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La filmación del Gran Premio de Alemania de 1957, la mejor carrera de todos los tiempos según los especialistas, es sobria en imagen, blanco y negro, pura compaginación, nada de efectos especiales, pero escandalosamente ruidosa porque los autos de Fórmula 1, estructuras cilíndricas carentes de cinturón de seguridad, suenan como aviones de la Segunda Guerra en el carreteo previo al despegue. Hacia el podio aceleran los pilotos, vestidos con zapatos y guantes de cuero, pantalón y remera de algodón, antiparras y casco de madera con interior de corcho, inflamables. Entre los veintitrés hay favoritos, como los ingleses Mike Hawthorn y Peter Collins, pero ninguno como el argentino Juan Manuel Fangio, que si gana este domingo 4 de agosto de 1957 en Nürburgring logrará una hazaña única en toda la historia del automovilismo: sumar su quinto título mundial, esta vez con Maserati, después de los de 1951 con Alfa Romeo, 1954 y 1955 con Mercedes-Benz, y 1956 con Lancia Ferrari. Fangio corre a la cabeza con su Maserati, el número uno pintado en blanco sobre el metal —rojo con una pestaña amarilla en la trompa—, cumpliendo cada vuelta de casi veintitrés kilómetros en poco más de nueve minutos, batiendo sus propios récords, haciendo lo que los demás no pueden.

Como un rayo, lo inesperado. Fangio, a quien todos llaman Chueco por sus piernas como paréntesis, levanta el pie del acelerador. Aminora la marcha para entrar en boxes cuando faltan diez vueltas para el final. Los mecánicos tardan cuarenta y cinco segundos en cambiar las ruedas y llenar el tanque, porque queda muy poco combustible debido a la estrategia del piloto: largar con medio tanque, puesto que a menor peso mayor velocidad. Fangio se cambia las antiparras antes de salir de nuevo a la pista y se ubica ahora en el tercer puesto. Delante de él se escapa la Ferrari de Collins y, en punta, la de Hawthorn que, al no haber pasado por boxes, está tan exigida que no rinde como debería. Faltan dos vueltas para el final y la situación no cambia. Ferrari, Ferrari, Maserati. Ferrari, Ferrari, Maserati.

Como un rayo, lo que todos esperan. Fangio pasa a Collins y, segundos después, a Hawthorn, a ambos por el interior de una curva a más de doscientos kilómetros por hora, y encara los últimos metros hacia la gloria durante los cuales piensa que nunca antes manejó así, decidido al riesgo máximo, a la misión suicida, y que nunca más volverá a hacerlo, porque ya tiene cuarenta y seis años, veinte más que varios de sus rivales, y el cuerpo es una obviedad: algo distinto de lo que era.

La acción dura dos segundos o menos y, como la cámara está lejos, se ve muy pequeña. Pasaría inadvertida si no fuera por el arrojo de una mujer de saco gris y gorro blanco que, mientras Fangio entra en boxes, corre con los brazos extendidos hacia el Maserati, todavía en movimiento, y toca al quíntuple campeón antes que nadie, le agarra la cara con ambas manos y lo besa, se besan, como si no hubiera nadie alrededor cuando, en verdad, todos se les van encima.

Los mecánicos llevan en andas a Fangio hasta el podio, donde lo esperan Collins y Hawthorn, quien al año siguiente, el 6 de julio de 1958, se tomará revancha al ganar en Reims el Gran Premio de Francia en el que el argentino se retirará del automovilismo con un cuarto puesto. El récord de cinco campeonatos será superado casi medio siglo más tarde, en 2003, por el alemán Michael Schumacher, quien incluso después de ganar un título más, llegar a los siete y convertirse así en el máximo campeón en la historia de la Fórmula 1, dirá que ni él ni nadie podrá jamás igualar a Fangio.

Los créditos iniciales del documental de 1976 Fangio. Una vita a 300 all’ora (Fangio. Una vida a 300 kilómetros por hora), del director inglés Hugh Hudson, no tienen el espíritu celebratorio de las imágenes del Gran Premio de Alemania de 1957 que se ven durante los primeros minutos, sino uno melancólico, el del otoño del ídolo. La cámara recorre una pared marrón de la que cuelgan decenas de fotos de Fangio —de niño, en muchas de sus doscientas carreras, ovacionado por multitudes, sonriendo con Juan Domingo Peró— y su familia —en especial una de su padre, Loreto, y otra de su madre, Herminia—, mientras suenan unos tristes violines italianos, indicio de que los Fangio, como especificará más tarde el relato en off a cargo del propio protagonista, llegaron a fines del siglo xix desde los Abruzos, región montañosa del centro de Italia que se extiende hasta el Adriático, para dedicarse al trabajo rural en Balcarce, un pueblo serrano de la provincia de Buenos Aires próximo al Atlántico.

En el documental aparecen luego más imágenes registradas por Hudson, ganador del Oscar con Carrozas de fuego, otra épica deportiva. Fangio, en el relato en off, con su acento campechano, dice que le gusta ir una vez al año a ese lugar en el que se lo ve ahora, un autódromo en el que está rodeado por cuatro niños que miran con admiración un viejo auto de carrera, para recordar sus años de juventud. Fangio tiene sesenta años o poco más al momento de filmar esa escena, a comienzos de los setenta. Una gorra de tela le cubre la cabeza calva, con una coronilla rubia oscura cada vez más gris, que a esa edad ya tiene salpicada de manchas marrones, una más grande que las demás debajo de la sien derecha. Son las de siempre la sonrisa ladeada y la mirada de dandy, los ojos verdes como uva blanca.

—Todos estos chiquilines no son ni mis hijos ni mis nietos. Son los pequeños hinchas que aún me quedan.

Fangio niega tener algún vínculo sanguíneo con esos chicos que se ven en pantalla. Y con cualquier otro. Hasta su muerte —el 17 de julio de 1995, a los ochenta y cuatro años— dirá que no se casó ni tuvo hijos por considerar incompatibles la vida de familia y la vida de piloto, tan cercana a la muerte.

Sin embargo, al momento del estreno de Fangio. Una vita a 300 all’ora, los hijos que el protagonista había concebido con distintas mujeres —una de ellas, la de saco gris y gorro blanco de los boxes de Nürburgring—, y a quienes nunca reconoció legalmente, ya eran hombres que, a su vez, tenían hijos.

Fangio y la mujer de saco gris y gorro blanco también aparecen besándose en una foto del Gran Premio de Alemania de 1957 publicada entonces en diarios y revistas de todo el mundo. Desde la izquierda del cuadro, un hombre de traje, gorra y anteojos observa cómo Fangio, con la corona de laureles sobre los hombros y una calvicie avanzada, se inclina para besar a la mujer que no se cae del podio porque la mano izquierda de un hombre que entra desde la parte inferior del cuadro la sostiene por los glúteos. Esa mujer, según los epígrafes, es Andrea Eromia Berruet, más conocida como Beba, la pareja de Fangio desde mediados de la década del treinta, cuando ella, de veintitantos años, estaba separada, pero no divorciada legalmente, de un hombre llamado Luis Alcides Espinosa, y Fangio era un mecánico de la misma edad que, siempre con autos prestados porque no tenía uno propio, iba de un pueblo a otro en busca de carreras en las que aprovechaba para hacerle publicidad al taller del que era propietario junto con otros socios en Balcarce, Fangio, Duffard y Cía.

Por aquellos años, aunque ya mostraba notables aptitudes para el manejo, Fangio sólo acumulaba fracasos. Salió tercero en su debut en las pistas, el 24 de octubre de 1936, en Benito Juárez, con un Ford A ‘29 que era, en realidad, un taxi. Con otro Ford A llegó tarde a su segunda carrera, en diciembre del mismo año, en González Chaves, pero igual se metió en el circuito, falta por la cual fue descalificado por los jueces. En la tercera, en 1937, en Balcarce, tuvo problemas tanto en la largada —arrancó la palanca de cambios del Buick que manejaba y la reemplazó por un destornillador— como en el transcurso de la competencia —que abandonó luego de chocar contra un puente, porque no era fácil conducir por caminos de tierra, la visión disminuida por la polvareda, con un destornillador por palanca de cambios—. Sí pudo terminar con un Ford V8, aunque en el séptimo puesto, su cuarta carrera, en Necochea, el 27 de marzo de 1938, cuando Beba Berruet encaraba los últimos días de un embarazo que concluiría el 6 de abril, en Balcarce, con el nacimiento de un niño al que la pareja llamaría Oscar Alcides, pero que no anotaría con el apellido Fangio ni Berruet, sino con el de Luis Alcides Espinosa.

***

—Me anotaron con el apellido Espinosa porque cuando nací mi mamá todavía no había hecho los papeles de divorcio, y eso que se había separado hacía bastante de Espinosa.

Oscar no ha heredado ningún rasgo físico de su madre, Beba Berruet, quien, según puede verse en fotos de varias carreras, era una mujer de baja estatura, cara redonda, sonrisa amplia, pelo y ojos oscuros, mirada chispeante.

—Cuando yo tenía diez años o menos, mi mamá se fue con mi papá a Europa y me dejó en Balcarce con la familia Espinosa, que es extraordinaria. En ese momento, según lo que se conversó, decidieron eso para no cortarme la escuela primaria, para que la terminara ahí con mis compañeros. Los Espinosa me criaron hasta que me vine a Mar del Plata, a la casa de mi abuela materna, para hacer el colegio secundario. En lo de mi abuela viví hasta que me casé.

A quien Oscar sí se parece, más aún a los setenta y ocho años, es a su padre, Fangio, el perfil romano, los ojos verdes, e incluso las manchas marrones en la cabeza calva que, de tan lustrosa, refleja la luz de la araña que cuelga del techo. El living de este chalet de la periferia de Mar del Plata, ciudad balnearia ubicada a unos setenta kilómetros de Balcarce, tiene una decoración clásica, las sillas tapizadas de pana, platos y fuentes de porcelana con escenas de la campiña en el bahiut, la mesa rectangular laqueada, con detalles de ebanistería, sobre la cual Oscar apoya las manos, también con manchas marrones.

—Mi mamá acompañó a mi viejo durante toda su carrera en Europa. Hasta cocinaba para los corredores en los autódromos. Cuando en 1952 mi viejo chocó en Monza y estuvo internado como cuatro meses en Italia, la que no se movió de al lado de la cama para cuidarlo fue mi vieja. Yo me encontraba con ellos cuando volvían de Europa para pasar las vacaciones de verano o para correr en Buenos Aires. Quizás hubiera sido mejor tenerlos más cerca de chico. No lo voy a negar.

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Siempre que Fangio y Beba Berruet estaban en la Argentina, Oscar cambiaba la cotidianidad de Mar del Plata, la casa de su abuela materna, el fútbol con amigos y el colegio secundario industrial del cual egresaría como técnico mecánico, por la del hijo de un ídolo deportivo que aparecía en las portadas de revistas como Life y Paris Match, y eso era poco en comparación con los elogios y homenajes que recibía de papas y reyes, de Pío XII y Jorge VI de Inglaterra, de Pablo VI y Rainiero de Mónaco; su fama era tal que sobre él los medios publicaban incluso estudios astrológicos (“Es un hombre llamado a los grandes destinos, según lo anuncian en su vida los dioses astrales —escribió Xul Solar, destacado artista plástico y estudioso de la astrología, en 1950, un año antes de que Fangio ganase su primer título de Fórmula 1—. Por un lado, aparecen los éxitos y la suerte, y por el otro, un descontento hasta consigo mismo, manifestándose a veces solitario con ciertos tintes de frialdad”).

Gran parte de las temporadas de padre, madre e hijo transcurrían en Buenos Aires. El tiempo se repartía entre los compromisos sociales y los paseos por la ciudad, especialmente por la costanera, a lo largo de la cual se encontraban los carritos de venta de carne a la parrilla en los que tanto le gustaba cenar a Fangio, lejos del centro, de los autógrafos y los flashes. Distinta era la rutina cuando estaba próximo el Gran Premio de la Argentina y los días transcurrían en el autódromo. Oscar se divertía lo mismo, o más, porque era fanático de las carreras, y en los boxes, durante los entrenamientos y las clasificaciones, pasaba el rato con el argentino Froilán González y otros pilotos destacados de Fórmula 1, todos amigos de su padre. Oscar los escuchaba conversar sobre los autos y en una ocasión, como nunca antes, sobre el clima. Fue en enero de 1955, durante el verano del año del fuego, como lo llamaron los meteorólogos. Desde hacía semanas la temperatura no bajaba de los cuarenta grados y los organizadores del Gran Premio amagaron con suspenderlo por temor a una insolación masiva. Cuando se decidió seguir adelante, los equipos comenzaron a pensar cómo prevenir los golpes de calor. Se pensó en ropa liviana. Se pensó en paradas técnicas para tomar agua, aunque esos pocos segundos fuera de pista podían costar caros. Se pensó incluso en verduras… en realidad, Fangio pensó en eso pocos días antes de la carrera, una mañana en su departamento porteño, mientras Beba Berruet cocinaba el almuerzo. Como Oscar andaba por ahí sin hacer nada, el padre lo mandó a la verdulería de la esquina a comprar un repollo. Para una ensalada, pensó Oscar, e hizo rápidamente el mandado. Fangio agarró la esfera gomosa y, en lugar de cortarla y condimentarla, despegó algunas hojas, las puso dentro de su casco y se lo calzó. Oscar miraba sin entender hasta que su padre le explicó que las hojas carnosas servirían para aislar el calor. Y así fue como Fangio ganó el Gran Premio de Argentina de 1955, en el que muchos pilotos abandonaron por insolación, y todo por tener un repollo en la cabeza.

Cuando en Buenos Aires no quedaba más por hacer, los tres se iban de vacaciones a Mar del Plata, y Oscar, de a poco, volvía a lo cotidiano. Allí pasaban los días en la playa, Beba charlando al sol con alguna amiga, el padre jugando al fútbol con el hijo y sus amigos. A Fangio le gustaba descansar en ese lugar porque además estaba cerca de Balcarce, cerca de la famiglia.

Los Fangio vivían sobre la calle Trece en una casa que ocupaba un cuarto de manzana y en la que el adjetivo amplio podía aplicarse a cada uno de sus espacios: living, comedor, cuatro habitaciones, parque y huerta al fondo, quincho y, como se decía en Balcarce, la cocina del pueblo, porque todos pasaban a saludar —y a comer un tentempié— por ese lugar en el que cada vez que había una reunión familiar, de las muchas a las que fue Oscar con su padre y su madre, las mujeres pasaban gran parte del día preparando desayunos, almuerzos, meriendas y cenas para veinte o treinta personas, mientras los chicos atendían sus juegos y los hombres los suyos, las cartas, las bochas, siempre con los vasos llenos de vermut o vino.

Una de esas reuniones familiares —en la que no está Oscar— se muestra en la película Fangio. Una vita a 300 all’ora. Ahí están, un mediodía soleado en el parque, Loreto Fangio, un albañil llegado de los Abruzos a los siete años, y Herminia Déramo, una ama de casa argentina hija de inmigrantes de esa misma región, ambos octogenarios, con algunos de sus seis hijos, como Toto —casi nadie lo llamaba Rubén— y Juan Manuel. En esas reuniones, según cuenta Fangio en el relato en off, Herminia desempolvaba viejas fotos y Loreto contaba historias de la miseria en Italia, de sus primeros años en la Argentina y de la bonanza que llegó con su oficio de frentista artístico, del cual estaba orgulloso. Cada vez que pasaba por una de sus obras junto a sus hijos, Loreto la señalaba con la mano, moviendo los dedos como si tocara el relieve de los frisos y los ornatos, y los niños escuchaban “este frente lo hice yo”.

Como lo que Loreto decía era tan cierto como una pared, sus hijos registraban cada historia con el mismo nivel de detalle con el que la repetirían en el futuro. Así lo hizo Fangio en un libro que escribió con el periodista argentino Roberto Carozzo, Fangio. Cuando el hombre es más que el mito: “Y aquélla otra anécdota, de cuando mi padre tenía más o menos quince años. Caminando se iba de la quinta para el lado del cerro, donde se hacían bailes. Él estaba medio entreverado con la hija del que lo organizaba. Y la madre siempre al lado de la puerta, con un silbato y el machete colgando cerca de la salida, por si acaso se armaba. Él fue a sacar a la chica y bailó unas piezas. Pero después vino un cajetilla de la ciudad y la segunda vez ya no quiso salir. Dos veces se lo hizo. A la tercera campaneó si la vieja estaba cerca o lejos de la puerta… La vieja se había corrido un poco. Entonces fue a sacar a bailar a la hija. Con la negativa, le contestó: ‘¡Ajá, estás cansada para bailar conmigo y no para bailar con ese otro!’ Y detrás de la última palabra partió el cachetazo, dio media vuelta y salió quemando por la puerta. La vieja no alcanzó a taparle la salida, así que salió a correrlo, tocando el pito… ¡Qué iba a alcanzarlo!”.

—Mis abuelos toda la vida supieron que yo era su nieto —dice Oscar—. La abuela era más reservada, más cortante. El abuelo, en cambio, era más suelto, más abierto para hablar de cualquier cosa. Ellos y el resto de la familia no tenían buen feeling con mi mamá, porque mi viejo había tenido una novia que era de una familia bien de Balcarce y había dejado todo para irse con mi vieja, que estaba separada de su marido. Igual la atendían bien cuando íbamos porque mi viejo era don Corleone: lo que él decía, se hacía.

No sólo Fangio tenía un carácter fortísimo, según Oscar. También Beba Berruet. Ambos se demostraban afecto con la misma intensidad con que se peleaban y eso erosionó la relación a tal punto que, a comienzos de los sesenta, cuando ya estaban de nuevo en la Argentina, decidieron separarse después de estar juntos casi treinta años. Oscar, que tenía poco más de veinte, continuó viviendo con una tía en la casa de su abuela materna, quien había muerto. No se mudó con su padre ni con su madre. Ya le faltaba poco para hacer el servicio militar y, luego, independizarse.

—A mi vieja le gustaba que se hiciera todo como ella decía. Igual que a mi viejo, que encima no te daba la razón ni aunque la tuvieras. De todas maneras, yo pienso que mi viejo tuvo suerte de tener a mi vieja cuando ganó los campeonatos del mundo, porque ella le cuidaba el entorno para que no se metieran en vicios y cosas raras.

Se abre la puerta que conecta el living con el resto de la casa y aparece Norma, la esposa de Oscar, con café. Norma, negros los zapatos, el pantalón y el pulóver, blanco el pelo, claros los ojos, apoya la bandeja sobre la mesa y, sonriente, le dice a su marido que recuerde que debe llevarla al supermercado antes de que cierre, y para eso no falta mucho porque ya son como las seis de la tarde y encima es invierno y oscurece temprano. Él le responde que sí, que por supuesto, que más tarde la lleva, y Norma, sonriente, se va y cierra tras de sí la puerta.

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Al terminar el servicio militar, Oscar entró a trabajar en la concesionaria Mercedes-Benz Fangio S.A. que su padre, ya retirado del automovilismo, tenía en Mar del Plata con los mismos socios del taller de Balcarce, que eran distintos de los socios de Buenos Aires, con los que tenía otra concesionaria y otros negocios. Oscar trabajaba como mecánico y cobraba como tal. No tenía beneficio alguno ni en la concesionaria ni en las pistas, porque entonces ya corría en karting.

Al año siguiente de ganar el campeonato marplatense de karting, en 1963, Oscar pasó a correr en Turismo Carretera, la principal categoría del automovilismo argentino, con el nombre Cacho Espinosa, aunque él quería usar su apellido real, Fangio, pero no podía porque eso no era lo que decía su documento. Como Cacho Espinosa corrió hasta 1965, año en que se consagró subcampeón en la clase B de Turismo Carretera.

En 1966, cuando tuvo la oportunidad de competir en Fórmula 3 en Europa, le pidió a su padre que resolviera el aspecto legal del vínculo, porque lo único que había hecho hasta entonces había sido solicitar a mediados de los cincuenta su adopción, trámite que abandonó al poco tiempo sin dar explicaciones; Beba Berruet tampoco se las debe haber pedido, según Oscar. Fangio le respondió a éste que lo único que podía hacer era pedirle a un juez que agregara el apellido en su documento. El coronel que debía firmar el documento por orden del juez —porque entonces, durante la dictadura de Juan Carlos Onganía, ciertos trámites se hacían en los regimientos militares— le dijo a Oscar: “¿Por qué usted tiene dos apellidos paternos?, este documento no es válido, yo no le tendría que firmar nada”, pero igual firmó y el nombre completo pasó a ser Oscar Alcides Espinosa Fangio. Viajó y, como en Europa corría como Cacho Fangio, en una de las carreras de Fórmula 3 se armó gran revuelo porque también competía el hijo del italiano Alberto Ascari, campeón de Fórmula 1 en 1952 y 1953, y los diarios habían anticipado el acontecimiento con títulos como “Se enfrentan los hijos de dos grandes campeones”.

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—Corrí en Inglaterra, Italia y Mónaco, pero a los pocos meses me volví porque no se daban los resultados y estaba sin plata —dice Oscar—. Mi viejo me fue a ver a algunas carreras, en Europa y en Turismo Carretera. Yo me enteraba después porque me contaban otros. Él nunca me decía nada y yo tampoco le preguntaba. Con mi mamá tampoco hablaba de ninguna de mis cosas. Yo quería hacer mis cosas solo.

Norma abre la puerta del living, se asoma para recordarle que deben ir al supermercado porque ya son las ocho de la noche, y luego la cierra.

—Cuando volví a la Argentina, seguí trabajando durante un tiempo en la concesionaria y corriendo en otras categorías nacionales —sigue Oscar, apurando su taza de café—. En ese momento le pedí a mi viejo solucionar de verdad el problema del apellido, porque lo de sumarme su apellido había sido un parche. Quedamos en que si un día me casaba y tenía hijos, él me iba a reconocer legalmente así sólo me quedaba mi apellido verdadero, Fangio. Con Norma nos casamos en 1967, tuvimos tres hijas y mi viejo nunca quiso arreglar lo del apellido, porque él y su abogado decían que no se podía. Así que tuve que inscribir a mis tres hijas como Espinosa Fangio.

A lo largo de las últimas oraciones, el decir de Oscar se ha fatigado.

—Es el día de hoy que no sé por qué mi viejo nunca hizo las cosas bien conmigo y no me reconoció como debía. Pero eso es personal y hay que separarlo de lo que es mi viejo como ídolo. Él, en lo deportivo, fue excepcional, el mejor. Pero tuvo fallas de este lado —se toca, a la altura del pecho, el pulóver marrón—. Tuvo fallas conmigo, con Rubén y con Juan. Mi viejo no se hizo cargo de nada con nosotros.

Norma aparece de nuevo, esta vez, lista para salir. Se ha puesto una campera negra, y tiene la cartera en una mano y la campera de cuero marrón de su marido en la otra.

—La primera vez que lo vi a Rubén fue en una entrevista que le hacían en la televisión, y él decía que era hijo de Fangio —sigue Oscar—. Yo me quedé duro y le dije a ella —señala a su esposa— “Norma, tengo un hermano”. Si yo soy parecido a mi viejo, Rubén aún más; es el clon de mi viejo, nada más que un poco más alto. Yo siempre quise tener hermanos, y recién a esta edad me aparecen dos hermanos menores.

