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Hitler vive en Uruguay. Sí. En esta república oriental de Sudamérica viven Hitler Aguirre y Hitler da Silva. Viven Hitler Pereira y Hitler Edén Ganoso. Vive hasta un Hitler de los Santos. Y aunque en la guía telefónica del país sólo aparecen seis ciudadanos llamados así, es difícil saber cuántos otros tienen teléfono o cuántos prefieren figurar con nombres distintos para evitar que los califiquen o que se burlen de ellos. Llamarse como se apellidó el mayor genocida del siglo XX, o sea Hitler, ¿no es acaso una razón para vivir avergonzado?

«Nadie sabe que me llamo así», confiesa en el teléfono Luis Ytler Diotti, que guarda su segundo nombre como un secreto familiar, tal como le aconsejó su padre cuando todavía era un niño. Todos lo conocen como Luis y punto.

Con Hitler Pereira pasa algo parecido: quienes lo conocen lo llaman Waldemar, que es su segundo nombre. Su hijo, que atiende el teléfono, se niega a comunicarme con su padre: no hay nada que comentar.

Juan Hitler Porley rechaza tomarse una fotografía: «Yo de esto no quiero hacer propaganda», dice desconfiado.

A Hitler de los Santos lo entrevisté en 1996 y entonces ya había empezado los trámites para cambiarse el nombre. Tal parece que lo logró, porque ahora es imposible ubicarlo en la guía telefónica.

Pero hay quienes llevan el nombre Hitler sin pudor y hasta con orgullo. El comerciante Hitler Aguirre, por ejemplo, nunca quiso cambiarse el nombre. Llamarse así le parece de lo más normal, y no encuentra motivos para avergonzarse. Hablar con él es algo inquietante: este comerciante, dueño de un almacén de Tacuarembó, una pequeña ciudad en el norte del país, dice ser un hombre de izquierda, que incluso fue perseguido por sus ideas. Al mismo tiempo insiste en que Hitler es un nombre como cualquier otro. Tan normal le parece que a su hijo primogénito también le puso Hitler.

Todos los Hitlers uruguayos (al menos los de la guía de teléfonos) ya son ancianos. Todos nacieron poco antes o durante la Segunda Guerra Mundial, cuando el dictador alemán Adolf Hitler dividía al mundo entre sus simpatizantes, sus detractores y sus víctimas. Todos los Hitlers uruguayos pertenecen a esa época, menos uno. Hitler Aguirre junior, el hijo mayor de Hitler Aguirre, tiene treinta y ocho años y es la única excepción. ¿Vivirá a gusto con su nombre?

Tradición

En Uruguay los nombres raros son una tradición centenaria. A fines del 2007, el jefe de la guardia del Parlamento aún era el comisario Waldisney Dutra. Y un político de apellido Pittaluga se llamaba Lucas Delirio. Casos parecidos ocurren en otros países. En Venezuela hay un debate para prohibir nombres como Batman, Superman y Usnavy. En España, el pueblo Huerta del Rey se jacta de ser La Meca de los nombres raros porque trescientos de sus novecientos habitantes han sido bautizados con nombres tales como Floripes y Sinclética. Pero en cuanto a la extrañeza del nomenclátor ciudadano Uruguay va a la cabeza.

El principal historiador de la vida privada en este país, José Pedro Barrán, dice que los nombres extravagantes comenzaron a multiplicarse a principios del siglo XX, cuando el presidente anticlerical José Batlle y Ordóñez impulsó un temprano laicismo y la gente descubrió que no estaba obligada a bautizar a sus hijos usando los nombres de los santos y mártires cristianos.

Por esa época, el médico Roberto Bouton recorría el país ejerciendo su profesión y conocía a paisanos de nombres tan alejados del santoral como Subterránea Gadea, Tránsito Caballero, Felino Valiente, Clandestina da Cunha, Dulce Nombre Rosales y Lazo de Amor Pintos. También trató a un señor llamado Maternidad Latorre y a otro bautizado Ciérrense las Velaciones. Entonces, la ley permitía que los padres eligieran para sus hijos el nombre que se les antojara, no importa lo espantoso que éste fuera. El Registro Civil certifica la existencia de Pepa Colorada Casas, Roy Rogers Pereira, Caerte Freire y Selamira Godoy, entre muchos otros. Mientras que en la Corte Electoral figuran como ciudadanos uruguayos Feo Lindo Méndez, No Me Olvides Rodríguez, Democrática Palmera Silvera, Filete Suárez, Teléfono Gómez y Oxígeno Maidana. Ponerle el nombre a un hijo, por aquellos años, parecía una demencial competencia de ingenio. Una lapidación anticipada. ¿Qué otra cosa puede decirse de los padres que decidieron llamar Tomás a un niño de apellido Leche?

Pero la razón también ha tenido sus héroes. Hay funcionarios que bien podrían ser condecorados por haberse negado a registrar nombres denigrantes. A mediados del siglo XX, el juez Óscar Teófilo Vidal, que ejercía su oficio en el remoto pueblo de Cebollatí, en el este del país, cerca de la frontera con Brasil, anotó en un cuaderno todos los nombres que logró evitar durante su carrera. La lista, que fue publicada en 2004 en un diario local, incluía a Coito García, Prematuro Fernández, Completo Silva, Asteroide Muñiz, Lanza Perfume Rodríguez, Socorro Inmediato Gómez y Sherlock Holmes García.

Por supuesto, una cosa es querer llamar Sherlock Holmes a tu hijo y otra muy distinta es condenarlo a llamarse Hitler.

Noticias de la guerra

Los historiadores de Uruguay creen que hay claves racionales para explicar la abundancia de Hitlers en este país. La mayor parte de la población desciende de inmigrantes; en general de españoles e italianos, pero también de alemanes, franceses, suizos, británicos, eslavos, judíos, sirios, libaneses y armenios. Estas colonias prestaban mucha atención a lo que ocurría en sus tierras de origen. «Uruguay siempre vivió con pasión lo que pasaba fuera de sus fronteras, porque somos un país de inmigrantes. La nacionalidad uruguaya está fundada en un ideal cosmopolita y abierto», dice el historiador José Pedro Barrán, con cierta molestia, como remarcando lo obvio.

A principios del siglo XX Uruguay era un país orgulloso de estar abierto al mundo, dice José Rilla, otro historiador. Las escuelas públicas llevaban nombres como Inglaterra y Francia. Los feriados reflejaban fechas extranjeras, como el 4 de julio, el día la Independencia de Estados Unidos. No existía resquemor hacia lo extranjero, y la prensa dedicaba sus primeras planas a las noticias internacionales. En los años treinta, por ejemplo, la invasión de Italia a Etiopía fue seguida con pasión. Este interés comenzó a notarse en los nombres que los inmigrantes italianos y otros habitantes de Uruguay les ponían a sus hijos. Más de medio siglo después, en la guía telefónica aún sobreviven once ciudadanos que se llaman Addis Abebba, como la capital etíope, y dos Haile Selassie, como el príncipe que se enfrentó a las tropas de Benito Mussolini.

A Addis Abeba Morales, que nació en 1936, le encanta su nombre. Pero sus conocidos prefieren llamarla Pocha. «Mi nombre fue idea de mi madrina –dice con orgullo a través del teléfono–. Ella estaba con mi madre en las tiendas London París, en el centro de Montevideo, y había un aviso luminoso que pasaba las principales novedades de la guerra. Mi madre estaba embarazada y, mientras leían las noticias, se decidieron: “Si es nena le ponemos Addis Abeba; si es varón, Haile Selassie”».

En el extremo opuesto de ese campo de batalla imaginario, otros padres bautizaban a sus hijos con el apellido del dictador italiano. Hoy, Manuel Mussolini García es un banquero jubilado de setenta años, que a veces se entretiene desentrañando los misterios de su nombre. «Mussolini era un héroe –dice resignado–. Después, en 1942, cuando se alió con el bandido de Hitler, se transformó en un hombre indigno, pero yo ya tenía su nombre». Luego cuenta que su hija se ha casado con un muchacho de apellido Moscovitz. «Mire lo que son las paradojas de la vida: yo, Mussolini, ahora tengo un nieto judío».

Un nombre famoso

Al igual que la guerra de Etiopía, la política expansionista de Alemania de los años treinta y cuarenta producía noticias que en Uruguay se seguían con la misma fruición con que ahora se siguen las telenovelas. Y a continuación, por un mecanismo de imitación en cadena, nacía una ola de Hitlers en este país apacible de Sudamérica.

«Yo nací en 1934 y entonces mi madre ya había tenido once hijos. Se le habían acabado los nombres. No sabía cómo ponerme y justo leyó Hitler en el diario y le gustó ese nombre», dijo Hitler Edén Gayoso la tarde que conversé con él a través del teléfono. «Ella no conocía de política, vivía en la mitad del campo, ¿qué iba a saber quién era Hitler?».

Algo parecido le ocurrió a Luis Ytler Diotti, que también nació en 1934, y es hijo de un inmigrante italiano. Su padre quiso ponerle el nombre de Hitler, pero el niño fue inscrito Ytler por motivos que ahora éste desconoce. «Yo nací cuando Hitler fue nombrado jefe del gobierno de Alemania. En ese momento le pareció que ponerle Hitler a su hijo era algo bueno. Pero después él mismo se dio cuenta de que no había sido una gran idea».

Juan Hitler Porley, quien de joven fue futbolista, nació en 1943, cuando el tétrico perfil del Führer ya estaba más claro para el mundo. Sin embargo, él me asegura que su padre no era nazi. «Nunca le pregunté por qué me puso este segundo nombre –dice cuando hablamos por teléfono–. Yo pienso que creyó que Hitler era un nombre famoso cualquiera, como ponerle Palito a un niño, por Palito Ortega».

Las historias de Hitler Edén Gayoso, Luis Ytler Diotti y Juan Hitler Porley tienen algo en común: los tres cuentan que sus padres eligieron sus nombres por novelería o ignorancia. Los tres parecen sentir cierta incomodidad cuando se les toca el tema.

Los casos de Hitler Aguirre y Hitler da Silva son distintos. Sus padres sí creyeron en Hitler y en su ideología. Ambos son protagonistas del documental Dos Hitlers, de la cineasta uruguaya Ana Tipa. Ella, que vivía en Alemania, observó lo chocante que es para los pueblos involucrados en la Segunda Guerra Mundial que alguien se llame Hitler, como ocurre con naturalidad en Uruguay. Entonces hizo esa película.

Hitler da Silva nació en Artigas, una ciudad de una única avenida en la frontera norte con Brasil. Su padre era un oficial de la Policía que desbordaba de admiración por el líder nazi. «Le gustaban sus ideas, su forma de ser, las cosas que hacía», cuenta en una noche de lluvia, vestido en jeans, en el modesto apartamento de su hija, en Montevideo. «Mi padre escuchaba las noticias, guardaba recortes y todo lo que podía conseguir sobre Hitler. Si alguien lo criticaba, él lo defendía a los gritos. Cuando yo nací en 1939 me puso Hitler como había prometido, a pesar de la oposición de mi madre». Luego –dice– quiso ponerle Mussolini a su segundo hijo, pero su madre, que era analfabeta, se negó con firmeza. Ella prefería los nombres corrientes.

No muy lejos de allí, en el departamento de Tacuarembó, y durante la misma época, los hermanos Aguirre discutían sobre política internacional, tal como era habitual en aquellos años. ¿Quién es mejor –se preguntaban–, Hitler o Mussolini? «Los viejos brutos se ponían a discutir quién mataba a más gente, ¡qué barbaridad! Al final mi tío le puso Mussolini a su hijo, y mi padre me puso Hitler a mí», cuenta Hitler Aguirre, que ahora es un comerciante en la ciudad de Tacuarembó. Él es el inquietante Hitler de izquierda que nunca se quiso cambiar el nombre.

–Si su padre le puso a usted Hitler por bruto –le pregunto a través del teléfono–, ¿por qué usted también le puso Hitler a su hijo?
–Por tradición. ¡Qué bruto!

El rechazo

Ahora se sabe que las ideas y actos de Hitler causaron la muerte de millones de personas. Cuando los crímenes cometidos por su ejército de nazis empezaban a conocerse en todo el mundo, llamarse como él pasó a ser un estigma. El padre de Luis Ytler Diotti, por ejemplo, se arrepintió pronto del nombre que había elegido para su hijo. «Le pesaban las barbaridades que había hecho ese hombre. Mi nombre había tomado un concepto que no tenía nada que ver con lo que él había pensado cuando me llamó así. Se asesoró sobre los trámites que había que seguir para cambiarme el nombre, pero vio que no era sencillo. Yo era un niño grande cuando me dijo: nunca más uses este nombre, ni firmes con él. Desde ese día, no lo menciono nunca».

A Hitler da Silva sus compañeros de escuela lo molestaban todo el tiempo. Lo perseguían y se mofaban de él: ¡Alemán! ¡Asesino! Eso le decían.

Un día Hitlercito volvió muy enojado a casa y, con rabia, increpó a su padre por el nombre que le había puesto. El padre lo miró, le acarició la cabeza y le dijo que algún día se sentiría muy orgulloso de llamarse así.

Pero ese día nunca llegó. Hitler da Silva fue policía como su padre y hasta llegó a enfrentarse a balazos con los guerrilleros tupamaros en los años setenta. En su ciudad natal de Artigas todavía muchos lo saludan: Heil, Hitler. Pero él, un hombre alto, de abundante pelo blanco y rasgos que podrían pasar por «arios», no se siente orgulloso de eso. «Ese hombre tenía ideas descabelladas: el despreciar a la gente por su piel o su raza, lo que le hizo a los judíos, el Holocausto. Eso no está en mi criterio», dice sin consuelo.

A Da Silva el nombre de Hitler no le trajo suerte. La dureza con que lo ha tratado la vida se le nota en la mirada. No hizo carrera en la Policía y hoy, ya jubilado, vive con casi nada. Ni siquiera tiene teléfono en su casa. Dice que más de una vez ha sentido el rechazo que provoca el nombre Hitler y que por eso jamás pensó en llamar así a sus hijos. Una vez visitó Buenos Aires: cada vez que mostraba su documento de identidad para ingresar a un hotel le decían que no quedaban más habitaciones.

Hitler Aguirre, en cambio, insiste en que jamás tuvo problemas con su nombre, nunca sintió ningún tipo de rechazo. El juez que lo inscribió no se opuso. Tampoco el sacerdote que lo bautizó. El único que intentó convencerlo de que se cambiara el nombre fue el director del hospital de Tacuarembó, que fue su profesor en el liceo. Entonces Aguirre tenía unos trece años, y averiguó que el trámite era muy costoso. Su familia era muy pobre. «Entonces nunca me quise cambiar el nombre», dice, reafirmando su decisión de entonces. «El doctor Barragués me contaba las cosas que había hecho Hitler, pero la verdad es que a mí no me importaba. Y cuando nació mi primer hijo le puse Hitler, como marca la tradición. Yo opino que eso no es nada malo».

Durante tres largas conversaciones telefónicas, le pregunto a Hitler Aguirre por los horrores del nazismo de todas las maneras posibles. Pero el nombre de Hitler no le provoca nada. «Francamente no me importa lo que haya hecho Hitler. Yo me dedico a mi vida. Lo que pasó, bueno. Yo no tuve nada que ver. Cada persona hace su propia historia y no importa el nombre que tenga».

