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Ahí va, con el pantalón y esa camisa de mezclilla que usa desde que alguien le dijo que Albert Einstein no se cambiaba de ropa para no perder el tiempo. El profesor Cruz Hernández camina entre un monte agreste, protegido por enormes ceibas, huanacaxtles y coloridas amapas. Recorre el monte y sus zapatos ya están cubiertos de una coraza terregosa que se engrosa a cada paso, como si en algún momento se fuera a quedar atrapado en el lodo.

Es 9 de enero de 2007 y, en un lugar llamado Recoveco, el viento saluda con un fresco que arranca una sonrisa hasta al más huraño del pueblo. Nada qué ver con el abrasante calor de más de 40 grados que en julio y agosto convierte a una parte de sus pobladores en fantasmas. Es uno de esos días en los que el profe Cruz aprovecha lo más que puede para trabajar en su pequeño mundo: una reserva personal de 12 hectáreas que ha ido cultivando y reforestando con más amor que dinero, suficiente para convertir ese espacio en un santuario de animales que ya sólo aparecían en las historias de los más viejos: venados, tejones, cochinos salvajes y las ruidosas chachalacas.

Él y su silencio. Ora corta la maleza, ora limpia los cercos de hierba, cuando una llamada lo devuelve al mundo. La ha esperado por años, tanto que casi había perdido la esperanza.

A las 5:30 de la tarde suena su teléfono móvil, un pequeño artificio negro de bajo costo que además de permitirle hacer y recibir llamadas, envía mensajes de texto y sirve de linterna con sólo aplastarle un botón.

Cruz Hernández observa el número que aparece en la pantalla. Lo reconoce de inmediato. ¿Cuántas veces lo ha marcado? Tantas que ha perdido la cuenta.

 —¿Bueno? —contesta él.

Al otro lado de la línea se escucha la voz suave de una mujer.

—¿Señor Cruz?
—Sí.
—Permítame, le va a hablar don Gabriel…

En ese preciso instante el aire se quiebra.

***

Cruz Hernández es el primero de 10 hijos de un campesino oriundo de un lejano pueblo conocido como Tempoal, en el norte de Veracruz. Desde su infancia todo apuntaba a que repetiría la vida de su antepasado: ayudarle a hurgar en el campo terregoso, a arriar al ganado remolón y a la escasa siembra de maíz. Así parecía hasta que llegó a la secundaria y miró por la ventana un mundo paralelo: abrió su primer libro. Lo recuerda como el marinero a las estrellas:

—¿Nada para el coronel?
El coronel sintió el terror. El administrador se echó el saco al hombro, bajó el andén y respondió sin volver la cabeza:
 —El coronel no tiene quien le escriba.

El personaje era tan parecido a su abuelo, que de inmediato lo abrigó en su pecho adolescente, a un lado del corazón, dejando apenas espacio para un tranquilo latir. La vida sería otra a partir de entonces.

En esos tiempos buscaba leer todo lo que estuviera firmado por un tal García Márquez. Ahí se encuentra el inicio de su obsesión. Cursó la preparatoria, después la carrera de Agronomía y obtuvo una plaza de maestro en el Centro de Bachillerato Tecnológico Agropecuario (CBTA).

Sólo había un inconveniente. El empleo estaba lejos de su hogar, hasta un ejido de altas temperaturas: Recoveco, municipio de Mocorito, Sinaloa, un pueblo rural de unos mil 600 habitantes.

Ya tenía una carrera, pero no le bastó y decidió estudiar una segunda: Veterinaria. Con esta profesión y la de su esposa Alma del Carmen, médica, le bastó para ganarse la buena voluntad de la gente de Recoveco, sobre todo cuando la pareja prometió replicar aquella máxima de Juvenal Urbino en El amor en los tiempos del cólera: “En esta profesión tratamos de que los ricos paguen por los pobres”.

Han pasado más de dos décadas desde aquellos días y él sigue auscultando animales en los corrales del pueblo, aconsejando a campesinos sobre sus cultivos e impartiendo clase en los salones del bachillerato.

Pero en Recoveco nada ha identificado tan bien al profe Cruz como esa manía por la lectura que carga desde que se topó por primera vez con El coronel no tiene quien le escriba, y que ha tratado de inyectar en niños y adolescentes. Por eso, cada que en el pueblo ve a un joven ocioso, suelta como sapo una pregunta que siempre guarda debajo de la lengua: “Y tú, ¿qué estás leyendo?”.

La técnica ha dado buenos resultados. Al paso de los años los alumnos pedían más y más libros hasta que un día, cuando el calendario mostraba las primeras hojas de marzo de 2003, se le ocurrió invitar a la plebada a realizar una actividad distinta a la de leer en soledad.

—Hey —les dijo—, hay que hacerle una tertulia al Gabo.

***

Ese 6 de marzo de 2003 el profe Cruz llegó muy temprano al CBTA de Recoveco, donde ya los alumnos lo esperaban.

Con esa parsimoniosa voz colmada de explicaciones no solicitadas que lo hacen parecer un narrador de cuentos improvisados, el profe empezó a dar instrucciones a los jóvenes que le ayudaban a colocar manteles blancos y largos, a encender el micrófono de la escuela…

—Ayúdame con la bocina, Juan. Ésta tiene que ir aquí para que se escuche bien —dijo el profe a uno de los bachilleres, justo el día en que se celebraba el aniversario número 76 del nacimiento de Gabriel García Márquez.

La sala de encuentro —un auditorio de paredes blancas con hileras de sillas azules— se convertía de a poquito en un pedazo de Macondo, el pueblo de Cien años de soledad donde vivía una estirpe de locos caídos en desgracia que irónicamente se apellidaban Buendía.

El profe colocó en un florero los girasoles silvestres que cortó de entre las parcelas verdes de maíz sembradas a un costado de la escuela. De una vieja grabadora escapaban los ritmos del vallenato, el mismo que tantas noches llenó de alegría las caderas del Gabo.

Unos 10 jóvenes de preparatoria, en su mayoría mujeres, empezaron a contar las lecturas que habían hecho de García Márquez. Hablaron de El coronel no tiene quien le escriba, Crónica de una muerte anunciada, Los funerales de la Mamá Grande, la infaltable Cien años de soledad, La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada, El amor en los tiempos del cólera La hojarasca.

Juan Carlos deseaba que por cada página que leía de Cien años de soledad, surgieran 10 más; Juan Luis gozaba con el encuentro porque decía que escuchar a sus compañeros le permitía leer “un chingo de libros” en un solo día; y María Antonia, una jovencita que vivía en un poblado aún más pequeño y escondido que Recoveco, confesaba que había soltado el llanto cuando leyó la última palabra de Cien años de soledad. El fin de la estirpe.

Los participantes habían encontrado en los textos pizcas de ellos mismos, de sus familias y de sus pueblos. No era imposibe, en el campo aún viven las historias de fantasía y ese sencillo hábito de contar cuentos en las noches sin luna, con el café de olla sobre la hornilla humeante atizada con leña.

Al paso de una hora y media los jóvenes detuvieron la charla, aumentaron el volumen de la música que se fugaba del anciano equipo de sonido, uno de ellos se puso de pie y empezó a improvisar unos pasos de vallenato en una zona donde el corrido ligado al narcotráfico es un rosario repetido día a día.

Pero en esa ocasión, y en voz de Carlos Vives, el vallenato fue el vencedor.