—Bueno —dice Norma, sonriente—, me lo tengo que llevar porque es mío —y le alcanza la campera a Oscar, que se pone de pie.

Los mismos ojos verdes. La misma sonrisa ladeada. La misma coronilla blanca. Las mismas manchas marrones en las manos y en la cabeza calva, incluso la misma, más grande que las demás, debajo de la sien derecha.

—No saber quién era yo fue una carga grande que tuve durante muchos años y me ha llevado a estar depresivo.

Rubén no sólo se ve como Fangio, también se oye como él, el mismo modo campechano, el mismo timbre —en leve sordina— sobre el fondo de martillos neumáticos que, afuera, rompen las calles del centro porteño. Está en una oficina de paredes blancas con escritorios cubiertos de carpetas y papeles, en el estudio de su abogado.

—Yo nunca estuve metido en juicios ni nada por el estilo, pero todo esto del ADN y el juicio de filiación era algo que tenía que hacer para sentirme mejor. No es fácil llevar un apellido que no es el tuyo. No es fácil no saber quién sos.

Tal como dice Oscar, Rubén es el clon de Fangio a los setenta y cuatro años.

***

Rubén lleva el apellido Vázquez desde su nacimiento en Balcarce, el 25 de junio de 1942, un día después de que Fangio hubiera cumplido treinta y un años. La madre de Rubén, Catalina Basili, estaba casada con Pedro Vázquez, un mecánico ferroviario que trabajaba en el taller de la estación de trenes de Balcarce al cual, después de cada carrera, Fangio llevaba su auto para limpiar el motor con el vapor de alguna locomotora, que era lo único que removía el aceite y el barro del metal hasta dejarlo brillante. Los mecánicos le daban permiso y lo ayudaban gustosos porque el piloto, campeón de Turismo Carretera en 1940 y 1941, era ya el orgullo del pueblo.

Pedro Vázquez tenía cierta confianza con Fangio y en algún momento le preguntó si podía darle trabajo en el taller Fangio, Duffard y Cía. a su hijo mayor, Ricardo. Con doce años, Ricardo entró a trabajar como ayudante. En sus tareas estaba una tarde en la que le pidieron que destapara el radiador de un auto que debía repararse. Él fue, se paró sobre el paragolpes delantero y, con un trapo, agarró la tapa del radiador. Un cuarto de giro alcanzó para que la tapa saliera disparada. Ricardo saltó hacia atrás para esquivarla, pero el chorro le empapó el mameluco. Los mecánicos reaccionaron ante los gritos y le descubrieron el torso para que el agua hirviente no lo siguiera quemando. Fangio lo llevó luego a su casa. Llamó a la puerta y salió Catalina Basili, pelo oscuro, carnes blancas, que tenía poco más de treinta años, aunque se veía mayor con el delantal sobre el vestido por debajo de la rodilla. Tras revisar la quemadura de Ricardo, que no era grave, la mujer agradeció a Fangio, y le ofreció mate y una porción de la torta que había sacado del horno poco antes de su llegada. El encuentro, que duró un par de horas, fue el primero de varios que, a diferencia de aquel, serían secretos; Catalina Basili estaba casada y con dos hijos, y Fangio en pareja con Beba Berruet y con un hijo, Oscar. Buena parte del pueblo sabía y hablaba de la relación, que terminó cuando Catalina Basili quedó embarazada.

Seis meses después del nacimiento de Rubén, Pedro Vázquez y su familia se mudaron a Maipú. Allí se bautizó al bebé el 24 de junio de 1943. La madrina fue una de las hermanas de Catalina Basili y el padrino Fangio, aunque no fue a la ceremonia, quizá porque ese día celebraba su cumpleaños, y mandó a un representante; tampoco fue Pedro Vázquez, quien había dado su apellido a Rubén, porque, según se dijo entonces, en el ferrocarril no le habían dado el día libre. En ese momento se comentó que Fangio había aceptado el compromiso por ser amigo de los Vázquez. En el futuro serían otros los comentarios. Por ejemplo, que Fangio fue obligado por los familiares de Catalina Basili a hacerse cargo, aunque más no fuera, del padrinazgo de su hijo.

En los años siguientes, debido al trabajo de Pedro en el ferrocarril, los Vázquez vivieron en Mar del Plata y otras ciudades antes de radicarse a mediados de los cincuenta en Cañuelas, trescientos cincuenta kilómetros al norte de Balcarce. La familia vivía en un chalet de un barrio obrero de Cañuelas en el que no se hablaba de Fangio, ni como familiar ni como deportista, porque allí tampoco se escuchaban las transmisiones radiales de sus carreras ni se compraban revistas de automovilismo para seguir al detalle su campaña en la Fórmula 1. Rubén sabía quién era su padrino, pero el mutismo que había en torno a él lo volvía más lejano, más inalcanzable de lo que ya era: un hombre que cenaba con la realeza, que asistía a fiestas del jet set europeo. Rubén no tenía posibilidad ni tampoco intenciones de conocerlo porque no le gustaban las carreras, sino el fútbol —siempre fue hincha del River— y los bailes que se hacían en el club Estudiantes, en uno de los cuales conoció a una chica llamada Ercilia con la que se pondría de novio y luego, en 1967, terminaría casándose.

Para sostener a su familia, Rubén mantuvo tres empleos durante casi treinta años. Por la mañana en el ferrocarril —del que se retiró durante la primera mitad de los noventa—, por la tarde en diversos trabajos temporarios —por ejemplo, en una fábrica de casillas rodantes— y los fines de semana como mozo en bares y restaurantes. Ercilia, además de encargarse de los quehaceres domésticos, trabajaba fuera de la casa porque el dinero apenas alcanzaba para alimentar, vestir y hacer estudiar a sus tres hijos. Cuando estos se independizaron, Rubén comenzó a trabajar como recepcionista en un hotel de Cañuelas, cuyo dueño conocía a otro empresario hotelero de Pinamar, ciudad balnearia cercana a Mar del Plata. A fines de 1994, el hotelero de Pinamar le preguntó a su colega de Cañuelas si le permitía contratar a Rubén para que trabajara con él durante el verano de 1995. Todos estuvieron de acuerdo.

Un día, en la recepción del hotel de Pinamar, una mujer se desmayó y Rubén llamó por teléfono a un médico. Cuando la mujer volvió en sí y se relajó la tensión, el médico reparó en Rubén. Lo miró y le dijo:

—Qué parecido a Fangio que es usted.
—Le digo más —intervino el dueño del hotel, que estaba atento a la recuperación de su clienta—: Rubén es de Balcarce y es ahijado de Fangio.
—¡Ah, bueno! —le respondió el médico y luego miró de nuevo a Rubén—. El día que usted se haga un ADN se va a llevar una sorpresa.

En ese momento, Rubén no le dio importancia al comentario. Ya le habían dicho cosas como esa muchas veces. En los días siguientes, sin embargo, el recuerdo recurrente de ese episodio azuzó al pasado. Y el pasado embistió. Rubén se veía deprimido: cuando volvía de sus trabajos, pasaba mucho tiempo en la cama y eran pocas las veces que se sentía con ánimo para reunirse con amigos y familiares, algo que desde siempre había hecho con entusiasmo. Cada vez que Rubén le decía a Ercilia que no sabía por qué ese episodio lo había dejado en un estado de tristeza tan profundo, ella le respondía que debía pedir ayuda a un psicólogo. La situación, con altibajos, se prolongó hasta 2005, cuando el hijo mayor de Rubén le dijo que no podía seguir así, que debía hablar con su madre para sacarse todas las dudas y que debía hacerlo rápido, porque Catalina Basili tenía ya noventa y seis años.

Rubén visitaba a diario a su madre, que vivía sola desde la muerte de Pedro Vázquez, en 1975. En una de esas visitas, se animó a decirle que necesitaba saber quién era su padre porque todos mencionaban su parecido con Fangio. Le contó el episodio del hotel de Pinamar. Catalina Basili le respondió que siempre hubo personas que se parecieron a otras y que eso no significaba nada. Al día siguiente, Rubén insistió y le dijo que ya tenía pensado hacerse un estudio de ADN con su hermano Ricardo para saber si tenían el mismo padre. Entonces, Catalina Basili le contó de aquella tarde en la que Ricardo se había quemado el pecho con un radiador mientras trabajaba en el taller de Fangio.

—Mi mamá era una hija de italianos muy dura. Yo no tengo tantos buenos recuerdos de ella, como sí los tengo de mi padre. Mi viejo era pura bondad, era un tipo extraordinario… no se merecía una situación así.

Rubén llama padre o viejo a Pedro Vázquez. Afuera del estudio jurídico, los martillos neumáticos siguen arando el pavimento.

—Fue bravo hablar con mi mamá de todo esto. También debe haber sido bravo para ella. Ella me contó muchas cosas, por ejemplo, por qué me pusieron Rubén Juan: Rubén por el hermano menor del Chueco y Juan… por razones obvias.

Rubén no llama padre o viejo a Fangio, sino Chueco, Juan o Juan Manuel.

—Yo nunca juzgué a mi madre, pero la relación con ella no siguió igual. De todas maneras, yo la acompañé hasta que murió en 2012, tenía ciento tres años. A mí me quedaron muchas dudas, como si mi padre sabía toda la verdad. Son dudas que siempre voy a tener, aunque algunas las fui aclarando. Me acuerdo que antes de empezar con el juicio de filiación fui a visitar a mis primos, los hijos de la hermana de mi mamá, les conté lo que estaba por hacer y ellos me dijeron “nosotros siempre supimos quién era tu padre, pero mamá nos hizo prometer que nunca dijéramos nada”.

Mira su reloj y se disculpa: son las cuatro de la tarde y debe retirarse. Dentro de dos horas se transmitirá por televisión un partido del River y ese es el tiempo que necesita para viajar de Buenos Aires a Cañuelas, primero en subterráneo hasta la terminal de trenes de Constitución y de ahí a su casa. De camino a la salida, mientras se acomoda la campera de gamuza y la boina negra, se detiene frente a una foto de Perón que hay en una repisa y, sonriendo, le dice “buenas tardes, general”.

***

En una vereda del centro de Mar del Plata, bajo el techo de la entrada de un edificio de líneas funcionales, protegiéndose de la llovizna helada, espera Oscar, zapatos, pantalón, campera y boina en diferentes tonos de marrón. Mira hacia ambas esquinas y saluda con la mano a un hombre canoso, bajo y fornido, que viste casi igual y avanza hacia él cubriéndose con un paraguas blanco y azul que tiene dibujos borrosos de autos de carrera.

—Ahí viene Juan, mi otro hermano —dice Oscar, y lo saluda con un abrazo.

A diferencia de Oscar y Rubén, Juan, de setenta años, no tiene ningún parecido con Fangio. Sus ojos son marrones, tiene la cabellera corta y frondosa ordenada por una raya al costado. Entran en el edificio, suben hasta el estudio del abogado de ambos y se sientan en una pequeña sala de reuniones a través de cuya ventana, desde la que puede verse la plaza del otro lado de la calle, entra una masa de luz grisácea.

—Nosotros nos conocemos hace muchos años —dice Oscar—. Juan andaba siempre con el hermano menor de mi papá, el tío Toto.
—Yo vivía con mi mamá y con mi abuela en Balcarce, todavía vivo ahí, pero iba siempre al taller de Toto porque él armaba autos de carrera —dice Juan—. Y a mí desde chiquito me gustaron los autos, los motores. Hice el secundario en una escuela técnica y después, cuando me recibí de ingeniero agrónomo, hice una maestría en Inglaterra y un doctorado en Estados Unidos sobre maquinaria agrícola.
—En Balcarce era vox populi que él —Oscar señala a Juan— era hijo de Toto, así que en algún momento llegué a pensar que era mi primo. Con los años sumamos conocidos en común, compartimos asados, carreras y nos fuimos haciendo amigos. Nos vemos muy seguido porque vivimos cerca. Con Rubén nos vemos un poco menos porque Cañuelas está más lejos. Hasta ahora una sola vez nos juntamos los tres, un fin de semana en una cabaña en Tandil, que nos queda a todos a mitad de camino. Fue muy emocionante. Conversamos muchísimo, cada uno de su historia.
—Mi historia es muy distinta a la de Oscar, él sí tuvo relación con nuestro padre. Yo nací el 6 de junio de 1945. Como ya estaba separada de Juan Manuel, mi vieja me anotó con su apellido, porque se llama Susana Rodríguez. Ella me contó que Toto, a pedido de Juan, la había ayudado a comprar las cosas que se necesitaban para mi nacimiento.
—¿Y por qué Toto, sabiendo todo esto, nunca me dijo “Oscar, Juan es tu hermano”?
—Creo que no nos dijo nada porque se imaginaba que nosotros sabíamos. Toto siempre me dijo que yo era hijo de Juan Manuel, y así me presentaba ante los demás en cualquier situación.

Tres abogados y una abogada son parte del asunto.

Miguel Pierri, en representación de Rubén. Apenas tomó el caso, en 2005, solicitó la exhumación del cadáver de Fangio, enterrado en el cementerio de Balcarce, del cual debían tomarse las muestras para el análisis comparativo de ADN. “Y así comenzó una batalla de años —dice Pierri—. Primero fue la Fundación Museo del Automovilismo Juan Manuel Fangio la que nos puso todo tipo de obstáculos. Y luego enfrentamos un bloqueo pertinaz de parte de la familia Fangio a través de Ethel, una sobrina que vivió muchos años con él y lo cuidó hasta que murió. Ethel, que ya falleció, nos tomó como enemigos. Después de la lucha procesal, el juez autorizó que se hiciera la exhumación el 7 de agosto de 2015”. Los peritos obtuvieron la muestra del ADN de Fangio y la cotejaron no sólo con la de Rubén, sino con la de Oscar, quien se había sumado al pedido de exhumación. El resultado del análisis de Oscar se hizo público cuatro meses después, en diciembre de 2015, y el de Rubén en febrero de de 2016. Para ambos fue el mismo: hijo de Juan Manuel Fangio con el 99.9% de certeza. (Según el análisis que Juan se hizo luego con Oscar y Rubén, los tres son hermanos por línea paterna con el 97.4% de certeza.) “Lo que uno debería preguntarse después de conocer esos resultados evidentes es por qué la Fundación y la familia Fangio se opusieron tanto a que nosotros siguiéramos adelante con la exhumación. Tanto unos como otros dispusieron de todos los bienes de Juan Manuel, y se hicieron cargo de desarrollos inmobiliarios y del manejo de la marca Fangio”. Con la imagen y el apellido Fangio se venden y han vendido exclusivas líneas de ropa masculina, vinos de exportación, ediciones limitadas de relojes TAG Heuer, un combustible premium de la petrolera argentina YPF llamado Fangio XXI, las trescientas cincuenta Ferraris de colección de la serie The Fangio fabricadas por la firma italiana para celebrar su septuagésimo aniversario, y vehículos Mercedes-Benz, empresa que tiene al quíntuple campeón como uno de los pilares de su imagen corporativa; incluso su fábrica en la ciudad bonaerense de Virrey del Pino se llama Centro Industrial Juan Manuel Fangio. Ese inventario, que ya vale millones, es incompleto, según Pierri, y por eso se está realizando una auditoría que permita determinar con exactitud a cuánto asciende la herencia de Fangio que, tras su muerte, pasó a sus hermanos y sobrinos, ante la inexistencia de hijos reconocidos legalmente. “La fortuna de Fangio podría ascender a los cincuenta millones de dólares o más, porque además de las propiedades y los campos hay negocios en marcha. Sabemos que YPF pagó unos diez millones de dólares que se repartieron entre la Fundación y la familia. Puede ser que haya habido ocultamiento de bienes que, mediante supuestas ventas y subastas, se hayan transferido a supuestos terceros compradores. Hay gente que deberá dar cuenta por sus actos”.

Erika Hooft, en representación de los cuatro sobrinos de Fangio que viven entre Balcarce y Mar del Plata, los mismos que, junto a Ethel, se opusieron a la exhumación porque, según la abogada, temían que las imágenes del cadáver fueran difundidas con morbo en los medios, algo que, finalmente, no ocurrió. “Una cosa es la exhumación y todo lo que tiene que ver con el derecho a la identidad, y otra muy distinta es la cuestión patrimonial —dice Hooft—. Según me han dicho mis clientes, Fangio se gastó todo su dinero en tratamientos médicos, y luego donó lo que le quedaba, autos, trofeos, medallas, al municipio de Balcarce para que se exhibiera en el Museo. El uso de la marca Fangio es administrado, en gran medida, por la Fundación, con la que mis representados tienen buen vínculo, si bien no la integran activamente. De todos modos, entiendo que haya un reclamo por los bienes. Si yo fuese la abogada de los hijos de Fangio, ya estaría trabajando para aclarar la cuestión patrimonial. Cuando hay plata de por medio, uno pelea hasta sacarse los ojos para defender lo que considera propio”.

Oscar Scarcella, en representación de Oscar y Juan. “No sabemos si Fangio fue cediendo todos sus bienes en vida o si los dejó a nombre de distintas sociedades. También hay que tener en cuenta los dividendos que genera la marca Fangio, que la están usufructuando el Museo y los familiares de Juan Manuel. A menos que se demuestre lo contrario, los familiares han actuado legítimamente porque no había otros herederos reconocidos. Pero una cosa es la legitimidad de un derecho y otra cosa es la buena fe con la que puede ejercerse. Y yo creo que los familiares de Fangio no han procedido de buena fe, porque saben de la existencia de Oscar desde siempre, capaz que de Rubén y Juan también, y lo único que han hecho es poner trabas procesales, incluso negando la historia de Oscar, que fue pública”.

Christian Verdier, en representación de sí mismo, en tanto sobrino nieto de Fangio, y fundador y gerente de Los Templarios srl, la sociedad que comercializa la marca Fangio para cualquier tipo de producto, excepto los autos y otros vehículos, área de negocios que le pertenece a Mercedes-Benz Argentina, y los tractores, porque Fangio alguna vez autorizó a un conocido suyo a fabricarlos y venderlos con su nombre, aunque hasta el momento no lo ha hecho . “De Oscar sí sabíamos porque Juan Manuel tuvo una relación de muchos años con Beba, pero de Rubén y Juan nunca escuchamos nada —dice el abogado—. La verdad es que Juan Manuel y sus hermanos salían de joda todo el tiempo cuando eran jóvenes, y tenían mucho éxito con las mujeres. Juan Manuel siempre tuvo su harén”. Lo primero que debe quedar claro respecto del patrimonio de Fangio, según él, es que los ídolos deportivos de los cincuenta no ganaban lo mismo que Messi en la actualidad. “Juan Manuel ganó fortunas, por supuesto, pero durante los últimos años de su vida invirtió todo en la enfermedad renal crónica que lo llevó a la muerte. Con Los Templarios siempre actuamos en conjunto con la gente del Museo. Participamos del proyecto de la nafta Fangio XXI, por ejemplo, pero la que cobraba era la Fundación. Ahora la marca está desactivada… Perdón… En realidad, no está desactivada porque se está construyendo en Balcarce un hotel con el nombre Fangio, también con la Fundación”.

***

El proyecto no consiste solamente en la construcción de un hotel en Balcarce, según anunció públicamente la Fundación Fangio, sino en el desarrollo y gestión por treinta años de una cadena de cuarenta y cuatro hoteles en la Argentina y otros países, el primero de los cuales se está levantando desde 2013 en esa ciudad de casas bajas en cuyo ingreso hay emplazada una escultura de Fangio al volante de La Flecha de Plata, como se conoce el Mercedes-Benz con que ganó dos campeonatos de Fórmula 1, hecha con discos de arado.

A pocas cuadras del hotel en construcción, frente a la plaza principal, se encuentra el Museo del Automovilismo Juan Manuel Fangio, que ocupa el edificio de un cuarto de manzana en el que funcionó a comienzos del siglo XX la municipalidad. Hasta las mañanas de días laborables el lugar es visitado por turistas que lo recorren para fotografiar las medallas, los trofeos y las condecoraciones exhibidas en vitrinas, y la colección de medio centenar de autos, entre originales y réplicas, que está distribuida entre la planta baja y las ocho bandejas a las que se accede mediante una rampa helicoidal. Autos negros, blancos, amarillos, rojos, celestes, verdes, naranjas, de varias formas y marcas, los que Juan Manuel Fangio, el héroe argentino —como se lee en carteles y folletos— usó en su vida diaria y aquellos con los que compitió, también los de carrera que la Fundación recibió como donaciones de parte de Ayrton Senna, Alain Prost y otras figuras del automovilismo mundial.

—Balcarce explotó turísticamente cuando se abrió el Museo, en 1986 —dice Antonio Mandiola, presidente de la Fundación desde 1998, en el bar de la planta baja.

Fuma, aunque en el lugar esté prohibido, y el humo le envuelve la cara, el bigote y el pelo entrecanos.

—El sueño de Fangio era que, para aprovechar el impulso del Museo, el grupo de gente de la Fundación formara una empresa que fuera redituable para sus integrantes y también para la economía del pueblo.

En ese sentido, explica, se desarrolla el proyecto hotelero, que es gestionado por la firma Fangio Épos, de la que son parte la Fundación, una empresa inmobiliaria de Balcarce y otros socios particulares. Fangio Épos administra también una estancia en el circuito de turismo rural, un bar y un restaurante. Con el dinero de esos emprendimientos y el de las entradas se mantiene el Museo, como en otro momento se sustentó con lo que la Fundación cobraba por la nafta Fangio XXI o las ediciones especiales de TAG Heuer que, según Mandiola, fueron idea suya.

—Nosotros no somos titulares de la marca, pero sí tenemos responsabilidad en su cuidado y en su uso. Ahora, con el tema de los hijos que le han aparecido a Juan Manuel, se están diciendo muchas cosas. Ellos y sus abogados han dicho que nosotros pusimos trabas para que se hiciera la exhumación, que nosotros hacemos negocios. Nosotros no tenemos problemas con nadie y evitamos la polémica. De hecho, a Cacho lo conocemos de siempre y ha venido infinidad de veces al Museo. De Rubén nunca jamás habíamos escuchado nada, así que nos tomó por sorpresa cuando lo vimos en los medios. Lo de Juancito también nos sorprendió, pero la diferencia es que a él lo conocemos desde hace años porque es de Balcarce y estaba todo el día con Toto. El comentario que corría acá era que Juancito era hijo de Toto.

Los juicios de filiación, según Mandiola, no afectaron en nada la imagen de Fangio, no modificaron en absoluto lo que él representa en el ideario argentino: “modelo de hombre”, “arquetipo de valores espirituales como fe, tenacidad, valentía, inteligencia, aguante y espíritu de observación”, “alguien que ha visto la vida y sobre todo la muerte demasiado de cerca y demasiadas veces, que ha alcanzado esa ataraxia de los sabios que han meditado sobre la fragilidad del triunfo y sobre la vanidad de las coronas de laurel”, como escribió Ernesto Sábato en un artículo publicado en marzo de 1973, pocos días después de que Fangio hubiera sido declarado ciudadano ilustre de Buenos Aires junto al Nobel de Química Luis Federico Leloir y Jorge Luis Borges; el texto está reproducido en una pared del Museo próxima al bar.

