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El asesinato de un policía

Publicado: 31 octubre 2016 en Santiago Rey
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En octubre de 2015, el oficial ayudante Lucas Muñoz llegó a Bariloche con destino en la comisaría 42, del barrio 2 de Abril, en el Alto empobrecido de la ciudad. Tenía 29 años, estudiaba licenciatura en Seguridad Ciudadana en una universidad pública y hacía adicionales “para comprarse un autito”. Era muy familiero. Le gustaba tomar cerveza con sus amigos, jugar al fútbol, salir. El último verano conoció a su novia Daniela Rodio en el balneario patagónico de Las Grutas. Ella no vivía en Bariloche, pero lo visitaba seguido. Se había transformado en su confidente. A ella le contaba del temor que sentía por lo que veía: drogas y violencia, con la Policía involucrada. Con ella pasó la última noche y con ella estuvo minutos antes de que lo subieran al Corsa gris con el que lo secuestraron. Según declaró Daniela a la justicia, la noche anterior Lucas le pidió llorando que se fuera de Bariloche. Estaba asustado. Después de esa súplica permaneció 27 días desaparecido. El 10 de agosto su cuerpo fue encontrado en un descampado. Tenía un tiro en la nuca y otro en una pantorrila. Estaba con el uniforme puesto, con sus pertenencias, afeitado. Llevaba muerto pocas horas.

1

—Al final se pasó el día amasando.
—Mejor, así me entretengo y no pienso.

A las 5.30 todavía es de noche en Ramos Mexía, pero en la casa de los Muñoz ya están todos levantados. Preparan el viaje de parte de la familia a Viedma para otra marcha en reclamo de justicia. Además, me esperan. A esa hora llega el colectivo que partió desde Bariloche la noche previa.

“Listo, nosotros ya le tenemos lugar aka en nuestra casa nomás, no hay problema. Soy Alicia. Le dejo avisado al chico d la terminal, q lo lleve hasta mi casa”. Por mensajes de texto, quedó todo acordado. Pero no hizo falta que el chico de la terminal me lleve. Apenas bajo del micro dos policías se acercan para preguntarme quién era. Cuando el colectivo entra en Ramos Mexía a esa hora, los policías de turno van hacia la vieja casa que sirve como estación de ómnibus con “venta de pasajes, bar, café y mate”, como dice la vidriera. Controlan quién sube y, sobre todo, quién baja en el pueblo.

—Voy a lo de los Muñoz.
—Lo acompañamos —dicen.

Lucas es el tema excluyente de la charla durante la caminata de cuatro cuadras. “Claro que lo conocía”, “se crió con mi hermano”, “era buen chico”, explican.

En el interior de la casa de los Muñoz no hay nada inesperado. Un par de banderines de River; muchos muñequitos; cartas; fotos y, desde el 10 de agosto, carteles y pancartas con la imagen de Lucas y frases pidiendo justicia. En el resto de las repisas hay centenares de mates.

Alicia prepara dos. Uno para Pocho, el papá de Lucas y el otro para su hija Noelia. Los dos son los que salen para Viedma. Ciro, el perro, reclama caricias. Alicia habla para adentro las últimas palabras de cada frase. Las respira. “Se nos vino todo abajo”, dice, y abajo es abajo y es para adentro. Tres horas habla Alicia. Llora por momentos. La primera vez que lagrimea pido que ponga la pava sólo por distraerla.

—Todo abajo se nos vino —repite.

A lo largo de ese día, Alicia hablará más de cinco horas. Y amasará pan y como nueve pizzas.

—Al final, se pasó el día amasando.
—Mejor.

2

Al poco tiempo del comienzo de la investigación por la búsqueda de Lucas, se abrió un segundo expediente por entorpecimiento de las pesquisas. En él se encuentran involucrados más de una decena de policías. A cuatro los procesaron por desviar pistas, alterar el libro de actas de la Comisaría 42, allanar ilegalmente el hogar de Lucas, por abuso de autoridad y por comprar un celular con el número de Lucas a más de 550 kilómetros de Bariloche.

La investigación posterior demostró que se perdió un tiempo vital cuando Lucas desapareció. Los policías investigados estuvieron al frente de la búsqueda durante los primeros días. Por ese motivo debieron intervenir fuerzas federales. La Gendarmería y la Policía de Seguridad Aeroportuaria (PSA) quedaron a cargo de las diligencias ordenadas por la Justicia.

La inmovilización en la búsqueda incluyó involuntariamente a la familia de Lucas, a quienes la Policía de Bariloche le ofrecieron abogados. Cuando se dieron cuenta que era una trampa para no avanzar hacia la verdad, nombraron a Alejandro Pschunder y Karina Chueri como sus representantes legales. Con ellos llegó el impulso a la búsqueda y a la investigación.

El caso lo llevan el fiscal Guillermo Lista y el Juez de Instrucción Penal Bernardo Campana. En el expediente hay semiprueba de que el comisario Jorge Elizondo minimizó la desaparición de Lucas, que nunca activó las alertas de búsqueda y que, además, firmó el acta de la Comisaría 42 que mostraba -a pesar de que había sido adulterada, quince hojas fueron arrancadas y otras siete agregadas- que los oficiales Luis Irusta y Maximiliano Morales allanaron ilegalmente la casa de Lucas, revisaron sus papeles y fotografiaron con el celular la pantalla de su computadora. Se probó después que esa imagen fue recibida por el comisario David Paz, a cargo del área de Tránsito de la Policía en Bariloche, quien a su vez la envió al ex Segundo Jefe de la Regional III, comisario Manuel Poblete. Además de la casa de Lucas se habrían llevado anotaciones personales. También está acreditado que el sargento Néstor Meyreles, por orden del oficial Federico Valenzuela -según señaló el primero de ellos- compró un chip de celular con el número de Muñoz en la localidad de Catriel, a unos 560 kilómetros de Bariloche. Para hacer parecer que Lucas se había ido por su cuenta.

Todos los policías fueron desafectados de sus cargos. Una vez que esto sucedió, la Gendarmería y la PSA encabezaron allanamientos en un predio de la Policía Montada de Río Negro y en un complejo de cabañas del barrio Malvinas, sitios señalados por mensajes anónimos como posibles lugares donde Lucas estuvo secuestro. Las pruebas tomadas en ambos lugares están siendo analizados en Buenos Aires, a más de 1.500 kilómetros de distancia. A dos meses de la aparición del cuerpo, los resultados aún no son concluyentes.

“Demasiado tiempo sin saber nada”, dice la familia.

3

El tiempo pasa lento en Ramos Mexía. Después de las primeras tres horas de charla, Alicia muestra que tenía preparada una cama por si decidía pasar la noche allí. En la mesa de luz hay un cuadro con una foto de Lucas y su hermana menor, Rocío, mirando a cámara. Una selfie. A sus pies, la Biblia abierta en el Salmo 91.

— ¿Cree en Dios, Alicia?
—Sí, sí, somos católicos, todos somos católicos.
—¿Son de ir a la Iglesia?
—Yo cuando puedo, siempre que hay misa trato de ir. Mi marido no va, pero es católico. Sí, creemos en Dios. Siempre sabemos ir a Cayetano, todos los años. Ya llevamos 11 años yendo. Y este año…

El Salmo 91 a los pies de la selfie de Lucas y su novia es la oración del creyente que repite su certeza: Dios protege al que confía en él. Él te librará del lazo del cazador y del azote de la desgracia; te cubrirá con sus plumas y hallarás bajo sus alas un refugio.

—¿Este año no fueron a San Cayetano?
—No, ya no fuimos. Porque andábamos con las marchas.
—¿Hubieran ido?
—Sí, seguro que sí.

(Salmo 91. Dios protege al que confía en él)

—¿No se quiebra la fe cuando pasa algo así?
—A mí en un momento, sí. Sí. Yo siempre digo, soy católica, creo en Dios, pero pensaba, por qué, por qué me está pasando ésto…
—¿Y encontró respuesta?

Alicia piensa. Piensa y lagrimea. No demora su respuesta. “No. No, hasta ahora no encuentro respuesta…”

(Él te librará del lazo del cazador y del azote de la desgracia; te cubrirá con sus plumas y hallarás bajo sus alas un refugio…)

—Nosotros no somos malos, mi hijo no era una persona mala, todo el mundo nos quiere. Y nos tocó ésto y es muy feo…
(Él te librará…)

“Pienso, si siempre estoy pidiendo a Dios que estemos todos bien, yo pido mucho por mis hijos, mis hijos que están afuera”, dice Alicia.

“¿Por qué le pasó ésto? No sé si será el destino, pero de esta manera, así…Yo siempre decía, decía, porque ahora ya no digo, decía que la policía siempre está en peligro, porque con los delincuentes, los chorros… yo siempre le decía al hijo, cuidáte, a la noche, todos esos malandras… pero no, a mi hijo lo mató la Policía, eso es, eso es lo que… ellos mataron a mi hijo, que su misma gente lo mate, no puede ser….No puede ser”, dice.

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Alicia habla de Lucas en presente, como si estuviera allí. “¡Lucas Muñoz! ¡Presente!”, gritan en la plaza del Centro Cívico de Bariloche, las centenares de personas que marchan para exigir el esclarecimiento de su secuestro y asesinato. Pasaron pocas horas después de la aparición del cuerpo, y, como nunca hasta ahora, la marcha fue multitudinaria. Multitudinaria, embroncada, angustiada y buscando certezas en el señalamiento de los responsables. La propia Policía y el gobernador de Río Negro, Alberto Weretilneck, encabezan el listado de los señalados. La Justicia, un paso atrás. “¡Asesinos, asesinos!”, gritan centenares de familiares, amigos de Lucas y vecinos en la puerta de la Regional III de Policía cada vez que se reúnen ahí. La misma Regional III que ardió por la furia ciudadana seis años atrás -el 17 de junio de 2010-, luego de que efectivos de la fuerza mataran a tres jóvenes: Diego Bonefoi, Sergio Cárdenas y Nicolás Carrasco.

Sólo el primero de esos asesinatos fue esclarecido por la Justicia. Los otros dos aún son motivo de investigación, y aguardan ser elevados a juicio. El abogado defensor de los policías imputados y procesados por las muertes de Cárdenas y Carrasco, hace pocos meses fue nombrado Jefe de la Policía de Río Negro por el gobernador Weretilneck. Se trata de Mario Altuna, cuya gestión refuerza la idea de autogobierno que la Policía se reserva.

“¿Dónde está el Gobernador?”, gritaban en la Plaza pocas horas después de que fuera encontrado el cuerpo de Lucas. Ese 10 de agosto, a la mañana, Weretilneck inauguró en Bariloche un encuentro nacional de Tesorerías Generales. Hacía 27 días que Lucas había desaparecido. Cuando le soplaron al oído que apareció un cuerpo, un cuerpo uniformado, en un descampado, con un tiro en la nuca, decidió irse.

Antes, por un instante, recibió a los padres de Lucas Muñoz y les dijo: “No puedo hacer nada”, según contaron después. Y se fue. Tampoco estuvo unos días después cuando un cortejo doliente recorrió por la Ruta 23 los 443 kilómetros que separan Bariloche de Ramos Mexía. La lenta caravana paraba en cada pueblo y paraje de la Región Sur, la zona más pobre de Río Negro, para recibir el aliento y condolencias de los vecinos.

“Ni siquiera apareció el día del velorio”, dice Alicia. Ni Weretilneck, ni el Jefe de la Policía, ni el Ministro de Seguridad estuvieron.

En Ramos Mexía, diez casas de un plan provincial esperan ser entregadas. Están listas, pintadas de amarillo, y con los beneficiarios ya designados. Pero el Gobernador prefiere no ir. “Tiene miedo. De qué me pregunto yo. Lo único que haría es ir al acto con una foto de mi hijo y pedir Justicia”, explica Alicia.

 

Recién el 13 de septiembre, Weretilneck recibió a los familiares. Y les pidió perdón por sus ausencias. Una semana después de la aparición del cuerpo, el mandatario desplazó a siete policías -algunos de ellos jefes, responsables de la Unidad Regional y de la Comisaría donde Lucas cumplía funciones-. Además intervino la Regional III, y para atisbar una explicación al secuestro y asesinato habló de “internas policiales”, de “mafias”, de “pactos de silencio”.

El legislador barilochense del opositor Frente para la Victoria (FpV), Alejandro Ramos Mejía, le recordó que “tuvo que ocurrir esto para que se diera cuenta de que parte de la Policía de Bariloche está metida en hechos delictivos; y que las denuncias por vejaciones y malos tratos en las comisarías se acumulan por centenas”.

Más directo, el hermano de Lucas, Javier Muñoz, dijo que “Weretilneck es el Jefe político de la Policía. No se puede hacer el distraído. No puede mirar de afuera”.

Varios de los policías desplazados tienen denuncias, causas, y hasta existen semipruebas judiciales de su participación en anteriores hechos violentos como los asesinatos de junio de 2010, y la desaparición en el Valle Medio del trabajador salteño Daniel Solano.

Pero a pesar de esos antecedentes, seguían en funciones. Un ejemplo es el subcomisario Rodolfo Aballay, ahora apartado de la policía. Fue él quien buscó en la empresa de seguridad privada Prosegur los postigones de plomo utilizados en la represión policial de hace seis años, que terminó con los homicidios de Cárdenas y Carrasco. Ese aporte de balas intentó diluir la responsabilidad policial en el hecho, ya que de esa manera se dificultaba acreditar el uso de las postas de plomo que portaba cada uniformado. La maniobra está acreditada en el expediente judicial. Aballay continuaba activo y vivía, hasta hace pocas semanas, en el complejo de cabañas del barrio Malvinas, donde los perros adiestrados llegaron siguiendo el rastro de Lucas.

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A Ciro le gusta el auto. Una vez fue hasta El Bolsón. Durante los 600 kilómetros, el perro de raza indefinida, cuzco chiquito y simpático fue sin molestar, mirando por la ventanilla, hasta llegar al camping a la orilla de un río de la Cordillera, donde “no paró de correr”.

Benjamín o Pocho, el papá de Lucas, prepara los últimos detalles del viaje a Viedma. Esta vez, Ciro no irá. De las dos hijas que viven en Ramos Mexía, sólo Noelia con su panza de seis meses a cuestas se embarca ese jueves hacia la capital rionegrina para preparar la marcha en reclamo de Justicia. Además aprovechará el viaje para hacerse una ecografía, porque en Ramos Mexía no hay la aparatología necesaria.

Ya son seis los nietos de Alicia. Tres de Lucas, dos de Paola, uno de Javier. Ninguno vive en Ramos Mexía. Después, desde Viedma, Noelia la llamará para contarle que tendrá otra nieta. Si era varón se iba a llamar Lucas Nicolás.

Alicia tiene una “venta por día” desde hace “como diez años”. Recibe de Viedma, la capital rionegrina, mercadería, electrodomésticos, cosméticos y los vende de casa en casa. Pero desde la desaparición de Lucas no sale. “De a poco iré retomando el trabajo”, promete. Alicia también “costurea para afuera”. Le piden arreglos de ropa, de guardapolvos. “Eso le gusta”, dice.

Además cuida a Valentina, una nena de dos años, hija de una amiga que trabaja. Sentada en los sillones del living, unas semanas atrás, Valentina vio a Alicia en la tele. La vio llorando durante una de las tantas marchas por Lucas. “Alicia llora porque Ciro se portó mal”, dijo la nena.

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Alicia llora y es abrazable. ¿Toda madre que perdió a su hijo es abrazable?

—¿Y si se comprueba que Lucas andaba en algo raro?

Alicia lo niega: imposible, dice. Sin embargo es una posibilidad, aunque dos meses después de la aparición del cuerpo no hay un dato certero que sostenga esa teoría. A pesar de ello, el gobernador Weretilneck aprovechó cada off the record en Bariloche para insistir ante los periodistas en que Lucas “no era un santo”. Él y su ministro de Seguridad fueron los principales instigadores de la instalación de la hipótesis “Lucas delincuente”, que llegó a la tapa del diario local El Cordillerano y a varias páginas de Clarín.

El diario nacional publicó, en sucesivas notas, la teoría de que la víctima se habría quedado con unos 50 kilos de cocaína durante un operativo. Una semana después, sin que medie ninguna explicación salvo el cambio de información de las “fuentes”, Lucas pasó de narco en potencia a “fumar algún fasito” cada tanto y ser deudor de un dealer de pequeña escala. El mismo medio habló de movimientos extraordinarios en las cuentas bancarias del joven policía. Su hermano lo desmintió con datos certeros.

Las versiones cambiaron, pasaron y dejaron capas geológicas de sospechas. “Weretilneck quiere distraer la atención y su propia responsabilidad: el hecho de que en Bariloche funciona una banda capaz de tener 27 días secuestrado a un policía”, resume Javier.

—¿Y si se comprueba que Lucas…?

La pregunta cuesta, entre mate y pan casero, en Ramos Mexía. “Imposible”, dice Alicia y busca fotos en una caja. “No me dejaron ver el cuerpo. Para cuidarme, no me lo dejaron ver”, explica. “Me dijeron, mejor quedate con la imagen linda que tenés en las fotos”. Y allí busca. Fotos de Lucas con su hermano; con sus tres hermanas; con todos ellos; con ella, una Alicia más piba, ya madre; con Pocho, el padre ahora jubilado que fue 31 años ferroviario, encargado de la cuadrilla que arregla las vías del tren que cruza la estepa rionegrina y une la cordillera con el mar.

Busca fotos mientras la fotografío. Intuitivamente, entiende el juego que jugamos silenciosos. Bautismo; graduación; Lucas con una, dos, tres parejas; los tres hijos; una con Tomás, el amigo que compartía la pensión en Bariloche. “Si lo hubiese visto…sea como sea lo quería ver, ahora me quedé con el recuerdo de estas fotos, pero si lo hubiese visto, yo lo quería ver”. Alicia llora otra vez,  no hay fotos para ese llanto.

7

El 12 de agosto fue el cumpleaños 90 de la abuela paterna de Lucas. El 14 de julio, a las 22 horas, y por Facebook, la familia se enteró de la desaparición del joven de 29 años. Lucas no había llegado a su lugar de trabajo -la Comisaría 42 de Bariloche- a las 14, como estaba previsto. Pero recién ocho horas después, en Ramos Mexía, la familia entendió que algo malo pasaba. “Nadie nos dijo nada, ni sus mismos compañeros”.

Veintisiete días más tarde, a las tres de la tarde en Bariloche, un llamado advirtió a Javier sobre la aparición de un cuerpo. A su lado, Alicia lo miro intentando adivinar la noticia.

