéndolo, igual que un hombre que ya no tiene que preocuparse de parecer demasiado grueso en Larry King Live. «¿Quiere unos huevos? —me preguntó—. Dwayne es el mejor.»

Esta ha sido la primera temporada electoral en una generación en la que Al Gore no ha aspirado al cargo nacional. Se presentó a las presidenciales en 1988, cuando tenía treinta y nueve años; a la vicepresidencia, en la lista de Bill Clinton, en 1992 y 1996; y de nuevo a la presidencia en 2000. Tras decidir que una revancha contra Bush resultaría demasiado divisiva (o tal vez demasiado difícil), Gore se ha empeñado en no quedarse al margen. Por el contrario, para describir sus sentimientos utilizaba palabras como «liberado» y «libre» con gran determinación. Se había visto liberado de la carga, de la presión, del ojo de la cámara. En su casa de Nashville apenas sonaba el teléfono. No había personal de prensa en la puerta ni ayudantes a sus espaldas. Podía decir lo que quisiera y apenas había reacción alguna en los medios de comunicación. Si le apetecía llamar a George Bush «cobarde moral», si le apetecía comparar Guantánamo y Abu Ghraib con islas de un «gulag estadounidense» o a los representantes del presidente en los medios con «camisas pardas digitales», lo hacía. Sin preocupaciones, sin titubeos. Es cierto que en el Teatro Belcourt debía pronunciar un discurso a mediodía ante un grupo conocido como Music Row Democrats, pero era probable que las únicas cámaras que hubiera fuesen locales. Con sorna, resumía ese discurso en una pequeña libreta con solo dos palabras: «guerra» y «economía».

Cuando Al y Tipper Gore se hubieron recuperado de la conmoción inicial de las elecciones de 2000, gastaron 2,3 millones de dólares en la casa en la que viven ahora, un edificio colonial centenario situado en Lynwood Boulevard, en el barrio de Belle Meade, en Nashville. Todavía son propietarios de una vivienda en Arlington, Virginia —una casa construida por el abuelo de Tipper— y de una granja de treinta y seis hectáreas en Carthage, Tennessee, lugar de origen de la familia Gore; pero Arlington estaba peligrosamente cerca de Washington, y Carthage demasiado lejos para instalarse allí de manera permanente, sobre todo para Tipper. Belle Meade, que recuerda a Buckhead, en Atlanta, o a Mountain Brook, cerca de Birmingham, es un próspero reducto para empresarios y estrellas del country; alberga un barrio de extensos céspedes en pendiente, casas con magnolios y entradas para coches en la parte delantera y anexos modernos de cristal y piscinas en la parte trasera. Hace tiempo, Chet Atkins vivía allí; Leon Russell todavía lo hace. Algunos elementos de la casa, que la pareja amplió con ayuda de un arquitecto, son inequívocamente Gore: la batería de Tipper (congas incluidas) en el comedor; en las paredes, las fotografías de Al estrechándole la mano a los Clinton y a varios líderes mundiales. Hay menos libros y más televisores de los que cabría esperar. Cuando el arquitecto diseñó el anexo posterior de la casa, Gore le pidió que curvara los muros hacia dentro en dos puntos para salvar unos árboles. «Los árboles no eran nada especial o inusual —afirmó—. Simplemente, no podía soportar la idea de talarlos.» En el jardín trasero, alrededor del patio y la piscina extragrande, donde Al y Tipper hacen largos, Gore también instaló un sistema antiinsectos que pulveriza con discreción un fino rocío de crisantemos triturados desde un tronco de árbol y un muro del patio. «Los mosquitos lo odian», dijo. Otras partes de la casa son menos respetuosas con el medio ambiente. En el camino de entrada había aparcado un Cadillac negro de 2004, que conduce Gore, y en el garaje había un Mustang de 1965, que Al regaló a Tipper por San Valentín.

Gore se terminó los huevos. Se dirigió a un patio cubierto situado en un lado de la casa y se acomodó en una silla mullida. Dwayne le llevó la taza de café y se la rellenó.

Sin embargo, Gore no ha permanecido recluido en casa desde que, a finales de 2002, decidió no volver a presentarse a las elecciones. En el último año ha dado varias conferencias en Nueva York y Washington en las cuales ha criticado duramente a la Administración de Bush, pero ha respondido pocas preguntas. «Es mejor así una temporada», señaló. Ha dado conferencias por dinero en todo el mundo. Y está impartiendo cursos, principalmente sobre la intersección de la comunidad y la familia estadounidense, en la Universidad Estatal de Middle Tennessee en Murfreesboro y la Universidad Fisk en Nashville.

«Tenemos grabadas en cinta unas cuarenta horas de conferencias y clases —afirmó Gore, impávido—. Esta es su oportunidad de verlas.»

Gore está empezando a ganar mucho dinero. Es miembro de la junta directiva de Apple y asesor de Google, que acaba de pasar por una oferta pública de venta. También ha trabajado en la creación de un canal de televisión por cable y está desarrollando una empresa financiera.

«Me lo estoy pasando genial», aseguró.

En un sistema parlamentario, un candidato a primer ministro que haya perdido las elecciones suele ocupar un lugar destacado en la cámara. En Estados Unidos no funciona así. Aquí uno emprende su propio camino: da conferencias, escribe unas memorias, amasa una fortuna o busca una causa honesta. Es posible que de vez en cuando reciba la llamada de un periodista, pero no suele ocurrir. En cualquier caso, Donna Brazile, directora de campaña de Gore en 2000, decía: «Cuando terminó, el Partido Demócrata lo dejó en la cuneta» y prefirió olvidar no solo la catástrofe de Florida, sino también los tropiezos de Gore: su mutante personalidad en los tres debates con Bush; su dependencia de los asesores políticos; su incapacidad para sacar rédito de la imperecedera popularidad de Bill Clinton y su derrota en Arkansas, donde este último había sido gobernador, y más aún en Tennessee; y su decisión de no exigir un recuento inmediato en el estado de Florida. Ahora, allá donde vaya, Gore se encuentra con multitudes desesperadas con la Administración de Bush que ven en él todo lo que podría haber sido, todos los «y si…». «El desengaño de su vida.» A veces se le acerca gente que se refiere a él como «señor presidente». Algunos tratan de animarlo y le dicen:

«Sabemos que en realidad ganó usted». Algunos inclinan la cabeza y le dedican una mirada afectada de compasión, como si hubiera perdido a un familiar. No solo debe hacer frente a sus remordimientos; es siempre el espejo de los demás. Un hombre inferior habría cometido faltas peores que dejarse barba y ganar unos kilos.

Más que Franklin Roosevelt o incluso que John F. Kennedy, Gore fue educado para ser presidente. Es lo que esperaba de él su padre, Albert Gore, Sr., un senador que, según se decía, aparentaba tanta nobleza como un hombre de Estado romano. Cuando la madre de Al estaba embarazada de él, Gore padre les dijo a los directores del periódico Tennessean de Nashville que, si su mujer daba a luz un niño, no quería que la noticia quedara relegada a las páginas interiores. Cuando nació Al, el titular decía: «DE ACUERDO, SEÑOR GORE. AQUÍ ESTÁ, EN PRIMERA PLANA». Seis años después, el senador coló en The Knoxville News Sentinel la historia de que el joven Al lo había convencido de que le comprara un arco y unas flechas más caros de lo que tenían pensado. «Quizá haya otro Gore en la senda de la cumbre política —rezaba la noticia—. Solo tiene seis años. Pero, con las experiencias que acumula hasta la fecha, quién sabe qué puede ocurrir.» Cuando Gore llegó a Harvard (la única universidad en la que solicitó ingresar), informó a su clase de cuál era su máxima ambición. Su primera candidatura, que se produjo en 1988, después de haber pasado solo unos años en el Senado, no fue tanto un acto de presuntuosidad juvenil como un intento precipitado de llegar a la Casa Blanca mientras viviera su padre.

Gore tiene cincuenta y seis años. Cuando la campaña de 2000 tocó a su fin, algunos lo consolaron pidiéndole que recordara que Richard Nixon había perdido la contienda presidencial en 1960 y el cargo de gobernador de California en 1962 —informando a la prensa de que ya no podrían seguir «machacándolo»— y que luego volvió para conseguir la presidencia en 1968. Por alguna razón, cuando hoy le mencionan ese hecho, no le resulta reconfortante ni seductor. Si John Kerry gana en noviembre, probablemente supondrá el final de la carrera de Gore en la política nacional; si pierde, todavía quedarán figuras fuertes para una posible campaña en 2008, a saber, John Edwards y Hillary Clinton.

«Resumiendo, la respuesta es que dudo que vuelva a ser candidato nunca más —dijo Gore—. De verdad. La segunda parte de la respuesta es que no lo he descartado por completo. Y el tercer elemento es que no añado la segunda parte a modo de evasiva. Es simplemente para completar una respuesta honesta a la pregunta, y no cambia en absoluto la parte principal, es decir, que no creo que vaya a presentarme como candidato. Si esperara volver a serlo, probablemente no sentiría la misma libertad para tirar a matar en las conferencias. Y eso me gusta. Me resulta —y pronunció de nuevo esa palabra— liberador.» Volverse a presentar al Senado o aceptar un cargo en el gabinete, apostilló, también quedaba descartado.

Gore y una parte considerable del país están convencidos de que si en 2000 las cosas hubieran sido distintas en Florida, si los conservadores del Tribunal Supremo no hubieran superado a los liberales por un único voto, Estados Unidos no se hallaría en la tesitura actual: las portadas no describirían el caos en Irak, el déficit presupuestario récord, la retirada de numerosas iniciativas medioambientales, la disminución de las libertades civiles, el recorte en investigación con células madre y la erosión del prestigio estadounidense en el extranjero. Gore no reconoce su amargura, pero es palpable en casi todas sus conferencias; y aunque es posible que ese sentimiento en parte sea personal -¿quién podría reprochárselo?- se topa con otro sentimiento más profundo y público que la decepción en sus aspiraciones y las de su padre.

«Es un hombre que trabajó toda su vida para conseguir lo único que quería, ser presidente de Estados Unidos, y lo tuvo allí, al alcance de la mano -decía Tony Coelho, presidente de la campaña de Gore en 2000-. Tenía la sensación de que Clinton le había perjudicado, pero, no obstante, se dejó la piel y lo logró. Fue el que más votos obtuvo, con una diferencia de medio millón, pero intervino el Tribunal Supremo y se acabó. A muchos nos cuesta entender qué significa eso o cómo se siente uno. Lo cierto es que Gore es una persona de políticas, no una persona política, y sentir que estaba en la cúspide del cargo político definitivo, que podía afectar a las políticas y al mundo como nadie, y que todo quedara en nada… ¡Imagínese!»

En breve aparecería por allí un nuevo amigo de Gore, un excéntrico músico y artista visual llamado Robert Ellis Orrall, para llevarlos a él y a Tipper al Belcourt.

«Le caerá bien Bob —dijo un Gore sonriente—. Pero, se lo advierto, es muy peculiar. Está un poco loco.»

Gore pronunció esa última frase en lo que me pareció su voz de Mr. Goofy. Cuando quiere subrayar algo que ha dicho, indicar que sabe que está citando un tópico o empleando una modulación estentórea o pomposa, utiliza la voz de Mr. Goofy, adopta un semblante cómico y simula un tono más propio de un dinosaurio de la televisión. Y luego está la voz de Herr Profesor, el Gore conferenciante. Al principio no quería hablar de política, pero cuando salió el tema de la prensa, le sacó jugo y, según mis cálculos, se explayó con un discurso de veinte minutos acerca de la degradación de «la esfera pública», una expresión acuñada por el filósofo alemán Jürgen Habermas en los años sesenta (uno intenta, sin conseguirlo, imaginarse al actual presidente haciendo alusiones al autor de Conciencia moral y acción comunicativa). «Es un hombre muuuuy interesante —dijo Gore—. ¿Por qué no lo he descubierto hasta ahora?»

Es fácil entender que a Gore, a falta de un cargo público, le guste enseñar. En su respuesta ininterrumpida, mencionó el centro de estudios de imágenes cerebrales de la Universidad de Nueva York; El alfabeto contra la diosa, de Leonard Shlain; El cerebro de Broca, de Carl Sagan; un artículo de opinión del Times dedicado al declive de la lectura en Estados Unidos escrito por Andrew Solomon; la falta de investigación acerca de la relación entre el cerebro y la televisión —«No hay nada en las dendritas sobre ver la televisión»—; Gutenberg y el auge de la imprenta; el gobierno soberano de la razón en la Ilustración; el individualismo —«Un término utilizado por primera vez por Tocqueville para describir Estados Unidos en la década de 1830»—; Thomas Paine; y Benjamin Franklin. «Vale, ahora avancemos hasta el telégrafo y el fonógrafo.» De acuerdo, pero no hemos avanzado: primero estuvo Samuel Morse, que no oyó la noticia del fallecimiento de su esposa mientras pintaba un retrato —«Hay un cuadro suyo en la Casa Blanca, si mal no recuerdo»— y, por ello, decidió inventar un medio de comunicación más rápido. «Ahora avancemos de nuevo hasta Marconi… Esa sí que es una historia interesante»; el hundimiento del Titanic; David Sarnoff; el origen agrícola del término inglés broadcast; pasando por «los diecinueve centros visuales del cerebro»; un artículo sobre el «flujo» en Scientifi c American; el «reflejo orientador» en los vertebrados; el patetismo y «fracaso último» de las manifestaciones políticas como un medio para enfrentarse a la esfera pública antes mencionada —«¿En qué consisten en realidad? ¿En una multitud sosteniendo carteles con cinco palabras que a lo sumo espera que se acerque una cámara para aparecer unos segundos en televisión?»— y, por último, la tesis realizada por el propio Gore en Harvard en 1969, que trataba del efecto de la televisión en la presidencia y el auge, más o menos por aquella época, de la imagen por encima de la letra impresa como un medio para transmitir noticias. Todo para acabar hablando del canal por cable que está desarrollando.

—¿Qué tipo de canal será? —le pregunté.
—No puedo hablar de ello —respondió—. Todavía no.

De lo que sí le interesa hablar y de lo que ha hablado abiertamente y en un lenguaje que sorprende por su contraste con su antigua prudencia afectada es de los fracasos del hombre que se impuso en 2000.

—Puede hablar sin ambages —añadí.
—Estoy desenchufado —replicó él.

Minutos después llegó Robert Ellis Orrall, un hombre encantador que ronda los cincuenta años y lleva el pelo rapado y pendiente. Posee un vibrante sentido del espectáculo, en la medida en que siempre está actuando, y empezó a contar chistes en cuanto llegó. Gore parecía totalmente relajado en su presencia.

Tipper Gore, que lucía un jersey de algodón y pantalones rosa eléctrico, salió al patio a saludar a Orrall.

—¿Cómo estás, Bob?
—Bien, Tipper. Un poco nervioso. Me han pedido que presente a Al en un acto, así que tengo que pronunciar un pequeño discurso…

Los rasgos de Gore denotaron cierto atisbo de ansiedad. Orrall daba todos los indicios de ser una presencia impredecible en el escenario. Una cosa era hacer el payaso en el patio y otra presentar a un ex vicepresidente delante de varios centenares de seguidores.

—Espero que, eh… lo hayas redactado, Bob —dijo Gore.
—Lo tengo aquí —respondió Orrall palpándose el bolsillo.

Los cuatro salimos al camino y nos montamos en el coche de Orrall, un incómodo Volkswagen Golf. El ex vicepresidente abrió la puerta delantera, se encogió quisquillosamente y se embutió en el escaso espacio disponible, como si estuviera introduciéndose en un buzón. Una vez dentro, desplazó las piernas hacia arriba y a la derecha formando lo que parecía una letra del alfabeto cirílico especialmente compleja. Luego cerró muy lentamente la puerta. No hubo lesiones graves. Tipper se montó atrás.

Orrall salió del camino y puso rumbo al teatro. No había sirenas ni coches siguiéndonos, al margen del tráfico normal.

Gore sonrió y dijo:

—Bob, podrías fingir que eres del Servicio Secreto, pero tendrías que llevar un auricular en lugar de pendiente.
—Haré todo lo posible —dijo Orrall.
—¡Por favor! —intervino Mr. Goofy.

Orall interpreta papeles, y uno de ellos es Bob Something, principal compositor y cantante de un grupo absurdo llamado Mon key Bowl, que podría describirse como un cruce entre The Fugs y Ali G.

Durante el trayecto, Orrall sacó un CD de Monkey Bowl titulado Plastic Three-Fifty que incluía canciones como «Stupid Man Things», «Hip Hop the Bunny» y «Books Suck». El segundo tema del disco llevaba por título sencillamente «Al Gore».

Poco después de conocerse a través de un amigo común, Orrall le puso una de las primeras versiones de la canción. A Gore le gustó tanto que añadió un toque propio.

—Pongámosla —dijo Orrall, e introdujo el CD en el reproductor. Tras una serie de acordes de guitarra y ritmos sincopados contagiosos, Orrall se puso a cantar:

Al Gore vive en mi calle,
en el tres veintipico de Lynwood Boulevard. Y no me conoce,
pero yo le voté. ¡Sí, agujereé la tarjeta!

No sé cómo puede vivir sabiendo
que aunque ganó el voto popular
sigue viviendo en mi calle, un poco más abajo de mi casa.

Pronto, todos los ocupantes del coche se echaron a reír, tal vez Gore el que más, y Tipper se golpeteaba la rodilla con la palma de la mano al ritmo de la batería:

Una vez tuve una bici 
y era un niño y alguien me la robó 
y todavía estoy enfadado, 
lleno de ira, no puedo olvidarlo.

Tengo que ser más comprensivo, lo sé, porque, aun con el voto popular,
Al Gore vive en mi calle, un poco más abajo de mi casa.

Después de otra estrofa que contrastaba cómicamente la derrota de infancia y la autocompasión de Orrall con la histórica decepción y recuperación de Gore, el estribillo daba un giro culminante:

La vida no es justa, ya lo sé
porque, aun con el voto popular,
Al Gore vive en mi calle, un poco más abajo
de mi casa [repetición]

El presidente Gore vive en mi calle, un poco más abajo de mi casa.

Finalmente, la canción parecía tocar a su fin, pero entonces se oyó la voz del propio Gore: «Eh tío, me gusta tu canción, pero tienes que superar todo eso. ¡Este barrio es genial!».

Todos aplaudimos y Orrall siguió conduciendo.

Al cabo de un rato empezamos a hablar de Fahrenheit 9/11, la película de Michael Moore, y de los planos iniciales, que muestran la que tal vez sea la escena más dolorosa de la vida política de Gore: el día que tuvo que liderar una sesión conjunta del Congreso en su función de presidente del Senado mientras certificaba los votos del Colegio Electoral, un proceso que se vio interrumpido en repetidas ocasiones por varios miembros afroamericanos de la Cámara que intentaron, en vano, hacerse con el lugar y oponerse al procedimiento. Fue Gore, por supuesto, quien tuvo que seguir las normas del orden y enviarlos a sus asientos, al tiempo que sabía que su defensa del decoro y de la ley sería considerada una suerte de flagelación, una defensa del hombre al que despreciaba o llegaría a despreciar.

«Esa escena es increíble», dijo Orrall.

Se hizo un largo silencio y Gore respondió: «Todavía no hemos tenido la oportunidad de verla. Estábamos de vacaciones cuando la estrenaron». Por el tono de Gore, parecía que hubiese perdido la oportunidad de ver Dos colgaos muy fumaos, pero Tipper terció: «Yo no sé si podría verla».

Gore comentó que no hacía mucho había aparecido en el programa de radio de Al Franken. «Llamé desde Nashville», dijo. El invitado era Michael Moore. Franken empezó a representar su personaje del terapeuta new age Stuart Smalley y, con Gore y Moore al teléfono, dijo: «Y bien, Michael, ¿querría decirle algo al vicepresidente?».

En 2000, Moore y otros izquierdistas apoyaron la candidatura del tercer partido liderada por Ralph Nader, que cimentó su campaña en la idea de que no había diferencia entre Gore y Bush. Sin Nader en la carrera, es probable que Gore hubiera conseguido la presidencia, incluso excluyendo Florida.

«Lo sentimos mucho, Al», dijo Moore.

Gore se echó a reír al rememorar la historia. «Hice una larga pausa y dije: “¿El qué, Michael?”. Entonces dio una explicación muy complicada, diciendo que había votado en el estado de Nueva York, que no estaba en juego, y que Nader había prometido no hacer campaña en ningún estado en disputa y bla, bla, bla. Así que le dije: “Eso me parece increíblemente complicado, Michael”.» (Más tarde escuché la conversación en internet. Franken mencionaba que «no era una disculpa total» y Moore se aseguró de decirle a Gore: «Eres más liberal que hace cuatro años».) Luego Gore me dijo: «La que sí he visto es Bowling for Columbine. Agradezco lo que intenta hacer, pero antes de ver la película nunca habría imaginado que pudiera despertarme simpatías hacia Charlton Heston. Y, sin embargo, lo hizo. […] Estoy convencido de que hay algo de eso en Fahrenheit 9/11».

Orrall metió el Volkswagen en el aparcamiento del Teatro Belcourt. Alguien le indicó una plaza que había sido reservada con un cono naranja.

«¡Eh! —dijo Gore—. ¡Tenemos un cono naranja!»

Mientras los Gore entraban por una puerta lateral se encontraron con Bob Titley, uno de los cofundadores de Music Row Democrats. Nashville es un centro del sector musical, y la zona que rodea la Decimosexta Avenida, donde las principales compañías de discos y publicidad tienen sus oficinas, se llama Music Row. El negocio de la música country es mayoritariamente republicano. Pero siempre ha habido excepciones, como cuando una de las Dixie Chicks dijo el año pasado que se avergonzaba de tener a Bush como presidente. Al ser denunciadas categóricamente las Dixie Chicks, varios directivos y compositores de Nashville decidieron crear el nuevo grupo.

—¿Hay alguna razón por la que no me hayáis invitado a una de vuestras veladas de karaoke? —le preguntó Gore a Titley.
—Lo estábamos reservando para una gran noche —dijo.

Orrall subió al escenario, realizó una representación que llevaría a cabo aquella noche en un club local, el Bluebird Café, y presentó eficientemente al orador del día. «Ganó el voto popular… ¡Y vive en la misma calle que yo!» Gore, que llevaba americana y corbata, salió en medio de una gran ovación, esbozó una amplia sonrisa, saludó e hizo el numerito de la gratitud que hacen los políticos, mencionando con deleite a los amigos sentados entre el público. Últimamente había arremetido a menudo contra la Administración de Bush y conocía bien los detalles de su acusación.

Una vez que la multitud se calmó, dio las gracias a varias personas y dijo: «Hola, soy Al Gore, y fui el próximo presidente de Estados Unidos».