—Alguna que otra mujer sí me dijo que se le había caído un ídolo —dice Mandiola—. Y recalco que fueron mujeres porque tienen sentimientos distintos respecto de lo que es la paternidad, de lo que son los hijos, y no saben del valor que tiene la trayectoria deportiva de Fangio en todo el mundo. Fangio era un exitoso y tenía todo a favor para poder salir con las mujeres que quisiera.

Se acerca un hombre que se presenta como uno de los siete integrantes de la Fundación y le dice a Mandiola “acá te dejo tus llaves”, mientras apoya sobre la mesa las llaves de un Mercedes.

Juan mira la pantalla, que cambia con cada click del mouse. Andrea, su esposa, menuda, rubia y de ojos celestes, entra en el living, grande, con revestimientos de piedra laja beige y ventanas al parque del fondo. Lo ve encorvado sobre la mesa de la computadora y le pregunta qué busca, antes de perderse en otro cuarto. En voz alta, para que Andrea pueda escucharlo, Juan dice “una foto” y, segundos después, “acá está”.

Delante de una pared de ladrillos a la vista conversan cuatro hombres, a cuyos lados se ven los medios cuerpos de otros dos, mientras al frente de todos ellos, sentados a una mesa sobre la que hay un vaso de agua, una fuente con pan y una servilleta, posan, de izquierda a derecha, Fangio, Toto y Juan, quien, con una sonrisa recta, mira a Toto abrazar por el hombro a Fangio.

—Esta foto se sacó a principios de los noventa en el quincho de la casa de los Fangio —dice Juan—. Debe haber sido una de las últimas veces que Juan Manuel vino a Balcarce. Esta es la única foto que tengo con él… y está Toto en el medio. Yo estuve con Juan Manuel en muchos de los asados que hacía acá, en su casa de Balcarce. Charlamos de un montón de temas, pero nunca salía la cuestión de la paternidad. Sinceramente, nunca tuve dudas sobre mi identidad porque siempre supe quién era mi padre. De chiquito mi madre me dijo que yo era hijo de Fangio. Ella me contó que tenía quince años cuando tuvo una relación corta con él, que en ese entonces tenía treinta y tres. Cuando nací, mi vieja tenía dieciséis recién cumplidos.

Susana Rodríguez, la madre, tiene ahora ochenta y siete años y vive cerca de esta casa. Justo en el momento en que Juan ofrece conocerla, Andrea aparece y le dice que a esta hora, las tres de la tarde, seguro está durmiendo la siesta. Entonces, Juan dice que mejor será en otro momento, no porque a Susana le afecte hablar de Fangio, de hecho tiene un buen recuerdo de él, sino porque es mejor dejarla descansar.

***

Desde el parque donde se encuentra la parrilla, el césped corto, las plantas cuidadas, los frutos maduros del naranjo, llega un aroma apetitoso que se mete dentro de la cocina, un ambiente pequeño en el que Rubén y Ercilia toman mate mientras esperan que, como casi todos los sábados, lleguen familiares para almorzar.

Ercilia luce bastante delgada en su jogging marrón y, aunque tiene un año menos que su marido, setenta y tres, se le ven pocas canas en el pelo —teñido de— castaño. Dice que los únicos lujos de esta casa baja de frente amarillo, cercana a la estación de trenes de Cañuelas, son los servicios de internet y televisión por cable, que las jubilaciones de ambos no alcanzan para mucho, pero que tampoco se lamentan por eso porque siempre se han arreglado con lo justo.

—Cuando nos casamos, yo quería entrar en la fábrica de Mercedes-Benz que está acá cerca, en Virrey del Pino, porque pagaban mucho mejor que en el ferrocarril —dice Rubén—. Entonces fui a ver a Fangio a su concesionaria de Buenos Aires para pedirle una carta de recomendación. Yo pensaba que, como era mi padrino, me iba a ayudar. Me saludó pero no me preguntó nada. Le pidió a un secretario que me escribiera la carta y me fui. Esa fue la única vez que lo vi. Llevé la carta a Mercedes-Benz, contento como perro con dos colas, pero nunca me llamaron.

Fangio, según Rubén, debe haber dado la orden de que no lo contrataran para evitar las sospechas que seguro habrían surgido a raíz del innegable parecido físico entre ambos. Tenía el poder para hacerlo porque era uno de los principales concesionarios del país. De hecho, pocos años después de ese encuentro, en 1974, fue nombrado presidente de Mercedes-Benz Argentina.

—Yo no entraba en la fábrica y veía que todo el tiempo contrataban gente, hasta conocidos míos. Ahí siempre trabajó medio Cañuelas. Algunos de los desaparecidos de la Mercedes-Benz eran de acá. Uno de ellos se llamaba Esteban Reimer y era el marido de una amiga mía de la escuela primaria, María Luján Reimer, Maruca.

Entre 1976 y 1977, los primeros años de la última dictadura argentina, fueron perseguidos por su actividad política y sindical al menos veinte obreros de Mercedes-Benz, quince de los cuales, entre ellos Esteban Reimer, continúan desaparecidos. Según el informe Responsabilidad empresarial en delitos de lesa humanidad, publicado en 2015 por el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos argentino, “existen pruebas e indicios que muestran las distintas formas en que Mercedes-Benz se involucró en los crímenes de lesa humanidad cometidos contra los trabajadores”, por ejemplo, facilitándoles a los perseguidores los legajos de sus empleados. Sin embargo, Fangio, la máxima autoridad de la filial local en aquellos años —y hasta 1987—, murió sin ser investigado por el Poder Judicial.

Fangio nunca hablaba públicamente de ese tema ni de ningún otro vinculado a la política, salvo cuando aclaraba que no era peronista, a pesar de que muchos creyeran que sí lo era porque Perón, en 1949, había otorgado fondos al Automóvil Club Argentino para que comprara dos Ferraris para el equipo de pilotos que participaba de competencias internacionales en representación del país. En verdad, Fangio era conservador y, en nombre de ese partido, fue fiscal y presidente de mesa en varias de las elecciones que el conservadurismo ganó hasta mediados de los cuarenta en todo el país mediante fraude durante la –por tal motivo llamada– Década Infame. Rubén, en cambio, sí es peronista, y es uno de esos peronistas que, además de saludar retratos de Perón, exhiben en alguna parte de su casa una foto de Evita, en este caso en la tapa de un pequeño libro que está junto a la computadora.

–Ese librito se publicó cuando murió Evita —dice Rubén—. Era de mi viejo… Vázquez. Él era tan peronista que hasta le decíamos Pocho, como le decían a Perón.

Golpean la puerta de entrada. Ercilia se levanta para atender y manda a Rubén, pantalón de jogging gris, buzo negro y boina blanca, a controlar el asado, “para qué te pusiste, si no, la ropa de asador”. A Ercilia le toma unos veinte pasos salir de la cocina, atravesar el comedor, el living, y llegar al picaporte. Quienes acaban de llegar son Ricardo Vázquez, hermano de Rubén por línea materna, y su hijo. En el juego de las diferencias sería difícil marcar siete entre Ricardo Vázquez y Rubén porque las que hay entre ellos superan por mucho ese número. Alcanza con saber que Ricardo Vázquez tiene los ojos marrones, la piel mate y, a sus ochenta y siete años, algo de pelo para peinar. Se sienta a la cabecera de la mesa del comedor, con las manos apoyadas en su bastón. Viste un chaleco de tela polar y una remera marrón de mangas cortas que le permiten lucir los tatuajes azulados, ya difusos, que tiene en sus antebrazos y que se hizo cuando visitó varios países como suboficial de la Marina, no muchos años después de que hubiera trabajado como ayudante en el taller Fangio, Duffard y Cía., donde, recuerda, una tarde se quemó el pecho con un radiador.

Golpean la puerta una, dos, tres veces y ya son doce los comensales. Ercilia se apura a tender la mesa porque Rubén ya sacó la carne de la parrilla. Despliega un mantel de tela escocesa verde y blanca, e inmediatamente después de haber visto un agujero en el centro lo retira con movimiento de mago. Regresa de la cocina con otro mantel de la misma tela, lo despliega y pone encima la vajilla, el pan, el vino, las ensaladas. La carne llega con Rubén. Todos mantienen viva una conversación que pasa de la política al fútbol y luego al tema que capta la atención por mayor cantidad de tiempo, la familia.

El mantel es el tablero sobre el cual Rubén, mientras conversa, juega con las migas de pan. Las barre con las yemas de los dedos hasta juntar un pequeño puñado que luego acomoda, alternadamente, en cuadrados blancos y cuadrados verdes. Es un movimiento lento que se vuelve rápido, errático, cuando la charla se concentra en Fangio y Catalina Basili, y todos tienen algo para decir. Ricardo, que siempre sospechó que su hermano era hijo de Fangio. Una de las hijas de Rubén, que su abuela le dijo que había callado por vergüenza y por miedo. Ercilia, que la familia nunca culpó a Catalina Basili por los momentos difíciles que vivió Rubén, pero sí a Fangio.

—Por más mal que haya actuado —interrumpe Rubén—, no se puede hablar mal del Chueco, no se puede destruir a un ídolo. Todos tenemos grandezas y miserias… aunque es fuerte decir miserias. Digamos flaquezas. Todos tenemos grandezas y flaquezas.

Vuelve la mirada hacia las migas y las mueve de un cuadrado verde a otro blanco.

Fue debido a un acontecimiento inesperado que Oscar terminó acompañando a Fangio en su última actuación memorable en el automovilismo, en las 84 Horas de Nürburgring, de 1969.

En esa época, Oscar ya no trabajaba en la concesionaria Fangio S.A. de Mar del Plata; tenía en esa ciudad un taller en el que, cuando no estaba reparando el auto de un cliente, preparaba sus coches de carrera. Mantenía una relación cordial pero distante con su padre, que vivía en Buenos Aires dedicado a los negocios, aunque en el último tiempo estaba también abocado a la dirección deportiva de La Misión Argentina que correría en Nürburgring, el circuito en el que doce años antes había ganado su quinto título. Con él a la cabeza, todo estuvo listo a tiempo. Sin embargo, cuando faltaban pocas semanas para viajar a Alemania, se retiraron del equipo dos de los diez pilotos. Fangio convocó entonces a Oscar para ocupar una de las vacantes.

—Había muchos pilotos a los que podrían haber llamado, pero Froilán, que era un tipazo, hizo que me llamaran a mí —dice Oscar—. Para mí era un compromiso muy grande porque había que ir a hacer buena letra.

Durante el mes previo a la competencia, cuenta entusiasmado, el equipo recorrió a diario el circuito alemán para estudiar las pendientes, los tramos de cornisa, las ciento setenta y dos curvas, siempre bajo las órdenes de Fangio, que compartió con todos el método con el que había ganado allí en 1957: aprender el camino por etapas de dos o tres kilómetros, con árboles, postes, lomadas y alambrados como referencias, para así saber dónde obtener ventajas. En la carrera, de todos modos, se despistaron dos de los tres Renault Torino de La Misión Argentina y el tercero quedó en el puesto número cuatro —en ninguno de los casos mientras Oscar estuvo al volante—, aunque había dado más vueltas que ningún otro coche y, por ende, era el ganador; los jueces le descontaron puntos porque el escape hacía mucho ruido y se pasaba del límite de sonoridad. Fangio protestó, manteniendo siempre los buenos modales.

Más allá del resultado, dice Oscar, integrar La Misión Argentina fue uno de los máximos logros de su carrera como piloto, de la que se retiró a comienzos de los ochenta, tras cerrar su taller, para concentrarse en mantener a su familia, primero con un negocio de ropa y luego, hasta su jubilación, al frente de una agencia de lotería que había heredado su esposa, Norma.

—Corrí unas setenta carreras, pero subí poco al podio. Debo haber ganado unas tres carreras o por ahí. A mí me costó mucho llegar a correr. Yo lo que quería era algún día andar entre los cinco primeros.

Desapareció de la voz de Oscar el entusiasmo con el que suele hablar de su pasado como piloto.

—Cuando vos corrés y sos el hijo de, piensan que sos igual. Pero no se pueden hacer comparaciones. Mi viejo es como un Messi, como un Maradona, uno de esos que nace cada tanto. Yo corría para aprender y todos me buscaban más defectos que al resto porque pensaban que estaba corriendo con el caballo del comisario, que iba a ganar seguro. Por eso yo decía “cuando pueda andar entre los cinco primeros voy a estar contento”. Y cuando llegué a andar entre los cinco primeros, cuando estaba andando más o menos bien, tuve que dejar el automovilismo porque no tenía los medios económicos. Me costó dejar porque era lo que ansiaba.

A Oscar ni se le pasó por la cabeza pedirle ayuda a su padre para seguir corriendo. Eso habría implicado que mantuvieran una conversación, algo que, si bien nunca habían hecho a menudo, no hacían en absoluto desde mediados de los setenta.

***

Enfrentados en la doble página, Fangio a la izquierda y Oscar a la derecha, tienen un parecido evidente, más allá de que, en las fotos, el padre tenga sesenta y largos, y el hijo, casi cuarenta. Sobre la cabeza de Fangio se leen la volanta “Juan Manuel ya no reconoce a Cacho” y el título “¿Qué pasó entre Fangio y su hijo?” de la nota publicada en diciembre de 1977 en la revista argentina La Semana.

Los periodistas han viajado a Mar del Plata para buscar a Oscar. Cuando lo encuentran en la puerta de su chalet y le preguntan “¿Qué pasa con tu padre?”, Oscar responde “con mi padre no pasa nada”. Luego se distiende y explica que insiste en pedirle que resuelva la cuestión del apellido porque no quiere que sus hijas vivan el drama que a él lo ha marcado desde su nacimiento. “Es una cuota de crueldad que quisiera ahorrarles”.

De regreso en Buenos Aires, los periodistas entrevistan a Fangio en una de sus oficinas. Al principio todo es sonrisas con el recuerdo de las victorias del pasado. Pero cuando le preguntan “¿Qué significa Oscar en su vida?”, él se queda en silencio. “Demuda el rostro. Los ojos se le endurecen repentinamente” y responde:

—De eso no quiero hablar.
—¿Por qué?
—Es mi vida privada, y de eso no quiero hablar.
—¿Cacho Fangio es su hijo?
—Le reitero. Perdóneme. Pero ese es un tema privado, y no quiero hablar nada.

A esa altura de la charla, Fangio “no puede controlar su nerviosismo”. Tiene “el rostro transfigurado” y mueve constantemente sus manos, “ágiles y expresivas cuando hablaba de automovilismo”, que ahora, sin embargo, le tiemblan.

—Mi mamá nunca se metió en todo esto del apellido, ni antes ni después de separarse de mi viejo. Ella vivía su vida y yo la mía. Igual me la traje a Mar del Plata cuando ya estaba mayor, y acá murió en 2013.

Oscar tiene las manos cruzadas, los dedos entrelazados, rígidos, sobre la tabla de la mesa.

—Cuando mi hija mayor tenía cuatro o cinco años, eso debe haber sido en 1973, lo fui a ver a mi viejo a su oficina para arreglar de una vez las cosas. Yo le dije “de tu dinero no quiero nada, hacé testamento, regalá todo, hacé lo que quieras, yo lo que quiero es que me arregles la parte moral, la del apellido, que es lo que corresponde”. Y él… me dijo… “para que arreglemos todo y te deje sólo mi apellido vos tenés que hacer mérito”.

Oscar se mira las manos, se las aprieta hasta que los nudillos parecen de nácar cuando dice mérito.

—Le dejé de hablar por muchos años. En 1994 nos cruzamos en un homenaje que nos hizo Presidencia de la Nación por los veinticinco años de las 84 Horas de Nürburgring, pero sólo nos dimos la mano. Recién volvimos a hablar en 1995. Lo fui a ver a su casa de Buenos Aires porque sabía que estaba muy delicado. Le conté que mis hijas estaban en la universidad y él se puso muy contento. Ni hablamos del tema del apellido. Me pidió que fuera a verlo de nuevo y lo vi entusiasmado con eso. Volví pero mi prima Ethel me hizo atender por una mucama que no me dejó entrar y me dijo que mi viejo estaba internado. Y era mentira porque mi viejo estaba ahí, en la cama. No volví a verlo.

Un silencio profundo permite oír con nitidez cómo, del otro lado de la puerta del living, juegan Norma y uno de sus nietos.

En la plaza principal de Ramiriquí, Boyacá, se levanta una estatua de Juan Mauricio Soler. Es una estructura construida con piezas de chatarra forjada, en la cual sobre un plano inclinado se sostiene la representación de Soler parado sobre los pedales de una bicicleta. De cuando en cuando viajeros que cruzan por este pueblo se detienen en el parque a tomarle una foto. Juan Mauricio es -a sus 31 años- la vieja gloria más joven del ciclismo colombiano y el ramiriquense más destacado desde el expresidente José Ignacio de Márquez.

A una cuadra de la estatua, en una casa de tres niveles, vive Soler. En la primera planta de la construcción de ladrillo el suegro de Mauricio administra un taller de motos en cuyo aviso se ve la figura del exciclista. Todos los días, a eso de las ocho de mañana, Mauricio sale de su casa en compañía de Aquiles, un labrador negro, y camina hasta la finca que tiene a un kilómetro del pueblo por la vía a Miraflores. Allí tiene dispuesto un pequeño gimnasio. Sus días siguen siendo, después del accidente, días de recuperación.

***

Un inventario incompleto de las caídas de Juan Mauricio Soler:

Aquel absurdo accidente en los primeros diez metros, sin haber superado aún las vallas de salida de la primera etapa de la Vuelta Nacional del Futuro del 99. Quedaría segundo en la clasificación general, detrás de un corredor al cual le había sacado dieciséis minutos en las pruebas clasificatorias del departamento.

La vez que preparándose para la Vuelta al Porvenir de 2001, bajando el Alto de Canutos en la vía Duitama-Soatá, se le cayó la rueda delantera al saltar un policía acostado. Se destrozó la cara, duró tres días inconsciente en el hospital. La cicatriz que se extiende unos dos centímetros desde la comisura izquierda de sus labios hacia arriba es la marca imborrable de aquel golpe. “Eso fue terrible”, recuerda Manuel Soler, su padre: “no se reconocía quién era”. “Este man se va a retirar”, pensó Serafín Bernal, su entrenador. Al cabo de unas semanas se reintegró a los entrenamientos y fue campeón de la Vuelta que preparaba.

La caída en la última etapa de la Vuelta a la Juventud de 2003 con llegada en Yopal. Según su hermano Omar todo indica que un grupo de corredores de Antioquia, históricos rivales del ciclismo boyacense en las competencias nacionales, lo cerraron faltando medio circuito para la meta.

En la tercera etapa de la Vuelta a Colombia del 2005 coronó de primero el alto de La Línea, pero en el descenso tuvo tres caídas; una de esas en el sector conocido como Lanzaperros donde los fuertes vientos le hicieron perder el control de su bicicleta. Fue el día en que murió en transmisión el narrador de ciclismo Alberto Martínez Práder, cuyas últimas palabras, antes del accidente del transmóvil —desde el que narraba la carrera—, fueron “Soler, Soler…”. Quedó sexto en la clasificación general, rey de los novatos y ganador de la última etapa.

En la fracción del Clásico RCN del mismo año disputada entre Ibagué y Armenia un aficionado en Cajamarca se le atravesó al lote e hizo que cayera al asfalto. El plato de la bicicleta se le enterró en una pierna. Logró terminar la etapa pero al siguiente día no pudo ser parte de la largada.

El accidente en Bolivia en el 2005 en el cual se le atravesó un perro. Según Pablo Arbeláez, redactor de ciclismo de El Colombiano, “la cara le quedó como un mapa”.

La caída en la Coppa Agostoni en 2007 lo llevó al quirófano para que le fuera realizada una reconstrucción de cartílago en la muñeca derecha.

La lesión de una de sus rodillas, que alteró su calendario ciclístico, por una caída en el Giro della Provinca di Reggio Calbabria en febrero de 2008.

La caída en la segunda etapa del Giro de Italia del mismo año que le ocasionó una fractura en la muñeca izquierda. Ese día llegó pedaleando hasta la línea de meta, lo cual, según su compañero de equipo Enrico Gasparotto, había sido una muestra de verdadero coraje. Logró continuar en la ruta del dolor de aquel Giro por nueve etapas más, hasta el kilómetro 96 de la etapa 11. Abandonó cuando ya casi no podía sostener el manubrio de su bicicleta ni apretar las barras de frenos.

El Tour de Francia de 2008 que se desvanecía en el asfalto. La caída en los kilómetros finales de la primera etapa le produjo una fractura de muñeca derecha y un hematoma en la cadera izquierda. “No puedo casi frenar ni ponerme de pie –dijo a los medios-. Pero los de mi pueblo somos echaos pa´lante”. Vendado y maltrecho, logró echar para adelante por 423 kilómetros más en ese Tour hasta que el dolor le ganó el pulso y finalmente se bajó de la bicicleta sin terminar la quinta etapa de la carrera. El periodista J.G. Peña del diario ABC de Madrid escribió: “El ‘mal de manos’ es una enfermedad de deportes duros: la pelota, el boxeo. Y de Mauricio Soler. Caiga como caiga, el ciclista colombiano para el golpe con la mano”.

La caída en la segunda etapa del Giro de Italia de 2009 que lo llevó a abandonar por causa de una tendinitis en su rodilla derecha.

Durante un entrenamiento en enero de 2010 un carro lo atropelló a una cuadra de su casa. “Voy a parar por un par de días”, declaró a los medios.

El golpe en la rótula de la rodilla izquierda que sufrió en una caída en la primera etapa del Criteérium du Dauphiné de 2010.

La caída al realizar el descenso del Collado Bermejo, en los últimos cinco kilómetros de la segunda etapa de la Vuelta a Murcia de 2011. Tuvo que ser evacuado en ambulancia con varios cortes en su pierna izquierda.

Y aún faltaba el peor golpe.

***

Un oyente de La W acaba de llamar a la línea abierta. Le reclama al periodista Julio Sánchez y a su equipo periodístico por no estar registrando la noticia de un ciclista colombiano, boyacense, de nombre Juan Mauricio Soler, quien a esta hora lidera en solitario el ascenso del Col del Galibier, el punto más alto del Tour de Francia. Es julio 17 de 2007. Soler es casi un desconocido dentro del pelotón ciclístico internacional. Su equipo, el Barloworld, es una escuadra chica que ha llegado a la ronda francesa gracias a una invitación.

Soler no conoce el recorrido. Sin embargo, ha decidido atacar en las primeras rampas del ascenso más largo del día, a falta de 47 kilómetros para llegar a la meta en Briançon. Viniendo de atrás, el ciclista nacido en Ramiriquí sobrepasa al grupo de cinco que hasta ese momento lidera la etapa y sigue de largo. Dos corredores, Popovych y Astarloza, intentan por unos metros seguirle el paso, pero la aceleración con la que sube el colombiano finalmente los descuelga.