¿Ha visto alguna de las películas que narran el horror del Holocausto? Hitler Aguirre dice que jamás va al cine y que nunca mira la televisión. No tiene video, ni DVD. No usa computadora. Nunca sale de la pequeña Tacuarembó. Sólo un par de veces en su vida ha ido a Montevideo para ver al médico. «Yo me encerré a trabajar en un bar a los diecisiete años, día y noche, sábado y domingo de corrido», cuenta. Trabajando así, logró tener uno de los locales más grandes de su ciudad. Hitler Aguirre había empezado a votar por el Frente Amplio, un partido de izquierda, como protesta porque el voto se había hecho obligatorio en Uruguay. Cuando en 1973 una dictadura militar tomó el poder, él quedó en la mira como todas las personas de izquierda. Estuvo cincuenta días preso, acusado de usura. También le enviaron una inspección impositiva tras otra, hasta que le pusieron una multa tan grande que se vio obligado a vender el bar e irse a vivir al campo. La jefa de ese equipo de contadores que lo inspeccionó era judía. Cuando Hitler Aguirre va recordando aquellos días, lo invade la furia y el odio que sintió entonces. «Yo digo, si Hitler hubiera matado siete millones de judíos –dice–, esa contadora no hubiera existido. Y no me hubiera jodido».

Simplemente H

Hitler Aguirre no consultó a su esposa para elegir el nombre que habría de llevar su primogénito: Hitler. Como su abuelo y su padre habían hecho en su momento, Aguirre también lo decidió solo. El que manda es el dueño de casa, me explica. A otro de sus hijos lo quiso llamar Líber Seregni, en honor del primer líder del Frente Amplio, un militar que estuvo preso más de una década durante la dictadura de la derecha. Ahora recuerda que una enfermera lo convenció de que mejor lo llamara sólo Líber.

A Hitler Aguirre junior todos lo llaman Negro. El Negro Hitler nunca le reprochó a su progenitor el nombre que éste le puso, ni se siente incómodo llamándose así, ni ha tenido ningún inconveniente por ese motivo. Una oculista que él frecuenta en Montevideo le dice que lo va a llamar simplemente H. Él piensa que sólo se trata de una broma de esa doctora. «Nunca tuve un problema con el nombre –dice también por teléfono–. A la gente le llama la atención la novedad. Pero a mí no me afecta en nada. En aquel tiempo Hitler debía ser famoso». Luego confiesa que nunca le gustó estudiar. Terminó la escuela, cursó un año de clases en un instituto politécnico y luego abandonó las clases para irse a trabajar al campo. Hoy cría vacas y ovejas.

A diferencia de su padre, Hitler Aguirre junior sí vio algunas películas sobre el líder nazi. «¡Unas matanzas bárbaras!», dice. ¿Lo conmueve enterarse de los crímenes de su homónimo más famoso? «Sí me conmueve lo que hizo –reconoce sin cambiar el tono de voz–, pero el nombre no, el nombre no me perjudica para nada. Quizá en Montevideo la gente lo vea distinto, pero acá en Tacuarembó el mío es un nombre como cualquier otro».

¿No es paradójico que a una persona llamada Hitler le digan Negro? Él se ríe. Dice que en su tierra nadie anda calibrando ese tipo de sutilezas.

El caso de los Hitler uruguayos (y de los Haile Selassie y los Mussolini) debe ser entendido en su contexto histórico, explica el historiador José Rilla. «En aquellos años había una confianza en la política, en los grandes líderes, en el progreso –dice en la universidad donde da clases–. Hoy los líderes políticos han perdido esa dimensión profética. Ya nadie le pone a su hijo Tony Blair. Los políticos hoy no recaudan adhesiones mayores». Si lo que afirma Rilla es cierto, en poco tiempo los Hitler se extinguirán en Uruguay y no serán sucedidos por otros niños llamados George Bush, Vladimir Putin, Hugo Chávez u Osama Bin Laden. El país ha cambiado: ya no es tan cosmopolita como antes, ya no recibe inmigrantes, los diarios venden diez veces menos que hace medio siglo y la política internacional ha dejado de encender las ilusiones colectivas. Ya casi nadie cree en un líder que vendrá a salvar el mundo. Los padres se inspiran en los personajes de la televisión a la hora de bautizar a sus hijos. En el Registro Civil los funcionarios recuerdan que en los años noventa hubo una ola de niños llamados Maicol, en honor al protagonista de la serie de televisión estadounidense El auto fantástico. Luego hubo miles de niñas llamadas Abigail, como la heroína de una telenovela venezolana.

En el medio del campo, Hitler Aguirre junior, el Negro, también tiene televisor. Y a pesar de las películas que ha visto sobre los nazis y sus matanzas, hasta hace un tiempo su sueño era tener un hijo varón para llamarlo Hitler, como se llama él y como se llamó su padre. «No lo decidí porque fuera fanático, ni nada. Es la tradición y hay que seguirla», me explica. Pero como los tiempos han cambiado en algunas cosas, él sí lo consultó con su esposa. Ella aceptó, y sólo pidió que el niño tuviera un segundo nombre. Lo iban a llamar Hitler Ariel, y habría sido el único Hitler del mundo con nombre judío. Pero no fue. Dos veces su esposa quedó embarazada, y las dos veces alumbró una niña: Carmen Yanette, de dieciséis años, y María del Carmen, de doce. El Negro se ríe al contar estos hechos. Quería un varón pero ya se resignó, le salieron dos niñas a las cuales adora. Ahora ya no quiere tener más hijos. «La fábrica está cerrada», dice.

Con él, la dinastía Hitler parece haber llegado a su fin.

Un mundo sin Gloria

Publicado: 3 diciembre 2012 en Leonardo Haberkorn
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Gloria Cor se pegó un balazo el sábado, pero los diarios recién dieron la noticia el lunes.

“Funcionaria policial se mató porque no podía pagar la luz. Inspectores de UTE la denunciaron judicialmente y tenía temor de ser procesada”, dijo Últimas Noticias en un titular relegado a la página 9. La nota no decía el nombre de Gloria: la llamaba “G.E.C.M., de 38 años de edad”. Decía que “acuciada por problemas económicos y presionada por inspectores de UTE que la acusaban de obtener el suministro de energía eléctrica en forma irregular”, se había matado con un balazo “en el tórax”.

Es parte de la verdad, pero no toda. La historia de Gloria Elena Cor Machado es más compleja, más triste, más dramática de lo que dijeron las breves crónicas dedicadas a su muerte. La historia de la agente Cor, que murió el sábado 22 de mayo con un balazo en el corazón, resume muchos de los dramas con los que la sociedad uruguaya convive con indiferencia.

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Gloria nació en una familia muy pobre. Eran seis hermanos que vivían en Las Piedras; su padre cuidaba caballos, su madre cobraba una pensión por incapacidad debido a un defecto físico en un brazo.

Miguel Cor, un hermano de Gloria que hoy trabaja como electricista en la Jefatura de Policía de Montevideo, cuenta que eran chicos cuando su madre los abandonó. “Se fue con un hombre, él le dijo que con los hijos no la quería y ella nos dejó”.

Gloria tenía entonces seis o siete años. La partida de su madre acentuó la precaria situación de la familia. “Salíamos a pedir comida a la calle”, recordó Miguel Cor. “Íbamos a la feria de Las Piedras a pedir o recoger fruta y verdura para comer”.

A Gloria no le gustaba hablar mucho de su infancia, pero algo le contó a una amiga policía. Pedir le daba mucha vergüenza. “Fue una niñez muy pobre, muy triste”, relató su ex compañera.

Tras unos años, el padre de Gloria decidió ir a vivir a la casa de su madre, en Zapicán, Lavalleja. Tres hermanos marcharon con él, entre ellos Gloria y Miguel. Los otros fueron dados en adopción y hoy llevan otro apellido.

En Zapicán su padre comenzó a trabajar cuidado caballos en el campo, mientras los niños eran criados por su abuela. Miguel recuerda que a veces se quedaban solos, cuando su abuela se tomaba el tren a Rio Branco para traer comida barata de Brasil y unos kilos de más para vender en la zona. Seguían viviendo en la pobreza.

“Aquellos niños se criaron casi solos. Y haber pasado una infancia tan dura le dejó a Gloria ese carácter tan peleador, tan guerrero que tenía”, recuerda su amiga policía.

Por eso todavía le cuesta crear que se haya matado.

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Gloria Cor dejó tres hijos: María Elena, de 22 años, S., de 12 y M. de 9.

Gloria tuvo a María Elena siendo apenas una adolescente. No fue un embarazo deseado, sino producto de una violación. Fue su propio padre el responsable. Gloria tenía apenas 15 años.

“Yo nací a raíz de una violación de su padre”, cuenta María Elena, en su modesta casa de Nuevo París donde viven ocho personas. “Mi madre me lo contó cuando yo tenía siete años, para que aprendiera a cuidarme de los hombres”.

Miguel, el hermano de Gloria, dice que su padre estuvo preso “tres o cuatro años” por embarazar a Gloria, pero sostiene que ella “era virgen cuando quedó embarazada, porque no llegó a haber penetración, fue un roce…”.

No es eso lo que Gloria le contó a su hija, a su esposo y a sus mejores amigas. Todos ellos relataron cuánto sufría Gloria por el trauma de la violación.

“Ella me explicó que decidió tenerme porque yo no tenía la culpa de lo que había pasado”, cuenta su hija María Elena. “Ella parecía muy fuerte, pero eso nunca lo pudo superar”.

Cuando su padre fue preso, Gloria fue internada en el Iname y, cuando salió, vino a Montevideo donde comenzó a trabajar como empleada doméstica con cama. Su hija, mientras tanto, era criada por su abuela en Lavalleja.

***

Gloria trabajó de empleada en varios hogares y en una peluquería de Malvín. Durante unos cinco años fue mucama en el apartamento de la familia Riani, en la rambla. “Era una gurisa bárbara, muy trabajadora, muy alegre. Nunca la veías triste, tenía mucho ímpetu y energía”, recuerda Rodolfo Riani. “Era divina con los chiquilines y de confianza total: le podías dejar la llave o lo que fuera con total tranquilidad”.

Los Riani sabían que Gloria tenía una hija llamada María Elena, pero no conocían su historia.

Cuando María Elena cumplió 7 años, su abuela ya no pudo cuidarla porque quedó ciega, y la niña vino a vivir con Gloria a Montevideo.

“Al principio vivíamos en pensiones, yo pasaba mucho tiempo sola en una pensión en el Centro. Después ella pudo alquilar un apartamento en la calle India Muerta. No teníamos muebles y dormíamos en un colchón en el piso. Ella trabajaba día y noche para poder comprar las cosas de la casa”, recuerda su hija.

María Elena admira la tenacidad que su madre siempre puso para salir adelante, pero la convivencia entre ellas nunca fue fácil. “Ella me decía que yo le recordaba lo que le había hecho su padre. Me maltrataba. Me pegaba”. Más de una vez le gritó:

—¡Yo tendría que haberte abortado!

Después de cada ataque Gloria se disculpaba con su hija. María Elena tenía 12 cuando su madre le contó con detalles cómo había sido la relación con su padre, para que su hija se pusiera en su lugar y entendiera las razones de su conflictiva relación: la amaba y la rechazaba al mismo tiempo.

Gloria tenía una ilusión: ser policía. “Tenía vocación”, dice su hermano Miguel. A los Riani les contaba siempre que ella soñaba con ser funcionaria policial. Divirtiéndose con los niños de la familia, solía ponerse una gorra y jugar a que era un agente de la ley.

Se anotó en la Escuela Nacional de Policía en 1990 y en 1992 cumplió su sueño: Gloria recibió su uniforme y su arma de reglamento.

“Ella amaba este trabajo”, dice la agente Adriana Puricelli, que conoció a Gloria en la escuela policial, donde se hicieron amigas inseparables. “El uniforme le daba una identidad, para ella ponérselo era ser alguien digno de respeto. Llegaba a su casa y sólo hablaba de los procedimientos. Para ella la Policía era todo”.

La actual jefa de Policía de Paysandú, la inspectora Cristina Domínguez, tuvo años atrás a Gloria trabajando a sus órdenes en la Comisaría de la Mujer, en Montevideo. La recuerda como una buena agente, “muy trabajadora, muy sacrificada, muy ordenada, muy prolija en su apariencia física”.

Sin embargo, Domínguez tuvo que hacer que Gloria fuera derivada a otra dependencia policial: no podía encargarse de las mujeres que llegaban denunciando una violación. “Me di cuenta de que no podía atender a otras víctimas que habían pasado por su misma situación, porque revivía todo lo que ella había vivido”, dice Domínguez. “Era algo que tenía a flor de piel”.

***

El otro sueño de Gloria era progresar en la vida, pero pronto descubrió que no sería fácil lograrlo siendo policía.

Con un sueldo insuficiente, Gloria hizo lo que hacen todos los agentes: servicio 222.

Hacer 222 significa trabajar de agente (generalmente vigilando alguna institución pública o privada) después de las ocho horas de tarea laboral habitual. El sueldo se duplica, pero también las horas de trabajo.

Haciendo jornadas de 16 horas, llegando a su casa extenuada y sólo con deseos de dormir, la relación entre Gloria y su hija se complicó aún más. Golpeada, María Elena llegó a escaparse de su hogar y se refugió en el Instituto Nacional del Menor.

—Los psicólogos del Iname le dijeron que los problemas eran de ella, no míos, que ella tenía que ver a un psicólogo. Pero nunca quiso -recuerda María Elena.

“Gloria, precisás ayuda. Tenés que ir a un psicólogo”, le decía su amiga Adriana Puricelli. “Pero ella no aceptaba auxilio. Era muy orgullosa y, para afuera, siempre aparentaba que era fuerte y que estaba todo bien”.

Cumpliendo el servicio 222, Gloria había conocido otro mundo: el de los policías que viven separados de sus familias, sin ver nunca a sus esposas e hijos. Un ambiente donde la infidelidad y los divorcios son cosas de todos los días.

“¿Cómo va a durar una pareja en la policía? Trabajás ocho horas, después te vas a hacer otras seis horas al 222: son 14 horas de trabajo. Agregale una hora para ir al primer trabajo, media hora para ir de ese trabajo al lugar del 222 y otra hora para volver a casa: son 16 horas y media. Cuando el policía llega de noche a su casa, no tiene ganas de hablar, ni de atender a sus hijos, ni de tener relaciones sexuales, es algo abrumador…”, relató una oficial que prefirió que no se publicara su nombre.

Álvaro Sosa, secretario del sindicato policial, dice que “el 222 es una inmensa trampa. El policía entra a trabajar porque no tiene otro modo de sobrevivir. Deja de concurrir a su casa. Más tarde o más temprano, eso le cuesta la separación de su pareja. Luego se termina divorciando, consigue otra pareja y ahora tiene dos hogares que mantener. Eso lo obliga a tomar otro 222. Esa es la norma”.

Todos los policías entrevistados –ocho, entre agentes y oficiales- coincidieron en este punto.

“El mayor índice de divorcios del Uruguay lo tiene la policía”, dice el agente Héctor Giménez. “Con pocos ingresos, con la necesidad económica de hacer horarios extremos, poco o ningún contacto con la esposa y los hijos, la infidelidad es muy frecuente. Las parejas se separan, los hijos terminan creciendo solos y muchos son víctimas fáciles para la pasta base o terminan siendo lo que llamamos infanto-juveniles”.

Precisamente, haciendo el 222 Gloria conoció a Giménez.

***

Giménez vive hoy en El Pinar, en una de esas modestas viviendas que construye el Ministerio de Vivienda llamadas “núcleos básicos evolutivos”.

