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1.

A la casa de don Ernesto se llega en tren. Se toma en Retiro, en el centro de Buenos Aires, y se viaja en dirección al oeste: son siete estaciones hasta Santos Lugares, así se llama donde vive. El tren, como casi todos los trenes de la ciudad, está sucio y destartalado. Por las ventanillas del vagón entra una luz brillante que hace que todo lo que hay adentro se vea más feo de lo que es, y es bastante; es así la luz de invierno, perversa como una lupa. Es de mañana. La señora a mi lado huele a desodorante que se hizo grumo en el sobaco; el niñito sobre sus piernas huele a aliento de mate y torta frita. Cuando se baja la señora la reemplaza una señorita que se peinó con laca. Cuando se baja la señorita la reemplaza un viejo que desayunó ginebra: “¿A dónde vas, piba?” —los ojos del viejo, desteñidos por los años, no consiguen plantarse en ningún lado—. “A la casa de don Ernesto Sábato”. El viejo asiente y al rato dice: “¿Vive?”.

Don Ernesto vive, pero no parece. Así como pasa con los muertos, casi todo el mundo tiene historias que contar sobre él. Historias que, en general, se cuentan en pasado. Historias que, en general, no son amables. Se dice que fue hosco, antipático, infiel, vanidoso como una casta damisela apetecida; se dice que se peleó con Dios, que se reconcilió en el año 90 para casarse por la Iglesia con —su ya esposa— Matilde Kusminsky, y que después se volvió a pelear; y que sufrió tanto de crisis existenciales como de envidia. Se dice que amaba a su perro, que odiaba a Borges, que odiaba a todos, que todos lo odiaban; que empezó a derrumbarse en el año 95, cuando se murió su hijo Jorge Federico en un accidente de carro, y terminó de derrumbarse en el año 98, cuando se murió Matilde de arteriosclerosis. Se dice tanto más de lo que se sabe, aunque también se sabe.

Se sabe que está encerrado, que casi no ve, que no lee ni escribe, que apenas habla, que apenas se para, que se dedica a pintar, que se alimenta de cosas blandas y aplastadas, que se despierta antes de las ocho, que hace la siesta y se acuesta a las nueve, que lo cuidan dos enfermeras. Se sabe que las enfermeras le leen fragmentos de sus libros, en especial de Sobre héroes y tumbas, el preferido de don Ernesto. Que es brillante, melancólico, pesimista, signo cáncer y que su ánimo fluctúa: eso también se sabe; y que dos veces por semana recibe a un doctor. A veces lo visita Elvira —su secretaria o su novia, no se sabe bien—, o Daniel, su asistente, o Mario, el hijo que le queda. A don Ernesto, dice un sobrino que sabe, no le gusta que le barran el patio: “caminar sobre el colchón de las hojas secas, sentirlas crujir bajo los pies, eso le gusta”.

2.

Un señor caballero de la literatura argentina, cuyo nombre prometí no revelar, me contó una historia sobre don Ernesto. Es una historia tan vieja que todos los que participan en ella, salvo su protagonista, ya murieron. Ocurrió así:

En la residencia Sábato se celebraba una cena. Se comía y se bebía más bien mal, pero la conversación era fabulosa. Se hablaba de libros, música, películas, personalidades de la política y la cultura, y de ciudades lejanas que, para los presentes, resultaban también tan familiares. No había por qué tener pudores en llamar a algún presidente por su nombre de pila, o en decir cosas como que París es tanto mejor en octubre, cuando ya no hay turistas pululando por las veredas, arrastrando a sus críos bulliciosos. La conversación abarcaba un mapa muy extenso: no es secreto para nadie que las personas muy cultas son también mundanas y esplendorosamente venenosas y que les gusta dispersarse en cuánto tópico les cae del techo: critican con igual fruición las publicaciones y matrimonios recientes de los colegas que no están; y todo con la gracia propia de los diálogos entre pares ilustrados, famosos y ligeramente ebrios. Cuenta el narrador oral de esta historia que, en medio de la encantadora velada, a la señora de la casa, doña Matilde, le dio un ataque repentino de picor de garganta: intercalaba el ejercicio nada silencioso de rascársela con una sonrisa forzada que habría amedrentado al mismísimo Guasón. Nadie entendía qué le pasaba, hasta que se levantó súbitamente del lado de su marido y plantó un susurro en cada una de las orejas que habitaban el comedor: “Por favor, hablen de Ernesto”. Y, como un efecto dominó, se vio dar vuelta a las caras que en el futuro estamparían los libros escolares de literatura argentina, en dirección a la cabecera de la mesa: lugar que ocupaba el escritor notable, ensayista excelso, físico culposo, comunista retirado, pintor mediocre, dueño de casa y comensal mudo, don Ernesto. El resto de la noche se trató de él.