Mauricio sigue subiendo –inquebrantable– y corona la cima del Galibier. Comienza el descenso. En 37 kilómetros está la línea final. Yaroslav Popovych y Alberto Contador, compañeros en el equipo Discovery, han cruzado el puerto de montaña a dos minutos cinco segundos del líder. La ruta se inclina hacia abajo para ellos y salen en busca de Mauricio.

Los habitantes de Ramiriquí se agolpan a esta hora en las tiendas y cafeterías alrededor del parque principal para ver por televisión al coterráneo. Manuel Soler, papá de Juan Mauricio, escucha la etapa por radio desde su casa. Omar Soler hace lo mismo desde una bodega de Arturo Calle en Bogotá. Él es ciclista aficionado y entiende que no será fácil para su hermano conseguir la victoria: la dupla persecutora viene muy fuerte. La producción de televisión concentra la imagen en estos últimos, como asumiendo que la neutralización de la fuga es inminente en el descenso.

Diez kilómetros para Briançon. La W, gracias al regaño del oyente, se ha enlazado con el relato de Rubén Darío Arcila en Colmundo. Andina Estéreo, 95.1 F.M en Ramiriquí, ha hecho lo propio. “Lo que hace el ciclismo nacional”, anota ‘Rubencho’ Arcila en su voz grave y colorida: “es solamente ver a un pedalista colombiano en punta y se estremece nuevamente el país”. La diferencia se acorta: 58 segundos. A Contador y Popovych los han alcanzado seis corredores, incluido Rasmussen, el líder del Tour. Hacen los relevos, “la escalera como aves migratorias”.

“Ahí lo tenemos en la pancarta de los cinco kilómetros finales, con el muñón de los Alpes al frente, Briançon lo espera”. Ya son catorce los ciclistas que se ciernen sobre Mauricio Soler. “Creo que estamos en las goteras de una etapa memorable, para recordar, para guardar en la página de oro del ciclismo”. El último kilómetro y medio es en ascenso y, contrario a toda lógica, como cuando Lucho Herrera dijo que ojalá el Alpe De Huez tuviera 25 kilómetros más, Soler —después de 158 kilómetros de recorrido— agradece ese repecho final.

«Todo un país con los pedalazos de este colombiano. Y es que la gente entiende de ciclismo: mira la lámina, la estampa del hombre y dice: “¡Este es un campeón!”, “¡Este sí tiene portento!”, “¡A este hombre le luce la máquina!”». Último kilómetro, 50 segundos la diferencia. “Parece el conteo regresivo para el lanzamiento de una cápsula espacial”, dice ‘Rubencho’. Los sucesos deportivos en su narración se hacen pasar por verdaderas gestas épicas, como asuntos de la Historia seguidos minuto a minuto: “Soler no descansa, no mira hacia atrás, el pedaleo sigue taladrando cada metro del pavimento, la recta al frente, son los últimos metros, es la etapa reina de los Alpes, otra miradita, hay que cuidar la alforja mi querido amigo, que desde atrás cualquiera puede arrebatar la gloria, la victoria, entrando poco a poco en el umbral de la gloria el pedalista colombiano, el balanceo final, el manubrio bien sostenido por la parte alta, vuelve a abrirse, la bailarina, el dancé, y aquí viene Mauricio a repetir la hazaña”. Doscientos metros. Toma la última curva. Soler asoma la sonrisa. El dolor físico se funde con la gloria. El presidente Nicolas Sarkozy lo mira desde la escotilla del carro del director de carrera alzar los brazos hacia el cielo. “Se sube la cremallera, se sube el corazón, se sube Colombia, se trepa sobre la victoria. Soler es el ganador”.

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Mauricio Soler había ganado la etapa del mítico Galibier y a su llegada a Paris se coronó Rey de la Montaña del Tour de Francia de 2007. Serafín Bernal no se sorprendió. Él había sido su entrenador en el Club Deportivo Boyacá cuando Soler era apenas un corredor juvenil. Por sus manos han pasado en esa categoría, además de Juan Mauricio, los campeones de la Vuelta a Colombia Álvaro Sierra y Miguel Sanabria, y nuevas promesas como Robinson Chalapud y Darwin Atapuma. Serafín se jacta de su buen ojo ciclístico. Su astucia, que según él le viene directamente de la malicia indígena, lo lleva a saber desde muy temprano qué corredor colombiano brillará en Europa. Esta mañana soleada en el centro de Tunja me habla con insistencia de un joven llamado Rodrigo Contreras. “Acuérdese de ese nombre”, dice.

Serafín va a los pueblos de Boyacá en busca de nuevos talentos. Según él, la disciplina de la vida en el campo contribuye a forjar el carácter de un ciclista: “En la ciudad la vida es fácil y el ciclismo es de sacrificio”, dice. “Los que sirven para este deporte son los campesinos porque ellos están acostumbrados a aguantar hambre, sol, agua. Cuando tienen una oportunidad en el ciclismo se enfocan en eso para salir adelante”.

En festivales de escuela de los pueblos, en las clásicas municipales en Boyacá, Serafín ponía su mirada en Soler. “Era un corredor excepcional –recuerda–. Yo veía la facilidad con la que andaba este muchacho, pero que no tenía cómo salir adelante”. Bernal habló con él y lo vinculó a la escuela con el patrocinio de Chocolate Sol. Soler tenía 17 años. Bajo la dirección de Bernal, fue Subcampeón de la Vuelta de la Juventud de Venezuela (2001), Campeón de la Vuelta del Porvenir (2001), Campeón Sub-23 de la Vuelta a Boyacá (2002), Subcampeón de la Vuelta de la Juventud de Colombia en 2002, Tercero en el 2003, y campeón de la misma en el año 2004. Esta última es considerada la competencia más importante de Colombia en la categoría Sub-23.

Mauricio Soler era un muchacho introvertido cuya faceta más intrépida la exhibía montado sobre una bicicleta. “Era muy combativo —recuerda Bernal—. No le comía a nadie. Que es fulano de tal, a él no le importaba. Y para arriba no le ganaban. Me acuerdo que en una Vuelta del Porvenir subiendo a Manizales se voló del grupo puntero un compañero de equipo de Soler. Él duró en fuga tantos kilómetros que le dije a Soler que no lo fuera a alcanzar, y tocó bravearlo para que lo dejara ganar, porque sino Soler iba, lo cogía y pasaba de largo. En el fondo Soler debió quedar rabón”.

Según Bernal, la ambición de Soler para llegar a ser buen corredor era tan grande que cuando el entrenamiento empezaba —a las ocho de la mañana en las gélidas calles de Tunja— él ya le llevaba a sus compañeros 25 kilómetros de ventaja. Había venido en bicicleta desde Ramiriquí, a donde regresaba por la tarde.

“Yo soy muy exigente en esto”, dice el entrenador. “Yo tengo que ver que de verdad están chorreando sangre porque hay unos corredores muy cobardes y esos no sirven. En cambio esos muchachos del campo desde las cuatro de la mañana están trabajando, llueve o truene, sacando las reses, sacando papa, maíz, y el desayuno es cualquier cosa, y trabajan hasta por la noche, entonces esa gente está acostumbrada al rigor de la vida”.

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La casa de Manuel Soler y María del Carmen Hernández está ubicada en la vereda El Común, a cinco kilómetros del casco urbano de Ramiriquí. Para llegar desde el pueblo hay que tomar la carretera hacia Miraflores. Los pobladores suelen llamarla genéricamente “la pavimentada”. Es un recorrido escarpado flanqueado a lado y lado por una inagotable sucesión de tonos verdes reverberados por el sol. Después de pasar una Virgen de carretera se debe avanzar unos 500 metros a la derecha por un camino destapado. Es una casa campesina de color salmón y una sola planta. Un muro de metro y medio de altura construido con bloques de ladrillo, interrumpido por una puerta enrejada negra, divide un antejardín de cemento con el exterior. Las colinas verdes que cercan el lugar están atravesadas por pinos, ocales, acacias y urapanes, y alrededor las vacas y las gallinas y las cocheras de marranos. La quietud de la tarde sólo la suspende el ladrar de los perros y los ruidos caseros.

Un afiche enmarcado de Juan Mauricio Soler cuelga de la parte exterior de una de las paredes de los cuartos. Aparece él montado sobre una bicicleta, y metido en el famoso maillot de pepas del Tour de Francia que identifica al campeón de los premios de montaña. La foto tiene un título en letras rojas, un juego de palabras: “Cirque du Soler”. Debajo del título hay una nota escrita a mano:

“Papá y Mamá Gracias por
habermen dado unas piernas
tan fuertes. Y doy gracias a Dios
por tener unos padres como
ustedes. Los AMO.
Su hijo Mauricio Soler H”

La tarde es de domingo. Omar Soler visita a sus padres. Mauricio podría aparecer por acá en cualquier momento. “Hace días que no sube”, dice María del Carmen, en un tono de voz que no aspira a ser reclamo sino apenas declaración del hecho simple.

En la parte exterior del lugar, Omar hace un recuento del palmarés de su hermano. Manuel, a pocos metros, enfundado en una ruana, mira el campo en silencio. El padre de Mauricio ha tenido que guardar reposo desde hace un año cuando sufrió un accidente sacando un marrano de la cochera.

–De niños ustedes trabajaron el campo. – le digo a Omar.
–Claro–, dice. Mauricio hasta los quince años 100% en el campo.
–¿Qué hacían?
–De todo. Ver las vacas, hierbar papa, maíz. Todas las labores. Hacer de comer a los obreros. Mauricio inclusive era el compañero de mi papá del campo.

Manuel Soler tenía unos cultivos a 4 kilómetros de la casa, cerca al páramo, y pasaba mucho tiempo allí. Una bicicleta cross era el medio de transporte de Mauricio entre la casa y los cultivos de su padre.

Si toda vida tiene un hecho fundacional que determina la vocación, el de Mauricio Soler transcurrió un día del año 98 en el que ganó una carrera de campesinos en Ramiriquí. Sería Omar quien iría a participar en la competencia, pero Mauricio, al ver que éste había salido para Bogotá a hacer unas vueltas, tomó la bicicleta de su hermano, bajó hasta el pueblo y compitió. Le sacó casi dos vueltas al segundo en el circuito tradicional de Ramiriquí. Hasta entonces Mauricio no tenía ninguna relación con el ciclismo más allá de lo que las labores del campo demandaban. Ese día pensó que podría dedicarse a la bicicleta.

Al poco tiempo Mauricio y Omar fueron a Tunja y hablaron con Lino Casas, quien en ese entonces dirigía la Escuela Santiago de Tunja, y se vincularon a ésta. “Yo les decía que no hicieran eso porque lo uno no tenía con qué ayudarles”, dice Manuel Soler. Su voz campesina es un murmullo quedo. “Y lo otro no me gustaba porque era tal vez muy riesgoso”.

–Pero después cuando Mauricio comienza a ganar…
–Pues cuando ellos ya se definieron a eso pues ellos verán, ya dejarlos. Dios los ayude a lo que ellos quieran hacer porque qué más. No se podía hacer más.
–Supongo que se alegraba…
–Pues claro… si uno les oye unas tristezas porque eso no más se volvía mierda por allá en los porrazos.

Hay una breve risa triste, de resignación.

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Lindon Borda es padrino de matrimonio de Mauricio Soler. La conversación tiene lugar en la sala de la casa de una de sus hermanas, contiguo al hotel de su familia en Ramiriquí. Soler ha accedido a entrevistarse conmigo en este lugar y debe llegar dentro de un rato.

–Perdón un momentico que tengo que llamar a ese man que se le vence la declaración de renta – dice.
–¿A Mauricio?
–Sí.

Le pregunto cómo nace la relación entre él y Soler.

Me explica primero que él ha sido un aficionado al ciclismo desde joven: “desde los tiempos de Patrocinio Jiménez, otro paisano”. Completados sus estudios en Sogamoso, Lindon volvió a Ramiriquí. Para entonces Soler había quedado segundo en la Vuelta Nacional del Futuro (en 1999) y ya se perfilaba en el pueblo como una promesa del ciclismo. Borda junto con un grupo de amigos comenzaron a apoyarlo. Entre todos reunían para la gasolina y alguno prestaba el carro para llevar a Mauricio a las competencias de los pueblos.

Cuando Soler se alistaba para correr la Vuelta al Porvenir del 2001 en el pueblo le organizaron un bazar para recoger dinero y comprarle una bicicleta Trek. “La que en su momento utilizó Lance Armstrong”, dice Borda. Fue un fin de semana en el que en el parque principal de Ramiriquí hubo carne, chicha, rifas, sopa de cuchuco de trigo con espinazo, música y cerveza. La bicicleta valía unos diez millones de pesos. “El último día –recuerda Lindon- se hizo una campaña para que dieran dinero en efectivo, y mucha gente daba 20 mil, 50 mil”. Zoilo Pulido, por ejemplo, dueño de un almacén de víveres situado en la calle peatonal de Ramiriquí, regaló dos millones trescientos mil pesos. Reunieron unos ocho en total, lo cual sumado a unos ahorros que Soler tenía de las competencias que ganaba en los pueblos, alcanzó para pagarla.

Le duró muy poco. Fue hasta Tunja, regresó, volvió a subir y de vuelta en el Alto de Soracá un carro lo atropelló y acabó con la bicicleta. Mauricio por suerte no sufrió mayor daño. “Me acuerdo ese día”, dice Omar Soler. “Llegó acá desmotivado. Que él no montaba más, que dejaba esa mierda. Yo le dije: ‘No huevón, si usted nació pa’ algo, si tiene un futuro en la vida es eso, ser ciclista, es lo que le rinde, qué más se pone a hacer’. Me bajé de mi bicicleta y le dije: ‘Vaya a que le monten otro repuesto y va con esta a la Vuelta al Porvenir’”.

Con la bicicleta de su hermano, Mauricio quedó campeón de la competencia.

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Dice el periodista Matt Rendell en el libro Reyes de las Montañas que los ciclistas colombianos han hecho del subdesarrollo una virtud. No hace tanto ninguna de las carreteras que conectan a Ramiriquí estaban pavimentadas. Para coronar el Alto de Soracá rumbo a Tunja o el Alto de Bijagual en la vía a Miraflores, había que abrirse paso por caminos destapados. El asfalto era algodón. “Mauricio me decía eso”, recuerda Lindon Borda: “que la ventaja que él tenía era que en el destapado se esforzaba bastante por subir y cuando estaba sobre pavimentada se sentía sobradísimo”. Algo similar opina su hermano Omar: “haber aprendido a montar en destapado es otra fortaleza de los ciclistas de la región. Le toca a uno mínimo en el día hacer 20 o 30 kilómetros destapados, y eso le va ayudando para fortalecer músculos”. Cuando Juan Mauricio Soler se alistaba para correr el Tour de Francia de 2008 le dijo al periodista Lisandro Rengifo que una de las ventajas que él tenía frente a sus rivales del pelotón internacional era ser boyacense.

***

Mauricio irrumpe en la sala y la entrevista con Lindon se detiene. “Hola padrino”, le dice. Su paso es lento y precavido. Trae puesta una gorra, sudadera Adidas gris con rojo y tenis negros de la misma marca. Camina hacia mí y entregándome su mano grande dice: “Ahora sí lo saludo bien”. Hacía unas dos horas, Martha, la administradora del hotel, nos había presentado escuetamente cuando él de regreso de su finca se había detenido aquí para recoger sin éxito su declaración de renta. Sin cruzar el umbral de la edificación acordamos la hora y el lugar para la entrevista. A los pocos segundos lo vi tomar su bicicleta y descender con cautela, parado sobre los pedales, una calle sin pavimento camino hacia su casa. Era la hora de almuerzo. “No sabía que Mauricio ya estaba montando bicicleta”, me dijo Martha un tanto sorprendida. Sin embargo, no era un hecho nuevo. La revista Mundo Ciclístico lo había registrado hace unos meses bajo el título “Exclusivo: ¡¡Mauricio Soler vuelve a la bicicleta!! Grandes progresos en su proceso de recuperación”. Una foto mostraba a Soler rodando sobre una bicicleta tipo cross por el camino que conecta su casa de campo y escoltado por Aquiles. La nota recogía la siguiente declaración de Mauricio: “Al tomar la bicicleta nuevamente me he sentido tan feliz como el día en que tomé el avión en España para regresar a Colombia. Volver a montarme en una de mis bicicletas era algo tan deseado como ver a mi hijo de nuevo después del accidente. No sé si esto me sirva como rehabilitación pero lo único que sí sé es que ahora me siento anímicamente mejor que nunca”.

Lindon pregunta por su estado de salud. “Con constancia he ido mejorando poco a poco”, responde Soler, y agrega que diariamente debe por lo menos caminar: “tengo que mover la sangre”. Por suerte es algo que le gusta, pero confiesa que hay días en que debe “sacar ganas de donde no las hay” para recorrer el camino hasta su finca y hacer las rutinas de ejercicios.

Según dice, los 18 meses en los que había algún progreso en su recuperación ya han pasado. Y aunque las secuelas persisten, su evolución ha sido notable. Cuando Patricia, su esposa, le preguntó a los médicos si Soler volvería alguna vez a caminar, le contestaron que eso sólo lo sabía Dios, y que si lo hacía, sería después del noveno mes. “Al cuarto mes –recuerda- ya estaba dando mis primeros pasos en la piscina”.

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El Tour de Francia de 2007 no había llegado a París cuando Antoine Vayer, ex director deportivo del equipo Festina, en un artículo publicado en el diario ‘Libération’ y en entrevista concedida a la emisora La W planteó sus dudas sobre el desempeño del ciclista colombiano. “Soler hace parte de un grupo de corredores que hacen cosas que en mi opinión son imposibles de lograr sin la ayuda del dopaje”, le dijo a la cadena radial. “Hoy en día en un premio de montaña Soler le sacaría a Lucho Herrera o a Parra cinco minutos (…) Tendría que ser extraterrestre para hacer lo que está haciendo (…) Quisiera conocerlo y que me explicara cómo entrena para poder subir como sube porque de mi experiencia como entrenador creo que es físicamente imposible, no es de humanos subir de esa forma”.

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Mauricio Soler tomó la bicicleta esta mañana para llegar hasta su finca. No por virtud sino porque el dolor en unos de sus tobillos hizo imposible que lo hiciera a pie. “En la bici me cuesta muchísimo”, reconoce. Sube despacio, pero el pulso se dispara mientras pedalea por las lomas que rodean su finca. Después de cierta velocidad, superado el umbral de zona aeróbica, la presión intracraneal de Mauricio se altera y le produce fuertes dolores de cabeza. Con 31 años de edad volver al ciclismo de competencia está completamente descartado para él después de su accidente en Suiza: demasiado esfuerzo en la bicicleta lo llevarían a una presión mortal en su cráneo.

–Voy a intentar hacer lo máximo de mis posibilidades. Es que no tengo ni cabeza para nada. Intentaré hacerlo… responder las preguntas.

La voz de Soler es frágil y delicada, como gobernada por gráciles cuerdas a punto de resquebrajarse. Su agrietado rostro sufre una parálisis en el lado izquierdo debido a la lesión del nervio facial en el accidente en Suiza. Su fama de taciturno se afianza en esos intervalos que suceden cada tanto en los que en silencio su mirada gacha, enlutada, se queda suspendida en algún rincón de la sala. Pareciera ausentarse un breve instante de la realidad, para luego volver quién sabe de dónde.

Le digo a Mauricio que quiero hablar sobre su vida en general.

–Sí señor. Pues lo poco que me acuerdo porque hay muchas cosas que se me han olvidado.

El encuentro tiene lugar en época de la Vuelta a España 2013, en el marco de una temporada excepcional para el ciclismo colombiano en Europa: Rigoberto Urán y Nairo Quintana habían logrado el subcampeonato del Giro de Italia y el Tour de Francia respectivamente. Por estos días, Soler sigue las etapas por televisión de la ronda ibérica. “Me hubiese gustado correr una Vuelta a España y poderla disputar. No tuve ese privilegio”.

—¿Le da nostalgia ver ciclismo?
—No, nostalgia no -dice, marcando con su voz algo parecido a un énfasis-. Afortunadamente mientras pude lo practiqué y lo hice de la mejor forma. Lo que pienso que me costaría sería ir a un Tour, a una carrera personalmente, verles allí y no estar corriendo. No quiero vivir esa experiencia.

A continuación Soler hace un recuento de su historial deportivo: su andar por categorías juveniles en Colombia, la llegada a Europa, y especialmente aquel año 2007 que representó el pico más alto en su carrera. “Lo más grande que hice como deportista fue en ese año”, dice. “Ganador de la etapa reina del Tour de Francia, la montaña del Tour, y campeón de la Vuelta a Burgos”. A raíz de esos triunfos fue escogido como Deportista del Año por el diario El Espectador.

Cuando Juan Mauricio desembarcó en Europa, su principal anhelo era correr un Tour de Francia. “Es con lo que los ciclistas jóvenes sueñan”, dice. Un buen inicio de temporada de su equipo en el 2007 les mereció una wild card para ser de la partida en la competencia ciclística por etapas más importante del mundo. “Inicialmente yo iba a aprender porque el de la responsabilidad era Félix Cárdenas. Lógico que uno tiene muchas aspiraciones pero sabía que iba a tener que trabajar. Intentaría hacer algo si me daban la oportunidad”.

El 13 de julio de 2007, con el Tour ya en ruta, apareció publicada en El Tiempo una nota escrita por Mauricio Soler: “Este es mi primer Tour de Francia; ahora sí que lo creo. Y es que poco a poco voy comprobando todas esas cosas maravillosas de las que muchos amigos y compañeros ciclistas me hablaban de esta carrera”. Eran los ojos vírgenes del campesino boyacense deslumbrado al ver todo el despliegue mediático que suscitaba el Tour y de cómo la organización de carrera cuidaba hasta el más mínimo detalle. “La verdad es que nunca, ni siquiera pagando, había sido sometido a unos chequeos tan completos como los que me hicieron la semana pasada”. Soler anunciaba que estaba en buenas condiciones. “Vamos a ver qué pasa en los próximos días”.

A los dos días el mismo diario publicó una nueva nota escrita por Soler. Arrancaba con la siguiente frase: “Espero que por un momento ustedes, compatriotas aficionados al ciclismo, hayan podido disfrutar de mi actuación de ayer en el Tour de Francia”. Soler había llegado cuarto el día anterior en la séptima etapa del Tour y la primera de alta montaña. Estaba maltrecho: “Me había salido una llaga horrible porque las zapatillas eran nuevas y no habían cogido la horma del pie”. Sin embargo, pese a las molestias, Soler se sobrepuso al dolor y atacó en los kilómetros finales del día. Y lo hizo, cuenta, debido a un error de comunicación: “Iniciando el último puerto me dice el director: ‘Mauricio, un sprint’. Yo pensé que había que atacar, hacer un sprint, pero resulta que los geles que llevábamos para la alimentación se llamaban sprint. Entonces lo que me indicaba era que me bebiera un gel para tener energía para el final de la etapa.”.