En realidad, casi nunca está allí: como trabaja 14 horas diarias no puede perder tres horas más de ómnibus para ir y volver a El Pinar. “Salgo de casa el domingo de noche y vuelvo el viernes de noche o el sábado de mañana. Duermo tirado en algún banco en el 222 o en la comisaría”. Cuando fue ubicado para ser entrevistado para este reportaje, Giménez dormía en una silla en una oficina.

La vida de Giménez no era muy distinta cuando conoció a Gloria hace más o menos 13 años. Los dos hacían 222 cuando se conocieron. Gloria era soltera y muy atractiva. Giménez estaba casado con su actual esposa, pero eso no impidió el romance.

Adriana Puricelli intentó convencer a su amiga de que no le convenía esa relación con un policía casado, pero Gloria no la escuchó: “Ella tenía una gran carencia de afecto, que le venía de la infancia. Buscaba el amor, se enamoraba. Siempre hubo hombres que se aprovecharon de eso”.

Poco después, Gloria quedó embarazada y Giménez volvió con su esposa.

La llegada de una nueva niña, Stefani, aumentó las necesidades económicas. Gloria y sus hijas ya no dormían en el piso. Cuidando cada peso Gloria había progresado y había amueblado su pequeño apartamento alquilado. “Trabajaba las veinticuatro horas”, cuenta su hija María Elena. Su sueño ahora era tener su propia casa.

***

“Vos tenés un ángel aparte”, le decía su amiga Adriana Puricelli cuando Gloria pudo comprar por fin su propio hogar, en la calle Bernardo Guzmán, en Nuevo París.

La casa en la que Gloria vivía –en la que se mató- tiene dos dormitorios, cocina, living y baño, todo un lujo para tantos policías que viven en pensiones y asentamientos. Era una vivienda en un pequeño complejo de propiedad horizontal edificado por el Banco Hipotecario, a pocas cuadras de la avenida Garzón, pero frente a un cantegril. El Ministerio de Vivienda era quien pagaba la entrega inicial, luego restaban muchas cuotas: Gloria tenía que pagar 35 años de cuotas, sin importar que poco después de inauguradas las casas ya tuvieran rajaduras, humedad, filtraciones de agua, según relatan los vecinos.

La situación económica de Gloria no era fácil. Había tenido otro hijo, Marcos, y seguía siendo soltera. Además, a pesar de haber aprobado hacía ya años el examen para ascender en el escalafón policial, seguía siendo una agente de segunda.

El agente Giménez, con quien Gloria mantuvo una amistad después del romance, le aconsejó que no comprara la casa: “Yo le dije que no lo hiciera porque esos planes son un cáncer, te cobran una cuota que un policía no puede pagar”.

Efectivamente, Gloria no tardó en atrasarse en los pagos. El dinero no le daba y, como todos los policías, había comenzado a sacar préstamos cuyas cuotas de pago le descontaban del sueldo, que cada vez quedaba más reducido.

Para no perder la casa, decidió que también le descontaran del salario la cuota del Banco Hipotecario.

Con sus ingresos cada vez más recortados por cuotas y pagos, Gloria siguió el camino de miles de policías: el de transformarse en esclavos del 222 y los préstamos usurarios.

***

Gloria anotaba cada gasto en una libretita, no fumaba, no tomaba. Lo que cobraba lo usaba para su casa y sus hijos. “Ya tengo mi casa, sólo me falta el Fitito”, le decía a su hija María Elena.

Tenía visto un autito anaranjado y soñaba con comprarlo, pero el dinero nunca alcanzaba. Para empezar, la cuota de la casa era de 2.700 pesos, demasiado para su sueldo.

Gloria finalmente se había casado, pero su matrimonio con el agente Ariel Arballo tampoco la ayudó a mejorar económicamente ni a solucionar sus problemas familiares.

Como todo policía, Arballo no estaba casi nunca en su hogar y los hijos de Gloria quedaban solos casi todo el día. Muchas veces Gloria llegaba extenuada a medianoche y encontraba que la casa era un completo desorden. “Los niños no habían hecho los deberes, no habían tendido las camas, no habían barrido la casa…”, recuerda Miguel, el hermano de Gloria.

Los ingresos de Arballo eran –son- escasos. Como tantos policías, Arballo es divorciado y con varias parejas anteriores. Es padre de diez hijos y a cuatro de ellos les pasa dinero de acuerdo a retenciones dictadas por la Justicia que se le descuentan del sueldo. Esas quitas, más las originadas en préstamos tomados en cooperativas policiales y casas de crédito, hacen que de su salario quede poco y nada.

“Hoy mi sueldo es de 200 pesos por mes”, dice Arballo. Su aporte a la familia se limitaba entonces al dinero que podía sacar del 222. “Salgo a las siete de la mañana y vuelvo a las diez y media de la noche, y me quedan 3.000 o 4.000 pesos”.

Arballo cuenta que fue él quien decidió “colgarse” del tendido de la UTE para no tener que pagar la electricidad que consumían: “Después de la crisis de 2002 las tarifas subieron tanto que de pagar 600 pesos por mes pasamos a pagar el doble. Ya no nos daba la plata”.

Estuvieron muchos meses sin abonar la electricidad hasta que un día llegó una inspección de la UTE y constató el robo de energía. El caso pasó a la Justicia y ellos firmaron un convenio con la empresa para ponerse al día.

“Intentamos cumplir con el acuerdo, pero no pudimos hacerlo por mucho tiempo, porque nos fijaron una cuota de 3.700 pesos por mes, entre el consumo y la deuda”, cuenta Arballo. “Tratamos de todas maneras de que nos fijaran una cuota más baja para poder pagarla, pero nos pasaban de una oficina a otra. Una vez me tuvieron dos horas esperando. Escribimos muchas notas, pero nadie nos dio una respuesta”.

Después de unos meses, Arballo decidió conectarse nuevamente.

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La situación familiar tampoco ayudaba a Gloria. Le pesaba que sus hijos crecieran solos, como ella. Temía por su hija Stefanie, que estaba llegando a la adolescencia. Marcos, el menor, sufría de convulsiones. Lo atendía en el Hospital Policial, donde a veces los turnos con un especialista pueden demorar meses. Más de una vez, perdió la hora que tenía con el médico porque no recibió autorización de sus superiores para ausentarse del trabajo. “Eso la deprimía mucho”, relató su hermano Miguel.

Gloria estaba enamorada de Arballo, pero –como suele ocurrir con las parejas policiales- ya habían tenido sus separaciones. Según Arballo, se habían alejado por conflictos económicos. “Tuvimos un problema, pero lo solucionamos. Después, decidimos buscar un lugar donde los dos pudiéramos hacer el 222, para estar juntos al menos en el trabajo. Hacía seis o siete meses que los dos hacíamos el 222 en la Intendencia y estábamos viéndonos más”.

Adriana Puricelli, la amiga de Gloria, sostiene que la pareja se había separado porque Arballo tenía otra mujer. En la carta que Gloria dejó tras su suicidio alude a esa relación, pero Arballo dice que esa mujer –una prostituta- es sólo una amiga.

De todos modos, Gloria y su marido ya se habían reconciliado cuando llegó el triste desenlace de esta historia.

La situación económica de la familia era apremiante. “A veces Gloria compraba de a un morrón, de a una zanahoria. Le decía al almacenero: ‘mire que cuando cobre el 222 le pago’. Y le pagaba. El lujo que se daba era comprar un refresco de diez pesos los fines de semana”, cuenta la agente policial Cunha, que vive en el mismo complejo de viviendas en el que vivía Gloria.

Cunha llora cuando lo cuenta, pero no se asombra. En la Comisaría de la Mujer, donde trabaja, ya tuvo una compañera policía que, como no tenía dinero ni para alquilar una pieza, vivía en el edificio de una escuela abandonada, iluminándose con un mechero.

Gloria nunca dejó de pagar las cuentas del almacén, pero cada vez estaba más endeudada. “Era impresionante cómo hacía para estirar la plata. Sacaba de un lado y con eso pagaba parte de lo que debía en otro y si le sobraba algo, ese poquito lo integraba a otra deuda. Y así seguíamos”, cuenta Arballo. “Pero yo ya tenía cinco préstamos y ella otros cinco: teníamos cuotas en el República, en Cash, en Pronto…”

El 5 de mayo, Gloria tuvo que comparecer ante un juez penal por la denuncia que UTE le había hecho por robo de energía: ella era la responsable por ser la dueña de casa. El juez no la procesó, pero le advirtió que la próxima vez sí lo haría.

Gloria sabía que su casa estaba otra vez conectada ilegalmente al tendido eléctrico. El agente Giménez, el padre de Stefani, cuenta que Gloria lo llamó por teléfono tras aquella audiencia judicial. “Ando mal, estoy muy cansada, la verdad es que estoy podrida de tantos problemas, te juro que hay días que me dan ganas de matarme…”, le dijo.

Giménez le respondió que se dejara de embromar, que tenía dos hijos chicos que seguir criando.

Unos días después les cortaron el agua, por falta de pago, dice Miguel, el hermano de Gloria. “Ella quiso renovar el préstamo en el Banco República para pagar, pero no pudo”.

Pocos días después, la mañana del 20 de mayo, los inspectores de UTE volvieron a la casita de la calle Bernardo Guzmán y tomaron fotos de la nueva conexión ilegal a la electricidad. “Gloria pensó que la iban a procesar con prisión”, dice Arballo. Si eso ocurría, ya no podría seguir siendo policía.

Unas horas después, Ariel Arballo escuchó el balazo cuando entraba a su casa.

La carta que dejó Gloria decía:

“Perdoname Arielito ya no doy más, que no te echen la culpa, el problema soy yo. Que me perdone la Estefi que le arruiné el cumple, al Marqui que se porte bien, cuidalo, no lo dejes en banda. Te corresponde parte de la casa mientras vivas y no traigas a la puta a vivir acá. A la María y a la Mili un besote, y a mis hermanos también y al Ángel y Matías (sus sobrinos) que perdonen mi cobardía de ser segunda mamá. Te amo y los amo a todos, sólo espero que me perdonen: me cansé de luchar contra el viento. No te enojes por ser yo tan cobarde. Yo sé que vos me amás. Y pedile a Dios que me perdone y me lleve al cielo, no creo haber sido tan mala. No dejes que todo se venga abajo. Cuidá lo que hicimos. Hasta luego”.

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La prensa le dedicó poco espacio al suicidio de la policía “G.E.C.M.”. Unos días después ya nadie habló del asunto.

Quizás habría valido la pena detenerse un segundo en esta historia.

Hoy los niños que viven debajo de la línea de pobreza, como vivieron Gloria y sus hermanos, son más del 50%.

El abuso sexual infantil crece año a año. “Cada vez hay más casos, aunque no sabemos por qué”, dijo la doctora Graciela Palomino, que integra la Comisión de Maltrato Infantil de la Sociedad de Pediatría del Uruguay. Otra integrante de la comisión definió la situación como una “epidemia oculta”.

En diciembre había 27.179 policías en Uruguay. La inmensa mayoría de ellos hace jornadas de trabajo de 12, 13, 14 horas diarias.

Muchos viven en asentamientos. Oficialmente, no se sabe cuántos son, pero Isabel Rodríguez, directora de la Caja Policial, puso un ejemplo: tras el temporal del 23 de agosto de 2005 un centenar de familias de policías se quedaron sin hogar porque el viento había derribado sus ranchos de cartón, chapa, bloques sin unir.

No hay cifras oficiales de cuántos policías viven bajo la línea de pobreza, pero una comisión que asesoró al ministro del Interior antes de asumir el cargo, manejó que son el 90%.

“Los policías viven en una situación de sobreexplotación que recuerda a Los Mensú de Horacio Quiroga”, dice Álvaro Sosa, del Sindicato Policial. “Probablemente son los funcionarios públicos en peores condiciones. Muchos viven en asentamientos, en condiciones infrahumanas, porque no pueden pagar un alquiler. Duermen en las terminales de ómnibus y cenan un pancho, que es lo que se pueden pagar. Los índices de alcoholismo y divorcios en la policía son más altos que en cualquier otro sector del Uruguay. Y la cantidad de internaciones psiquiátricas son alarmantes”.

Gloria Cor no fue el único policía que se suicidó en 2006. Según un registro parcial que llevan las autoridades, antes hubo por lo menos otros dos casos y cinco intentos fallidos. En 2005 tres policías se suicidaron y otros diez lo intentaron. Pero el registro no es exhaustivo. El Sindicato Policial, por ejemplo, sabe de una policía se mató en Rivera agobiada por las deudas y su caso no figura en la estadística oficial.

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Miguel Cor, el hermano de Gloria, no pudo terminar de leer la carta que ella dejó. Su esposa había muerto de cáncer seis meses antes. Es él quien cuida hoy a S.y M., los dos hijos chicos de Gloria, junto a sus dos hijos. Para poder mantener a los cuatro niños día por medio, hace ocho horas en el 222. Esos días sale de su casa a las 6.45 de la mañana y vuelve a las 23.15.

María Elena, la hija mayor de Gloria, dice que todavía no asume que su madre haya muerto: “¿Por qué llegó a hacer esto, si siempre luchó contra todo?”

Tiene una hija de ocho meses. Vive junto a su pareja, su hija y otras cinco personas en una casita muy modesta lindera a un cantegril, frente a donde vivía Gloria. La casa está en obras: la están arreglando. El dinero viene de un hermano de su pareja, al que le va muy bien en su trabajo… en España.

María Elena está cursando primer año en el liceo nocturno. Lo hace porque quiere ser policía como su madre: “Yo quería trabajar junto a ella”.

El policía Héctor Giménez, que conoció a Gloria en el 222, lamenta la situación de S., la hija que tuvo con ella y hoy tiene 12 años. “Por un error mío, esa niña ahora tiene que crecer sin madre y sin un padre a su lado”. También lamenta no haber visto crecer a las dos hijas de su matrimonio. No está nunca en su casa y de golpe descubrió que la mayor, de 16 años, había dejado de ser una niña. “Un día me encontré con que en mi casa había otra mujer”.

Ariel Arballo, el esposo de Gloria, dice que perdió al amor de su vida. “Era una excelente persona, todos la querían, se hacía querer por todo el mundo”. Cree que la UTE se ensañó con él y su esposa, cuando al mismo tiempo hace la vista gorda con las decenas de viviendas “colgadas” del tendido eléctrico que hay en el cantegril de enfrente.

De camino al velorio de Gloria, su amiga Gloria Puricelli vio como esos vecinos colocaban una escalera, sin disimulo, y conectaban ilegalmente otra casa al tendido de UTE.

El padre y la madre de Gloria vinieron a Montevideo para el velorio de su hija. La madre llegó de Buenos Aires: familiares y amigos de Gloria la oyeron quejarse de las molestias y gastos que le provocó el viaje.

El padre de Gloria llegó de Lavalleja. Todos lo vieron, toda la noche, junto al cuerpo de su hija. “No se movió un segundo de al lado del cajón”, cuenta María Elena. Estuvo allí todo el tiempo. Le acariciaba la frente, la besaba. Le pedía que por favor lo perdonara.

Hubo un tiempo en que la fábrica fue el orgullo y el motor del pueblo: allí trabajaron casi cien personas. Hoy la fábrica no existe, el agua tónica es propiedad de Pepsi Cola (Pepsico Inc., NuevaYork) y en Paso de los Toros lo único que queda es un cartel despintado al borde de la carretera que tiene el logotipo del agua tónica y dice: «Aquí nació Paso de los Toros».

En 1924 Rómulo Mangini, un montevideano de 41 años y con estudios de química, que había llegado a la modesta ciudad para trabajar en el comercio de la familia de su esposa, instaló una pequeña fábrica de soda. Unos meses después la amplió y comenzó a industrializar el jabón Teru Teru, y en 1926 incorporó a su producción refrescos con gustos de frutas.