Todo el mundo prorrumpió en carcajadas, pero él mantuvo su ensayada inexpresividad. «A mí no me parece especialmente divertido», apostilló.

Todos rieron de nuevo. «Pónganse en mi piel. Me pasé dos años viajando en el Air Force Twoy ahora tengo que quitarme los zapatos para embarcar en un avión.

«No hace mucho, iba por la Interestatal 40 de aquí a Carthage. Conducíamos nosotros. Miré por el retrovisor y no había caravana de vehículos. ¿Han oído hablar del síndrome del miembro fantasma?» A la hora de cenar, prosiguió, en la salida de Lebanon, los Gore encontraron un Shoney’s —«un restaurante familiar barato»— y la camarera se alteró por la presencia de Tipper, se dirigió a la mesa contigua y dijo: «Ha recorrido un largo camino, ¿verdad?». Poco después, decía Gore, viajó a Nigeria en un Gulfstream V para dar una conferencia sobre energía. Durante la conferencia contó la historia de lo que había sucedido en una cena en Tennessee, y detalló lo que era un Shoney’s. En el viaje de vuelta, el avión se detuvo a repostar en las Azores. Mientras Gore esperaba en la pista, un hombre se le acercó corriendo con un mensaje urgente. «¡Señor vicepresidente! ¡Tiene que llamar a Washington!», exclamó, y le hizo entrega de una copia de un telegrama. «No sabía qué estaba pasando en Washington —dijo Gore—. Entonces caí en la cuenta: muchas cosas.»

Resultó que un periodista de Lagos se había confundido y escrito un artículo en el que afirmaba que Gore había «inaugurado un restaurante familiar de bajo coste llamado Shoney’s». Bien, dijo Gore, «más tarde recibí una carta de Bill Clinton en la que me felicitaba por el nuevo restaurante. Nos satisface celebrar los éxitos mutuos».

Gore ha disimulado su indignación por las elecciones de 2000 con una característica mezcla de aplomo impasible e ironía de la era de la información que lo distingue de los tres hombres de la historia de Estados Unidos que han compartido su peculiar destino: Andrew Jackson, Grover Cleveland y Samuel Tilden.

Cuando Jackson perdió las elecciones en 1824 frente a John Quincy Adams pese a haber ganado el voto popular, no cesó de denunciar el fraude y de clamar contra el «engaño, la corrupción y los sobornos» del sistema, por no hablar de la traición de Henry Clay, que cedió su electorado a Adams por el cargo de secretario de Estado. Cuatro años después, Jackson volvió a presentarse y ganó.

Cleveland, que aspiraba a la reelección en 1888, perdió el voto electoral ante Benjamin Harrison, pero aseguró a sus partidarios que sería redimido. «Cuidad los muebles de la Casa Blanca —le dijo su esposa, Frances, al personal—. Volveremos.» Cleveland logró su segundo mandato, y se cobró su venganza cuatro años después.

Tilden era diferente. Samuel Tilden, un demócrata de Nueva York, era un gobernador de mentalidad reformista que en 1876 planteó un magnánimo desafío a Rutherford B. Hayes. Tilden parecía el claro ganador del voto popular, pero cuando llegaron unos resultados ajustados en cuatro estados, en especial Florida, el Congreso nombró una comisión electoral especial que estaba controlada mayoritariamente por el Partido Republicano. La comisión votó siguiendo líneas partidistas para otorgar a Hayes los votos electorales en cuestión y Tilden perdió. Era considerado una persona inteligente, pero torpe y distante; fue criticado por ser demasiado débil, demasiado vacilante a la hora de retar a la comisión con la dureza necesaria. En lugar de esgrimir sus argumentos políticamente, se fue a Europa y a la postre se retiró a Graystone, su finca de Yonkers. Al sopesar su candidatura en 1880, Tilden escribió una carta en la que la rehusaba: «No hay nada que desee tanto como un despido honorable». Rara vez salía de Graystone y falleció en 1886. En la lápida de Tilden podía leerse: «Todavía confío en el pueblo».

Al Gore digirió su derrota y, en última instancia, su decisión de no participar en la carrera presidencial de 2004 de una manera que recordaba a la de Tilden. Tras la decisión del Tribunal Supremo, y una vez que Gore optó por no emprender una estrategia de «tierra quemada» para socavar la legitimidad de Bush en la prensa y en los juzgados, pronunció un discurso de claudicación el 13 de diciembre de 2000, que será recordado como una demostración de ecuanimidad y un tono casi perfectos, un discurso que exaltaba el Estado de derecho y que al parecer contribuyó sobremanera a enfriar la guerra pública y su propia rabia interior. Para escribir ese discurso, Gore se inspiró en la amarga derrota sufrida en 1970 por Al Gore padre a manos de un oponente que hacía demagogia en materia de racismo.

«En cuanto a la batalla que concluye esta noche —afirmaba—, creo, como dijo mi padre en una ocasión, que, por dura que sea la derrota, puede servir tanto como la victoria para moldear el alma y dar rienda suelta a la gloria.»

El tono de Gore era elegíaco, pero, al igual que Tilden, seguía haciendo frente a una decisión, y solo se tomaría en el seno de su familia. Incluso durante la campaña estuvo rodeado eminentemente de profesionales remunerados, no de personas fieles. Después, su círculo se fracturó y siguió su camino. A diferencia de Clinton, que podía recurrir a un gran número de amigos en busca de consejo, Gore carecía del don, o de la paciencia, para demostrar gratitud, para mantener contacto. Donna Brazile se quejaba de que jamás había recibido una nota de agradecimiento por los servicios prestados en 2000, y muchas personas que habían trabajado para Gore o que habían donado sumas importantes a la campaña relataban experiencias similares. «Trataba mal a la gente —decía Robert Bauer, uno de los ayudantes de Gore durante la batalla de Florida—. Era frío, distante, condescendiente y desagradecido. Corrían historias legendarias sobre lo desagradecido que era con la gente. Gore tiene un carácter extraño. […] Es un hombre aislado.» Otros ayudantes no se mostraban tan duros, y afirmaban que Gore era brusco y exigente, pero no desconsiderado. Sin embargo, una vez liberado del aparato y de las exigencias de una campaña política, Gore disfrutaba de sus ratos a solas, pensando, leyendo, escribiendo conferencias y navegando por internet. «Uno de los rasgos de su personalidad es su introversión —comentaba otro antiguo ayudante—. La política fue una elección profesional espantosa para él. Debería haber sido profesor universitario, científico o ingeniero. Habría sido más feliz. Tratar con los demás le resulta agotador, así que tiene problemas para conservar sus relaciones con la gente. La clásica diferencia entre un introvertido y un extrovertido es que si mandas a un introvertido a una recepción o un acto en el que haya cien personas, saldrá con menos energía de la que tenía al llegar. Un extrovertido saldrá del acto vigorizado, con más energía que al entrar. Gore necesita descansar después de un acto; Clinton se marchaba revigorizado, porque tratar con la gente era algo natural para él.»

Gore se presentó a la presidencia a la sombra de Clinton: a la sombra del talento y los errores de Clinton, sobre todo su aventura con Monica Lewinsky, el regalo supremo a la oposición republicana. Cuando quedó claro que Clinton había mentido a su mujer, a Gore y a todo el mundo, que en realidad había continuado con su aventura, la relación Clinton-Gore, que había sido más formal de lo que se publicitaba, se sumió prácticamente en el silencio. La elección de Joe Lieberman como compañero de carrera de Gore estuvo muy influida por las denuncias morales del primero contra Clinton.

«No pude convencer a Gore de que utilizara a Clinton —decía Tony Coelho, presidente de la campaña—. Gore creía firmemente que había gente que no lo apoyaría si lo hacía. Clinton solía restar importancia a sus errores. Para él, la infidelidad no era gran cosa. Para Al Gore significaba algo. Al es un marido fiel y comprometido con Tipper. Son como adolescentes enamorados, así que aquel hecho no se podía minimizar. Para él era real. Tenía la sensación de que Clinton nunca había asumido públicamente su responsabilidad. Se reunían [Clinton y Gore] porque nosotros programábamos cosas. La situación era tensa, e incluso hostil en algunos momentos. Al es una persona que prefiere ir de frente a mentir, y lo intentó con Clinton. Clinton prefería reírse y seguir adelante.»

Poco después del 11 de septiembre de 2001, Gore visitó a Clinton en Chappaqua, Nueva York. Su relación parecía haberse restablecido. Casi todos los miembros del entorno de Gore siguen creyendo que Clinton anhelaba que el vicepresidente le sucediera, pero hay quienes sospechan que no le disgustó del todo que la derrota dejara más espacio en el escenario político para Hillary en 2008. La relación entre Gore y Hillary era complicada, y a veces fría, desde hacía tiempo.

En verano de 2001, Gore había puesto fin a su silencio y lanzado una crítica pública contra la Administración de Bush con un discurso en Florida. Sin embargo, tras los atentados terroristas, declaró que Bush era su «comandante en jefe», un gesto que pretendía fomentar la unidad y no empeorar el ánimo nacional. Pero en septiembre de 2002, cuando la Administración de Bush emprendió la marcha hacia una guerra en Irak, Gore aparcó la discreción con un discurso devastador en el Commonwealth Club de San Francisco en el que el blanco fue la política exterior del gobierno. Gore, que fue uno de los pocos demócratas que en 1991 votaron a favor de la resolución del Congreso que apoyó la primera guerra del Golfo, decía ahora que la invasión de Irak encabezada por Estados Unidos socavaría el intento por desmantelar al-Qaeda y perjudicaría los lazos multilaterales necesarios para combatir el terrorismo:

Si vencemos rápidamente en una guerra contra el débil y diezmado ejército de cuarta fila de Irak y al poco tiempo abandonamos, igual que el presidente Bush ha abandonado al poco tiempo Afganistán tras derrotar a una potencia militar de quinta fila, el caos resultante podría suponer un peligro mucho mayor para Estados Unidos que el que afrontamos en la actualidad con Sadam.

El desafío de Gore para que la Casa Blanca de Bush presentara pruebas reales de un vínculo entre Sadam Husein y el 11-S, tanto en tono como en sustancia, fue más crítico que cualquier discurso pronunciado hasta la fecha por los candidatos demócratas. De repente, la posibilidad de una candidatura de Gore inundó los medios de comunicación.

«No me sorprendieron las políticas económicas de Bush, pero sí la política exterior, y creo que a él también —me dijo Gore—. La verdadera distinción de esta presidencia es que, en el fondo, es un hombre muy débil. Se proyecta como alguien increíblemente fuerte, pero de puertas para dentro es incapaz de decir no a sus principales valedores económicos y a su coalición en el Despacho Oval. Ha sido asombrosamente maleable con Cheney, Rumsfeld, Wolfowitz y toda la gente del Proyecto para el Nuevo Siglo Estadounidense. Se puso en marcha de inmediato después del 11-S. Fue demasiado débil para resistirse.

«Yo no soy de los que cuestionan su inteligencia —añadió Gore—. Hay diferentes clases de inteligencia, y es arrogante que una persona con un tipo de inteligencia cuestione a otra con otro tipo. Desde luego, es un maestro en ciertas cosas y tiene seguidores. Busca la fuerza en la simplicidad. Pero, en el mundo actual, eso a menudo es un problema. No creo que sea débil intelectualmente. Creo que no tiene curiosidad. Me asombra que se pasara una hora con su futuro secretario del Tesoro y no le hiciera una sola pregunta. Pero creo que la suya es una debilidad moral. Me parece un matón y, como todos los matones, es un cobarde cuando se enfrenta a una fuerza a la que teme. Su reacción a la lista de peticiones de grupos de interés adinerados que lo llevó a la Casa Blanca, una lista extravagante e increíblemente egoísta, es obsequiosa. El grado de obsequiosidad que implica el decir “sí, sí, sí, sí, sí” a lo que quiera esa gente por mucho que perjudique a la nación en su conjunto solo puede obedecer a una verdadera cobardía moral. No le encuentro otra explicación, porque no es una cuestión de principios. El único denominador común es que cada uno de los grupos tiene mucho dinero que está dispuesto a poner al servicio de su fortuna política y de la aplicación feroz e inflexible de políticas ciudadanas que los beneficien a ellos a expensas de la nación.»

Corría el rumor de que Gore decidiría si se enfrentaba o no a Bush antes de finales de 2002. La historia afirmará que no anunció su no candidatura el 15 de diciembre en 60 Minutes, sino un día antes, cuando apareció como presentador invitado de Saturday Night Live. En el monólogo inicial, Gore dijo: «La buena noticia de no ser presidente es que tengo los fines de semana libres. La mala, que también tengo libres los días laborables. Pero quiero dejar claro desde el principio que esta noche no volveré a discutir asuntos del pasado. Todos sabemos que hay cosas que debería haber hecho de otra manera en la campaña de 2000. Puede que a veces fuera demasiado rígido, que suspirara demasiado, y la gente decía que era excesivamente condescendiente. Por supuesto, ser condescendiente significa hablarle a la gente como si fuera tonta».

En un sketch que parodiaba su proceso de selección de un candidato a la vicepresidencia, Gore aparecía en remojo en una bañera con «Joe Lieberman». Al Franken, que interpretaba a un terapeuta de autoayuda en otro sketch, le decía a Gore sobre la época en que llevaba barba: «Creo que está bastante claro que te habías sumido en una espiral de bochorno descomunal». Y más tarde, cuando Martin Sheen le mostró el estudio de grabación de El ala oeste de la Casa Blanca, Gore se acomodó con aire soñador en la silla del presidente en el plató del Despacho Oval.

—Disculpe, John —le decía Gore a John Spencer, que interpreta al jefe de personal—.¿Podría hacerme un pequeño favor?
—Por supuesto.
—Voy a ponerme de espaldas al lado de la ventana y me gustaría que se acercara usted a la mesa y dijera: «Señor presidente, los jefes del Estado Mayor Conjunto quieren una respuesta».

No eran las bromas propias de un hombre que estaba preparándose para aspirar al cargo nacional.

La noche siguiente, vestido con traje y luciendo una expresión apropiadamente sobria, Gore lo hizo oficial. «He venido a acabar con esto», le dijo a Lesley Stahl. Para Gore, una revancha con Bush sería contraproducente; estaría demasiado centrada en 2000. Algunas personas de su círculo lo aceptaron, pero también dijeron que en aquel momento Bush parecía popular, e incluso imbatible. A la mañana siguiente, Katharine Seelye, una periodista que había atormentado a Gore durante la campaña en lo que este consideraba un ataque incesante a sus meteduras de pata, reales e imaginarias, declaraba en The Times que Al Gore estaba «liberado».

En el Teatro Belcourt, tras la andanada inicial de mofas hacia sí mismo, Gore pasó de alabar a la «Administración Clinton-Gore» a una crítica feroz a la de Bush. Ensayó todos los temas que le habían obsesionado durante muchos meses: la precipitada carrera hacia la guerra, la manipulación de los datos de espionaje, el recorte de las libertades, la «vergüenza» y la «traición» de Abu Ghraib y la explotación de la guerra para manipular la campaña electoral («¡Está […] utilizando la guerra! ¡Utilizando la división! ¡Fomentando el miedo!»). El nuevo aderezo del día fue una denuncia a Porter Goss, candidato de Bush a la dirección de la CIA que había atacado a John Kerry en la Cámara de Representantes. Goss, afirmaba Gore, era una elección partidista inadmisible.

Los principales discursos políticos de Gore, que han sido organizados por MoveOn.org y la American Constitution Society for Law and Policy, carecen de la pedantería que en ocasiones se filtra en su conversación. En su mayoría son presentaciones convincentes de las críticas a Bush que conocen bien los lectores de las páginas editoriales y los columnistas más liberales. Lo que les infunde una fuerza añadida es el propio orador, la autoridad de haber ganado el voto popular y sus credenciales en el Senado y la Casa Blanca en materia de política exterior, medio ambiente y proliferación nuclear.

Cuando vi a Gore pronunciar uno de esos discursos en Washington y después, al visionar los demás en cinta, estuvo menos formal y torpe que en la campaña de 2000. La sombra de las habilidades interpretativas innatas sigue cerniéndose sobre Gore (al igual que le sucede ahora a Kerry) y, aquí y allá, en un esfuerzo por mostrar pasión, Gore eleva un poco el tono hasta convertirlo en algo febril. Empieza a gritar, a sudar, a traspasar la frontera de la pasión y adentrarse en la selva de la histeria. Pero muy de vez en cuando. Por supuesto, esos momentos de sobreexcitación fueron los que más destacaron no solo en Fox, sino también en CNN, donde Soledad O’Brien informó a los espectadores con la debida objetividad de que Gore se había dado el gusto de una «diatriba» pública.

Los detractores republicanos y conservadores de Gore se mostraron feroces y burlones. Los medios informativos propiedad de Rupert Murdoch se apresuraron a presentar a Gore en sus momentos más sudorosos y a citar su lenguaje más incendiario. En el New York Post, John Podhoretz afirmaba: «Ha quedado patente que Al Gore está loco. […] Un hombre que estuvo a punto de ser presidente de Estados Unidos ha quedado reducido a la imagen de esas personas de Times Square que gritan con un megáfono sobre la justicia de Dios». David Frum, antiguo redactor de discursos de Bush, escribía sobre el «deterioro emocional» de Gore y sugería que, «por su propio bien», buscara «una habitación oscura, fresca y en silencio». Y Charles Krauthammer, un columnista de The Washington Post que en su día ejerció la psiquiatría, asistió a Special Report de Fox News Channel y ofreció un diagnóstico: «Por lo visto, Al Gore ha vuelto a dejar de tomarse el litio».

Entre los aliados de Gore, la reacción fue eminentemente positiva, pero no del todo. Uno dijo que estaba «jugando en los dos extremos», combinando «el truco de MoveOn.org» con una nueva vida en la banca de altos vuelos. «Los discursos me ponen enfermo», decía su amigo, que señalaba sobre todo el uso del gulag para describir las prisiones dirigidas por Estados Unidos. «No concibo un punto de retorno. Con esos discursos se ha vinculado a la extrema izquierda del partido. Él dirá que no es cierto, pero sí lo es.» Esa suele ser la opinión de quienes pusieron su fe en su mitad de nuevo demócrata, el Gore que se oponía al gasto deficitario y que estaba dispuesto a actuar con mano dura en Bosnia y Kosovo. Pero la mayoría de sus aliados, los más liberales y los más indulgentes, aprobaron el tono del ataque, pues consideraban que era precisamente lo que faltaba en sus discursos cuatro años atrás: claridad, convicción e incluso audacia. Eli Attie, que redactaba discursos para Gore y ahora escribe guiones para El ala oeste de la Casa Blanca, decía: «Corren tiempos virulentos, y Gore está respondiendo a ellos con un lenguaje agresivo y apasionado. Al fin y al cabo ¿qué puede perder?». Lisa Brown, que ejerció de asesora de Gore en la Casa Blanca, decía que, si bien Gore se ha desplazado a la izquierda, no cree que «haya cruzado la línea del pensamiento conspiratorio».

Cuando Gore terminó su discurso en el Belcourt, se ganó otra ovación con el público en pie. Entre bastidores, posó para algunas fotos. Tenía el cuello de la camisa empapado y la cara roja. No hacía especial calor sobre el escenario.

En el trayecto de vuelta a Belle Meade, Gore empezó a teorizar sobre las elecciones de noviembre. «Veintiocho presidentes electos se han presentado a un segundo mandato y casi ninguna de esas elecciones se ganaron por poco —afirmó—. Diez fueron derrotados y hubo dieciocho victorias. Entre las diez derrotas hay una en la que el candidato ganó el voto popular. Las excepciones son Ford y Truman, pero ninguno fue elegido en primer lugar. Y la elección de Truman se recuerda como un resultado ajustado por ese titular de prensa incorrecto, pero en realidad fueron tres o cuatro puntos, si mal no recuerdo. Todo esto implica que las elecciones son un referéndum sobre quien ocupa el cargo en ese momento. En términos de teoría de la información, los votantes disponen de tanta información sobre el titular del cargo porque han tenido cuatro años para observarlo y el oponente es una pregunta accesoria: ¿El aspirante lo hará razonablemente bien?»

Por supuesto, Gore considera que Kerry lo hará más que razonablemente bien. Ambos entraron juntos en el Senado en 1984 y compartían ciertas cualidades: seriedad intelectual, indiferencia, un pasado privilegiado y altas expectativas. No eran ni mucho menos amigos.

Cuando le pregunté a Gore por su relación, respondió: «El primer año fue… eh… competitivo. Trabajamos en ciertos asuntos de la misma manera y esa puede ser una fórmula para una relación difícil. Pero él tomó la iniciativa de acercarse a mí e identificar el hecho de que consideraba que la relación no era como podía y debía ser y me pidió que nos sentáramos a hablar de ello para crear juntos una base para una relación laboral mucho mejor. Se lo agradecí y me impresionó. A partir de entonces, casi siempre trabajamos muy bien juntos».

Hace cinco años, Kerry se preguntaba en voz alta si él o Gore debían ser el candidato del partido para suceder a Clinton.

«Se quejó de ello —comentaba Gore—. Fue sincero conmigo en ese tema. Me contó exactamente lo que pensaba. En su opinión, él era un buen candidato, podía ser su última oportunidad, podía conseguirlo y bla, bla, bla. Por mi parte, le expresé por qué consideraba que sería un error que lo hiciera y, obviamente, a mí me interesaba decir tal cosa.»

Le pregunté si, tras la impugnación, Kerry creía que Gore era un producto defectuoso por asociación.

«No lo expresó como una crítica hacia mí o hacia mis posibilidades. Más bien creía que él podía hacerlo mejor o ser un candidato más apropiado. —Gore sonrió y luego borró esa sonrisa y habló… con mucha… prudencia—. No me enfadé. Si hubiera pensado de esa manera y aprovechado esas opciones sin comentármelo, entonces quizá sí me habría molestado.» Cuando llegó el momento de que Gore eligiera a un candidato a la presidencia, su breve lista incluía a Kerry y John Edwards.

De nuevo en casa, Gore se quitó la chaqueta y la corbata y se sentó a la mesa del comedor. Dwayne sirvió un almuerzo a base de chuletas de cordero sobre un lecho de verduras aliñadas. Otro sirviente trajo grandes jarras de agua y té con hielo.

Mientras atacaba sus costillas, Gore dijo que estaba bastante convencido de que Kerry ganaría en noviembre.

«Los errores de Bush han sido espectaculares —aseguró—. La evidencia de los engaños y los cálculos equivocados se han sumado para generar en la mente de muchos la convicción cada vez mayor de que no es bueno para Estados Unidos.»

Entonces, ¿por qué los sondeos daban unos resultados tan ajustados?