Acordate Moralito de aquel día
que estuviste en Urumita
y no quisiste hacer parranda.
Te fuiste de mañanita,
sería de la misma rabia.
Te fuiste de mañanita,
sería de la misma rabia… 

La tertulia salió tan bien que Cruz Hernández no se resignó a dejarla en el libro del anecdotario del pueblo o en las fotos que alguien tomó y subió al blog del CBTA 133 de Recoveco. Fue entonces cuando este profesor se juró a sí mismo lo que tarde o temprano cumpliría.

—Esto lo tiene que saber el maestro García Márquez.

***

Días después el profe Cruz Hernández marcó a la revista Proceso —donde García Márquez había colaborado— para pedir el teléfono del escritor. Llamó al número que le pasaron y una cálida voz le respondió. Era Mónica Alonso, la asistente del colombiano.

Le explicó entonces que en el CBTA 133 le habían hecho un pequeño homenaje realizado por un grupo de estudiantes hijos de obreros y campesinos, en una vaina llamada Recoveco, Sinaloa, y que si le interesaba podía bajar las fotos del sitio web del centro escolar. También le dejó el correo que usaba y sigue utilizando desde entonces: cruzmacondo@hotmail.com.

Mónica Alonso vio las fotos de los jovencitos bien nutridos de letras y se las enseñó a García Márquez. El profe Cruz siguió con su vida y al paso de siete meses, un 21 de octubre de 2003, exactamente a las siete de la noche con 51 minutos, recibió una respuesta:

“Sr. Cruz. Le escribe Mónica, de casa de Don Gabriel García Márquez para avisarle que el viernes 17 de oct, como al media día y por correo normal, salieron para allá tres paquetes con los libros que le comentaba. Van a su nombre y nos dieron los siguientes números de paquetes: 722, 723 y 724. Por favor avíseme cuando los haya recibido y en qué estado llegaron. Muchas gracias, Mónica Alonso”.

En cuanto terminó de leer el correo, Cruz Hernández lo imprimió, lo enmarcó y lo colgó en la sala de su casa. Ahí permanece. Intocable. Inmaculado.

Envueltos en papeles amarillos, a los días llegaron los primeros tres paquetitos con más de mil libros, salidos desde la mismísima casa de Gabriel García Márquez hasta esa vaina llamada Recoveco, Mocorito.

Pasaron los meses, los años y Cruz Hernández no dejó de llamar a Mónica Alonso, cada vez más motivado a pesar del desgaste de ese maratón de infamias al que llamamos vida, porque don Gabriel no había dejado de mandarle libros para el club de lectura que había consolidado desde la tertulia de 2003, y que bautizaron como La Hojarasca en honor a la primera novela publicada por el Gabo.

De pronto, como si un remolino hubiera echado raíces en el centro del pueblo, llegó la compañía bananera perseguida por la hojarasca. Era una hojarasca revuelta, alborotada, formada por los desperdicios humanos y materiales de los otros pueblos: rastrojos de una guerra civil que cada vez parecía más remota e inverosímil.

A cambio, el profe le enviaba de vez en vez a García Márquez cajas con lichis jugosas, rellenas de vida de las tierras y las aguas de Recoveco. Fue la mejor forma que Cruz encontró de mostrar su agradecimiento al escritor. La relación con García Márquez a través de Mónica Alonso se había tejido como se tejen las novelas, con paciencia. Tres años después, en 2006, Cruz Hernández imaginó un nuevo objetivo de vida: “conocer al maestro”. Sin pensarlo demasiado, escapó de Recoveco en dirección a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Ahí, en el inmenso auditorio Juan Rulfo, entre el bullicio, los aplausos y los flashes, lo vería por primera vez en persona. “Ahí estaba, acompañado de Carlos Monsiváis, Carlos Fuentes y de José Saramago. ¡Vaya grupo! Todos canos, elegantes y plenos. Se apapachaban, se disfrutaban, se querían con cortesías de caballeros sabios”. En el salón no cabía uno más, pero Cruz Hernández le dio unas brazadas al aire para hacer espacio y acomodarse a un costado de la última fila de asientos. Aquella era una oportunidad única para saludar a García Márquez, para decirle que él era ese profe de Recoveco al que le enviaba libros; el mismo que con enorme gusto le enviaba cajas de lichis preciosas hasta la puerta de su casa; que era él quien organizó esa tertulia de 2003 en su honor, que se repetía año con año, siempre en su cumpleaños, y que desde entonces se había creado un club de lectura llamado La Hojarasca con los cientos de libros que el Nobel les había mandado.

Pero algo pasó, algo paralizó al profe. Se quedó mirando a lo lejos. Frío. Inmóvil. Sólo Melquíades, el gitano sabio de Cien años de soledad, el mismo que hace más de un siglo predijo que dentro de poco el hombre podría ver lo que ocurriría en cualquier lugar de la tierra sin moverse de su casa, sólo él podía saber lo que Cruz Hernández sintió, lo que le impidió abrirse paso entre la masa de gente que ensordecía con aplausos y gritos de admiración, para saludar al hijo de Aracataca.

De regreso a Recoveco el profe le marcó nuevamente a Mónica Alonso para contarle que había ido a la feria del libro y que entre el tumulto, vio de lejos al maestro sin saludarlo. Ella le respondió con algo que parecía un amable regaño: si en realidad lo deseaba, lo hubiera podido hacer sin problema porque Gabo lo tenía muy presente.

De nueva cuenta, el aire se quebró.

***

Recoveco ya había decidido ser el pueblo con más lectores de Gabo en Sinaloa y en todo México. Por eso, en 2007, durante una reunión en la que los campesinos resolvían la manera en que festejarían los 60 años de la fundación del ejido y la forma en que podían agradecer a García Márquez los miles de libros que les había mandado en paqueticos amarillos, Socorro Gámez Barajas, ejidatario del lugar, tuvo la intempestiva idea de leer una de sus obras entre todos los habitantes. Se hablaba tanto del escritor: que Gabo esto, que Gabo lo otro, que lo menos que podían hacer era leerlo en comunidad.

La propuesta fue abrazada por los habitantes, sobre todo por Cruz Hernández que para entonces ya llevaba años con el club de lectura La Hojarasca. Sugirió leer la máxima obra de don Gabriel: Cien años de soledad.

En todo el pueblo se anunció el acuerdo. Se habló con los directores de las escuelas del lugar y de las comunidades vecinas de Pericos y Calomato; se arregló la casa ejidal con pacas de alfalfa y maíz en los costados, se montó una mesa con manteles largos sobre la que colocaron tres libros para leer, unas flores amarillas y un micrófono para turnarse la lectura.

—Nada puede salir mal cuando hay flores amarillas —se le oyó decir al profe.

Como lobos que acudían al llamado del aullido, se hicieron presentes el señor enfermero de la botica, la dueña de la tienda de abarrotes, el vecino cascarrabias y el muchacho que no quería ir pero que al final lo hizo.

Cada uno de los tres libros cumplía con un propósito: uno era usado por el que estaba leyendo, otro por quien debía seguir en la lectura, y uno más por el tercero en línea. La idea era no perder el hilo de la lectura.

A las 10 de la mañana de ese 11 de junio de 2007, día en que se recordaba la fundación del ejido de Recoveco, empezaron a leer la novela, y mientras pasaban las páginas, también avanzaba el reloj.

Tic, tac. Tic, tac. Querían saber cuántas horas tardarían en leer el invencible Cien añosos de soledad.