Pero aunque aún hoy en Paso de los Toros los viejos recuerdan el dulce sabor de la Manzanet, solo uno de aquellos productos sobrevivió y se hizo verdaderamente famoso.

Quien desafió -y ayudó- a Mangini a conseguirlo fue un inglés llegado al pueblo de la mano del ferrocarril. Se llamaba Jorge Jones y se dice que fue quien llevó el primer automóvil y la primer pelota de fútbol a la ciudad, que hoy tiene 15.000 habitantes. Era «un amante de la buena vida y exquisito bebedor», relata Pedro Armúa en su Historia de Paso de los Toros.

Por entonces, la tónica más consumida en Uruguay era la Bull Dog, importada de Inglaterra. Una de las tantas tardes en que Mangini y Jones coincidieron en el club 25 de Agosto, el inglés desafió al uruguayo: ¿por qué no fabricaba un agua tónica tan buena como la inglesa?

Mangini respondió que no sabía la fórmula y Jones le contestó que él conocía los ingredientes, pero no las proporciones. Allí mismo, Jones le dijo a Rómulo cuáles eran los componentes.

Pocos días después Mangini hizo su primer intento y se lo dio a probar al inglés.

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Así pasaron los meses, probando la fórmula uno, probando su sabor el otro. Para Mangini, un hombre de carácter fuerte, ex campeón de lucha grecorromana, aquello era un desafío.

El montevideano no era de los que se rendía fácil. Había ganado medallas como luchador, un deporte rudo que había moldeado su temple. Coraje no le faltaba: había participado incluso de una corrida de toros, antes de que fueran prohibidas en Uruguay. Conseguir la bebida perfecta era ahora el obstáculo que tenía frente a sus ojos.

Rómulo Mangini, abajo a la izquierda

Un folleto editado por Pepsi en 1992 -escrito por su ex funcionario Carlos Pijuán- relata que Mangini «se sumergió en una febril búsqueda de hierbas silvestres y frutas. Ninguna se salva de ser exprimida, diluida, mezclada. Agita, deja reposar, prepara fuego con leña, calienta el brebaje lo enfría, y con él concurre al club una y otra vez durante dos años».

Julio Monestier, un familiar de Mangini recientemente fallecido, cuenta en un escrito inédito que esos «largos meses de tanteos y experimentos tuvieran al fin su recompensa» el día que Jones sentenció: Esta es verdaderamente el agua tónica inglesa.

De tanto probar y probar fórmulas y licores diversos, Mangini había engordado. Su esposa lo retaba por ello y lo cachaba por ir tan seguido al baño, relató su nieto Marcelo Ceriani, de 33 años.

Don Rómulo se lo tomaba con humor. Años después le contó a uno de los camioneros que transportaban sus bebidas cómo habían sido aquellos días catando potajes imperfectos. «Un día el Viejo me dijo: ´me agarré unas cuantas cagaleras probando»‘, recuerda Roberto Paladino, que hoy tiene 62 años.

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Apenas Jones dio el visto bueno, Mangini comenzó a fabricar el agua tónica. Las fuentes no coinciden respecto a la fecha de inicio de la producción, se sabe que fue en los años 20. Su primer nombre fue «Príncipe de Gales». La calidad del paladar de Jones fue ratificada por el público: la nueva bebida fue un éxito en el pueblo. Luego su fama llegó a la vecina Durazno. Los pedidos crecieron de tal modo que pronto Mangini dejó de fabricar jabón y se concentró en las bebidas, sobre todo en la tónica. Con el paso del tiempo y viendo que el prestigio de su agua seguía creciendo, le cambió el nombre para homenajear al pueblo donde la había creado: Paso de los Toros.

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En la pizzería 18 de Julio, en Paso de los Toros, todavía conservan tres de aquellas primeras botellitas, que cada día eran más requeridas. En 1946 ya se vendían en la capital. «Mi padre le llevaba un camioncito chico por semana a un tal Sanguinetti que empezó a distribuir la tónica en Montevideo «, relató Paladino. Aquello del camioncito semanal «habrá durado seis meses» porque los montevideanos cada vez pedían más y hubo que multiplicar los envíos.

Pero el éxito comenzó a generarle un problema a Mangini: su fábrica no daba abasto y él carecía del capital necesario para ampliarla.

«Un día a Rómulo se le ocurrió ofrecerle a unos baristas grandes de Montevideo hacerse accionistas», continuó Paladino.

Mangini le propuso a Sanguinetti que lo ayudara a conseguir el apoyo de esos comerciantes. Pero -recordó Paladino- el distribuidor montevideano le respondió: «Con esas agüitas sucias no vas a hacer mucho».

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Consiguió los capitales en 1947. Dos acaudalados hombres de Durazno -Frank Marshall y Adolfo Caorsi- se asociaron con don Rómulo para fundar la Sociedad Anónima Agua Tónica Paso de los Toros. Además, se pusieron en venta acciones en el pueblo, a diez pesos cada una. «De inmediato se instaló en el viejo local una moderna máquina que aumentó en forma extraordinaria la producción», explica Armúa en su libro.

«En 1947 ya usábamos cuatro camiones para llevar el agua tónica a Montevideo y cada uno hacía tres viajes por semana. En verano -recuerda Paladino- no dábamos abasto. Yo llegué a hacer un viaje por día. Cada vez llevábamos más».

Mautone es uno de los pocos ex empleados de Mangini que sobrevive. Tiene 81 años, diez hijos, más de 60 nietos, ocho bisnietos y un hogar muy modesto ubicado donde la avenida 18 de Julio, la principal de Paso de los Toros, comienza a transformarse en campo. Cuando habla del agua tónica, los ojos le brillan. «Si usted estaba engripado o se sentía mal, se tomaba una y un Mejoral y ¡usted volaba!».

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Mangini solo confió su fórmula a su empleado de mayor confianza: Vignoly.

«Había un altillo donde se preparaba la esencia, pero solo subían él y Vignoly. Mi papá sabía hacer la Manzanet, que era tan rica, pero el agua tónica nunca supo», relató Raquel Torres que cuando niña se paseaba entre las máquinas de la fábrica porque su padre era uno de los empleados más antiguos.

Mautone recuerda que «cuando Vignoly terminaba de preparar un jarabe; le hacía una seña y el Viejo subía al altillo y probaba. El Viejo siempre tenía que dar el visto bueno».

Sin embargo, había un ingrediente que todos conocían: rayadura de cáscara de naranja. «Contrataban mujeres para rayar naranja. Las rayaban a mano, con rayadores parecidos a los de cocina. Usaban solo la cáscara y regalaban las naranjas peladas: todo el pueblo comía naranjas gratis», explicó Torres.

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Torres no tiene muy buen recuerdo de Mangini. «Tenía mal carácter. Cuando le pedían dinero decía: «Los pobres tienen que comer polenta y porotos»‘.

Para Mautone, Rómulo era un jefe duro pero noble: «Como todo el personal, pasé muchos malos ratos ahí, porque trabajé como 20 o 21 años y el Viejo, como todo patrón, tenía sus cosas. Pero cuando lo precisé, siempre estuvo puesto».

«¿Sabe cuál era el sistema que tenía para retarnos?», pregunta sentado en una de las dos únicas sillas de su pieza. «Cuando se enojaba empezaba a bajar la escalera, y a medida que se acercaba iba apagando todas las máquinas. Cada paso que se acercaba, más silencio se hacía. Cuando había apagado todo, ahí nos empezaba a retar. Nos gritaba, pero nadie le contestaba. ¡Quién le iba a contestar! Si pesaba como 200 kilos y había sido campeón de lucha grecorromana! Gritaba: ‘Si hay algún hijo de una gran puta que me quiera pelear ¡le pago para que me pelee!’ Era bravo, pero de buen corazón».

Mangini metía miedo cuando estaba furioso. Armúa, en su Historia de Paso de los Toros, relata que dos veces el industrial se batió con luchadores profesionales que llegaron al pueblo. La primera vez fue cuando recaló en la ciudad un forzudo que se hacía llamar Míster Aladar y lo desafió. El industrial respondió que ya estaba retirado y fuera de forma, pero el Míster insistió. Por fin, pelearon en el teatro de la ciudad. La segunda vez fue cuando apareció una mole de músculos que doblaba las barras de hierro y se las enroscaba en los brazos. Don Rómulo volvió a aceptar el desafío, esta vez en un descampado y a solas. A pesar de estar retirado, Mangini logró empatar ambos duelos.

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El 17 de julio de 1948 el periódico isabelino La Idea homenajeó a Mangini y «a la consagrada y recomendada Agua Tónica, conocida y apreciada, no solo por su sabor exquisito sino también por sus condiciones medicinales».

«En honor a la verdad-se decía- es la única fábrica que funciona en esta villa, y que merced al esfuerzo incesante de su gestor y director-técnico, ha llegado a un grado de perfeccionamiento y actividad que ya no solo es conocida en este centro de la República, sí que también en el litoral, playas del Este y en la misma metrópoli»

José Pedro Álvarez, hoy de 66 años, recuerda que fue empleado por la fábrica en 1949: «Las máquinas no daban abasto, trabajábamos fuerte de día y de noche; en tres turnos de siete horas».

Precisamente tal era el crecimiento de la demanda en la metrópoli, que a principios de los años 50 Mangini y sus socios instalaron una segunda fábrica, en la avenida Millán, en Montevideo.

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«Un día llegaron a Paso de los Toros unos representantes de Pepsi Cola y comenzaron a ofrecer dinero por las acciones de la fábrica «, recuerda hoy Armúa. «Mucha gente las tenía olvidadas en los roperos. Fue un revuelo, todo el mundo buscando. Pepsi las pagaba muy bien y todos las vendieron locos de la vida».

Pepsi se dedicó, paso a paso, socio a socio, a conseguir la mayoría de la empresa y lo logró el 14 de febrero de 1955. Con la mayoría también consiguió la fórmula secreta.

Aquello fue duro para Mangini. «Demasiado pronto, el capital accionario del presidente quedó en minoría. El viejo luchador sintió hondamente que la empresa de toda su vida ya no era ‘su empresa’», escribió Monestier.

Poco después, el 19 de enero de 1957, Mangini murió.

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“Murió el Viejo y todo cambió», opinó Mautone. El ex empleado recordó que todas las bebidas «las hacíamos con agua corriente, pero la soda y la tónica se hacían con agua de un pozo que estaba en la misma fábrica. La tónica nunca fue la misma, porque el secreto era el agua de ese pozo. Ahora es agua dulce nomás».

Todos los que vieron la tónica de Mangini, concuerdan en que tenía reflejos azules.

«Era azulada. Uno la ponía a contraluz y veía el tornasol que formaba el aceite que llevaba, extraído de la cáscara de la naranja. La de antes le sacaba el dolor de estómago como si fuera un medicamento. Ahora es todo hecho en base a productos químicos. Nunca va a ser igual», dijo el ex empleado Álvarez.

Después de la muerte de Mangini, Pepsi cerró la fábrica de Paso de los Toros y la tónica fue fabricada solo en Montevideo. «Afortunadamente, el destino no quiso que él fuera testigo del desmantelamiento y la desaparición de la planta embotelladora isabelina, (…), drama al que la población local asistió con asombrosa pasividad y que constituyó una injusticia histórica para el creador del producto que ha paseado el nombre de Paso de los Toros por el mundo», escribió Monestier.

Pepsi insistía ante la familia de Mangini para que vendieran las acciones que aún permanecían en su poder. La viuda de Rómulo falleció en 1958. En 1961 la hija del matrimonio Mangini accedió a vender.

«Hoy yo no lo haría. Creo que mi madre lo hizo mal aconsejada y por todo lo que se le vino arriba de golpe, con la muerte de sus padres», dice hoy Marcelo Ceriani, 33 años, nieto de Mangini y funcionario del Sodre, el ente que controla las emisiones de radio y televisión del estado uruguayo.

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El local donde estuvo instalada fábrica todavía existe, frente a la estación de trenes de Paso de los Toros, en una calle rebautizada Rómulo Mangini aunque los carteles todavía no fueron cambiados y conservan el nombre anterior: Treinta y Tres.

En la fachada aún se lee «establecimiento industrial». Adentro todavía está el pozo de donde se extraía el agua de la tónica. Está sellado y -dice la leyenda- lleno de vidrio, arrojado cuando se cerró la fábrica. Sobre el techo aún cuelgan, inútiles, algunos de los caños por donde circularon los brebajes que inventaba el Viejo. También se conserva la puerta original de la cámara frigorífica.

Más allá de eso, de la fábrica no queda nada. La mitad del local es hoy un galpón semivacío; la otra mitad, una oficina pública.

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En Paso de los Toros no todos se resignan a que aquello se haya ido para siempre. «Se ha movilizado gente para que Pepsi Cola abra una fabrica acá, aunque sea chica, para que los que llegan y preguntan por el agua tónica tengan algo para ver. Pero no hay interés»; lamentó Gustavo Reisch, periodista local.

Los intentos son cíclicos. Ramón Anzalá era presidente del centro comercial cuando una delegación fue a hablar con Pepsi en 1982. Se les respondió que la empresa «tenía una dependencia prácticamente total de su casa central en Estados Unidos» y que allí ni se pensaba en reabrir la fábrica.

«Después que todo quedó descartado con Pepsi, iniciamos gestiones con gente vinculada a Coca Cola», continuó Anzalá. El grupo se había contactado con Vignoly y éste les había demostrado «con hechos fehacientes» que conocía la fórmula secreta. «Entonces le ofrecimos a la gente de Coca-Cola mejorar la Itú hasta darle el sabor de la Paso de los Toros. Pero ahí quebró la tablita del dólar y eso echó por tierra todos los intentos».

Hoy Vignoly también está muerto y «ya nadie sabe cómo hacer la tónica», sentencia Torres.

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La historia dio la razón al olfato empresarial de Pepsi. «El agua tónica Paso de los Toros es un fenómeno sorprendente, demostrado por su triunfo absoluto sobre las otras aguas tónicas contra las cuales compitió «, dice el folleto de Pijuán.

Paso de los Toros fue lanzada en Argentina en l964 y conquistó 95% del mercado, un guarismo impresionante si consideramos que su único y gran oponente (agua tónica Cunnington) contaba con un firme arraigo desde 1940», agrega.

En Uruguay su imposición es mayor aun. Según el departamento de marketing de la Pepsi local, Paso de los Toros acapara prácticamente el 100% del mercado de las tónicas.

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En Paso de los Toros existen emociones cruzadas respecto a la historia del agua tónica.

«Mangini pudo haberse hecho multimillonario, pero cometió el error de hacer una sociedad anónima «, dice Álvarez.

«La pena es que malvendió aquella fábrica, donde trabajaba tanta gente», dice Torres.

«Es un orgullo. Muchas veces no nos conocen como pueblo, pero nos conocen a través del agua tónica. Gracias a ella saben que existimos. Eso es muy importante. Lamentablemente no dejaron nada acá. En vez de adelantar al pueblo, lo atrasó «, resume Álvarez.

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Durante años, en casa de los descendientes de Mangini, no se mencionó a la Tónica, ni a la fábrica perdida ni a los millones que Pepsi gana con el invento de su padre y abuelo.

«No se hablaba mucho del tema para no ahondar el dolor de la vieja»; explica Roberto Ceriani, nieto de Mangini, de 32 años.

Nada quedó finalmente de la fábrica para la familia. El dinero que se obtuvo por la venta de las últimas acciones sirvió para hacer una casa y se acabó. «A partir de ahí siempre vivimos del salario de mi padre”, relata Marcelo, el hermano de Roberto.