«Siempre intento decirle a la gente que será muy ajustado y que es muy importante que cada uno realice su aportación, pero mi predicción es que, al final, probablemente no lo será tanto. Creo que ahora mismo la balanza se está decantando. Además, la derecha republicana ha iniciado una especie de guerra fría civil de una manera muy despiadada.»

Gore tenía un ordenador portátil abierto mientras comíamos (él y Tipper tienen Apple G4 idénticos. «¿Qué te esperabas? —preguntó ella—. Vivo con el hombre que inventó internet»). Añade a favoritos algunos medios previsibles —The TimesThe Washington Post, Google News—, pero también páginas de izquierdas como mediawhoresonline.com y truthout.com. A partir de sus lecturas, en la Red y otros formatos, se ha convencido más de que, tras la caída de Goldwater en 1964 y el movimiento contra la guerra de Vietnam, los conservadores estadounidenses estaban decididos a «jugar a largo plazo» y organizarse, ideológica, económica e intelectualmente, para ganar las elecciones e iniciar una revolución conservadora. A Gore le interesa un memorándum escrito a petición del presidente de un comité de la Cámara de Comercio de Estados Unidos por un abogado de Virginia llamado Lewis F. Powell Jr. y fechado el 23 de agosto de 1971, solo dos meses antes de que Nixon nombrara a Powell para el Tribunal Supremo. El memorándum de Powell afirma que el sistema económico estadounidense está sometido a «un intenso ataque» de izquierdistas bien financiados que dominan los medios de comunicación, el sector académico e incluso algunas tribunas del mundo político. Dicho memorándum describe una batalla por la supervivencia de la empresa libre y anima a «dudar» menos y mostrar «una actitud más agresiva» en todos los frentes. Fue clasificado como «confidencial» y remitido a las cámaras de comercio y a destacados directivos de toda la nación.

Como juez del Tribunal Supremo, Powell resultó moderado, pero el movimiento conservador ayudó a sus candidatos predilectos, en especial a Ronald Reagan. Le pregunté a Gore si creía que Hillary Clinton, en pleno período Lewinsky, estuvo acertada al esgrimir el fantasma de una «gran conspiración de la derecha».

«Es difícil separar la frase de todas las declaraciones que se han generado a su alrededor —afirmó—. Representa algo que originalmente no era lo que se quería decir. La palabra “gran” es precisa; la palabra “derecha” es precisa; es la palabra “conspiración” la que quiere modificar la gente, porque para muchos implica oír algo que dudo que Hillary quisiera decir cuando la utilizó. Estoy seguro de que mi expresión “guerra fría civil” es vulnerable a malas interpretaciones aún peores.»

Gore se apresuró a distinguir a la Administración de Bush de cualquiera de sus antecesoras. En su opinión, las cosas eran mucho peores «ahora» que a mediados de la década de 1980. «La experiencia de la Administración de Reagan fue decepcionante para la derecha en muchos sentidos —comentó—. Fue satisfactorio contar con un triunfador que se ganó el corazón de tantos estadounidenses y que era tan elocuente al presentar muchas de sus ideas, pero para ellos resultó tremendamente decepcionante que se plegara mucho más a la razón de lo que ellos habrían querido. El mayor aumento de impuestos de la historia no fue el de Clinton y Gore en 1993, sino el de Reagan en 1982. Aquello les molestó mucho. Sus iniciativas sobre control armamentístico, de las cuales yo fui una parte importante, contrariaron mucho a gente como Richard Perle, un personaje muy destacado en la génesis de la política sobre Irak. Después de la experiencia con Reagan decidieron prepararse para la próxima oportunidad que tuvieran. Por tanto, serían exhaustivos e inflexibles de manera global. Entonces, cuando Gingrich y su equipo vencieron en 1994, sentaron las bases para la identificación de todos los mecanismos discretos de poder y programas, políticas, cargos y organismos que, a su juicio, debían ser transformados. […] Bush, como candidato, se limitó a estrechar la mano a esa serie de grupos unidos por el respeto a los respectivos intereses personales. Lo que tenían en común es que todos eran poderosos y perseguían una serie de objetivos contrarios al interés ciudadano.»

Gore se refrescó con un largo sorbo de té. Habíamos despachado las costillas y las verduras y nos sirvieron un sorbete de fruta en copas de cristal altas. Gore apuró el hielo y consultó el ordenador portátil. Luego empezó a hablar de la desaparición de la Unión Soviética y del viejo mundo «bipolar».

—Una consecuencia es que existe un triunfalismo emergente entre los fundamentalistas del mercado que ha asumido una actitud de infalibilidad y arrogancia que ha llevado a sus partidarios a despreciar los valores no monetizados si no encajan en su ideología.

—¿Qué falta? —le pregunté.
—Las familias, el medio ambiente, las comunidades, la belleza de la vida y las artes. Abraham Maslow, más conocido por su jerarquía de las necesidades, tenía una máxima según la cual, si la única herramienta que utilizas es un martillo, todos los problemas empiezan a parecer un clavo. Traduciéndolo a esta conversación: si la única herramienta que utilizas para medir el valor es una etiqueta o la monetización, empieza a parecer que aquellos que no son fáciles de monetizar carecen de valor. Por tanto, se esgrime un desprecio fácil, que evocan en un abrir y cerrar de ojos, hacia los abrazaárboles o la gente preocupada por el calentamiento global.

Y, sin embargo, la ideología de Bush está teñida de creencias religiosas, aventuré. No todo lleva una etiqueta de precio.

Gore frunció los labios. También baptista del Sur, se había declarado un creyente renacido, pero sin duda desdeñaba el carácter público de la fe de Bush.

—Es un tipo particular de religiosidad —señaló—. Es la versión estadounidense del mismo impulso fundamentalista que vemos en Arabia Saudí, Cachemira y religiones de todo el mundo: hindú, judía, cristiana o musulmana. Todos comparten ciertos rasgos. En un mundo de cambios desconcertantes, cuando fuerzas grandes y complejas ponen en peligro los puntos de referencia conocidos y cómodos, el impulso natural es aferrarse como si nos fuera la vida al árbol que parece tener las raíces más profundas y no cuestionar jamás la posibilidad que no vaya a ser el motivo de nuestra salvación. Y las raíces más profundas se hallan en tradiciones filosóficas y religiosas con una larga historia. No los oyes hablar demasiado del sermón de la montaña, ni de las enseñanzas de Jesús sobre compartir con los pobres o de las Bienaventuranzas. Es la venganza, el azufre del infierno.

Tipper había salido a comer con Christine, la mujer de Bob Orrall, y ahora estaban de vuelta.

Recientemente, Tipper había comprado tres matamoscas de diseño y quería enseñarlos.

—¿Matamoscas?
—Puedes atraparlas con la mano, Al, pero mira esto.

Tipper sacó tres matamoscas extraordinariamente ingeniosos y los depositó sobre la mesa del comedor.

—Eh, Christine —dijo Gore—, ¿cómo puedo buscar los cuadros de Bob en internet? Quiero enseñárselos…

Christine, una mujer mucho menos teatral que su esposo, se lo explicó. Gore tecleó la URL correcta y apareció el contenido en cuestión. No había estado tan contento en todo el día.

—Bob pinta cuadros sobre traumas infantiles y luego escribe sobre ello en el lienzo.
—Fuimos a un asesor matrimonial —contó Christine— y entonces empezó a hacer estas cosas sobre recuerdos de la infancia.
—Debió de salir más barato que la terapia —intervino Gore. —Bueno, ¡seguimos casados!

Gore dio la vuelta al ordenador portátil y fue abriendo los cuadros en la pantalla y leyendo los pies de foto. En uno de ellos se apreciaba un grupo de gente reunida en torno a un niño en un parque de atracciones. Al pie decía: «No vomites en Disneyland. Todo el mundo actúa como si hubieras infringido la ley y tus padres fingen que eres hijo de otro. Luego marcan la zona como si fuera la escena de un crimen y los encargados de limpiarla llevan trajes antirradiación. En serio. Y luego dicen: “Creo que ya hemos tenido suficiente por un día”, y vuelves a compartir cama con tus hermanos en el motel Howard Johnson».

Gore se reía a mandíbula batiente.

—Fue traumático ¿eh? —dijo, y empezó a hacer clics de nuevo sobre el portátil—. ¿Dónde está ese en que estaba tan gordo que se escondía bolígrafos en los michelines? —Y luego añadió—: Ahora se ha convertido en una fuente de ingresos para tu familia, ¿verdad?
—Lucinda Williams compró cinco —respondió Christine—. Ya sabes…

Gore la interrumpió. Se detectaba un verdadero entusiasmo en su voz, mitad sincera, mitad Mr. Goofy.

—¡Mira, cariño! ¡Salgo en la prensa!

Gore había buscado en Google su discurso en el Belcourt y en los medios aparecía una noticia. Los primeros párrafos estaban dedicados a sus críticas hacia Porter Goss.

Antes de que Christine se fuera, ella, Tipper y Al hicieron planes para el fin de semana, que incluían la posibilidad de salir a cenar e ir a escuchar música al Bluebird u otro lugar.

Gore no cesaba de mirar la pantalla del ordenador.

—Por norma general, en lo que respecta a las noticias, si eres el presidente cuentas con un equipo de prensa itinerante, y si eres el candidato del partido, también —afirmó—. Pero, con esas dos excepciones, al margen del juicio a Scott Peterson, nada, un discurso, una propuesta, algo en el discurso demócrata será noticia de ámbito nacional a menos que suceda durante un trayecto en taxi de diez minutos en el centro de Manhattan o de Washington D. C., Los Ángeles, Chicago o Saint Louis. No existe. ¿Y esto del discurso? Será un articulito de Associated Press. Eso es todo.

El único momento en que Gore trascendió los articulitos del servicio de noticias este año fue su aparición en la Convención Nacional Demócrata, celebrada en Boston a finales de julio. Gore no tenía intención de quedarse mucho tiempo. Todo indicaba que el partido, actualmente dirigido por gente que depositaba sus esperanzas en las posibilidades de John Kerry, solo estaba dispuesto a conceder a Gore un papel terciario en la convención. En lugar de recordar a los demócratas lo que podría haber sido, en lugar de despertar sentimientos de ira o arrepentimiento, parecían decididos a ocultar a Gore. Donna Brazile tenía razón: le habían dejado en la cuneta. La convención comenzó un lunes, y esa noche fue declarada «para ex» y hablaron Gore, Jimmy Carter y Bill Clinton. Pero, dado que los medios de comunicación redujeron su programación a una cobertura mínima, solo retransmitieron a Clinton. El ganador del voto popular en 2000 sería cosa de MSNBC, CNN y el canal digital de ABC. «Hemos venido a la ciudad solo por el discurso de Al y luego nos iremos de aquí —dijo Carter Eskew, que fue estratega de Gore en la última campaña—. Ya sabemos de qué va la cosa. No sé si me entiende. Este partido es de otra persona.»

«Es una época bastante emotiva —dijo el ayudante de Gore, Josh Cherwin, que rondaba los veinticinco años y había ejercido de recaudador de fondos para los demócratas—. La nueva nominación de Gore debería haber sido un momento de gloria. Por el contrario, es bastante doloroso.»

A primera hora del lunes me reuní con Gore en el Hotel Four Seasons. De camino hacia allí, leí en The Times un artículo escrito por Katharine Seelye sobre su aparición en Boston. Una vez más, se proyectaba una imagen un tanto ridícula de él.

Gore había prometido grabar un saludo en vídeo para todas las delegaciones estatales que estaban tomando un desayuno «inaugural» en salas de baile de hoteles de toda la ciudad. Él y Cherwin llegaron a la sala para la retransmisión de poca monta con cara de sueño. Para él, era de especial importancia que el discurso de la convención saliera bien, aunque no lo fuera para nadie más. Podía ser su última vez en el estrado.

Lo único que debía hacer Gore era tomar asiento, mirar a la cámara y dedicar unas bonitas palabras a los delegados, la tarea política más rutinaria que quepa imaginar. Y, sin embargo, la maquilladora se ocupó de él como si estuviera preparándolo para el primer plano inicial deEl bueno, el feo y el malo. Tras unos veinte minutos disimulándole los poros, Gore sonrió animosamente y dijo:

—Este podría ser el trabajo de maquillaje más profesional jamás realizado para una webcam.
—En realidad no es una webcam, señor —dijo alguien—. Es una videoconferencia.
—Ah. Y eso no es un botón para silenciar el sonido —respondió Gore toqueteando un interruptor que tenía delante—. Es un dispositivo de activación.

Los demás guardaron silencio con ese aire de «es muy temprano, todavía no hemos tomado el café». Sin embargo, Gore parecía desesperado por mostrarse de buen humor.

El director le pidió a Gore que probara el volumen de su micrófono. Este asintió y empezó a hablar con el típico susurro ronco de Ronald Reagan: «Damas y caballeros, en un minuto comenzaremos…».

Ninguno de los técnicos jóvenes pareció captar la referencia. En cambio, la maquilladora sí lo hizo y sonrió.

Entonces sucedió algo extraño; extraño si uno nunca ha estado en presencia de Al Gore, claro. En el mismo instante en que le pidieron que empezara hablar a la cámara, todo su cuerpo se irguió. Sonrió ligeramente… demasiado. La sonrisa casi parecía una forma de dolor. Su voz adoptó esa cadencia sureña de antaño, que pretendía resultar encantadora y reconfortante, pero que a menudo se antojaba condescendiente e irritante (uno no cesaba de oír los ecos de una vieja parodia de un debate en Saturday Night Life: «…y luego… eh… lo meteré en un… apartado postal»).

Finalmente dijo: «Estoy profundamente agradecido por la oportunidad de servicio que me han brindado». Y con esas palabras terminó. Gore se levantó del asiento y, por toda la ciudad, los delegados pudieron desayunar.

Gore y Cherwin dieron las gracias a todo el mundo y volvieron a la suite del primero. El lugar parecía un despacho donde está realizándose una apresurada tesis doctoral, suponiendo que el alumno pudiera gastarse mil dólares por noche en una habitación con vistas a Public Garden. Las papeleras rebosaban de folios arrugados. Una pared estaba cubierta de hojas que contenían apuntes tomados a vuelapluma para el discurso.

«Me he pasado casi toda la noche despierto —dijo Gore—. Siempre he tenido esa mala costumbre, pero parece que soy incapaz de evitarla.»

Sabía que el discurso de la convención no podía parecerse a los alegatos contra Bush que había lanzado por todo el país. El lenguaje debía ser más contenido; tenía que ofrecer un discurso político conciso, sin olvidar ser agradecido con Bill Clinton, rendir un extenso homenaje a John Kerry y, sobre todo, no dar munición a los equipos de respuesta republicanos. Hacer excesivas referencias a la campaña de 2000 era simplemente inadmisible.

«Estudian esos discursos de manera bastante exhaustiva —aseguró—. ¡No quieren ningún ataque contra Bush en la Convención Demócrata! Me recuerda a cuando Steve Martin estaba dando un discurso de homenaje a Paul Simon en el Kennedy Center Honors hace un par de años y dijo: “Sería fácil plantarse aquí a hablar de la inteligencia y las aptitudes de Paul Simon, pero no es el momento ni el lugar”.»

Gore se pasó otra hora saludando a amigos en el Four Seasons; el hotel era el ónfalo de la convención, el centro para políticos importantes, burócratas del partido y gente adinerada. Gore bajó en el ascensor con su hija Kristin, que trabajaba en Los Ángeles como guionista de la serie de animación Futurama y últimamente había terminado una novela gráfica sobre el mundo de la política en Washington. Al igual que su padre, Kristin Gore sanó sus heridas, al menos en parte, con el vendaje del cómic. Antes de su publicación, un entrevistador le preguntó a Kristin por qué no había escrito la novela poco después de las elecciones, y dijo que quería evitar un libro que pareciera «Sylvia Plath interpreta Washington».

Gore, que llevaba traje oscuro, y Kristin, que lucía una camiseta y pantalones cortos de deporte, se montaron en el asiento trasero de un Cadillac. El personal se metió en una minifurgoneta y la pequeña caravana de vehículos se dirigió al Fleet Center. Una vez realizadas las comprobaciones de seguridad, los Gore recorrieron una serie de pasillos y túneles traseros en dirección a los vestuarios que hacían las veces de camerino. Mientras caminábamos, Kristin respiró hondo y dijo: «Va a ser una semana extraña». Gore tenía que detenerse a cada minuto para saludar a gente. Algunos parecían encantados de verlo y otros inclinaban la cabeza en un gesto comprensivo.

«¡Esta es una semana de reencuentros!», exclamó Gore cuando una persona le besó en la mejilla.

Jim King, que durante años había sido escenógrafa de las convenciones demócratas, acompañó a Gore a la escalera que llevaba al escenario.

«¡Eh, Jim! ¿Dónde están los demás?», le preguntó Gore. Subimos las escaleras y nos adentramos en el escenario. Todavía faltaban cuatro o cinco horas para que comenzaran las actividades de la convención. Las butacas estaban prácticamente vacías. El extenso techo del Fleet Center estaba abarrotado de globos rojos, blancos y azules, todos ellos sujetos con una red. Los globos eran de John Kerry. Mientras Gore contemplaba el techo, King le dijo que tuviera cuidado con los cables y otros peligros que podían dejarlo en ridículo y romperle un tobillo.

«¿Esta es la parte de riesgos laborales?», le preguntó Gore.

Aquella noche, cuando faltaban unos minutos para las ocho, más de dos horas antes de que comenzaran los informativos, Bill Richardson, gobernador por Nuevo México, presentó al ex vicepresidente: «Un visionario, […] un luchador, […] uno de los más grandes líderes y patriotas de este país y, el día de las elecciones de 2000, el hombre al que la gente eligió para que fuera presidente de Estados Unidos».

Gore saludó sonriente y dijo: «Amigos, compañeros demócratas, conciudadanos: voy a ser cándido con ustedes. Esperaba volver aquí esta semana en otras circunstancias, presentándome a la reelección. Pero ya conocen el viejo dicho —allá vamos—. Unas veces se gana y otras se pierde. Y luego está esa tercera categoría poco conocida».

Se oyeron carcajadas en la sala.

«Esta noche no he venido aquí a hablar del pasado. Al fin y al cabo, no quiero que piensen que me paso las noches en vela contando y recontando ovejas. Prefiero concentrarme en el futuro, porque sé por experiencia que Estados Unidos es una tierra de oportunidades en la que todos los niños y las niñas tienen la posibilidad de hacerse adultos y ganar el voto popular. Lo digo en serio…»

Gore recibió una ovación de algo más de un minuto antes de pronunciar su discurso y de unos treinta segundos al finalizar. La autoparodia inicial, y después una condena directa, aunque comedida, al actual presidente y los gestos de apoyo a Kerry y su gratitud a Clinton estaban bien escritos y resultaron inofensivos para los barones de la convención. El político que en 2000 era conocido por su dramática exasperación y la torpeza con la que se presentaba a sí mismo había sido modesto, inteligente y sereno.

Daba igual. Al final de la noche, de lo único que hablaba la gente era de la deslumbrante actuación de Bill Clinton. Las televisiones habían ignorado a Gore, y la mayoría de los periódicos tan solo le dedicaron pequeños espacios. Cuando John Kerry llegó a Boston para aceptar el nombramiento, Gore ya se había ido, observándolo todo desde su salón de Nashville con unos amigos.

Al Gore no sufre de cara al público. No ensaya sus viejos resentimientos: contra los Clinton, contra la prensa, contra Katherine Harrys y Jeb Bush, contra el Tribunal Supremo, contra Ralph Nader o contra Bob Woodward («No empecemos»). Charlamos durante horas y, a la primera mención de los comicios de 2000, Gore frenó en seco. No pensaba hablar de aquello, al menos de manera concreta. «Permítame hacer una pequeña pausa. Cuando le llamé y le invité al discurso y la convención, le dije que el motivo por el cual hacía una excepción a pesar de que ahora no concedo entrevistas es porque he tenido muchas experiencias en que la premisa inicial del artículo se convierte en el extremo de una cuña para abrir un discurso mucho más amplio.» Gore hablaba con muchas pausas, que es la medida que adopta cuando quiere decir algo adecuado para su publicación. «No pretendo transmitir desconfianza […] sino un sentido de prudencia —en esto hay cierto elemento de relajación—. No quiero entrar en un diálogo sobre la campaña de 2000, porque puede que quiera tratarlo en profundidad en otro momento y lugar. Aplico un criterio distinto a la hora de decidir qué digo y qué no digo sobre la campaña de 2000, porque creo que tiene que pasar más tiempo para mí y para la mayoría de la gente que leería mis pensamientos al respecto. Creo que todavía es muy… Un 49 por ciento de la gente todavía no está preparada para oír lo que tengo que decir al respecto sin dar por sentado que no está distorsionado por motivos partidistas. […] Llegado el momento adecuado, tengo mucho que decir sobre ello. Yo también necesito más perspectiva.» El lenguaje era formal y la voz tan dolida como cautelosa. «En mi interior hay tantas cosas relacionadas con las elecciones de 2000 que, aunque más o menos sé lo que quiero decir, requiere más tiempo. Me ha llevado más tiempo darme cuenta de que debo realizar la máxima aportación posible a extraer significados más profundos de esas elecciones. Aunque puede que sea pura banalidad…»

Entre los columnistas y los profesionales de la política, Gore derrochó buena parte del capital político que le quedaba el año pasado cuando apoyó a Howard Dean para la candidatura demócrata. En aquellos días previos al Grito, Dean se antojaba el candidato más verosímil, y Gore parecía aportar las credenciales de la clase dirigente. Pero poco después del Grito, después de la caída libre, incluso el propio Dean reconocía que su candidatura había empezado a desmoronarse en el preciso instante en que recibió ese apoyo, con lo cual hizo que pareciera el beso de la muerte.

Muchos ex asesores de Gore me dijeron que creían que había respaldado a Dean porque el gobernador de Vermont estaba desarrollando el tipo de campaña —para las bases, generada en internet, resuelta— que habría querido para él en 2000. Esa interpretación «psicoanalítica», dijo Gore, era absurda. El verdadero motivo era que, por encima de todo, Dean era el único candidato que, al igual que él, manifestaba sin ambages su oposición a la guerra en Irak.

«Creo que Bush planteó una gran visión falseada —afirmó Gore—. La guerra en Irak se expuso como una gran idea. Pues fue una gran idea estúpida. E insisto, no creo que sea tonto, pero esa idea sí.»