En Recoveco la temperatura ambiente daba la sensación de marcar 40 grados centígrados, pero la lectura se podía realizar sin inconvenientes porque la casa ejidal estaba ventilada. Leyeron niños de preescolar y primaria; adolescentes, jóvenes, maestros; hombres de bigote, botas y sombrero; señoras avejentadas por la vida de campo, amas de casa, profesionistas.

Una de ellas fue Alba, maestra jubilada de unos 60 años de edad. Tomó su lugar, cogió el micrófono y antes de leer les contó una historia que ni el profe Cruz, su amigo y colega, conocía. En su juventud, cuando se encontraba en trabajo de parto, escuchó que a unos cuantos metros de ella el doctor no paraba de reír a carcajadas. Pasaban los minutos y Alba seguía sudando y sufriendo los dolores naturales antes de dar a luz mientras el médico seguía con sus risas; la señora sentía arder de coraje y una vez que parió y tuvo al médico enfrente, le reclamó: de qué se reía mientras ella pasaba uno de los peores dolores de su vida. El doctor contestó que se carcajeaba de las ocurrencias del Gabo en Cien años de soledad. Alba ya había aborrecido al doctor, pero cuando éste le confesó los motivos de sus risas, también odió a la novela.

—Y dije: jamás voy a leer ese libro —narró frente a los ejidatarios. Una vez contada su historia, explicó que había acudido a la lectura porque el profe Cruz la invitó, y fue hasta entonces cuando por primera vez probó la novela.

Tic, tac.

El señor Mayo Labi, el eterno comisario al que ubican más por su apodo que por su nombre, no perdió la oportunidad de subirse al tren de lectores. Mayo Labi no acostumbraba leer literatura, pero no se perdería el festejo. Tomó uno de los libros, clavó su mirada en el texto y fue deletreando.

—¡Es-toy ha-blan-do!, gri-tó Úr-su-la.

Con sus 70 años, tardó varios minutos en terminar una página completa, pero lo logró.

Tic, tac. Tic, tac.

Como un batallón de emergencia ante un indomable incendio, camiones con estudiantes de poblados cercanos llegaban a reforzar. Los autobuses arribaban embarazados de decenas de niños que se desparramaban en la casa ejidal.

—El que quiera leer, bueno, y el que no, también —les decía el profe Cruz a los que se resistían a tomar el micrófono para continuar con la lectura.

Después de las ocho de la noche el salón casi se vació, pero pronto llegaron más lectores; los que ya habían leído abandonaban el sitio y a las horas regresaban a preguntar: “¿En qué página van?”. Tomaban café para no dormir, conversaban de cualquier cosa y sacudían con chiras los zancudos hambrientos que merodeaban sus piernas.

Tic, tac. Tic, tac.

Era la media noche cuando, tras medio día sin tregua, el sistema eléctrico se colapsó, se botaron las pastillas y las sombras invadieron el lugar. El plan podría colapsar, como la luz.

La lectura se interrumpió. El silencio avanzó de la mano de la angustia. El reloj seguía: tic, tac. Tenían que moverse rápido. El profe Cruz llamó a un vecino, ése que siempre arreglaba los problemas eléctricos, y en 20 minutos las lámparas funcionaron nuevamente.

Tic, tac. Tic, tac.

La madrugada se convirtió en el momento más complicado. La participación bajó pero un grupo de jóvenes se comprometió a terminar la empresa. Dentro y fuera del salón yacían envueltos en sábanas en espera de su turno o permanecían sentados con las piernas enredadas en casas de campañas. Minutos antes de las seis de la mañana, el último lector pronunció con voz entumecida las palabras más esperadas de la jornada: “…porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”. La sala fue arrasada por aplausos, abrazos y gritos. Lo habían logrado: 19 horas con 50 minutos; más de 250 pobladores de Recoveco y de comunidades vecinas leyeron por completo Cien años de soledad.

 ***

Cruz Hernández observó el número que aparecía en la pantalla y lo reconoció porque lo había marcado muchas veces, pero no podía creer que algún día le regresarían la llamada, y menos en ese momento de soledad, el 9 de enero de 2007 a las 5:30 de la tarde.

—¿Señor Cruz?
—Sí.

Al otro lado de la línea, la voz de Mónica Alonso.

—Permítame, le va a hablar don Gabriel…
—Sí.

Oyó, entonces, a Gabriel García Márquez.

—Que fuiste a Guadalajara…
—Sí, maestro.
—¿Y por qué no me saludaste?

En ese momento el profe Cruz Hernández le iba a decir en broma que no lo había saludado por vergüenza, porque había mucha gente enzapatada, pero no se animó. —No, maestro, es que no se pudo. Estaba muy estricta la seguridad.

—No, me hubieras mandado un recado con los que estaban ahí.
—Ah, no se me ocurrió.
—¿Pero vas a ir a la próxima?
—Sí maestro, sí vamos a ir.
—¿Cuántos van a ir? A Cruz Hernández le volaron las ideas por la cabeza como mariposas:
—Como unos 40, maestro.
—No, son muchos: ¡me vuelven loco!
—Ah, bueno, entonces más poquitos.
—Ah, pues ponte de acuerdo con Mónica, y allá comemos.

Cruz Hernández acababa de hablar con el Nobel de Literatura y lo había tratado con naturalidad y sencillez.

La fecha marcada llegó, como lo hacen todas, y con ello el tiempo de acudir a la FIL de Guadalajara en su edición 2007. Para entonces el profe Cruz ya tenía el número de teléfono de la esposa de García Márquez, la señora Mercedes Barcha, y le marcó cuando, junto con su esposa, sus dos hijos y un antiguo amigo, pisó la recepción del hotel Hilton.

—Hey, no los vi cuando llegamos. Súbanse, aquí estamos en el salón —le dijo por teléfono la señora Mercedes Barcha.

El profe llegó al lugar que lucía elegantemente alfombrado y de manteles largos. García Márquez lo reconoció sin conocerlo y le hizo señas para que se acercara.

—Maestro, nomás venimos a saludarlo —le dijo Cruz con la firme convicción de no ser imprudente.
—No, no, no. Pásenle para acá —los invitó el escritor mientas ahuyentaba a un Raúl Padilla, presidente de la FIL, que temía que fueran unos fanáticos incómodos e infiltrados de los que nunca faltan.

Se sentaron en una mesa aparte arreglada con un juego de girasoles al centro y, en cuestión de minutos, García Márquez llegó con ellos. “Y yo, ¿dónde me siento?”.

Mercedes Azucena Hernández Sapiens, hija de Cruz Hernández, llevaba consigo el libro El amor en los tiempos del cólera. Por eso cuando el colombiano bromeó —“al autor de ese libro yo lo conozco, y dicen que el libro es bueno”— y sacó su pluma para firmarlo, la hija del profesor de Recoveco le mostró el punto exacto donde debía de hacerlo.

—Y lo firma donde dice: “Para Mercedes, por supuesto”, pero le pone una comita, y le escribe: “y para Mercedes Azucena con un abrazo de su tío prestado: Gabo”.

El nombre de la hija de Cruz Hernández no era casualidad, lo había decidido así por dos razones principales: por la esposa de García Márquez, Mercedes Barcha, y por su suegra Mercedes. Así mataba dos pájaros de un tiro.

Su hijo se llama Omar Rigoberto, Omar por Torrijos y Rigoberto por un gran amigo de él. Cuando Omar le mostró el libro a firmar, Vivir para contarla, Gabo le estampó la firma y después le dijo: “Ya lo puedes vender”.