Las pocas veces que «el manto de silencio » se quebraba, la hija de Mangini «solo pedía que ojalá se reconociera un día el mérito de su padre para que alguien en la familia pudiera aprovecharlo».

En cierto modo sus ruegos fueron escuchados. En los últimos años, Pepsi quiso demostrar su deuda de gratitud con dos hechos: en 1992 una nueva planta inaugurada en Colonia fue bautizada «Rómulo Mangini». Además, se ofreció a la familia que eligiera a uno de los nietos para ingresar a la empresa. Hoy Roberto trabaja en la planta que lleva el nombre de su abuelo.

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En la semipenumbra de su pieza Valentín Mautone quiere encontrar los certificados donde constan la cantidad de años trabajados en la fábrica, pero no recuerda dónde están.

Hay dos sifones azules apoyados sobre la vieja heladera. «Son de la fábrica. También tenía una botellita de tónica, pero se me cayó y se rompió».

Mautone recuerda cada detalle de la historia. «Así era la orden del viejo patrón: después de sacarle la cáscara a las naranjas; ocho a diez cajones se llevaban a las escuelas. También se le daba una bolsa a todo el que pedía. Y el resto se tiraba».

El barrio donde vive es pobre y su casa es una única pieza muy humilde. El piso de portland está cubierto de ramas que, a falta de leña, alimentan la estufa. Casi no hay muebles y una bicicleta sirve de perchero.

Cuando termina de contar su historia, Mautone sonríe contento pero, cuando se despide, sus ojos se llenan de lágrimas. Los recuerdos le han dejado un sabor dulce y a la vez amargo. Como el agua tónica.

Nada en Young recuerda que en esta pequeña ciudad de Uruguay, hace un año, ocurrió una tragedia que por grotesca fue noticia en el mundo. Nada recuerda que ocho personas murieron cuando un programa de televisión «solidario» convocó al pueblo a remolcar una locomotora en apoyo del hospital local. Donde ocurrió la masacre el 17 de marzo de 2006 no hay flores que recuerden a los muertos. La gente pasa por allí como si nunca hubiera sucedido nada. En todo Young no hay ni siquiera un graffiti que mencione la tragedia. Es como si el pueblo hubiera decidido que nunca ocurrió.

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Young tiene 15.000 habitantes, teléfonos de cuatro cifras y una sola esquina con semáforo. Young –a la que llaman Yung- no es capital departamental, no es sede de ninguna fiesta de renombre y carece de atractivos turísticos. Quizás por eso fue tan impactante que la televisión nacional decidiera hacer un programa allí. La idea fue de Griselda Crevoisier, una administrativa del hospital de 51 años, que cada semana miraba en Canal 10 el programa Desafío al Corazón. En él, distintas instituciones eran conminadas a cumplir con una prueba insólita y recibían como premio el dinero donado por los televidentes, sensibilizados a través de la pantalla. En 2004 el hospital no tenía ambulancia. Crevoisier convenció al director de entonces de participar en Desafío y así poder comprar una. Como ella conocía a uno de los dueños de Canal 10, logró que el hospital fuera anotado en la lista de espera del programa. Hoy Crevoisier no cree haberse equivocado. Casi todo lo que hay en el hospital, explica, fue conseguido gracias a donaciones que han suplido el aporte siempre insuficiente del Estado. Celia González, otra funcionaria, cuenta una historia ocurrida años atrás: un día hubo una emergencia y a la ambulancia le faltaba un neumático. El director del hospital no sabía qué hacer. Entonces, contra los reglamentos, llamaron por teléfono a radio Young y pidieron por favor una cubierta. En pocos minutos consiguieron cuatro. Así se hicieron siempre las cosas.

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Cómo a los creativos de Desafío al Corazón –Ernesto Depauli, de 38 años, y Fernando Seriani, de 30-, se les ocurrió que la gente remolcara una locomotora se explica en el expediente judicial de la tragedia. Dos años después de la gestión realizada por Crevoisier, al hospital de Young le llegó el turno de participar en Desafío. Depauli y Seriani visitaron el pueblo en febrero de 2006 y se reunieron con el nuevo director del hospital, Juan Pablo Apollonia, y su comisión de apoyo. Los locales sugirieron realizar una prueba con caballos, pero eso no convenció a los capitalinos. Depauli y Seriani recorrieron Young y, al ver las vías del ferrocarril, se inspiraron. De regreso en Montevideo, Depauli le envió un mail a Apollonia: «Te mando el desafío que pensamos (…): un grupo de personas de Young deberá arrastrar un convoy formado por un vagón de tren, un camión y un tractor, con los motores apagados, una distancia de por lo menos 56 metros, utilizando una cuerda o similar. Es importante que sea un vagón de pasajeros porque es mucho más vistoso. Cuantas más personas haya, mejor, cuanto más larga sea la cuerda, mejor. Si pueden conseguir una locomotora, mucho mejor». ***

Young hierve en verano. Los tanques de agua se recalientan tanto que, en el hotel, incluso de la canilla fría sale un líquido que quema. La ciudad nació alrededor de una estación de tren, en una de las zonas agrícolas más ricas del país. El intenso movimiento de carga dio origen al pueblo, en medio del campo. «Acá no tenemos río, ni nada parecido. En otros lugares la gente sale a caminar por la costanera. Acá se mira mucha televisión», dice Ricardo Fontana, empleado del canal de cable local. Uno de los programas más vistos en Young era Desafío al Corazón. Alba Lemes, 68 años y herida en la tragedia, cuenta: «Todos lo mirábamos. Es tan lindo». Lemes habla en su pequeño living, con el televisor encendido. Participar en Desafío le costó siete costillas fracturadas, el omóplato partido en tres, el peroné quebrado, una fisura en el tobillo, lesiones en el hígado y 300 centímetros cúbicos de sangre del pulmón. Estuvo a punto de morir y aún le duele, pero dice que volvería a hacerlo todo de nuevo. Jonathan Muñoz, que tenía 14 años cuando la televisión visitó el pueblo, tampoco se perdía Desafío al Corazón. «Siempre lo mirábamos», relata su madre, Ivanna Gómez, en la puerta de su mísero rancho de madera. «Jonathan se ponía muy contento cuanto se cumplía una meta». Ivanna es fuerte. Sólo al recordar lo bien que Jonathan jugaba al fútbol, y que unos días antes del programa lo había contratado San Lorenzo, el campeón local, las lágrimas asoman a sus ojos.

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Cuando Apollonia, el director del hospital, recibió el mail en el que los creativos del programa le proponían remolcar un tren, un camión y un tractor, respondió en otro mensaje: «Nos parece una muy buena idea». En ese mail, Apollonia le sugirió al canal que sería mejor tirar de una locomotora y dos vagones. El canal aceptó. El director cambió también el objetivo del «desafío»: había reparado tres viejas ambulancias y ahora quería dotar de calefacción al hospital. Necesitaba 30.000 dólares. «El frío en invierno es terrible», cuenta. «Compré estufas eléctricas, pero se rompían porque no están hechas para estar prendidas todo el día». Apollonia es enfermero. Fue designado director del hospital por el Frente Amplio, la coalición izquierdista que gobierna Uruguay desde 2005. Admite que la calefacción debería se provista por el Estado, pero no culpa a la actual administración. «Los gobiernos anteriores dejaron caer los hospitales. Las cosas no pueden cambiar de un día para otro y yo no puedo esperar a que el Estado tenga plata». Cuando se le hace ver que una cosa es recaudar fondos para un hospital haciendo sorteos y otra es que la gente tire de una locomotora en la televisión, Apollonia lo acepta. «La idea fue de la anterior comisión de apoyo. Cuando llegó la propuesta, yo tenía que decidir… y me enganché».

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La noticia entusiasmó porque combinaba dos pasiones de Young: la televisión y el hospital. «Hay una identificación muy fuerte con el hospital», explica Apollonia. «Hasta hace pocos años, cuando abrió un sanatorio privado, aquí todos nacían y morían en él. El programa iba a permitir demostrar el cariño que se le tiene». Yolanda Faccio, a quien la locomotora le arrancó un brazo, se sintió feliz al enterarse. «Yo miraba el programa siempre. ¡Y que emoción cuándo dijeron que venían a Young!». Faccio sonríe mientras levanta la manga izquierda de su blusa para mostrar su muñón. Una vez aceptado el «desafío», Canal 10 se desentendió de toda la organización. Por norma, el canal sólo graba las pruebas, pone los conductores y vende la publicidad. Los televidentes, conmovidos por los «desafíos», son los que llaman por teléfono para donar el dinero. Organizar, conseguir lo necesario para cumplir con el reto, solventar los gastos, todo corre por cuenta de la institución necesitada. Son las reglas de la televisión «solidaria». Lo primero que hicieron Apollonia y la comisión de apoyo fue gestionar una locomotora ante el Ministerio de Transporte y AFE, la ferroviaria estatal. La consiguieron, sin demasiadas preguntas ni condiciones. También eligieron a la profesora de educación física Adriana Borba, de 44 años, para dirigir la «cinchada», como se llama en Uruguay al acto de remolcar un objeto con cuerdas. Como Borba no sabía cuánta gente se necesitaba para arrastrar un tren, propuso llamar al pueblo vecino de Algorta porque allí, una vez en una fiesta popular, habían remolcado siete vagones. La llamada la hizo Gustavo Meyer, secretario de la Junta de Young, el gobierno local, pero no permitió aclarar nada. Interrogado por el juez, Meyer afirmó: «La secretaria de aquella junta no tenía mucho conocimiento, no sabía cuántas personas habían cinchado (…) No pudimos saber eso». Borba dio otra versión en el juzgado. Dijo que de esa llamada concluyó que se necesitaban 60 personas para tirar de la locomotora. Para obtener 80 voluntarios (los titulares y 20 suplentes) invitó a empresas e instituciones locales. Los bomberos, por ejemplo, comprometieron diez «cinchadores». El número exacto de personas necesarias para remolcar el tren nunca quedó del todo claro. No hubo cálculos científicos ni ensayos. El pastor Gustavo Muñíz, un religioso luterano que se entusiasmó con el «desafío», llegó a creer que se requerían «por lo menos mil personas», relata hoy Marina, su esposa. Mientras tanto, Apollonia y los integrantes de la comisión se entrevistaron con el comisario Julio Sosa, jefe policial del pueblo. Hay dos versiones opuestas sobre la reunión: según Apollonia, el comisario aseguró que se encargaría de la seguridad del «desafío». Según Sosa, él sólo aceptó controlar el «orden público» pero no la seguridad de la prueba televisiva. Un integrante de la comisión de apoyo que participó de la reunión le dijo al juez que Sosa advirtió que, como mucho, podía aportar ocho agentes. Apollonia y Sosa acordaron, eso sí, que un grupo de desempleados, integrantes de un plan laboral de emergencia que reciben del Estado el equivalente a 112 dólares por mes a cambio de trabajos poco calificados, ayudarían a controlar la seguridad.

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Nada fue tan publicitado en Young. Los escolares pintaron decenas de carteles. Se pusieron pasacalles en las principales esquinas. Se avisó en la prensa del pueblo. Los organizadores fueron entrevistados en cada programa periodístico local. Se abrió una página en internet para que participaran los younguenses emigrados. Y, con la melodía de un viejo aviso televisivo de salchichas, se compuso un jingle que se irradió una y otra vez con altoparlantes: «No se quede en casa / Ni en la oficina / Venga usted y la vecina / Venga usted y la vecina / Vengan todos y todos juntos lucharemos / Y la meta cumpliremos». La constante apelación a la palabra «todos» hizo que muchos creyeran que cuánta más gente «cinchara» del tren, mejor. Pese a su imprecisión, la campaña publicitaria fue un éxito a la hora de generar expectativa. Cuando llegó el día, el entusiasmo era enorme. En la calle algunos se saludaban diciendo «todo por el hospital»; esperaban que por fin llegara la hora. Yolanda Faccio estaba segura: ella tiraría del tren. Ramón Bacino, que trabajaba en una hacienda fuera del pueblo, le anunció a su esposa que viajaría especialmente para ayudar al hospital. Yamila Racouky, de 15 años, quería estar ahí. «Era algo nuevo, acá nunca pasan cosas así», dice. Yamila pensó en invitar a la «cinchada» a Jonathan, su compañero de liceo, el chico que jugaba bien al fútbol. El pastor Muñíz también se despertó ilusionado y le preguntó a Marina, su esposa: -¿Qué hago? Si puedo cinchar del tren, ¿cincho? -Sí, claro, mi amor. Si eso es lo que querés.

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La locomotora llegó a Young a las 13 horas del 17 de marzo, una hora y media antes de la hora fijada para grabar la «cinchada». Recién al ver con sus propios ojos esa gigantesca mole de 56.000 kilos algunos organizadores tuvieron una idea más certera del «desafío» que habían aceptado. Eduardo Quintana, un miembro de la comisión de apoyo al hospital, le dijo a María Emma Reggio, otra integrante: «¡Pah, está gorda esta muchacha! Me parece que no la vamos a poder mover». La locomotora trajo dos vagones y cuatro empleados ferroviarios: administrativo, inspector, conductor y ayudante. Ellos no habían recibido ninguna instrucción especial de la compañía. El de mayor rango era el administrativo Héctor Parentini y su superior no le había explicado nada. «Sólo me dijo que viniera a Young a ponerme a las órdenes de los organizadores del hospital», le contó al juez. Los ferroviarios dejaron la máquina en una de las tres vías que pasan frente a la estación, la que corre pegada al andén. Nadie ha podido explicar por qué se eligió esa vía, un detalle clave en la tragedia. No se hizo ningún ensayo del «desafío». Mientras la estación se llenaba de gente enfervorizada, la profesora de gimnasia Adriana Borba tuvo un breve diálogo con el ferroviario Parentini sobre cómo comenzaría la prueba. Borba le dijo a que a las 14.30 le ordenaría sacar el freno de la locomotora, pero no le dijo cómo lo haría y él no le preguntó. Parentini debía dar, a su vez, la orden a sus compañeros, que permanecerían en la cabina y manejarían el freno. Más o menos a esa hora, el equipo de Desafío al Corazón llegó a Young. Pensaban ir a almorzar, pero se quedaron en la estación. «Vimos tanto movimiento, tanta buena onda que decidimos quedarnos a filmar», le dijo al juez Fernando Seriani, uno de los creativos del programa. «Había una euforia indescriptible, lo que vimos en Young nunca lo habíamos visto».