Gore sigue siendo comprometido, serio y acreditado. Todavía resulta fácil imaginárselo como un buen presidente, aunque poco apreciado. Y, sin embargo, persiste un rasgo, y es un rasgo que comparte con George W. Bush. Es extremadamente reacio a reconocer un error, por pequeño que sea. A mitad de nuestras conversaciones en Nashville, le pregunté cuál era la mayor equivocación que había cometido en política. Guardó silencio unos momentos, hubo varias salidas en falso, volvió a hacer una pausa y rememoró que, cuatro años atrás, en la campaña tenía una respuesta preparada para esa pregunta, pero que no recordaba cuál era.

«A lo mejor fueron mis subsidios al azúcar», aventuró.

Le pregunté el motivo por el que no había alertado a su antiguo compañero de campaña, Joe Lieberman, de que respaldaría a Dean.

«A Joe lo considero un amigo —empezó Gore—. Me sabe mal haber herido sus sentimientos, y creo que algunos miembros de su campaña le convencieron de que podía ser positivo utilizarlo. Antes de anunciarlo públicamente intenté contactar con él muchas veces y no pude.»

¿Pensaba que la campaña de Lieberman había intentado beneficiarse deliberadamente del incidente?

«No lo sé a ciencia cierta, así que no lo diré. Lo único importante es que no se lo dije personalmente antes del anuncio.»

Justo antes de cenar, Gore consultó su Treo.

«Eh —dijo mientras paseábamos cerca de la piscina—. Acabo de recibir un correo electrónico sobre Jim McGreevey. Va a dimitir como gobernador de Nueva Jersey. A ver si adivinas por qué. Hagamos un test.»

Elegí la respuesta C —la correcta— y Gore me miró dos veces al más puro estilo Mack Sennett.

«¡Uau! ¿Cómo lo sabías?»

Dwayne sirvió temprano una cena para tres al aire libre: salmón ennegrecido, verdura y un buen vino blanco. Teníamos que irnos pronto. Norah Jones y su grupo daban un concierto aquella noche en la Grand Ole Opry House, más o menos a media hora de distancia. Antes de comer habíamos hablado de las dos figuras de la Administración de Bush que también habían pertenecido al círculo de Clinton y Gore: Colin Powell y George Tenet.

Gore dijo que todavía consideraba a Powell un amigo, «pero todo el mundo tiene claro que fue marginado. Como la derecha desconfiaba de sus valores e instintos, lo convirtieron en un testaferro. […] Los hemos visto [a Powell y a su mujer] en actos sociales y me cae bien y le respeto mucho, pero creo que ha sido maltratado por su Administración y que se ha dejado utilizar de manera perjudicial para él y, lo que es más importante, para el país. En mi opinión debería haber dimitido. Sin duda. Durante su presentación ante las Naciones Unidas sentí lástima varias veces. Fue una experiencia muy dolorosa de ver. […] No estoy acusándolo de amañarlo conscientemente. Creo que es mucho más complejo y hay muchos más matices.

»Pienso que lo único que comparten Powell y Tenet es una sensación de deuda personal con el presidente Bush y su familia. En ambos casos, la deuda personal influiría más a la hora de determinar sus decisiones sobre dónde debían trazar una línea y decir: “Ya basta. No puedo consentir esto”».

Comimos rápido y nos dirigimos al Cadillac. Gore conducía, y Tipper, con las indicaciones sobre el regazo, mostraba el camino. Gore contó una historia muy divertida sobre un encuentro secreto con el ex primer ministro ruso Víktor Chernomirdin («el sobrio») que declaró «confidencial por razones de seguridad nacional».

Las indicaciones de Tipper fueron impecables y Gore las siguió, una rareza en la historia de la institución conyugal. Cuando llegamos a Opryland, los Gore tenían reservado un aparcamiento.

«Ya no hay caravana de vehículos —comentó Tipper al bajarse del coche—. Solo yo.»

Habíamos llegado cinco o diez minutos antes de que empezaran los teloneros, y Gore prefirió esperar en la sombra que sentarse y tener que ser él mismo, saludar e interpretar.

Cuando bajaron las luces, nos deslizamos a nuestros asientos. Los Gore disfrutaron del concierto —ambos saben mucho sobre el rock and roll de su generación y sobre la escena actual de la música country—, pero en el descanso se acercaron varias personas que querían tiempo, que querían conectar.

«¡Norah Jones y Al Gore… la misma noche!», exclamó alguien. Luego llegó otro hombre y él y Gore se pusieron a hablar con sumo detalle sobre unos colegiales de Whitwell, Tennessee, que habían creado un monumento al Holocausto con millones de clips de papel.

Después del concierto, los Gore estaban de buen humor y se ofrecieron a enseñarme Nashville antes de dejarme en el hotel. Gore estaba planteándose incluso parar en el Bluebird si llegábamos a tiempo para el espectáculo de Bob Orrall. Pasamos junto a las oficinas musicales de la Decimosexta Avenida, las discotecas del centro, el río, el Ryman Auditorium y la tienda de discos Ernest Tubb.

Tipper se vertió un mejunje de color ámbar en las manos y se las frotó. Luego echó un poco en las manos de su marido mientras estábamos parados en un semáforo.

«Es limpiador —dijo con un tono profesional volviéndose hacia el asiento trasero—. ¿Quiere un poco? Le hemos dado la mano a mucha gente.»

Estábamos hablando de si Gore pensaba escribir un libro y le pregunté si había leído el best seller que copaba entonces las listas de no ficción. Él se echó a reír y respondió: «No he leído el libro de Clinton. ¡Me han dicho que habla mucho de la pérdida de la presidencia en su escuela elemental!».

Pasamos por delante del edificio de la Convención Baptista del Sur. Aquel mismo día, Gore me había comentado que él y Clinton solían rezar juntos en la Casa Blanca. Le pregunté a qué iglesia de Nashville iban él y Tipper.

Se hizo un silencio en el asiento delantero.

—Ahora somos ecuménicos —dijo Gore a la postre.
—Yo creo que sigo a Baba Ram Dass —apostilló Tipper entre risas.
—Podría decirse que la llegada de los predicadores fundamentalistas nos ha echado con sus políticas de derechas —añadió Gore.

Obviamente, era un detalle en un tema en general doloroso. Tennessee, que nunca ha sido especialmente liberal, había rechazado a Al Gore en 2000, una pérdida que acabó con sus sueños.

—Eso me hace preguntarme cómo salió usted elegido para el Congreso —observé.

Gore no lo negó.
—A veces yo también me lo pregunto —dijo.

Cuando a Misty Copeland se le caen las llaves de su apartamento en el Upper West Side de Nueva York, las levanta sin doblar las rodillas, con el dedo índice y pulgar, como si se tratara de un cristal. Todos los días, en la estación del metro de Lincoln Center, la más cercana de donde vive, Misty Copeland se cuida de no perder su postura cuando desciende al subterráneo: elevada sobre unos empinados tacones de aguja del diseñador francés Christian Loboutin, la bailarina de ballet mide cada paso para evitar que la gente se dé cuenta de que sus piernas son más cortas de lo que ella quisiera.

Erguida, cuida las líneas y los ángulos que forman sus brazos respecto a su cabeza y su espalda, como si en todo momento se encontrara sobre un escenario. Misty Copeland duerme con las piernas abiertas y las rodillas recogidas hacia afuera, como una rana boca abajo a punto de impulsarse mientras nada. No come grasas ni azúcares. Nunca se maquilla cuando va a un ensayo. Baila ballet entre nueve y diez horas diarias desde hace unos veinte años, y, cuando no ensaya ni da clases ni se presenta en un espectáculo, ayuna ciertos días para eliminar las toxinas y el peso que cree haber aumentado. Acababa el verano en Nueva York, y la bailarina negra debía empezar a prepararse para bailar por primera vez el papel del cisne blanco en EL LAGO DE LOS CISNES, quizá el personaje más célebre de la historia del ballet. Hasta donde ella sabía, en los cerca de cuatrocientos años de historia del ballet clásico, sólo una bailarina negra del Houston Ballet, una compañía menor, lo había hecho sin mayor éxito. «Hay algo acerca de ese ballet que hace que la gente imagine a una mujer rusa, extremadamente alta como el cisne», dijo en una aparición en el TODAY SHOW, un programa matutino de la cadena NBC que tiene más de cinco millones de televidentes. «La gente no imagina a una mujer afro-americana como una bailarina porque cree que no somos delicadas ni femeninas. Nos ven como fuertes y agresivas». Era su papel más inesperado después de casi veinte años de andar en puntas de pies y Misty Copeland estaba con los nervios en punta.

Fuera de los círculos elitistas del ballet, es raro encontrar a alguien que pueda nombrar a un bailarín que no sea Baryshnikov, Nureyev o Julio Bocca, o a una bailarina que no sea Anna Pavlova, Suzanne Farrell o Alicia Alonso. Hoy la afroamericana Misty Copeland es un fenómeno que es la imagen de Under Armour, una marca de ropa deportiva cuyo video promocional ha sido visto más de siete millones de veces. Es la imagen de Blackberry y los cosméticos Proactiv. Es miembro del Consejo del Presidente Barack Obama sobre Forma Física y Deportes. New Line Cinema, la productora independiente detrás de la trilogía de EL SEÑOR DE LOS ANILLOS, prepara una película sobre su vida. Baila en los videos y conciertos de Prince, el cantante de Purple Rain. Este año tendrá su propio show en el canal estadounidense Oxygen. Perfiles sobre ella han aparecido en revistas prestigiosas como THE NEW YORKER y programas televisivos como FOX NEWS. La mayoría ve al ballet como un arte anticuado, una disciplina inútil que pertenece a un pasado de nobles y cortesanos, un espectáculo aburrido que sobrevive por unos cuantos snobs. «No entiendo nada sobre ballet», escribió el ruso Chejov. «Lo único que sé es que durante los intervalos las bailarinas apestan como caballos». Hoy la popularidad de Misty Copeland se compara con la de Baryshnikov, la última gran estrella del ballet mundial, pero entre los estadounidenses ella ya la trasciende. La pregunta es qué ha hecho para merecerla: si sus compañeras bailaban diez horas al día, Misty Copeland intentaba bailar doce; si las demás tardaron cuatro años en presentarse frente a un público en puntas de pie, ella lo hizo en uno. Si las demás eran capaces de bailar con músculos lesionados, ella bailaba con huesos agrietados. Pero esa no es toda la historia. «Es la bailarina afroamericana más importante en este momento», me dijo Alastair Macaulay, el crítico de danza de THE NEW YORK TIMES. El calificativo no puede pasarse por alto. Al igual que un cisne negro, Misty Copeland sobresale por su apariencia y su atipicidad.

—Yo no elegí el ballet —me dijo por Skype desde Los Ángeles, cuando era jueza de SO YOU THINK YOU CAN DANCE, un reality show—. El ballet me eligió a mí.

Como toda aspirante a bailarina de ballet, Misty Copeland empezó junto a un espejo y una barra de madera. Parada con niñas entre los cuatro y los doce años, todas repetían el mismo ejercicio: pararse sobre una pierna, estirar y subir la otra hasta la altura de sus frentes y luego doblarla cientos de veces con un descanso de treinta segundos, y así durante treinta minutos más. Luego, durante otra media hora, hacían sentadillas paradas en puntas de pies. Los músculos les temblaban, los pies les dolían, señales de que estaban haciendo bien el ejercicio, y algunas caían o se detenían porque todavía no se acostumbraban a vivir con ese ardor muscular que las acompañaría al caminar, al subir escaleras, al sentarse. Toda una vida repitiendo el mismo ejercicio con otras niñas, adolescentes y adultas que olvidan cómo doblar las rodillas para recoger unas llaves, cómo dormir con las piernas rectas, cómo caminar sin imaginar un público juzgando cada uno de sus pasos. Toda una vida esculpiendo un cuerpo a martillazos. Durante años giró sus tobillos de tal manera que sus pies miraran hacia lados opuestos. Durante años nunca tomó la mano de un hombre fuera de sus ensayos de ballet.

—Me empujaron a bailar y era tan pequeña que no comprendía lo que significaba aceptar —me dijo por Skype—. Y yo intuía que el ballet me iba a permitir una mejor vida que no habría tenido de otra manera.

Tiempo antes de esa conversación, una mañana a mediados de 2014, la bailarina Misty Copeland se había despertado con los dolores musculares que a menudo la aquejan, un escozor consecuencia del ejercicio extremo. La noche anterior había hundido sus pies en un cubo de agua helada para desinflamarlos, había recorrido sus piernas con hielos: desde el tobillo hasta dar la vuelta sobre la rodilla para llegar hasta el cuádriceps femoral, el músculo frontal que descansa sobre el fémur y que se encarga de sostener gran parte del peso del cuerpo. Esa mañana, antes de salir de su departamento en Manhattan rumbo al Metropolitan Opera House, el hogar del American Ballet Theater, una de las compañías más prestigiosas de ballet de Estados Unidos, Copeland se asomó a su refrigerador. Encontró una botella del vino blanco espumoso italiano que había bebido la noche anterior, un racimo de uvas, bananas y botellas de agua. Empacó las frutas y una bolsa de macadamias y nueces de anacardo para comérselas en el descanso entre los ensayos. Como la mayoría de sus compañeras, Copeland actúa como si fuese alérgica a las grasas y azúcares: su dieta se compone ante todo de ensaladas, sushi y pastas. En una tienda, la bailarina ordenó un muffin de arándanos y compró un café helado sin azúcar que bebió mientras caminaba cuidando las líneas de su cuerpo hasta el Lincoln Center. Luego de hacer ejercicios de calentamiento, entró cojeando a un salón de ensayos del Metropolitan Opera House con los ojos húmedos y el ceño fruncido. Desde hacía varios días le dolía un tobillo. No era nada serio, pero los ejercicios del calentamiento habían despertado el dolor una vez más. Debía ensayar el papel de Gamzatti, la villana de LA BAYADÈRE. Gamzatti, la hija de un poderoso y rico Rajah en India, se enamora de un guerrero que antes había jurado su amor a una bella y pobre bayadera, una cantante y bailarina de un templo indio. Después de una rutina de cuarenta minutos, Misty Copeland me saludó cubierta de sudor. Vestía un leotardo azul, ese traje ceñido de algodón que usan trapecistas y gimnastas, un tutú púrpura y zapatillas rosas. En persona luce más frágil que en videos o fotografías: mide algo más de metro y medio de altura, tiene brazos delgados pero fornidos, un rostro ovalado enmarcado por gruesas cejas castañas, nariz ancha y unos labios voluptuosos que se arquean cuando sonríe. Tiene el cuerpo grácil y musculoso de un ciervo cuando corre, piernas recias y torneadas como talladas por un escultor clásico y curvas que recuerdan a la cantante Beyoncé.

—Debo salir corriendo a otro compromiso. Ya no tengo tiempo de nada—me dijo luego de presentarse en el American Ballet Theatre–. Pero vamos a hablar luego.

Antes de cumplir los trece años, Misty Copeland no sabía nada de música clásica. Una mañana de otoño, en Los Ángeles, Elizabeth Cantine, una profesora de historia que había hecho ballet en su juventud, la vio bailando canciones de George Michael y Mariah Carey con el grupo de danza de la escuela. A primera vista, la maestra de historia intuyó que Misty Copeland podría mantener los pies mirando hacia afuera e imitar con facilidad las cinco posiciones básicas del ballet: 1. Tobillos unidos y brazos extendidos hacia adelante, como si se abrazara a una persona invisible con un ligero sobrepeso. 2. Piernas abiertas y brazos estirados hacia los lados, como una persona siendo requisada por un policía quisquilloso. 3. Pies cruzados, el uno frente al otro, un brazo extendido hacia el lado y otro ligeramente doblado hacia el pecho, como si se estuviera sujetando a una pareja invisible en un vals. 4. Un pie cruzado frente al otro dejando un mínimo espacio y entre ambos, un brazo extendido hacia un lado y el otro elevado sobre la cabeza con una ligera curvatura, como un delicado operador de aeropuerto indicando el camino de un avión. 5. Un pie cruzado exactamente frente al otro con ambos brazos elevados sobre la cabeza formando un óvalo, como si el cuerpo imitara una copa de champaña. En 1995, aquella maestra de historia que trabajaba en su colegio vio en Misty Copeland unas piernas largas capaces de formar un ángulo recto sin esfuerzo, unos pies grandes con dedos que se doblaban con facilidad y unos músculos vigorosos para impulsar su cuerpo ligero por el aire con piernas totalmente abiertas y estiradas, y la espalda arqueada hacia atrás en un grand jeté. Elizabeth Cantine no vio el color de su piel en el ballet. Vio el futuro.

Dos décadas después, cerca de los treintaitrés años y siendo la bailarina más célebre de American Ballet Theater, Copeland ensayaba para interpretar un cisne. EL LAGO DE LOS CISNES, compuesto por Tchaikovsky a finales del siglo XIX,cuenta en cuatro actos una historia de amor que, como tantas narraciones del periodo romántico ruso, termina con el suicidio de una infeliz pareja. Un príncipe llamado Sigfrido es obligado por su madre a elegir una esposa entre varias princesas de la comarca. Triste por no poder casarse por amor, Sigfrido sale de cacería con sus amigos y encuentra una bandada de cisnes que resultan ser hermosas doncellas condenadas a convertirse en aves durante el día debido el hechizo del brujo Rothbart. El príncipe Sigfrido se enamora de la más hermosa de las doncellas, el cisne blanco llamado Odette, a quien promete amor eterno a la orilla de un lago encantado. Al volver a casa, su madre le presenta a sus posibles prometidas, pero Sigfrido se niega a elegir a una. Es entonces cuando aparece en el castillo el cisne negro Odile, la hija del brujo Rothbart, quien gracias a un hechizo es idéntica a Odette. Sigfrido, engañado, anuncia ante todos que Odile se convertirá en su esposa. El brujo Rothbart y el cisne negro le muestran la realidad y se burlan de él. Sigfrido huye hasta el lago donde encuentra una vez más a Odette. Incapaces de romper el hechizo, la pareja se sumerge en las aguas. Semanas después de haberla conocido en Nueva York, Misty Copeland estaba inmersa en su nuevo papel. Sería el cisne blanco en un teatro de Australia.

El cisne blanco es más que un cisne blanco: personifica el ballet. Antes de EL CISNE NEGRO, la película de Darren Aronofsky y Natalie Portman, el personaje gozó de reconocimiento mundial gracias a la bailarina rusa Anna Pavlova. Durante los primeros treinta años del siglo veinte, Pavlova, una bailarina del Ballet Imperial Ruso, recorrió los cinco continentes bailando LA MUERTE DEL CISNE, una pieza coreografiada para ella que en ocasiones cierra el segundo acto de EL LAGO DE LOS CISNES. La rusa encarna al cisne blanco en gran parte del imaginario colectivo: nívea y delgada, frágil en una elegante falda blanca que se confunde con su piel. Anna Pavlova es lo opuesto de Misty Copeland. Durante sus años de bailarina, siempre se había tropezado con algún detractor que llegaba a la conclusión de que una mujer negra no tenía lugar en el ballet clásico. Dos años después de empezar a bailar, cuando tenía quince, Misty Copeland se presentó al programa de verano de las compañías de ballet más prestigiosas de Estados Unidos. Todas, excepto una, la aceptaron, recuerda en su autobiografía LIFE IN MOTION: AN UNLIKELY BALLERINA. «No te quisieron porque eres negra», le dijo Cindy Bradley, su primera maestra de ballet en Los Ángeles. Ahora la bailarina afroamericana tenía que probarse el vestido del cisne blanco en el Lincoln Center of Performing Arts de Nueva York. Sus dudas no desaparecían: en días recientes Copeland había declarado que aún no se sentía preparada para hacerlo.

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Cuando Misty Copeland tenía trece años, fue a su primera clase de ballet y no se atrevió a bailar. La intimidaban decenas de niñas blancas en mallas y tutús rosas y con el cabello perfectamente atado. Sus clases sucedían en San Pedro, un pueblo de pescadores y surfistas en Los Ángeles. Su profesora, Cindy Bradley, era una imperiosa maestra de ojos aguamarinos y cabellos pintados de rojo escarlata que tenía un perro llamado Misha en honor a Mijaíl Baryshnikov. Misty Copeland admiraba a la gimnasta rumana Nadia Comaneci, la primera en conseguir una puntuación perfecta en unos Juegos Olímpicos, y le gustaba imitar los bailes que veía en THE BRADY BUNCH, un programa de TV donde una familia con niños rubios bailaba todo el tiempo. Copeland vivía en la habitación de un motel en California con su madre, una ex porrista de un mediocre equipo profesional de fútbol americano, y cinco hermanos. Había el dinero justo para una dieta de fritos y comida chatarra. No tenían para comprar faldas de seda o zapatillas de tela. Nunca había visto un ballet en vivo. Se sentía fuera de lugar en la clase y, durante dos semanas, no quiso ser parte de los ejercicios en la barra. La tarde que venció su timidez y ocupó por primera vez un lugar entre las niñas, se sintió desilusionada: la rutina consistía en estirarla pierna y formar una media luna con el brazo contrario, un croisé devant. Las niñas repetían el movimiento cientos de veces al ritmo de música clásica que ella desconocía. Misty Copeland quería saltar y hacer piruetas, agitar los brazos en el aire y mover las caderas. El ballet era aburrido y decidió que no perdería más su tiempo en aquel lugar.

Su maestra Bradley la convenció de regresar frente a la barra y el espejo. Quien llega al ballet no lo hace de forma voluntaria: la lleva su madre. O una profesora intuitiva. Misty Copeland tenía un talento natural y, a pesar de haber empezado tarde, a los trece años, al bailar era capaz de imitar pasos complejos que veía en otros bailarines virtuosos por primera vez. Para poder pararse en puntas de pies, la flexión de la planta y el tobillo debe alcanzar un ángulo de noventa grados. La presión sobre los dedos es el doble de la normal, por lo que es imprescindible fortalecer las caderas, la espalda, los muslos, las piernas y los más de cien músculos, tendones y ligamentos que rodean los veintiséis huesos del pie. Llegar a pararse en puntas de pie es un ejercicio que suele tomar cuatro años y que involucra juanetes, uñas encarnadas, desgarros musculares en las pantorrillas, inflamación de los tendones, ampollas en cada dedo del pie y una transformación ósea casi imposible después de que la osificación del pie ha terminado. En las mujeres, la última epífisis, el nombre que se le da al extremo ancho de cada hueso largo, se cierra hacia los catorce años. Las audiciones para ingresar en la escuela de ballet de La Vaganova, donde se graduaron Nureyev y Balanchine, en San Petersburgo, convocan a niños entre los ocho y diez años. Es como si Misty Copeland hubiera llegado cinco años más tarde a tocar la puerta del ballet. Las bailarinas suelen empezar a los ocho y pararse en puntas de pie a los doce: Misty Copeland llegó al ballet a los trece y se paró en puntas de pie dos meses después de su primera clase. Un tiempo después de pararse en puntas, podía girar sobre la punta de su pie izquierdo estirando hacia fuera la pierna derecha en una especie de latigazo llamado fouetté. Asombrada, Cindy Bradley becó a su alumna. Se enteró de que vivía en un cuarto de motel y que debía cocinar para sus cinco hermanos mientras su mamá se ausentaba en citas interminables o en trabajos de hasta catorce horas diarias. El día en que con lágrimas en los ojos Misty Copeland le dijo que a pedido de su madre tendría que dejar el ballet por su familia, la maestra Bradley fue al motel a pedirle a la ex porrista que permitiese a su hija mudarse a vivir con ella.