3.

La casa de don Ernesto queda en la calle Langeri, a una cuadra de la vía; es blanca y amarilla, estilo republicano, aunque desde afuera casi no se ve. Una reja verde la separa de la vereda y después hay una selva pequeña que sirve de antejardín. El timbre no funciona, el buzón de correo está vacío. Un telón blanco cuelga entre dos postes y cruza la calle —en los barrios de Buenos Aires he visto muchos de esos, suelen decir cosas como: “Los momentos más esperados se construyen paso a paso: ¡Feliz 15, Sole!”—. El de la calle Langeri, me dirán después, también lo colgaron para un cumpleaños, el número 99 de don Ernesto, el 24 de junio. Y dice: “Don Ernesto Sábato, gracias por su aporte a la cultura y su defensa a los derechos humanos. Gente de bien al servicio de la gente”. Lo firma el Grupo Gaspar Campos.

Ese día, además del telón, le dieron un premio: el José Hernández. “Reconocer a Sábato es poner en valor lo mejor de nosotros”, dijo el gobernador Daniel Scioli en el auditorio Astor Piazzolla de la casa de la Provincia de Buenos Aires. El premio lo recibió su hijo Mario; en el público estaba Estela de Carlotto, titular de las Abuelas de la Plaza de Mayo; la periodista Magdalena Ruiz Guiñazú, cercana a la familia; monseñor Justo Laguna, un ex obispo culto; un par de actores conocidos y ningún escritor.

Para este cumpleaños los diarios no le dedicaron tanto espacio como solían. Quizá porque se lo están guardando para el año próximo, el del siglo, o quizá porque la fecha se les ha hinchado de efemérides; antes, el cumpleaños de don Ernesto solo compartía cartelera con la muerte de Gardel. Ahora se le sumaron otros cumpleaños: el de Lionel Messi (23) y el de Román Riquelme (32), dos grandes del fútbol, dos héroes vigentes.

—¿Por qué no atenderán el timbre? —le pregunto a la cajera de la pizzería que queda al lado de la casa de don Ernesto.

—Ahí nunca atienden.

—¿Ah, no?

La cajera alza los hombros:

—Eso dicen.

Frente a la casa de don Ernesto hay un paredón limpio, salvo por un grafiti que parece reciente: “El Quijote”, dice. El paredón termina y se hace edificio, es el Club Atlético Defensores de Santos Lugares y el jardín de infantes Leoncito y la Biblioteca Popular Ernesto Sábato. Todo junto. La Biblioteca abre a las cinco de la tarde, me dice el portero —que se presenta como uno de los más antiguos—, y que no va mucha gente.

—Es el invierno —se disculpa. Don Ernesto tampoco va a su biblioteca, porque don Ernesto ya no va a ninguna parte; pero cuando sí iba, tampoco solía frecuentar ese club:

—No era un tipo deportivo —dice el portero.

—¿Nunca vino?—Alguna vez.

—¿Lo conoció?

—Y sí, pero para mí era un socio más. Lo que pasa es que la gente lo miraba con…

—¿Con qué?

—No sé, con respeto.

Frunce el ceño. El que sí iba con frecuencia era su hijo Mario, pero ya no.

—…creció, se mudó lejos —dice el portero.

Mario es director de cine. En marzo de este año estrenó el documental Ernesto Sábato, mi padre, en el que muestra escenas familiares filmadas desde 1962 hasta el 2007. El día del cumpleaños proyectó la película en el Club Defensores de Santos Lugares, para que la viera la gente del barrio. En una escena de la película, don Ernesto dice de sí mismo: “Me considero una persona ni muy buena ni muy mala. Una persona en el fondo solitaria, propensa a las depresiones más profundas. No soy una persona muy recomendable”. En una entrevista en la televisión, Mario dijo que a su papá solo le mostró la primera parte, que es un poco más feliz, para que no se emocionara mucho, para que no se pusiera mal. Porque don Ernesto está deprimido, eso también se dice.

Marta, sesenta y tantos, pelo canoso, lentes de marco rojo, se muestra casi escandalizada:

—No, no, yo nunca le hablé, ¿cómo le voy a hablar a ese señor? —está sentada afuera, en el pretil del club, y la rodean seis niñitas que asisten a las actividades de vacaciones del jardín Leoncito. Marta dice que don Ernesto no se daba mucho con la gente. Que doña Matilde más o menos, pero que después se enfermó y la pasó tan mal que ya no volvió a salir de esa casa sino en una camilla, tiesa de dolor.