—Me di cuenta en seguida que algo pasaba.

Javier intentó disimular y salió hacia el descampado a la vera de la Ruta de Circunvalación, a unos 2 kilómetros del centro de Bariloche, para intentar reconocer el cuerpo. Pero no pudo verlo hasta la mañana siguiente. Fueron unas 16 horas con la certeza de que se trataba de Lucas, con dichos y confirmaciones de policías y abogados, pero sin poder ver el rostro de su hermano.

La zona donde plantaron el cuerpo, fue pisada y modificada primero y perimetrada después. La Policía rionegrina fue apartada del lugar por exigencia de los abogados de la familia. Llegaron los peritos y técnicos de las fuerzas federales. Esa maniobra llevó varias horas. Una fuerte tormenta de viento, lluvia e intenso frío, se desplomó sobre Bariloche. El cuerpo a la intemperie pasó la noche en el descampado a la espera de los peritos.

“Estaba ahí, pobrecito, bajo la lluvia”, se remuerde Alicia. Mientras el cuerpo de Lucas estaba bajo la lluvia a la espera de los peritos, cientos de barilochenses marchaban por las calles, gritaban “asesinos” frente a la Regional III de Policía.

Alicia no durmió esa noche. La lluvia siguió a la mañana siguiente cuando, finalmente, Javier pudo ver el cuerpo.

El cumpleaños 90 de la abuela iba a ser el acontecimiento familiar del año en Ramos Mexía. La fiesta se suspendió, a la abuela todavía no le cuentan porqué.

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Alicia busca mensajes en el grupo familiar de WhatsApp. “Amo a mis hijos!!!” es el estado de su cuenta, “Un hermano nunca olvida!!!”, el de Javier.

—Cuando jugaba River Lucas se mensajeaba con su papá-, dice Alicia. La comida casera, el otro motivo de los mensajes: “Esos guisos, me decía, esos guisos”, y Alicia le mandaba fotos de sus preparaciones.

A la quinta pava de mate, a media mañana, Alicia enfoca su dolor. “Somos pobres”, dice, y se explica a sí misma que lo que sufrió es consecuencia de esa condición. “No encuentro respuesta, no somos malos. Es muy feo. Es la misma gente, la misma policía, que también es pobre”.

Una de las tres radios que funcionan en Ramos Mexía repite, entre cumbia y cumbia, que al mediodía se pueden comprar las pizzas que preparó Romina, la más chica de los Muñoz. Ese dinero servirá para sostener el reclamo por el esclarecimiento del asesinato. Romina suma otra de sus especialidades para la venta: un lemon pie. Además, organiza rifas. Una canasta completa, el primer premio. Lo dice la radio, entre cumbia y cumbia.

“Siempre hemos salido solos adelante. Nos cuesta estar pidiendo. Nos ofrecen, pero nos da cosa. La gente del pueblo ayuda mucho. Así tendría que ser siempre. Unidos”, se emociona Alicia, y agrega unos troncos a la salamandra.

Más de la mitad de Ramos Mexía, pueblo de la fría estepa patagónica, no tiene gas natural, y “la leña es muy cara. Antes íbamos al campo y la sacábamos, ahora hay que comprarla”, describe Alicia.

El almanaque de una panadería le recuerda dos fechas: el cumpleaños de Lucas, el próximo 25 de enero; y el Día de la Madre. “Esas fechas se ponen bravas”, sufre por anticipado.

—Cuando lo estaban buscando, usted decía: “Yo sé que Lucas está vivo”, y se comprobó que era así, estaba vivo.
—Yo decía, que se pongan una mano en el corazón, porque también deben tener madre, y que lo dejen, y seguro me estaban viendo por la tele esos sinvergüenzas. Yo sentía que mi hijo estaba vivo. Yo estaba firme, firme, yo decía no me tengo que caer porque mi hijito va a aparecer, va a aparecer, pero nunca pensé que aparecería de esta manera. Yo tenía la esperanza de que mi hijo iba a aparecer vivo… estaba vivo cuando yo decía eso, pobrecito.

Alicia se recuerda alegre. “Charlaba con uno y otro. El cambio es tremendo, nos dio vuelta todo. Uno es grande y piensa que se va antes”, y se piensa para adelante, “ahora hay que tratar de volver a hacer lo mismo de antes, pero cuesta mucho. Yo vivía con la radio, música, pero ya no quiero. No tengo ganas de nada”.

Le amputaron la familia, en la Policía ya no cree, y de Dios duda.

—A lo mejor el tiempo…

9

Hace 54 años, Alicia nació en Pilcaniyeu, un pueblo a 50 kilómetros de Bariloche. Conoció Bariloche muchos años después, durante una visita con 23 familiares y amigos. Fueron desde Ramos Mexía en el mismo tren en el que trabajaba Pocho. Para la ocasión, preparó milanesas de guanaco, “una carne muy sana”. Milanesas para 23, que fueron comiendo a lo largo de los 443 kilómetros de vías por la estepa hasta llegar a la precordillera. 
A Bariloche, que detrás de la postal, oculta a más del 30 por ciento de su población bajo la línea de pobreza; un 12 por ciento en la indigencia; un 35 por ciento de sus habitantes sin gas natural; y un 10 por ciento que vive en “ranchos” o “casillas”, según el último censo de 2010.
 La postal es grande como sus maravillosos paisajes, y tapa, también, los tres femicidios cometidos durante 2016; el inicio, en esta ciudad, de los saqueos de diciembre de 2012; y que quiere cubrir, además, el secuestro y asesinato de un policía. El de Lucas.

Alicia volvió a Bariloche unos días después del 14 de julio de este año, día de la desaparición de su hijo. Inició el camino de regreso a Ramos Mexía con él “en un cajón”. Esta vez a bordo de uno de los tantos vehículos que participaron de la caravana que acompañó el cuerpo del policía. Pilcaniyeu, Comallo, Clemente Onelli, Ingeniero Jacobacci, Maquinchao, Aguada de Guerra, Los Menucos, Sierra Colorada, y finalmente Ramos Mexía. En cada uno de los pueblos, vecinos, policías de bajo rango, algún intendente, ningún funcionario provincial, salieron a despedir al oficial al que no conocían y a acompañar a la familia. “Teníamos que parar en todos los pueblitos, fue un acompañamiento impresionante”, cuenta Alicia.

Esos pueblitos, más los que le siguen hacia el este, conforman la Región Sur, o Línea Sur, el área que corre paralela al límite con la provincia de Chubut, y que conforma el sector más postergado económica y socialmente de Río Negro. Ramos Mexía es uno de los ejemplos.

El pueblo tiene un día, a principio de mes, que es el más agitado. Sucede cuando viene el Correo a pagar las jubilaciones y las asignaciones por hijo. Endomingados paisanos; municipio lleno; colas de treinta o cuarenta personas; una feria itinerante que se instala en la plaza principal, frente a la comuna, y vende ropa, dvds, zapatillas; almacenes que hacen su más importante recaudación vendiendo pan casero, fiambre y Manaos para atenuar la espera.

Las entre 1.500 y 2.000 personas que viven en Ramos se enorgullecen del “bajo”, un pequeño valle que, al otro lado de la Ruta 23, da algo de verde y una pequeña vertiente. Lo demás, es un polvo fino, una tierra entre gris rojiza que todo lo tapa.

—¿Fuiste al bajo?, ¿lo viste?, hay un mirador ahí —repiten todos ante el forastero.

Ramos Mexía tiene un importante porcentaje de calles asfaltadas en relación a su tamaño. Gran parte de las siete por cinco manzanas que conforman la ciudad están cercadas con pavimento aunque muchas sin cordón cuneta. Es un pueblo que vive de los puestos del Estado, del tren, de la economía informal, y de las chivas y ovejas que se crían en la zona rural.

Pocos árboles, casi ninguno, salvo en las dos plazas del pueblo. El resto, tierra y casas bajas, de ladrillo gris a la vista. Todos los almacenes, kioscos, Registro Civil, panaderías, tienen en sus vidrieras un cartel con la foto de Lucas. “Tu pueblo pide Justicia”, dicen algunos, “No olvidamos”, otros.

A la noche, Ramos Mexía es olor a humo de las cocinas y salamandras, y el ruido del loraje insistente.

“¿Viste el bajo?”. Cada uno de los vecinos del pueblo que se anima a la charla, termina la conversación recomendando “ver el bajo”.

Al bajo, finalmente, llego en auto, conducido por Romina, la menor de los Muñoz, y con Alicia como acompañante. Ahí, en el bajo, está también el cementerio. El lugar quedó chico. Una estructura con doce nichos fue construida fuera del perímetro original para poder alojar a los muertos del pueblo. “Se empezaron a morir uno por mes”, es la explicación.

La tumba de Lucas es de otro color. De un marrón claro que se diferencia del gris cemento del resto. Una cruz blanca en la base, y una casillita aún sin revocar que albergará fotos, flores y velas, completan la estructura. Lo demás, lo lógico de un cementerio de pueblo chico, desbordado. Tumbas en medio de los senderos, cruces de madera, flores marchitas, flores de plástico resistentes, un panteón modesto para alguna de las familias sobresalientes, una reja sin candado en la puerta principal y una reja abierta sobre un lateral.

Alicia pone sus manos sobre la cubierta marrón de la tumba de Lucas. Dice algo para adentro. Esta vez se persigna, pero no llora.

10

El tío de Lucas se llama Ceferino. Como Namuncurá, el beato al que la familia Muñoz venera, y por el cual peregrina hasta la localidad de Chimpay, todos los fines de agosto.

Ceferino, Muñoz, es ferroviario. Está reunido junto a otros trabajadores al costado de unos vagones abandonados, en las vías cercanas a la estación. Es la cuadrilla que tiene a su cargo el arreglo y mantenimiento de los rieles y durmientes del Tren Patagónico. Una zorra vieja, de unos 100 años, un sólo pistón, y sin techo, los lleva cada vez que salen a las vías. Este jueves no salieron porque el viento de frente no les permite avanzar. El único pistón no puede con él.

Trabajar en la cuadrilla significa apenas llegar a los ocho mil pesos por mes de sueldo. “Son bajísimos”, dice uno de ellos que lleva puesto un mameluco naranja. “Acá sos ferroviario o policía, no hay otra”, dice otro con un mameluco parecido.

Esos trabajadores, junto a Ceferino Muñoz, participaron del corte de la Ruta 23 con el que el pueblo de Ramos Mexía exigió la aparición de Lucas. Primos, hermanos, tíos, padres o hijos de los mismos manifestantes, con uniforme policial, intentaron disuadirlos. “Es un delito federal, vamos”, los invitaron a retirarse. “Ustedes son lo que deberían moverse para que aparezca”, les respondió un ferroviario de mameluco naranja. Y se quedaron todas las horas previstas de la protesta.

“Conocemos a los Muñoz. Acá todos nos conocemos, son buena gente, toda una vida de trabajo, de familia, para que les hagan ésto”, dice otro de mameluco naranja al pie del vagón.

Ferroviario o policía. El tren pasa dos veces por semana por Ramos Mexía, uno hacia el oeste con Bariloche como destino final, y el otro hacia el mar, Viedma, la capital, como última estación. Tanto los sueldos ferroviarios como los de los policías son igualmente de bajos.

Después de nueve meses de instrucción, un policía está listo para salir a trabajar, le dan un arma y está en la calle, se escucha argumentar como ventaja. Parte de la familia Muñoz es ferroviaria; otra, policía.

En la casa amplia de los Muñoz, construida de a poco, llegó a vivir desde hace una semana un sobrino de Alicia y Pocho. También es policía. Desayuna a las siete y media y sale hacia la comisaría de Ramos Mexía. Viene de Bariloche, de donde se fue por miedo, luego de lo que le sucedió a su primo Lucas. Quería la baja, pero le consiguieron el traslado. Alicia lo mira salir: “Ojalá ninguno más de mi familia se meta a policía”, suplica.

11

El viento que levanta nubes de tierra despeina a Ciro y nos obliga a agachar la cabeza en el breve trayecto que caminamos juntos de vuelta del cementerio. Alicia entrecierra los ojos. Parece enfrentarse a una nube de imágenes, en las que se mezclan la cara de Lucas, vivo y alegre y también muerto, bajo la lluvia, toda una noche. La imagen del rostro de Pocho, que no llora, sentado a su lado mientras ella espera en vano el mensaje que le pida una foto del guiso. Alicia que costurea, vende por día, cuida a una nena de dos años, amasa. Amasa en Ramos Mexía para no pensar.

Los dos detectives inician la charla elogiándose mutuamente.

—A este todo mundo se lo puede aquí –dice Fidelino, y Santana sonríe bajo su bigote antes de devolver el cumplido.
—No’mbre, este sí que es loco. A este le tienen miedo esos bichos cerotes –y Fidelino se echa para atrás, orondo, intentando disimular el efecto causado por el piropo de su compañero.

Estamos sentados en las gradas de un parque, persiguiendo la sombra de un almendro, aplastados por el calor y sudando sin movernos. Este es el parque de un pueblo, al que aún le queda grande su título de ciudad y que probablemente quede un poco más cerca del sol que el resto del mundo.

Santana y Fidelino van a explicarme cómo es ser un policía en El Salvador y comienzan por definir los tipos de policía que hay: están los culeros, están los legalistas y están los con huevos. Ellos, desde luego, forman parte del grupo de policías con huevos. Su jefe, en cambio, es una mezcla de los dos primeros grupos.

Santana lleva un abrigo largo, capaz de cubrirle la cintura y le digo que hay que estar loco para ir vestido así en este lugar. Pero él se espanta las faldas de su abrigo, con estilo vaquero y comienzo a entender de qué se trata el asunto. “Esta es la de equipo”, me explica, dándole unas palmaditas a su pistola reglamentaria, que lleva enfundada en el lado derecho; “y esta es para cositas”, dice, sobándole el lomo al arma que lleva en el lado izquierdo de la cintura.

¿Qué son las cositas?, pregunto. Santana y Fidelino se miran, cómplices, y se sonríen con sus sonrisas de detectives misteriosos y van arrebatándose la palabra, iniciando explicaciones que no terminan nunca.

“Hoy acabamos a las 3 de la mañana…”; “El jefe no sabe que vamos a esas misiones…”; “Hay un señor que es ganadero y que los mareros lo extorsionaron. Puso la demanda en la Fiscalía. ¿Y qué cree que pasó? ¡Nada! Entonces el señor busca ayuda para que se le arregle el problema…”; “Los antipandillas solo llegan a tomarse la foto, son culeros. Los que sí tienen huevos de topar son los de la Policía Rural…”; “A veces, nosotros, sin que lo sepa el jefe, nos disfrazamos de rurales, enchicharados (con fusiles), ennavaronados (con gorros pasamontañas) y salimos con ellos de noche, hasta la madrugada…”; “Como nosotros tenemos acceso a testigos criteriados, a los rurales les gusta salir con nosotros, porque sabemos bien dónde están (los pandilleros) y sólo a pegar vamos…”; “A veces, cuando se puede, también arrestamos…” “Ey… esto no lo va a poner, ¿verdad?”. Y jamás volvieron a hablar del tema.

Santana y Fidelino viven en cantones controlados por pandillas.

El hijo mayor de Santana quería ser policía, como su padre, pero unos pandilleros lo amenazaron de muerte y Santana se endeudó con una fortuna impensable de 7 mil dólares para contratar a un coyote que guiara a su hijo por el camino de los indocumentados. El muchacho abandonó la academia de policía y se fue, sorteando trampas mortíferas en México y burlando un muro de latón en los Estados Unidos. 16 días después de salir fue atrapado por agentes migratorios estadounidenses y deportado a El Salvador. Santana fue a recogerlo al aeropuerto y al cabo de una semana lo envió de nuevo con el mismo coyote.

Fidelino asegura que amenazó de muerte al líder pandillero que le robó un celular a su hija, que fue a buscarlo, con una pistola en cada mano y que le dio apenas un par de horas para que el teléfono apareciera. Apareció.

Santana dice que nunca abandona sus armas, ni siquiera en sus días libres, cuando está trabajando en su milpa. En esos días le deja a su hijo menor una pistola –sin papeles, desde luego- para que vigile mientras él trabaja. En su celular lleva un video en el que sus hijos menores disparan con un revólver y luego con una carabina. Su hija tiene 15 y su hijo 10.

Unos días después volvemos a encontrarnos en aquel parque ardiente y mientras conversamos, Santana persigue con la vista a unos adolescentes que venden café: “Esos no están ahí para vender café, son pandilleros que extorsionan a todos los negocios alrededor del parque”, me dice. Llama a uno, que le sirvie un café sin despegar la mirada del piso. Santana lo mira con un hambre caníbal y escupe junto a los pies del muchacho. “Estos bichos saben que conmigo no pueden andar con pendejadas porque se los lleva putas”.

—Santana… y si sabés que son pandilleros extorsionistas, ¿por qué no los arrestás?

Al vernos conversando en la banca del parque, una señora mayor apura el paso y finge no habernos visto. Santana se levanta de un brinco, deja el café en la banca y la alcanza. La señora entra en pánico y en susurros le suplica que no le hable más y que olvide que alguna vez le habló y se larga con toda la prisa de la que es capaz. Ella había prometido al detective servirle como testigo en un caso que involucraba a una clica entera del Barrio 18, pero los pandilleros comenzaron a sospechar y la visitaron en casa para amenazarla.

“¿Ves?”, me dice Santana, para reforzar la explicación, “sin testigos no hay ni mierda”.

***

A aquel jefe policial le llegaron rumores de que el líder local de la Mara Salvatrucha había estado jactándose en público de que la pandilla mataría a muchos policías en su municipio. Así que decidió hacerlo arrestar, así, sin mayores excusas, “por feo”, y lo sentó frente a su escritorio:

—Vaya, cabrón, vos matás a un policía y yo te mato dos de los tuyos.
—Ojo por ojo –le respondió el pandillero, sin bajar la mirada.
—¡Ojo por ojo, bicho hijueputa! Pero tocá a un policía y no sabés la que te vas a comer.

Y luego de amenazarse mutuamente, el jefe policial ordenó dejarlo libre, para que el jefe pandillero se llevara el mensaje a la calle.

“Yo me preocupo por los míos, me lo tomo como algo personal –me explica–. Mire, hace unos días unos mareros le rompieron el antebrazo con una varilla a un compañero, pero se les logró correr. Y yo le pregunté a él: ¡¿y por qué putas no los mató, si andaba el arma?!… ¿Usted no cree que había suficiente justificación para que los matara?”