En casa de Bradley, a Misty Copeland le sorprendía que todos los días su maestra le preguntara sobre sus gustos y sobre cómo le había ido en la escuela. Ya podía bailar todas las tardes sin preocuparse por el tiempo o por las necesidades de sus hermanos. Flexionaba miles de veces las rodillas hasta que sus muslos quedaban en una posición horizontal para fortalecer su balance y sus articulaciones, el plié en las cinco posiciones básicas del ballet. Dejaba descansar su peso sobre su pierna derecha y extendía horizontalmente hacia atrás su pierna izquierda, un arabesque, un ejercicio que repetía sin cesar durante horas. En sólo dos años de ballet, Copeland podía hacer dieciséis giros, dieciséis pirouettes seguidos mientras se sostenía en la punta de su pie derecho. La flexibilidad de su ligamento iliofemoral, una de las bandas fibrosas que une la cadera con el fémur, le permitía extender sus piernas más lejos de lo normal. Sus pies y sus rodillas miraban hacia fuera como resultado de la rotación constante de sus piernas desde la cadera. «Camino como un pato, muy derecho, arriba y abajo. O como un pingüino —dijo David Hallberg, bailarín principal del American Ballet Theater y del Ballet Bolshoi de Moscú—. Es una señal certera de que soy un bailarín». En breve tiempo el modo de caminar de Misty Copeland era similar al de Chaplin.

Se dedicó al ballet con una entrega absoluta al punto que la primera vez que tuvo una cita con un chico fue a sus diecisiete años. Era la noche del baile de graduación de su escuela. Nunca la habían besado y, cuando después del baile, su pareja, un amigo de origen coreano, intentó besarla, ella lo esquivó asqueada. No había tenido tiempo de interesarse en los hombres, aunque de cuando en cuando bailaba con ellos en el escenario. En general Misty Copeland ensayaba y bailaba sola: giraba cada vez más sin caer, saltaba cada vez más alto y más lejos, estiraba y movía los brazos con mayor elegancia, caminaba en puntas con la distinción que tenían las primeras bailarinas. Dos semanas después de graduarse, se mudó becada desde Los Ángeles a Nueva York, donde la esperaba un puesto en la Studio Company del American Ballet Theater. Era como entrar en una exigente sala de espera que servía de vitrina y trampolín a una compañía de primera. Desde entonces Misty Copeland ha querido llegar a prima ballerina, el nivel más alto al que puede escalar una mujer en un escenario de ballet. Es lo que más quiere.

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El ballet se vuelve con el tiempo una escuela en el dolor y el encierro. «Vivimos con un velo sobre nuestros ojos. Entrar a una compañía de ballet es como ingresar a un convento», me dijo Toni Bentley, una ex bailarina y hoy crítica de danza de THE NEW YORK REVIEW OF BOOKS. En el restaurante de un hotel en Manhattan, Bentley bebía un café oscuro sosteniendo su taza con dos dedos. Andar en punta de pie en pos de la levitación puede, sin accidentes graves, durar unos treinta años. Toni Bentley bailó durante veintidós y tuvo que retirarse. Había bailado para New York City Ballet, un grupo creado por George Balanchine, el coreógrafo que fusionó el estilo imperial ruso con la danza moderna y los pasos de jazz, tap y tango para renovar el ballet. Balanchine exigía a sus bailarinas movimientos vigorosos y rápidos, sacrificando parte de la elegancia y el aplomo del ballet clásico y reemplazándolo por un frenesí de velocidad. Si normalmente una bailarina atravesaba el escenario con diez saltos, Balanchine pedía que lo hiciera con seis. Una niña se presentó a una audición con él y, tras finalizar una rutina poco prometedora, fue a abrazar a su madre, quien orgullosa preguntó a Balanchine si no creía que la niña sería una estrella. «El baile, madame, es una cuestión moral», le respondió. Su ética no le impidió ser un galán irremediable que componía obras para sus bailarinas preferidas ni casarse con cuatro de ellas. «No necesito a una ama de casa», dijo sobre una de sus mujeres. «Necesito una ninfa que llene mi habitación y que después salga flotando». Balanchine pensaba algo similar sobre el ballet. «Es algo completamente femenino; es una mujer, un jardín de hermosas flores, y el hombre es su jardinero», escribió en un ensayo sobre la danza. «El ballet es un lugar donde el arte florece gracias a la mujer; la mujer es la diosa, la poetisa, la musa. Por eso tengo bellas mujeres en mi compañía. Creo lo mismo sobre la vida, que todo lo que el hombre hace lo hace por su mujer ideal». Toni Bentley conoció a Balanchine un par de años antes de su muerte. Cuando ella aún estaba en el corps de ballet de la compañía de Balanchine, el primer escalón antes de querer ser solista y prima ballerina, Bentley sufrió una lesión en la cadera que la obligó a retirarse. Tenía veintisiete años y el ballet lo había sido todo para ella.

—En ballet —me dijo citando a Balanchine— el ahora es lo único que existe.

Antes de su lesión en la cadera, Toni Bentley entrenaba doce horas al día, seis días a la semana. Ignoraba quién era el presidente de turno, no porque fuera tonta, sino porque no le interesaba: vivía ensimismada en la próxima obra, en demostrarle a Balanchine que podía hacerlo mejor que todas las demás bailarinas. Hasta el día en que su cadera se rompió. «Los padres deberían disuadir a sus hijas de practicar ballet, pues debe ser una vocación —me dijo afligida—. No tiene que ver con fama, dinero o longevidad. Sólo es amor». El mundo carecía de sentido fuera del convento.

—Si quieres ser una bailarina profesional, pero también quieres ir a la universidad, aprender sobre whisky, escultura, hombres, sexo o cualquier otra cosa sobre lo que trata la vida —advirtió Bentley—, no vas a ser una muy buena bailarina.

Las bailarinas entregan sus vidas al ballet, pero sin aspirar al espejismo de trascendencia de las demás artes. «No te da nada a cambio — dijo el coreógrafo Merce Cunningham —. No te deja manuscritos para que guardes, no te deja pinturas para exhibir en las paredes o colgar en museos, no te deja poemas para imprimir o vender, no te deja nada excepto ese fugaz momento en que te sientes vivo». Los bailarines de ballet son como pintores que tras terminar su búsqueda diaria de la obra maestra deciden quemar sus lienzos y empezar de nuevo. No hay nada blando tras esa apariencia frágil y etérea firme, como de mariposa altiva, en los bailarines. La caja puntiaguda de las zapatillas de ballet, el lugar contra el que hacen fuerza los dedos cuando una bailarina se para en puntas de pie, está hecha de decenas de capas de papel y cartón apiñados y sellados con pegante. Para ablandarlos, algunos bailarines los golpean con un martillo. «No hay una clase de artista más autocrítica que la de los bailarines», sentenció Susan Sontag. Según ella, había ido tras bastidores para felicitar a actores o pianistas o cantantes por su extraordinaria presentación, y sus elogios eran recibidos sin mayores objeciones, con evidente placer y hasta con alivio, pero todo cambiaba cuando se trataba de un bailarín de ballet. «Cada vez que he felicitado a un amigo o a un conocido que es bailarín por una presentación extraordinaria — e incluyo a Baryshnikov — lo primero que escucho es una desconsolada letanía sobre los errores que se cometieron: se equivocaron en un paso, un pie no apuntó en la dirección correcta, estuvieron a punto de resbalarse en una complicada maniobra en pareja. No importa que quizás ni yo ni nadie haya observado esos errores. Se cometieron. El bailarín lo sabe». Quienes bailan en el convento del ballet sudan con la culpa y buscan redención. Karin von Aroldingen, una bailarina alemana que el seductor Balanchine había reclutado, se casó con un empresario alemán tiempo después de ser aceptada en su corps de ballet. Muy pronto quedó embarazada. Von Aroldingen bailó hasta el sexto mes de embarazo y regresó a clases una semana después de parir. «Soy primero una bailarina, antes que una madre o una esposa». Luego añadió: «Y quiero mucho a mi familia». El ballet es una batalla fútil contra el paso del tiempo. Es décadas de pasar más de doce horas en puntas de pie repitiendo extenuantes ejercicios y coreografías, un entrenamiento incluso más arduo que el de un atleta profesional. Al contrario de la mayoría de los atletas, cuando empieza la temporada, las bailarinas no tienen días de descanso para recuperarse. Sus vidas son una serie casi ininterrumpida de clases, ensayos y presentaciones. Un esfuerzo físico constante que, como decía Susan Sontag, va más allá del de los deportistas, quienes no deben ocultar debajo de sonrisas y pantomimas los gestos y las contorsiones propias del esfuerzo. Las bailarinas sudan mientras actúan en el escenario sonriendo coquetamente o cuando expresan el dolor de un amor no correspondido. Con la edad, los movimientos son cada vez más difíciles de ejecutar. Las lesiones se vuelven más comunes. Dolor crónico en la espalda. Roturas de ligamentos. Tendinitis. Desgarros en el cartílago que acolchona la cadera y el fémur. Problemas en los músculos transvesos del abdomen. Tobillos rotos. Artritis. Es inevitable empezar a cuidarse, bajar la intensidad en los entrenamientos, alejarse de esa quimérica perfección imaginada en la juventud cuando el cuerpo siempre respondía.

—Estar todo el tiempo sobre tus pies te desgasta. La gente que levanta pesas no las levanta todos los días pues es muy desgastante para sus músculos y ligamentos. Tienen un par de días de descanso entre los días de trabajo — me dijo Misty Copeland—. Los bailarines no podemos darnos ese lujo.

El ballet es un arte en constante agonía que aparece y desaparece. No existe un sistema de anotación para preservar los pasos o las coreografías a través de los siglos. «[El ballet] es un arte de memoria, no de historia», escribió Jennifer Homans, autora de APOLLO’S ANGELS, el libro definitivo sobre los cuatrocientos años de historia del ballet. «Por ello el repertorio del ballet no se encuentra en los libros ni en las bibliotecas: pervive, más bien, en los cuerpos de las bailarinas». En el ballet no hay una vara fija con la cual medirse. No hay una interpretación duradera a la cual aspirar. Los videos no sirven porque trasladan a dos dimensiones una historia de tres. La imagen de la coreografía que el bailarín tiene en su cabeza es la única que existe. «Lo que existe es una imagen mental que no contiene errores, una imagen a la que sólo es posible acercarse dejándolo todo en los ensayos y las prácticas. El ballet existe sólo en la medida en que los bailarines se encuentran en el escenario en este momento», escribió Balanchine. «No es algo triste. Es maravilloso, sucede en este momento. Está vivo. Como una mariposa». Cada noche, frente al público, los bailarines de ballet salen a buscar la perfección. Es una búsqueda incansable de gracia, belleza y olvido.

—En ballet, como en boxeo, el tiempo y la gravedad siempre te van a derrotar —me dijo Toni Bentley.

***

En la primavera de 2012, días después de que Misty Copeland bailara en el EL PÁJARO DE FUEGO de Igor Stravinsky, dos médicos le informaron que debía retirarse del ballet. Tenía veintinueve años y seis fracturas de estrés en su tibia izquierda, seis fisuras en el hueso inferior de la pierna causadas por la presión constante de meses saltando, girando y aterrizando sobre el mismo punto. No era una lesión común. Copeland estaba acostumbrada a punzadas producto de desgarros musculares, a tobillos molidos, dedos lacerados y ampollas reventadas, pero no a lesiones como ésta. El ballet EL PÁJARO DE FUEGO, que trata de un príncipe ruso que atrapa un ave mítica para ganar el amor de una princesa y derrotar a un hechicero, cimentó el éxito y la reputación de Stravinsky. Lo mismo sucedió con Misty Copeland. EL PÁJARO DE FUEGO, en la versión del American Ballet Theater, duró menos de una hora y, debido a la lesión en su tibia, Misty Copeland interpretó el papel sólo una vez en el Metropolitan Opera House. Seis meses ensayando doce horas, seis días a la semana para presentarse exactamente cuarenta y seis minutos. Obra del ballet clásico como EL LAGO DE LOS CISNES tardan dos horas y veinticinco minutos y la temporada de American Ballet Theater dura aproximadamente un mes. EL PÁJARO DE FUEGO es más corto y su intensidad es mayor. Misty Copeland entrenó más de mil horas para poder elevarse un metro sobre el suelo con su espalda arqueada y sus piernas totalmente dobladas hacia atrás. Entrenó más de cien días para atraer durante tres cuartos de hora la atención del público y de críticos de danza como Joan Acocella de THE NEW YORKER, quien dijo que la afroamericana debía ser ascendida a prima ballerina.

Los elogios eran inútiles si Misty Copeland no volvería a pararse en puntas de pie. Si no volvería a ponerse sus zapatillas hechas a medida que cuestan unos setenta dólares y que debe reemplazarlas por lo menos una vez por semana. Si no volvería a sentir el roce de los tutús de encajes contra sus caderas; o el ceñido leotardo apretando su piel; o las caricias de las cintas de seda que protegen sus tobillos. No habría más razones para recoger su pelo en una magdalena. Por primera vez, Misty Copeland sintió deseos de huir para refugiarse en un lugar donde nadie la pudiera encontrar. Deseos de llorar y encerrarse en su bañera como lo hacía de niña en la habitación de motel en California. Dos años atrás, una fractura de estrés en su área lumbar la había obligado a usar un corsé ortopédico veintitrés horas al día durante seis meses. Fue más que incómodo. Pero las últimas fracturas a su tibia izquierda eran fatales.

Misty Copeland se negaba a creer que todo hubiera sido en vano y que el desastre sucediera cuando estaba a punto de llegar a la cima. Después de graduarse de su escuela en California, siguió la carrera tradicional de una bailarina dentro del American Ballet Theater: cinco años en el Studio Company hasta ser ascendida al corps de ballet, y cinco años hasta que la nombraron solista de la compañía. Durante esa década, hizo todo lo posible por ser singular y al mismo tiempo ser parte del grupo. El color de su piel siempre le había traído problemas —hubo noches en las que los maquilladores la obligaron a utilizar una base color marfil para disimular el tono de su piel—, pero tampoco quería que su color le trajera beneficios. No quería sobresalir por ser una rareza. Si quería llegar a la cima, trabajaría más que las demás. En lugar de salir a divertirse, se quedaría en casa viendo películas de Bette Davis y cuidaría su cuerpo, algo que había aprendido a hacer tras su adolescencia.

Cuando tenía diecinueve años, un médico le recetó pastillas anticonceptivas tras enterarse de que aún no había tenido su primera menstruación. La pubertad, aunque sea tardía, puede arruinar carreras prometedoras. Su cuerpo cambió aún más a partir de ese momento. Su figura ya no se adaptaba a la imagen clásica de una bailarina. Ya no podía compartir los leotardos con las demás bailarinas del corps de ballet. En meses, sus pechos crecieron de una copa B a una doble D. En el ballet los senos son un pecado: distraen, entorpecen los movimientos, incomodan a la hora de trabajar en pareja. Miembros del American Ballet Theater, a quien prefiere no nombrar en su autobiografía, le repetían que debía trabajar para extender su figura. Una noche, en un club nocturno, un hombre a quien acababa de conocer se negó a creer que era una bailarina. Le dijo que los cuerpos de ellas no eran así. Durante un tiempo, dejaron de seleccionarla para los papeles principales en algunas obras del American Ballet Theater. En respuesta, Misty Copeland empezó a comer cajas y cajas de donuts y a alejarse del convento del que hablaba Toni Bentley. Otra noche, cuenta en su autobiografía, aceptó ir con una de sus amigas a Lotus, un club nocturno en el Meatpacking District, la zona más exclusiva de Nueva York por esos días. Cuando en el club se esforzaba por olvidar las líneas de su cuerpo, mientras movía sus caderas a ritmo de hip hop sin pensar en los ángulos que formaban sus brazos y sus piernas respecto a sus hombros y su cabeza, un hombre se le acercó y la invitó a la zona VIP. Empujada por una de sus amigas, lo acompañó. Allí conoció a Olu Evans, un abogado cuatro años mayor que ella. Venciendo su timidez, empezaron a hablarse al oído intentando ahogar la música del club. Olu Evans sería su primer novio y su nuevo consejero.

Enamorada por primera vez, mirando por primera vez hacia fuera de la sala de ensayos, Misty Copeland siguió sus consejos. Lo primero fue cambiar su dieta: dejar el pollo, las carnes rojas, el pan. Él era un pescetarian desde niño: sólo se alimentaba de comida de mar y verduras y estaba seguro de que esa dieta podría funcionarle. Se hizo aficionada del sushi, las ensaladas, las frutas y la pasta. El cambio de dieta funcionó. Meses después, Misty Copeland apareció en la portada de DANCE MAGAZINE, la revista de danza más prestigiosa de Estados Unidos, quizás lo que por alguna época TIME fue para la política. Significó para ella un ascenso dentro de la compañía. De ganar seiscientos setenta y nueve dólares a la semana, la bailarina pasó a recibir más del doble, unos cincuenta mil dólares al año, una cifra que viviendo en Nueva York no sirve de mucho pero que le permitió valerse por sí misma y, de vez en cuando, ir de compras a barrios como Soho y Chelsea, o almorzar tostadas francesas y ensalada griega con su novio. Se había ganado esos privilegios con el ballet y podía perderlos por la misma vía. Lo supo ese día de 2012, cuando los doctores le descubrieron seis fracturas en su tibia izquierda y le pidieron dejar de bailar.

—No sé cuánto tiempo pueda aguantar esto —escribió en su diario—. Estoy contenta con lo que tengo, pero triste porque no es suficiente. Dios, ¿cuándo llegará el día en que esto sea fácil?

Abatida, Misty Copeland decidió buscar las opiniones de otros especialistas. Uno de los médicos del equipo de básquetbol de los Knicks de Nueva York le dijo que una cirugía podría ser la solución. No le prometió nada: no sabía si recuperaría su salto y su movimiento tras la operación, pero para él era la única alternativa. No podía perder un segundo. La operaron y de inmediato contrató a una fisioterapeuta para que la ayudara a recuperarse. Mientras tanto, otras bailarinas recibían los papeles que podrían haber sido suyos. Fue reemplazada en EL PÁJARO DE FUEGO y también perdió el papel de Gamzatti en LA BAYADÈRE. Ambos eran papeles principales, por lo normal reservados para una prima ballerina. El hecho de que se los hubieran asignado a ella anunciaba una gran posibilidad de ser ascendida. Pero ya no era el caso: había perdido su oportunidad. Tendría que renunciar al American Ballet Theater y enfrentarse a un mundo que desconocía, sin trabajo y sin otra educación que la de andar en puntas de pie.

Días después de la cirugía, Misty Copeland no podía caminar. Aún así se dejaba caer de su cama y hacía ejercicios de baile con sus brazos desde el suelo. Un mes más tarde, sin poder pararse en puntas, se metió en sus zapatillas de ballet para que los músculos de su pie no perdieran su forma. Una vez por semana, una masajista y una acupunturista iban a su casa para fortalecer sus piernas. Le tomó más tiempo volver a pararse en puntas de pie de lo que le había tomado hacerlo por primera vez. Usando un sistema de poleas y pesas, Copeland emulaba sus saltos sin tener que poner peso sobre su cuerpo. Desde que se despertaba hasta que se dormía no dejaba de doblar sus pies y de estirar sus brazos, lo que fuera con tal de recuperar su peculiar manera de moverse cerca de veinte años. Misty Copeland se sentía torpe y sin gracia. Iba cada tres semanas donde su cirujano para que la revisaran y le tomaran rayos X. Tardó cinco meses en regresar a un ensayo en el Metropolitan Opera House.

En 2013, cuando regresó al escenario, Misty Copeland fue la reina de las dríadas, las hadas del bosque, en DON QUIJOTE, pero los críticos la destrozaron. Era una adaptación del clásico de Cervantes, en su episodio sobre las bodas del barbero Basilio y Quiteria. «La reina de las dríadas de Misty Copeland tiene problemas desfortunados —escribió Colleen Boresta, la crítica de BALLET DANCE MAGAZINE, un popular portal electrónico especializado en ballet—. Sus saltos al final de la secuencia de los sueños fueron fuertes, pero palidecieron al compararse con los de Osipova». Se refería a Natalia Osipova, la bailarina principal del Bolshoiy después del Royal Ballet, la estrella invitada por el American Ballet Theater esa temporada. Misty Copeland estaba furiosa porque era cierto: ya no tenía la misma elevación en sus saltos ni su velocidad era la de antes. Pero acababa de regresar de una lesión. ¿Por qué nadie lo mencionaba? Si le hubieran preguntado, les habría contado que ni siquiera había podido ensayar sus saltos en clases. Les habría declarado iracunda que esa fue la primera vez después de siete meses de lesión en que pudo exigir y extenuar su cuerpo. Si no la entendían era porque nunca habían bailado. «Hay algo tan puro en la técnica y la forma del ballet que te obliga a sentirte vulnerable, a tomar riesgos y a ser honesto consigo mismo», me dijo Misty Copeland por Skype, recordando esa época un año después. Había estado a punto de perderlo todo. Sólo de vuelta al escenario había vencido su miedo a volver a caer con todo su peso sobre su tibia izquierda. Era como aprender de nuevo a caminar. Si los críticos le hubiesen preguntado, ella quizá les habría res- pondido que por primera vez en meses se sentía feliz. El escenario siempre fue su refugio, el lugar donde se sentía hermosa y nadie le reclamaría su timidez.