Según algunos vecinos —José, Tomás, Enilce—, a don Ernesto se lo vio por última vez en el año 2005. Coincide con la versión de su hijo Mario: “Hace unos cinco años que el médico le prohibió salir”.

—Yo lo vi por última vez con su perro. Salía a pasearlo a la tarde y tomaba sol —dice José, cuarenta y tantos; la panza se le derrama por encima del cinturón.

—¿Leyeron sus libros?

No leyeron. Enilce dice que leyó El Túnel, pero como si no.

—¿Por qué “como si no” ?

—Porque fue hace mucho y me lo olvidé.

En octubre del 2005 don Ernesto presidió una mesa de jurados del Primer Certamen de Novela de la Fundación Aerolíneas Argentinas – Editorial Siglo XXI. Este dato sorprende, teniendo en cuenta que la ceguera progresiva se la detectaron por allá en los setenta.

—La entrega del premio fue en el Centro Cultural Borges, él estaba acompañado por una mujer que lo sostenía del brazo. Cuando llegó el momento de las fotos, nos juntaron a los dos ganadores y a él, que me preguntó: “¿Y ahora qué pasa”. Yo le dije: “Están sacándonos fotos”. Y él preguntó: “¿Y por qué»?. No supe qué decirle, se lo veía muy perdido, como si no tuviese noción real de tiempo y espacio. Le contesté: “Porque somos lindos”. Fue lo primero que se me ocurrió —dice Pablo Alí, el escritor que ganó el segundo premio.

Allí, en el edificio que lleva el nombre del que algunos —él mismo— consideran su más temible adversario, don Ernesto debió hacer su última aparición pública. Pasaron casi cincuenta años desde que Borges pronunció aquella sentencia subrepticia que, según los detractores de don Ernesto, lo situó en el lugar que le corresponde en la literatura argentina. Corría el año 1961 y salía Sobre héroes y tumbas con una faja marketinera que decía: “Sábato, el rival de Borges”. Una periodista le preguntó a Borges qué pensaba de esa frase y Borges, con su voz graciosamente afectada, sus modos aristócratas, su cinismo disfrazado de inocencia largó: “Qué curioso, a mí jamás se me habría ocurrido decir: Borges, el rival de Sábato”.

En octubre de 2005, don Ernesto fue invitado, también, a la inauguración de la Plaza Arturo Illia de Santos Lugares, que había sido remodelada. Se hizo un pequeño acto liderado por el intendente, pero Sábato no fue. En el año 2008 su casa fue asaltada por dos adolescentes enmascarados. Según los diarios, estuvieron media hora adentro, robaron 4300 pesos y nunca lo vieron.

4.

Esta historia de don Ernesto es, quizá, más vieja que la de la cena. La fuente es otro escritor que, por supuesto, pide confidencialidad. Ocurrió a finales de los cincuenta. Don Ernesto ya había recibido piropos de Graham Green y Albert Camus, y estaba catalogado como el gran cultor de la novela psicológica contemporánea —aunque por la misma época fue que Bioy Casares escribió: “Es curioso el caso de Sábato: ha escrito poco, pero ese poco es tan vulgar que nos abruma como una obra copiosa”—. De cualquier forma, don Ernesto era famoso y alquilaba un bulo con su —también famoso— amigo Leopoldo Torre Nilsson, director de cine que ya murió. Torre Nilsson solía llevar al departamento a su amante de entonces —quien después sería la mujer de su vida—, la escritora Beatriz Guido. Se habían conocido en casa de don Ernesto, que sirvió de celestino al comienzo de la relación. Cuentan que los amigos se alternaban el bulo, que Ernesto iba a la mañana, no se sabía con quién; y que Leopoldo y Beatriz iban a la tarde y solían encontrar el departamento hecho un desastre. Todo tirado por el piso, como si un huracán de libido hubiese pasado por ahí. La pareja tenía tanta curiosidad que planeó una emboscada. Revisaron el departamento antes de que llegara Ernesto, para asegurarse de que todo estuviera ordenado y prístino. Salieron del edificio, se apostaron en el bar de enfrente y vigilaron la entrada. Esto, dice la leyenda, fue lo que vieron: don Ernesto entró solo al edificio y al poco rato volvió a salir igual de solo. Leopoldo y Beatriz vigilaron la entrada un rato más, esperando descubrir a la amante encubierta, pero nunca salió. Decidieron subir hasta el departamento, sospechando que la susodicha estaría aún allí, reposando la faena; cuando abrieron la puerta se encontraron con el desastre habitual y el departamento vacío. Don Ernesto, dicen que se dijeron, vivía romances tórridos consigo mismo.