***

Se le termina la jornada a Ignacio, un agente policial que trabaja en labores administrativas, y va a marcar al aparato que controla la hora de salida y de entrada. Marca y se regresa a su oficina: hace un hueco entre las sillas y los escritorios, pone una colchoneta y se tumba a ver películas, a matar el tiempo en aquel despacho, que ahora es su cuarto. Ignacio vive en esta base administrativa desde hace 11 meses.

Ignacio creció en la casa que es el patrimonio familiar de los suyos, en una colonia del departamento de Santa Ana, donde vivió con su madre y sus hermanos. La Mara Salvatrucha supo que era un policía desde el día en que inició su carrera, hace ocho años. La academia policial suele enviar investigadores para averiguar los antecedentes de sus aspirantes y en el caso de Ignacio estos entrevistaron a dos hermanos que con el tiempo se brincaron a la pandilla. Pero en 2008 no había un ojo por ojo en plena vigencia y eso significaba cosas muy distintas a las que supone hoy en día: aunque era incómoda la convivencia entre gatos y ratones, la pandilla se lo pensaba mucho antes de meterse con la Policía.

Pero las cosas fueron cambiando y los gestos agresivos aparecieron y luego siguieron cambiando y aparecieron las amenazas y luego las amenazas a domicilio y su madre tomó a los hermanos menores y se fueron para Estados Unidos e Ignacio quedó viviendo solo en aquella casa de su infancia. Y así las cosas siguieron cambiando hasta el miércoles 1 de abril de 2015 a las 11:30 de la mañana.

En la memoria de Ignacio, siete pandilleros jóvenes se le acercaron, mientras él sacaba un maletín del baúl de su carro, y le pronunciaron una sentencia de muerte. En el maletín había dos armas: su arma de equipo y la otra, la “quemada”, que él había conservado para sí mismo luego de haberla confiscado a pandilleros. Apenas su interlocutor hizo el gesto de manotearse la cintura, Ignacio le encajó un tiro con el arma ilegal y el muchacho quedó herido en el suelo. Al resto le tomó por sorpresa la reacción del policía y él alcanzó a matar a dos más antes de que huyeran junto al resto de agresores. Se subió a su carro y se fue. Jamás denunció el hecho a sus superiores y hasta la fecha no sabe qué fue de la investigación de aquellos cadáveres, si es que hubo alguna.

—¿Por qué no expusiste el caso a tus jefes?
—Si les contás a los jefes te abren un proceso.
—¿Y?
—Eso no lo hacés nunca con el arma de equipo y la corporación no me iba a apoyar porque fue con la otra arma. Pero si lo hacés con un arma de equipo te detienen igual. Estaría yo en el penal de Metapán. Casi que tenés que esperar a que te disparen para poder dispararles vos. Y si viene alguien con un corvo y vos le disparás, también te detienen porque dicen que no es proporcional. La institución te deja perder.
—¿Por qué no denunciaste antes las amenazas?
—Si vos denunciás a la Fiscalía, vas a la cola, te meten debajo de unas resmas de papel así de grandes, ve… En lo que te toca que te investiguen tu caso o que te den seguridad, ya te han matado o ya te has agarrado a balazos con ellos. Además, si ponés la denuncia tenés que poner el lugar donde residís, ¡y eso es una reverenda pendejada! O te piden una dirección alternativa… ¿de quién putas la vas a poner? ¿De tu familia? ¿Y qué pasa si hay fuga de información? Te matan a esa familia. Y vos vas a buscar luego terminártelos a ellos.

Ignacio vive en una base administrativa llena de oficinas y los jefes le aprobaron un permiso para habitarla durante dos meses, luego de que él argumentara problemas de seguridad en su colonia, pero él se ha ido quedando y quedando, estirando el tiempo en silencio, metiendo una pequeña refrigeradora, una cocinilla, un televisor, para hacer que esta base se parezca a una casa… al menos por las noches.

Le digo que, aunque en esta historia su nombre aparezca cambiado, será fácil identificarlo y se pone a reír: “Somos más de 100, muchos más, en todo el país los que estamos igual”. Le pido que lo pruebe y que me presente a otro policía que viva en esa suerte de condición de refugiado y entonces me presenta a Guillermo.

Guillermo también vive en una base policial, en un cuartuchito oscuro, cerca de un montón de hierros oxidados. Ahí se baña por las mañanas y ahí están todas sus propiedades, que básicamente consisten en un magro armario con su ropa, algunos zapatos y poco más. Él vive ahí desde hace seis meses y es obvio que no quiere hablar conmigo.

Consigo sacar en limpio apenas lo básico: que vivía en una comunidad de San Salvador. Que los pandilleros que la controlan supieron que es policía. Que cree que lo supieron por culpa de algunos de sus mismos compañeros, de los que él cree están coludidos con los pandilleros. Que la noche en la que iba a morir escuchó a sus verdugos en la calle preguntando por teléfono: “¿Entonces lo sacamos o qué putas?” Que no estaba armado. Que tenía miedo. Que al día siguiente se fue de ahí en el entendido de que el problema era con él y no con su mujer ni con sus hijos.

Guillermo no ha denunciado su caso a los jefes, ni ha vuelto a su casa, y cada fin de semana que puede va a casa de su madre, donde también hay pandilleros, con la fortuna de que no le conocen. Y lava su ropa y, si hay suerte, mira a sus hijos, que son apenas unos chiquillos. Luego vuelve a este cuartito oscuro a esperar que pase la semana y que en el teléfono no suenen malas noticias.

Es ya de tarde y desde la base policial de Ignacio el día se va poniendo melancólico. Fumamos sentados en medio de un parqueo. Me quedan pocas dudas de que el tipo es un duro y de que sus compañeros lo consideran un hombre de palabras medidas. Ignacio percibe mensualmente poco más de 300 dólares y no le queda familia en el país, o al menos no una que pueda darle techo a un policía sin ponerse en riesgo. Su novia vive en una colonia habitada por pandilleros e Ignacio teme contaminarla si la visita o si pasa alguna noche con ella. Su casa de infancia, que es toda su herencia, está destinada a ser para él solo un recuerdo, uno bueno, tal vez…

—¿Cómo es vivir en tu trabajo?
—Aquí me levanto, aquí me cocino… y cuando vienen los compañeros ya estoy bañado y cambiado. Jeje… por ejemplo, el 24 y el 31 de diciembre aquí los pasé, loco. Aquí vino mi novia con una lasaña y aquí estuvimos juntos…

Entonces Ignacio rompe a llorar, avergonzado de que lo vea así de jodido un periodista al que le cuesta tanto imaginarse en sus zapatos. “Es una rabia perra, loco”, intenta justificar la flaqueza, “te enfurecés como no tenés idea. Es la puta rabia, loco, te dan ganas de darles en la nuca. ¿Qué putas más vas a hacer? Te metés en una situación… una sicosis… no andás tranquilo cuando comés. Siempre tenés que andar con el arma de fuego”… Y en los ojos se le hamaca una ira parecida a aquella arma ilegal con la que mató a sus verdugos.

***

Un inspector policial –que tiene a su cargo a varios agentes en un municipio del centro del país– habla con una claridad soñada para un periodista que realiza un reportaje como este. Sin restarle ninguna palabra al asunto dice que es “normal” guardar armas de fuego decomisadas a delincuentes: “Las utilizamos para ponerlas en escenas cuando asesinamos a algún pandillero que no ande armado”. Así, como oír llover.

Cuando patrullaba una zona rural, a inicios de 2015, un grupo de pandilleros ignoró la orden de alto y se echaron a correr, desarmados. Él decidió no perseguirlos y apuntó su arma. Alcanzó a matar a uno de los que corría, por la espalda, claro. Luego esparció dos pistolas en la escena y asunto arreglado.

***

Iba un bandido corriendo a todo lo que le daban las piernas en los alrededores del “Mercado Negro”, en el centro de la capital, y tras él iba el agente Juan gritándole órdenes de alto que el otro no tenía intenciones de acatar. Pero no contaba con las condiciones atléticas del agente Juan, que al tener cerca a su objetivo le metió una zancadilla estudiada y el otro cayó rodando por el suelo, listo para que el agente Juan lo esposara como a una res. Hasta ahí iba bien la cosa, hasta que el agente Juan levantó la vista y ahí estaba ella, viéndolo con susto.

El agente Juan es un hombre joven y de muy malas pulgas, que hizo su servicio militar y que riega su discurso con palabras como “patria” y “lealtad”. Es un policía de nivel básico y gana lo justo para vivir en Soyapango, en una colonia controlada por la facción Sureños del Barrio 18. Solo en su pasaje, dice, viven cinco pandilleros, entre ellos el palabrero de la clica, que a su vez tiene una madre, que tiene un puesto de venta en el centro de San Salvador y que se quedó de una pieza al descubrir que su vecino, el agente Juan, era policía.

El agente Juan deseó haber llevado aquel día el rostro cubierto, pero luego no le quedó otra que hacerle frente a la situación y saludar a la señora con aplomo.

Desde ese día advirtió a su esposa de la situación y le previno de salir de casa apenas lo necesario. La familia del agente Juan, con una niña de 5 años y un nuevo integrante de 6 meses, vive solo con su salario de policía, de 424 dólares al mes, por eso es que él ha conseguido un trabajo como supervisor en una agencia privada de seguridad durante sus días libres. Suele estar muy poco en su casa y para proteger a los suyos supo que él tenía que hacer el primer movimiento. Así que le enseñó a su esposa lo básico para manipular una escopeta calibre 12 que tiene en su casa… sin papeles, claro; y le ha instruido para que, el día que se la muestre a alguien, la escopeta sea lo último que ese alguien vea.

Un día, mientras acompañaba a su esposa a la tienda del pasaje, ella hizo una broma cuando le preguntaron por el bebé: “Mi cuñada lo tiene bien consentido y ella me lo ha secuestrado hoy”, dijo. Ahí vio su chance el agente Juan, que, como hemos dicho, no es afecto a los chascarrillos. Pensó en hacer una declaración pública, a voz en cuello: “Esa broma no la volvás a hacer, no digás esa pendejada”, gritó, ante una esposa sorprendida por aquel pronto explosivo. Y él lanzó su amenaza a los cinco pandilleros de su pasaje, o quizá a todos los de su colonia, o a todos los del mundo: “El día que alguien le haga daño a mi familia lo voy a arrancar de raíz, a él y a toda su familia”.

Aquel discurso no cayó en saco roto y pocos días después el agente Juan recibió una visita durante uno de esos raros fines de semana en que descansa en casa. Desde la hamaca él reconoció la voz del palabrero de la colonia y saltó como una maldición con todo y escopeta. Antes de que el pandillero terminara de preguntar por él, el agente Juan le mostraba desde la ventana el agujero gordo del arma. “Intenté mostrarle a él un rostro aterrorizante”, asegura. Pero el muchacho tuvo reflejos de sobreviviente y se levantó la camisa para mostrarse desarmado: “Tranquilo, chino, no vengo a buscar problemas”, dijo el pandillero, con la cintura desnuda y dando vueltas como una bailarina. “Por eso es que no quedó untado ese bicho ahí”, se alegra el agente Juan.

Ese día llegaron a un acuerdo parecido a esto: si vos no te metés con nosotros, nosotros no nos metemos con vos. Una especie de pacto de convivencia en el que definitivamente desconfía. Y el agente Juan aprieta los dientes, y maldice su situación, porque sabe que su pacto es frágil y porque, en su caso, ser buen padre es no estar casi nunca. “Le voy a explicar”, me dice, “si me intentaran matar en un bus, yo voy a abrir fuego y si me tengo que llevar a civiles, los voy a matar, porque sino, ¿quién va a ver por mis hijos”. Y se le sale del pantalón la pistola y suena en la butaca de esta hamburguesería donde conversamos. El agente Juan se la reacomoda en el cinturón de su jeans y remata una frase cuya intención todavía intento comprender: “¡Cuánta sangre ha corrido por la corrupción de nuestros gobiernos!, ¿no cree?”

***

Nueve de cada 10 policías que existen en El Salvador forman parte de un grupo que se llama “nivel básico”. Casi todos los salvadoreños que deban lidiar alguna vez con un policía –para bien o para mal– deberán entenderse con un miembro de ese grupo.

El nivel básico está conformado por agentes, cabos y sargentos. Estos policías comienzan teniendo un sueldo de 424 dólares con algunos centavos. Al restarle los impuestos, terminan percibiendo, al mes, cerca de 380 dólares. Si uno de esos agentes consigue escalar posiciones, pasando exámenes, manteniendo expedientes pulcros y se convierte en sargento y si, además, acumula 20 años de servicio… puede llegar a ganar hasta 692 dólares, de los cuales llegarán a sus manos 581.

Los policías de nivel básico tienen derecho a aumentos de 6 % cada cinco años. O sea que tienen la fortuna de engrosar su salario con aumentos que van desde los 25 hasta los 41 dólares… cada cinco –cinco– años.

El Ministerio de Hacienda explica que El Salvador no atraviesa un momento financiero de bonanza y que ser responsables implica ser… sobrios y austeros y…. en resumen, que no hay para aumentos, o al menos no hay para aumentos de policías.

En esta misma coyuntura están abiertos juicios que involucran a los tres últimos presidentes de la República, por sospechas de corrupción o enriquecimiento ilícito. El monto que se les investiga a los tres supera los 20 millones de dólares.

El último presidente, Mauricio Funes, de un solo pase de tarjeta de crédito gastó más de 7 mil dólares en zapatos finos, y de otro tarjetazo gastó 5 mil 900 dólares en perfumes, en un par de jornadas de shopping en Miami, aunque su salario mensual era de poco más de 5 mil dólares.

El chofer que menos gana en la Asamblea Legislativa devenga 870 dólares y el que más, 2 mil. El ordenanza que menos cobra en la Asamblea recibe 700 dólares mensuales. Cada año, la Asamblea Legislativa entrega un bono navideño a todos sus empleados equivalente a su sueldo entero. Desde luego, eso incluye a los 84 diputados. Ese bono, que se entrega además del sueldo y del aguinaldo, cuesta al país 2.4 millones de dólares cada año.

Entre 2012 y 1014 la diputada Sandra Salgado debió asistir a un congreso que se llamaba “XXV encuentro feminista: género y otras desigualdades”. Otras desigualdades. El encuentro fue en Cádiz, España. En cinco días, la diputada se fundió 9 mil 297 dólares. Y ese fue solo uno de sus 20 viajes.

Entre sus 30 viajes, el expresidente de la Asamblea Legislativa, Sigfrido Reyes, tuvo que hacer una visita de cortesía a los diputados de Vietnam y para cumplir con su deber tuvo que recibir 12 mil 798 dólares.

Cualquiera de esos dos diputados gastó infinitamente más en sus viajes de lo que cualquier policía o soldado de base va a conseguir ahorrar en toda su vida de trabajo. Y ellos solo son dos diputados, que hicieron solo 50 viajes. Entre mayo de 2012 y diciembre de 2014, los diputados viajaron 642 veces, por un costo de 1 millón 310 dólares. En fin…

Resulta tal vez curioso que haya un grupo de empleados del Estado, que trabajan en labores de seguridad pública, que envidian, como un sueño imposible, las fabulosas condiciones y salarios con los que trabajan los policías: los soldados que trabajan en patrullajes junto con la Policía ganan entre 250 y 310 dólares al mes.

***

En un cuarto amplio hay un grupo de soldados. En su mayoría muchachos jóvenes con miradas hurañas, con ropa civil humildísima y más de uno aún con el rostro adolescente. Se han presentado de forma voluntaria para hablar conmigo, pero viéndolos ahora parece que hacen cola para ir al paredón de fusilamiento. “¡No, no, no, nada de grabar!”, salta uno de ellos cuando pongo la grabadora en la mesa. Vuelvo a guardarla, regañado, y el soldado ahora está a la ofensiva: “Si ni confiamos en los oficiales, no sabemos para qué se va a usar eso”. No es lo natural para un soldado dar sus opiniones, así, sin oficial mediante, y la cita toma algo de tiempo antes de que comience a arrojar frutos. Todos viven en cantones rurales, todos son padres, todos se sienten perseguidos, todos saben que llevar el uniforme es una afrenta a la verdadera autoridad de sus comunidades. Poco a poco van saliendo de sus trincheras para contarme cómo luce ser un miembro de las Fuerzas Armadas de El Salvador destacado en seguridad pública:

Uno es un chico delgado y con voz apenas audible. Se escapó por los pelos del que alguna vez fue su mejor amigo. Durante su infancia, este soldado tuvo un amigo que era como su hermano, pero la vida los fue llevando por caminos distintos: a él lo llevó a estudiar hasta noveno grado y luego a trabajar en una fábrica de cerámicas y luego al cuartel. Su amigo terminó siendo miembro del Barrio 18. “Insistía en que colaborara con ellos y como le dije que no, intentó matarme, pero solo un zapato me logró quitar”, dice. Se tuvo que mudar con su esposa y su primer hijo, todo lo lejos que consiguió costear.

Otro. Vivía en su cantón, junto con su esposa y sus hijos. Los pandilleros le dijeron a su esposa que se habían enterado de la profesión de él, pero que estaban dispuestos a hacer la vista gorda si les pagaba 3 mil dólares. Ni él ni su esposa han tenido nunca en la vida 3 mil dólares. Así que abandonaron ese terreno y fueron a construir una chocita en otro solar del mismo cantón. Ahí llegaron unos muchachos que él vio crecer desde niños a decirle “estás en deuda con la pandilla”. Y a él se le encienden los ojos con un brillo malo y se pone de pie y se toma los testículos y sube la voz: “¡No me hacen falta huevos! No me costaría aniquilarlos… pero es mi familia la que está en juego…” y se le va apagando la enjundia cuando me cuenta que hace más de un año y medio que vive en su cuartel; que llega por horas a su casa, una vez cada muchos días, con todo el sigilo del mundo, a ver a los chicos, o a dejarle dinero a su mujer, a comprobar que viven y luego se regresa a la base militar. Nunca duerme en casa y su familia tampoco tiene autorización para dormir en las barracas de su cuartel. “Nunca hay intimidad con tu pareja”, dice, ya más sosegado, y me pregunta si yo le podría decir al ministro de la Defensa que les ayude a conseguir visas temporales de trabajo en Estados Unidos.