Meses después de sortear los ataques de la crítica, una tarde de septiembre de 2014, al otro lado del mundo, en Brisbane, la tercera ciudad de Australia, Copeland aguardaba impaciente su entrada al escenario. El Queensland Performing Arts Centre, donde el año anterior unas dos mil personas habían ido a ver al Ballet Bolshoi, esperaba el mismo público, los probados espectadores, para ver un espectáculo del American Ballet Theater. El ballet exige del espectador otra clase de paciencia, una capacidad de congelar el tiempo para poder apreciar a los bailarines como esculturas en movimiento. Misty Copeland sabía que entre el público juzgarían la altura de sus saltos, la extensión de sus piernas en el aire, su vuelo sobre el escenario. «Ser el cisne blanco es el sueño de toda niña —me había contado meses atrás—, sea o no una bailarina». Se había preparado dos meses para ser el cisne blanco, Odette, por una sola vez. Iba a encarnar a la más hermosa de las doncellas que se suicida con el príncipe Sigfrido. Copeland respiraba profundamente tras bambalinas. A un año de cumplir treinta y tres, tal vez era más que nunca consciente de que el paso del tiempo amenazaba sus ambiciones. Algunas bailarinas de ballet siguen activas más allá de los setenta años; Misty Copeland desea llegar a los noventa bailando. Por el momento, estaba concentrada en su carrera, pero no sabía hasta cuándo sería su prioridad. Si no llega a ser pronto prima ballerina, tendrá que decidir si quiere tener o no un hijo. Su novio entendía su dilema, pero quién sabe por cuánto tiempo. Desde sus trece años el ballet siempre había sido lo primero y lo segundo y lo tercero para ella. Como si se tratara de un dios insaciable, le había entregado su tiempo, su cuerpo y su mente. Ahora estaba frente al papel de su vida y debía controlar sus nervios. Antes de partir para Australia, le había pedido a su novio y a los miembros de su familia que por favor no fueran a verla. No quería decepcionarlos. Era su costumbre no invitar a personas cercanas a sus primeras presentaciones, quizás un reflejo adquirido desde niña cuando ni su madre ni sus hermanos fueron a ver su primera rutina frente a un teatro en California. Su vida más allá del ballet, el escape final del convento, dependía de lo que hiciera en las próximas dos horas en la piel de Odette. Misty Copeland saltó al escenario en puntas de pie, agitando delicadamente los brazos, como un cisne que vuelve a tierra.

El hambre

Publicado: 8 abril 2015 en Martín Caparrós
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El rascacielos del Chicago Tribune, construido en 1925 en el centro del centro de Chicago, es una idea del mundo. Sube, alto y audaz, más pisos que los que entonces solían tener los edificios, pero tiene, a ras del suelo, la puerta de entrada de una catedral gótica: la tradición como base de la audacia moderna. Y un concepto del poder: empotrados en su frente hay trozos, piedras de otros edificios, como si éste se los hubiera deglutido – y digerido mal. Esos trozos dibujan un reino de este mundo: el Taj Mahal, la iglesia de Lutero, la Gran Muralla china, el muro de Berlín, el castillo de Hamlet en Elsinoor, el Massachussets Hall de Harvard, la casa de Byron en Suiza, la abadía de Westminster, el fuerte de El Álamo en Tejas, el Partenón en Atenas, el castillo real de Estocolmo, la catedral de Colonia, Notre Dame de París, la torre de David en Jerusalén. Son trocitos: los bocados del monstruo. Esos mordiscos armaron el Imperio Americano.

Se me cruzan respuestas: a veces se me cruzan intentos de respuesta pero, fiel a mí, prefiero hacerme el tonto. Cien, doscientas palomas revolotean en banda a buena altura: van, vienen, se cruzan, se confunden. No saben dónde ir; sus alas brillan en el aire, sus movimientos son una ola perdida, tan bella sin querer. De pronto aparece una paloma que llega de más lejos; las muchas se abren, la dejan pasar; la una se pone a la cabeza; las muchas vuelan tras ella, la siguen como si fueran una sola.

Chicago, tarde de invierno fiero, el viento revoleando.

Aquí, en estas calles, en alguna de estas calles, nacieron personas que admiro o que no admiro. Aquí, entre otros: Frank Lloyd Wright, Ernest Hemingway, John Dos Passos, Raymond Chandler, Ray Bradbury, Philip K. Dick, Edgar Rice Burroughs, Walter Elias Disney, Orson Welles, Charlton Heston, John Bellushi, Bob Fosse, Harrison Ford, John Malkovich, Robin Williams, Vincent Minelli, Kim Novak, Raquel Welch, Hugh Hefner, Cindy Crawford, Oprah Winfrey, Nat King Cole, Benny Goodman, Herbie Hancock, Patti Smith, Elliot Ness, John Dillinger, Theodore Kaczynski (a) Unabomber, Ray Kroc (a) McDonald’s, George Pullman, Milton Friedman, Jesse Jackson, Hilary Rodham Clinton –y siguen tantas firmas, que recuerdan que también somos made in Usa.

—Es muy simple, hermanos, es muy fácil: todo está escrito en este libro, y alcanza con aprender y obedecer lo que dice este libro para tener la mejor vida posible, aquí y en la eternidad, toda la eternidad.

Grita, parada en la vereda, una señora negra treinta y tantos, pelo largo planchado, bluyín y chaquetón, anteojos grandes, culo grande, la sonrisa tremendamente compasiva. La señora habla y habla pero nadie se decide a escucharla.

—Miren, vengan: alcanza con aprender y obedecer para tener la mejor vida…

Aquí, en estas calles, hay miles de personas apuradas, hay viento, hay un gran lago que parece un mar y alrededor, más homogéneo, más poderoso aún que en Nueva York, el capitalismo concentrado y refulgente bajo forma de edificios como castillos verticales: superficies de piedra, acero, vidrio negro que colonizan el aire, lo fragmentan, lo transforman en un tributo a su poder. El aire, aquí, es lo que queda entre esas fortalezas, y las calles anchas, limpias, tan cuidadas, son el espacio necesario para que se luzcan. No sé si hay muchos lugares donde un sistema –de ideas, de poder, de negocios– se haya plantado con semejante imperio. Chicago –el centro de Chicago– es una ocupación brutal, absoluta del espacio. Durante muchos siglos ésa era la tarea del rey, que erigía su palacio o fortaleza, y de su Iglesia, que una catedral, para marcar de quién era el lugar: para imprimir en el espacio su poder. En cambio aquí son docenas de empresas poderosas las que llenan el aire con sus edificios, y nada desentona.

Chicago es un festival de la mejor arquitectura que el dinero puede comprar: cuarenta, cincuenta edificios corporativos construidos en los últimos cien años, cada uno de los cuales calificaría como el mejor de Buenos Aires, dos o tres de los cuales calificarían entre los diez mejores de Shanghái –porque así está el mundo. Uno de los primeros diseñadores de la ciudad, Daniel Burnham, escribió en 1909 la idea básica: “No hay que hacer planes modestos, porque no tienen la magia necesaria para calentar la sangre de los hombres”. Aquí los edificios tienen la magia necesaria, la labia requerida: explican, sin la sombra de una duda, quiénes son los dueños. Entre las fortalezas no hay edificios modestos, negocios de chinos transplantados, restos de otro orden, callejones, basura: todo es la misma música. Money makes the world go round, canta Liza Minelli –su padre nació aquí–, y Pink Floyd le contesta: Money,/ it’s a crime./ Share it fairly/ but don’t take a slice of my pie.

La señora negra treinta y tantos se toma un respiro: debe ser duro hablar sola tanto rato. Entonces un hombre blanco de 50 o 60, sucio, barba descuidada, chaqueta de duvé verde muy gastada –un sinhogar, les dicen–, se le acerca y le pregunta si está segura de que con aprender y obedecer alcanza:

—Si no estuviera segura no lo diría, ¿no lo cree?
—No, yo no.

En estas calles las veredas están limpias impecables, las vidrieras brillan; pasan señores y señoras que llevan uniforme de trabajo: trajecito de pollera o pantalones para ellas, sus tacos, sus carteras; traje oscuro con camisa clara para ellos. El hombre blanco –se ve– no quedó satisfecho con la respuesta de la mujer negra y vuelve a su refugio, diez metros más allá: su refugio es un cartón en el suelo y sobre el cartón un bolso reventado, una manta marrón o realmente sucia, un plato de plástico azul con un par de monedas. Al costado de su refugio tiene un cartel que dice que tiene hambre porque no tiene trabajo ni nadie que le dé de comer: “Tengo hambre porque no tengo trabajo ni quién me dé de comer”, dice el cartel escrito con marcador negro sobre otro pedazo de cartón. Su cartel no pide; explica.

Las veredas están limpias impecables, vidrieras brillan y abundan los mendigos: cada 30 o 40 metros hay uno sentado en la vereda limpia etcétera, dos, tres, cuatro por cuadra sentados en la vereda limpia etcétera con carteles que dicen que no tienen comida.

—Todo está escrito en el libro, mis amigos. Si ustedes no lo leen, si ustedes no lo siguen, la culpa es toda suya. La condena será toda suya, mis amigos.

Grita la mujer negra.

Cuando funciona es cuando más me deprime. En Calcuta, en Madaua, en Antananarivo siempre se puede pensar en la falla, en lo que queda por lograr. Ésta es una de las ciudades más exitosas del modelo más exitoso del mundo actual: Chicago, USA. Y todo el tiempo la sensación de que no tiene gran sentido: tanto despliegue, tantos objetos, tanto reflejo, tanta tentación tonta. La máquina más perfecta, más inútil. Gente que se esfuerza, que trabaja muchas horas por día para producir objetos o servicios relativamente innecesarios que otras personas comprarán si consiguen trabajar muchas horas por día produciendo objetos o servicios relativamente innecesarios que otras personas comprarán si consiguen trabajar muchas horas por día produciendo objetos o. Como si un día fuéramos a despertarnos amnésicos –por fin amnésicos, gozosamente amnésicos– y preguntarnos: ¿y para qué era que era todo esto?

(Lo necesario –lo indispensable– es un porcentaje cada vez menor de lo que nuestro trabajo nos provee. Más aún: el grado de éxito de una sociedad se mide por la proporción de mercaderías innecesarias que consume. Cuanta más plata gasta en lo que no precisa –cuanta menos en comida, salud, ropa, vivienda–, suponemos que mejor le ha ido a ese grupo, ese sector, ese país.

Aunque, también: ¿qué pasaría, en un mundo más igualado, con todas esas cosas bellas que sólo se hacen porque hay gente a la que le sobra mucha plata? Aviones coches barcos casas de vanguardia relojes finos grandes vinos el iphone los tratamientos médicos personalizados. ¿Un desarrollo igualitario siempre es más lento y más oscuro?).

Aquí supo haber mártires. Durante muchos años, para mí, Chicago fue un nombre con dos significados: el lugar donde Al Capone y sus muchachos mataban con ametralladoras primitivas en películas que se veían en blanco y negro aunque fueran color; el lugar donde miles de trabajadores encabezaron las luchas por la jornada de ocho horas y, en 1886, cuatro fueron colgados por eso: los Mártires de Chicago se volvieron una figura clásica de los movimientos obreros, y la razón por la cual el 1º de Mayo se convirtió en el Día del Trabajo en casi todo el mundo –salvo, faltaba más, en los Estados Unidos de América.

Treinta y ocho años antes, en 1848, mientras el señor Marx publicaba en alemán y en Londres su Manifiesto Comunista, mientras Europa se rebelaba contra sus varias monarquías, aquí en Chicago capitalistas entusiastas veían en esa confusión grandes oportunidades de negocios. Aquí en Chicago, ese año, se inauguraba el canal fluvial y los primeros trenes que la conectarían con la costa y la convertirían en el gran centro del comercio de carnes y cereales del norte; ese año se terminaban de construir los primeros elevadores de granos a vapor, unas máquinas ingeniosas que permitían usar silos de un tamaño nunca visto; ese año, también, se abrió una sala donde los granjeros que vendían sus productos y los comerciantes que los compraban se reunían a negociarlos: el Chicago Board of Trade, el ancestro del Chicago Mercantile Exchange o, dicho de otro modo: el mercado que ahora decide los precios de los granos en el mundo.

—Todo está escrito en el libro, mis amigos.

Grita la mujer negra.

El edificio tiene 200 metros de alto; es una masa maciza, impenetrable, de piedras grandes y ventanas chiquitas y arriba, en lo más alto, una estatua de diez metros de Ceres, la diosa romana de la agricultura: maíz en una mano, en la otra trigo. Abajo, junto a la puerta, unas letras talladas dicen Chicago Board of Trade; el edificio fue inaugurado en 1930, mientras los Estados Unidos caían en la crisis más bruta de su historia. A sus lados, dos edificios del más riguroso neoclásico, de cuando los americanos descubrieron que eran un imperio –y quisieron parecerse al más famoso–: el edificio neoclásico de un viejo Banco Continental que ahora compró el Bank of America; el edificio neoclásico de la Reserva Federal, sucursal de Chicago. Las banderas de estrellas están por todas partes: el poder hecho piedras y banderas.

—Bienvenido.

Me dice Leslie, la mejor sonrisa, una chaqueta rosa, de un rosa muy rosado. Leslie –llamémoslo Leslie– es corredor de una de las cuatro o cinco grandes cerealeras del mundo, una empresa que mueve decenas de miles de millones de dólares por año, y va a llevarme a conocer la Bolsa a condición de que no diga su nombre ni el nombre de su empresa. Leslie –llamémoslo Leslie– se da cuenta de que lo miro raro y me explica que la chaqueta es, cómo decirlo, un accidente:

—Es el mes de concientización sobre el cáncer de mama, la usamos para hacer que la gente piense en el cáncer de mama.

Me dice, y que es una buena causa y que siempre es bueno colaborar con una buena causa. Después me dice que entremos, que tenemos mucho por recorrer: que la Bolsa es un mundo, dice, todo un mundo.

—Esto es un mundo con sus propias reglas. A primera vista pueden parecer raras, difíciles, como si quisiéramos que los de afuera no supieran lo que pasa acá adentro. Pero yo te las voy a explicar hasta que las entiendas.

Me dice, me amenaza.

El piso –se llama “el piso”– de la Bolsa de Chicago tiene más de 5.000 metros cuadrados, media hectárea de negociantes y computadoras y tableros electrónicos. El piso de la Bolsa de Chicago es como una catedral: una gran nave vagamente redonda de techos altísimos y, justo bajo el techo, muy arriba, en el lugar de los vitrales de los santos, una guarda de luz que la rodea: miles de cifras en marquesinas de diodos verdes, rojos y amarillos, cotizaciones, cantidad de compras y de ventas, subas y bajas, pérdidas y ganancias: la razón comerciante hecha cifras que cambian todo el tiempo.

Más abajo, aquí abajo, el piso de la Bolsa de Chicago está dividido en pozos –pits– con funciones distintas: hay pozo de maíz, de trigo, de opciones de maíz, de opciones de trigo, de aceite de soja, de harina de soja. Cada pozo es un círculo de diez metros de diámetro rodeado por tres filas de gradas. Adentro, de pie, tres o cuatro docenas de señores, muchos con su chaqueta rosa, parecen aburridos: unos miran la pantalla que les cuelga de la cintura, otros leen un diario, alguno mira el pelo del de al lado, la ropa del de al lado, el tedio del de al lado, otro la punta de sus zapatos relucientes; muchos miran el techo, miran las cifras de las marquesinas o sus tabletas donde tienen más cifras, más cotizaciones –hasta que, de pronto, alguien grita algo que nunca logro entender, y se despiertan. Gritan y se miran: un gallinero sin gallinas, puro gallo educado pero gallo. Enarbolan talonarios en blanco, se hacen gestos con las manos y los dedos, miran nerviosos las pantallas de cintura, los números del techo. Por un minuto, dos, todos cacarean, lanzan manos al aire, ensayan aspavientos; después, tan súbito como empezó, el movimiento se vuelve a disolver en catatonia.

—Acá todo tiene un sentido. O, por lo menos, nos gusta creerlo.

Dice Leslie –llamémoslo Leslie–, y me explica que los meneos de las manos –la palma hacia afuera o hacia adentro, los dedos juntos o separados, a la altura del pecho o de la cara– quieren decir compro o vendo, cuánto, a cuánto, y que se entienden.

—Pero la mayor parte del tiempo parecen aburridos.
—Bueno, porque ahora casi todo se hace en las pantallas. Hace unos años había días que acá no se podía ni caminar de tan lleno que estaba.

Ahora se puede. Las tormentas intermitentes de los gallos son como un dinosaurio bipolar, una mímica en honor al pasado venturoso. Todo parece un poco forzado, como fuera de lugar; así era este negocio hasta hace diez o quince años. Ahora todo esto es una parte muy menor. La mayoría –más del 85 por ciento en estos días, y la cifra avanza– se hace en otro lugar, en ningún lugar, en las pantallas de las computadoras del mundo, en los rincones más lejanos. Chicago ya no es Chicago; es otra abstracción globalizada.

Después le pregunto a Leslie –llamémoslo Leslie– si cree que este lugar, el templo, va a durar:

—En algún tiempo esto va a desaparecer, ¿no?
—Es difícil pensar que puede desaparecer. Ya lleva más de 150 años, y yo me he pasado la mitad de mi vida acá. ¿A vos te parece que puedo pensar que no va a estar más?
—No sé. ¿Pero creés que va a desaparecer?
—Sí. Supongo que a mediano plazo sí.

Pero, todavía, en los pozos de cada grano –en las pantallas de las computadoras– miles y miles de operaciones incesantes van “descubriendo” el precio a través de la oferta y la demanda. Chicago ya no es el lugar donde todo se compra y se vende pero sigue siendo el que fija los precios que después se pagarán –se cobrarán– en todo el mundo. Los precios que definirán quién gana y quién pierde, quién come y quién no come.

Recuerdo, de pronto, tardes en Daca, noches en Madaua pensando cómo sería este lugar, donde tanto se juega. Y supongo –pero es injusto o no tiene sentido o no tiene sentido y es injusto– que aquí nadie pensó nunca en Daca ni en Madaua.

—El mercado es el mejor mecanismo de regulación para mantener los precios donde deben estar. Nadie puede controlar un mercado, ni siquiera los especuladores más poderosos.

Me dice Leslie.

—Este lugar ayuda a bajar los costos de la comida en todo el mundo.

Me dice otro corredor, un señor bastante gordo que transpira copioso. Yo intento no juzgar lo que me dice: le pregunto cómo.

—Creando un mercado transparente que provee liquidez a todos los involucrados. Se necesita que haya gente y empresas que arriesguen su dinero para que el mercado pueda funcionar. Eso es lo que hacemos. Y, por supuesto, ganamos plata con eso, si no no lo haríamos.

Lo escucho, no hago muecas. La Bolsa de Chicago sirvió –dicen– para estabilizar los precios. Su gran invento, mediados del siglo XIX, fue el establecimiento de contratos a futuro –los “futuros”–: un productor y un negociante firmaban un documento que los comprometía a que en tal fecha el primero le vendería al segundo tal cantidad de trigo por tanto dinero, y la Bolsa garantizaba que ese contrato se cumpliría. Así los granjeros sabían antes de cosechar cuánto cobrarían por sus granos, los compradores que los procesarían sabían cuánto tendrían que pagarlos. Era –se suponía– una función muy útil del famoso mercado.

La explicación más clara me la dará, tiempo después, en Buenos Aires, Iván Ordóñez, que entonces trabajaba como economista de uno de los mayores sojeros sudamericanos, Gustavo Grobocopatel.

—¿Qué es la agricultura, en el fondo? Es agarrar un montón de plata, enterrarla, y en seis meses desenterrar más plata. El problema es que en el momento de plantar yo sé cuánto me cuesta la semilla, el trabajo, el fertilizante, pero no sé a cuánto se va a vender el grano en el momento de cosechar. Como tengo incertidumbre respecto del ingreso, porque el resultado depende del clima y eso lo hace muy volátil, lo tengo que asegurar. Y lo mismo le pasa al industrial que necesita mi soja para transformarla en harina, o al criador que necesita esa harina para alimentar sus animales. Entonces lo que podemos hacer es ponernos de acuerdo, sobre la base de una serie de datos pasados y presentes, sobre un precio para cuando se coseche. Ésos son los contratos a futuro: obligaciones de compra y venta de algo que hoy no existe. Por eso se dice que éste es un mercado de “derivados”: porque los precios a futuro derivan de los precios actuales de esos mismos productos. Eso me ayuda a estabilizar el precio. Como el mercado necesita volumen, no solamente participo yo que produzco soja y vos que la comprás, sino también un chabón que cree que el precio que nosotros pactamos es poco o es mucho. Ese tipo, que se llama especulador, lo que hace es darle volumen y liquidez al mercado, y consigue que los precios de esos futuros sean confiables.

Cuando escucho la palabra confiable, decía el otro, saco mi revólver.

Hay quienes sostienen que el mercado de las materias primas alimentarias funcionó con esas normas durante mucho tiempo. Pero algo empezó a cambiar a principios de los noventas; nadie, entonces, lo notó; muchos, después, lo lamentaron.

—Ahora hay jugadores nuevos, bancos y fondos que se involucraron en todo esto; antes era un mercado para productores y consumidores, y ahora se ha vuelto un lugar para el juego financiero, la especulación.

Estados Unidos salía de los años de Reagan, cuando millones de puestos de trabajo habían desaparecido –y millones de trabajadores habían sido despedidos– para que las grandes corporaciones pudieran “relocalizar” sus fábricas en otros países, cuando el salario de los trabajadores que quedaban se estancó aunque su productividad subió casi un 50 por ciento, cuando los impuestos a los más ricos bajaron a la mitad. Cuando esos ricos tenían, por todas esas razones y un par más, mucho dinero ocioso y querían “invertirlo” en algo que les sirviera para tener más.

—A mí no me gusta mucho, pero qué puedo hacer. Tengo que seguir jugando, es mi trabajo.

Leslie – llamémoslo– me explica los mecanismos del asunto. Al cabo de un rato se da cuenta de que no termino de entenderlos y trata de tranquilizarme:

—Todo esto se puede sintetizar muy fácil: todos estos muchachos quieren ganar plata. ¿Cómo hacen para ganar plata? Ahora hay muchísimas maneras. Hay que conocerlas, ser capaz de manejarlas: tomar posiciones a mediano plazo, a largo plazo, entrar y salir de las posiciones en dos minutos. Cada vez hay más formas de ganar plata con estos asuntos.

Hay países del mundo –como éste– donde se puede decir que uno hace algo sólo para ganar plata. Hay otros donde no. Pero, en general, es duro decir que uno hace subir el precio de los alimentos sólo para ganar plata. Entonces hay justificaciones: que en realidad los granos suben por el aumento de la demanda china, la presión de los agrocombustibles, los factores climáticos. Leslie –llamémoslo Leslie– es una persona encantadora, henchida de buenas intenciones. Sus amigos –los corredores que me presenta en el piso de la Bolsa de Chicago– también lo parecen. Algunos trabajan para las grandes corporaciones cerealeras, otros para los bancos y fondos de inversión, otros son autónomos que juegan su dinero comprando y vendiendo –y deben tener el respaldo de una financiera que les cobra comisiones por todo lo que hacen. Todos amables, entusiastas, personas tan preocupadas por el destino de la humanidad. Personas que me hacen preguntarme para qué sirve hablar con las personas. O dicho de otra manera: para qué sirve la percepción que las personas tienen de lo que hacen. Para qué, más allá de la anécdota.