5.

Violeta tiene diecisiete años y una panza enorme y puntiaguda. Cecilia tiene veintitrés y un par de dientes menos. Envueltas en lanas, se pasan las horas en una esquina de la calle Langeri, tomando mate y vendiendo fiambre. Ahora no venden, es mediodía, están cerradas. ¿Saben que en esa calle vive una especie de genio prócer olvidado? Sí. ¿Saben que escribió libros notables y que ahora vive como una planta? Más o menos. Nunca lo vieron. Nunca lo leyeron. ¿Vieron salir alguna vez a alguien de esa casa? A una chica, sí, Silvina, dicen que se llama. Y que es la mucama, o les parece. Y que es linda. Enfrente, en la papelería SV, una dependienta muy modosa dice que no, que nunca vio a don Ernesto. ¿Lo leyó? Algo. ¿Qué leyó? No recuerda.

En la esquina contraria, cerca de las vías, cuatro muchachitos, chaquetas abullonadas, gorritos de invierno, pasan el rato, patean piedras.

—¿Quién

—Ernesto Sábato, ¿lo conocen? Vive ahí —señalo la casa.

—Ah, sí, el escritor —dice Maxi, y da una pitada.

—¿Lo vieron alguna vez?

Nunca lo vieron. ¿Lo leyeron? Sí. ¿Qué leyeron? El Túnel. ¿En el colegio? Sí.

—¿Les gustó?

Juan dice sí; la mano de Maxi dice más o menos; Jorge alza los hombros; el otro, Ari, se mira los tenis, se saca uno y mueve los dedos envueltos en una media gastada:

—Pensé que estaba muerto.

Pasa el tren.

Al lado de don Ernesto vive un señor elegante: lleva un sobretodo negro, sombrero, bigotes recortados, las canas bien planchadas. Y está molesto:

—Vive como un anciano, ¿cómo va a vivir si no? Acá vienen periodistas a preguntar cada cosa y yo digo ¿por qué no lo dejan tranquilo? ¿Ya no hizo suficiente? ¿Ya no dijo todo lo que podía decir? —señala el telón blanco que cruza la calle—. Qué más quieren que diga, si casi ni puede hablar… Ni con Videla hacen eso, a ese lo dejan tranquilito, pero a Ernesto vienen a atormentarlo, a él y a su familia. No es lindo eso, no es nada lindo.

Niega con la cabeza, camina hasta un auto negro, nuevo y lustroso. Le saca la alarma.

—Pero, señor —insisto—, ¿se conocían bien? ¿Eran amigos?

El hombre me mira condescendiente:

—¿Amigos? Es Ernesto Sábato, señorita… —hace un amago por explicarme su respuesta, pero se ve que se arrepiente y se sube al carro.

Son casi las tres, desde la vereda del club la casa de don Ernesto se ve fantasmagórica. Un par de plátanos (un árbol de Buenos Aires que no sirve para hacer patacones) engalanan la entrada. Están pelados. En uno de los troncos hay una inscripción: “Julio”, y debajo un nombre que debió borrarse con el tiempo o que nunca terminaron de escribir. “Sofía”, parece ser: le falta la o y la í, se adivina la f. Entre los dos plátanos hay un Ford Escort, color azul, viejo y sucio.

Don Ernesto llegó a esa casa en 1945, año en el que decidió dejar su carrera científica y dedicarse a escribir. El dueño era un señor Federico Valle, y se la alquiló con él adentro: vivía en el sótano. Don Ernesto se mudó con su hijo mayor y Matilde, preñada del segundo —Mario, que nació ese mismo año—. Al cabo de un tiempo compró la casa y allí se quedaron: “De aquí me sacan en cajón, porque Santos Lugares es mi patria chica”, dijo en su cumpleaños número ochenta, en un homenaje que le hicieron los vecinos de hace veinte años. Esa casa vio nacer a Juan Pablo Castel y María Iribarne, los protagonistas de su mayor éxito; pero también vio salir a su esposa, tapada con una sábana hasta la cabeza. Poco antes de morir, Matilde publicó un par de libros: uno de cuentos —El conjuro— y uno de poemas —Cenizas y plegarias—: Quién de los dos /quedará en el vacío de las sombras, / sin el latente custodio de su cuerpo. / Quién sufrirá la alejada presencia / llenando el vacío de los cuartos —dice la estrofa final de un poema del libro, que está dedicado a Ernesto. Y queda él, ahora se sabe, pero no parece.

—Yo creo que no se muere porque todavía está esperando lo que sabemos —me dice José, el vecino panzón.