Otro. Este muchacho trabajaba poniendo cielo falso en casas que tienen el detalle de tenerlos, hasta que la empresa cerró y no le quedó de otra que ir a tocarle las puertas al ejército: “Comencé a prestar mi servicio y empezaron mis problemas”, dice. Un día fue a la tortillería del cantón y ahí llegaron dos pandilleros en una moto. Ambos iban armados y le hicieron saber cuán a disgusto se sentían de tener a un “chacua” viviendo en “su” territorio. Tenía 4 años de vivir en la casa que construyó con sus propias manos, pero le tomó solo una noche empacar lo que pudo y largarse al siguiente día junto con su esposa y su hija de dos años. Se fue a otro cantón donde sus papás tenían una casita de bahareque que estaba medio abandonada; pero también se tuvo que ir a los meses porque los muchachos llegaron a buscarlo una noche, machetes en mano, sin atreverse a botar la puerta. No esperó a que se atrevieran y abandonó el campo para vivir con su madre en una comunidad de San Salvador, en una de esas casitas diminutas que con su llegada se encogió un poco más y que seguiría encogiéndose en los días siguientes. En la primera casa que abandonó quedaron viviendo su hermana y sus sobrinos: un bebé de brazos y una niña de tres años. Dos días antes de que yo conversara con él, los pandilleros llegaron a buscarlo y al no hallarlo, sacaron a su hermana y la pusieron de rodillas, la amenazaron con matarla a machetazos, dieron una patada a la niña de tres años e intentaron arrancarle de los brazos al bebé. Su hermana está bien, dice, “solo morada de la cara y con los raspones en las rodillas” y ahora vive con ellos junto con su bebé y una niña de tres años que aún no digiere el susto.

Otro. Este soldado luce mayor que sus compañeros y habla con una parsimonia campesina reservada para los asuntos más serios. A él también le exigieron un dinero que no podía pagar: unos inmensos, inabarcables 400 dólares. Un pandillero apuntó a la cara de su hijo con un fusil, para estimularlo a pagar. Tuvo que dejar su cantón e irse a otro, con su esposa, su hijo y su anciano suegro. Ahí su niño tuvo la mala fortuna de hacerse un adolescente y de entrar en el radar de la pandilla que lo invitó a salir. Cuando el muchacho se negó, intentaron sacarlo por la fuerza, pero fueron retados por el abuelo del muchacho, machete en mano. El anciano se enzarzó a filazo limpio con cinco pandilleros que terminaron dejándolo en el piso por creerlo muerto. Afortunadamente no murió. Y en esa segunda casa quedó abandonado todo, incluso unas vacas con nombre que eran un tesoro familiar. “Ahora ni salgo de mi casa, y uno tiene que actuar como que si uno fuera el delincuente”, se lamenta.

Otro: Los pandilleros se dieron cuenta que este soldado había participado en una operación en apoyo a la Policía y se tuvo que ir del cantón donde había vivido toda su vida con sus padres y su hermano gemelo. Pero los pandilleros pensaron que su mellizo y él eran uno solo y asesinaron a su hermano mientras iba en moto. “Me mataron a mi hermano por confundirlo conmigo”, me cuenta, indeciblemente triste, y consigue, a punta de disciplina militar, evitar que los ojos le traicionen.

***

José Misael Navas trabajaba de custodiar a la hija del presidente de la República, como miembro del batallón presidencial. Era subsargento del ejército salvadoreño y ganaba 414.50 preciosos dólares por ocupar ese puesto de guardaespaldas que es tan codiciado en la milicia.

Frente a la casa que custodiaba, tenía derecho a una silla de plástico sobre la acera, a una caja con vasos y platos colocada bajo el tronco de un árbol y poco más. Lo que merecía, por ejemplo, no incluía un chaleco antibalas.

El 15 de febrero le dispararon desde un vehículo y lo mataron. Los dos tiros que le quitaron la vida le perforaron el tórax y el abdomen.

El presidente Salvador Sánchez Cerén envió condolencias públicas a la familia por medio de Twitter y al sepelio del guardaespaldas de su hija no asistió ni él, ni su hija, ni ningún representante de la familia. El Estado Mayor Presidencial pagó los gastos fúnebres, un paquete de café, otro de azúcar y una bandera de El Salvador que la familia colocó sobre el ataúd.

***

Antesala del despacho del general David Munguía Payés, ministro de la Defensa Nacional.

—Ministro, cuando las pandillas atemorizan y agreden a sus soldados, ¿no es como tocarle la cara a las mismísimas Fuerzas Armadas, o a usted, o incluso al propio presidente de la República?
—Sí, claro que sí, pero sabemos que en esta misión son los riesgos que hay que tener. Sí, es humillante, pero no es nada comparado con nuestra determinación de llegar hasta las últimas consecuencias en el cumplimiento del deber.
—Las Fuerzas Armadas son el último recurso del Estado, el más fuerte… el más temible. ¿Qué le pasa a un país cuando unos pandilleros le amenazan al último recurso, el más fuerte, el más temible?
—Fijate que nuestra fuerza radica en el colectivo, como ejército. Individualmente somos débiles, como todo ser humano. Pero cuando tocan a alguien desplegamos un enorme operativo para que sientan que no pueden agredir a un soldado sin consecuencias.
—Imagino que no será un secreto para usted las condiciones aterradoras en las que vive su tropa.
—No lo es. Les enseñamos a administrar esa presión con el adiestramiento. Yo mismo la soporto. Todos los días soporto calumnias y no van a romper mi carácter ni mi profesionalismo con eso. No hay día de Dios que en redes sociales no me venga una injuria.

***

El comisionado Arriaza Chicas no tuvo tiempo de escapar de aquella turba de hombres encapuchados que terminó rodeándolo y ofreciéndole una sonora serenata de improperios: “¡A la mierda Arriaza Chicas!”; “¡Solo está en una puta oficina como una ama de casa!”; “¡Bola de corruptos!”… El comisionado es el subdirector de áreas especializadas y operativas de la PNC y eso lo convierte en uno de los seis policías más importantes en El Salvador.

El 27 de enero más de 500 policías furibundos marcharon hasta casa presidencial. Se suponía que la Unidad de Mantenimiento del Orden los detuviera con barricadas hechas de alambres con púas afiladas, pero en lugar de eso se apartaron y algunos de los guardianes incluso se hicieron selfies con los manifestantes. Todos llevaban el rostro cubierto con los mismos gorros que la Policía les ha entregado para que escondan sus caras de los pandilleros.

La marcha consiguió lo que ninguna otra había conseguido antes: sacudir los portones de la mismísima casa presidencial y gritarle vituperios al presidente de la República frente a su oficina, sin que nadie hiciera nada para impedirlo. Solo entonces llegó una delegación de oficiales de la Policía y mientras algunos se apartaron a negociar con los líderes de la manifestación, al comisionado Arriaza Chicas le encargaron hablar con la turba para intentar enfriarles los ánimos.

Los policías se desahogaron a costillas de Arriaza Chicas, quien intentaba hacerse oír, diciéndoles a sus subalternos que eran un solo equipo, que compartían intereses, pero los otros le replicaban invariablemente con una lluvia de insultos y de reclamos atropellados: “El presidente dijo que nos iban a dar un bono, ¿dónde está ese bono?” Y el comisionado comenzaba a contestar: “Se está evaluando….”, y de nuevo la lluvia: “Solo evaluando cosas pasan, ¡ya estamos hartos de que estén evaluando!” De nuevo la vocecilla: “Cálmense”, y de nuevo la tormenta: “¡¿Cómo nos vamos a calmar si nos están matando a la familia?!»

En 2015, 64 policías fueron asesinados y durante los primeros 64 días de 2016, 10 agentes fueron ejecutados junto a un número difícil de estimar de madres, hermanos, esposas… Para apagar el descontento, el presidente Salvador Sánchez Cerén prometió mejoras, más chalecos antibalas, más patrullas y un bono económico al que no le puso monto, ni fecha de entrega.

El líder de los manifestantes, Marvin Reyes, conocido como “Siniestro” entre los agentes policiales, advirtió unos días después de la marcha que no tolerarían que ese monto fuera “miserable”. Cuando se le pidió que definiera “miserable”, dijo que un bono de 150 dólares trimestral era inaceptable y lo calificó como una “basura” y una “ofensa” y dijo que en lugar de apagar el fuego lo encendería más, porque él suele comparar a los agentes policiales con un barril de dinamita, o con un incendio.

Un bono trimestral de 150 dólares, consideró Siniestro, podría llevar a los policías a considerar seriamente irse a un paro general de labores o irse de nuevo a las calles o dejar de producir arrestos. “¿Se imagina lo que pasaría en este país si la Policía se va al paro?”, pregunta Siniestro a cualquiera que esté dispuesto a responder esa pregunta. Dijo que los policías necesitaban vivir con dignidad y contó que él mismo había sido expulsado de su casa por pandilleros, pero que debía seguir pagando el préstamo que hizo para comprarla.

Su movimiento pide un aumento de 200 dólares mensuales más dos bonos anuales de 500 dólares cada uno.

Finalmente, luego de muchas evaluaciones financieras, el Ministerio de Hacienda y el director de la Policía aprobaron a finales de febrero un bono trimestral de 150 dólares.

***

—Marvin: he entendido que ser policía es vivir con mucho miedo. Eso es potencialmente un polvorín…
—Es un barril de TNT.
—Un policía armado y bajo ese estrés es también un polvorín.
—Vea los mensajes que me llegan: “Hay que darles”, “Eliminemos” (a los pandilleros)… Es una cuestión de erradicarlos a como dé lugar. Esa no es la solución, la solución no es exterminar, pero el policía se ve bajo ese estrés increíble.
—¿No hay sicólogos que atiendan agentes?

Hay un grupo, pero no hacen nada. Si uno llega ahí, lo atienden, pero no salen a buscarnos. Alguien que está bajo estrés no va a aceptar nunca que tiene un problema, y peor si es un sicólogo, porque dicen que no están locos. Hay un compañero que toma medicamentos para controlar la ansiedad y cuando no los toma se vuelve histérico, se vuelve violento y grita, le grita a los compañeros. Si este tipo no toma los medicamentos y anda en la calle…. ¿qué cree que va a pasar?

***

Una patrulla de policías y soldados ingresa en una comunidad de Zacamil, en el municipio bravío de Mejicanos. Antes de que los agentes se internen en los laberintos de aquel lugar, los pandilleros ya han desaparecido. El único muchacho que se les atraviesa en el camino es aquel chico de 19 años al que su madre ha enviado a hacer unas compras a la tienda. Los agentes le mandan alto y el chico se detiene. Le ordenan quitarse la camisa para revisar si lleva tatuajes pandilleros. Se la quita. No hay tatuajes de pandilla. Le preguntan si es pandillero. Responde que no. Le preguntan por sus compañeros pandilleros, y él chico repite que él no es pandillero. Entonces comienzan a golpearlo.

Cuando la madre del chico sale a buscarlo, un policía ha apoyado una mano de su hijo sobre un pequeño muro y se la pica con un lapicero. La madre intenta explicarles, les pide que no lo golpeen más. Entonces los agentes le mandan alto a la señora, le ordenan que vuelva a su casa. Ella no obedece. Entonces la apuntan con las armas y la insultan. La llaman “vieja puta”. Salen más vecinas y acuerpan a la madre. Intentan explicar que el muchacho no anda metido en nada. Pero los agentes se van poniendo nerviosos. Apuntan con las armas, insultan, amenazan con arrestarlas a todas, las culpan de proteger a pandilleros. Por último, deciden dejar al muchacho en paz y se van.

Tal vez aquellos agentes de la ley estaban aquel día un poco más hartos de ganar un salario de mierda; tal vez en la juventud de aquel muchacho vieron la sombra de todas las amenazas mortales que se van cerrando sobre ellos. Quizá han abandonado una casa que tanto les costó pagar, o la noche anterior durmieron refugiados en el suelo de una base policial que será su hogar. Puede que soportaran la angustia asfixiante de dejar a todo lo que aman a merced de muchachos como al que acaban de golpear. Puede que sean, como dijo Siniestro, un barril de dinamita.

Pero del otro lado de sus iras y de sus miedos, una madre vio cómo torturaban a su hijo y un hijo vio a su madre humillada. Aquellos incendios, que fueron esa tarde esos policías y esos soldados, acaban de perder para el Estado a un chico y a su madre, que ahora los imaginarán con temor. Y también acaban de hacer que aquellos pandilleros a los que nunca llegaron a ver, fueran, desde ese día, un poco más poderosos, un poco más ley, un poco más autoridad. Y cada vez va quedando todo un tanto más roto, y cada vez hay más mechas encendidas.

Berlín no es Alemania, pero tampoco parece El Salvador.

De ahí mi desconcierto cuando el bus 354, después de serpentear por la sierra de Tecapa-Chinameca, llega a su destino, se detiene a una cuadra del parque central, y lo primero que veo al bajar es a tres policías con chalecos y escopetas que retienen contra la pared y manos en la nuca a un joven espigado y dócil. Un agente le saca la cartera de la bolsa y la revisa sin pudor. Otro le trastea el celular. Al poco lo dejan ir, ileso.

Desconcierto porque a Berlín (Usulután) me trae la convicción de que es un lugar tranquilo en parámetros salvadoreños. Durante la última década este municipio presenta tasas de homicidios más parecidas a las de Costa Rica que a las de El Salvador. Incluso en los últimos dosquetrésaños, cuando la violencia en los alrededores (Santiago de María, Tecapán, Mercedes Umaña…) se ha disparado, acá se han mantenido abajo, con un homicidio cada tres o cuatro meses. Vengo, de hecho, a buscar los porqués de esa tranquilidad.

La requisa al joven espigado resulta el inicio de la paradoja. Todo el parque central es un vaivén de policías con caras serias y armas largas. Están esperando a que termine una misa de cuerpo presente en la luminosa iglesia de San José, ubicada en uno de los topes del parque.

Adentro, en un ataúd gris, está Roberto Carlos Alejo, 31 años, exempleado de la ruta de microbuses 140. Unos pandilleros lo asesinaron tres días atrás en la comunidad Los Olivos, en San Martín, en el área metropolitana de San Salvador. La madre, oriunda de Berlín, creyó conveniente enterrarlo en el terruño del que escapó hace mil años. Y en el pueblo se ha regado la idea de que la misa es por un marero.

“Los vecinos nos avisaron de que habían venido jóvenes que nadie conocía”, me dirá pasado mañana el subinspector Francisco Pérez.

Cuando el padre Cándido finaliza con aquello de ‘pueden ir en paz’, el ataúd sale en volandas, cargado por puros hombres, y detrás camina una treintena de dolientes, mayoría aplastante de mujeres. En la puerta esperan un viejo pick-up Nissan Frontier acondicionado como carro funerario y una Coaster de la Ruta 140. Pero los agentes se meten entre el grupo, seleccionan a tres jóvenes y los apartan contra la pared y manos en la nuca. La escena se asume con extraña naturalidad.

Suenan campanas a muerto: dos repiques, silencio largo, otros dos repiques. Algunos familiares se lamentan, pero sumisos. “Son de un cantón”, dice una señora. “Son sanos”, dice otra. “Es por el bien de ustedes; si no hay problema, no los vamos a detener”, replica un agente, pura amabilidad. “Él es primo del difunto, el otro también… ¡los tres son primos!”, insiste una señora. Pero cero crispación. Los agentes invitan a que el grupo se encamine hacia el cementerio en la Coaster, que los tres los alcanzarán si no deben nada. “Hacen su trabajo”, dice un doliente. “Al finado lo trajeron de allá, y para la tranquilidad del pueblo es lo mejor”, dice otro. La crítica más sonora que anoto en mi libreta es esta: “Los policías actúan sin tener en cuenta el dolor de la gente”. A los 10 minutos, tras chequear por radio que están limpios, les devuelven sus documentos y, hoy sí, pueden ir en paz. El parque regresa poco a poco a la normalidad.

Me acerco a un agente que ha demostrado voz de mando. “Cuando vemos movimiento de personas que no son de Berlín, como autoridad tenemos la obligación de identificarlos”, me dice, “y al finado como lo traían de allá… la gente siempre nos informa de cualquier situación”.

No parece El Salvador.

***

Cuenta la leyenda que Berlín se llama Berlín por un naufragio: el barco en el que viajaba desde Costa Rica un misterioso alemán-berlinés llamado Serafín Brennen se hundió frente a las costas salvadoreñas, dicen que en 1884.

El señor Brennen se instaló en el valle de Agua Caliente, que pertenecía a Tecapa (hoy Alegría). Se integró tan bien con los lugareños que, cuando en octubre de 1885 el presidente de la República Francisco Menéndez firmó el decreto que autorizaba la creación de un pueblo en el valle, los beneficiados avalaron el nombre de Berlín por ser la ciudad natal del extranjero, quien formó parte de la primera municipalidad.

Con el café como motor económico y un clima suave por sus mil metros de altitud como reclamo, el pueblo creció rápido y bien: solo necesitó de dos décadas para recibir el título de villa vía decreto, y una década más para el de ciudad.

La actual bandera alemana (franjas horizontales negra, roja y oro) es la bandera oficial de este municipio del departamento de Usulután, que está a 110 kilómetros de la capital, que ronda los 17,000 habitantes, y que pierde población año tras año a pesar del influjo de LaGeo, la empresa estatal de producción geotérmica que tiene en Berlín y alrededores los campos más activos de El Salvador.

Hoy Berlín es una ciudad cordial en la que el alambre razor escasea, de tiendas sin barrotes ni guardias de seguridad, de viviendas con la puerta abierta, una ciudad en la que uno puede sentarse en la acera al caer la tarde para platicar con sus vecinos, y en la que la gente saluda al extraño como si lo conociera. Pinceladas no tan genuinas, pero lo que en verdad singulariza este asentamiento es que no hay clicas ni canchas ni placazos ni ‘Ver, oír y callar’. No hay maras en Berlín.

***

El Ministerio de Educación tiene registrados 32 centros educativos y un único instituto: el Instituto Nacional de Berlín, el INB.

—Esta es una ciudad tranquila –dice Saúl Flores González, don Saúl, el director desde hace más de una década.

En El Salvador, la educación secundaria es un termómetro confiable para medir la temperatura de las maras. Basta meterse en el baño de los varones para calibrar su influencia. En los del instituto berlinés hay algún que otro garabato y rayón que dicen ‘MS13’, ‘NLS’, ‘XV3’… pero son escasos, malhechos y furtivos, con dejo de travesura. Pesa más que, para ingresar al INB, en el portón no haya policías ni soldados ni seguridad privada, lo habitual en amplias zonas del país. Aun así, don Saúl está preocupado. En los últimos años, el número de jóvenes procedentes de otros municipios que se matriculan se ha disparado. Varios provienen de allá, de Apopa, de Soyapango, de San Miguel, y algunos de los que vienen con 11, 12 o 14 años traen el alien dentro.