—¿Y a veces piensan cuál es el costo de lo que hacen en el mundo real?
—¿A qué tipo de costo te referís? ¿El costo económico, el costo social? ¿De qué costo estás hablando?

2

“La historia de la comida dio un giro ominoso en 1991, en un momento en que nadie miraba demasiado. Fue el año en que Goldman Sachs decidió que el pan nuestro de cada día podía ser una excelente inversión.

“La agricultura, arraigada en los ritmos del surco y la semilla, nunca había llamado la atención de los banqueros de Wall Street, cuya riqueza no venía de la venta de cosas reales como trigo o pan sino de la manipulación de conceptos etéreos como riesgo y deudas colaterales. Pero en 1991 casi todo lo que podía convertirse en una abstracción financiera ya había pasado por sus manos. La comida era casi lo único que quedaba virgen. Y así, con su cuidado y precisión habituales, los analistas de Goldman Sachs se dedicaron a transformar la comida en un concepto. Seleccionaron 18 ingredientes que podían convertir en commodities y prepararon un elixir financiero que incluía vacas, cerdos, café, cacao, maíz y un par de variedades de trigo. Sopesaron el valor de inversión de cada elemento, mezclaron y cifraron las partes, y redujeron lo que había sido una complicada colección de cosas reales a una fórmula matemática que podía ser expresada en un solo número: el Goldman Sachs Commodity Index. Y empezaron a ofrecer acciones de este índice.

“Como suele pasar, el producto de Goldman floreció. Los precios de las materias primas empezaron a subir, primero despacio, más rápido después. Entonces más gente puso plata en el Goldman Index, y otros banqueros lo notaron y crearon sus propios índices de alimentos para sus propios clientes. Los inversores estaban felices de ver subir el valor de sus acciones, pero el precio creciente de desayunos, almuerzos y cenas no mejoró nada la vida de los que intentamos comer. Los fondos de commodities empezaron a causar problemas”.

Así empezaba un artículo revelador, publicado en 2010 en Harper’s por Frederick Kaufman, titulado ‘The food bubble: How Wall Street starved millions and got away with it’.

—La comida fue financializada. La comida se volvió una inversión, como el petróleo, el oro, la plata o cualquier otra acción. Cuanto más alto el precio mejor es la inversión. Cuanto mejor es la inversión más cara es la comida. Y los que no pueden pagar el precio que lo paguen con hambre.

Yo había buscado una foto suya en internet, para reconocerlo en el bar de Wall Street donde me había citado; en la foto, Kaufman tenía una camiseta blanca, barba de cuatro días, el pelo alborotado y la sonrisa ancha: un grandote levemente salvaje. Pero esa tarde vi llegar a un señor casi bajito envuelto en traje azul atildado correcto con su camisa impecable y su corbata, llevando de la correa a su caniche blanco. Después me dijo que venía de un almuerzo y que lo disculpara por el perro pero estos días andaba tan ocupado presentando su último libro, Bet the Farm, y que en algún momento tenía que sacarlo. Fred Kaufman se sentó y me dijo que teníamos una hora.

—A principios de los noventas los ejecutivos de Goldman Sachs estaban a la búsqueda de nuevos negocios. Y su filosofía de base, la filosofía de base de los negociantes, es que “todo puede ser negociado”. En ese momento tuvieron la astucia de pensar que las acciones y bonos de deuda y todo eso quizá no tendrían tanto valor en el largo plazo; que lo que siempre tendría valor era lo más indispensable: la tierra, el agua, los alimentos. Pero estas cosas no tenían volatilidad, y eso era un problema para los traders. Toda la historia de los mercados de alimentos, y la historia de la civilización, consistió en tratar de dar cierta estabilidad a los precios de un producto muy inestable. La comida es fundamentalmente inestable, porque hay que cosecharla dos veces por año, y esa cosecha depende de una serie de cuestiones que no podemos manejar: la meteorología, sobre todo. Pero la historia de las civilizaciones depende de esa estabilidad. La civilización se hizo en las ciudades; allí aparecieron la filosofía, las religiones, la literatura, los oficios, la prostitución, las artes. Pero la gente de las ciudades no produce comida, así que había que asegurar que pudieran comprarla a un precio más o menos estable. Así empezó la civilización en el Medio Oriente. Y, muchos siglos después, en América también fue así. Durante el siglo XX los precios del grano fueron muy estables –salvo en breves períodos inflacionarios– y este siglo fue el mejor para este país.

El caniche era paciente, educado. Mientras su dueño hablaba él lo miraba, quieto como si no lo hubiera escuchado tantas veces. Fred Kaufman era un torrente de palabras:

—Los banqueros no entienden los beneficios de tener un precio estable para los alimentos; lo que entienden, al contrario, es que si hay más volatilidad ellos van a hacer más dinero a lo largo de mucho tiempo, porque la demanda de alimentos nunca va a desaparecer; al contrario, va a aumentar siempre. Entonces les interesaba crear las condiciones para atraer grandes capitales a estos mercados y, sobre todo, para mantener esos capitales allí y hacer mucha plata manejándolos. Eso es lo que querían: plata. A ellos no les importan los mercados, no les importan los alimentos; les importa la plata. Para eso debían convertir ese mercado, que durante un siglo sirvió para mantener la estabilidad de los precios y la seguridad de los productores y consumidores, en una máquina de producir volatilidad y, por lo tanto, de producir dinero: para eso crearon su Índex, que les permitió atraer los capitales de muchos inversores y manejarlos. Y eso produjo un aumento sostenido de los precios. En unos años triplicaron los precios del grano; sí, lo triplicaron, y millones de chicos se murieron, felicitaciones. Todos los especuladores predicen que los precios de los alimentos se van a duplicar en los próximos veinte años; si eso sucede, y los habitantes de los países pobres tienen que gastar el 70 u 80 por ciento de sus ingresos en comida, la primavera árabe será una fiesta de quince al lado de lo que va a pasar en el mundo. Hay gente que cree que eso no va con nosotros, que no es nuestro problema. Acá estamos a dos cuadras del Ground Zero: creo que ya nos dimos cuenta de que en el mundo hay gente que está muy enojada con nosotros y que pueden hacer cosas que pueden afectarnos.

Dijo Kaufman, y su caniche blanco lo miró preocupado.

Pero ahora, en Chicago, en pleno piso, Leslie trata de explicarme el mecanismo. Me cuesta; pasa un rato largo hasta que creo que entiendo algo:

Supongamos que quiero hacer negocios. Yo, por supuesto, no he visto un grano de soja en mi vida, pero puedo vender ahora mismo una tonelada para entregar el 1 de septiembre de 2014 –un futuro– al precio del mercado: digamos que 500 dólares. Todo mi truco consiste en esperar que el mercado se haya equivocado y la tonelada de soja valga, fin de agosto, 450 dólares. Porque yo, que nunca tuve soja, podré comprar entonces por ese precio la tonelada que debo entregar –y me habré ganado 50 dólares. O, mejor, vender mi contrato para que otro lo haga –y quizás, entonces, gane 49. O, si soy impaciente o quiero alfombrar mi baño o dedicarme full time a la pintura prerrafaelista, podría venderlo en cualquier momento entre ahora y septiembre 2014. Mañana, por ejemplo, si la “soja septiembre 2014” sube un dólar y tengo ganas de hacer plata rápida.

Pero también, me explica Leslie, podría ser que la soja septiembre 2014 termine a 600 dólares y yo habré perdido 100, por ejemplo. Para evitarlo, me dice, podría ser más sofisticado y comprar, en lugar de un contrato a futuro, una opción. Una opción es un contrato que me da el derecho –pero no la obligación– de vender una tonelada de soja a 500 dólares la tonelada en septiembre próximo. Por eso le voy a pagar al que se compromete a comprármela a un precio –digamos 20 dólares. Si llega octubre y la soja está a 450, habré ganado 30, porque el tipo que me vendió la opción está obligado a comprarme a 500 dólares la soja que yo podré comprar a 450; menos 20 que me costó ese derecho, son 30. Entonces puedo vender mi opción a 30, o 29, y ganar ese dinero directamente, sin hacer la operación. Y el que me la compra especula con que una semana después la soja esté a 445 y entonces en esa semana habrá ganado 5 dólares más, y así de seguido. Y si la soja termina a 600 yo habré perdido sólo 20: no ejerzo mi opción y ahí se acaba todo.

—Uffff.

Ésa es la teoría, que no tiene nada que ver con la práctica. En la práctica esas opciones se compran y se venden todo el tiempo, sin parar: en última instancia, el precio de la soja en septiembre 2014 o pasado mañana o el mes próximo es sólo un número que hay que prever con la mayor precisión posible para poder apostar con éxito sobre sus variaciones, pero sería lo mismo que fuera la temperatura de St. Louis Missouri a lo largo de las próximas 24 horas o la cantidad de eructos en una cena de negocios de catorce vendedores de cilicio líquido. Podría ser cualquiera de esas cosas y tantas más, pero si fueran no cambiarían las vidas de millones: aquí el precio de los granos es la base para un juego de especulaciones; fuera de aquí, es la diferencia entre comer y no comer.

Aquí, mientras tanto, el negocio está en sacar provecho de las pequeñas diferencias diarias u horarias o minuteras en la cotización; esas ínfimas variaciones, si las cantidades son importantes, producen diferencias sustanciales. Y todo gracias a los errores de cálculo del mercado que, para fortuna de sus cultores, siempre se equivoca.

Es curioso: los que trabajan en el mercado, los que cantan las más encendidas loas al mercado, los que viven tan pingües gracias al mercado, trabajan con los errores del mercado. Y ninguno dice –con sus whiskies en el bar, en sus artículos de The Economist, en sus clases de las escuelas de negocios– lo que me gusta del mercado es que siempre se equivoca.

Pero el error del mercado es condición de sus negocios. Si no se equivocara, si la soja futura septiembre 2014 negociada esta mañana a 500 costara 500 en septiembre 2014, este templo estaría desierto, no habría forma de hacer negocios con todo esto. Nadie lo dice: cantan sus Panegíricos, difunden la Palabra, te dicen que el Mercado es la cura para todos los males.

Viven de sus errores.

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Este texto pertenece al libro El Hambre, que publicado la editorial Anagrama.

Conocí a Marcos Abraham Villavicencio en el año 2006. En ese entonces él había aparecido en los diarios de Argentina, mi país, por haber vivido una epopeya. Con apenas diecisiete años, el muchacho –dominicano– se había metido de polizón en un barco en el que había resistido dos semanas sin comer ni beber agua. Él quería llegar a Estados Unidos, ubicado a pocos días de viaje desde su ciudad; pero el cálculo le había salido mal y había terminado en un puerto de Ensenada, una localidad pequeña y deslucida de la provincia de Buenos Aires.

El día de su llegada Abraham fue internado por desnutrición en un hospital local. Ahí lo vi por primera vez. Estaba escuálido y una cánula con suero le colgaba del brazo derecho. A su alrededor, entre tanto, no paraba de entrar y salir gente: Abraham era polizón, pero a esa altura del partido principalmente era noticia.

–Yo quería ir a Nueva York –explicó aquel primer día. Abraham tenía el cráneo romo y un par de ojeras inmensas, pero sobre todo tenía una historia. Una vida dura y maravillosa que yo iría conociendo a lo largo de los meses, durante un reportaje para la revista Rolling Stone que nos ubicó a los dos en esa relación ambigua que se da entre periodistas y entrevistados cuando ocurre un trato prolongado: no éramos amigos, pero cada vez nos conocíamos mejor.

Así fue pasando el tiempo –nos veíamos, hablábamos– hasta que en cierto momento el gobierno se pronunció sobre su caso, le negaron el asilo en Argentina y Abraham tuvo que volver a su país. El día de su partida fui a despedirlo al aeropuerto: su rostro perdido, flotante –estaba tomando pastillas– es lo único que recuerdo de aquel último encuentro. Después lo llamé a la isla un puñado de veces, mas después llegó el silencio, y los años corrieron hasta que unos días atrás, curiosa o aburrida, busqué su nombre en internet y leí, en una noticia breve en un periódico pequeño de San Pedro de Macorís, su ciudad, que Marcos Abraham Villavicencio había sido asesinado a la salida de un bar.

Sentí estupor y tristeza, pero sobre todo sentí una urgencia inexplicable. El muchacho había sido para mí el rostro de un éxodo que en el Caribe llevaba varias décadas y que presentaba al sueño americano en su versión más pura y atroz. ¿Qué había pasado con él? Preguntarme por su muerte era el paso previo a preguntarme por su existencia. Así que hice unos llamados, saqué un pasaje, metí una revista Rolling Stone en la maleta, y aquí estoy: es febrero de 2014 y en unos minutos viajo a la isla. Abraham –o su familia– está esperando.

***

República Dominicana es una isla del Caribe. Hacia el oeste comparte tierra con Haití, pero el resto de los puntos cardinales está lleno de agua y promesas. Puerto Rico está a 135 kilómetros, cruzando el Canal de la Mona, el estrecho tormentoso en el que se unen las aguas del mar Caribe y el océano Atlántico. Y Estados Unidos está a unos quinientos kilómetros: una distancia que, sumada a la pequeñez económica de República Dominicana –y de muchos otros países de la región–, no hace más que multiplicar los sueños de salvación.

Los registros oficiales aseguran que el 10% de la población dominicana vive fuera del país, y los académicos encargados de analizar estos datos aseguran a su vez que ese modelo migratorio no es el único en la zona. Más adelante, en Santo Domingo, la capital de República Dominicana, el sociólogo Wilfredo Lozano, director del Centro de Investigaciones y Estudios Sociales de la Universidad Iberoamericana, explicará todo este esquema –que es complejo– de una manera muy simple. Y dirá que toda el área del Caribe está signada por la transnacionalización, esto es: por un modo de abolir fronteras que está dado por el tráfico de gente y que, más allá de su legalidad, funciona con eficacia desde hace décadas. Cuba, por caso, tiene casi un 10% de su población en el exterior; Puerto Rico tiene más personas afuera (unos 5 millones) que adentro (3 millones 700 mil); Haití tiene emigrada tanto a su élite –que va a Francia o a Canadá– como a sus bases, que van a la Florida; y Jamaica repite el mismo esquema de Haití ya que las clases acomodadas van a Londres y las bajas, a Miami.

En cuanto a los dominicanos, se integraron fuertemente a este modelo tras la muerte del dictador Rafael Leónidas Trujillo, quien impuso su ley entre los años 1930 y 1961 y dejó tras de sí un país económica y socialmente diezmado. En la segunda mitad del siglo XX, hartos de la inflación y de los apagones energéticos de hasta veinte horas, varios millones de dominicanos buscaron suerte en otra parte y a cualquier precio: en su intento por irse, fueron y siguen siendo muchos los que mueren en tránsito. Algunos se lanzan en embarcaciones que no suelen resistir la fuerza del Canal de la Mona, y terminan entre tiburones. Otros se cuelan en el tren de aterrizaje de los aviones y mueren congelados o al aterrizar. Otros viajan hasta Honduras y de ahí intentan cruzar la frontera con Estados Unidos, aun a riesgo de ser encontrados y fusilados por los soldados. Y otros, como Abraham, se hacen polizones, equivocan el curso del barco y quedan expuestos a una muerte por hambre.

Abraham, de hecho, no había viajado solo aquella vez en la que llegó a Argentina. Lo había hecho junto a Andrés Toviejo, un amigo que no sobrevivió. Abraham contó la historia de ese viaje en el hospital de Ensenada en el que nos vimos por primera vez. Dijo que en la madrugada del 16 de junio de 2006, tanto él como Toviejo habían llegado a nado hasta el buque griego Kastelorizo –un petrolero que había atracado en el puerto de San Pedro de Macorís– convencidos de que el destino de ese barco era Estados Unidos. Pero el cálculo falló. Al cuarto día sin ver la tierra, Abraham y Toviejo empezaron a preocuparse. Hasta que, sin bebida y sin comida, Toviejo se desesperó y tomó agua del Atlántico. Esa fue su cruz. Horas más tarde, el muchacho empezó a vomitar y a perder líquido y fuerzas, y en algún momento no queda claro si resbaló o si se rindió: lo cierto es que Toviejo se fue al agua, donde estaba la hélice. Y que su cuerpo se hundió en un reverbero de burbujas encendidas de sangre.

Pero Abraham sobrevivió. Y dos semanas después llegó a La Plata, y allí se dio la secuencia de la que yo estaba al tanto: primero lo trasladaron al hospital; después llegaron los diarios; pronto su historia conmovió al país; luego apareció la familia, desde República Dominicana, diciendo “Dios te guarde la vida, Abraham”; semanas más tarde una mujer argentina se ofreció a adoptarlo; en algún momento Abraham se animó a hablar del futuro (“Quiero quedarme en La Plata”, “Me gustan los motores de auto: quiero ser mecánico en La Plata”) y finalmente la historia, como tantas otras, dejó de servir a los medios y pasó al olvido.

La segunda vez que vi a Abraham fue en un hospital psiquiátrico.

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–Esta es su casa, amén. Abraham nos contó cómo lo trataron allá en Argentina; él la pasó muy bien pero también muy mal… metido en un lugar de locos malos pero también con gente buena como usted, entonces para nosotros usted es de la familia –dice Bienvenido Santos, el padre de Abraham, mientras me abraza con entusiasmo. Hace tres horas que llegué a República Dominicana y hace minutos que llegué a San Pedro de Macorís, la ciudad en la que nació y creció (y de la que escapó y a la que volvió) Marcos Abraham Villavicencio.

San Pedro de Macorís es una urbe ubicada en la costa sudeste de República Dominicana que a principios del siglo XX fue un importante puente económico para la isla y que en los últimos diez años se desplomó cuando la industria azucarera, uno de sus principales recursos, pasó a capitales extranjeros y dejó a media ciudad sin trabajo. En muy poco tiempo el índice de desocupación de San Pedro trepó al 30%, un número que, sumado a la cercanía geográfica con Estados Unidos, no hizo más que multiplicar los sueños de salvación. Buena parte de la población de San Pedro fantasea con cruzar el agua y cambiar de vida. Y todos hacen el intento una, dos, o tantas veces como haga falta. En el caso de Abraham, entre los trece y los diecisiete años trató de irse en once oportunidades. Pero la experiencia con la última, en Argentina, donde terminó en un hospital psiquiátrico, lo disuadió de seguir insistiendo.

No queda claro por qué razones el muchacho acabó en un loquero. Sí se sabe que el gobierno argentino le había negado el asilo porque no era perseguido por motivos de raza, religión, opinión política, nacionalidad o pertenencia a determinado grupo social. Y que de ahí en más, mientras se resolvía su repatriación, Abraham cayó en un limbo burocrático. Ya no dormía en el hospital sino en un hogar para niños de la calle, y algún día, aburrido de hacer nada, pidió permiso para pasear por La Plata, la capital de la provincia de Buenos Aires, y se perdió. Lo que ocurrió después es un misterio: según la policía, Abraham se desorganizó y tuvo un brote psicótico. Según Abraham, él se desorientó, fue visto por la policía, lo molieron a golpes por ser negro y extranjero, y en el acta se fraguó un brote psicótico para justificar la golpiza. En cualquier caso, Abraham fue derivado al hospital Alejandro Korn, más conocido como “el Melchor Romero”: uno de los psiquiátricos más lesivos que hay en Argentina.

La segunda vez que vi a Abraham, él estaba sentado en un banco desconchado, en un pasillo revestido de azulejos pálidos y cortinas viejas pero sobre todo sucias, en el pabellón de Enfermos Agudos, en el fondo de esa inmensa nave de locos que es el Melchor Romero. Era mediados de agosto. Hacía ya más de un mes que Abraham estaba allí, y aunque los médicos le habían dado el alta él no tenía adónde ir. Abraham estaba serio, o mejor dicho: drogado. Su hablar era lento y pastoso y su voz colgaba como esos jarabes que no terminan nunca de caer.

–Cuando llegó de Argentina estaba gordo fofo, una gordura de pastillas que no era su gordura natural… Él nos contó que estuvo en un lugar horrible. Un lugar donde caía granizo –dice Bienvenido ahora, mientras me hace pasar a la casa. ¿Granizo? Hago memoria y es cierto: en aquellos días de 2006 cayeron piedras en Buenos Aires, y todos padecimos aquel episodio pero Abraham directamente lo vivió como algo sobrenatural. Los polizones, dirá Wilfredo Lozano cuando lo vea en Santo Domingo, no suelen evaluar el factor climático de los lugares a los que viajan. Aún cuando esa circunstancia, más que la económica, es la que muchas veces los angustia y los hace sentir lejos de casa.

El hogar en el que creció Abraham es sencillo. Está ubicado en el México, un barrio de clase baja y calles angostas, y fue levantado sobre un terreno comprado –lo sabré después– por un miembro de la familia que logró llegar a Estados Unidos y que manda un dinero mensual para mantener al clan. Bienvenido construyó todo esto con sus propias manos; es carpintero y albañil, y enseñó el oficio a sus hijos. Abraham lo ayudaba desde los once años, y con el poco dinero que ganaba se compró un planisferio y se pagó un curso de inglés. Para ese entonces él ya quería ir a Nueva York y pasaba tardes enteras en el puerto de San Pedro a la espera de un golpe de gracia. La oportunidad llegó a los trece años. En 1999 logró subirse a un petrolero que, contra todo pronóstico, no lo dejó en Estados Unidos ni en Europa, sino en Jamaica, donde pronto fue descubierto y deportado. Su regreso a República Dominicana hizo un gran ruido mediático: al llegar lo esperaban las cámaras de Primer Impacto, un famoso noticiero sensacionalista que se refería a Abraham como “el Menor” –un apodo que le quedaría para siempre– y en el que Abraham apareció diciendo que se había fugado porque su familia era pobre y quería juntar dinero para ayudar a su madre: un relato épico que conmovió al país y que era estrictamente cierto. Tan cierto que seis meses después el chico se volvió a escapar.

De eso me habló Abraham las veces en las que nos vimos: de los infinitos viajes que hizo como polizón.

–El segundo viaje fue para Venezuela –contó en el Melchor Romero–. Ahí el barco fondeó muy lejos de tierra y me tuve que tirar al nado… y entonces me vio una lancha y me vio una mujer. Una mujer que me quiso adoptar.
–¿Y entonces?
–Y no. Yo le dije que no… porque no me quería quedar porque… Yo quería irme para Estados Unidos. Y eso era Venezuela. Y no quería estar en Venezuela. Es un país malo.
–¿Malo en qué sentido? ¿Te trataron mal?
–No, no. Venezuela tiene la economía baja.
–Y tú quieres un país pujante.
–Con una economía buena, sí.
–Y tú siempre piensas que estás yendo a Estados Unidos.
–Claro. Yo siempre voy para América.