Omar se ruborizó, pero sin saberlo Gabo le había obsequiado un guiño de aventura que podía soltar frente a sus amigos al trote de los años; al cabo que como decía el Nobel en la primera página del libro que acababa de firmar: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”.

A García Márquez le interesaba mucho que el club de lectura La Hojarasca continuara, y lo que más le gustaba es que los plebes se mantuvieran hojeando libros.

—Lo que sea, decía, pero que lean. No me interesa que me lean a mí, pero que lean —recuerda el profe que le dijo el escritor.

Cruz Hernández mantuvo los lazos que había formado con el Nobel. Incluso una vez, a las 12 horas del día 12 de septiembre de 2012, lo visitó en su casa de la Ciudad de México.

El profe llegó media hora antes de la pactada a la casa de García Márquez y esperó pacientemente afuera del lugar hasta que el reloj marcara el medio día. Entonces tocó el timbre.

—¿Quién es? —preguntó una mujer.
—Soy Cruz Hernández y vengo de Sinaloa —respondió.

Abrieron la puerta y lo condujeron al estudio de don Gabriel, un cuarto de paredes blancas tapizado de libros y dividido del resto de la vivienda por un jardín enverdecido. Ahí ya lo esperaban García Márquez y Mónica Alonso.

—Por ahí entran los amigos —le dijo el Nobel cuando lo vio llegar.

El profe Cruz sonrió y le entregó un ejemplar de Don Quijote de la Mancha firmado por todos los alumnos del CBTA 133 que eran parte del club de lectura La Hojarasca. Charlaron sobre Aracataca, Recoveco y el club, y ya entrados en la conversación, mientras Cruz Hernández platicaba con el escritor, que ese día portaba un traje negro de rayas grises combinado con unos botines oscuros de broches dorados, le soltó que en Recoveco leían a los escritores más reconocidos.

—Allá admiramos a los grandes, como usted —le dijo con la intención de halagarlo.
—No, también hay que admirar a los pequeños —reviró don Gabriel.

A pesar de que ya se había difundido la noticia de que la salud de García Márquez mermaba, jamás imaginó que un grupo de mariposas amarillas pudieran llevarse las fotos de sus recuerdos. Lo único que le quedó entre las cejas fue que el Nobel usaba un aparato auditivo para escuchar de manera adecuada.

—¿Ya escuchó, don Gabriel? —le preguntaba frecuentemente Mónica Alonso durante la conversación.
—Sí, lo estoy escuchando perfectamente —respondía.

***

De todas las ocasiones en que Cruz Hernández pudo intercambiar palabra con don Gabriel, hay una que en este este día de marzo de 2015 —durante la entrevista realizada en la biblioteca Juan Rulfo del CBTA 133, donde se halla toda la colección de libros enviados por el colombiano en paqueticos forrados de papeles amarillos—, recuerda con un orgullo similar al que despiden los padres que muestran las fotos de sus hijos: el cumpleaños número 85 de García Márquez, celebrado el 6 de marzo de 2012.

Cruz Hernández marcó un día antes a la oficina del maestro y Mónica Alonso le prometió que programaría una llamada para el día siguiente, el del cumpleaños; se realizaría entre las 12 del día y la una de la tarde.

Llegó el 6 de marzo, el reloj marcó las 12, la una, las dos y las tres de la tarde y la llamada no llegaba. Cruz Hernández recordó que García Márquez era una persona muy solicitada: presidentes, embajadores, intelectuales, gobernadores, todo mundo querría saludarlo. Así que perdió la esperanza.

Cuando ya se había resignado, sonó su teléfono, exactamente a las 3:15 de la tarde hora de Recoveco. Entonces le habló el festejado.

—¿Qué la cosa? ¿Cómo va esa vaina? —le dijo García Márquez.
—Maestro, con la novedad de que otra vez terminamos de leer Cien años de soledad ininterrumpidamente, y si ahora no hicimos un récord mundial, hicimos un récord en Sinaloa —le respondió Cruz Hernández entre risas.
—Yo voy a ir a ese pueblo, pero sin mucho ruido —prometió.

***

Algo le pasaba a su maldito teléfono móvil y el profe Cruz Hernández no podía enviar los mensajes de texto que le escribía a Mónica Alonso para preguntarle por la salud de don Gabriel.

Sabía que estaba grave y no tener noticias de él lo angustiaba. Le robaba la calma. Era como no encontrar sabor a la lectura. Mientras veía absorto el teléfono, entró una llamada de su amigo Raúl Beltrán, un constructor que nada tenía que ver con la literatura pero que conocía tan bien al profe Cruz que no pudo evitar hablarle cuando se enteró.

—¿Ya sabes que falleció García Márquez?
—Chingado, ¡no me digas eso! —respondió el profe mientras maldecía sin resignación ese momento.

Caminó solo por esos surcos del campo donde hacía años había escuchado por primera vez la voz de Gabriel García Márquez.

Caminó. Sólo caminó.

Y sintió cómo se quebraba el aire.

Yo ya me voy a ir

Publicado: 15 febrero 2016 en Aníbal Santiago
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Con el oído al teléfono, el pequeño Iván oyó esa mañana las palabras que su padre le había repetido desde sus cinco años, la misma frase que lo condenaba a no conocerlo, o a conocerlo sólo por la voz lejana que llegaba por el auricular un par de domingos al mes hasta Tlaltepango, su pueblo: “Hijo, si sigo en Estados Unidos es para que no les falte de comer a ti y a tus hermanitas”.

Esta vez la respuesta del niño tlaxcalteca no fue un “sí, papá”, ese “sí, papá” resignado más que comprensivo, con el que siempre quedaba sepultada no sólo la plática sino cualquier ilusión: “Por mí ya no trabajes más –fue lo que le contestó Iván–, porque yo ya me voy a ir”.

En algún lugar del Nueva York primaveral del 29 de mayo pasado, Salvador Cote Blas oyó la respuesta de su hijo y se molestó. Hacía siete años que el albañil había cruzado el río Bravo huyendo con pavor de la justicia de Tlaxcala, y su único hijo varón jamás lo había confrontado.

Por eso no le mandó un beso, ni le pidió que se portara bien y tampoco le dijo “adiós”. El castigo fue un “pásame a tu mamá”. Iván extendió el teléfono a Ángeles Ximello, su joven madre, que oía la plática junto a sus tres hijas: Alejandra, Mariana y la menor, Vanesa, una niña de siete años con retraso mental.

Iván ya no dijo nada más. En instantes en que Ángeles escuchaba a su marido quejarse por la conducta de Iván, el pequeño subió en silencio a la azotea. El matrimonio cruzó comentarios sin importancia. Pasaron cinco minutos antes de que Salvador, quizá afectado por algo cercano a un presentimiento, pidiera a su esposa: “Pásame de nuevo a Iván”.

“Hijas, busquen a su hermano allá arriba”, pidió la mujer. Mariana y Alejandra subieron a la azotea. Ahí, en efecto, estaba su hermanito de 10 años. La cinta de una bata de baño amarrada al tendedero estrujaba su cuello. Las niñas vieron a Iván desvanecido, con la piel violeta, los ojos cerrados y la cabeza colgante.

Por el teléfono descolgado, sin entender qué ocurría, lo último que Salvador escuchó fueron los gritos desesperados de su esposa y sus hijas.