La jornada de descanso, un día antes de la etapa del Col del Galibier, Soler casi no podía caminar. El dolor producido por las ampollas en su pie derecho lo mantuvieron postrado en el hotel todo el día. El director del Barloworld mandó a traer desde Italia las viejas zapatillas de Mauricio para que corriera con ellas al día siguiente.

“Desafortunadamente de recuerdos tengo muy pocos”, asegura, “pero sí me acuerdo de algo… allí yo he atacado en el penúltimo puerto, no estoy seguro si era el Telegraphe. Delante de mí iba una fuga, de cuatro o cinco corredores, no me acuerdo exactamente. He coronado el Telegraphe, he descendido hasta el pueblo, después que he pasado por el pueblo recuerdo que… o no recuerdo, lo he visto en algún lado que los he alcanzado allí y he intentado irme solo. He pasado por un lado y me han cogido la rueda uno o dos corredores. Al final, un poco más adelante, se han quedado porque el paso era bueno, el ascenso era rápido. Recuerdo que tenía muchísima visibilidad porque veía, no sé, cinco kilómetros por donde iba a hacer la carrera. Veía a la gente que estaba al lado y lado de la carretera. Entonces tuve fuerzas para pasar primero el Galibier, luego hacer el descenso y me ha alcanzado la fuerza para ganar la etapa… Me acuerdo que entrando a la ciudad después del descenso había muchas rotondas como es típico en Francia y prácticamente yo las saltaba intentando recortar un poco de distancia. El final era un kilómetro y algo más en ascenso, y subiendo me defendía más o menos. No recuerdo lo que pensaba pero sabía que estaba por ganar la etapa de un Tour de Francia y que debía darlo todo, que debía morir sobre la bici”.

Darlo todo.

Morir sobre la bici.

***

En el verano de 2011 Juan Mauricio Soler buscaba ganar una etapa después de cuatro años. Una afición que aún no olvida las hazañas de los escarabajos colombianos en Europa celebró el ímpetu con el que Soler domó la cuesta arriba. Después de la sobresaliente temporada del 2007, su registro ciclístico posterior se pareció mucho a una promesa incumplida. Una larga espiral de caídas lo obligaron a abandonar o impidieron que fuera de la largada en todas las grandes rondas de su calendario.

Aquel junio de 2011 Soler estaba ilusionado. Encararía los nueve días de la Vuelta a Suiza para llegar con kilómetros en sus piernas al Tour de Francia. Las empinadas faldas de los Alpes se ajustaban a sus capacidades. El 12 de junio de 2011 Soler se reencontró con la victoria. Lo hizo en la segunda etapa de la Vuelta a Suiza, en el alto de Crans-Montana. Con el grupo partido después de 148 kilómetros de recorrido, Soler pegó dos zarpazos a falta de mil metros y los ciclistas Damiano Cunego y Frank Schleck, no lograron seguirle la rueda. Soler alzó los brazos hacia el cielo por un breve instante y le dedicó la victoria a Xavier Tondo, su amigo y compañero del equipo Movistar quien en mayo pasado había perdido la vida en un absurdo accidente con la puerta del garaje de su casa. Eusebio Unzué, su director de equipo, declaró: “Por fin ha atacado con cabeza, calculando, sin ansiedad”. Por su parte, el cronista de ciclismo Carlos Arribas, tituló su artículo en El País ‘Soler recupera la autoestima en Suiza’, y dijo: “ha recuperado la sonrisa. También la autoestima, desaparecida estos cuatro años en que su elevada figura triste, solitaria, silenciosa, no era sino el síntoma de la escasa consideración social que despertaba en el pelotón”.

–¿Qué significó para usted esa victoria en Crans Montana?
–Era demostrarme a mí mismo que todo el trabajo que había hecho durante el tiempo de estar corriendo en Europa estaba dando frutos. Tenía pensado que con el estado de forma que tenía y como me sentía, posiblemente estaría disputando el Tour de Francia. No se pudo, pero bueno, lo más importante es que sigo aquí.

***

–¿La reconoce? – le pregunta el neurólogo Manuel Murié Fernández.
–Sí, es Patricia, mi esposa –dice.

Mauricio Soler acaba de abrir los ojos después de 24 días de coma inducido. Está esquelético y entubado en una cama de la Clínica Universidad de Navarra. El ciclista del equipo Movistar no tiene idea dónde está ni la gravedad de lo que le ha ocurrido: piensa que lo que ve puede ser una clínica en Bogotá y que en cuestión de semanas será posible estar de vuelta sobre los pedales.

El 16 de junio de 2011 Mauricio Soler corría la sexta etapa del Tour de Suiza. En la jornada anterior había perdido la camiseta del líder con el ciclista italiano Damiano Cunego. Pero esa tarde, en la escalada final de Triesenberg/Malbun, Soler esperaba recuperarla. Ese era el objetivo del día. Acababa de salir de una rotonda, rodando a unos 72 kilómetros por hora cuando su tubular delantero chocó contra un bache en el asfalto. Soler perdió el control, salió por encima de su bicicleta y, como en una estampida seca, se detuvo finalmente al estrellar su cabeza contra el poste de una cerca de un jardín infantil. El corredor Baden Cooke quien venía detrás de Soler describió el accidente en su cuenta de Twitter como “realmente repugnante”. “No tuvo ni tiempo de frenar”, agregó. Soler fue llevado en helicóptero hasta el Hospital Sant Gallen. El médico del equipo Movistar, Alfredo Zuñiga, se comunicó con Patricia en Colombia y le dijo: “Lo siento mucho, señora, pero Mauricio está muy mal, prácticamente muerto. Sólo un milagro lo puede salvar”.

Soler había sufrido un trauma craneoencefálico severo, laceración del riñón izquierdo y una docena de fracturas: en la base izquierda del cráneo, de ocho costillas, de clavícula y escápula, del cuello del pie izquierdo y del malar y temporal del pómulo izquierdo. En la escala de Glasgow –que mide el nivel de conciencia de víctimas de traumatismos cranoencefálicos– Soler estuvo en el más bajo de todos: grado tres. Las primeras 72 horas eran cruciales, y el riesgo de muerte cerebral era latente. Patricia voló desde Colombia con dos mudas de ropa y bajo la idea triste de repatriar el cadáver de su esposo.

Pero la evolución de Soler fue favorable. A las tres semanas los médicos suizos autorizaron su traslado en helicóptero a la Clínica Universidad de Navarra con la cual el equipo Movistar tenía un convenio. Allí se despertó.

Luego vendrían meses largos de terapia y recuperación en Pamplona, y posteriormente en Bogotá, con Patricia siempre a su lado, día y noche. Las metas de Soler con el accidente habían cambiado. Ahora eran más simples, más mundanas, más sensoriales e infantiles: lograr sentarse por sí mismo, mejorar el equilibrio, intentar dar sus primeros pasos.

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“Yo no conozco un corredor que se hubiera caído tanto como ese”, dice Serafín Bernal, donde ese quiere decir Soler. “Cada cinco competencias se pegaba un porrazo el hijuemadre. Como técnico uno ya estaba listo para ver a qué horas se iba al suelo. La piel que tiene no fue con la que nació: está raspado por todo lado”. Si la caída no era grave, una fractura por ejemplo, Soler seguía en la ruta “así le escurriera la sangre”. Bernal le lavaba la herida con jabón Rey y agua y de vuelta a los pedales, a recortar diferencia. “Era muy berraco el chino. La gran mayoría empiezan a desmayarse, que los suban al carro, que yo no monto más, que me duele todo. Este no”. Con otro corredor con un prontuario de caídas similar, tal vez Bernal habría desistido. Pero Serafín, el cazatalentos, el mecenas, no dudaba de la capacidad natural de Soler para el ciclismo. Y por eso luchaba.

Mauricio Ardila es ciclista profesional. Fue compañero de piso de Soler en Pamplona (España). “Caídas teníamos todos –dice-. Tuvo la mala suerte de tener esa última que le costó su carrera en el mejor momento. Él tuvo épocas de muchas caídas. No podría explicarlo”.

Bernal tampoco tenía una explicación. Había golpes sin sentido. Alguna vez llegó a pensar que detrás de todos esos tropiezos y accidentes había un maleficio. Amigos y allegados lo convencieron de que Soler era víctima de un embrujo. Juan Mauricio debía tener 19 ó 20 años cuando Serafín lo llevó hasta el municipio de Motavita, en donde prestaba en ese entonces sus oficios parroquiales el padre Álvaro de Jesús Puerta quien era y sigue siendo conocido en Boyacá como un sacerdote capaz de hacer milagros. El padre habló con Juan Mauricio y ofreció una misa de sanación en su nombre. Serafín y Soler regresaron a los entrenamientos y las competencias. Pero nada cambió. “No era eso”, dice Bernal.

Luis Fernando Saldarriaga es director del equipo 4-72 y uno de los técnicos de ciclismo más respetados en Colombia. “Hablar de estos temas me parece fastidioso –comenta-. Ya sabemos lo que le pasó y perdimos un gran ciclista para Colombia”. Forzado a lanzar alguna hipótesis dirá que a Mauricio Soler le pudo haber faltado fundamentación técnica. “La agilidad mental para sortear obstáculos se adquiere en las escuelas de ciclismo –explica-. Las diferentes técnicas del viraje, el uso de los frenos, las velocidades en las cuales un corredor puede frenar y no frenar, las diferencias entre frenado largo y corto, la posición sobre la bicicleta, la parada de pedales”.

Lisandro Rengifo, periodista de ciclismo de El Tiempo, sostiene sin titubeos que a Soler le faltó escuela ciclística: “Yo no creo en la mala suerte. Yo creo en la buena preparación y en la mala preparación. Mauricio Soler no hizo pista, simplemente se dedicó a la ruta”. Según explica, mediante las rutinas en velódromo el ciclista adquiere cierta destreza para manejar los descensos, la habilidad de esquivar momentos delicados, meterse en un embalaje y aprender a manejar la tensión que se vive dentro de un lote de corredores. Opinión similar tiene el periodista antioqueño Pablo Arbeláez, quien conoce a Soler desde su andar por las competencias juveniles del país: “Mauricio era un corredor silvestre, de un sentido muy natural, salido de la tierra, fuerte, de muy buen paso, que al fin y al cabo venía de una escuela que no tenía mucha fundamentación”.

“Yo lo llevé al velódromo y nunca le gustó”, dice Bernal en su defensa cuando, intentando buscar responsables del infortunio, los reproches se han dirigido hacia él. “Después que Soler salió del Club Deportivo Boyacá tuvo técnicos muy buenos. Si hubiera sido mala formación, allá se hubiera recuperado”. Pero Juan Mauricio siguió con su rutina de caídas aquí y allá, razón por la cual Serafín no carga culpas al respecto. “Yo pienso que es algo físico de él –concluye-. Había unos médicos que decían que Soler tenía los reflejos atrasados, que cuando iba a maniobrar estaba ya en el piso”.

En el 2011, en su equipo Movistar pensaron que esa podía ser la explicación a tantos porrazos. Según cuenta el periodista Carlos Arribas de El País de España, los médicos del equipo le practicaron a Soler exámenes de reflejos, reacción muscular y visión periférica. No era eso.

Una vez le preguntaron a Soler en una entrevista que por qué se caía tanto. “En realidad no han sido muchas –replicó-. Lo que sucede es que siempre me he golpeado muy fuerte y eso hace que las caídas trasciendan”. Hoy tiene una explicación más decantada. “Hizo falta un poco más de escuela –reconoce-. Como era medio bueno se han dedicado a que tenía que ganar carreras y he dejado de aprender cosas”.

–¿Le faltó fundamentación para maniobrar situaciones peligrosas y realizar los descensos?
–Creo que en todo. También para saber andar dentro un grupo de hartos corredores. Haberlo hecho más tranquilamente para no descubrirlo ya corriendo.

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Soler despojado de su bicicleta luce torpe y errante. El ciclismo era para él la vida misma, y entonces, forzado a bajarse de su sillín, a renunciar para siempre al baño de aire en su cara cuando se rueda sobre una bicicleta a unos cincuenta kilómetros por hora, pareciera como si de él quedara tan solo una parte, un porcentaje, encargado de sobrellevar el luto por lo perdido. Soler es hoy lo que queda de un hombre al que le han extirpado su mayor talento y su más sólido anhelo. Un superhéroe que a los 28 años perdió sus poderes.

En la memoria de los ramiriquenses están los días de gloria de aquel muchacho campesino. Muchos recuerdan –por ejemplo- aquella noche en la que Soler, a bordo de un camión de bomberos y en medio de la algarabía de una extendida caravana, realizó el recorrido triunfal desde el caserío de Tierranegra hasta el pueblo.

El brío de sus piernas ya no logra desatar la alegría de la región. Soler no es más aquel corredor capaz de convertir cada puerto de montaña en una apoteosis del dolor. Y ya no siendo aquel, es la persona que esta tarde baja con precaución, cogido del pasamanos, las escaleras de un café ubicado en un segundo piso en el parque principal de Ramiriquí.

“Parezco una niña consentida -le dijo hace unos meses al programa Crónicas RCN-. Debo tener cuidado con todos los movimientos que hago”. Soler frente a la fuerza unánime e irrevocable del nunca más.

Saben los que saben que Soler estaba para algo grande. Que hablar sobre él, de su extraordinaria capacidad para el ciclismo, conduce irremediablemente a lanzar conjeturas sobre lo que pudo haber sido si el infortunio no hubiera embestido con tanta furia esa tarde en Suiza. “Habría podido ganarse el Tour de Francia”, dice Serafín Bernal. “Rey de la montaña de un Tour de Francia, un Giro de Italia o una Vuelta a España muchas veces”, pronosticaba Luis Fernando Saldarriaga. “Es el mejor escalador del mundo, cuando está en buenas condiciones”, dijo en su momento Eusebio Unzue, quien fuera director de equipo de Soler y bajo cuya tutela estuvo también el cinco veces ganador del Tour de Francia, Miguel Indurain.

“Poco lo hablamos –me dijo Omar Soler-, pero le debe dar muy duro saber que en este momento él podría estar haciendo cosas similares o mejores que Nairo. Por mi paisano, que es una persona también del campo, humilde, que se merece todo, una alegría inmensa. Pero a la vez, internamente, un dolor fuerte de pensar que con la edad de Mauricio, con las condiciones que tenía, debería estar en su mejor momento, y no poderlo ver allá, y verlo donde está, le duele a uno mucho en el alma”.

“Pero esas ya son cosas del destino”, interrumpió en ese instante su padre con ese susurro campesino que es su voz. “No era pa’ más. Hasta ahí era. Darle gracias a Dios que nos lo dejó otros días. Era hasta ahí”.

Cae la tarde en Ramiriquí. Soler se despide y lo veo entrar a su casa, dispuesto a volcarse sobre los placeres familiares: sus suegros, su perro, su hijo, su esposa. “Esa mujer vale más que mil Toures de Francia”, dice Pablo Arbeláez cuando le pregunto sobre la importancia de Patricia Flórez en la vida de Mauricio. Mañana Soler se despertará temprano, levantará a su hijo, emprenderá el camino hasta su finca, hará los ejercicios de rehabilitación, regará su jardín, echará un vistazo a sus dos terneros, volverá a casa, dedicará su tarde al rol de esposo y padre. Continuará recogiendo los jirones de su efímera gloria.

Ya nada queda del sueño de ganar una gran vuelta. Hoy lo que más añora es poder ver crecer a su hijo. “La vida me ha cambiado y uno tiene es que mirar hacia adelante”, dice. Aunque ese hombre no haya sido siempre ese hombre, Soler no se doblega. El ciclismo le inoculó un carácter.

Estela Valverde camina por la avenida Chiclana. Falta poco para que compita en un torneo nacional de culturismo femenino. Grande, musculosa, fuerte y con el pelo rubio cortado carré, piensa en parar un taxi. Ve el Renault 12, que se acerca despacio, pero cuando va a levantar la mano, ve al conductor que saca la cabeza por la ventanilla y le grita ¡He-Man!, y sigue de largo.

A Estela Valverde, por fisicoculturista, le cuesta parar un taxi.

No siempre fue así. De joven, era flaca hacía danza, actuó en varios teatros. A los 30 años pesaba 42 kilos. Estudió profesorado de educación física. Se casó con Carlos un vecino con sobrepeso que trabajaba en aeroparque indicándoles a los pilotos dónde estacionar sus aviones. Tuvieron dos nenes. Estela se ocupaba de criar a los chicos. Un día, Carlos decidió dejar de ser el gordito del barrio y empezó a entrenar con el que hacía de Mr. Chile en ‘Titanes en el Ring’. Y ella, que se aburría, pensó que tenía que hacer algo.

—La mujer en la casa se animaliza –dice ahora, vestida con ropa de gladiador americano, sentada en un banco para levantar pesas.

Como Carlos no quería que ella trabajara lo convenció de que pusieran un gimnasio en la casa. Su idea era dar clases de step y gimnasia localizada a las señoras del barrio; mientras tanto Carlos podía entrenar. El gimnasio fue ocupando cada vez más metros de la propiedad que la familia tiene en el extremo sur de Boedo. Con el tiempo, el gordito del barrio se convirtió en bicampeón argentino en fisicoculturismo. Estela quedó fascinada con esa metamorfosis y se animó a usar los aparatos del gimnasio.

Hoy tiene 56 años aunque cualquiera diría que es mucho menor. Está orgullosa de su cola, una cola que muchas chicas de veinte no tienen. Los brazos, el pecho, las piernas todo duro y marcado.

Múltiple campeona de culturismo, le gustan el escenario, la fama y mirarse en el espejo. Su cuerpo, disciplinado, con los músculos como en un rompecabezas, evidencia una superioridad en un arte en el que la mayoría falla. Seguir una rutina diaria de ejercicios y atarse a una alimentación rigurosa suele resultar una tarea faraónica. Dueña de una voluntad inquebrantable, Estela se multiplica en distintas figuras más grande, más fibrosa, más fuerte; cambia de look como si la carne fuera ropa cosida a mano.

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El fisicoculturismo femenino despierta admiración, deseo, fascinación, rechazo, temor y asco. Las forzudas desafían los patrones estéticos impuestos a las mujeres de todas las épocas. Para los medios de comunicación son freaks cuyos cuerpos escapan a los límites construidos culturalmente. Fenómenos que interpelan al ideal estético de la figura perfecta que permite acceder a la fama o algún tipo de reconocimiento.

Su robustez introduce otra forma de apreciar lo femenino, desordena las convenciones conocidas, torna inclasificable la anatomía de la mujer. ¿Cómo es el cuerpo femenino perfecto? ¿Cuánto de masa muscular? ¿Qué tamaño?

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Sabrina Castro no se llama así. Cambia de nombre todo el tiempo, según en qué página anuncie sus servicios. Mide un metro sesenta, pero cada uno de sus brazos tiene el ancho de la pierna de un hombre de talla medium. Nunca se hubiera imaginado la cantidad de tipos que tienen fantasías con una chica como ella. Muchos, demasiados.

—¿Te parezco linda? –pregunta en la cocina del departamento donde trabaja.

El cuerpo de un luchador de catch, de un patovica de pelo corto en la puerta de un boliche.

—A mí no me parece lindo estar así. En un momento sí, pero ya no me gusto.

Se prostituye porque, dice, es el único trabajo que puede hacer con esos músculos. También, porque está despechada. Era secretaria, empezó a ir al gimnasio, se puso de novia con su entrenador. A él le gustaban las chicas culturistas, y ella le quiso dar el gusto. Compitió en categoría bikini y en fitness. No le fue bien, pero su novio estaba contento. Seguía entrenando cuando él la dejó por una amiga de ella, veinteañera, que había empezado el gimnasio un mes atrás.

—Ni siquiera tenía tan buen cuerpo –dice y ofrece té.

En sus manos gigantes, la taza aparece mínima y fuera de lugar. Un pescado junto a una vaca. Un barco en la cima de una montaña.

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Debajo del techo de chapa del club Imperio Juniors de Villa del Parque, hace unos cuarenta grados. Es un domingo de diciembre en Buenos Aires en este lugar, mujeres u hombres exhiben sus figuras esculturales ante el jurado del torneo de fisicoculturismo Mister y Mister de Misters Argentina 2012.

El lugar está lleno de hombres musculosos con pieles bronceadas en tono artificial. Algunos están con sus hijos, otros con sus novias. Las pocas mujeres que hay tienen el cuerpo trabajado.

Jesica De Prinzio, categoría bikini, que ahora posa sobre el escenario y tiene 27 años, compite de casualidad. Vino a acompañar a su novio, un personal trainer, y le propusieron participar. Aceptó. Aunque va al gimnasio desde hace diez años, es su primera competencia. En un rato, detrás del escenario, en un amplio salón donde los participantes esperarán el veredicto del jurado, dirá que no le interesa subir de categoría porque eso significaría perder la feminidad.

La preocupación por parecer femenina reproduce en el mundo del culturismo la visión hegemónica de la heteronormatividad. ¿Cómo debería mostrarse una mujer en la escena social?

No siempre fue así. En los ochenta algunas mujeres desafiaron los límites del llamado sexo débil llegaron a sobrepasar en fuerza y volumen muscular a muchos hombres del fisicoculturismo.

La producción masiva de compuestos químicos y nuevas técnicas de entrenamiento permitió que pudieran adquirir un nivel de hipertrofia muscular hasta ese momento impensable. Lenda Murray marcó un quiebre en volumen muscular y ganó el Miss Olimpia seis años consecutivos.

Pero incluso en consumidores de revistas culturistas (Musclemag, Muscle & Fitness, entre otras) hubo quienes rechazaron los cuerpos musculosos de estas amazonas (post)modernas. Las tacharon por anormales y aberrantes. Simultáneamente, nuevas normativas se implementaron en el marco de las competiciones del culturismo femenino para regular sus cuerpos. La más radical fue una de la International Federation of Bodybuilding (IFBB), que establecía que las culturistas de todas las categorías debían reducir un 20% de su masa muscular respecto de su estado al momento de la publicación de la normativa. El objetivo, aunque parezca paradójico, era recuperar la feminidad perdida de las culturistas.

También se introdujeron nuevos ítems que los jurados tendrían en cuenta a la hora de valorar la perfomance de estas atletas maquillaje, peinado y vestimenta.

Además surgieron nuevas modalidades deportivas buscando la sensualidad de los gestos y la suavidad de las curvaturas en estas mujeres travestidas por sus enormes músculos. Se crearon las categorías bikini, donde compiten con cuerpos equilibrados, magros, menos exuberantes, y fitness, en la que se busca un cuerpo atlético, que combine aptitud física, flexibilidad y coordinación a demostrar en una coreografía que se ejecuta con música. La atleta que no posea un cuerpo magro y con definición muscular, no calificará entre las mejores.

La cultura deportiva del fisicoculturismo reproduce valores y normas sexistas. Ellos son valorados por patrones “medibles” como hipertrofia, volumen y simetría muscular; ellas, juzgadas por parámetros subjetivos, como pueden ser la feminidad y la belleza.

Pero, entonces ¿Cómo es el cuerpo femenino perfecto?

¿Cuánto de masa muscular?

¿Qué tamaño?