—Los lunes hacemos una formación general –dice don Saúl–, y yo les pido de favor que tratemos de respetarnos, que nosotros respetamos su uso de tiempo libre, pero que tratemos de mantener el instituto sin marcas de maras, que hagamos de la institución una zona neutral, y que aquí ninguno es dueño de nada. Les digo que sus hijos algún día estudiarán acá y que hay que cuidar lo que tenemos.

Junto a la cancha de baloncesto, lugar en el que los forman, destaca un mural de letras grandes sobre una pared: “Tus padres invierten tiempo y dinero en tu educación; no los defraudes”.

—¿Funciona decirles eso los lunes?
—Sí. Yo se los digo con todo respeto.
—¿Un discurso una vez por semana? ¿Eso es todo?

—No. La clave son los proyectos sociales, y en eso estamos varias instituciones involucradas. Por ejemplo, nosotros tenemos de 60 a 80 jóvenes en la banda de paz. Vienen de 4 a 6 o 7 de la tarde, todos los días. Si no estuvieran acá, estarían en el billar. La vitamina es que el joven pase ocupado, pero para eso se necesitan recursos.

Que el joven pase ocupado, dice don Saúl. Tan sencillo y tan complicado.

***

El mercado municipal de Berlín no ganaría un premio a la limpieza, al orden o la decoración, pero tiene una virtud invaluable: ninguna clica de la Mara Salvatrucha o del Barrio 18 ha establecido –bajo amenaza de muerte– una cuota a los vendedores.

“Pasan cositas, pero puede decirse que es tranquilo”, me cuenta en su cubículo con aspiraciones de despacho Salvador Peña, el administrador durante cuatro años. Sabe de puestos y negocios a los que han tratado de rentear, pero en Berlín esos abusos por lo general se denuncian. “Todos los habitantes están pendientes, nos conocemos la mayoría, y la Policía actúa rápido”, dice.

Peña resulta convincente cuando me niega la presencia de pandillas, pero tampoco hay que pecar de iluso: si fueran una amenaza, no se lo confiaría a un periodista con la grabadora encendida.

A una cuadra del mercado, sobre la avenida Simeón Cañas, está el Juzgado de Primera Instancia de Berlín. La secretaria, Ana Margarita Bermúdez, me deja revisar el Libro de Entradas, un voluminoso cuaderno manuscrito donde están registrados todos los procesos abiertos este año. Los artículos del Código Penal que más se repiten son el 346, tenencia, portación, conducción ilegal o irresponsable de armas; el 142, lesiones; y el 367, trata y tráfico de personas, el coyotaje.

La extorsión es la principal fuente de ingresos de las pandillas salvadoreñas, y Berlín parece territorio liberado. Se ha dado algún caso puntual, de clicas establecidas en municipios aledaños que amenazan por teléfono o incluso de delincuentes que se hacen pasar por mareros, pero parece no existir el pago de la renta.

Lo dicho: no parece El Salvador.

***

La Policía Nacional Civil registró un único homicidio en Berlín durante 2014. En Mercedes Umaña hubo 15. En Ozatlán, 10. En Alegría, 11. En Tecapán, otros 10. Todos son Usulután, y todos, pueblos con menos habitantes.

—¿Esto es tan tranquilo como los números parecen indicar?
—Sí.

Responde el subinspector Francisco Pérez, 43 años de edad, 22 años uniformado. Lo han enviado siete meses como jefe de la subdelegación, un interinato, y va camino de cumplir la mitad. Antes estaba en la delegación de Usulután, en el Sistema 911. Y más antes, en Santa Tecla, en San Marcos, en La Libertad… sabe lo que es trabajar en lugares con alta incidencia de maras.

—Aquí es más calmado por el nivel de coordinación, tanto entre las organizaciones vivas del municipio como con la población. La gente nos avisa si un muchacho da marihuana a nuestros jóvenes. Y ahí entramos nosotros.
—¿Llegan muchos jóvenes de fuera?
—Hoy sí están viniendo muchachos en conflicto con la ley en otros municipios, sobre todo a los cantones. Pero cuando tenemos conocimiento de alguien sospechoso, inmediatamente hacemos la visita.

Las colonias más conflictivas son La Chicharra, la Bográn y la Primavera. En esta última, por la zona de la canchona, apareció un placazo de la Mara Salvatrucha.

—Llegan sujetos de grupos delincuenciales –dice–, pero no dejamos que se establezcan.

El subinspector Francisco Pérez remarca cada vez que puede la colaboración entre los berlineses y sus policías. Se ha implementado “bastante bien” la filosofía de la policía comunitaria, que exige confianza mutua entre ciudadanos y agentes, una confianza imposible de construir si hay detenciones arbitrarias, si se requisa con violencia y prejuicios, o si se realizan ejecuciones sumarias.

Pero la institución rota a los policías de una delegación a otra. Y pasa que a alguno lo mueven de zonas calientes, de allá, y trae dentro el alien de la represión desmedida.

—Pero en Berlín inmediatamente uno observa que la incidencia delincuencial es diferente, y nosotros mismos nos adaptamos –dice, huidizo.

La relación policías-ciudadanos en Berlín no es tan de color de rosa como la pinta el subinspector Francisco Pérez, pero existe, se cultiva y, en general, se aprecia por ambas partes. En el contexto salvadoreño suena revolucionario.

***

Las ciudades de Santiago de María y Berlín están separadas por 13 sinuosos kilómetros de carretera, ambas enclavadas en la sierra de Tecapa-Chinameca. Tienen 19,000 y 17,000 habitantes, respectivamente, y un único instituto nacional. Las dos se fundaron a finales del siglo XIX, y evolucionaron de la mano, con el café como motor. Desde los ochenta son punto de partida de la migración. Por compartir, comparten incluso el clima.

Pero en Santiago de María el fenómeno de las maras germinó hace unos ocho años, y la ciudad es hoy una de las plazas fuertes del Barrio 18-Sureños. Durante 2014, los forenses de Medicina Legal recogieron 25 cadáveres de sus calles y veredas.

Desde que ayer llegué a Berlín no he tenido una plática en la que no ha surgido el ejemplo santiagueño, como la trágica consecuencia de bajar la guardia ante las maras. Mañana el alcalde berlinés me contará que un adolescente de su pueblo no puede hoy abordar un bus e ir tranquilo a Santiago de María, que su vida corre peligro tan solo por su procedencia. El Duicentro comarcal está en el santiagüeño barrio Concepción, y un microbús municipal tiene que hacer viajes especiales, custodiado por el Cuerpo de Agentes Municipales, para que jóvenes berlineses saquen en grupo su dui, por temor a ser atacados por pandilleros.

Santiago de María sí parece El Salvador.

***

La madrugada del 8 de septiembre del año 2000 Berlín se echó a las calles. Un día antes, por una orden girada desde San Salvador se había vaciado la pequeña cárcel contigua a la municipalidad. En el pueblo se corrió la voz de que la llenarían con medio centenar de menores infractores del Barrio 18 que al gobierno le urgía sacar del penal de Ciudad Barrios, después de un violento motín que se saldó con un joven destazado y decenas de heridos.

Un nutrido grupo de vecinos, convencidos de que un centro de inserción de menores dieciocheros a una cuadra del parque central era una mala inversión, se opuso con cortes de calles, llantas quemadas y barricadas humanas. Jueces y sacerdotes trataron de convencerlos, pero nada. La Policía intervino, pero nada. La determinación fue tal que el traslado se suspendió.

—Todo mundo se quedó asombrado, porque se manifestó Berlín entero.

Habla Héctor Alvarado, berlinés de 47 años que aquella noche quiso, pero no participó en la protesta. Él trabajaba para la Dirección General de Centros Penales, como encargado de seguridad precisamente en la minicárcel que querían taquear de mareros.

—No me manifesté –dice–, pero estaba con ellos, porque sabía que si los dejaban entrar, todo se nos iba a desbaratar.

Héctor hoy es instructor de deportes en la sede berlinesa del gubernamental Instituto Nacional de la Juventud. Trabaja con jóvenes. Cree que el espíritu que llevó a los vecinos a manifestarse aquella madrugada de 2000 contra los pandilleros sigue de alguna manera vivo.

—Pero como comunidad no tenemos que dormirnos. Este es un virus y lo tenemos muy cerca: en Santiago de María y en Mercedes Umaña.
—¿Por qué en esos pueblos sí y en Berlín no?
—Acá como que la ciudadanía ha tomado más conciencia, y todos los actores locales contribuyen en la prevención. Por eso aún no estamos contaminados.
—¿Cómo es la relación con los policías?
—En Berlín nos conocemos todos; si no es por el nombre, por el apodo. Y si viene gente de afuera sospechosa, siempre alguien llama a la Policía. Tienen un papel muy importante en todo esto, y vemos que los agentes se preocupan por identificar a la gente que es de Berlín.

Admite que hay agentes a los que se les va la mano, sobre todo los que vienen de alguna rotación. El tema, dice, se ha abordadp en el Comité Municipal de Prevención de la Violencia.

—Pero es que hay jóvenes acá que no son de pandillas, pero llevan gorra plana y la ropa ancha. Lo hacen por desconocimiento, porque no saben los problemas que podrían tener si salieran de Berlín vestidos así. Sé de algunos a los que cuando los policías los han requisado, les han quitado las cachuchas y se las han enconchado, para que no parezcan de pandilleros.

En el discurso de Héctor, los excesos policiales suenan a mal menor, a algo llevadero ante una amenaza como las maras.

***

¡Han matado a alguien en Berlín!

Me entero en flagrancia cuando, después de tres días acá, entro en la subdelegación para solicitar la entrevista con el jefe policial. El agente tras la mesa que hace las veces de recepción me dice que no podrá ser, que el subinspector ha salido porque hubo un homicidio en el caserío Los Cañales. No me da detalles. Quizá no sepa más. Acaba de suceder. Salgo disparado, paro el primer mototaxi que cruza, y trato de explicar a dónde tenemos que ir con los pocos datos que el policía me ha facilitado. Pero el mototaxista ya sabe. El fallecido es un compañero.

El desvío a Los Cañales está sobre la calle que baja a Mercedes Umaña, a unos dos kilómetros del parque central. Llegar nos toma menos de cinco minutos. La Policía tiene acordonada la zona con cinta amarilla a la altura de una inexplicable pasarela metálica, unos 200 metros calle adentro. Faltan minutos para las 4 de la tarde. Entre curiosos, familiares y compañeros de trabajo del joven de 23 años asesinado, llamado Víctor Mauricio Sigarán, ya suman la cuarentena.

Una mujer mayor que recién llega se arranca a llorar. “No puede seeer, señor Jesús…” A la par, un joven de unos 17 años también lagrimea. Ella: “¿Por qué, señooor? ¡¡¡Por qué, señooor!!!” Se acerca más y más gente a tratar de calmarla. “Mi sobrino, Dios mííío…” El joven llora en silencio, como el machismo le impone. Ella: “Señooor, señooor” Alguien dice: Está encendida la moto, ¿va? Y sí, entre los gritos, murmullos y sollozos se alcanza a oír, al otro lado de la quebrada, el ronroneo del motor y hasta la música de la radio. Ella se desmaya. La llaman: ¡Mercedes, Mercedes! La tumban sobre el concreto. ¡Mercedes, Mercedes! Viene una agente de policía. “Tranquila, tranquila”. Murmullo de fondo. La airean con un suéter. “Necesito que me colabore, tía”. Alguien dice que hay que llevarla a la unidad de salud. Ella resucita para mover la cabeza. Dios les va a dar fortaleza, dice alguien. Está fregado este país, dice otro. Alguien ofrece su carro para sacarla. “¿La levantamos, tía? Despacito”. Entre varios la levantamos. “No la vamos a llevar, pero despacito”. Murmullo de fondo. “Estire las canillas”, le dicen. Parece que se repone. Tratan de convencerla diciendo que no va a poder ver a Víctor, que los señores policías no dejan ir más allá de la pasarela, que estar acá es por gusto.

Mañana todos los mototaxis de la cooperativa en la que Víctor trabajaba tendrán mensajes en sus vidrios que dirán que lo recordarán por siempre y cosas por el estilo, pero ahora cae la noche, los forenses de Medicina Legal aún no han llegado, y todo acá es rabia, desconfianza y recelo. Sus compañeros están convencidos de que lo mataron por mototaxista, no por por Víctor Sigarán. Podía haber sido cualquiera de ellos.

Me cuentan que a la cooperativa de mototaxis le habían llegado amenazas escritas y telefónicas de pandilleros, para que pagaran la renta. Se cree que de la pandilla que opera en Mercedes Umaña, la Mara Salvatrucha. Pero se han negado. Entre los compañeros habían improvisado algunas medidas precarias de seguridad, como no subir a desconocidos o evitar los cantones más alejados.

Berlín hoy sí parece El Salvador.

***

Una gran bandera de la República Federal de Alemania asida a un mástil de dos metros singulariza el despacho de Jesús Antonio Cortez Mendoza, el alcalde de Berlín. Es relativamente joven, aún se puede presentar como treintañero, y se estrenó en el cargo hace poco más de un mes, si bien en el período anterior fungió como síndico.

El alcalde Jesús Cortez también destila satisfacción por saberse vecino de una ciudad sin maras. No oculta que la coyuntura actual, con un gobierno que ha decidido afrontar el fenómeno de las maras por la vía estrictamente represiva, les podría afectar, por el retorno de personas de Apopa, de Soyapango, de San Miguel… de allá.

—Tenemos algunas colonias –dice– que empiezan a quererse complicar, con jóvenes… digamos… aficionados a las pandillas. La juventud siempre está en ese situación de poderse contaminar, por la gente que viene de otros municipios.

Contaminar, dice. Es un verbo que repiten mucho los berlineses para referirse a las maras. También ‘virus’. También ‘lacras’.

—Sabemos que estamos en riesgo. Mercedes Umaña está a 11 kilómetros, y Santiago, a 13. Ya están queriendo poner la renta a nuestra gente desde afuera: de Jiquilisco y de Mercedes. Hemos visto el ejemplo de qué sucede cuando entran las pandillas, y por eso estamos haciendo conciencia con nuestros jóvenes, que son los más vulnerables.
—Trabajar con los jóvenes. Eso podría decirlo el alcalde de cualquier ciudad salvadoreña.
—Nuestra ventaja es que todos sabemos quién es y en qué anda nuestro vecino. La población se ha unido.

La población se ha unido, dice el alcalde Jesús Cortez. Quizá sea una frase hecha, enésimo lugar común en la boca de un político. Pero quizá no, quizá una idea tan simple sea la clave de todo.

***

Tres meses desde el asesinato del mototaxista Víctor Sigarán y, aunque para El Salvador están siendo los tiempos más sangrientos desde que inició el siglo, en Berlín se reporta un único homicidio adicional: una señora de 55 años el 3 de septiembre, en el cantón San Juan Loma Alta. No parece tema de pandillas.

Asisto en un hotel de Bogotá, Colombia, a un seminario en el que uno de los ponentes invitados es Howard Augusto Cotto, el subdirector de la Policía Nacional Civil. Habla con inusual franqueza sobre la terrible situación de violencia que afecta a El Salvador, y en un momento dice lo siguiente: “Nuestro trabajo es mucho más fácil cuando más organización social hay, y se vuelve más difícil en los lugares donde se ha roto el tejido social”. Siento como si hablara de Berlín.

El seminario es un evento cerrado, el acuerdo con Cotto es que lo que acá se dice, acá se queda; pero mañana le preguntaré si me permitiría incluir la frase que acabo de anotar en un relato que tiene a Berlín como protagonista. Sí, dirá. Luego se acordará de que unos días atrás media docena de berlineses, encabezados por el alcalde Jesús Cortez, viajaron hasta San Salvador para reunirse con él, para decirle lo satisfechos que están con el subinspector Francisco Pérez, y para pedirle que siga al frente de la subdelegación cuando concluyan los siete meses de interinato.

No. Berlín no es Alemania, pero definitivamente tampoco parece El Salvador.

Rápido furioso muerto

Publicado: 11 septiembre 2015 en Javier Sinay
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Arriba de una Honda CG Titan negra, el lunes 25 de febrero de 2013, poco antes de las nueve de la noche, Axel Lucero y un amigo dejaron atras el barrio El Carmen, en La Plata. Habian salido en una sola moto, pero estaban dispuestos a volver en dos: la otra, la que todavia no tenian, la iba a conseguir Lucero con el arma que llevaba en el bolsillo de su campera.

Lucero era un pibe flaco, de sonrisa amplia, mirada pícara y rasgos armónicos: un adolescente que cursaba, lejos de la asistencia perfecta, el octavo grado en el turno nocturno de la Escuela No 84. Por el tono cobrizo que barnizaba su tez, su familia y sus amigos le decían “el Negrito”.

Ese mismo 25 de febrero, poco antes de las nueve de la noche, Jorge Caballero, un sargento de 25 años de la Policía Buenos Aires 2 –una fuerza dedicada al patrullaje en el Gran Buenos Aires y La Plata–, salía para el gimnasio en su Honda Twister. En el camino la aceleró con ganas: había sido la primera gran inversión de su vida. Con sus primeros ahorros como policía (18.500 pesos en efectivo), se había dado el gusto de tener esta máquina negra, sólida, poderosa.

Manejó por la calle 6 hasta la 90, pasó el supermercado y el kiosco de revistas que se viene abajo; dobló por la 7, pasó frente al club donde había practicado boxeo algunos años atrás y siguió hasta que en la esquina de la calle 80 vio que el semáforo estaba en rojo. Había estado pensando en ir al gimnasio a la mañana, pero de algún modo se había hecho el mediodía y luego, la tarde, y todavía no había salido de su casa. Era su día de franco y las horas pasaron rápido: al anochecer se preparó un batido con un polvo para ganar peso con el ejercicio y lo tomó mientras miraba videos de reggaetón y de pop de los 80 en YouTube. Se puso una musculosa y se vendó el tobillo. Cuando el vaso estuvo vacío, miró la hora. Eran poco más de las ocho de la noche. Era tarde. Fue a la cocina, dejó el vaso, se lavó los dientes y agarró un bolso con algo de ropa.

Mientras piloteaba, bajo su campera sentía el frío de la 9 milímetros, el arma reglamentaria que no era extraño que llevara encima, aun cuando no estuviera en servicio.