El remedio era antes

La mañana del lunes 30 de mayo apareció una pequeña nota interior en la sección Estados del diario Reforma: “Se suicida menor por bullying”.

En realidad, el periódico hacía eco de la suerte de juicio sumario de la Procuraduría General de Justicia del Estado de Tlaxcala, que en el boletín 100/2011, señaló: “El niño tomaría esa drástica decisión porque era objeto de burlas y malos tratos de parte de sus compañeros de clase. La madre del hoy occiso mencionó en su declaración ministerial que su hijo Iván N. era víctima de acoso escolar, cuyo problema podría haberlo orillado a tomar la decisión de quitarse la vida colgándose de los tendederos del patio”.

Según la Dirección de Prevención del Delito de la PGR, el año pasado hubo 190 suicidios por bullying. Pero todos a partir de los 12 años, con el inicio de la pubertad. El hecho de que un niño de sólo 10 años se quitara la vida, más allá de la razón para hacerlo, podía marcar un hito en México. Sobraban motivos para averiguar qué había ocurrido.

El mapa de Tlaxcala en el que Tlaltepango aparecía como un pueblito que retoñaba tímidamente en las faldas de La Malinche, sugería agradables postales de pueblo mágico, con calles empedradas, techos de dos aguas y fachadas de adobe.

Pero la bienvenida que ofrece Tlaltepango es muy diferente. Al boulevard que lleva hacia la población lo invaden negocios de block, bovedilla, viguetas, cacahuatillo, tepetate, piedra, grava, arena. Expenden sobre una calle atestada de vehículos de carga, desde estaquitas hasta tráilers.

El plomizo vestíbulo de la comunidad anticipa el escenario que se repetirá en cada calle: muros repletos de graffiti, bloques toscos de tabique que sirven de casas, y milpas sucumbiendo bajo cerros de ladrillo o cascajo que los hombres de aquí usan en su oficio.

Disculpe, ¿sabrá dónde ocurrió la muerte de un niño? –pregunto al primer viejo que veo en el pórtico de su casa.
—¿El que se mató?
—Sí.
—Uuh, hasta el canal –añade don Modesto Sáinz e indica algún punto remoto de la comunidad.

La Calle del Canal se anuncia con una gran cruz blanca de cemento alzada sobre el asfalto. Atrás de ella, el canal de Tlaltepango: lecho de podredumbre y basura del pueblo. Y a sus flancos, los hogares donde las mujeres hacen nixtamal para vender en Puebla. Pasos adelante surge la casa con el número 51. Un moño blanco cuelga en la fachada. De no ser por esa discreta cinta de luto, uno pensaría que esta familia vive días prósperos: la construcción de un segundo piso casi concluye, la entrada acaba de ser pavimentada y dos columnas nuevas esperan lo que será el techo de un cobertizo.

Toco y no hay respuesta. Por el filo del portón se divisa una pila de ladrillos que hace de cama para una muñeca de greñas rojas. En el patio gris reposan costales de cemento. Un vecino dice con recelo que Ángeles Mora, madre de Iván, salió hace rato de la mano de su hija menor, “la enfermita”. No sabe a qué hora volverá.

Minutos después, una anciana delgada –después sabré que es Alberta, su suegra– abre la casa de Ángeles: “Yo hago el aseo. Ni los conozco, no sé qué pasó”, miente y cierra.

Cruzo al otro lado del canal, donde vive Verónica, una vecina: “Ángeles nunca fue una persona de hablar, no dice nada a nadie y menos desde lo del niño”, advierte, justo en el instante en que señala: “Es ella, ahí está”.

Me apuro, pero cuando la pequeña mujer de cuerpo encorvado me observa a 20 metros, entra y cierra el zaguán. El que sale, poco después, es un sonriente regordete: Francisco, primo de la mamá.

—No conozco a ninguna Ángeles y tampoco sé nada de eso que usted me habla (el suicidio).
—La mamá del chico acaba de entrar, déjeme hablar con ella.
—Aquí no entró nadie. Le pareció –refuta y se mete.

Decido esperar sentado en la banqueta. En media hora no pasa nada, hasta que de golpe surge del zaguán una voz femenina que reclama:

—Si el niño ya está “guardado”, el remedio era antes, no ahorita.
—Sólo quiero saber por qué Iván hizo eso –explico.
—Haga justicia en la escuela. Averigüe ahí, no aquí.

Su papá mató a alguien

En la Calle del Canal sólo suenan los ladridos de los tropeles de perros callejeros y de uno que otro auto que va a San Pablo del Monte, cabecera municipal. Sus pobladores, cientos y cientos de albañiles, van y vienen cruzando la autopista para laborar de lunes a sábado en la ciudad de Puebla. El domingo es la paz de sus músculos extenuados.

Por eso, cualquier grito, el que fuera, hubiera sido un desgarro en esa mañana apacible. Pero aquellos gritos eran aún más que eso. Eran un vendaval de desdicha. Los hermanos Artemio y José Luis Blas salieron espantados a la calle y alzaron la vista: los lamentos provenían de un par de casas a la derecha, la número 51, hogar de Ángeles, la sobrina de ambos. “Cuando entré, ella bajaba en brazos a Iván –dice José Luis–. Aún respiraba”.

Cerraron el paso del primer auto que cruzó. “Se nos está muriendo”, imploraron al conductor, que hundió el acelerador para llegar en dos minutos al Hospital Comunitario Vicente Guerrero. Artemio corrió a Urgencias y entregó a los médicos Alberto Corona y María Pérez Zecua el lánguido cuerpo, de una tibieza que daba esperanza. Sobre la camilla, los médicos buscaron vida. Revisaron en Iván las frecuencias cardiaca y respiratoria, la presión sanguínea, la dilatación capilar y la temperatura. No encontraron un solo signo vital. “Llegó muerto”, aclara la doctora Zecua. Sin oxígeno, su cerebro había perdido la circulación. Iván había fallecido por asfixia.

Poco después de las 10 de la mañana, el doctor Corona pidió que el niño fuera trasladado al mortuorio. “Estábamos conmocionados”, recuerda.

Ángeles se quebró cuando el médico legista de la procuraduría estatal consignó frente a ella, en el acta de defunción, que su hijo de sólo 10 años se había suicidado. Aunque con el llanto encima, la ama de casa tuvo la firmeza para declarar a un agente ministerial que en la escuela había niños que hostigaban con saña a Iván.

Trato de obtener información oficial. Seledonio Capultitla, alcalde de Tlaltepango, no quiere sospechas: “El bullying está descartado”, dice, y lanza su hipótesis sobre el origen del suicidio: “La TV enseña esas cosas a los niños”.

No existe manera de entrevistar a sus compañeros por que son menores de edad y hay una implicación legal en el caso. En busca de rastros de ese supuesto acoso localizo a dos madres cuyos hijos eran amigos y compañeros de Iván. Piden omitir sus nombres.

—Es que Iván no sabía la historia de su papá –dice M de entrada.
—¿Cuál historia?
—Hace un tiempo su papá se juntaba en banda –cuenta S– y en una riña mató a un muchacho. La policía quería atraparlo y por eso se escapó a Estados Unidos. Un compañerito le dijo cruelmente a Iván que su papá había matado. Y que por eso nunca iba a volver.
—Por eso –añade M–, los niños rechazaban a Iván.

La Cueva del Oso

“¡María, párate, a tu hijo lo mataron!”.