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Yamila Racouky, la compañera de liceo de Jonathan Muñoz, no quería perderse eso por nada del mundo. Young no ofrece mucha diversión para los jóvenes. «Vamos al ciber, al baile, nos sentamos en la vereda a tomar mate. No hay mucho que hacer». Para peor, las últimas salidas habían terminado en peleas entre sus amigos «planchas» (adolescentes pobres y reacios al estudio y al trabajo) y los «conchetos» (adolescentes ricos). «Acá están muy marcadas las clases sociales, es horrible», dice Yamila. Cuenta que sus amigos «planchas» salen «y como no tienen plata para emborracharse, empiezan a apedrear las casas, a insultar a la gente…». Luego vienen las riñas. Yamila tiene sus uñas cortas pintadas de rosa. Aquella tarde pasó a buscar a Jonathan para ir a la «cinchada». Jonathan era pobre pero no «plancha». «Era muy sociable, le encantaba la gente». En el rancho de madera donde vivía, Jonathan le dijo a Yamila que su padre no quería que fuera al «desafío». Pero ella insistió y Jonathan le mintió a su padre: le pondrían falta en el liceo si no iba. Su padre le creyó. En la estación los chicos se encontraron con multitud enfervorizada. Estaban todos los escolares, sus compañeros de liceo, el pueblo entero. Desde los altoparlantes sonaba a todo volumen, una y otra vez, el pegadizo jingle: todos juntos lucharemos, todos juntos lucharemos. Por sobre la música, Ariel Pérez, un periodista local, y otros dos comunicadores del pueblo animaban la fiesta. Subida al tren estaba Paola Bianco, estrella de la tele, conductora de Desafío al Corazón. Jonathan se entusiasmó y le dijo a su amiga que él tiraría de la locomotora. Yamila le recordó que en el liceo les habían advertido que sólo los adultos podían, pero Jonathan no la escuchó. Yamila también vio a muchos de sus amigos «planchas» frente a la máquina, buscando un sitio para «cinchar». «Uno de ellos dijo: ‘cuando empiece, me voy a tirar debajo de las ruedas, así me muero de una vez’». Yamila le pidió a Jonathan que se quedara, pero no hubo caso.

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Adriana Borba, la profesora de gimnasia, le contó al juez de su vasta experiencia en conducir eventos sociales exitosos. Organizó, por ejemplo, el certamen Reina de la Piscina ante 500 personas. Pero esta vez las cosas no salieron tan bien. Había comenzado a llover. La multitud reunida era gigantesca y no se veía ningún policía. El cordón humano que debía separar al público de las vías estaba formado sólo por los desempleados del plan asistencial del gobierno y nadie les hacía caso. Tampoco se respetaban las cintas amarillas colocadas para que la gente no se acercara al borde del andén. «Había gente que se les paraba arriba para que otros pasaran. Yo los vi», cuenta María Emma Reggio, integrante de la comisión de apoyo. Una multitud se apiñaba al borde mismo del andén y cientos de personas estaban en la vía, delante la locomotora. Borba, que había previsto que cuatro cuerdas bastarían para los 60 tiradores, hizo atar otras dos. A las 14.10 convocó a los «cinchadores» a una charla para explicarles cómo debían tirar del tren, pero sólo 20 fueron a escucharla. Ella había calculado que, para no ser atropellados, todos debían ubicarse a más de diez metros de la locomotora. Pero según Francisco Lafourcade, que participó de esa reunión, ese dato no les fue comunicado. «En ningún momento se nos explicó a cuántos metros de la locomotora debíamos estar», le dijo al juez. «No nos dijo cómo iba a dar la orden, pero sí que íbamos a empezar a las dos y media». Borba también les advirtió que si uno caía, los otros tenían que levantarlo rápido. Por seguridad, la profesora quería que los bomberos fueran los «cinchadores» más cercanos a la locomotora, pero ellos entendieron lo contrario y se ubicaron en la punta de las sogas, los más alejados de la máquina. El jingle sonaba a todo volumen, los escolares cantaban, los animadores decían que Young podía, la gente aplaudía. Pasadas las 14, Seriani, uno de los productores de Desafío al Corazón, llamó a sus compañeros a Montevideo. Quería que escucharan el bullicio, le dijo al juez: «Era hermoso el ruido».

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María López, empleada de comercio, se emocionó en la estación. Pensó: «Este pueblo es muy individualista, pero acá estamos todos juntos para ayudar al hospital». Casi todos en Young se definen como solidarios e individualistas al mismo tiempo. Y en la estación se notó: muchos querían ayudar al hospital y decidieron «cinchar», aunque sabían que no debían. Pasadas las 14.10, cientos de personas buscaban tomar un pedacito de cuerda y así poder participar de la «cinchada», ayudar al hospital, salir en la tele, demostrarle a todo Uruguay que Young existe. El entusiasmo era indescriptible. Los que estaban frente a la máquina llamaban a sus amigos que permanecían en el andén para que bajaran a tirar. Adriana Borba revive hoy la desesperación que comenzó a ganarla en esos momentos. «Todos manotearon las cuerdas. No estaba previsto. Eran las ganas de ayudar, de decir yo estoy, yo estuve, yo tiré. Les pedí que salieran y nadie me hizo caso. Me pasaron por arriba». Selva Carballo, de 57 años, no había pensado participar, pero allí le vinieron ganas. «Todo era una fiesta, y como nadie me dijo nada y como veía que otros lo hacían yo fui a cinchar y le dije a unas conocidas: vengan, vengan». Alba Lemes, la mujer de 68 años que se partió siete costillas, el peroné y el omóplato en tres, bajó a las vías y tomó una de las cuerdas junto con su amiga Silvia Porcal. Se sentía feliz. «Era tanta la euforia, la algarabía». Lemes todavía recuerda cuando Jonathan se acercó y les dijo: «Señoras, ¿no me dejan agarrar la cuerda acá?».

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Algunos percibieron que las cosas no iban del todo bien. El ferroviario Héctor Parentini advirtió a los organizadores que existía un desnivel peligroso en el piso, bajo los durmientes y contra el andén, donde se iba a realizar el «desafío». Apollonia, el director del hospital, llamó a la comisaría para protestar por la ausencia de policías. Susana Estigarribia, otra profesora de educación física, sacó de las vías a varios chicos y a un adulto que quería tirar del tren con una niña en brazos. Sin embargo, nadie propuso detener la prueba. «Había gente que decía ‘esto va a terminar mal’, pero la inmensa mayoría de los que estábamos viviendo esa fiesta no nos queríamos dar cuenta», lamenta Ariel Pérez, el periodista local que animaba de la jornada. En las vías, tomando las cuerdas frente a la locomotora, había ancianos, enfermos, rengos, mujeres con tacos, chicos en hawaianas. A Eliseo Silva, de 57 años, que tenía un by pass, una amiga le dijo «vos no podés tirar», pero él no hizo caso y se quedó allí con su esposa. En total, unas 400 personas estaban listas para remolcar el tren. Faltaban quince minutos para la hora fijada, las 14.30. Pero muchos ya estaban «cinchando». El pastor Muñíz le decía a la gente a su alrededor: «no tiren, no tiren, todavía falta», y no le hacían caso. Las cuerdas estaban tensas, pero la locomotora no se movía porque tenía el freno puesto. «Ojalá caiga una lluvia muy fuerte para que cinchen sólo los que tienen que cinchar», pidió el pastor. Pero el cielo no lo escuchó.

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Quién y cómo debía dar la orden para comenzar la prueba es el punto clave del caso judicial. Los funcionarios de Canal 10 dijeron que la orden la darían ellos. El director del hospital, Apollonia, sostuvo que hizo alquilar el mejor equipo de audio de Young para que todo el mundo escuchara la orden. La profesora Borba dijo que ella iba a impartir la orden con un megáfono y una señal a Parentini, que iba a estar sobre la locomotora. Parentini, el ferroviario que debía indicarle al conductor cuándo sacar el freno, no estaba arriba de la máquina, sino abajo, entre la multitud enloquecida. Él esperaba la orden de Borba, pero no sabía cómo se la iba a dar. Parentini miraba a Borba, que iba y venía entre la muchedumbre enfervorizada. Borba intentaba sacar de las vías a los no que debían tirar. Se había juntado tanta gente que, en lugar de diez metros entre los «cinchadores» y la locomotora, apenas había dos. «¡Suelten la cuerda», gritaba, pero nadie le hacía caso. Faltando unos doce minutos para la hora fijada, decidió ir a buscar el megáfono, que tenía una colega. Quería avisar a todos que la prueba así no comenzaría. No se le ocurrió recurrir al poderoso equipo de audio que seguía atronando el jingle (¡todos juntos lucharemos!) y el aliento de los conductores (¡vamos que podemos!). Por fin Borba encontró el megáfono. Eran las 14.20. La profesora gesticula mucho cuando cuenta su historia. Es posible que en aquel momento de nerviosismo también gesticulara. Ella jura que no hizo ninguna seña, pero Parentini dice que sí, que toda la gente empezó a gritar «¡Vamos!» y que entonces vio a Borba hacer la señal que estaba esperando. Faltaban diez minutos, pero el ferroviario dice que a él nadie le dijo la hora exacta en que comenzaría la prueba. «Estaba toda la gente tirando y era un grito unísono ‘vamos, vamos’ y todos tiraban. Primero fue el grito y luego la señora me levanta la mano», dijo Parentini en el juzgado. «¿Qué más se podía esperar? Yo interpreté que la señora me daba el o.k.» Entonces le dijo al maquinista que sacara el freno.

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La locomotora arrancó. Borba dijo: «la puta que lo parió, ¿quién dio la orden?». La gente del canal prendió las cámaras. El conductor Ariel Pérez, dudó un instante. Sabía que no era la hora fijada, pero no quiso arruinar el momento así que gritó, según quedó registrado en un video aficionado: «¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos que se puede! ¡Sí, sí, sí!». La alegría duró poco. Cuando Pérez pronunció su quinto «vamos», ya había ocurrido todo lo que tenía que ocurrir. Tanta gente tiró de las cuerdas que la máquina arrancó a una velocidad impensada. Los rieles mojados potenciaron el efecto. Los que estaban demasiado cerca debían correr para que la locomotora no los alcanzara; había niños, viejos, gente en sandalias. El desnivel que había marcado Parentini fue una trampa mortal. Allí resbaló y cayó una mujer que tiraba de la soga más cercana al andén. Fue el fin de la fiesta: los que venían detrás empezaron a caer, uno arriba del otro. La máquina se acercaba y ellos no podían salir de la vías porque el andén les impedía rodar o tirarse al costado. «Corríamos, pero alguien se cayó y no nos dio tiempo a nada», dice la abuela Lemes. «La locomotora era una plumita y cuando nos quisimos acordar fue horrible», recuerda Selva Carballo. Unos fueron aplastados por el gentío, otros destrozados por la máquina. «Una multitud cayó encima mío», recuerda Silvia Porcal. «Yo sentía que la columna se me quebraba y las costillas se me clavaban en los pulmones. Era un dolor horrible. Sentía también como el tren iba chupando gente. Yo gritaba ¡auxilio, auxilio! Pensaba que me estaba muriendo. No tenía aire. La conciencia se me iba. Me prendí a la tierra para que el tren no me chupara, el cuerpo se me retorcía…» A Yolanda Faccio la embistió la locomotora. «Vi que se me venía encima, venía más rápido de lo que yo podía avanzar, me caí y me levanté sin el brazo», relató en el juzgado. Parada en el andén Yamila Racouky, la amiga de Jonathan, vio cómo de golpe todo quedó en silencio. Vio a una mujer sin un brazo y una amiga que estaba con ella, sobrina de Yolanda Faccio, empezó a llorar.

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Ariel Pérez, el animador, quedó mudo. «Vi salir a una persona caminando sin un brazo, no me olvido más. Al rato vino alguien y me dijo: ‘Un desastre lo que hicieron. Hay gente muerta ahí abajo’». Pensó que le tomaban el pelo, pero no. Había muertos, sangre, pedazos de cuerpo. El pastor Muñíz había muerto. Eliseo Silva, el hombre que quiso tirar a pesar de tener un by pass, había fallecido de un infarto al ver como la máquina mataba a su esposa. Ramón Bacino, que había venido especialmente a «cinchar» por el hospital, había muerto. También el ex comisario Elbio Recoba, de 77 años, y Selva Real, de 56. A Jonathan Muñoz la locomotora lo había abierto al medio. Había heridos graves como Faccio, Porcal, Lemes, Carballo y una anciana irreconocible por las laceraciones sufridas. Panchito Portela, de 14 años, que jugaba al fútbol con Jonathan, no soltaba el cuerpo de su amigo. Cuando sonó su celular y su madre le preguntó dónde estaba, él respondió: «Mamá, estoy al lado de Jonathan y la gente está loca. Dicen que está muerto y está sólo dormido». Mientras algunos alejaban a los niños, el rescate era caótico. No había camillas ni ambulancia. Alguien consiguió unas tablas y, sobre ellas, los heridos fueron llevados al hospital por el cual se había hecho el Desafío al Corazón.

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Néstor Díaz es dueño de una inmobiliaria frente a la estación. Pensaba cerrar a las 14.30 para ir a la «cinchada», pero no le dieron tiempo. A las 14.20 empezó a llegar gente llorando y pidiendo agua para los heridos. «Me puse nervioso por mi esposa y mi hija, que estaban allí. Por mi madre no, con casi 80 años, ¡qué me iba a imaginar!». La mujer y la hija de Díaz estaban bien, pero su madre era la anciana irreconocible por las heridas. Agonizante, Ramona Gallay logró balbucear su nombre y así supieron quien era. Ni bien Díaz llegó al hospital supo que había pasado algo muy malo: «todo el mundo lloraba, hasta las enfermeras lloraban, la situación las había superado totalmente». La madre de Jonathan también estaba ahí. Había ido a donar sangre para los heridos y le informaron que su hijo había muerto. Díaz no encontró a su madre. «La habían trasladado porque estaba muy grave. El tren le había abierto el cráneo, le había borrado la cara, le había destrozado todo un lado del cuerpo». Ramona Gallay, de 79 años, murió dos días después. Fue la octava víctima fatal del Desafío al Corazón.

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Canal 10 dio la primicia. Apollonia, el director de hospital, dijo en la pantalla que lo ocurrido era fruto del «entusiasmo que se contagia cuando estamos todos juntos por un esfuerzo común». El juez de Young, Mario Suárez, afirmó: «fue un accidente». El 18 de marzo seis víctimas del Desafío fueron enterradas en Young. Canal 10 llevó allí a todos sus famosos y muchos en el pueblo aprovecharon para pedir autógrafos. En el cementerio, el sacerdote Fernando Pigurina, principal de la Iglesia católica local, dijo que todo había ocurrido «por un exceso de amor, no le busquemos más vueltas. La gente quiso dar tanto que dio todo». Una monja definió a los muertos como «mártires de la solidaridad». Ese fin de semana, un vecino rico donó los 30.000 dólares que el hospital necesitaba. El 2 de abril Canal 10 emitió un programa llamado Todos por Young. Los televidentes donaron 100.000 dólares: las familias de los muertos y heridos graves recibieron unos 7.000 dólares cada una. El municipio le dio un empleo al padre de Jonathan, que era desocupado. Psicólogos de Montevideo llegaron para atender a la población, que estaba en shock. Apollonia, Borba, los integrantes de la comisión de apoyo al hospital, todos estaban entre la gente más querida del pueblo, al igual que muchos de los muertos. Comenzó a ganar terreno la versión dada por la televisión y por el sacerdote Pigurina: no había culpables. En la prensa y en especial en la televisión, la tragedia pronto perdió espacio. Durante algunas semanas, Canal 10 no se pronunció sobre la suerte que correría Desafío al Corazón. Ya tenían grabado otro programa, en apoyo del hospital de la ciudad de Tacuarembó. En él un «mentalista» manejaba un auto con los ojos vendados entre gente sentada en la calle. También partía de un machetazo una sandía en la cabeza de un voluntario. El 21 de marzo, los fieles de una iglesia evangélica de Young oraron para que Desafío no fuera sacado del aire. El programa volvió el 25 de abril, aunque nunca se emitió el capítulo grabado en Tacuarembó.