Más tarde, luego de ser devuelto de Jamaica, de Trinidad y Tobago y de Haití, Abraham llegó, finalmente, a Estados Unidos. El barco había fondeado a quinientos metros de la tierra pero alguien lo vio segundos antes de que Abraham diera el salto hacia el agua. Lo encerraron en un camarote y lo único que supo, horas más tarde, era que había estado a quinientos metros de Miami o Nueva Orleans, aunque qué más da: para cuando se enteró de que finalmente había llegado a América, Abraham ya estaba en Haití.

–Trato de ir muy escondido, pero igual me ven… La segunda vez que llegué a Estados Unidos me denunció un remolcador. Y ahí me llevaron por tierra, esposado de pie y de mano: primero pasé por Nueva Orleán, después porLuisana, después por Miami.
–¿Qué te pareció Estados Unidos desde el auto?
–Liiindo. Graaande. Ese era el lugar en el que quería quedarme, sí… Conozco gente que ha escapado a la Florida y ahora está muy mejor.

El sueño americano terminó en la embajada de República Dominicana, donde se hicieron los trámites para que Abraham fuera, una vez más, devuelto a su país. En ese momento tenía dieciséis años. Y un resto físico y mental para seguir insistiendo. Meses más tarde, en 2005, volvió a meterse junto a dos amigos más en la grúa de un azucarero filipino. Creía que iba a Estados Unidos, pero el barco se dirigía a Holanda. Al cuarto día de viaje, cuando estaban en altamar, un filipino los descubrió y los subió a patadas a la popa. Los ataron de pies y manos, los molieron a golpes y los tiraron por la borda. Abraham fue el único sobreviviente: un barco ruso lo vio flotando y lo rescató tres días después. Desde entonces, la familia de Abraham intenta –sin suerte– llevar adelante un juicio contra los dueños del buque.

–Nosotros teníamos un abogado pero los del barco le pagaron un soborno y se cerró la causa –dice Bienvenido Santos. Está sentado en la sala de su casa: un espacio pequeño en el que hay un sillón, un par de sillas, un televisor inmenso y algún cuadro. Y gente. Aquí, me entero, viven once personas, aunque siempre parece que son más. El primero en acercarse fue Bienvenido pero ahora llega Dainés Santos Mota, la prima favorita de Abraham: una muchacha bella, joven y de ojos enormes que me acerca un refresco y se acomoda a mi lado.
–Pregunta tú –dice con delicadeza. Se hace un silencio. Todos tomamos aire. Se supone que ahora empieza una entrevista formal.
–¿Qué pasó con Abraham? –pregunto entonces.

Bienvenido mira a Dainés.

–Ella estaba –dice.

Dainés empieza a hablar. Cuenta que era diciembre de 2012 y que estaban en la casa celebrando el cumpleaños de Ana –otra prima que vive aquí– y que después ella (Dainés) y Abraham salieron en moto, ya borrachos, a seguir bebiendo por el malecón. Eran las dos de la mañana y buscaban locales abiertos donde comprar cerveza con los cinco dólares que les quedaban. Finalmente encontraron un lugar lleno de gente. Aparcaron la moto, entraron, compraron, y al salir Abraham avanzó primero y pensó que Dainés le seguía los pasos. Pero no era así. La chica tuvo un altercado entre el tumulto. Un muchacho le dio un empujón, Dainés le gritó, y en cuestión de segundos se armó una de esas peleas que siempre comienzan por motivos estúpidos. Cuando llegó a la moto y giró sobre sí mismo, Abraham vio a su prima rodeada por quince varones.

–Con mi prima no, qué pasa con la muchacha –gritó mientras quitaba el seguro a la moto. Puso un caño debajo de su ropa para hacer creer que tenía un revólver.
–Qué te pasa, mamahuevo –respondió alguien.
–Cómo así, te quieres tú comer a la chica, ¿eh? –dijo Abraham y empezó a acercarse, y en un santiamén comenzó la golpiza. Dainés se zafó y trató de pegar, pero era inútil. Eran demasiados. En algún momento llegó alguien con un cuchillo e intentó darle a Dainés, pero la chica logró echarse a un costado y el daño le llegó a Abraham, que estaba detrás. Abraham se quedó de pie, inmóvil. La primera puñalada le había quitado un pedazo de oreja. Entonces se acercó otro muchacho.
–Coño, tú no eres un hombre –le dijo a su amigo–, así es que se le da un hombre –concluyó, y apuñaló el corazón de Abraham.
–Ahí Abraham se desplomó –dice ahora Dainés–. Y yo le dije hey, Abraham, y me le tiré encima y él estaba vivo, yo sentía su latido pero lo tenía muy desgarrado eso ahí… Él llegó muerto al hospital; en el camino yo le hablaba y él abría los ojos, pero llegó muerto.

Dainés llora. Bienvenido también. La angustia de ambos es fresca, como si no hubiera pasado el tiempo o como si el tiempo hubiera perdido su compostura. Alguien, entre tanto, vocifera en una habitación contigua, separada del cuarto central por una cortina que oficia de puerta. Se trata de Bernarda Santos, la madre de Bienvenido, la abuela de Abraham. Bienvenido se seca los ojos y se pone de pie para ver qué quiere su madre, y entonces corre la cortina y se ve esto: un cúmulo de huesos finos y postrados en una cama. Bernarda tiene 96 años, una voz grave y, pronto lo sabré, una incapacidad para quedarse en silencio.

Bernarda crió a Abraham, pero aún nadie se atrevió a decirle que el muchacho está muerto. Desde hace un año que todos en la familia le dicen que simplemente no está, o que está muy atareado: un argumento verosímil pues Abraham solía estar ocupado. Para el momento de su muerte, Abraham tenía veinticuatro años, había hecho varios cursos de cocina, tenía tres hijos pequeños –con dos mujeres distintas con las que no había llegado a convivir– y estaba incursionando en la música con un proyecto de reggaetón y dembow con el que había sacado dos discos y había llegado a tocar con el Lápiz Conciente, conocido por ser el padre del rap dominicano.

–Luego de Argentina él nunca más pensó en irse –dice Bienvenido–. Él entendió que hay que estudiar, que hay que echarse p’alante, que ninguno de mis hijos tiene que tener la vida dura que yo tuve. Yo me fui en yola cinco veces para Puerto Rico y las cinco me deportaron, y la mamá de Abraham también se fue en yola varias veces, y eran viajes muy duros, la mamá de Abraham, que vive lejos de aquí, quedó mal de la cabeza de tanto viaje y yo le contaba eso a Abraham para que él no repitiera lo mal hecho. Pero el sueño de él en un comienzo era irse. Todos queremos abrirnos la mente y progresar. Entonces cada vez que la viejita –dice Bienvenido señalando a Bernarda, al otro lado de la cortina–escuchaba que sonaba la bocina de un barco ella decía “ay, se nos va Abraham”.

Teté, hermana de Bienvenido, tía de Abraham, acerca unos plátanos fritos con salami. Mientras como, Bernarda sigue voceando y Bienvenido y Dainés vuelven a llorar. Afuera, a través de las rejas –todo el barrio tiene rejas– se ve a los niños saliendo de la escuela y se ve un tronco de árbol echado sobre la acera. A veces Abraham se sentaba allí a pensar. Bienvenido siempre lo recuerda así: cavilando, hablando poco, tejiendo la trama de una historia que a todos, en un principio, se les hacía insondable. Abraham nunca dijo que soñaba con irse. Pero se empezó a ausentar de la casa y un día su abuela Bernarda le encontró una mochila con chocolates y un ancla.

–Abraham quiere irse de polizón –le dijo Bernarda a Bienvenido. No fue una frase estridente: muchos en la familia se habían ido de una u otra forma. De ahí en más, cada vez que Abraham desaparecía lo buscaban en el muelle y en general lo encontraban charlando con empleados del puerto.
–Abraham, tú le estás preguntando mucho a la gente de barco –llegó a decirle Bienvenido. Pero Abraham no respondía: solo sonreía y con esa sonrisa clausuraba cualquier pregunta nueva. Hasta que a los trece años al fin llegó el día en el que Abraham faltó definitivamente de la casa para volver al tiempo convertido, ante los ojos del país entero, en “el Menor”.
–Él se iba con poca cosa –dice Bienvenido–. Se llevaba unos chocolatitos, agua, un ancla y la Biblia. Le voy a mostrar la Biblia.

Bienvenido se pone de pie y trae la Biblia de Abraham. Está marcada. “Mirad también las naves; aunque tan grandes, y llevadas de impetuosos vientos, son gobernadas con un muy pequeño timón por donde el que las gobierna quiere”, dice el Santiago 3, 4 que está subrayado.

–Él era un chico muy lector. Venga que aquí están sus cosas –dice Bienvenido y me lleva a su habitación. El cuarto de Bienvenido tiene una gran cama sobre la que el hombre va poniendo libros y películas. Las películas son previsibles: hay de acción, de terror, una de vudú en Haití, alguna porno. Pero los libros, no: hay varios cuadernos de inglés y hay un ensayo titulado Marx y los historiadores: ante la hacienda y la plantación esclavistas.
–¿Y esto?
–Ah, es que Abraham era un chico muy especial. Hay mucho para charlar y para mostrarle… –Bienvenido sale de su habitación, se asoma a un patio, mira hacia arriba–. Nosotros arriba tenemos un cuarto, puede quedarse acá para tener más tiempo y conversar mejor.
–¿No duerme nadie ahí arriba? –pregunto.
–Solo duerme Teté cuando viene a visitarnos.
–Pero Teté ahora está aquí. Me sirvió los plátanos.
–Ah no, esta es una Teté. Pero luego tengo otra hermana, otra Teté, la que vive en Estados Unidos.

Bienvenido cuenta entonces la historia de la otra Teté. La síntesis es que se fue en barcaza cinco veces a Puerto Rico y que en el último viaje, hace ya veintiséis años, el mismo oficial que la había devuelto en su anterior intento se hizo el distraído y la dejó pasar. Hoy Teté tiene la ciudadanía americana y, al igual que cientos de miles de dominicanos que viven afuera, manda todos los meses un dinero con el que la familia entera puede resolver apuros básicos. Unos días después, en su oficina en la universidad, Wilfredo Lozano dirá que las remesas son, luego del turismo, la segunda fuente de ingresos de República Dominicana: todos los años por esa vía entran 3,500 millones de dólares al país. Una parte imperceptible de esa cifra sale del bolsillo de Teté, a quien todos llaman –para diferenciar de la otra Teté– “Teté la grande”.

***

Llego al día siguiente con un bolso. Me recibe Teté con un abrazo y me sienta frente al televisor.

–Mira tú el noticiero, ponte cómoda –dice. Luego me acerca una olla pequeña con arroz, pollo y habichuelas–. Come.

Como el guiso acompañada por los gritos de Bernarda. Al rato termino y Teté se sienta a mi lado.

–Ahora vamos a ver la novela –dice. Nadie aquí trabaja afuera de la casa. En todo San Pedro, y en buena parte del país, la gente vive del chiripeo (los trabajos eventuales), los empleos precarios en las zonas francas, el turismo y las remesas del extranjero. Así que, bueno, todos estamos aquí mirando la novela. Un rato después, cuando ya vi dos programas distintos, se escucha la voz de Bienvenido en la sala.
–Sierva.

Parece que me habla a mí. Doy la vuelta y veo a Bienvenido: está guapísimo. Se ha bañado. Lleva pantalones negros de vestir, zapatos lustrados, y una camisa blanca que contrasta con la piel morena. Bienvenido quiere llevarme a conocer el puerto de San Pedro, el lugar al que iba a buscar a su hijo cuando desaparecía. Le digo que sí. Subimos a un mototaxi y partimos. La ciudad pasa a una velocidad cansina que permite ver detalles. Ahí están los edificios antiguos y venidos a menos; ahí están los negocios oscuros como cuevas en las que los hombres sudan un oficio. Respiro hondo: me gusta el olor del salitre en la cara.

Unos minutos después estamos en el puerto. Hay guardias escoltando la entrada a los muelles, y de modo inesperado alguien nos pide una autorización que no tenemos. Aún no lo sabemos, pero lo cierto es que nunca podremos traspasar esta entrada. Días más tarde Teddy Heinsen, presidente de la Asociación de Navieros de la República Dominicana, dirá en Santo Domingo que han tenido que intensificar los controles portuarios luego de que Estados Unidos pusiera en una lista negra a los navíos salidos de la isla.

–A Estados Unidos no le interesa tanto el inmigrante ilegal como el miedo a que llegue gente con drogas o dinero para lavado o terroristas. En la Asociación llevamos invertidos 25 millones de dólares en personal portuario, escáneres, detectores de mentiras y cámaras infrarrojas para identificar polizones que se cuelan en los barcos. Gracias a eso pudimos salir de la lista negra. Los ilegales ahora se van en yolas, pero ya no tanto en barcos.

Impedidos de entrar, entonces, con Bienvenido bordeamos a pie toda la zona de aduanas y entramos a un callejón que desemboca en el mar. La vista es bella. Recorremos el malecón y se ve la bruma, la espuma, la costura del horizonte. Días atrás, por e-mail, el poeta dominicano Frank Báez me dijo algo hermoso: “Una cosa es un pueblo de montaña y otra cosa es esto. Aquí solo puedes ver el mar. Aquí el horizonte solo te dice vámonos.”

Pienso en eso mientras miro el puerto. Se ve un buque inmenso, amarrado, tranquilo.

–¿Cree que Abraham fue un muchacho feliz?
–Bueno… –Bienvenido vacila–. Él comenzó a vivir una vida no tan desesperante a lo último… Pero antes él estaba desesperado por conocer otro mundo y no estaba feliz porque a veces uno tiene un sueño en la vida, ¿y cuándo uno es feliz? Cuando realiza ese sueño que uno tanto anheló.

Nos quedamos en la costanera hasta que cae la noche y volvemos a la casa. Subo a mi cuarto para darme un baño. En eso estoy cuando alguien toca la puerta.

–Luego sube Natalie para dormir con usted –grita Teté.

Natalie es una de las hijas de Ana y es una de las nietas de Teté. Así son las cosas. Pienso en eso y escucho los gritos de Bernarda, y empiezo a notar que esta será una noche larga. Bajo para la cena. Teté me espera con una silla frente al televisor.

–Aquí no tenemos mesa, así que comemos solos –dice Teté y me extiende un plato de arroz con frijoles–. Siéntate a ver la novela.

La novela de la noche se llama Novio de alquiler.

Detrás de su cortina, sobre la cama, postrada, Bernarda vocifera sin respiro:

–¡teté teté teté, maría maría maría, dónde está maría!
–¡María está en su casa, mamá, deja la bulla!

Así veo la novela. Teté me mira.

–Usted sabe que Natalie solo duerme con Bernarda.
–¿Cómo?
–Que ella solo puede dormir si está en la cama con su abuela.
–¿Y por qué va a dormir conmigo?
–Para acompañarla a usted.
–Ah, pero no necesito compañía.
–¿Usted no tiene miedo de dormir sola?

Le digo que no. Le pregunto cómo hace la niña para dormir con esos gritos.

–Creció durmiendo con Bernarda –Teté se encoge de hombros–. Natalie es la única que no siente sus gritos.

Va llegando gente a la sala. Ahora están Ana, la hija de Teté; Ñoño, hijo de María y hermano de Dainés; Humberto, hijo ya no sé de quién, y en fin: todo empieza a parecerse a esos pasajes del Génesis donde los nombres de los padres y los hijos se suceden hasta que el lector pierde el conocimiento. Me estoy mareando. Solo veo que las mujeres son hembrones con el culo izado como una bandera; y que los varones tienen todos unos cuerpos titánicos. Muchos de ellos se pasean recién bañados y con la toalla envuelta a la cintura. En vez de enviarme a Natalie podrían subir a Humberto o a Ñoño, pienso. Pero me callo. Y al rato me voy a dormir.

***

Me despiertan los gallos y los gritos de Bernarda. En cierto momento junto fuerzas, bajo y tomo un café. Miro a Teté y está exhausta. Duerme en el cuarto contiguo al de Bernarda y desde hace años que no concilia el sueño de un modo decente. Le ofrezco ir a buscar a María para que la reemplace. Salgo. Camino por un callejón angosto que da algunas curvas hasta dejarme en la casa de María, que es también la de Dainés y la de Esmeliana, su niña.

La casa es un lugar muy limpio y prolijo, con cortinas de tul rosado y un retrato enmarcado con las fotos de dos de los tres hijos de Abraham. Sin embargo no es eso lo que llama la atención (la casa de Bienvenido también es limpia y prolija) sino el silencio. Aquí hay silencio.

–Abraham huyó de eso –dice Dainés–. A él no le gustaba toda esa bulla. Cuando se fue no dijo ni la dirección donde vivía. Recién al tiempo me llevó a mí a conocer y la llevó a mi mamá, que era como una madre para él.

La madre biológica de Abraham se llama Mireya y está en Bayaguana, una localidad ubicada en el norte de la isla. Abraham nunca vivió con ella. Apenas nació, Mireya se fue en yola a Puerto Rico y dejó a Abraham al cuidado de su abuela Bernarda. En Puerto Rico, Mireya conoció a un dominicano llamado Marco Villavicencio que ya tenía la ciudadanía portorriqueña. Se casó con él y lo convenció –con el apoyo de Bienvenido– de reconocer a Abraham y darle el apellido. Luego regresó, pero se fue a vivir a otra parte del país.

–A Abraham le iba a servir más tener el apellido de un hombre de allá, así algún día le iba a ser más fácil irse. Uno tiene que ser generoso, tiene que pensar en el hijo –dijo ayer Bienvenido, sentado en el malecón. Por esa razón Abraham no lleva el apellido Santos sino el Villavicencio. Por lo demás, Abraham nunca vivió con su madre y el rol materno siempre estuvo repartido entre Bernarda y María.

María ahora está mirando fotos de Abraham. Las trajo para mostrármelas. Las más antiguas lo muestran pequeño, flaquito, niño; parecido al chico que languidecía en el hospital de Ensenada. Las últimas, en cambio, lo muestran desafiante y robusto, dueño de todos los tics estéticos de un músico de reggaetón.

–Todos en San Pedro conocen a Abraham como “el Menor” –dice Bienvenido tras de mí, mientras mira el afiche. Acaba de entrar a la casa de María. Vino a buscarme para volver al puerto y ver si nos dejan entrar. Esta vez, dice Bienvenido, el salvoconducto es su abogado, un tal Fernando que a la vez es director de aduanas. Fernando es el encargado de llevar la causa contra el barco filipino que arrojó a Abraham al mar. Bienvenido cuenta la historia mientras vamos caminando hacia el puerto. Según dice, eran cuatro los polizones que estaban en el barco. A los tres primeros, los filipinos les pegaron con fierros y luego los tiraron desvanecidos al agua. Pero con Abraham pasó algo distinto.

–¿Este no es Abraham, el que nos hace los mandados allá en San Pedro? –dijo uno.
–Sí, hombre, no le pegues. Solo amárralo y tíralo al mar.

Así fue que Abraham fue arrojado en pleno océano y debió afanarse por sobrevivir. Años atrás, en el loquero, Abraham lo contó de esta forma:

–Creo que sobreviví porque todavía creo en Dios –dijo–. Muy difícil… muy difícil. Todo era mar, mar…
–¿Y cómo hiciste?
–Flotaba. Las amarras se aflojaron con el agua y yo me las quité, y luego flotaba. Y rezaba.

Hasta que por la mañana salió el sol y un barco ruso lo vio flotando. Así se salvó.

–Como los barcos con polizones deben pagar multas altas, muchas veces la tripulación mata a los muchachos que encuentran –dice ahora Bienvenido–. Eso no pasa siempre. Muchos barcos los entregan a la justicia, pero los filipinos tienen mala fama. Esa vez murieron todos menos mi hijo. Dios tenía grandes planes con Abraham.

Bienvenido avanza con paso resuelto. Arriba hay un sol furioso del que hay que cuidarse: Bienvenido se cubre con una Biblia.

–¿Si Dios tenía grandes planes, entonces por qué Abraham está muerto?
–Marcos Abraham nos dejó una historia, cumplió su función. Y ahí terminó su vida.

Bienvenido se detiene antes de llegar al puerto. Hace comentarios vacuos sobre los edificios de Aduanas –sobre la arquitectura– pero noto que está llorando.

–¿Qué función cree que cumplió Abraham?
–Amén… Nos dio a nosotros como una forma de superación, tú me entiendes. Que uno no debe quedarse “con estoy aquí”, y ya. Todavía uno está vivo, uno tiene que hacer lo que ustedes están haciendo: descubrir las cosas, luchar por esas cosas.

Bienvenido se seca la cara. En ese pañuelo hay sudor, hay lágrimas, hay más de una cosa. Luego llega al puerto y pide entrar, pero una vez más nos niegan el paso –el abogado Fernando aún no llegó a su trabajo– y debemos irnos. Bienvenido decide entonces dar una nueva vuelta por el pueblo. En el camino saluda personas y señala lugares: la maternidad donde nació Abraham, el restaurante donde comieron con Abraham, un cementerio.

–¿Aquí está enterrado Abraham? –pregunto.
–No, este es el cementerio de los ricos. Marcos está en Santa Fe, más lejos de aquí. Lo velamos en mi casa y luego los muchachos, los otros hijos míos, decidieron llevarlo con su música.

Santa Fe no queda lejos; son veinte minutos en moto y le pido a Bienvenido que vayamos hasta allá. Accede. Subimos a la moto de un muchacho llamado Robin y salimos de la ciudad en poco tiempo. Antes del mediodía estamos en el cementerio. Es un predio grande y descampado; una suerte de pueblo chico con cielo inmenso. Entramos en moto y andamos entre las tumbas hasta llegar a una zona de lápidas precarias y pastizales crecidos. Ahí bajamos. Bienvenido camina entre pequeñas cruces blancas y algunas florecillas silvestres. Voy detrás. En un montículo de cemento gris, sin nombre, sin flores, está enterrado Marcos Abraham Villavicencio. Apoyo una mano en el cemento. Hay un sol tremendo pero el cemento está frío. No practico ningún culto pero por algún motivo pido a Bienvenido que haga una oración. Él se arrodilla, baja la cabeza, cierra los ojos. Ora.

–Amén.

Terminado todo me persigno como si diera las gracias, y cuando me pongo de pie siento un puntazo hondo en un dedo. Grito. Algo grande me picó, pero levanto el pie y no veo nada.

–¿Fue una hormiga? –pregunto, mirándome el dedo.
–Fue una hormiga –opina Robin, que está con nosotros.
–Es Abraham –dice Bienvenido, y sonríe.

Entonces pienso en Abraham como una hormiga –una hormiga rabiosa– y entiendo que esa es una buena metáfora. Y sonrío también.