—¿Qué es lo que sabemos?—Bueh —pone cara de obviedad—, el Nobel, lo que todos los grandes han esperado pero no les llega. Yo creo que allá en Suecia no nos quieren a los argentinos.

Más tarde, Lila, estudiante de Letras, vecina de Santos Lugares, se sentará a mi lado en el tren de regreso y me dará su teoría:

—Yo creo que la amargura y las drogas duras te transforman en una persona longeva. Mirá Ciorán. Mirá los Rolling Stones, que tienen como noventa años y parecen de veinticinco.

Todavía más tarde, Antonio, estudiante de Historia, aspirante a escritor, borgeano visceral, me dirá:

—Todos sabemos que se murió; alguien tiene que ir y avisarle.

Pero ahora sigo en la calle Langeri. Y toco el timbre. Y nadie sale. Me asomo a la reja: en medio de la selvita alguien sembró el esqueleto de una sombrilla. Vuelvo a tocar. Nadie. No se oye el zumbido de una mosca.

Burdel de burras

Publicado: 13 May 2010 en Margarita García Robayo
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La respuesta de Andrés fue muy directa. Me dijo que le gustaba tener sexo con burras porque no se sentía en la obligación de demostrarle nada a nadie, que estaba él solo con ella, dejándose llevar por lo único que le interesaba en ese momento: tener un orgasmo.

Mientras me cuenta, pienso en ese juego de cumpleaños que se llama «ponerle la cola al burro». Es complicado: cada niño debe caminar con los ojos vendados hasta la pared donde está colgado el muñeco de cartón y tratar de pegarle el rabo lo más cerca posible de la crucecita roja que señala el nacimiento de la cola. Recuerdo un cumpleaños en que casi todas las rifas se sortearon con ese juego; el regalo que todos queríamos -un game boy que traía el jueguito de Mario Bross- se lo ganó Danielito, un niño de la cuadra a quien la mamá le sopló dónde estaba la crucecita roja. La señora le gritaba «¡dale, Dani, más a la izquierda, eso, eso, en el culito del burro!». Después de ese día, Danielito no volvió a salir a la puerta de su casa a jugar con el game boy, porque los demás niños le decían que se lo había ganado por darle en el culo a un burro. Pobre Danielito, cómo lloraba.

Yo no entendía por qué.

Ahora, cuando se lo cuento, Andrés pone cara de no entender tampoco: él nunca jugó a ese juego. Por lo menos no cuando era chiquito.

Me dice que todo comenzó a sus doce años. El capataz de su finca en Turbaco (un pueblo a 40 minutos de Cartagena, hacia el sur) le había contado muchas historias sobre las bondades de las burritas, de las que hoy él da fe.

Describe su aventura zoofílica como una «maldad de pelao». Cuando lo hizo por primera vez tenía trece; esa es la edad más habitual para las burras: entre los doce y los dieciséis, años más, años menos.

Andrés y sus amigos pasan los veinte. Son cinco: dos paisas, un monteriano y dos cartageneros -la variedad de sus orígenes desmiente el mito de que la burricie sea una práctica exclusiva de los costeños-. Todos aseguran que ya no tienen contacto sexual con las burritas, que ahora tienen novias y les basta con ellas. Pero aún se van de paseo los fines de semana a la finca de Turbaco.

-La vuelta de ahora es otra -me dice el paisa.

Y me explica que se dedican a llevar «pelaítos» de catorce y quince, para hacer lo que ellos ya hicieron: perderle el miedo al sexo. Pero no se trata de filantropía: el cupo vale $2.000 y «usar» las burritas cuesta entre $5.000 y $7.000, según la que se escoja.

-Mejor dicho: con diez mil pesitos que el pelao ahorre en la semana ya está hecho.

El paseo

Los cinco muchachos salen todos los sábados a las 7:30 de la mañana en la camioneta de Andrés. Es una Ford verde muy vieja que se llama Miss Donkey, tiene los vidrios polarizados, lo que les permite camuflarme en el paseo de este sábado. En el camino recogen a los clientes, que por lo general no suman más de diez. Muchos repiten.

Esta mañana salimos por el corredor de carga que a esa hora está casi vacío. La carretera termina en el cementerio Jardines de Paz, donde todos nos santiguamos. A la subida de la loma de Turbaco (aproximadamente 180 m de altura) hay una señal de carretera que dice «Revise su culo antes de viajar». Cuando la pasamos todos los chicos, en la parte trasera de la camioneta, se ríen estrepitosamente.

-Siempre que pasamos por aquí es la misma vaina -me dice Andrés, quien está al volante.