La violencia del alarido que la despertó esa madrugada de domingo fue tal que las palabras que el propio grito contenía no significaron nada por un instante. María Sánchez Román saltó de la cama como si experimentara un ultraje y cuando se repitió en silencio lo que estaba oyendo, sacudió a su marido para arrancarlo del sueño. Florencio abrió los ojos y se enteró de la desgracia.

Pablo Román, su sobrino y vecino, acababa de llegar, agitado y sudoroso. Huía de una pelea que terminó en una golpiza mortal para Pedro, su primo de 17 años, hijo menor de María y Florencio.

Tres horas atrás, cuando el sábado perecía, los dos jóvenes albañiles habían deambulado por las calles de su pueblo, San Sebastián Aparicio, en busca de cervezas para celebrar que ya acababa el año. Pero todas las tiendas estaban cerradas.

“Vamos a la Cueva del Oso”, propuso Pablo, y Pedro aceptó. Esa noche del 20 de diciembre de 2003, el único bar de Tlaltepango, el pueblo aledaño, estaba a tope. Las 20 mesas y la barra eran un hervidero de gritos, palmadas, insultos y bromas refrescados por cientos de caguamas que saciaban la sed de fiesta de los albañiles venidos de los pueblos del municipio de San Pablo del Monte.

Los primos entraron al bar. Y ahí surgen sucesos confusos, reconstruidos en el Juzgado Cuarto de Tlaxcala con base en dichos que fueron y vinieron con la misma ligereza con que los parroquianos jugaban baraja española esa noche.

Pedro y Pablo coincidieron en una mesa con dos personas: el hoy fallecido Guadalupe Marcelino y su hermano Ascensión, identificados por pobladores de la región como miembros de Los Huaraches, una célebre y ya desaparecida banda delictiva local. “Estaban todos juntitos, cotorreando”, recuerda Concepción Romero, dueño del bar.

Al calor del alcohol, los cuatro comenzaron a interactuar con los ocupantes de una mesa vecina. Según la versión de los hermanos Marcelino, en ella bebían Salvador Cote las, albañil de 22 años, padre de tres niñas y un niño, Iván, que en nueve días más, la víspera de la Nochevieja, cumpliría tres años. Según otros alegatos, incluido el de Salvador, él ni siquiera se hallaba en La Cueva del Oso.

—¿Quién estaba en esa segunda mesa?
—No me acuerdo –comenta Concepción Romero, el propietario del bar.

Un hecho sin discusión es que los ánimos entre ambas mesas se calentaron. Romero guarda recuerdos frescos: “Se retaban de una mesa a otra: ‘yo te invito’, ‘no, yo’, ‘yo invito dos’, ‘yo otras dos’. Como pedían cerveza tras cerveza, le dije al de la barra: ‘Ya no les despaches, se están picando a ver quién tiene más dinero’. Hasta que el que se llamaba Pedro me dijo ‘dame tres cervezas’ y quiso pagarme 200 pesos. Le dije: ‘No te voy a despachar. Termina eso y te vas’. Al final los saqué a todos: ‘¡Váyanse fuera!’”.

Pero eso no impidió que a las dos de la mañana la disputa degenerara en una riña. “Otros seis entraron al bar para participar en la golpiza. Vinieron a lo que vinieron: a desmadrear”.

—¿A una persona llamada Salvador Cote lo vio ahí?
—Como no sé quién es, no sé si estaba –responde Romero.

La aún inexplicable furia se descargó contra Pedro. “Se le fueron con una botella, lo patearon entre todos y con un banco de fierro lo remataron en la cabeza”, cuenta Irma, su hermana mayor. La averiguación previa sostiene que le fracturaron la nuca de ese modo. Pero el dueño del bar –quien asegura desconocer la identidad de los agresores– lo niega: “Fueron tres patadas a la cabeza contra el filo de la banqueta. Se la apachurraron”. Romero, quien asegura no conocer a los agresores, observó a Pedro tirado en la calle: “El golpe le dejaba ver los sesitos. Y dije ‘esto no está bien’”.

Lo subió a su auto y lo llevó al Hospital Comunitario Vicente Guerrero.

—¿Quién es? –le preguntó el médico.
—No sé, lo encontré tirado en la calle. Me retiro, para no tener problemas.

Mientras Concepción dejaba a Pedro en el hospital y volvía a su bar, en el pueblo colindante, San Sebastián Aparicio, los Sánchez Román vivían una zozobra.

Pablo alegó que estaba traumatizado, se encerró en su casa y se negó a contar a Florencio y María dónde habían dado la golpiza a su hijo. Los padres optaron por buscar el cuerpo en las calles y pidieron a Irma, su hija mayor, ir al Hospital Vicente Guerrero.

Ahí, un médico le dijo que hacía un rato habían llevado a un joven inconsciente y que por su grave estado lo trasladaron al Hospital General de Tlaxcala. Mostró a Irma la ropa con la que el herido había llegado, para que la identificara. “Me entregaron unas botas, un pantalón y una playera. La cartera y el reloj se los habían robado”.

—Todo esto es de mi hermano –confirmó Irma al doctor.

Dos kilómetros arriba, Concepción ya estacionaba su auto junto a La Cueva del Oso. Pese a que el bar había cerrado, afuera aún bebían seis hombres: “Eran los que habían madreado a Pedro”, detalla Romero.

Cuando Guadalupe y Ascensión Marcelino, compañeros de mesa de Pedro, estaban retirándose del lugar, llegó una camioneta de la Policía Municipal. “Mientras se iban gritaron a los policías: ‘¡Ellos fueron los que pegaron!’. Acusaron a los que estaban tomando”, agrega el dueño.

Los agentes obedecieron a los Marcelino y arrestaron a seis: Juan Romero, Arturo y Antonio Galindo, Miguel Serrano, Gregorio Rosas y Salvador Cote Blas, papá de Iván.

Los Marcelino, en cambio, regresaron esa noche a casa. Desde entonces, sin embargo, el pueblo tuvo sospechas: “Cuentan que quienes golpearon a mi hermano fue la banda Los Huaraches, de la familia Marcelino –confía Irma, hermana de Pedro–. Ellos lo negaron. Yo no lo sé”.

Estamos tristes porque nos dejaste

Las familias Cote y Mora eligieron un ataúd blanco de pino tallado, por el que tuvieron que pagar 6 mil pesos. Y, para abreviar el duelo, pidieron a los empleados de la funeraria San José no dar ningún tratamiento al cuerpo. “Fue triste ver que un niño murió así”, opina Germán Pisen, el gerente, quien se ocupó de que, como se lo solicitaron, el féretro tuviera cristal corrido, para que se viera la angulosa cara morena de Iván.

El cortejo fúnebre, de 30 personas, fue tan discreto que apenas se percibían los sollozos y las pisadas pedregosas que accedían al Panteón de Tlaltepango. En el sepelio, Ángeles le contó a Araceli Guevara, maestra de su hijo, que la semana previa al suicidio, su hija menor, Vanesa, sufrió graves convulsiones epilépticas. Mamá e hija habían viajado hasta el Hospital Infantil de Tlaxcala, donde pasaron muchas horas. El niño se quedó en casa con sus otras dos hermanas.

El martes en que se cumplen 35 días del entierro busco el lugar donde descansa el cuerpo de Iván. En este pueblo ceniciento con aire cargado de pesadumbre el panteón es el único estallido de colores. Pero este mediodía sólo visitan las tumbas floridas los zanates que revolotean entre moscas. Entre tantos sepulcros resulta difícil ubicar el de Iván.