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En el juzgado del pueblo se inició la investigación penal de la tragedia. Pero al revés de lo habitual en estos casos, en Young hubo una cruzada para que no se hiciera justicia. La encabezó Silvia Sosa, de 46 años, viuda de Ramón Bacino, muerto en el Desafío. Sosa visitó a cada familia alcanzada por la tragedia y les pidió que firmaran una carta para que la Justicia abandonara el caso. Sosa lleva una gran cruz en el pecho. Dice que superó lo que le tocó vivir gracias a la fuerza de Dios y muchos amigos. «Quedate tranquila que Ramón estaba feliz cinchando», le han dicho algunos que estuvieron allí. -¿Por qué hizo la carta? -Acá no hay culpables. Nadie tiene que ir preso, porque en todo caso todos tendrían que ir. Si alguien iba preso, iba a ser muy triste. Los involucrados son gente muy querida. ¿Yo me iba a sentir mejor si iban presos? No, me iba a sentir peor. Ramón nunca volverá. -¿Nunca piensa por qué ocurrió la tragedia? -Sólo una vez, el mismo día. Después me mentalicé para no hacer ningún drama. Hace 25 años que soy catequista, no puedo echar por tierra todo en lo que yo creo. Sé que Ramón está bien, murió por otros, para salvar vidas. Siento tristeza, pero una gran paz interior. No podemos vivir buscando culpables. Sucedió, se terminó. Los padres de Jonathan firmaron. «Fue un accidente. No se puede culpar a nadie, porque fuimos todos culpables», dice la madre, que ni siquiera estuvo en la «cinchada». «El padre Pigurina fue el portavoz de la comunidad. No vamos a hacerle juicio a nadie. Acá siempre se necesita del hospital y Canal 10 quiso ayudarnos, ¿cómo vamos a hacerles algo así? Y por más plata, a mi hijo no me lo van a devolver». También firmaron la familia de Ramona Gallay y la mayoría de los heridos, como Faccio, la mujer que perdió su brazo. El juez Suárez jura que nunca recibió un pedido así en su vida.

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La carta promovida por Silvia Sosa no fue firmada por los hijos del matrimonio Silva, la familia del ex comisario Recoba, la viuda del pastor Muñíz, ni por Silvia Porcal, una herida grave. Ella sabe lo difícil que es sostener en Young una verdad distinta a la oficial. El 23 de marzo su esposo Pablo Benítez y la abogada Jacqueline Portela anunciaron una demanda civil contra los organizadores por el daño que ella había sufrido. Porcal, que trabajaba como empleada doméstica, se quebró tres vértebras lumbares, dos costillas y tuvo fracturas expuestas de tibia y peroné. Estuvo cuatro meses enyesada de pies a cabeza. Pasó el peor día de su vida cuando la pusieron en un aparato llamado «la cruz de Cristo» para enyesarla. Aún no puede trabajar. La noticia provocó una ola de repudio en Young. «No querés al hospital», le decían a Benítez. «A vos nadie te obligó a cinchar», acusaban a Porcal. Una radio local los criticó con saña y el asunto terminó sólo cuando Porcal llamó a la emisora desde el sanatorio en el que estaba internada y dijo que no haría ningún reclamo. Benítez, un obrero metalúrgico, está indignado. «Si yo hubiera provocado una tragedia así, estaba preso en una tarde. ¡Que no hay culpables! Es fácil hablar, pero Silvia no va a poder trabajar más». Silvia Porcal, de 38 años, cuenta que pasó de trabajar todo el día a estar en la casa de sol a sol. «Estoy despierta a las dos, tres de la mañana y el accidente me vuelve: siento el ruido, el dolor. Me miro mucho al espejo: hay veces que pienso ‘estoy toda vieja, rota, quebrada: ya no sirvo para nada’». La abogada Portela aún les aconseja demandar y ellos lo creen posible. «¿Dónde estaba la policía?», dice Benítez. «¿Cómo dejaron tirar del tren a un nene de 14 años? Dicen que los muertos fueron ‘mártires de la solidaridad’ ¡Cómo van a ser mártires! ¿Fueron ahí a morir? No, fueron a colaborar y encontraron la muerte por la desorganización. Hubo negligencia… ¿nadie va a hacer un mea culpa?»

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«Tu madre es una hija de puta», le dicen a Panchito en la escuela. Panchito es el chico que lloraba al lado del cuerpo de Jonathan. Su madre es la abogada Portela. «Me siento vapuleada. Es triste ver que la gente que uno conoce es tan ignorante», dice la abogada. Cree que en Young nadie dice lo que piensa porque la Iglesia es poderosa y hay mucho miedo. «El cura Pigurina realizó una campaña a favor de quienes organizaron el evento. Obvió las leyes y le lavó el cerebro a los younguenses. Hizo reuniones en las que se decía que hay que olvidar. Pero no puede ir contra el derecho de las personas que deben ser reparadas por un evento que les cercenó las vidas». Portela critica a Canal 10 por proponer un desafío tan inútil como riesgoso y a los organizadores por realizarlo sin la mínima seguridad. Según ella, haber creado esa mezcla de fervor incontrolable y desinformación provocó la catástrofe: «El jingle fue tan irradiado que hoy los niños lo siguen cantando. La gente creía que todos tenían que ir a cinchar. El jingle lo repetía todo el día: tiremos todos, tiremos todos».

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Apollonia, el director del hospital, dice tener la conciencia en paz. Mientras toma mate, sostiene: «Una comisión de apoyo de un hospital de un pueblo chico no tiene más remedio que hacer las cosas artesanalmente. Todo lo que estaba a nuestro alcance, se hizo. Hubo un entusiasmo colectivo ingobernable, sin explicación racional». A la profesora Borba no le molesta pasar por el lugar de la tragedia. Piensa que preverla hubiera sido como anticipar el atentado contra las Torres Gemelas. «Todavía no puedo encontrar una explicación lógica. Actuaron por sentimientos. La gente estaba totalmente eufórica. Era una gran fiesta. Creo que sí hubiera habido más gente cuidando, también los hubiesen pasado por arriba». El mea culpa que quiere Benítez no existe. Apollonia sigue siendo el director del hospital. Sosa, el jefe de policía del pueblo. Borba dirige el sindicato municipal. Los miembros de la comisión de apoyo al hospital son los mismos. Los que tuvieron la idea de remolcar una locomotora siguen en Canal 10, pensando nuevos éxitos.

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El cura Pigurina fuma en pipa. Mientras una veterinaria atiende a su perro basset, dice que tiene ideas opuestas sobre programas como Desafío al Corazón: no deberían existir, pero si no existieran ¿quién atendería demandas como la del hospital de Young? Sabe que la televisión exacerbó el entusiasmo del pueblo: «Era una forma de decirle al Uruguay: ¡acá están los younguenses!». Y cree que, de un modo aciago, ese objetivo se cumplió, que hoy los uruguayos –incluso el mundo- ven con respeto y admiración a Young por su reacción ante la tragedia, por «haber conservado la unidad, no culpar gente, defender que fue un accidente, estar de acuerdo en que a los que participaron y a los que murieron los animaba la buena intención». Cuando se le pregunta si aún cree que todo pasó por «exceso de amor», responde: «No sé si hoy usaría la misma expresión, pero sí hay mucho amor por el hospital. Ese amor en exceso provocó el desastre organizativo que disparó la tragedia». El sacerdote admite que no es fácil que alguien en Young se atreva a pedir responsabilidades, cuando la mayoría exige lo contrario. «Se cerraron filas en torno a una interpretación y zafar de ella es muy difícil. Hay una presión interna, que no es violenta, pero es muy fuerte».

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En Uruguay los jueces no pueden encausar a quienes no son acusados por los fiscales, que dependen del Poder Ejecutivo. La fiscal Silvia Blanc sólo pidió procesar al ferroviario Parentini, el único implicado que no vive en Young. El día que Parentini fue llamado al Juzgado de Young para oír su suerte, 400 personas se reunieron allí para reclamar que nadie fuera preso. Llevaban carteles que decían «somos todos culpables». Estaban los padres de Jonathan, Yolanda Faccio sin su brazo y los otros firmantes de la carta. En su sentencia, el juez Suárez afirmó que es evidente que Parentini no fue el único responsable de la tragedia. Por eso lo procesó, pero sin prisión. Quiso evitar la injusticia de que uno solo pagara en la cárcel lo que muchos provocaron. «Había dos o tres responsables más», dice hoy. Como sea, nadie fue preso. En Young hubo una caravana de festejo.

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Dos hijos del ex comisario Recoba que viven en Montevideo son los únicos que hoy acusan a los promotores del «desafío» en la justicia civil, culpándolos por la muerte de su padre. Gustavo Salle, su abogado, ha dicho que Canal 10 y varias oficinas estatales son responsables. También que «la convocatoria se hizo para un fin que, en definitiva, es esencial del Estado, que no cumple» y que en Uruguay «existe una verdadera involución cultural, educativa, intelectual que también explica la tragedia de Young». En la pequeña ciudad insisten en lo contrario. Ana Portela, periodista local y abanderada del «no hay culpables», porfía que todo ocurrió por ser un pueblo tan bueno. «De tan solidarios que somos, no nos dimos cuenta que era una barbaridad lo que íbamos a hacer».

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Ramón Díaz llora cuando recuerda a su madre, la anciana de 79 que el tren desfiguró. Sabe que hubo errores de organización, pero no quiere pensar en eso: «Prefiero proteger la vida familiar, trato de olvidar». Díaz trabajó más de 20 años en otras comisiones de apoyo. Una vez una horda le arrebató los juguetes que repartía durante un beneficio infantil. «La gente se atropella, pierde la compostura. El día de la tragedia había gente muy acelerada, querían salir en televisión. Había muchos jóvenes que no tienen nada que perder, esos que pelean todas las noches sólo para hacerse notar…Y muy poca guardia policial. Los organizadores se quedaron cortos, pero no fue adrede. Los que participaron se sienten culpables y yo también. Con mi experiencia pude haber ayudado».

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Ariel Pérez, el animador que gritó «Vamos, vamos» cuando el tren arrancó, ahora trabaja en Montevideo. Muchas veces allí escuchó que la gente, al ver el video de la tragedia y oír sus gritos, comenta: «A ese tipo hay que matarlo». «Mi trabajo era ése», explica. «Si hay culpables somos los 3.000 o 4.000 que estábamos ahí. Todos vimos que eso estaba mal hecho: cinchar una locomotora con los rieles mojados, con niños… era una prueba hecha por el hospital y ni siquiera había una ambulancia. Todos lo vieron: las autoridades, la gente del Canal 10 y nadie reaccionó. Yo lo vi y no me di cuenta. Yo fui uno de los que estuvo en la gran masacre que hicimos, y me duele». El dolor no deja vivir a Ruben Muñoz, el padre de Jonathan. «No lo puedo aguantar», le dijo a un diario. En su rancho se apilan los ladrillos que compró para levantar una casita con el dinero que le dieron. Yamila Racouky cuenta que la tragedia cambió a sus amigos: uno se está construyendo una casita, otro se puso a trabajar, ella quiere irse a estudiar a Montevideo. Marina Rodríguez, la viuda del pastor Muñíz, una argentina de 34 años, pensó en irse, pero se quedó. «Fue doloroso, pero a mis hijas Young les habla de su papá y Buenos Aires no». Llora cuando cuenta que suele ir a la estación a «hablar» con su esposo. No firmó la carta pidiendo el archivo del caso. «Estoy de acuerdo con que nadie vaya preso, es agregar dolor al dolor. Pero es importante que la Justicia coloque las cosas en su lugar». Silvia Sosa, la mujer que lideró la cruzada para que la Justicia abandonara el caso, está satisfecha con lo que hizo. «Sólo quiero que esto pase de una vez. Al accidente lo trato de minimizar: ya lo minimicé todo lo que pude y voy a tratar de que desaparezca». Yolanda Faccio tampoco quiere recordar. Tras la tragedia, siguió mirando Desafío al Corazón. Su sueño es recibir un brazo ortopédico que sustituya al que le arrancó la locomotora, y con él ir a Montevideo y aparecer, esta vez sí, en la pantalla de Canal 10.

El inventor Armando Regusci está parado en medio de la tormenta, con la mirada fija, perdida en uno de los ventanales de un bar del centro de Montevideo. Es una tarde horrible: llueve y sopla un viento helado. Es raro que alguien prefiera estar a la intemperie con ese clima. Pero él, que tiene 68 años, permanece en medio de la tormenta, apenas protegido por el toldo de un café, muy concentrado en algún pensamiento.

A sus espaldas, bajo la lluvia, desfilan cientos de autos, ómnibus, camiones y motos. Es un paisaje sucio y ruidoso que padecen, sin poder evitarlo, los habitantes de todas las ciudades del mundo. Tan sólo en Montevideo circulan 350.000 vehículos movidos a petróleo, una puesta en escena que cuesta millones de dólares y recalienta al planeta, una ecuación que amenaza la supervivencia de la humanidad y que Regusci promete abolir para siempre con su gran idea: el motor a aire. A aire comprimido.

Resgusci ya ha patentado varios de estos motores. El último, el más desarrollado, lo registró en Uruguay en febrero pasado. Tiene ahora hasta febrero de 2009 para extender la patente al resto del mundo. El principio es sencillo, Regusci lo explica así: “Un pistón conectado a un eje de tal forma que cuando le inyectamos un gas a presión este empuja el pistón, el cual está unido a una cadena que hace girar una rueda libre”.

“Estaba pensando en el motor –dice en el primer encuentro, en la vereda del bar–. ¡Y se me acaba de ocurrir una idea muy buena!” Apenas se sienta a una de las mesas del café, Regusci saca de su mochila, papel, lápiz y goma de borrar y dibuja con entusiasmo: pistones, válvulas electromagnéticas, cremalleras y piñones. “Yo me duermo y me despierto pensando en mi motor”, dice.

Lo que se le acaba de ocurrir es un mecanismo de “doble cremallera” que aprovecha mejor la energía que le llega al pistón y mueve su motor. En el dibujo, parece sencillo. Pero la pasión no le permite ver que sus explicaciones exceden en mucho los pobres conocimientos de mecánica de un periodista.

El entusiasmo tampoco puede evitar las preguntas. En un mundo donde el petróleo manda, ¿acaso alguien cree que los automóviles podrán funcionar un día usando algo tan gratuito y puro como el aire? ¿Algún empresario querría invertir su fortuna en ello? ¿Regusci no estará loco?

Esta tarde él sólo parece un hombre común y corriente. No luce como un académico prestigioso: su ropa es informal, de marcas no reconocidas y de colores que no combinaban: camisa entre rojo y violeta, buzo marrón, campera azul, pantalón gris y zapatos marrones. No lleva un maletín sino una mochila como las que usan los estudiantes. No tiene una laptop sino un cuaderno, donde lo anota todo.

Tampoco parece un genio loco. Su cabellera cana, todavía abundante, está peinada con prolijidad y no con el meticuloso descuido de un Einstein. Regusci ni siquiera vive en la capital del país, como se esperaría de un científico agobiado por la vida moderna, sino en la apacible Maldonado, a 150 kilómetros. Esa tarde llegó a Montevideo para reunirse con Aldo Lamorte, un arquitecto y poderoso empresario constructor que ha decidido financiar la fabricación industrial de automóviles movidos a aire comprimido. ¿Acaso Lamorte también estará loco?

El mundo contra Regusci

Armando Regusci ni siquiera es un ingeniero graduado en la universidad, por eso muchos desconfían de la seriedad de sus inventos. Apenas es mecánico y profesor de ciencias básicas. Hasta hace unos años también daba clases de tenis. Lo de inventor le viene de familia, pues dice que su tatarabuelo fue Alejandro Volta, el sabio que inventó la pila eléctrica.