Pese a su rancia ideología y sus múltiples y controvertidas caras, el culturismo no deja de ser producto de una época en la que el cuerpo es puesto como figura central de nuestras vidas. Su espectacularización, en especial la del femenino, es un rasgo característico de nuestra contemporaneidad.

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Entre 1993 y 1997 Estela Valverde compitió en la categoría fitness. Nunca ganó. Un día su marido le dijo que la iba a preparar para la categoría superior. Ahí llegó la segunda metamorfosis. A la mañana huevos, leche, bananas, comía proteínas e hidratos de carbono cada dos horas; a las cuatro de la tarde, un bife de chorizo. Hacía sentadillas con 100 kilos y prensa con 600. Y una dieta progresiva de tres meses para perder peso y que la piel no quedara colgando y se pegara al músculo. El efecto visual buscado es una prenda portadora de músculos, venas y fibras. Así es como ganó todo.

Desde 1997, fue campeona de la categoría “culturista” seis años seguidos.

—Tenía el culo duro como una piedra y estaba ripeada (se marcan las fibras de los glúteos).

Lo cuenta y los ojos le brillan.

Para quienes aman el culturismo, no hay algo más hermoso que un cuerpo trabajado. La belleza de la masa muscular definida e hipertrofiada, la ausencia de grasa y, sobre todo y aunque no se vea, el tiempo y el esfuerzo.

Determinada por rutinas y disciplinas, la vida de una culturista es un camino arduo y largo que solo cobra sentido ante la mirada de aquellos que saben apreciar sus gigantescas musculaturas.

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Nerviosa, atrás del escenario del club Imperio Juniors, Teresa Lorca Cárdenas espera el resultado de la competición. Tres veces campeona de campeonas, se retiró durante el 2004, luego sus hijos crecieron, se separó en su casa se aburría.

Los jurados evalúan a los competidores según distintos parámetros, entre los cuales se encuentra la simetría, el tamaño muscular, la hipertrofia, el ripeado y las poses. Posar no es una tarea menor según los movimientos, se muestran determinados músculos, se ocultan otros. Algunos priorizan la masa muscular, otros la simetría; los tríceps o el deltoides.

—Me tocó competir contra una de mis mejores amigas –dice y duda–. Bueno, en realidad, compito contra mí misma. Si pierdo, pierdo yo, porque no hice lo suficiente.

Y, sin embargo, desde que empezó el entrenamiento, cuatro meses atrás, no habla con su amiga.

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El novio de Sabrina no quería que ella trabajara. Celoso, la hizo renunciar a su puesto como secretaria. Él le hacía la dieta y la entrenaba. La llevaba a los torneos y estaban juntos todo el tiempo. Cuando él la dejó, Sabrina estaba sin trabajo, pesaba 90 kilos y tenía unos músculos que ahuyentaban a cualquier empleador. No quería deshacerse de ellos porque era una manera de seguir cerca de él. Cuando descubrió que su contextura era un fetiche para algunos hombres, se hizo prostituta. Una fantasía rara, aunque bastante frecuente. Pareciera que el juego erótico reside en lo repulsivo que resulta a la mayoría de las personas el desear a una mujer con “cuerpo de hombre”.

Los músculos son una especie de travestismo, especialmente para las culturistas mientras que se pueden considerar como prendas, su formación en la mujer implica una transgresión de las barreras propias de la diferencia sexual.

En los anuncios de las páginas pornográficas, las mujeres fisicoculturistas no suelen mostrar las tetas ni la cola. El foco está colocado en la musculatura del abdomen, y principalmente la de los bíceps. La típica pose en la que la flexión del brazo hace aparecer en la superficie de un brazo trabajado una protuberancia que identificamos como bíceps (el bíceps de Popeye, por ejemplo, después de comer espinaca) se repite en varias de los anuncios de estas trabajadoras sexuales.

Con dos o tres clientes por semana Sabrina se paga el alquiler, el gimnasio, la comida y los suplementos vitamínicos. No le sobra plata, pero sabe que tarde o temprano su novio le va a volver a hablar. Mientras tanto pasa las tardes en el mismo gimnasio al que va él.

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Jésica, Estela, Teresa y Sabrina son artesanas de sus figuras corporales, aunque los tamaños y contornos de sus músculos, las formas de sus exhibiciones, son diferentes. El cuerpo bikini de Jésica, la fantasía de la atleta-sirena. El cuerpo culturismo de Teresa un exceso de desarrollo, la figura del coloso.

En el universo del culturismo, “ser mujer” no se expresa de modo unívoco, sino a través de diversos matices.

Sin embargo, indagando en sus historias se descubre la fuerza con que actúa la barra que separa Hombre-Mujer en este deporte, el malestar profundo que provoca el binomio culturismo-cuerpo femenino en la esfera social.

La mujer que rechaza el ideal de sirena para perseguir el de coloso con cola de sirena (el caso de Estela) deconstruye en parte las relaciones de sacrificio, sumisión, servicio y maternidad en la que históricamente ha sido colocada la mujer. Desafía, en un gesto de auto-afirmación, su destino “biológico”, introduce un agujero de sentido que inscribe “lo femenino” en un horizonte de identidades mutantes y cuerpos fronterizos.

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Los jurados conversan entre sí y con la gente de la organización un locutor les pide a los atletas que vayan adoptando distintas poses (“perfil derecho”, “expansión dorsal”, “doble bíceps”, “abdominales y piernas”…), otro les hace señas para que se adelanten o vayan para atrás en el escenario y una mujer anda por todos lados, atenta a cada detalle.

Organizada por la Asociación Fisicoculturista Argentina (AFCA), es la penúltima competencia del año. Entre horas de gimnasio, suplementos vitamínicos, visitas médicas y cantidades astronómicas de comida, entrenarse para una competencia de este nivel insume aproximadamente mil pesos mensuales. Ni hablar del tiempo y la dedicación invertidos.

No hay plata para la ganadora que, sin embargo, además de trofeos, se llevará a su casa una provisión de suplementos vitamínicos.

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A los 56 años Estela se prepara para competir en fitness. Ahora la metamorfosis tiene forma de revancha quiere ganar en la categoría que siempre le fue esquiva. El objetivo es el Torneo Sudamericano de julio de 2013. Ya pasó la etapa de ganar peso y ahora se encarga de cincelar los músculos; en julio su cuerpo va a estar en el punto máximo de desarrollo y después del torneo se va a desinflar de a poco.

¿Qué introducen en la escena social estas mujeres con sus figuras corporales? Quienes no están dentro del mundo culturista van al gimnasio, compran una revista en el kiosco donde se exhiben cuerpos firmes y atléticos, se miran con recelo los rollitos del abdominal en el espejo, deciden hacer una dieta y compran productos light en el supermercado en esas ocasiones actualizan prácticas de disciplinamiento corporal que solo se diferencian de las de los culturistas por cuestiones de grado y frecuencia.

Las de ellos son más intensas.

Aunque discretas, las nuestras también existen.

José María Creonte es uno de los pesistas aficionados más extravagantes que conozco. Durante los entrenamientos usa una capa al estilo de los superhéroes, unos zapatos de suela gruesa (es de baja estatura), una camisilla de malla y una pañoleta en la cabeza. Cuando está fuera del gimnasio es un tipo tranquilo, formal y de hablar pausado. En el gimnasio se acelera, se torna infantil y eufórico. “¡Soy un monstruo!”, grita a cada momento alzando los hombros y abriendo los brazos como si no le cupieran los dorsales.

Me le acerco y le digo que quiero hacerle unas preguntas para un artículo sobre fisicoculturismo que estoy escribiendo. Me dice que tiene mucha hambre, que ya se han completado tres horas desde su última comida, que mejor lo acompañe a almorzar a su casa. Lo conozco desde que abrieron este gimnasio hace cinco años, pero no conversamos mucho. Nuestra amistad se limita a las paredes del gimnasio, a algunas bromas y a una mano cuando necesitamos ayuda con las pesas.

De camino a su casa, va conectado a un mp3 escuchando la misma música electrónica del gimnasio: una música repetitiva que parece hecha para los ejercicios. Su casa queda en un conjunto residencial cerca del gimnasio. Al llegar, le pido prestado el baño. Tiene un afiche de Arnold Schwarzenegger detrás de la puerta. Casi puedo ver a José María cagando y mirando el rostro estreñido de Arnold. En la mesa del comedor ya está servido su almuerzo: media libra de pollo y una montaña de arroz, acompañadas de un preparado multivitamínico. Delante de su plato hay una hilera de pastillas: varias píldoras de creatina (para ganar energía anaeróbica y tamaño muscular) y un par de tabletas de hydroxycut (le ayudan a quemar la grasa y a definir los músculos). Antes también consumía un producto para resaltar las venas, Nitrix, pero dejó de usarlo, porque comenzaron a darle dolores de cabeza.

Cuando José María recuerda su niñez o se mira en los álbumes familiares, siempre ve un niño quebradizo metido holgadamente en un disfraz de Superman. Aunque no fuera carnaval ni noche de brujas, él solía ir vestido como el hombre de acero con su capa roja ondeando en la espalda. Desde que su mejor amigo en la escuela se cayera de un árbol y se rompiera el cuello, aquella era su forma de sentirse seguro.

Gran parte de su vida ha transcurrido al lado de las pesas. Entre tanda y tanda de ejercicios aprendió a bailar, por ejemplo. Aprovechaba las pausas para que su compañero de pesas le enseñara salsa, merengue y vallenato. Una vez su papá entró al cuarto de los hierros y los descubrió en plena lección de baile. El viejo, moviendo la cabeza, farfulló:

“Ya decía yo que ese deporte te iba aflojar los muelles”.

José María estudió técnica metalúrgica y desde hace diez años supervisa el proceso de galvanizado en una fábrica de hierro. Sin que se lo pregunte, me explica que es un proceso mediante el cual se recubre un material con otro menos noble para mejorar sus propiedades. “Me parece curioso –le digo– que un material deba untarse de otro menos noble para mejorar. ¿No será eso lo mismo que pretendemos con las pesas?”.

Mira el reloj: en tres horas tiene que volver a comer otra ración de proteínas y carbohidratos. Como su horario de trabajo se extiende toda la tarde hasta la noche, mete otra pechuga y otra porción de arroz en un portacomidas, recarga un termo con más preparado y alista más pastillas en una cajita. Cuando vuelva del trabajo, se subirá a una máquina elíptica que reposa en su cuarto y hará cuarenta minutos de cardio. Antes de dormir, volverá a comer. Mañana se repetirá la jornada.

Mi horario también es muy rutinario. Todas las mañanas al levantarme, enciendo el computador y leo varios periódicos. Luego de desayunar, tomo notas y adelanto un poco. Dejo más o menos organizado lo que voy hacer en el día y me voy al gimnasio a hacer mis rutinas de ejercicios. Entreno poco más de una hora. Cuando no completo ese tiempo, me da remordimiento. José María dice que le pasa lo mismo con las dos horas sagradas que él le dedica. Es como si se tratara de un karma, coincidimos, así ha sido durante los veinte años que cada uno lleva alzando pesas.

Si tuviéramos que escoger un santo patrono, creo que sería Sísifo, ese griego condenado a subir sin cesar una roca a la cima de una montaña para volverla a soltar. Cuando Albert Camus lo definió una vez, de paso nos bautizó a todos los pesistas: el proletariado de los dioses.

Master Gym

El gimnasio es una vieja casa reacondicionada en un barrio popular. Encima de la persiana metálica de la entrada hay un aviso luminoso: Master Gym. Las cintas, elípticas y bicicletas estáticas están alineadas donde antes estaban la sala y el comedor; muchas no sirven. La casa se amplió a una parte del patio. Debajo de un techo de zinc y sobre un tapete de caucho agrietado, que cubre a duras penas el piso de cemento, se extienden las máquinas de musculación, la mayoría de ellas remendadas. Donde antes estaban las habitaciones derribaron las paredes y construyeron un solo salón para los aeróbicos. El garaje alberga el área de pesas libres, territorio prácticamente exclusivo de los hombres. A veces se asoman niños descalzos y sin camisa para reírse de las caras de sufrimiento que ponemos. Del otro lado de la calle hay un paradero donde se detienen buses repletos de pasajeros que se quedan mirándonos extrañados.

Casi todos los espejos del gimnasio están rotos. Las paredes se ven sucias y la pintura desconchada, sobre todo a una cuarta del piso, donde la gente tiende a recostar los discos de hierro. Hay calados en casi todas las paredes, que apenas alivian el calor abrasador. Unos cuantos afiches, amarillentos y cuarteados por el vapor y los sudores, adornan las paredes: uno de ellos siempre me ha llamado la atención. Es Sergio Oliva, apodado El Mito: el único latino que ha ganado Mister Olympia. Lo hizo en tres ocasiones consecutivas, de 1967 a 1969, y fue el único fisicoculturista en dejar a Arnold Schwarzenegger de segundo en el podio. Su cara mestiza podría ser la de cualquier parroquiano y eso de alguna forma alienta a más de un usuario del gimnasio.

En el salón de aeróbicos hay otros afiches: Shakira y Beyoncé. Varios carteles, manchados como si alguien se hubiera limpiado en ellos, advierten: “No limpiarse en las paredes. Demostremos nuestros buenos modales”. Otros pequeños carteles informan el horario y el precio irrisorio de la sesión: 1.500 pesos. Hay dos baños. El de mujeres se mantiene limpio, pero el de hombres parece de una cantina. A veces es tan acre el olor que desprende, que no se puede entrenar en sus alrededores.

José María compara el gimnasio con el taller de metalurgia de su empresa, donde solo a punta de golpes y altas temperaturas se forjan nuevas formas.

La fiebre verde

Mi comienzo en este deporte fue precoz. Apenas tenía siete años cuando tuve mis primeras pesas. Las hice yo mismo con cosas que encontré en el patio. Recuerdo un cigüeñal de carro y unas latas de cemento fraguadas en los extremos de una varilla. Ya entonces me tomaba en serio los ejercicios, con masoquismo, como debe ser. Me animaba aquella serie televisiva de los años ochenta, Hulk, y otra que veía desde más pequeño: Popeye, por quien era el único niño que comía compota de espinacas.

En principio no fue una cuestión de vanidad, sino de supervivencia. Era muy flaco, un pitillo, y no me respetaban lo suficiente. La historia es típica. Un día, en recreo, me tropecé con un niño de un curso superior y sin querer le derramé la gaseosa. El niño, mucho más robusto que yo, me empujó y salí volando. Alrededor, todos se rieron. Me sentí impotente. Para rematar, unos días después vi a la niña que me gustaba hablando animadamente con el patán. Me puse verde de la ira, pero no lo suficiente como para convertirme en el Hombre Increíble; tampoco las espinacas sirvieron para mucho, entonces debí consolarme con una mutación más gradual.

Por supuesto, la fiebre me duró poco. Influyó que varias personas me advirtieran: “Te vas a quedar enano”. Aguanté unos años, llevando la flacura con abnegación. Cuando cumplí quince no pude seguir posponiendo mi ideal y volví a las pesas. Esta vez mi mamá me hizo la caridad de comprarme una mesa de ejercicios y un lote de discos de hierro en Sears. A la mesa se le podía graduar el espaldar y tenía una serie de implementos para hacer varias clases de ejercicios. Me acompañaba en los entrenamientos un amigo del barrio todavía más flaco que yo, a quien la abuela le rogaba: “Trata de engordar”.

La filosofía que adoptamos fue la misma que había vislumbrado a los siete años: dosificar el dolor, canalizarlo en un masoquismo sistemático y rutinario, en un sufrimiento secuencial. Es cierto que al final se liberan tensiones, pero durante el ejercicio no existe una compensación inmediata en el ánimo. No se parece en esto a los otros deportes. No hay anotaciones, ni jugadas audaces, mucho menos esa comunicación profunda y primitiva entre los jugadores. Se trata de un asunto rabiosamente individual. No hay compañero ni oponente directo. No existe verdadera competitividad. Uno se vuelve narcisista midiéndose con el espejo y vagando por el gimnasio como alma en pena, aferrado a la pantalla de un televisor, a la música del equipo o a las nalgas de una muchacha.

La ley de la gravedad

Durante el ejercicio solo se piensa en números: el número de repeticiones que faltan para terminar una tanda, el número de series para terminar el entrenamiento, el número de sesiones para que comiencen a verse los resultados. El gimnasio es como una eterna sala de espera. Nos consolamos diciéndonos a cada momento: “Ya falta poco, ya falta poquito”. En otros deportes existen momentos épicos o intensos en los que el jugador se desprende de las leyes físicas, se olvida del tiempo y el espacio, quebranta el número y la sucesión, y se desliza sin fricción ni gravedad hacia una canasta o un gol. En el gimnasio, en cambio, estamos condenados a una gravedad inexorable. Nadie va a abrazarte, a ponerse eufórico ni a alzarte en hombros cuando termines una tanda de pecho inclinado.

En las pesas el milagro opera de otra forma, por una especie de acumulación. Rellenas el recipiente poco a poco, repetición tras repetición, tanda a tanda, y quizá al final se desborde una gota y puedas ver un mínimo cambio en tu imagen. Ésa es nuestra única esperanza, una esperanza solitaria frente al espejo: que un pequeño músculo se levante.

José María lo compara con su trabajo: “Se trata de sacar del material algo que está en el interior de sus moléculas, latente, escondido como su fuerza atómica”. El primer tanto será cuando al fin alguien detallista note por encima de tu ropa esa pequeña hinchazón y te haga aquel bálsamo de pregunta: “¿Estás alzando pesas?” Que muy pronto cambiará por otra, según la ropa que lleves puesta: “¿Ya no estás alzando pesas?” O peor aún, a una más frecuente y llena de perfidia: “¿No haces piernas?”

Si respondes que sí, que sí estás alzando pesas o que sí estás haciendo piernas, te responderá: “No se nota”. Si, por el contrario, le sigues la corriente y dices que no, que nunca has tocado una pesa, no dudará en rematarte: “Ya lo decía yo” o “¡Con razón!”. La única respuesta posible es seguir siendo terco, rutinario y masoquista. Hace poco me hicieron una de esas preguntas crueles: “¿Estás comenzando en el fisicoculturismo?”. Lo único que atiné a responder fue: “¡Ya terminé!”.

No todo se reduce a un asunto de fuerza bruta. Aunque la inteligencia sirve en este deporte de manera administrativa: rutinas, ejercicios, alimentación, suplementos, estilo de vida, etc., no es útil al momento exacto de la actividad, cuando tienes las pesas encima. En ese momento no hay opciones o estrategias a seguir, hay que pujar y punto, como una mujer cuando está pariendo. Kaká depende de su agudeza para ejecutar un pase preciso y oportuno; Ronnie Coleman, en cambio, no malgasta su sangre en el cerebro sosteniendo una tonelada en sus hombros, simplemente la concentra en sus músculos.

La fuerza interior

Le pregunto a José María cuál es el músculo más difícil de sacar y me señala enseguida las pantorrillas. Tenemos casi veinte años ejercitándolas y lo máximo que crece es una vena que pasa por ahí. Sin embargo seguimos cultivándolas, esperanzados en que los fetos atrofiados que nos asignó la naturaleza por pantorrillas evolucionen a unos potentes gemelos. Somos como esas personas que compran la lotería toda la vida aunque nunca se la hayan ganado o que rezan diariamente con las rodillas ya escocidas y sangrantes. En nuestro caso, con todas las articulaciones del cuerpo machacadas. En el fondo nos complace sumergirnos en un ambiente de martirio y penitencia, porque sabemos que solo al final de ese itinerario de sacrificio y aburrimiento está la verdadera felicidad.

Por eso nos emociona más el entrenamiento de Rocky que el del ruso Iván Drago en la cuarta película de la saga. Un entrenamiento que se aleja del confort y de las comodidades tecnológicas, que depende más de nuestra fuerza interna que de la ergonomía de las máquinas. Por la misma razón me atraen más los gimnasios populares. En el que estoy afiliado ni siquiera hay que llevar toalla. La gente va hasta en chancletas. Las máquinas están tan desportilladas que parecen parapléjicas. En cada rincón acechan el óxido y el tétano. Las guayas están a punto de romperse. La prensa para piernas es una guillotina, una trampa mortal. En cada momento te juegas el pellejo, pero eso te hace sentir acreedor a una mayor recompensa divina.

Fiel a esa fórmula ascética lo que más me gusta hacer es piernas. A veces, después de una tanda de sentadillas, se me van las luces, la sangre no me lleva suficiente azúcar a la cabeza y “la pálida”, esa forma violenta que tiene el mundo de dar vueltas dentro de tu cabeza, me aplasta. La Pálida que ronda en los gimnasios no es otra cosa que la Muerte.

Pero entonces, si son tan terribles e inhumanas las pesas, ¿por qué sigo levantándolas? Quien ha tenido una peladura en la boca se acordará de la saña placentera con que siguió lastimándose. Recordará el gustico que le cogió al dolor. Más allá de esta consideración masoquista y de otras más obvias (gustarles a las mujeres o intimidar a los hombres), la razón principal por la que sigo matándome en el gimnasio está en la misma raíz de esta palabra. Gym es un vocablo griegoque significa “desnudo”. La palabra griega gymnasium significaría “lugar donde ir desnudado”, y se utilizaba en la antigua Grecia para referirse al lugar donde se educaban los jóvenes. Me gusta pensar en el gimnasio como ese lugar donde uno se empelota, se aligera. Después de luchar dos horas contra la gravedad, se experimenta una milagrosa sensación de ingravidez; uno se siente más desnudo que nunca, precisamente porque ha dejado en segundo plano el trasto más pesado del cuerpo: el cerebro y su férrea dictadura.

Más allá del dolor

Como todo escenario, los gimnasios tienen su propio elenco. Nunca falta, por ejemplo, la instructora marimacha. Me cuenta José María que una vez le presentaron una en España. Había ido a hacer un curso de metalurgia financiado por la empresa y no pudo evitar pasarse por un gimnasio. Aunque allá se acostumbra a dar dos besos cuando te presentan a una persona del sexo opuesto, instintiva y temerosamente José María le extendió la mano, lejos de sus mejillas.

Está también la gorda eterna e insistente, a la que lo único que se le va enflaqueciendo es la esperanza. El chulo o la chula que va a pantallar y a arreglar el plan del fin de semana. El usuario que asiste una vez y no vuelve jamás. El entrenador avión, que manosea a las ingenuas y las pone en las posiciones más inverosímiles. El fanfarrón que hace más ruido que ejercicio. Los que ejercitan más la lengua que los otros músculos. Los que solo van a recibir clases de aeróbicos, bodypump o aerobox, y que para José María son los astronautas del gimnasio: saltan y bailan como si la gravedad –esa dueña y señora del gimnasio– no existiera. En las clases de spinning incluso apagan la luz y ponen flashes y luces fluorescentes como si estuvieran en una nave espacial.

Está la muchacha asustada que llega por primera vez al gimnasio y le preguntan:

—¿Tú quieres reducir, endurecer o tonificar?
—Huir.