Luego frena y se baja del carro:

-¡Se les va a acabar el chiste a estos maricas!

Andrés camina hasta el cartel, recoge una piedra y repasa las letras que alguien borró delante de la palabra «CULO»: «VEHÍ». Los chicos lo abuchean.

A las ocho llegamos a la finca. El clima de Turbaco es fresco, casi frío (25° C promedio). Se siente mucha humedad porque por ese terreno corre un arroyo.

El lugar es acogedor. Tiene lo que una finca de fin de semana en Cartagena necesita tener: un gran palo de caucho que da mucha sombra y sirve para recostar varias butacas, acomodar la caja de cervezas e improvisar sobre las inmensas raíces una mesita de dominó, y al fondo: un corral lleno de burras.

Los chicos saltan de la camioneta y se dispersan. Se van hacia la parte trasera de la casa y yo aprovecho para bajarme.

Y allí está Orlando, el capataz. Ha preparado seis burras y un burrito adicional. «Son las más sanas y pollinitas», dice Andrés. En la puerta de la casa hay tres hamacas, cuatro butacas y dos mecedoras. En el medio hay una nevera de icopor gastada y sucia. A los clientes no se les da trago, pero los cinco patrones siempre se sientan a tomar cerveza y a oír vallenato mientras los demás hacen lo suyo.

Ahora huele a sancocho. Las dos hijas de Orlando preparan un caldo para «después».

-¿Después de qué? -les pregunto a las niñas. Se ríen. Clara y Cecilia tienen 11 y 13 años y son huérfanas de madre.

Todos quieren con Marylin

Los muchachos también se ríen. Les hizo gracia que les preguntara si hay preferidas entre las burras, porque todavía les resulta increíble que los clientes se peleen por una en especial. Es chiquita, huesuda y mansita; es pollina, pero lleva rato en el negocio. Les sugiero bautizarla Marylin. Más risas.

Parece que el secreto de Marylin y de otras veteranas está en la temperatura que alcanzan. Andrés asegura que eso es un indicador de que la burrita «lo está disfrutando». Veinte metros más allá, en el corral, las burras corren, se escapan. Orlando las ataja, las echa para adentro. La jornada apenas empieza.

Luego le pregunto a Orlando si ellas sufren. Se ríe y me pregunta si alguna vez he visto a un burro. Yo no sé si debo ruborizarme.

-Las que corren es porque se asustan de ver tanto pelao alrededor, pero no porque sufran. Claro que hay unas a las que les gusta más. Eso es como todo…

El «como todo» suena raro. Me pregunto si querría decir que es como con las mujeres. Si estaría comparando su negocio con cualquiera de los que funcionan en la media luna (especie de zona de tolerancia en Cartagena). Hay unas a las que les gusta más, dijo. Le faltó agregar: esas son las más putas.

Al fondo se ven los clientes en fila india. Son tan niños. Me recuerdan a Danielito con su game boy de Mario Bros. Algunos, sin embargo, parecen muy «curtidos» en el asunto. Hay uno que hace chistes todo el tiempo y se agarra con una mano la cremallera de su bermudita Nike: como si en cualquier momento le fuera a estallar.

-Venga, no se deje ver por los clientes -me dice uno de los paisas y me ofrece cerveza.

Ahí me empieza a explicar por qué es tan bueno estar con una burra. Me habla otra vez de la temperatura: «Lo tienen muy caliente», dice, y también menciona el popular «chancleteo» que se hace con burros. Entonces entiendo el porqué del burrito adicional.

-Para chancletear usted amarra con la cabuya las bolas del animal, se la pasa después por debajo del pie y la tensa por un extremo y la chancletea así chan, chan, chan (él chancletea). ¿Me entiende?… y cuando el burro aprieta, ¡uno ve el mismísimo cielo!

Ahora se sonroja un poco y se queda mirándome, como buscando palabras menos evidentes. No las encuentra y se calla. Después me dice, todavía nervioso, que él prefiere a las mujeres.

El negocio

Esto parece muy profesional. Está claro que se trata de una forma de proxenetismo (barato) en el que todos se llevan su parte, hasta las burras:

-A ellas les dejamos buena comida y las mantenemos bien cuidaditas. Orlando se ocupa de ellas toda la semana y el sábado las tiene ‘al pelo’; él se gana una comisión: por ahí el diez por ciento de lo que recojamos. Hay otra parte que se va en gasolina y en la caja de cerveza que nos tomamos para pasar el rato. Yo cojo el veinte por ciento de lo que queda y el resto se divide en cuatro partes iguales para los que consiguen a los pelaos. Pero lo más importante, claro, es que el cliente quede satisfecho -expone Andrés con cara de gerente.