El semáforo en rojo del cruce de las calles 7 y 80 le dio tiempo para avanzar entre los autos con su moto y ponerse justo antes de la senda peatonal. Cuando el Negrito y su amigo Nazareno Alamo, un pibe cuatro años mayor, aparecieron con la CG, Caballero ya estaba pensando en lo que iba a cenar después de entrenar a pleno un par de horas en el gimnasio.

Ninguno de ellos estaba listo para la balacera. Y el Negrito no estaba listo para morir. ¿Quién lo está a los 16 años?

***

«Hay que dar la discusión sobre el uso del arma por parte de policías fuera de servicio”, dice el abogado Julián Axat en su oficina de los tribunales platenses, donde hay pilas de expedientes sobre todas las superficies y un cuadro de Banksy en una pared. Axat, de 37 años, hace de su tarea judicial una militancia política: defiende a niños y adolescentes en conflicto con la ley, y ha tenido varios enfrentamientos con distintos sectores corporativos de la policía y de la justicia. En mayo del año pasado, presentó ante la Corte Suprema de la provincia de Buenos Aires una lista de seis homicidios ocurridos en un lapso de once meses que, atando cabos, descubrió que tenían un gran punto en común: todos eran casos de presuntos “pibes chorros” que salían a robar –en la mayoría de los casos, motos– y terminaban ajusticiados por policías –algunos de ellos, dueños de esas motos– de civil, en homicidios como consecuencia de un exceso de legítima defensa. El caso del Negrito estaba en su lista.

La portación y el uso del arma reglamentaria en policías fuera de servicio, que se ampara en la Ley 13.982 de la provincia de Buenos Aires (reformada en 2009 por el actual gobernador Daniel Scioli), muchas veces se convierte en un problema de consecuencias mortales. En el último informe del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), se detalla que entre 2003 y 2013 murieron 1286 civiles en hechos en los que participaron integrantes de las fuerzas de seguridad. El 35,4% de las víctimas (455 personas) recibió disparos de policías que estaban fuera de servicio al momento de gatillar. A la vez, un 76% de los policías fallecidos en ese período (332) también estaba fuera de servicio: el 47%, de franco; el 22,9%, retirado. En ese período de diez años, policías de la Federal mataron a 195 personas en la ciudad de Buenos Aires. Pero hubo otras 304 víctimas en la provincia: muchas de ellas fueron ultimadas por efectivos que viven en el Conurbano y que tomaron parte en el conflicto al salir de su casa o al regresar. En el caso de la Policía Bonaerense, la responsabilidad del personal de franco o retirados en la muerte de civiles representa cerca del 30% de los casos que ocurrieron durante la última década. (Hay uno emblemático: el caso de Lautaro Bugatto, el jugador de Banfield asesinado el 6 de mayo de 2012, cuando quedó atrapado en medio de un tiroteo entre David Ramón Benítez, un policía de civil que disparó siete veces, y dos ladrones que intentaron robarle una moto. Ahora Benítez espera el juicio, acusado por un exceso en la legítima defensa.)

Actual coordinador del Programa de Acceso Comunitario a la Justicia y, hasta hace pocas semanas, titular de la Defensoría Oficial de Menores número 16 de La Plata, Axat además es poeta  y en 2013 publicó el libro Musulmán o biopoética (editado por su propio sello, Los Detectives Salvajes), donde hay poesías sobre algunos de los chicos de los casos de su lista.

“Ni siquiera está resuelto el tema del policía en su barrio, en su vida de civil, fuera del horario de trabajo: por eso la lleva siempre”, dice Axat. “Este panorama legal resulta una suerte de autorización para los policías, que optan por naturalizar la portación de las armas y se mantienen en estado de alerta permanente. Al no existir un hiato entre intervención en servicio y fuera de servicio, el arma reglamentaria se convierte en un riesgo las 24 horas.”

***

El corazón del barrio El Carmen es su plaza, cuyo paisaje se asemeja mucho a la luna en un sueño decadente. Está sobre un manto de césped carcomido como el lomo de un perro con sarna; un techo de cielo gris envuelve a los árboles sin hojas y una pasarela de cemento que se enrula como una serpiente. Ubicada sobre la calle 128, ésta es “la plaza del fondo”: una cuadra más allá se acaba todo. Sólo hay dos o tres kilómetros de campo antes de que el río bañe la orilla terrosa de la provincia de Buenos Aires.

El Negrito llegó a El Carmen sólo cuatro meses antes de cruzarse en el semáforo con el sargento Caballero. Y en esas 16 semanas su vida cambió totalmente. Hijo de un mecánico y de un ama de casa, fue criado como el menor de tres hermanos en un hogar de clase trabajadora. En su casa funciona el taller de su padre, Rubén, un hombre de rasgos rústicos y palabras mínimas. El primer acelerador que el Negrito pisó fue el de un karting de chasis Vara, que llevaba el número 29 y que Marcela, su madre, cree que debe estar en un cuartito del fondo de esta casa.

Mientras Rubén se mueve sigiloso por el taller, Marcela ceba mates, fuma sin parar y recuerda cuánto le gustaban las motos a su hijo, que cuando no estaba en la escuela trabajaba con su padre acá, ayudándolo y aprendiendo un poco: lo suficiente para saber de motores y modelos. El Negrito se hacía y deshacía de sus motos preferidas con escandalosa facilidad. Tuvo, enumera Marcela, una Honda CG, una Wave, una Twister, una Tornado. También una Zanella RX y una Suzuki X100 dos tiempos a la que sus amigos le decían “la paraguaya”, por un ruido raro que hacía. “Los chicos las compran y las venden entre ellos”, dice su madre con la voz cansada. Sabe que algunos de los amigos del Negrito solían conseguir las motos a punta de pistola y se amarga cuando piensa que su propio hijo pudo haber robado algunas. Pero prefiere negarlo. “Hay pibes que son mala influencia”, dice. “No son ningunos nenes de mamá: son chicos que van de caño y que se drogan. Viven para eso.”

El Negrito entró en El Carmen en la primavera del año 2012 junto a Fernando, su primo, que vivía allí, y en poco tiempo se hizo amigo de varios. Maduró rápido en ese pedazo de tierra olvidado por el mundo: con sus nuevos amigos probó la órbita mental en la que lo pusieron algunas drogas, el vértigo de ciertos planes ilegales, el sabor de los besos robados y la grasa de las motos que aparecían y desaparecían, y que él siempre quería montar y acelerar con entusiasmo fogoso.

Llegaba hasta allí piloteando a través de la Avenida 122, una vía de doble mano poblada de camiones y adornada con carteles toscos que recordaban a Huguillo, acaso el mejor piloto de la periferia Este de La Plata, que se convirtió en leyenda cuando murió con menos de 20 años el día en que –manejando la moto acostado– se dio de lleno contra un coche. El Carmen estaba a la izquierda de la ruta. Era un barrio pequeño y pobre, pero no era exactamente una villa. Tenía dos escuelas, una sala sanitaria, un club social con mesas de billar y una comisaría con patrulleros destartalados, pero la penetración de la asistencia social, y aun la del entramado político informal, era casi nula. Ni siquiera el comercio narco, en manos de dos o tres transas, era tan espectacular. Todo el territorio parecía en estado de espera. Y, a medida que las calles se alejaban de la Avenida 122, la escena se opacaba: había caballos que tiraban de carros cargados de basura, había bandadas de nenes descalzos, había arroyuelos sucios, había casas de madera frágil y otras que parecían cajas de cemento.

El Negrito, que era de Villa Elvira –una zona de casas bajas y ordenadas–, no tenía amigos tan temerarios, que portaran armas y que robaran, penetrando la zona delictiva en las mismas motos que a él le volaban la cabeza. En El Carmen, en cambio, Pablo Alegre, apodado “Ratón”, un chico de 17 años con fama de demonio, que solía pasearse con una pistola 9 milímetros o con un revólver calibre .38 en cuya empuñadura había tallado su apodo, le había declarado la guerra a un transa del barrio de El Palihue, un barrio de características similares al otro lado de la Avenida 122, y cada tanto intercambiaba disparos con él y con su gente. Nazareno Alamo, que firmaba como Naza Reloco en su cuenta de Facebook, había conocido de calabozos y calibres. Maximiliano de León, “Juguito”, había empezado a fumar marihuana a los 13 años y unos meses después ya mezclaba cocaína, calmantes y alcohol, y era incontrolable. Y el propio primo de Axel, su anfitrión en esas calles, también tenía la cárcel en su destino: unos meses después de introducir al Negrito en el barrio, él mismo terminó preso, acusado de robar una carnicería. Muchos de esos pibes habían hecho de la comisaría una rutina.

Como sea, Ratón, Naza Reloco y Juguito se convirtieron en buenos amigos del Negrito. Con ellos el tiempo pasaba diferente y, en El Carmen, sentía que todo estaba permitido.

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Sentado en el cordon de una calle silenciosa, a la vuelta de la casa de la familia Lucero, Johnny Lezcano, un pibe de rulos y corte al ras que tiene un tatuaje del Gauchito Gil, habla del Negrito: “Piloteaba la moto como si fuera un sueño: eran él y la moto, y era como si no existiera nada más”. El sol pega fuerte; cada tanto pasa un auto. Johnny, que no ha cumplido 20 años todavía, claro que se acuerda de todas las motos que tuvo su amigo y asegura que el Negrito no las había robado. “La primera la laburó. Empezó a juntar plata y después la cambió por otra y… ¡Pum!”, dice. “Creció, la vendió, compró otra, vendió, compró otra mejor y así. Todo legal. Lo que él andaba, siempre tenía papeles.”

Si antes el sueño del pibe en los barrios de la periferia de Buenos Aires era jugar al fútbol en primera división, ser boxeador o ídolo de cumbia, hoy ese sueño se reduce a tener una moto. En barrios como estos, la moto es salida laboral y objeto de lujo y distinción; motivo de ostentación y, también, herramienta para el delito.

“Tenía mujeres de sobra el guacho. Tenía facha, tenía ropa, tenía zapatillas, tenía chamuyo. Pero igual con la moto ya era suficiente”, agrega Johnny. “A las mujeres les regustan las motos. Pasás al lado de una y le pegás una acelerada… ¿Sabés cómo se suben? Y si sabés hacer willy, no se bajan más.” Los jueves a la noche, o a veces los sábados o los domingos, el Negrito iba al Bosque, un parque gigantesco y tradicional de La Plata donde los fanáticos de las dos ruedas se juntan en reuniones multitudinarias para desafiarse en carreras o jactarse de sus trucos. “El Negrito iba a demostrar lo que sabía”, dice Johnny como si se tratara de una escena de Rápidos y furiosos. “Se hacía ver, la colgaba levantando la rueda delantera o hacía cortes, moviendo la llave para que la moto hiciera ruido: ¡Pá-pá-pá!”

En El Carmen, él y sus amigos echaban mano a los motores: todo el tiempo alguien necesitaba tunear su máquina, todo el tiempo aparecían nuevas motos. Y, en general, se sobreentendía de dónde venían. (En la periferia platense, una Honda Wave robada puede conseguirse por 500 pesos, menos del 10% de su valor legal.) El circuito clandestino está alimentado por los que consiguen las motos, a los que llaman “los cortatruchos”, y las llevan a los desarmaderos de los “transas” de motores y de partes. La complicidad policial también se sobreentiende. En Argentina hay alrededor de cinco millones y medio de motos patentadas: en los últimos tres años, la cifra creció a una tasa del 21% (una moto cada ocho habitantes). En el barrio, el producto final de esa cadena –una moto ilegal de registro adulterado– es casi siempre más respetado que una moto con los papeles en regla.

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El negrito completó su conversión y cortó definitivamente amarras con su pasado cuando conoció esquina de la escuela a la que iba, sobre el cruce a Araceli Ibarra. Era una tarde de calor de noviembre de 2012, en la esquina de la escuela a la que iba, sobre el cruce de la avenida 7 con la calle 76. Ahí charlaron por primera vez cuando una amiga en común los presentó y, algún tiempo después, cerca de esa misma esquina, pero por la noche, el Negrito le pidió un beso. Ella estaba de nuevo con su amiga; él había llegado en moto y había frenado cuando las había visto. Le quedaba bien la moto, comentaron entre ellas. Eso les gustaba.

El Negrito buscó y consiguió ese primer beso y antes de acelerar de nuevo alcanzó a agendar en su teléfono el número de Araceli. Partió después, y todavía con cierta electricidad en los labios, como un gentil jinete teenager.

Ya tenía una novia, Evelyn, una chica de carita angelical que había sido su primer amor. (Tras su muerte, ella le pintó un grafiti en una de las calles de Villa Elvira: el nombre de los dos adentro de una lengua stone.) Pero al Negrito había empezado a gustarle esta princesita de El Carmen, que además hacía box y tenía una actitud diferente de la de todas las chicas que había conocido.

El próximo encuentro fue en la plaza Matheu, un bosquecito hexagonal donde confluyen seis calles, que de repente era de ellos: debajo de un árbol, con Ratón y una amiga de Araceli, comieron unas hamburguesas y tomaron gaseosa, y charlaron hasta que las palabras se agotaron. A las dos y media de la madrugada, Ratón se subió a su moto y se fue con las dos chicas para El Carmen, y el Negrito partió para la casa de sus padres. Cruzó las calles en su moto con una sonrisa que resplandecía y cortaba el viento que le pegaba en la cara: había vuelto a besar a Araceli. Mientras las calles pasaban, el Negrito supo que habría nuevas citas, nuevas noches, nuevos besos y nuevas palabras, y que él le preguntaría por fin a Araceli qué esperaba de todo eso.

“¿Querés estar de novia conmigo o qué?” Así recuerda Araceli que el Negrito la encaró. “El Negrito me gustaba”, dice ella ahora, sentada en una escalera, al costado del gimnasio del Club Chacarita Platense, en el Sur de la ciudad. El lugar es una cancha porosa de básquet donde una docena de pibes y una chica (ella) tiraban guantes, saltaban la soga y hacían abdominales hasta hace unos minutos. Araceli, que todavía tiene puestos sus guantes rosas, está bañada en transpiración adentro de un pantalón y una camiseta de fútbol: a los 18 años, se perfila como una boxeadora dura que persigue el sueño de subirse a un ring como profesional. Se saca los guantes y las vendas, y debajo de todo eso tiene las uñas pintadas de rojo. “Más allá de que el Negrito hacía muchas cagadas, conmigo era bueno”, continúa. “Y yo le dije que sí, que quería estar de novia, pero sólo si se iba a portar bien.”

A poco de empezar la relación, Araceli lo metió en su casa. Estuvieron conviviendo ahí un mes. El Negrito había pensado que iba a ser mejor estar en El Carmen, porque la policía lo buscaba en el domicilio de sus padres para que declarara: un amigo suyo le había disparado a otro pibe que les había querido robar una Honda Wave.

En una casa de una habitación, donde también vivían el hermano de Araceli y su novia, el Negrito dormía a veces hasta las cuatro de la tarde y, cuando se despertaba, encontraba a una Araceli que ya había salido a trotar a la mañana y que había estado haciendo guantes en la bolsa del gimnasio. “El ya tenía el sueño cambiado por-
que andaba despierto a la noche”, dice ella sobre la nueva vida del Negrito en El Carmen. El igual era educado, la ayudaba a limpiar y a cocinar, y cuando caía el sol se quedaban mirando películas de terror o dibujitos. “Era compañero conmigo”, agrega, “pero cuando salía se daba vuelta”.

“Allá el Negrito era el destacado, el más facha, el picante”, recuerda Nicolás, otro de sus amigos de Villa Elvira. “Pero esos pibes lo llevaban por mal camino y lo vivían. Y él, para demostrar cómo era, les decía que sí a todo. Y así un día cambió, empezó a ir más para allá, más para allá, más para allá y ya a no volver. Y nunca nadie entendió por qué.”

Así fue como, en apenas cuatro meses, el nene bueno se volvió un nene malo. “Todo lo que no hacía acá, lo hacía allá”, dice su madre, “y pensaba que estaba bien”. En la cocina de la casa de los Lucero, la señora intenta ahora encontrarle una explicación a la transformación que experimentó su hijo y que lo llevó a la muerte. “Allá tenía una personalidad y acá, otra”, dice. “Como él decía que no le tenía miedo a nada, los pibes de allá lo usaban. Y para demostrarles, él iba con ellos a robar.”

En la mesa de la cocina, Nahuel Giménez, un chico silencioso de 17 años que la madre del Negrito señala no sólo como el mejor amigo de su hijo, sino también como el que más se le parece en los rasgos físicos, agrega con un hilito de voz: “Me dijo que robar no era fácil y que tampoco le gustaba”. Marcela le apoya la mano en el brazo y trata de consolarlo. “Pero cuando estás drogado no sabés lo que hacés. Cuando venía de El Carmen no era él: venía todo jalado, venía bobo, con los ojos dados vuelta.”

El Negrito le decía a su madre: “¡Mami! No me va a pasar nada”, dice Marcela. “«Las cosas que dicen de mí no son ciertas: yo no hago nada, yo me porto bien, vos quedate tranquila», me decía.”

La madre y el amigo se quedan callados. “Yo no me daba cuenta si había fumado o jalado”, dice ella después. “Para mí siempre tenía la misma cara. Lo disimulaba muy bien. Recién ahora me estoy enterando de esas cosas.”

***

El semáforo de 7 y 80 seguía en  rojo. “Yo estaba pensando en cualquier boludez”, dice Caballero. A su izquierda pasó en ese momento una moto sobre la que iban dos tipos, que frenaron también en el semáforo: estaban vestidos con equipos deportivos, los dos llevaban gorras y tenían las capuchas de sus camperas puestas. El de adelante miraba a sus lados; el otro miraba hacia atrás, inquieto. Caballero, que no los había visto llegar porque iba con casco, se preguntó qué estaba pasando. “Cuando el de atrás metió su mano en la campera, me di cuenta de que yo había perdido.”

Entonces el Negrito sacó la mano de su bolsillo empuñando un arma y el tiempo se detuvo. Saltó de la moto y, en dos pasos, se le paró enfrente, cargando el arma en la cara del policía y le gritó arrastrando las palabras: “¡Dale, bajate!”.

Detrás de una gorra Nike, la capucha de una campera deportiva adornada con el escudo de River Plate y una bufanda enroscada alrededor, Caballero sólo vio dos ojos frenéticos. “¡Dale! ¡Dale! ¡Bajate! ¡Bajate!”, le repetía.