Dos albañiles construyen el techo de una de las tristes casas con vigas saltadas que rodean el cementerio. Acompañan, alegres, a José Alfredo, que en un radiecito canta: Yo te abandono pa’ estar parejos / yo, yo que tanto lloré por tus besos… Al fondo, en el área de niños difuntos, destaca un sepulcro con flores que hace poco debieron estar rozagantes. “Aquí descansan los restos del niño Salvador Iván Cote Mora. Nació el 30–12–2000 y falleció el 29–05–2011 a la edad de 10 años. Recuerdo de sus padrinos y familiares”.

Hay seis botes oxidados con claveles blancos, una cubeta azul con una rosa solitaria y un bote grande de champú Caprice con veladoras y gladiolas blancas. Un pequeño Cristo dorado yace en medio de la cruz, abrazada por un tallo verde de una blanca flor plástica. Ahí, escrito en negro, su epitafio: “Estamos tristes porque nos dejaste, pero sentimos consuelo al saber que estás con Dios”.

¿Qué tanto puede escribirse ante la muerte de un niño? Leo los epitafios de los tres pequeños vecinos de Iván. El de Lilia Medina: “Dios buscaba un angelito y se fue contigo, Señor”. El de Karina Ximello: “Dios me dio la vida, Dios me mandó a llamar, no se queden tristes, yo descanso en paz”. Y el de María Gómez: “Pudiste ser un ave, una estrella, una flor, y ahora eres un ángel de Dios”. Sobre los entierros, sus familias dejaron una paleta Tutsi, un payaso de bonete rosa, un Quico de juguete.

Antes de partir, María, la chica que atiende la tiendita frente al panteón, cuenta cómo fue el día que inhumaron a Iván: “Fue un sepelio silencioso. Demasiado”.

Yo ya me voy a ir

Iván cargaba con la pelota a donde fuera. A la tienda, a la escuela, a casa de su amigo Freddie. Tac tac tac, se le iba el día con la manía de golpetear el balón en actitud distraída, como quien va por la vida silbando. Jugaba a viajar con la mente hasta el estadio Azteca para imaginar que era Salvador Cabañas. Aunque su América nunca le dio el gusto de verlo campeón, el paraguayo le alegraba el domingo. “Y cuando llegaba octubre, todos los días con su papalote”, recuerda su tío José Luis. Iván aprovechaba el viento que dejan correr las casas bajas de Tlaltepango para volar junto al canal de aguas negras los papalotes que él hacía y que contemplaba absorto cuando se suspendían en lo más alto.

Iván dormía mal. Desde que tenía un año, su hermana Vanesa, dos años menor, padecía crisis epilépticas que en la madrugada arrancaban a todos del sueño. De chiquito veía con pánico cómo su madre luchaba por calmar a la niña, que carece de habla y juega como un bebé de meses. Pero la edad lo cambió: “Iván ya ayudaba a su mamá casi todas las noches en los ataques que le daban a Vanesa –dice su abuela Alberta–. La quería: la alimentaba, le compraba galletas”.

Quizá ese cansancio crónico del sueño entrecortado le impedía reír lo que debiera un niño de su edad. En contraste, lloraba mucho.

Hace un tiempo, Luis –un compañero suyo– jugaba en el patio de la escuela. Un movimiento hizo que se le rompiera la bolsa del pantalón y se le cayeran unas monedas. Iván se agachó, tomó un par y se las llevó al bolsillo.

En la salida, Esteban Sánchez vio a su hijo Luis llorando.

—¿Por qué lloras?
—Iván me quitó mi dinero.

El papá se acercó a Iván y le dijo: “Devuélveselo”.

“Iván me contestó ‘yo no le quité nada’ y empezó a chillar, desesperado, como si lo estuviera golpeando”, recuerda Esteban.

Y hace meses, Angélica y su hijo Freddie –otro compañero de la primaria– vieron a la salida un niño que lloraba.

—¿Qué te pasó? –preguntó Freddie.
—Mi tío no me quiso llevar a la casa –contestó Iván.
—¿Dónde vives?
—Hasta el canal.
—Vivimos por allá. No te asustes, amigo –añadió el chico, dos años mayor–, te vas con nosotros.

Freddie empezó a patear las piedras del camino y animó a Iván a que hiciera lo mismo. El juego lo fue tranquilizando.

—¿Qué imágenes guarda de Iván? –pregunto a Angélica, la mamá de Freddie.
—Días antes de morir me contó: “Mi hermanita se puso mala a las dos de la mañana y la llevaron al hospital. Me preocupa mucho, yo la amo”.

Desde aquel día en que se conocieron, Iván y Freddie se encontraban en un punto del canal e iban a la escuela y volvían juntos. Su amigo recuerda haber escuchado en esas caminatas una frase reiterada: “Me preocupa dejar a mis grandes amores: mi mamita y mi hermanita enferma. Porque yo ya me voy a ir”.

Freddie nunca le dio importancia a esas palabras.

Se burlan de mí

El Waka Waka de Shakira hace bailar a la primaria Vicente Guerrero con una alegría explosiva, vigorosa, física. Está por concluir el ciclo escolar más triste en la historia de este colegio del municipio de San Pablo del Monte, al sur de Tlaxcala, y quizá por eso en las decenas de ex compañeritos de Iván que ensayan la coreografía de fin de curso se descargan en risas, saltos y bromas, como si un deudo se descubriera a sí mismo pegando una carcajada tras un luto penoso y largo.

En el enorme patio repleto de niñas y niños de uniforme azul y rojo vuelan balones, hay corretizas, gritos exaltados, resbaladillas repletas, columpios que se alzan como misiles. En este patio, Iván tenía una diversión solitaria que extrañaba a los maestros: giraba sobre su propio eje.

Subo las escaleras para entrar en el 4o A, el grupo donde hasta hace poco tomaba clases Iván. En el trayecto al salón me ataca la idea de que Araceli, su maestra, no dará la entrevista: la procuraduría estatal, Reforma, El Sol de Tlaxcala, ABC Tlaxcala y decenas de medios electrónicos replicaron la noticia de que Iván se mató por bullying.

Pero quien abre la puerta del salón es una mujer de sonrisa suave que oye atenta las razones para entrevistarla. “Claro”, acepta, e invita a este salón verde con un cartel que indica: “Para ser sabio hay que leer diario”. Las paredes están rebosantes de mapas, afiches de dinosaurios, caballos, elefantes. En las repisas descansan libros y matrioskas de colores elaboradas por los alumnos con papel maché. Y sobre los pupitres, los compañeritos de Iván celebran con sándwiches, refrescos y risas el fin de curso.

—¿Cómo recuerda a Iván?
—Travieso, distraído, alegre y dejado de las tareas: no cumplía. Lo atribuí a que se preocupaba por su hermanita epiléptica. Un día me dijo: “Maestra, se burlan de mí por mi hermanita”.

A la otra mañana, la maestra se paró frente a los niños. “Nada tienen que decirle. Iván es afortunado: su hermanita es el ángel de su casa”.

—¿Lo siguieron molestando?
—No, ahí acabó –asegura esta profesora de unos 40 años que señala un cartelito sobre una puerta: “No pegar, no gritar, no insultar, no empujar”. Una especie de manual exprés anti bullying.
—La procuraduría estatal dice que investigan si Iván aquí sufrió bullying, y que por eso no puede mostrar la averiguación previa. ¿Ha venido alguien a investigar?
—Nadie.
—¿Y qué piensa de las acusaciones de bullying que hace la familia?
—No tengo nada que decir.