Ahí está el negocio. No genera grandes utilidades (aproximadamente $400.000 netos al mes) pero tampoco presenta riesgo porque los clientes deben confirmar con dos días de anticipación, y si es el caso reservar a la burrita de su preferencia. Cuando no hay gente suficiente no se hace el paseo, el punto de equilibrio se determina por los costos fijos: la gasolina, la comisión de Orlando y la cerveza. Los cinco coinciden en que si un día no hay utilidad, no pasa nada. Es todo muy organizado. El paisa lleva las cuentas.

Si el tema del sexo con burras no fuera tan incómodo, estoy segura de que los cinco empresarios tendrían folletos promocionales de su negocio. Se ven tan orgullosos como cualquier joven local que abre una «tiendecita pa’ vendé cerveza» frente a la universidad.

Le pregunto a Andrés quién fija las tarifas de cada ejemplar.

-Orlando.

-¿Y por qué él?

-Porque él las conoce y las lidia en la semana. Y él también es quien recibe las sugerencias de los clientes y se da cuenta de cuál es la que les gusta.

-Ya. Son algo así como «sus chicas».

-Sí, algo así.

Riesgos

Ellos insisten en que la burras no son portadoras de enfermedades y «esas cosas». De todas formas algunos clientes prefieren usar preservativos. Pero Orlando dice que eso no es bueno para el animal: que las burras no están acostumbradas al material sintético.

-A una la tuvimos que retirar porque se enfermó de sus partes. Después supimos que había sido una irritación producida por el condón. Por eso yo prefiero asignarle una a cada cliente. Antes uno podía compartirlas, pero es que no existían esas enfermedades de ahora -explica Orlando cual apoderado responsable del gremio, y yo pienso que Marylin no la debe pasar muy bien.

El riesgo está entonces en compartir la burra. Porque, según los patrones «ella solita no te contagia de nada; es el hecho de que otros ya han pasado por allí justo antes que tú». En esos casos sí recomiendan a sus clientes que usen condón, muy a pesar de la burra. Vuelvo a pensar en Marylin.

De todas formas el mayor riesgo sigue siendo que los papás se enteren. Ni los papás de Andrés, ni los de sus cuatro amigos, ni los de los clientes adolescentes se imaginan en lo que andan sus hijos. Todos se creen el cuento del paseo de fin de semana a la finca de algún amigo en Turbaco. En Cartagena hay tantos amigos con fincas en Turbaco.

Orlando les hace «el dos» porque le parece que los muchachos no están haciendo nada malo. Al contrario, cree que está bien que los pelaos aprendan esas cosas. Después de todo, dice, «a los quince años ya se está en edad de merecer».

Ponerle la cola al burro

Insisto en que ponerle la cola al burro es un juego difícil. Algunos lo definen como una adaptación sofisticada de la gallina ciega. Puede ser. La gran diferencia es que acá la destreza del niño está en la precisión para ponerle la cola al muñeco. Algo parecido sucede en la vida real.

Tener relaciones con burros requiere de toda una parafernalia. Por ejemplo, como los chicos no las alcanzan toca buscarles banquitos para que queden a la altura del animal. Esa fue la primera inversión que hicieron los muchachos para que los clientes no tuvieran que turnarse el único que había. Lo que sigue es casi un ritual que empieza por alzarle el rabo a la burrita y jalárselo mientras se «procede con el asunto». Me cuentan que ese es el mejor momento para el cliente, pero el peor para la burra. Aún con banquito sigue siendo una relación desigual.

Algunos de los clientes entran al corral con una vara de madera y casi todos llevan su respectiva cabuya. Orlando me explica que la vara es para animarlas, para que se muevan. No sé qué expresión habré hecho para que Orlando volviera a hablarme ahora con cara y tono de preocupación: «No se angustie tanto, niña, que ellas son ‘casi’ mujeres y todo eso les gusta…». Y sigue hablando y hablando, pero ya no lo escucho. No aclares que oscurece, dicen por ahí.

Se supone que no debo llegar hasta el corral, pero me acerco un poco. Orlando me sigue. El monteriano está justo debajo del palo de caucho cogiendo fresco. Le paso por delante y ni se inmuta. Me agacho detrás de una matarratón y veo a todos esos muchachitos encaramados en sus burritas. Algunos revoloteando, esperando su turno, calentando motores, haciéndose chistes. Parece una piñata.

Hay uno que está sentado y suda a chorros. A sus espaldas hay otro de gorrita roja que está en plena acción y tiene los ojos cerrados, concentrado. Hace mucha fuerza: le tiene las uñas enterradas en las ancas al animal. Se aferra, se acerca, se mueve rápido, pero sin gracia. Luego la suelta y cae extenuado al lado de su amiguito.