Regusci patentó su primer invento en 1983: un auto que, según explica muy serio, funcionaba como los coches a fricción con que juegan los niños. Él lo bautizó Hidrosvol y su prototipo aún existe. El vehículo llevaba por debajo del chasis un disco de un metro y medio de diámetro llamado giróscopo, que era tensado por un motor eléctrico. La energía que liberaba el disco cuando se iba destensando impulsaba el automóvil, que no usaba nada de petróleo y sólo requería de una escasa cuota de electricidad para funcionar.

“Renault me dio cien mil dólares para hacer un prototipo. Formamos una sociedad anónima, en la que ellos tenían el 51%. Yo hice el prototipo y funcionó –recuerda Regusci–. Pero había que perfeccionarlo y ellos dijeron que no conseguían capitalistas interesados. Y como yo les había dado la mayoría de la sociedad anónima, ellos decidieron dejar el proyecto allí y yo nunca pude seguir adelante con ese auto”.

Inventar un prototipo eficiente de un vehículo que se mueva sin petróleo es muy difícil, pero conseguir los millones de dólares para se necesitan para transformar ese prototipo en un modelo posible de ser fabricado a escala industrial es aún más complicado. La industria automotriz, que vive del petróleo y para el petróleo, tampoco parece interesada en darle un giro radical a su rentable negocio. Sólo un fabricante, Toyota, espera terminar 2008 con una ganancia neta de 12.902 millones de dólares, una cifra comparable con el Producto Interno Bruto de todo un año de un país como Jamaica.

Regusci nunca ha tenido capital propio. “Hasta ahora nadie me ha dado bolilla –reflexiona– y los gobiernos y las grandes empresas están llevando al mundo a un crack espantoso”. Regusci cuenta sus idas y venidas con un poco de rabia. Lleva casi la mitad de su vida luchando para que sus automóviles que no necesitan gasolina lleguen al mercado, pero la pelea se ha revelado muy desigual. Es un combate contra la industria petrolera. En el mundo hay más de 600 millones de vehículos recorriendo las calles gracias a ese combustible. Reunidos en un solo lugar, ocuparían más espacio que todos los hombres del mundo juntos. Y el despegue económico de India y China está provocando un aumento explosivo en la cantidad de coches. Cada segundo, dos autos nuevos nacen en el mundo como bebés hambrientos de combustible.

Mientras tanto, las fuentes de petróleo se agotan. Y aun si el petróleo jamás se acabara, quemarlo para alimentar a tantos automóviles está recalentando al planeta. Los casquetes polares se derriten. El mar crece. La costa se inunda. Y Regusci está seguro de que es el mundo –y no él– quien ha perdido la razón.

Un mes después de que la Renault decidió cancelar el proyecto del Hidrosvol, a fines de los años 70, él diseñó su primer motor a aire comprimido. La diferencia con el primer modelo era notable. El Hidrosvol necesitaba un poco de electricidad para tensar su mecanismo y esa operación tardaba 30 minutos. Además, la energía cargada se perdía a los tres días, incluso si el coche no se usaba. El nuevo motor a aire comprimido no gasta prácticamente nada: la electricidad que se necesita para comprimir el aire es muy poca, y la operación no tarda más de un minuto. Además, la energía del aire comprimido no se pierde nunca.

El auto a aire comprimido representa una gran ventaja sobre el mucho más promocionado automóvil movido a hidrógeno. Regusci se enfurece cuando habla de ese competidor rico: “El auto a hidrógeno es inviable. El prototipo costó más de un millón y medio de dólares. El hidrógeno es tres veces más caro que el petróleo. Y destruye la capa de ozono”.

Desde su punto de vista, algunas fábricas de automóviles están haciendo estos prototipos para desalentar cualquier otro desarrollo, seguras de que el hidrógeno jamás podrá desplazar al petróleo dado su altísimo costo. La japonesa Honda presentó en 2008 un modelo de automóvil a hidrógeno, pero no lo sacará al mercado porque, si lo hiciera, su precio sería de un millón de dólares.

Regusci contra la adversidad

El inventor tiene una página de Internet, modesta y prolija. Allí hay una sección de videos en la que se pueden observar ocho filmaciones relacionadas con sus motores ecológicos que no usan petróleo. Hay algo inquietante en esa secuencia. El primer video, cuando Regusci prueba el Hidrosvol, es de 1978. La exhibición con un prototipo de auto a aire comprimido filmada por un canal de televisión es de 1992. Un video de Regusci recorriendo las calles de alguna ciudad uruguaya con un ciclomotor a aire comprimido es de 1993. La presentación del prototipo de una moto a aire comprimido está filmada en 1999. Otra moto en 2005. Un nuevo auto a aire comprimido en 2006. Lo inquietante es que los años pasan, a Regusci se lo ve cada vez más viejo y la humanidad sigue sin enterarse de que, si él tiene razón, todo el carísimo y sucio petróleo puede sustituirse con aire, limpio y gratis.

Maricler Silveira, la esposa del inventor, ha vivido todo ese desgastante proceso. Ella es asistente social, pero se ha desempeñado como piloto de pruebas de varios de los prototipos a aire comprimido. De hecho, desde que se casó con Regusci toda su vida ha girado alrededor de ese invento como si formaran un excéntrico triángulo de amor. Silveira recuerda que en dos ocasiones hasta vendieron su casa y todo lo que había en ella para viajar a Estados Unidos. “Armando creía que en un país tan industrializado se le iban a abrir todas las puertas –dice–. Gastamos la herencia de mi familia. No hubo persona, institución, gobierno, al que no hayamos golpeado la puerta. Muchas veces creyeron que Armando estaba loco. Todo ha tenido un costo moral, psicológico y económico muy grande para nuestra familia”. Lo cuenta con un hablar pausado, como tratando de que uno comprenda la magnitud de lo padecido. Sin embargo, no se arrepiente.

Durante 30 años todos le dijeron no a Regusci y a su motor de aire. La lista de puertas que golpeó y se le cerraron es larga e incluye al gobierno del Uruguay (nunca le dio ningún apoyo), al New York Times (no encontró interés periodístico en su invento), a Greenpeace (no vio la relación entre el motor a aire comprimido y la protección ambiental) y también a su propia familia (nunca puso un peso para apoyar sus inventos).

Regusci es hijo de una familia adinerada. Su padre fue dueño del mayor dique y astillero del Uruguay hasta 1974. Su familia materna, los Campomar, eran dueños de una de las mayores industrias textiles del país. De chico vivió en una mansión en el mejor barrio de Montevideo, veraneaba en la exclusiva Punta del Este, sus padres tenían yate y hasta avión privado. Sin embargo, él fue renunciando a esos privilegios para apostarlo todo a sus motores sin petróleo. Y en ese empecinado camino terminó siendo pobre, ganándose la vida como profesor de tenis (un deporte que aprendió en su juventud aristocrática) y de matemáticas, física y biología.

Muchas veces Maricler vio a su esposo abatido por tanta indiferencia, incluso le oyó decir: “Hasta aquí llegué”. Pero un día después él estaba de vuelta en su taller, trabajando con su motor y soñando con un transporte limpio y barato al alcance de todo el mundo. Porque Regusci asocia el triunfo de su motor con la llegada de un tiempo más justo: “Soy un hombre de ideas más bien socialistas. Y sé que mi invento puede sacar de la pobreza a millones. Eso es lo más desesperante de todo esto”.

Como buen socialista, donde la pasó peor fue en Estados Unidos, cuando en 2000 un profesor de la universidad de North Texas se interesó en sus inventos y lo invitó a trabajar allí.

Los Regusci vendieron todo, incluyendo su casa, y allá fueron. Pero la universidad de North Texas no le ofreció dar clases, ni ser su investigador, ni un sueldo o un puesto de trabajo. Ni siquiera lo ayudaron a conseguir los papeles de residencia. Apenas le dieron 500 dólares. Armando terminó cargando cajas en el depósito de una tienda de artículos de computación. Aun así, construyó un nuevo prototipo de su auto a aire comprimido para que lo examinaran los ingenieros y profesores tejanos. El prototipo funcionó, pero la universidad de North Texas, en Texas, el estado petrolero de Estados Unidos, detuvo allí el proyecto.

Tras ese nuevo fracaso y de regreso en Uruguay, Regusci decidió salir a recorrer las calles en una bicicleta impulsada a aire comprimido. Era su manera de reponerse, de divulgar su invento y, sobre todo, de encontrar gente dispuesta a comprar acciones de su compañía. “Tengo etapas depresivas, de mucha tristeza –dice Regusci–. Pero nunca me he rendido”. Miles de uruguayos vieron a este hombre de cabellera blanca recorriendo en bicicleta, solitario y lleno de energía, las avenidas de Montevideo. A veces también se detenía frente a la sede del gobierno municipal, enarbolaba carteles y pedía apoyo para su invento.

En cuanto a las autoridades, el plan de Regusci no funcionó. Hubiera sido raro que lo hiciera. La clase política uruguaya tiene un problema con la energía. El subsuelo del país nunca fue relevado a fondo en busca de petróleo y hoy Uruguay es, con Paraguay, el único país de América del Sur que no tiene siquiera un yacimiento. Todo el dinero que Uruguay obtiene con sus exportaciones de carne vacuna, la principal riqueza nacional, se gasta en importar petróleo. El Estado no usa ni fomenta el uso de energías alternativas. A principios del siglo XX, el presidente José Batlle y Ordóñez encomendó a una dependencia pública que desarrollara un combustible a alcohol. Nunca lo lograron, pero con el alcohol hicieron whisky. Hoy el Estado uruguayo debe ser el único del mundo que fabrica whisky oficial con el dinero de sus ciudadanos.

Pero la apuesta de Regusci fue un éxito de público. Cientos de personas se interesaron y compraron 5.000 acciones que Regusci vendía apenas a un dólar cada una. Hoy cada una vale cien dólares. “La gente de la calle fue la primera que nos apoyó”, recuerda Maricler, sin disimular su orgullo. Luego, con las noticias sobre el recalentamiento del planeta y el aumento del precio del petróleo, los periodistas también le prestaron atención. Y entonces, un día a mediados de 2007, el inventor Armando Regusci se enteró de que un empresario muy adinerado quería financiar su locura.

Aldo Lamorte, como se llama el mecenas, es sobre todo un inversionista y confía en el futuro comercial del motor a aire. “Esto no es un invento loco –dice–. El aire comprimido ya se usa para mover muchas máquinas, es algo muy estudiado. Lo que se trata es de adaptarlo al transporte”. Lamorte es dueño de uno de los hoteles más importantes de Montevideo y también presidente de la Unión Cívica, un pequeño partido político conservador. Él compró un terreno que el inventor convirtió en su taller y también contrató a un equipo de seis ingenieros y físicos para que apoyaran a Regusci. “Están haciendo el desarrollo teórico de lo que Armando ha hecho en forma práctica –explicó Lamorte–. Y han creado un software para el manejo de las válvulas del motor”. La tarea reduce la distancia que separa a los solitarios prototipos de Regusci de un modelo industrial. Porque por ahora los automóviles de aire no pasan de ser unos rústicos armazones de hierro con cuatro ruedas que logran el milagro futurista de rodar sin petróleo. Pero en cuanto a su aspecto y diseño se parecen mucho al troncomóvil de los Picapiedras. Al menos por ahora.

Tiempo después de la aparición de Lamorte, a fines de 2007, Regusci recibió un correo electrónico de un desconocido. El remitente era Nassir Arzamkhan, un millonario nacido en isla Mauricio pero radicado en los Emiratos Árabes, dueño de una fábrica de fertilizantes en Dubai, un hotel cinco estrellas en Chad, explotaciones agrícolas y fábricas de alimentos en Mozambique, que también es cónsul honorario de India en Chad. Unos meses después, la hoja de vida de ese extraño empresario incluía también intereses en una industria de automóviles a aire comprimido de Uruguay, la Regusci Air.

El triunfo de Regusci

Es el tercer encuentro con Regusci. Hoy el inventor luce muy elegante. No lleva campera ni mochila. Por el contrario, está vestido de traje y corbata, y una impecable gabardina como abrigo. Estamos en una coqueta sala del hotel de Lamorte. No somos muchos. Están Regusci, Lamorte y menos de diez pequeños accionistas de la Regusci Air, la compañía que promete cambiar el mundo. Hay alguien más, el centro de todas las miradas: Nassir Arzamkhan en persona.

Terminadas las presentaciones, Lamorte resume los avances realizados por los ingenieros y dice que en un par de meses se construirá un prototipo de ómnibus a aire comprimido. Arzamkhan habla en inglés, mientras un adolescente tímido y educado hace de intérprete: es el hijo de Regusci. “Esto es algo importante no sólo para Uruguay, sino también para todo el mundo. Por eso voy a dar toda la ayuda que me sea posible —dice el empresario–. No hay que perder tiempo, porque la humanidad necesita de este proyecto”. Llama a Regusci “my brother”.

Arzamkhan tiene 51 años. Mientras la reunión continúa, acepta salir afuera para que ser entrevistado. Nassir es pequeño y viste con discreción (zapatos negros, pantalón negro, camisa blanca con rayitas rosadas), pero habla con una enorme seguridad. Dice que siempre estuvo interesado en el medio ambiente y las energías renovables, y que fue navegando en Internet como supo de Armando Regusci y de Guy Nègre, un francés que también busca desarrollar un automóvil a aire comprimido aunque nunca ha mostrado un prototipo en funcionamiento. A Arzamkhan el proyecto de Regusci le pareció el más serio y, además, le gustó la idea de ayudar a alguien de otro país del sur y no del primer mundo.

¿Cuánto dinero está dispuesto a invertir en el motor a aire comprimido? «Lo que se necesite lo voy a dar», responde el millonario. ¿Cuándo estará funcionando el auto? «Rápido. El año que viene tiene que estar listo». «Es una necesidad urgente. Si no hacemos algo por el ambiente ya mismo, nuestros nietos pagarán por nuestros errores». ¿Por qué está interesado en el motor de Regusci? «Yo soy un hombre de negocios y esto es un negocio. Pero esto también es un desafío: quiero poner mi granito de arena en esta causa que es importante para toda la humanidad».

Unas semanas antes, Regusci se había preguntado en voz alta: «¿Será que Nassir es un mentiroso? ¿De verdad vendrá a Uruguay a apoyarme?» Tantas veces lo habían engañado que le costaba creer que la suerte, por fin, estaba de su lado. Entonces se enojó al repasar todos los años de frustraciones: «Los petroleros no quieren que esto salga. Pero yo no estoy mintiendo. ¡Yo puedo fabricar este auto!»

Le pregunto a Nassir Arzamkhan: ¿qué dirán sus amigos, los jeques petroleros de Dubai, de este motor que no usa petróleo? «En Dubai hay una enorme preocupación por el medio ambiente», responde y pasa una larga lista de emprendimientos ecológicos que financia el gobierno de los Emiratos Árabes, como el Sky Tower, un proyectado rascacielos de 300 metros de altura que aspira a ser alimentado por energías renovables.

Arzamkhan vuelve a la sala, donde la reunión todavía sigue. El pequeño grupo de inversores de la Regusci Air escucha a su líder. Salvo un hombre mayor, todos son jóvenes. Uno de ellos sugiere instalar un panel de energía solar en el techo del automóvil; así no tendría que usar ni siquiera un poco de electricidad. A Regusci le parece una buena idea. Viéndolo así, en el centro de ese lugar tan elegante y rodeado de sus seguidores, parece un profeta expandiendo un nuevo credo. El motor a aire comprimido sigue siendo el mismo que hace diez años. Pero ahora, en un hotel de lujo, con un empresario exitoso a un lado y un millonario de los Emiratos Árabes del otro, todo comienza a tener otro color. Ahora Regusci tiene dinero. Es posible que por fin empiece a tener la razón.