“Pensé que si me movía, me tiraba”, recuerda Caballero, que además es hijo de un policía aún en actividad. Como no reaccionaba, el Negrito lo golpeó dos veces en el casco y otra en el pecho con el arma, hasta que el policía, de civil, terminó de entender lo que estaba ocurriendo y, poniendo la patita para que su moto no se cayera, la dejó en punto muerto y se bajó. Pero el Negrito no estaba listo para treparse a la Twister: antes necesitaba que Caballero se alejara un poco más, para evitar un contraataque.

Alrededor, varios testigos parecían congelados: estaban esperando el colectivo, saliendo del supermercado, caminando de regreso a sus hogares y, de pronto, ya no hacían otra cosa que permanecer quietos a la espera de las balas.

“Yo le di la espalda porque no quería que me revisara”, dice Caballero. “Si buscaba mi billetera y mi celular, quizá me manoteaba el fierro y yo no sabía cómo podía terminar eso. Como yo le digo «¡Listo, listo, listo! ¡Llevátela!», en un momento el loco se sube y me da la espalda. Y ahí saco yo mi arma y la martillo.”

Cuando Caballero apuntó, el amigo del Negrito lo vio. “¡Tirale!”, le dijo. O quizás: “¡Dale!”. Caballero no puede recordar ese detalle con claridad. Cuando se dio vuelta, ya estaba en la mira de Caballero, que le gritó: “¡Policía! ¡Policía! ¡Bajate!”. Pero igual el Negrito levantó su arma. “El me apuntó y le tiré”, dice Caballero. “Fue un segundo: ¡Plup! ¡plup! ¡plup! ¡plup! Cuando vuelvo a mirar, su fierro cae y él también.”

El Negrito quedó en el suelo, con la Twister encima, estirándose para zafarse o quizá para recuperar el arma (una Bersa con la numeración limada que alguna vez había sido de un policía). Caballero corrió hacia el Negrito y llegó primero al arma, mientras el amigo del Negrito aceleraba y se daba a la fuga. El Negrito estaba herido con cuatro tiros y esos manotazos eran también un último intento de aferrarse al asfalto bonaerense, a la vida que se desprende demasiado rápido. En un instante estuvo muerto.

Caballero quería saber quién había querido robarle la moto. “Quise saber quién era y le destapé la cara”, dice. El rostro lampiño del Negrito acababa de soltar el último aliento. “Y cuando lo vi, pensé: «¡Uh! ¡Es un guacho!»” De costado sobre el asfalto, el motor de la Honda Twister todavía ronroneaba.

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El homicidio de Axel Lucero puede parecer uno más entre las historias trágicas que Buenos Aires narra todos los días: un ladronzuelo muerto, un policía con las manos manchadas de sangre y pólvora, un botín exiguo. Fin. Pero no. En sus múltiples capas de interpretación, el cruce del Negrito con Caballero esconde más de un sentido.

Meses después del crimen del Negrito, Axat presentó ante la Corte Suprema de la provincia de Buenos Aires su caso, en una lista en la que estaba junto a otros cinco adolescentes asesinados por policías platenses de civil en un lapso de once meses: Rodrigo Simonetti, de 11 años (muerto el 6 de junio de 2012); Franco Quintana, de 16 (el 27 de diciembre de 2012); Omar Cigarán, de 17 (el 14 de febrero de 2013), quien, según la versión oficial, intentó robarle la moto a un policía de civil; Bladimir Garay, de 16 (el 19 de mayo de 2013) y Maximiliano de León, de 14 años y con 22 entradas a comisarías (el 1 de agosto de 2012). De León, conocido en El Carmen como Juguito, era amigo de Ratón y del Negrito.

“En cinco años de trabajo como defensor, yo nunca había visto una seguidilla así”, dice Axat, que desde que presentó esta serie ha detectado otros seis casos nuevos. No habla de un escuadrón de la muerte; en cambio, su hipótesis es que la serie de asesinatos sin castigo genera un clima de repetición. “Es un copycat”, continúa, “son crímenes copiados de otros crímenes, que surgen de una articulación de imaginarios y prácticas que funcionan al dedillo en cuanto a la persecución y al hostigamiento de estos pibes que ya vienen prontuariados de antemano, porque tienen caídas en la policía y seguimientos en los barrios.”

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La provincia de Buenos Aires no tiene un sistema de estadística pública que muestre los casos de muerte a consecuencia de violencia institucional. Y aunque existe un banco de datos que registra apremios y torturas, no es confiable porque los defensores públicos no siempre cargan sus denuncias. La procuración bonaerense, en su sistema web, registra la tasa de investigaciones penales iniciadas cada año, pero no especifica quiénes son las víctimas y los victimarios, ni tampoco las modalidades. “Es una cifra inútil”, explica Axat, que sospecha que si en La Plata hubo seis casos en once meses, en otros departamentos judiciales más violentos (como La Matanza, San Martín o Morón) debe haber más. El asunto lo desvela: “La cifra real existe”, asegura. El Sistema Integrado del Ministerio Público de la provincia, dice él, obliga a los funcionarios a volcar toda la actuación realizada, que luego es recibida por la Dirección de Estadística, que utiliza los datos para hacer control de gestión interna, pero no para darlos a conocer.

Axat dice que una fuente suya le filtró parte de la estadística y que, hasta ahora, ha logrado descubrir algunas cosas: “Es grave. Sólo en La Plata, donde hay un nivel de conflictividad medio, tengo una tasa de alrededor de 130 pibes muertos en los últimos ocho años, pero no tengo la modalidad. No sé si se mataron entre ellos, si ocurrió cuando le fueron a robar a un policía o en legítima defensa. Deberíamos, como sociedad, poder saberlo”.

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En El Carmen, la muerte del Negrito no pasó desapercibida: el barrio lo lloró. Y aunque su madre se encargó de que ninguno de sus nuevos amigos estuviera en el entierro, ellos lo santificaron en Facebook, donde los flyers con su rostro comenzaron a circular, diseñados por quienes lo habían conocido, junto con las fotografías que lo mostraban caminando por esas calles o haciendo willy, “colgando” alguna moto a toda velocidad. “Lo recuerdamos por la ima-
gen que dejaron de pibes bien chorros, companieros y unos amigos impresionante… los amamos mucho”, se lee en una de esas imágenes: allí el Negrito comparte cartel con Ratón, que para entonces ya había sido ejecutado con varios tiros por la espalda por un dealer de El Palihue.

Un día después del homicidio de Axel Lucero, su amigo Nazareno Alamo, Naza Reloco, que había logrado escapar, agregó un comentario en una foto del Negrito que él mismo había subido a Facebook tiempo atrás. “Te quiero amigo se te re estraña negro, alto compañero”, escribió.

Cuatro días después, la misma foto recibió dos  comentarios que lo inquietaron: “Lo dejaste re morir Naza al pibe, no podés hacer eso. Te van hacer maldades, gato”, puso uno. Y otro: “Re gil el pibe, ¿cómo lo va a dejar tirado? Le tiene que kaer la maldad”. Naza Reloco se defendió desaforadamente: “Cierren el orto, giles. Diganmelon en la cara si son tan piolas”, escribió. “Yo hice lo posible pero estaba re jalado y yo no lo llevé a él, lo vi cuando estaba tirado.” Uno de los que había posteado antes volvió a aparecer: “No sé amigo, todos los pibes dijeron q andaba con vos”.

El 31 de diciembre de 2013, diez meses después del homicidio, Naza le dejó un rosario al Gauchito Gil en memoria del Negrito, en un santuario que él mismo había ayudado a construir en la plaza de El Carmen. “El estaba mal porque todos lo acusaban de que había ido a robar con el Negrito ese día, porque siempre andaban juntos”, dice Maira Verón, la novia de Naza, que en su Facebook firma como La Morocha de Ningún Gato. En su casa, un departamento en un monoblock enano llamado Monasterio, no muy lejos de El Carmen, no hay casi nada: apenas una mesa, algunas sillas, una heladera y muy pocas cosas más. Maira insiste con que su novio trabajaba como albañil desde las siete de la mañana y con que ya no robaba, y por lo tanto para ella no hay forma de que haya abandonado al Negrito. (La investigación judicial sobre el homicidio de Axel Lucero es ambigua en ese sentido: la presencia de Nazareno Alamo en el incidente no ha sido probada ni tampoco descartada. Pero la sospecha de que fue él quien estuvo allí existe.)

“Ese día, Naza vino a mi casa a las ocho de la noche y después nos fuimos a dormir, y a la una de la madrugada vinieron unos chicos a avisarnos que le habían dado un tiro al Negrito”, sigue Maira. Fue ella quien se subió a una motito Honda Wave y comprobó la historia. Cuando volvió con la noticia, encontró a Alamo pidiéndole por la vida de su amigo al Gauchito Gil, con una vela encendida. “No lo pudo aguantar”, dice. “Se puso a llorar.”

Casi un año después del homicidio del Negrito, el miércoles 22 de enero de 2014, Araceli, que está a punto de dar las coordenadas para una nueva entrevista para este artículo, avisa que no podrá llegar: otro amigo acaba de morir. Es Alamo, que quiso ayudar a un vecino a recuperar una moto y terminó con un disparo en la frente.

En la medianoche del viernes 24 de enero, una pequeña multitud llega desde El Carmen a una funeraria de la calle 72, la última del diseño racional de La Plata, antes de que el suburbio amorfo lo muerda todo. Son sus amigos de la plaza del fondo: pibes de mirada dura, algunos todavía con cachetes aniñados, que lloran con dolor y piden venganza a los gritos. Nazareno Alamo, Naza Reloco, está adentro con los ojos cerrados en un cajón abierto adornado con una bandera de Gimnasia y Esgrima de La Plata. Es una noche fría en el medio del verano, y en la funeraria se comenta que el asesino fue un tipo al que le dicen “Chino” y que es de la barra brava de Estudiantes. Pero hay quienes comentan que algunos amigos del Negrito podrían haber vengado su abandono.

Ya es de mañana cuando el velorio termina, y una caravana de motos sigue bajo el sol al coche fúnebre cuando pasea al cajón frente a la casa de los Alamo, en El Carmen. Después pasan por el santuario del Gauchito Gil en la plaza, donde truenan dos disparos, y frente a la vivienda de uno de los amigos del supuesto asesino. La recorrida termina en el cementerio municipal, acelerando las motos en punto muerto.

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A Caballero, que se quedo de pie un instante al lado del cuerpo de Axel Lucero, se le amontonan los recuerdos: la cara seca del chico, los autos que ya pasaban el semáforo en rojo, las bocinas, las luces, los gritos de la gente, los que creían que el propio Caballero era un ladrón que acababa de matar a alguien y al que le gritaban “¡Hijo de puta!”, “¡Asesino!”, y los que habían visto la secuencia y confrontaban con los primeros. Asustado, desconcertado, Caballero guardó su propia arma y sostuvo la del Negrito, que revisó y encontró cargada y lista. Después, alguien le alcanzó un diario para envolverla.

En diez minutos, el cruce de las calles 7 y 80 se plagó de policías. Con la zona cercada dispusieron que Caballero espere a un costado, pero le permitieron conservar el arma de Lucero, que luego le entregó a la fiscal Virginia Bravo cuando ésta llegó. Caballero quiso llamar a su padre, pero el teléfono se le escapó de las manos y el chip y la batería se desparramaron en el suelo: sus nervios eran incontenibles.

Después de levantar rastros, huellas y balas, la fiscal y su secretario le preguntaron a Caballero qué había pasado. Con dos testigos, los peritos sacaron los cartuchos del arma del policía: de las 17 balas, cuatro habían sido disparadas. El arma del Negrito tenía tres en el cargador y una en la recámara. Sacaron fotos, hicieron un croquis de la escena del crimen. Levantaron la moto y dieron vuelta el cuerpo. Lo revisaron: no encontraron nada en los bolsillos. Le levantaron entonces el buzo, le limpiaron la espalda y vieron los disparos en el hombro, en el omóplato y en la costilla, siempre del lado de la espalda. Le bajaron los pantalones y le quitaron la gorrita, y de ahí cayó un casquillo: era la cuarta bala, que había ingresado y salido por el cráneo.

“¡Era un reguachín!”, dice Caballero ahora. “Si lo veías con la ropa inflada parecía más grande, pero tenía el cuerpo de un nene. Ni pelos en la cara tenía.”

Dos horas después de los disparos, levantaron el cadáver y lo enviaron a la morgue. Caballero fue llevado a la comisaría octava, donde los amigos del Negrito también fueron concentrándose. A las dos de la madrugada, era un prisionero que quemaba: el comisario se lo sacó de encima y lo envió al destacamento policial del barrio de Abasto, en el sudoeste de la periferia platense. En un calabozo hediondo (el colchón estaba meado y todavía húmedo, y las cucarachas caminaban por todas partes), Caballero quedó por fin solo. “Rebobinaba la cinta a morir”, dice. “Estaba shockeado. Seis horas atrás había estado en mi casa preparándome para ir al gimnasio y ahora estaba en un hoyo y en una encrucijada.”

Apenas clareó, un camión de traslado lo pasó a buscar para llevarlo ante la fiscal Bravo. El que conducía era un conocido suyo y no entendía qué pasaba. En el camino, compró el diario y lo vieron juntos. La fiscal decidió que Caballero sería el último en hablar: una testigo había contado que el policía había rematado en el suelo al Negrito y Bravo quería escuchar más testimonios antes de conocer su versión. A las diez de la mañana, un abogado visitó a Caballero en los tribunales, donde seguía esperando su turno. “No te voy a mentir, estás mal”, le dijo el hombre. “Con la declaración de esa mujer, te comés de 8 a 25 años.” Mientras la fiscal escuchaba nuevas versiones, Caballero fue devuelto a la comisaría. Su madre lo visitó allí brevemente. Lloraron juntos. “Yo me dormía y me despertaba cada media hora. Lo único que hacía era dormir y llorar”, recuerda. “No lo podía creer. Pensaba que era todo un sueño. Y quebraba.”

Al día siguiente, volvió a los tribunales y declaró una hora ante la fiscal. Detalle por detalle. Luego lo llevaron a los calabozos del subsuelo. Hubo algunos trámites y una primera sentencia: como no había más lugar en la comisaría, Caballero debía ser trasladado al penal de Olmos, una torre de Babel que, habitada por más de 3.000 presos, es la cárcel más grande y peligrosa de Argentina. “Se me puso la piel de gallina”, dice.

El siguiente traslado no se hizo esperar. Caballero viajó en el camión sentado adelante, separado de los presos que iban atrás, encadenados, y que preguntaban por él: “¿Qué onda el loco ese que está ahí?”. “Pensaban que yo era violín”, explica, con la jerga que usan los presos para marcar a los violadores. “El viaje fue interminable: yo miraba el campo y las vaquitas, y me agarraba calor, frío, ganas de llorar… Pensaba que ésa era la última vez que iba a ver una vaquita.”

Cuando llegaron lo recibió la jefa de la unidad. Le dijo que conocía su historia y que consideraba que él no era un corrupto ni un abusador, sino policía que se había defendido. Lo dejó durante ese día en un calabozo separado, con una cama y una letrina, un lugar un poco menos desagradable que el de la comisaría. Caballero sabía que en menos de 24 horas iba a ser uno más en el pabellón de los policías presos. Pero entonces, ya sobre el final del día, llamó la fiscal Bravo: la autopsia indicaba que las balas habían penetrado en un cuerpo sentado y en rotación, de modo dinámico, lo que para ella corroboraba, junto a varios testimonios (que a su vez contradecían al de la mujer que había dicho que el Negrito había sido rematado en el suelo), la versión del policía.

“El testimonio es una prueba endeble: dos personas frente al mismo hecho pueden contar dos cosas diferentes”, dice la fiscal para justificar su decisión de dejarlo en libertad y no acusarlo por un exceso en la legítima defensa. “Por eso, la prueba fundamental y objetiva en este caso es la autopsia.”

El joven sargento Caballero fue liberado el mismo día en que llegó a la cárcel de Olmos. Atravesó la puerta del penal después de la medianoche. Afuera lo esperaba su padre. Cuando volvían pasaron por la comisaría octava: había sido apedreada por los amigos de Lucero.

“Yo llevaba el arma porque me sentía seguro y uno tiene que estar seguro para usarla”, dice Caballero. “Si no, no la llevés. No podés dudar. Es igual que para el malandra: él agarra el fierro y tiene la misma responsabilidad que uno. Matar o morir. Agarrás un fierro y agarrás tu destino.”

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La madre del Negrito llega a su casa agotada. “Vengo de la fiscalía. Fui a ver si había avanzado la causa y me dicen que no, que no hay nada que amerite a favor del nene”, se amarga. Ya pasaron varios meses del homicidio. “Todo está a favor del policía ése, que declaró que se asustó porque mi hijo le estaba robando. Pero le pegó cuatro tiros: creo que esto pasa más por otro lado.” Aunque no hay pruebas, Marcela dice que escuchó algo sobre una chica que compartían víctima y victimario. Está convencida de que Caballero ejecutó adrede a su hijo. Que le disparó en la cabeza de cerca. Que no le dio chance de vivir. “Yo tengo un montón de versiones”, dice. “Y cada día me entero de algo nuevo.”

En el lugar que dejó el Negrito en su casa ahora hay vacío. Su cuarto permanece intacto y sobre su cama hay una bandera que hicieron sus amigos del barrio y que le dieron una noche a Tito, el cantante de La Liga, el grupo de cumbia preferido del Negrito, para que la sacudiera mientras cantaba “Yo tengo un ángel”.

En la sala de la casa, una foto gigante cuelga de la pared: el Negrito sonríe, con lentes de sol y gorrita. “Lavaba sus viseras con cepillo, a la noche…”, dice su madre mirando la foto.

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Un año después del homicidio del Negrito, Araceli está en el gimnasio del Centro Paraguayo de Los Hornos. Siguiendo a su entrenador, la boxeadora se acostumbró a viajar a esa barriada del sur de La Plata para darle a la bolsa, a los abdominales, a la soga, a los guantes. “Si yo no estuviera entrenando, estaría en el barrio con las juntas”, dice. “Pero el boxeo y mi mamá me salvaron.”

Araceli evoca al Negrito Axel Lucero, a Nazareno Alamo, al Ratón Pablo Alegre; a Maximiliano de León, Juguito. Y a su primo, Brian Perego: otro pibe que acaba de morir sobre una moto. Iba en su Honda Biz C125 cuando lo embistió una camioneta Ford EcoSport. Ahora sus parientes quieren saber si fue un accidente o un atentado: Brian tenía sus enemigos, explica Araceli. “Ya hay muchos chicos muertos”, dice, apesadumbrada. “No se puede hacer nada. La junta te lleva, pero el camino es de cada uno: vos tomás tus decisiones y no le podés echar la culpa a nadie.”