De este lado alcanzo a ver algunas nalgas rosadas temblorosas. Me llama la atención que la mayoría se deja la bermuda en los tobillos y las camisetas colgadas en la cabeza. Están tan ansiosos que casi ninguno se demora más de dos minutos en cumplir con su deber.

-¡Ven, Horacio, que te toca otra vez! -grita el más alto desde el fondo del corral.

Horacio está sentado:

-Ya no puedo más, marica, deja que coja aire.

-Ayyyy, mariquita -le gritan los demás.

-Abre el ojo que te estás volviendo impotente -le dice el alto.

Horacio se pone de pie y le tiemblan las piernas. Se quita los tenis y se manosea un poco.

-Ya. Parece que ahora sí -dice.

Y corre hasta donde está la burra, se sube al banquito, se baja rápidamente la bermuda, la agarra y se le pega. Creo que está simulando porque no se mueve. En la otra esquina del corral hay un monito que decidió no esperar tanto y entregó sus afanes a sí mismo.

Referencias culturales

En la Costa pocos reconocen abiertamente haber tenido sexo con burras, pero el asunto es de dominio público. Lo decente es que escandalice. Lo exagerado es que enorgullezca. El rey de los exagerados fue Raúl Gómez Jattin, un prestigioso poeta costeño ya fallecido al que muchos colombianos bautizaron «el putas». Erudito en temas de zoofilia, drogadicto, demente y suicida. Autor del poema Te quiero, burrita: «Te quiero burrita porque no hablas ni te quejas/ ni pides plata/ ni lloras/ ni me quitas un lugar en la hamaca/ ni te enterneces/ ni suspiras cuando me vengo/ ni te frunces/ ni me agarras/ Te quiero sola, como yo/ sin pretender estar conmigo/ compartiendo tu crica con mis amigos/ sin hacerme quedar mal con ellos/ y sin pedirme un beso».

Orlando defiende un discurso similar. Se confiesa parte de toda una línea ancestral que tuvo sexo con burras desde los ocho años. Me cuenta además que uno de sus tíos nunca se casó porque se enamoró perdidamente de su burra: la bautizó Yolanda. Y su padre, dice, también fue burrero hasta viejo.

Andrés y el segundo cartagenero no se imaginan a sus papás en esos menesteres, pero tampoco les extrañaría. Los paisas ni por plata lo aceptan. El monteriano guarda silencio.

Los muchachos cambian el tema. Son pudorosos. Prefieren darme todas las explicaciones de su negocio que suponen muy original, pero que en verdad no presenta ninguna innovación. Lo que sí hacen es poner en evidencia algo que todavía muchos creían un mito. No es mito. Es una práctica que puede definirse rural por simple oportunidad, pero que eventualmente puede colarse en las ciudades y convertirse, como en el caso de Andrés, en un negocio. Según ellos, les venden a los más chicos la posibilidad que la calle les niega, ese viene siendo el componente moralista; el romántico se lo agrega Orlando: «Las burras son para los niños algo así como el primer amor».

En medio de la conversación se asoman Clara y Cecilia con caritas burlonas. No se atreven a salir hasta la terraza donde estamos sentados:

-¡Vayan pa’ dentro, culicagadas, ¿no ven que esto es pa’ grandes?! -grita Orlando, mientras las niñas corren soltando carcajadas y se esconden otra vez en la casa.

-Pa, es que ya está la sopa -gritan en coro desde adentro.

Los cinco «doctores» siguen su exposición.

-Nuestra estrategia consiste en facilitarles las cosas a los pelaos. Peor es que se vayan pa’ la media luna a acostarse con esas mujeres que los pueden contagiar de enfermedades y a exponerse a que se los lleve la policía por ser menores. Además les sale mucho más caro -habla por fin el monteriano. Se pone de pie y camina hacia el comedor, a un extremo de la terraza.

Se trata de ofrecer «condiciones más favorables» a un mejor precio, dicen los patrones. A la larga lo que aquí se discute es si acostarse con una mujer o con una burra. Me pregunto si los usuarios de la media luna tendrán esta opción en mente y si las trabajadoras del sector sabrán quiénes se vislumbran como su competencia.

Yo las tengo a todas enfrente: «Las más pollinitas». La selección de Orlando para la semana: sin duda el mejor catador. En la esquina, ya fuera del corral, está Marylin o una que se le parece. Masca hierba y se ve cansada: ha trabajado mucho hoy.

Al otro lado están los clientes tomándose la sopa.