También están los que siempre se lesionan y accidentan. A un compañero de José María le cayó una torta de hierro de 25 libras en el pie infligiéndole un corte de unos seis puntos. Lo tuvieron que llevar cargado hasta donde un médico del barrio. El compañero que ayudó a José María a trasladar al accidentado se estaba quejando, porque tenía que cargarlo de forma desequilibrada y se le iba a desarrollar más un músculo que el otro. Justo cuando el médico lo fue a atender, se soltó el perro de la casa, saltó sobre el herido y le mordió el pie. De los seis puntos que iban a ponerle, tuvieron que coserle nueve. José María y el otro pesista dejaron todo en manos del doctor y volvieron al gimnasio a terminar religiosamente la sesión. El accidentado regresó al día siguiente y mostró la cicatriz como un trofeo de guerra; de inmediato se dedicó a hacer pesas de la cintura para arriba.

Interrumpo a José María en su chorro de anécdotas y lo confronto: Al final ¿qué es lo que buscas en el fisicoculturismo? Se queda pensativo. “Algo que está más allá del dolor”, afirma enigmáticamente. Entonces recuerdo unas palabras de Rocky justo antes de la gran pelea contra Apollo en el Sport Arena de Los Ángeles: “Quiero que se sude poesía, pues el final del combate debe ir más allá del dolor”. A José María y a mí nos interesa ese momento en que, agotados el sudor, las lágrimas y la sangre, queda por exprimirle poesía al dolor.

Antes de despedirme, reparo en su atuendo y recuerdo que le falta algo: ¿por qué usas la capa de superhéroe durante los entrenamientos? Se ríe. “Esa capa no sirve para nada y si quieres pregúntaselo a cualquier superhéroe. Todos la usamos de adorno. Pero por lo menos da la impresión de que con ella estás violando la ley de gravedad. Me gusta esa esperanza en el espejo”.

Un triple. Y luego otro triple. Después un tercero. Los comentaristas italianos directamente se ríen porque no se pueden creer lo que están viendo, es casi una burla. Dos triples más, después el sexto, y seguimos en la primera parte. Enfrente, la poderosa selección juvenil de Estados Unidos, país que extendía su dominio total en el baloncesto FIBA con dos triunfos en las dos ediciones anteriores del Mundial Sub 20. Cuando Kukoc llega a su séptimo triple hay gestos de desesperación en el banquillo porque ese chico se supone que no es un tirador ni un anotador. En ese equipo, los tiradores son Ilic y Djordjevic y los anotadores son los pivots: Vlade Divac y Dino Radja. Larry Brown, el entrenador estadounidense, pretende formar una tela de araña en la zona y ese espigado niñato no hace más que dejarlo en ridículo.

En Bormio, verano de 1987, la grada enloquece y cada vez que Kukoc se levanta se oye un griterío que antecede al sonido de la pelota entrando limpia en la red. Ocho triples, nueve. Gary Payton y Larry Johnson no saben qué hacer. Stacey Augmon mira a Scott Williams con cara de desconcierto. ¿De dónde ha salido este hijo de puta? Kukoc mete su décimo triple y luego el undécimo en doce intentos. Es un partido de primera fase, en principio intrascendente, pero quiere marcar bien pronto el terreno. Yugoslavia ya ha ganado sus anteriores partidos con una media de 119 puntos ante rivales muy inferiores como China o Nigeria.

Esto es diferente. Esto es Estados Unidos…

…Y ese día a Estados Unidos le caen 110 puntos, así como suena. 37 de ellos firmados por el espigado número siete que no se sabe muy bien si juega de base, de alero tirador o de ala-pivot, posición que le debería corresponder por su altura, en torno a los 2,05. El resto de la anotación corre por cuenta de Ilic, Djordjevic, Pecarski y en menor medida, Divac y Radja. Sin duda, es el principio de una época, un cambio de paradigma. Aquel equipo yugoslavo se volvería a encontrar con Estados Unidos en la final del torneo y, con más dificultades, volvería a vencer. La primera vez que un equipo no estadounidense se alzaba con el triunfo, un previo de lo que podría venir en Seúl 88 o Argentina 90. La llegada de un mito, del jugador total, de la fantasía hecha baloncestista.

Los años de la Jugoplastika

Bormio fue la consagración de Kukoc a nivel internacional pero eso no quiere decir que fuera un desconocido. Todos los miembros de su generación, la inigualable generación yugoslava del 68, venían arrasando en cada campeonato europeo, humillando a soviéticos, italianos, españoles… Pocos meses antes, Kresimir Cosic había hecho debutar a tres de ellos —Kukoc, Radja y Djordjevic-— en el Eurobasket de Grecia, y Divac ya había tenido la peor presentación posible en el Mundobasket de 1986, en Madrid, cuando brindó la oportunidad a la URSS de remontar un partido imposible con unos pasos propios del juvenil que era.

Todos ellos estaban bajo el radar europeo aunque no bajo el radar estadounidense, que seguía despreciando absolutamente a cualquiera que no hubiera salido de una de sus universidades. A los europeos se les criticaba su falta de físico y de mentalidad defensiva. Normalmente, una cosa iba unida a la otra, el ritmo de la NBA era simplemente demasiado fuerte.

El caso es que Kukoc y su generación aparecieron en un momento extraño para el baloncesto yugoslavo, un momento de transición. La selección llevaba ya siete años sin ganar nada, desde aquel oro en Moscú sorprendiendo en semifinales a los anfitriones soviéticos. Eran los tiempos de Delibasic, Dalipagic, Kikanovic, el propio Cosic… Desde entonces habían salido muy buenos talentos sueltos, anotadores compulsivos que se echaban el equipo a la espalda pero que no conseguían unir sus fuerzas con éxito como equipo: los hermanos Petrovic, Cutura, Perasovic, Dusko Ivanovic… Ese mismo año 1987, el combinado yugoslavo solo había podido ser bronce después de caer con Grecia en las semifinales y ganarle a España en el partido por el tercer puesto.

Yugoslavia estaba acostumbrada a más. Los 70 la habían colocado como referencia del baloncesto europeo y se sentía incómoda en los puestos intermedios. A nivel de clubes, todo funcionaba mucho mejor: al Bosna Sarajevo de Delibasic, sorprendente Campeón de Europa en 1979, le siguió la Cibona de Zagreb con dos títulos en 1985 y 1986 mientras Estrella Roja, Sibenka o Jugoplastika coqueteaban con las finales de torneos de segundo nivel como la Recopa o la Copa Korac.

En aquella época, salir de Yugoslavia antes de cumplir la treintena era casi imposible. Drazen Petrovic había conseguido la autorización para marcharse sin llegar a los 25 con la condición de que se quedara un año más en Zagreb y no fichara por el enemigo estadounidense sino por el Real Madrid. El resto de las grandes estrellas seguían jugando en sus clubes de origen: Paspalj y Divac en el poderoso Partizán, junto a Djordjevic; Cvjeticanin, Drazen Petrovic y Zoran Cutura, en la Cibona; Nebosja Ilic y Goran Grbovic en el Zadar… Velimir Perasovic y Goran Sobin en la Jugoplastika de Split.

Ahí nos quedamos, en Split. La liga yugoslava había pasado por un par de temporadas muy extrañas donde la Cibona había arrasado en la liguilla previa para acabar derrotada agónicamente en el último partido de algún play-off. Tras sus triunfos de 1984 y 1985, los de Zagreb daban paso al Zadar en 1986 y al Partizán en 1987. Era una competición de tal nivel, con tantos jugadores extraordinarios, que las eliminatorias por el título eran poco menos que una moneda al aire: al mejor de tres partidos cualquiera te podía vencer. Para la temporada 1987/88, después del éxito de Bormio, la Jugoplastika de Split contaba con sus dos estrellas juveniles, Radja y Kukoc, más su anotador Perasovic y el irregular Sobin, un pívot que siempre parecía que podía hacer más y que limitaba sus esfuerzos a momentos muy concretos. Para cuadrar el círculo, Boza Maljkovic, el joven entrenador, se trajo a Dusko Ivanovic, un anotador compulsivo, tirador de raza, que había liderado la liga en puntos varias temporadas a lo largo de los 80 y que aún tendría tiempo de deslumbrar en Split y vivir un retiro dorado en Girona.

El resultado no dejó dudas: 21-1 en la liga regular y victoria ante el Partizán en los play-offs.

¿Cómo era Kukoc entonces? Bueno, no era la primera opción del equipo, eso ha quedado claro. La Jugoplastika tenía un base muy definido en Sretenovic, dos aleros tiradores como Perasovic e Ivanovic y dos pivots de calidad: Radja y Sobin. ¿Qué podía hacer Toni Kukoc en medio de tanto rol establecido? Improvisar. Kukoc se acostumbró en su juventud precisamente a eso, a cubrir huecos, a hacer lo que los demás no podían hacer el día que no estaban finos. Si tenía que ponerse a defender a un pívot rival, ahí estaba él cogiendo rebotes, si Sretenovic no leía bien el ataque, él cogía el balón, lo subía desde su enorme altura, tremendamente encorvado, y repartía juego. Si Ivanovic no encontraba huecos para tirar, ya los encontraría él.

Quizá por su condición de mago, de jugador no encasillado en un rol, fue de los que más jugó aquel año, más de 30 minutos por partido a pesar de sus escasos 19 años, consiguiendo anotar 16,6 puntos con unos porcentajes escandalosos que rozaban el 50% en triples. Parecía capacitado para cualquier cosa, algunos le llamaban el “Magic Johnson europeo”, otros le comparaban con “La pantera rosa” por su espigadísimo cuerpo y su cara de niño… Poco a poco, mes a mes, se fue convirtiendo en la gran estrella de la liga yugoslava y llevó a su equipo a la Final Four de Munich en 1989. Allí tenía que enfrentarse ni más ni menos que al Barcelona, el Maccabi de Tel-Aviv y el Aris de Salónica de Nikos Gallis.

Los de Split eran la gran sorpresa del torneo y el gran candidato a irse de primeras a casa ante aquellos colosos europeos. “Por favor, no perdáis por veinte puntos”, recuerda Dino Radja que le decía la gente antes de salir para Munich. “Por favor, no hagáis el ridículo”. El equipo era el más joven y el más inexperto con diferencia. Ni siquiera su entrenador, Maljkovic, se había visto en una parecida, y por eso recurrió al “profesor” Asa Nikolic para que le ayudara a motivar a los muchachos y preparar alguna emboscada táctica. Nikolic era la gran referencia de los técnicos yugoslavos, había triunfado en casa y fuera —especialmente en Varese— y se conocía al dedillo la competición europea.

El primer rival de la Jugoplastika fue el Barcelona de Epi, Solozábal, Norris, Jiménez y ese largo etcétera de estrellas. Aquel Barcelona era el gran favorito de la competición después de la espantada del año anterior en Den Bosch, que le impediría llegar a la primera Final Four de la historia, en Gante. Kukoc se puso el traje de faena. Los aficionados españoles ya habíamos visto a Kukoc antes, en la final olímpica de Seúl, pero la constante renovación de jugadores en Yugoslavia unida al hecho de que lo normal era verlos una vez al año, en el torneo internacional de turno, hacía difícil que un nombre se te quedara grabado a la primera. Después de aquella semifinal en Munich, el nombre de Kukoc ya no se borraría en casi veinte años.

Recordemos que el chaval aún no había cumplido los 21. Ver a ese niño enfrentarse a hombres mucho más fuertes, más experimentados, en principio más sabios, era enternecedor. Verle salir victorioso una y otra vez, casi un milagro. Kukoc jugó un partido redondo: anotó de tres cuando hizo falta, pidió el balón al poste bajo cuando le defendía alguien más bajo y era capaz de sacar él mismo el contraataque después de coger el rebote sin ningún apuro, driblando a cualquier contrario para culminar con una de sus bandejas a cámara lenta, el brazo izquierdo alargado hacia el aro, o una asistencia sin mirar al Radja o el Sobin de turno. Hasta 24 puntos anotó contra los de Aíto García Reneses, con esa sensación que siempre daba de “y podrían ser más”.

Su visión de juego era inmejorable y su primer paso sencillamente imposible de parar. Kukoc cambió la manera de entender el baloncesto. Ya vivíamos en un tiempo de bases altos y aleros reboteadores, pero aquello era un escándalo. Podía jugar en las cinco posiciones y hacerlo bien. Además, algo raro en un yugoslavo, era generoso. Era humilde. No se pavoneaba después de una canasta ni saltaba moviendo los puños en el aire. Había algo casi burocrático en el talento de Kukoc, algo que hacía que no pudieras dejar de mirarle, sabedor de que cualquier cosa estaba a punto de pasar.

En la final, ante el Maccabi, supo dejar el protagonismo a Dino Radja, su compañero inseparable, que acabaría con 24 puntos ante la desesperación de Kevin Magee, Ken Barlow y Dorom Jamchy. Kukoc se quedó en 18 y unas cuantas asistencias. No hizo falta más. Aquel fue el primero de tres títulos consecutivos en una época en la que, para jugar la Copa de Europa, tenías que ganar sí o sí tu propia competición nacional, algo complicadísimo en Yugoslavia. El segundo año volvió a ganar al Barcelona, esta vez en Zaragoza, la patria chica del mismísimo Epi. En 1991, rozando el rizo, en un ambiente prebélico, Kukoc conseguiría la triple corona frente a su mentor, Maljkovic, que se había ido precisamente a la Ciudad Condal a devolverle al Barça todo lo que le había quitado, sin éxito alguno.

Aquella Jugoplastika crepuscular de principios de los 90, convertida ya en Pop 84, habitual de los torneos de Navidad en el Palacio de los Deportes, llegó a París sin Radja, sin Ivanovic, sin Sobin y sin Maljkovic. Dio igual. Solo la sombra de un Kukoc con la mente ya puesta en los millones de Italia bastó para convertir a Zoran Savic, hasta entonces un jornalero de la zona, en estrella y que incluso Lester, el improbable estadounidense que los de Split habían fichado aquella temporada, pareciera un buen jugador. No fue la mejor versión del croata, pero sirvió. El pánico del Barcelona hizo el resto. “No le tengas miedo al miedo, que más miedo te va a dar”, tituló la revista Gigantes del Basket con razón.

Kukoc dejaba un país al borde de la guerra civil después de tres ligas y tres Copas de Europa como MVP de facto de todos sus triunfos. Su nombre se vinculó al Barcelona, al Real Madrid, a la NBA… pero acabó en la Lega italiana, donde el dinero sobraba, la liga de los Shaw, Ferry, Radja y compañía. Su destino fue uno de los “nuevos ricos” de los noventa: la Benetton de Treviso.

Pero de eso hablaremos más tarde.

¿La mejor selección FIBA de la Historia?

El éxito de la Jugoplastika fue parejo al de la selección yugoslava. En parte fue una casualidad y en parte, no. Lo primero, porque solamente Kukoc y Radja se convirtieron en habituales de las concentraciones de verano. Lo segundo porque estos dos jugadores, como sabemos, formaban parte de la Generación de Bormio y estaban señalados para la gloria junto a muchos otros compatriotas: Paspalj, Divac, Radja, Djordjevic, Danilovic, Zdovc… jóvenes veinteañeros que se unieron a Drazen Petrovic, Zoran Cutura y demás estrellas de los 80 para configurar el que probablemente sea el mejor equipo FIBA de la historia.

Todo comenzó en Seúl, Juegos Olímpicos de 1988. Kresimir Cosic siguió con su ingrata tarea de renovación y volvió a confiar en los dos nuevos campeones croatas, Radja y Kukoc, para que se sumaran a Divac, Paspalj, Radulovic y Zdovc. Ninguno de ellos tenía más de 22 años. En 24 estaban Drazen Petrovic y el interminable Stojan Vrankovic. Cvjeticanin tenía 25. El más veterano de aquella selección era Zeljko Obradovic, base del Partizán de Belgrado, que acababa de cumplir los 28.

Como decía antes, eran malos tiempos para la selección yugoslava, incapaz de sumar un título en ocho años. La apuesta de Cosic sirvió para sentar las bases de un futuro salvaje: Petrovic seguiría siendo el eje del ataque pero ya no podría decidir él solo cada jugada. Tenía demasiado talento alrededor como para eso. Aquel equipo aún jugaba con el freno de mano puesto, temeroso de descarrilar en cualquier momento y pese a ello consiguió la plata olímpica después de caer ante la URSS de Sabonis en la final. A partir de ahí, la cosa no hizo sino ir a más: el Eurobasket de Zagreb de 1989 fue una exhibición. Los yugoslavos, ya en pleno “baloncesto total”, arrasaron a todos y cada uno de sus rivales ante una grada exultante. Petrovic se mostró menos histriónico y más centrado, Divac corría contraataques botando el balón de canasta a canasta, Kukoc inventaba pases imposibles, los exteriores eran imparables…

Lo que sentimos los adolescentes que vimos a la Yugoslavia de 1989 debió de ser algo parecido a lo que sintieron los que vieron jugar a la Holanda de Cruyff en 1974. Belleza, organización y éxito. Lo más parecido que he visto desde entonces son partidos sueltos de la España de Pau Gasol y Juan Carlos Navarro. Quizá aquella Yugoslavia fuera más completa, pero esta España sigue arrasando incluso trece años después de ganar su propio Campeonato del Mundo junior.

Eran tiempos de “la fiebre Kukoc”. Todos queríamos ser Kukoc. “Una canasta hace feliz a una persona, una asistencia hace feliz a dos”, dijo en una entrevista y todos nos lo guardamos para repetirlo siempre que pudiéramos. Yugoslavia se presentó en el Mundial de Argentina 1990, perdió un partido improbable ante Puerto Rico —su única derrota oficial en tres años— y después se paseó ante todos sus rivales, incluyendo los Estados Unidos de Alonzo Mourning en semifinales y la URSS sin jugadores lituanos en la final. Doce años después de que lo consiguiera la legendaria generación de Dalipagic y compañía, sus díscolos sobrinos, más cerebrales, más físicos, más técnicos, les igualaban la hazaña: campeones de Europa y del Mundo en años consecutivos.

Si Zagreb 1989 se asocia a la plenitud y Argentina 90 a la competitividad, Roma 1991 fue una demostración de suficiencia. Aquel torneo sería el último disputado por yugoslavos de Serbia, Croacia, Eslovenia, Montenegro, Bosnia y Macedonia. De hecho, a mitad de campeonato, el base Jure Zdovc fue obligado a abandonar la concentración por el recién constituido gobierno de Eslovenia, declarado en rebeldía frente a la administración federal de Belgrado. Puede que nadie se imaginara las matanzas posteriores pero desde luego tenía que palparse la tensión. Solo un año antes, en la celebración del Mundial, el serbio Vlade Divac había arrebatado a un periodista una bandera de Croacia y la había arrojado como un trapo al suelo, lo que se consideró una ofensa imperdonable en aquella república.

Divac sigue insistiendo en que fue un acto casi instintivo, una manera de decir “aquí no ha ganado Croacia ni Serbia, hemos ganado todos”, pero el gesto se recuerda 22 años después, así que es lógico pensar que estuviera en la mente de todos durante el verano de 1991.

Aquella Yugoslavia sin Petrovic, de descanso tras su segunda temporada en la NBA, ya era el equipo de Kukoc. El croata lo hacía todo con una sencillez encomiable. Estaba acostumbrado a liderar, al fin y al cabo aquel equipo era básicamente el de Bormio de 1987 con el añadido de algún veterano como Perasovic y algunos jovencitos como Danilovic o Komazec. El resto, o había estado en el Mundial junior o había participado con el grupo en algún Europeo de la categoría: Divac, Radja, Paspalj, Djordjevic, Zdovc… Completaban la convocatoria Sretenovic y Savic, como representantes de la triunfante Jugoplastika, y Zoran Jovanovic, jugador del Estrella Roja que no consiguió llegar al estrellato europeo.

Quitando a Perasovic, ninguno había cumplido los 25 años y su suficiencia era casi rutinaria. Despacharon a España, Polonia, Bulgaria y Francia antes de ganarle a Italia delante de su afición, el mismo país que les vio tocar la gloria como juveniles. Los italianos sabían qué esperar y aguantaron como pudieron la primera parte. En la segunda, el talento de Radja y Kukoc pudo con ellos. El alero-base-pivot croata acabaría con 20 puntos amén de jugar como base buena parte del partido ante la ausencia de Zdovc. Era una superioridad insultante. Los yugoslavos siempre habían sido competitivos al extremo, pero se basaban en una defensa de guerrillas, mucho contraataque enloquecido y el acierto puntual de los tiradores. Tenían días buenos y días horribles.

Estos chicos, no. Incluso sus peores días bastaban para ganarle a cualquiera. Su objetivo eran los Juegos Olímpicos de 1992, en los que se pensaban enfrentar al “Dream Team” de Jordan, Bird y Magic. Simplemente, no fue posible. La guerra estalló en Yugoslavia aquel mismo verano y los compañeros de infancia y juventud se convirtieron en enemigos nacionales. Toni Kukoc, como decíamos antes, se quedó en Italia, en Treviso, a pocos kilómetros del desastre.

La Final Four con la Benetton

A sus 23 años, Kukoc era la indiscutible estrella del baloncesto europeo. Jerry Krause, el manager general de los Chicago Bulls, se había obsesionado con él hasta tal punto que obligó a su superestrella a llamarle personalmente para convencerle de que se fuera a la NBA. Jordan cumplió el encargo pero no vio a Kukoc demasiado convencido. “Chaval, o cagas o dejas el baño libre”, le dijo, algo cabreado. El asunto Kukoc estaba dañando la química interior del equipo, volcado en conseguir su primer anillo. En concreto, Scottie Pippen, convertido ya en All Star, veía con recelo que un europeo fuera a cobrar más que él y que la directiva se empeñara en fichar a aquella piltrafa cuando él seguía sin renovar su contrato.

La presión de Krause sobre Kukoc fue tan intensa que el croata acabaría por recalar en la NBA, ayudando en la consecución de otros tres títulos más para la franquicia, pero no bastó para que el croata eligiera el desafío estadounidense por delante de la comodidad europea en el verano de 1991. Treviso estaba muy cerca de Split y la oferta económica era desorbitada, en torno a los cuatro millones de dólares al año. Aquellos eran los tiempos en los que Il Messagero, Scavollini, Benetton o la Philips de Milán rompían el mercado con fichajes multimillonarios y Kukoc se aprovechó de lleno.

La diáspora yugoslava hizo que el Partizán se quedara como único reducto de resistencia, con su sorprendente triunfo de 1992 ante el Joventut, pero mejoró el nivel del resto de ligas europeas, que podían contar con su anotador báltico formado en la mejor escuela a un precio razonable.

A principios de los noventa, Benetton estaba en la cresta de la ola. Empresa de éxito mundial, había escandalizado con su publicidad agresiva e incluso se había metido en el mundo de la Fórmula Uno. Quería dar otra imagen de los italianos, una imagen moderna, joven, atractiva. Kukoc encajaba perfectamente en el proyecto y junto a él llegó Vinnie Del Negro, un joven italoamericano que triunfaría posteriormente en los Spurs. El equipo lo completaban Marco Mian, Massimo Iacopini y una de las grandes estrellas jóvenes del baloncesto italiano, el pívot Stefano Rusconi. En el banquillo, otra leyenda croata, Petar Skansi.