Entonces se pone los guantes: hay que seguir entrenando.

En la estantería metálica hay un cuadro de Jesucristo, otro de la Virgen y varias figuritas de santos católicos. Junto a todos ellos, en la pared, un póster del Che Guevara: fondo rojo, silueta en negro, una estrella en la boina.

Édison Cosíos siempre fue un joven revolucionario. O así lo recuerda Vilma Pineda, su mamá… El 15 de septiembre del 2011, a las cinco y cuarto de la tarde, ella recibió la noticia más dura de su vida: su hijo tenía 17 años de edad y un policía le disparó una bomba lacrimógena directamente a la cabeza, mientras el muchacho participaba en una manifestación en contra del Gobierno de Rafael Correa.

Durante los siguientes seis meses, ella literalmente vivió en dos hospitales, el uno público y el otro privado. El diagnóstico final de los médicos fue devastador: ‘Estado vegetativo permanente’. Cuando ella decidió llevarse a su hijo, unos doctores le dijeron que no llegaría vivo ni a su casa. Otros, que viviría a lo mucho unos cuantos días más.

Han pasado tres años y medio y no solo que no ha muerto sino que Édison Cosíos ya ni siquiera pasa todo el tiempo acostado en su cama. Cuando entro en su habitación, pintada de un intenso azul pastel, él está en una silla especial, sentado junto a la ventana, recibiendo directamente el sol profundo del mediodía. Una especie de gorra de baño blanca cubre su cráneo, pero no logra disimular la hendidura provocada por el impacto de la bomba. Parece dormido.

“‘Edy, aquí está Alexis, él es periodista y quiere escribir sobre ti. Salúdale”. Sin la ayuda de nadie, el muchacho levanta la mano derecha y la extiende. Estiro la mía y él la aprieta con fuerza. “Hola, Édison. ¿Cómo estás?”, pregunto. Él hace puño la misma mano y levanta el dedo pulgar… Alcanzo a ver un escudo de la Liga de Quito. “¿Eres liguista? Yo soy barcelonista”. Habla su mamá: “Édison, ¿qué les haces a los barcelonistas?”. Y él levanta el dedo medio para hacerme la ‘mala seña’… Sonríe.

Sobre su cama está un letrero con su nombre en letras doradas y mayúsculas: ÉDISON COSÍOS. Abajo, un enorme cartelón lleno de fotos: con su familia, con sus amigos, con alguna novia… Ahí se ve a un joven blanco, delgado, sonreído, que dista mucho del hombre casi inmóvil y callado que está en la habitación. Junto al cartelón, muchos globos que han ido dejando las personas que lo visitan. El más grande tiene forma de corazón y la leyenda: “Quiero que mi cariño te acompañe por siempre”.

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Al joven Cosíos la política le interesó desde pequeño pero nunca fue afín a ningún partido. En el Colegio Mejía formó el Movimiento Combatiente Alfarista y la primera vez que se postuló a la Presidencia del Consejo Estudiantil obtuvo muy pocos votos. Eso lo sabe bien Carlos Collaguazo, quien su compañero y lo define como su líder. “En el Colegio debíamos tener plata para hacer campaña, o vincularnos con algún partido. Y nosotros ni teníamos plata ni queríamos unirnos a nadie”.

Collaguazo estudia ahora Ciencias Políticas en la Universidad Central. Reconoce que Cosíos tenía “el don de la palabra”. “Podía convencernos de hacer algo solo con hablar. Hacía amigos con mucha facilidad, siempre estaba alegre. A veces, cuando alguien tenía que irse temprano, él le convencía para que se quedara en las discusiones de política o preparando las campañas”.

Por esos días, el Gobierno promulgaba el Bachillerato Unificado, que eliminaba las especializaciones en los colegios y definía que todos los estudiantes recibirían el mismo título. Con eso Cosíos nunca estuvo de acuerdo.

Los alumnos del Mejía habían decidido salir a protestar, pero el Movimiento Combatiente Alfarista, al que identificaban como MCA, decidió que no iría porque justo en ese momento estaban buscando apoyo para la segunda campaña de Cosíos rumbo al Consejo Estudiantil.

Las manifestaciones fueron fuertes el martes 13 y el miércoles 14 de septiembre y todo hacía pensar que la cosa empeoraría el fatídico jueves 15.

El Colegio Mejía es una construcción antigua, gigante y de paredes blancas. Eran casi las cinco de la tarde y Édison Cosíos les dijo a sus compañeros que debía ir a encontrarse con su novia. Se despidió y se fue sin haber participado de las protestas. Pero justo cuando estaba por salir del colegio, alcanzó a ver cómo los policías comenzaron a meterse por la puerta principal para reprimir a los estudiantes. En ese momento, tomó la decisión más cara de su vida: regresó, cogió un escudo con las siglas MCA y dio la orden: “Vamos a defender a nuestro Colegio”. “Édison le tenía una especie de ‘pica’ al Gobierno”, confiesa Collaguazo.

Las normas de seguridad pública mandan que los policías deben disparar las bombas lacrimógenas hacia arriba en un ángulo de 45 grados para que si llegasen a caer sobre alguien, a lo mucho le rompan la cabeza. Pero Collaguazo asegura que esa tarde los policías irrumpieron disparando directamente a los cuerpos de los estudiantes. “Hubo muchos compañeros que se salvaron de milagro. Édison incluso tenía el escudo y se quiso proteger pero creo que la bomba llegó tan rápido que no le dio tiempo a nada, le pegó duro en la cabeza”.

Doña Vilma Pineda nunca olvidará el momento en que sonó el teléfono. Su esposo estaba del otro lado y le dijo: “Tienes que salirte de donde estés porque al Édison le han disparado”.

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La casa de la familia Cosíos Pineda queda en el barrio La Argelia, en el sur de Quito. Un lugar enquistado en las montañas, lleno de calles empinadas, muchas de tierra, otras empedradas, pocas adoquinadas y una pavimentada. La de ellos es adoquinada. Por esos lares no se respira esmog.

Cuando decidieron que el joven regresaría al hogar, el Gobierno hizo algunas modificaciones en la vivienda. Para entrar, hay que cruzar una larga rampa de cemento. La puerta de calle es de metal azul. Esa, la puerta de ingreso a la sala y la del cuarto de Édison tienen más de dos metros de ancho. Las hicieron así para que las camillas y la propia cama del joven pudieran entrar y salir cada vez que fuera necesario. Lo primero que se ve es la sala, enseguida la habitación de Édison, luego el comedor, la cocina y el resto de cuartos asoman tras un largo corredor. El piso es de cerámica blanca.

La sala es un lugar pequeño pero acogedor. Dos sillones y una mesa de madera en la que están fotos de toda la familia. El ventanal muestra en el fondo a un pequeñito Panecillo.

Antes del accidente, Vilma Pineda era operaria en una fábrica de ropa. Pero desde ese momento, su vida y su único trabajo es cuidar a su hijo. Al día siguiente del bombazo, los doctores le dijeron que tenía muerte cerebral. Y, aunque enseguida cambiaron su diagnóstico a un coma profundo, ella tuvo que estar “pegada” a su hijo todo el tiempo.

Las primeras semanas estuvo en el hospital Eugenio Espejo. Luego fue trasladado al De los Valles, que es privado, pero la cuenta fue asumida por el Estado. “Llegó un momento en el Eugenio Espejo, en que los médicos ya me querían mandar a la casa. Parece que no querían que mi hijo muriera ahí. Nuestro caso se hizo público y toda la gente estaba pendiente. Creo que ellos preferían que se supiera que murió en la casa y no ahí”.

Durante los meses de hospital, Vilma Pineda tuvo que resignarse a leer de todo en redes sociales. Sus otros dos hijos le mostraban que muchas personas le decían que debía ‘desconectar’ a su hijo. Y ella cree que eso era una muestra de ignorancia porque su hijo nunca estuvo conectado a nada.

También tuvo que escuchar a una doctora cuando le dijo: “Déjelo ir”. Y ella hasta ahora no comprende por qué se lo dijo. “Había mucha gente hablando y opinando sobre nuestro caso. Cuando yo estaba en los hospitales, llegaron varias personas a decirme: ‘A mí me pasó lo mismo’, ‘mi hijo está igual’… A expresarme su solidaridad. Personas que yo no conocía y cuyas historias ha permanecido en secreto. Yo estoy segura de que si mi caso no se hubiera contando, no hubiera recibido nada de ayuda, ni del Gobierno ni de nadie. Por eso yo soy muy agradecida del periodismo. Creo que los medios de comunicación han sido mis aliados en esta dura lucha”.

La última vez que Vilma Pineda vio a su hijo consciente fue en la mañana de aquel 15 de septiembre que jamás olvidará. Su esposo, ella y Édison se sentaron a desayunar temprano. El joven no les habló de los preparativos para su campaña, ni de las protestas de sus compañeros, ni de su cita con su novia por la tarde. Hablaron “de temas normales, de cualquier cosa”.

Luego, ella y su hijo se fueron juntos en el bus que pasa por La Argelia y se despidieron en la avenida Napo. Allí ella se bajó, le dio, como todos los días, su bendición, le dejó un beso y le pidió que se cuidara y que volviera temprano a la casa.

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Todo cambió hace casi un par de años. La habitación de Édison tiene unos doce metros cuadrados. Hay una televisión, un escritorio con varios frascos de cremas y medicamentos, un archivero, un sillón donde pasan las noches las enfermeras y un ‘sofá cama’ donde Vilma Pineda y su esposo duermen cada noche desde que regresaron a casa.

Aquella mañana, la enfermera de turno y Vilma arreglaban la habitación, ponían crema en la espalda del joven y bromeaban. No recuerda sobre qué, pero recuerda que bromeaban. Y, de repente, con uno de sus chistes, Édison sonrió.

Yo no lo podía creer. Grité, salté, pedí que le tomaran una foto, pero no alcanzamos. Nunca había hecho ningún movimiento. Me emocioné mucho, grité como loca”, recuerda la madre.

Esa noche, cuando sus otros hijos, ambos mayores que Édison, llegaron a la casa, ella le contó todo a su familia. Su hijo se acercó a Édison, le tomó la mano y le dijo: “Si me escuchas, guambra, me vas a hacer lo que siempre me hacías cuando jugábamos”. Y fue la primera vez que Édison levantó su dedo medio para hacer la ‘mala seña’.

Luego de eso vinieron muchas sonrisas más. Muchos gestos. Hubo más apretones de mano. Cada vez ellos le hablaban más. La madre les contaba esto a todos los médicos que mandaba el Ministerio de Salud. Ellos se limitaban a leer la historia clínica, anotaban algo, o parecía que anotaban algo, pero nunca dijeron nada.

Una vez un doctor “jovencito” llegó a la casa y, cuando Vilma Pineda salió de la habitación, aprovechó para preguntarle a la enfermera qué tan cierto era lo que decía. “Luego, la enfermera me lo contó. Como ellas han sido testigos de todo lo que ha pasado, cuando el médico le preguntó, ella contesto: ‘¿O sea que no nos cree?’. Luego le pidió a Édison que saludara al doctor. Y él lo saludó. Le pidió que le apretara la mano y el se la apretó… Ahí en el baño el doctor se daba contra la pared diciendo: ‘no es posible, no es posible’”.

Este joven doctor pidió ese día la visita de un neurólogo, un especialista que pudiera hacer una mejor valoración. Esa fue la mejor noticia que Vilma Pineda recibió en mucho tiempo. Se hizo ilusiones pero no pudo evitar también ponerse triste, porque comprendió que hasta ese momento nadie le había creído ni le habían tomado en serio. “Debían haber estado pensando que yo estaba loca, que veía lo que quería ver”.

Llegó entonces un médico de más experiencia, y más años, enviado desde el Estado. Pero cuando llegó, leyó la historia clínica y terminó con la ilusión en menos de un minuto y de la manera más brusca. “¿Para qué me manda a llamar, señora? –dijo-. Usted sabe que su hijo no se va a recuperar. Lo que está haciendo son cosas normales dentro de su condición”. Y eso fue todo.

Esa noche la madre de Édison sufrió. Se sintió devastada. Pero al siguiente día decidió que no se iba a dejar vencer. A él le encantaba la música de un grupo de cumbia que se llama La Vagancia. A través de una sicóloga, consiguió su contacto y logró que fueran a la casa, con todos sus instrumentos, y le dedicaran un concierto privado. “Ese día mi hijo se rió más que nunca. Fue increíble, parecía que quiso levantar los brazos para aplaudirlos”.

Daniel Hinojosa tiene 28 años y es vocalista de La Vagancia desde su inicio, hace ocho. Describe cómo Édison movía sus manos, sus brazos, gesticulaba, reía… “Fue uno de los momentos más emotivos y gratificantes que hemos tenido. Ese día teníamos un compromiso y llegamos tarde porque nos quedamos siquiera unas dos horas en la casa de Édison, con su familia, sus amigos”.

Desde esa tarde vinieron muchas mejoras. Cada vez más respuestas, más sonrisas, comenzó a abrir el ojo derecho hasta la mitad …

Un día, el presidente, Rafael Correa, hizo una visita sorpresa. Llegó con varios ministros. “La primera vez que el Presidente vio a mi hijo, vio prácticamente un esqueleto. –Explica Vilma- Lo primero que le sorprendió fue que encontró a un chico bien ‘papeado’, con un buen semblante. Pero se sorprendió todavía más cuando le dije a mi hijo. ‘Édison, aquí está el Presidente, salúdale’”.

El muchacho le saludó, se rió, y le respondió un par de preguntas con su mano. Correa le recriminó a su Ministra de Salud por qué no le había informado acerca de estos progresos. Ella le respondió que tampoco nadie le había dicho nada. El Presidente pidió que desde ese momento un “buen” especialista de un hospital privado lo atendiera.

Este nuevo médico sí se tomó el tiempo para verificar los progresos del joven y le dijo a la familia algo que volvería a cambiarles la vida: “Édison ya no está en estado vegetativo, ahora tiene un nivel de conciencia mínimo. Yo no les puedo garantizar que alguna vez se levante, pero evidentemente está mejorando”.

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Édison Cosíos mide un metro ochenta de estatura y su peso de toda la vida bordeaba los 60 kilos. Pero cuando salió del Hospital de los Valles pesaba 25. En su celular, Vilma Pineda guarda fotos de ese momento. Imágenes en las que, en efecto, más parece que se ve un cadáver. La piel tan pegada al esqueleto que es como si no hubiera nada más en medio.

Ahora, ha vuelto a sus 60 kilos, tiene de nuevo su color de piel y si no fuera por la hendidura en el cráneo y un orificio en el cuello por el que logra respirar, podría parecer que solo está dormido.

En el último año han pasado muchas cosas. El nuevo médico comenzó a darle una medicación que estimula la actividad cerebral. El celular de Vilma Pineda es como una especie de testigo. Ahí hay fotos en las que Édison está comiendo un chupete o bebiendo una cerveza con su propia mano y sin la ayuda de nadie. Hay fotos de las celebraciones de sus dos últimos cumpleaños, la casa llena de amigos, de tíos, de primos. Y hay fotos de la primera salida que hizo la familia, como familia, en mucho tiempo. Tomaron a Édison, dejaron en la casa la silla especial de posturas, lo sentaron en el asiento trasero de su auto con el cinturón de seguridad y se fueron al Quinche.

Vilma Pineda sabe que esta ha sido la batalla más dura de su vida. Y ha decidido librarla en estas cuatro paredes. Ella es pequeña, delgada y de pelo corto. Habla pausado y tiene voz dulce. Ahora ya casi no llora. Cree que es verdad aquello de que las lágrimas se acaban. Que casi casi ha llorado todo lo que podía llorar.

Ya casi nunca sale de su casa, por no decir nunca sale de su casa. Su día empieza a las seis de la mañana. Entonces tiene que levantarse y, con la ayuda de la enfermera, hacerle a Édison los primeros ejercicios de rehabilitación física. Él come a través de una manguera, una especie de sonda que le llega directamente al estómago. Y debe hacerlo cada tres horas. Ella le prepara de todo, desde huevos para desayunar, hasta un corte de la mejor carne para almorzar, con frutas, legumbres. De todo, pero todo licuado. Cada comida es todo un proceso porque hay que dársela con el ritmo adecuado para que no le vaya a hacer vomitar.

Todos los días, Édison recibe de su madre un baño de esponja. Durante el día, siempre, vienen al menos cuatro personas a hacerle terapias físicas y sicológicas. En la mañana, él permanece en su silla, cerca de las ventanas, o recorriendo la casa, o tomando el sol. Al mediodía, su madre le pone noticieros en la televisión. Es un espacio de relajación. Por la tarde, vuelve a la cama y entonces su mamá tiene que estarle cambiando constantemente de posiciones y poniéndole crema en el cuerpo para que no se le vaya a lastimar.

El día termina a las diez de la noche, cuando Édison recibe la última comida y todos se van a dormir. Así es la vida.

El neurólogo Braulio Martínez revela que el estado actual del joven se llama: ‘nivel cognitivo mínimo’. Dice que lo que está haciendo la familia es lo correcto, tratando de llevar la vida lo más ‘normal’ que permita la situación. Pero también es tajante al decir que es muy complicado hacer un pronóstico. “Nosotros nos basamos en probabilidades. La mayoría de probabilidades son que no se recupere. Pero el cuerpo humano no es matemático, tampoco es imposible”…

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El policía que disparó la bomba fue sentenciado primero a ocho años de prisión, pero luego la Corte Nacional de Justicia le bajó a cinco años la condena, que aún sigue cumpliendo. Vilma Pineda casi no quiere hablar de él. Se confiesa creyente pero el dolor lo siente cada día de su vida y no se considera capaz de perdonar.

Muchas veces se ha preguntado si los días de su hijo pueden llamarse realmente vida. De hecho, si a ella le pasara lo mismo, no quisiera vivir así. Pero esta es una guerra que quiere librar.

No puedo negar que tengo la ilusión de que un día mi hijo se levante y vuelva a ser el de siempre. No importa cuánto tiempo pase. Pero también es cierto que todos los días convivo con el miedo de que se muera. Cuando yo me lo traje a la casa, le dije a Dios: ‘En tus manos pongo a tu hijo, que un día me prestaste’. Los doctores me dijeron que no viviría más allá de unos días y aquí sigue y está mejorando. Creo que es por algo, creo que mi hijo tiene un propósito aquí. Y mientras él siga luchando, yo seguiré luchando también…”