El primer año de Kukoc en la Benetton supuso su record de anotación (21,1 puntos por partido) a los que había que añadir más de 5 rebotes y más de 5 asistencias por partido rozando de nuevo el 50% de acierto en triples. Tan importante era para el equipo que jugaba casi los 40 minutos. Al principio se habló de una cierta incompatibilidad con Del Negro, hombre también acostumbrado a amasar el balón, pero finalmente el esfuerzo de ambos sirvió para que el equipo ganara la primera liga de su historia.

El año siguiente, con la llegada de un tirador puro, Terry Teagle, en sustitución de Del Negro, permitió a Kukoc acaparar el control completo del juego, aunque no sirvió para revalidar el título de liga —el vencedor fue la Buckler de Bolonia de un imparable Danilovic—. La temporada se salvaba con la participación en la Final Four de Atenas, uno de los eventos más determinantes de la historia contemporánea del baloncesto europeo.

Aquella Final Four la jugaban Real Madrid, Benetton, PAOK de Salónica y Limoges. El Madrid se presentaba como campeón español y con la enorme figura de Arvydas Sabonis en su plenitud como jugador. La Benetton llegaba como favorita por la sola presencia de Kukoc y el PAOK de Salónica tenía al nacionalizado Prelevic, un tirador como se han visto pocos en Europa, al jornalero Levingston y al mítico Fassoulas. Además, el torneo se jugaba en su propio país. Al margen de los tres monstruos estaba el Limoges, un equipo sin más estrella que Michael Young, un tirador de rachas, y de cuyo esfuerzo defensivo, planeado por Bozidar Maljkovic, dependía por completo su suerte.

Para hacerse una idea, aquel Limoges era como la Jugoplastika de 1989 pero en feo.

Las semifinales enfrentaban a la Benetton con el PAOK. El partido fue durísimo, lleno de faltas, tiros libres, polémica y defensa al límite. El baloncesto más bonito de la historia había dado paso a un páramo de triquiñuelas y violencia encubierta. Especialistas defensivos. La Benetton se adelantó 51-45 al descanso tras una primera parte espectacular con Rusconi y Iacopini de estrellas. La segunda parte fue una guerra: Prelevic anotaba de tres, Cliff Levingston, el veterano ex NBA, imprimía carácter y contundencia, Korfas sorprendía con sus tiros a una mano… En toda la segunda mitad se anotaron solo 60 puntos: 28 para la Benetton, 32 para el PAOK. Fue suficiente para que Kukoc se clasificara para su cuarta final europea.

Allí no esperaba el Real Madrid de Sabonis, como hubiera sido de esperar. Los de Clifford Luyk habían caído en un partido infame ante el Limoges de Young, Dacoury y el sorprendente Bilba. Al frente de aquel Limoges, dirigiendo el ritmo pausado y plomizo, estaba un viejo conocido de Kukoc, el esloveno Jiri Zdovc, acostumbrado a su rol de segunda fila, dándolo todo para que los demás triunfasen. El Limoges había conseguido dejar al Madrid en 52 puntos, una anotación vergonzosa, pero, pese a esas credenciales, la Benetton partía como inmenso favorito.

Sin embargo, desde el principio se vio que el partido iba a parecerse más a la segunda parte frente al PAOK que a la primera. Kukoc estaba incómodo, espeso: perdió varios balones y falló canastas fáciles, incluso tiros libres. Casi por inercia, los italianos se fueron por delante al descanso. El resultado era espantoso: 22-28. Aquella final se sigue recordando como el inicio del anti-baloncesto que tanto tiempo ha asolado las pistas europeas y que llegaría al paroxismo cuando el AEK de Atenas se quedó en 44 puntos en la final de 1998.

44 puntos podía ser una anotación individual de Petrovic, Oscar o Gallis en los ochenta.

Entre Young y Bilba se las apañaron para conseguir mantener al Limoges vivo en el partido. Kukoc ya jugaba descaradamente de base, pero no lograba marcar diferencias, parecía cansado… A falta de ocho minutos, Young colocaba a su equipo por delante, 44-43 y Kukoc contestaba con un triple de los suyos, de los de mano en la cara. Un par de acciones brillantes de Bilba pusieron al Limoges con tres puntos de ventaja. Tres puntos de ventaja en un partido como aquel eran un mundo, pero Kukoc volvió a salir de la nada para empatar con otro triple. 50-50 a falta de tres minutos. Cuando los franceses volvieron a distanciarse, 50-55, de nuevo Kukoc les silenció con una asistencia y un tercer triple decisivo. Aquello parecía Bormio.

Quedaban 48 segundos para el final y Kukoc olía a MVP. Bilba aprovechó el uno más uno y dejó la penúltima posesión para los italianos. El propio Kukoc subió la bola muy lentamente desde su propio campo, sintiendo que jugaba para la Historia. Un cuarto triple y el título era suyo. Era lo que todos estábamos esperando delante de la televisión, que el croata ajusticiara a aquel equipo esperpéntico. Luchador y meritorio, de acuerdo, pero un pésimo ejemplo para el futuro del baloncesto europeo. Kukoc, mientras tanto, se entretenía dejando pasar el tiempo, jugueteando con el balón entre bloqueo que va y bloqueo que viene. En uno de esos bloqueos se da cuenta de que Zdovc se ha quedado atrás y se levanta para anotar otro triple… pero no cuenta con la ayuda de Forte, que mete la mano justo en mitad de la suspensión del croata y consigue tocar el balón e imposibilitar el tiro.

Es el fin del reinado de Kukoc en Europa. Un final triste, verde contra amarillo, de defensas que pueden con ataques. No queda nada que hacer en el continente: Paspalj, Radja, Petrovic, Divac… todos juegan en la NBA o están a punto de dar el salto. Kukoc también. Cansado de decir que no a Jerry Krause verano tras verano, al final decide aceptar la oferta de los Bulls. Lo que no sabe es que no estará Jordan para protegerle: llega a un equipo roto y con un líder difuso, un líder que, además, le odia, Scottie Pippen.

Los tres anillos con los Bulls

La llegada de Kukoc a Chicago fue complicada no ya por su estatus como jugador —Divac y Petrovic habían vencido a los prejuicios convirtiéndose en jugadores importantes de la liga— sino por la citada situación del equipo. Cuando el croata se decidió a marcharse a Estados Unidos, se encontró con una ciudad conmovida y en estado de shock tras la retirada prematura del gran dominador de la liga.

Para un equipo que había ganado tres títulos seguidos por primera vez en la historia de la NBA desde los tiempos de los Celtics de los 60, la noticia era devastadora. A falta de una estrella que marcara diferencias, Phil Jackson optó por un equipo coral, compacto, trabajador, en el que cada uno supliera las carencias del otro. En principio, eso debería beneficiar a Kukoc, pero pronto colisionó con el ego de Scottie Pippen, que acaparaba la posición de alero alto creativo y que aún no le perdonaba al croata ser el niño mimado de la directiva.

Del equipo que fuera campeón en 1993 se habían marchado Michael Jordan y John Paxson mientras Bill Cartwright acumulaba lesión tras lesión. A cambio, llegaron Steve Kerr, Luc Longley y el propio Kukoc. Seguía siendo un buen equipo que soñaba con un cuarto título, lo que habría sido una auténtica heroicidad. El rol de Kukoc empezó siendo secundario, avanzando a lo largo de la temporada. En los Bulls, el que manejaba el cotarro era Pippen, la referencia interior era Grant y la dirección caía en manos de B. J. Armstrong, que era más bien un anotador y no un director de juego. Jackson se dio cuenta en seguida de que el croata encajaba muy bien en su sistema de triángulos ofensivos, continua movilidad del balón y generación de espacios. Aquella primera temporada jugó 24 minutos por partido y superó los 10 puntos de media más 4 rebotes y casi 4 asistencias, saliendo casi siempre desde el banquillo.

Su día de gloria llegó en las eliminatorias de play-off contra los New York Knicks, semifinales de conferencia: los Bulls perdían 2-0 y se jugaban los últimos dos segundos de su tercer partido con empate a 102 en el marcador. Era el momento decisivo de la temporada y Pippen miraba la pizarra de Jackson para ver qué jugada preparaba, listo para asumir la responsabilidad que le correspondía… solo que Phil había decidido que el lanzador final fuera Kukoc. ¡La jugada del año y el técnico decidía darle el balón al “rookie”! El cabreo de Pippen fue tal que ni siquiera saltó al campo. Se negó. Lo consideró un insulto a su condición de líder y sus tres anillos.

Ni que decir tiene que Kukoc anotó milagrosamente sobre la bocina.

Los Bulls acabarían cediendo aquella eliminatoria después de años cebándose con los neoyorquinos. La vida sin Jordan tenía estas cosas: los árbitros no te respetaban tanto, los balones quemaban mucho más. La relación Pippen-Kukoc tenía una pinta horrorosa y Jackson hizo lo posible por calmar los ánimos, convirtiendo a ambos en las referencias ofensivas del equipo la siguiente temporada. En la 1994/95, Pippen se fue a los 21 puntos por partido, pero Kukoc subió a los 15,7 a pesar de mantener un pésimo porcentaje en los lanzamientos de tres puntos. Los dos se turnaban para subir el balón con Ron Harper, recién llegado de Cleveland, y después decidían.

Cuando Jordan se unió al grupo, a finales de temporada, se encontró con un equipo mucho mejor que el que había dejado un año y medio antes: no estaban Grant ni Cartwright pero estaban Kukoc y Longley. No estaba Paxson, pero estaba Kerr, lanzando por encima del 50% desde la línea de tres puntos. Para la intensidad defensiva quedaba Harper, quien, por otro lado, había sido toda su vida un gran anotador. Tanto talento junto era difícil de aunar y la llegada de un líder definido, sin fisuras, solo mejoró al resto de sus compañeros. Aquella temporada, los Bulls perderían ante los Magic de Shaquille O´Neal. Sería su última derrota en tres años.

Por si el plantel se quedaba corto, los Bulls decidieron fichar al muy excéntrico Dennis Rodman. Era una decisión arriesgada, pero Kukoc, como ala-pivot, era flojito y poco reboteador. El croata afrontaba su tercera temporada en la mejor liga del mundo sin necesidad de demostrar nada a nadie: aquel chico, efectivamente, valía y necesitaba espacio, alguien que le hiciera el trabajo sucio. Defendía lo justo, de acuerdo, pero en ataque seguía siendo el mago que ya había sido en Split o en Treviso.

La temporada 1995/96 supuso para Kukoc un cambio físico y mental. Se empezó a convertir en un jugador más ancho, nada que ver con el enclenque que había llegado a Chicago tres años antes. Ese aumento de masa corporal le hizo en un jugador un poco más lento, sin la explosividad en el primer paso que tenía en Europa, pero los años de adaptación habían servido para conocer a la perfección la dinámica de la NBA: hay que aparecer cuando tu entrenador te dice que aparezcas, adaptarte a un rol. La llegada de Rodman le relegaba al banquillo, pero eso no quería decir nada: los titulares no son los que empiezan un partido sino los que lo acaban. Para los finales ajustados, Kukoc siempre encontraba un lugar en el campo, fuera por Longley, por Harper o por el propio Dennis.

Obviamente, sus minutos de juego y sus puntos por partido bajaron, pero no demasiado. Consiguió subir su porcentaje de triples al 40% y se convirtió de nuevo en una amenaza exterior. Kukoc lideraba la “segunda unidad” de un equipo invencible, que se fue a los 72 partidos ganados y acumuló toda clase de premios, incluido el de Mejor Sexto Hombre para el croata. Los estadounidenses sabían ir mucho más allá de las apariencias aunque a veces pareciera lo contrario. Sí, los “highlights” iban para los grandes mates o los grandes tapones… pero los premios iban para los trabajadores que cambiaban partidos con inteligencia saliendo a mediados del primer cuarto.

La conexión Kukoc-Pippen-Jordan dominó la liga dos años más. Por supuesto, sin la “intendencia” de Harper, Rodman y Longley o la veteranía de los Wennington, Steve Kerr, John Salley, incluso “Buda” Edwards, el nuevo triplete habría sido imposible, pero básicamente el ataque dependía del talento del mejor jugador de la historia, el mejor escudero y el mejor europeo de su generación. Ni siquiera la lesión de 1996 hizo que Kukoc bajara el rendimiento aunque sí es cierto que su juego se fue “burocratizando”, limitándose a hacer lo justo. Por un lado, a los europeos nos orgullecía ver a uno de los nuestros triunfar en un equipo campeón. Por el otro, era inevitable pensar que al lado de Jordan su talento se veía limitado en demasiadas ocasiones.

A él no pareció importarle. En el Open McDonald´s de 1997, al que los Bulls acudieron como campeones vigentes de la NBA, Zeljko Obradovic comentó a unos periodistas españoles con respecto a Kukoc: “El problema de ese es que no le gusta el baloncesto”. Efectivamente, el croata había perdido parte de la ilusión, el jugueteo, la imaginación de sus primeros años, pero para no gustarle su trabajo lo cumplía con una efectividad exquisita: durante los tres años de anillos en Chicago clavó sus números: 13 puntos por partido, más de 4 rebotes y más de 4 asistencias jugando algo menos de 30 minutos.

Después de anotar la canasta más famosa de la historia, en Salt Lake City, para ganar su sexto anillo en ocho temporadas, Jordan decidió retirarse de nuevo —no sería la última vez— y con él se deshizo un equipo mágico, el equipo que había batido todas las marcas. Era como si Yugoslavia se desmantelara otra vez: Pippen se marchó a Portland, Longley a los Suns, Rodman coqueteó con los Lakers, Jackson se tomó un año sabático… y de ser el mejor equipo de la liga, los Bulls pasaron a ser el peor, capaces de ganar solo 13 de 50 partidos en aquella temporada reducida del lock-out de 1998.

Los únicos que quedaban tras el desgüace eran Kukoc y Harper. El escolta tardaría un año en irse a los Lakers con el Maestro Zen, Kukoc prefirió quedarse unos meses más para demostrar que podía liderar un equipo NBA si le dejaban. Pasó a jugar casi 40 minutos por partido y ser el máximo anotador del equipo con más de 18 puntos de media por partido, a los que había que sumar 7 rebotes y 5 asistencias. El único “pero”: sus porcentajes de tiro seguían siendo lamentables, un fenómeno difícil de explicar. A los 31 años, cansado de perder y perder, algo que no había experimentado en toda su carrera, Kukoc dejó los Bulls. Un año antes, en 1999, había hecho lo propio con la selección croata.

La extraña relación con Croacia

La desarticulación de la República Federal de Yugoslavia y la consiguiente guerra civil entre croatas, serbios, eslovenos, bosnios y macedonios puso fin al sueño del mejor equipo FIBA de todos los tiempos en un momento en el que la mayoría de sus jugadores apenas dejaban atrás la adolescencia. Ese talento se repartió a partes casi iguales. Del lado de Serbia quedaron los Djordjevic, Danilovic, Paspalj o Divac, más gran parte de los entrenadores del método Nikolic. Del bando croata quedaron Petrovic, Kukoc, Radja, Cvjeticanin, Komazec o Vrankovic, un talento más puro pero en ocasiones menos consistente.

La primera cita que debían afrontar por separado fueron los Juegos Olímpicos de 1992 en Barcelona, pero justo cuando se preparaban para la clasificación, la FIBA decidió hacer extensivas las sanciones de la ONU contra Serbia y les expulsó del campeonato entre lagrimones de jugadores y técnicos, que suplicaron una segunda oportunidad, incluso se ofrecieron a competir bajo bandera neutral. La negativa del COI y la FIBA hizo que Croacia quedara como único heredero de la selección que había copado campeonatos de 1989 a 1991.

El problema es que aquellos Juegos ya tenían ganador de antemano: Estados Unidos y su “Dream Team”. Un equipo que, además, tenía un enemigo muy claro, Toni Kukoc. Los propios jugadores han admitido recientemente en un documental de NBA TV que, cuando jugaban contra Croacia, el objetivo era doble: ganarles y humillar a su estrellita. En especial Pippen y Jordan se cebaron con él, persiguiéndolo por todo el campo, utilizando el cuerpo de manera intimidatoria y negándole incluso la recepción del balón. Kukoc cayó en la trampa y entró en un ataque de ansiedad que le duró todo el torneo. Aunque Croacia consiguiera una meritoria medalla de plata, el alero de Split no estuvo a su mejor nivel: 11,5 puntos, 6 asistencias y 3 rebotes pese a jugar una gran cantidad de minutos. No es que fueran malos números, pero si se los comparaba con sus exhibiciones anteriores sabían a poco.

A partir de ahí, Kukoc, Radja y tantos otros empezaron una relación de amor-odio con su selección. Mientras los serbios, en cuanto fueron readmitidos, se volcaban cada verano para seguir arrasando en campeonatos europeos y mundiales, cuando llegaba el calor, a las estrellas croatas les costaba un poco lo del sacrificio nacional. Kukoc se saltó el Eurobasket de 1993, aquel en cuya previa moriría Drazen Petrovic en accidente de coche. Convertido ya en la estrella indiscutible, sin sombra que le protegiera, Toni sí participó en el Mundial de 1994 llevando a Croacia al bronce con nuevas muestras de su “juego total”: 11 puntos, 7 asistencias y 6 rebotes, ejerciendo de base y director de juego la gran mayoría del tiempo.

Con 27 años, participaría en el Eurobasket de Grecia en 1995, el primero en el que la nueva Yugoslavia —Serbia y Montenegro— podía participar después de la sanción y que ganó en una épica final a la Lituania de Sabonis. Croacia fue medalla de bronce de nuevo, cuarto pódium consecutivo, con Kukoc mucho más activo y metido en su papel de líder: 15 puntos, 8 rebotes y 5 asistencias por partido. El año posterior jugaría sus terceros Juegos Olímpicos en Atlanta, pero a Croacia le faltaba aire fresco y orden en el juego. Kukoc, que venía de ganar su primer anillo con los Bulls, cumplió con 16 puntos, 7 rebotes y 7 asistencias, unos números descomunales en un torneo tan competitivo pese a ser duda hasta el último momento por una lesión en un dedo. Los croatas cayeron en cuartos de final y apenas pudieron lograr el séptimo puesto.

Los rumores de distensiones internas empezaron a surgir por todos lados y mientras la nueva Yugoslavia acumulaba oros en el Eurobasket de 1997 y el Mundial de 1998, Kukoc veraneaba tranquilamente al margen de la competición. Solo volvió para disputar un último campeonato: el Eurobasket de 1999. Fue un desastre absoluto: Croacia, pese a tener un equipo muy competitivo, no superó ni la primera fase de grupos y acabó en un deshonroso undécimo puesto. Su estrella promedió 14 puntos, 6 rebotes y 6 asistencias, como si no hubiera pasado el tiempo, pero la renovación era necesaria y a él no pareció dolerle. No le verían como a Divac peleándose con sus rodillas a los 35 años para ganar el Mundial de Indianapolis. Kukoc colgó las botas de la selección y se centró en sus últimas temporadas en la NBA. Tenía 31 años y venía de hacer sus mejores números en la liga.

El siglo XXI y su lento declinar

Lo triste de los últimos años de Kukoc fue verlo convertido en un jornalero, un jugador más que iba pasando de equipo en equipo según necesidades de traspaso y que se limitaba a cumplir según el estado de ánimo. Tenía tanta calidad, tanto talento, que prolongó su carrera hasta los 38 años —insisto, para no gustarle el baloncesto, lo disimuló muy bien—. Su primer destino después de los Bulls fueron los Sixers de Philadelphia, los pujantes Sixers de Allen Iverson. El primer año, Larry Brown, aquel que dijera que era el mejor jugador joven del mundo cuando se enfrentaron en Bormio, le dio confianza y él cumplió con más de 12 puntos, 4 rebotes y 4 asistencias. El segundo año, Brown lo fió todo a una estrategia ultradefensiva, de “leñadores” que protegieran a Iverson, dejando sin sitio en la rotación al talento y la apatía del croata. Fue traspasado a mitad de temporada a los Hawks.

El final de año en Atlanta fue esplendoroso: casi 20 puntos por partido, más de 6 asistencias y 5,7 rebotes. Resultó un espejismo. En cuanto los Hawks decidieron quedárselo un año más, volvió a esa especie de melancolía que le acompañó en los últimos años, sin rastro de su cara de niño, el cuerpo hinchado por los distintos anti-inflamatorios y el abuso de las pesas. De 20 puntos pasó a 10 y los Hawks lo vendieron a los Bucks en el verano de 2002. Incluso a sus 34 años y su evidente desidia, Kukoc era aún un jugador con prestigio y renombre, capaz de firmar contratos honrosos y ayudar a equipos en reconstrucción. Milwaukee pasaba por un momento algo extraño, con George Karl en el banquillo y un buen montón de anotadores: Ray Allen, Michael Redd, Sam Cassell, Tim Thomas, Anthony Mason, Gary Payton… Kukoc volvió a su rol de jugador de banquillo que cambia el signo de los partidos, cada vez más especializado en la línea de tres y con alergia a pegarse bajo el aro. No lo hizo mal: 11,6 puntos, 4,2 rebotes y 3,6 asistencias. Los Bucks cayeron en primera ronda de play-offs, lo que se consideró un notable fracaso.

Sin embargo, Kukoc encajó con la ciudad de Milwaukee. Un hombre tranquilo para un entorno tranquilo, casi aburrido, perdido en la inmensidad de los Estados Unidos. Renovó su contrato, superó alguna lesión y fue llevando con dignidad su lento declive: hasta cuatro temporadas enteras jugaría en los Bucks. En ninguna de ellas superaría los 10 puntos por partido, pero siempre dejaba algún pase mágico, algún tiro imposible. Por el equipo pasaron diversos entrenadores y un buen montón de jugadores, pero ninguno consiguió que la franquicia pasara la primera ronda de los play-offs. Con su número siete aún en la espalda, a los 37 años, casi 38, y después de caer en cinco partidos ante los Detroit Pistons —él solo pudo jugar tres—, Toni Kukoc decidió que ya era hora de dejar el baloncesto. El asesino con cara de niño era ya casi un cuarentón ajado y con cierto sobrepeso. Habían pasado casi veinte años de aquella noche mágica de Bormio, trece desde que llegara a Estados Unidos como un crío aún asustado por la inmensidad del nuevo continente.

Hoy en día vive en Illinois, donde fijó su residencia después de la retirada. El sueño americano de la pantera rosa. De vez en cuando acepta colaboraciones puntuales con la Federación Croata de Baloncesto, ese cajón de sastre. Sus hijos prometen como futuras estrellas: Marin, de más de dos metros, juega en la NCAA; Stella se dedica al voleibol y al fútbol. Quizá ya se hayan dado cuenta de lo enorme que fue su padre, de hasta qué punto dominó él solo un continente y revolucionó un deporte. No habría un Nowitzki ni un Gasol si no hubiera habido antes un Kukoc. Él, junto a los Divac, Radja, Petrovic y compañía, llevó el baloncesto europeo a un nivel impensable. Todavía nos parece verlo de amarillo, esquelético, acompañando el balón en una enorme zancada y buscando el pase entre las piernas para que otro culmine el contraataque.

Una canasta hace feliz a una persona. Una asistencia hace feliz a dos.