Yo no fui

El sol despuntaba ese domingo 21 de diciembre y Salvador no llegaba a casa. Ángeles, preocupada, indagó entre vecinos el paradero de su esposo. La noticia no tardó: se encontraba detenido por participar en una riña. La familia viajó hasta la procuraduría estatal. “Cuando llegamos –cuenta Alberta, su madre– mi hijo ya estaba hundido en el Cereso”.

El joven albañil declaró que llegó al bar cuando la golpiza había acabado. José Luis Blas repasa las primeras palabras que oyó de su sobrino preso: “Lloraba diciendo ‘Yo no fui, tíos. Cuando llegué ya ni siquiera estaba el chavo al que le pegaron (Pedro Sánchez). Llegó la patrulla y nos agarraron a los que estábamos ahí”.

Según datos de la averiguación previa, quienes lo incriminaron fueron los hermanos Marcelino. “El líder de Los Huaraches, Guadalupe Marcelino, tenía cuates y relaciones en la procuraduría. Por eso hacía y deshacía y no le hacían nada”, revela un ex funcionario estatal que pide omitir su nombre.

Los seis detenidos cayeron en prisión pero sólo imputados por el delito de lesiones. Y es que Pedro, aunque inconsciente, con traumatismo craneoencefálico y conectado a un respirador, sobrevivía.

Al paso de los días –según consta en la averiguación previa a la que parcialmente pudo acceder emeequis– la abogada Lourdes Romero Méndez ayudó a liberar a Juan Romero Méndez (su propio hermano, por cuya fianza pagó casi 100 mil pesos), a Antonio y Arturo Galindo, a Miguel Serrano, a Gregorio Rosas y a Salvador Cote Blas. A cambio de 54 mil pesos de fianza, el papá de Iván logró la libertad tras permanecer cinco días confinado. “Toda la familia le prestó: le dimos aguinaldos, rayas de la semana, ahorros”, confía José Luis.

Salvador pudo volver a casa. En cambio, Irma e Ignacio acompañaban a su hermano menor, Pedro, en el Hospital General de Puebla: “Era como un muerto que respiraba”, recuerda ella.

Amiguero, alegre, seductor, en su agonía Pedro convocó en el área de terapia intensiva a muchas amigas. Murió el sábado 27 de diciembre, a seis días de ser atacado en el bar. “No podíamos creerlo –cuenta su hermana Irma–: era joven, tierno, cariñoso con sus sobrinas. Y no se metía en pleitos”.

Cuando Pedro murió, el caso pasó del delito de lesiones a homicidio. Se abrió entonces el proceso 348/2003. A inicios de 2004, la juez María Avelina Meneses Cante dictó orden de aprehensión contra tres personas, a quienes encontró culpables del asesinato: Arturo Galindo, Miguel Serrano y Salvador Cote Blas, el albañil nacido el 10 de octubre de 1981.

Ante la sentencia, la abogada Romero (quien no respondió a varias solicitudes de entrevista) se reunió con la familia de Salvador, su cliente. “Ella nos dijo: ‘Sálvese quien pueda: pueden esconderse ahorita’”, narra Alberta, madre de Salvador.

—¿Ustedes qué hicieron?
—Salvador se escondió unos días –reconoce su tío.

Arturo Galindo fue aprehendido el 23 de febrero de 2004. Miguel Serrano escapó de la justicia y aún es un prófugo. Salvador huyó de Tlaxcala el martes 20 de abril de 2004. Primos de Estados Unidos lo ayudaron a contratar un coyote y cruzar la frontera. Dejó en México a su esposa, a su hijo Iván y a sus tres hijas; la menor, Vanesa, una beba de pecho que ya manifestaba epilepsia. “Salvador escapó por miedo a caer en la cárcel sin haber cometido el crimen”, asegura su tío.

Desde entonces, casi ocho años después, no ha vuelto a México. “Igual que Miguel Serrano, Salvador se desarraigó del estado y no se ha vuelto a saber de él –señala Teresa Ramírez, jefa de la Unidad de Comunicación Social de la Procuraduría General de Justicia de Tlaxcala–. La averiguación está abierta. Hay que detenerlos porque el delito de homicidio no prescribe”.

Uno de los tres inculpados, Arturo Galindo, salió de prisión después de tres años, al parecer por falta de pruebas.

Pese a que la sentencia se dio hace ya más de siete años, la procuradora Alicia Fragoso rechazó entregar una copia de la averiguación previa, solicitada para conocer los testimonios que inculparon a Salvador y las bases del fallo.

Su familia jura que es inocente. “Los que agredieron (a Pedro) fueron los mismos que avisaron a la patrulla –insiste el tío del albañil–. Pegaron y, obvio, se largaron. ¿Cómo es posible que agarraran a gente inocente que llegó al bar cuando ya había pasado el acto?”.

Irma, hermana del fallecido, también sospecha del proceder de la justicia: “Yo no lo sé, pero cuentan que quienes golpearon a mi hermano fueron los de la banda Los Huaraches, de la familia Marcelino. Ellos lo negaron”.

Según el testimonio del dueño del bar, el gobierno estatal incurrió en una omisión clave: la procuraduría nunca estudió la escena del crimen y pese a ello encontraron culpable a Salvador.

—¿Fue algún policía al bar tras el homicidio?
—No –afirma Romero.
—¿Nunca?
—A los ocho días, pero vinieron a clausurar. Checaron la entrada.
—¿Usted ya había limpiado la escena del crimen?
—Sí, ya no había nada.

Proveedor de todo el dinero con que vive su familia, en siete años Salvador no ha vuelto a México. “Mi sobrino piensa ‘si regreso, a la cárcel’”, justifica José Luis.

Tampoco vino a sepultar a su hijo.

Lázaro resucitado

Desde el fondo de la iglesia veo cruzar el portón a Ángeles Mora Ximello. Tengo enfrente a la madre de Iván. Escuálida, castigada por las ojeras y jorobada, la joven que aún no cumple 30 años camina hacia la pila de agua bendita de la Parroquia de Cristo Resucitado con la actitud decaída de una anciana. En la mano izquierda lleva un ramo de gladiolas; en la otra, a Vanesa, su hijita, una espiga hecha niña con la frente cruzada de cicatrices, huellas de siete años de convulsiones.

Es 29 de julio, se cumplen dos meses de la muerte de Iván. Al templo de Tlaltepango han acudido unas 30 personas. Entre ellas, 10 niños, amiguitos y primos que guardan un respeto adulto en la ceremonia.

El sacerdote José Luis Díaz ha elegido un breve fragmento del Evangelio según San Juan para leerlo a los fieles y a Ángeles, que lo escucha atenta en la primera fila de bancas. En ese pasaje, Marta de Betania llora en su casa la muerte de su hermano Lázaro y hace un reclamo a Jesús: “Señor, si hubieras estado aquí mi hermano no habría muerto”. Y Jesús respondió: “Tu hermano resucitará”. Y resucitó.

Pero el pequeño Iván no es Lázaro. Por eso los dolientes no tienen más que rezar el rosario para difuntos y murmurar el “Te rogamos, Señor”, cuando el cura lanza el doloroso “Te rogamos el descanso eterno de Salvador Iván Cote Mora, que goce tu presencia eternamente”.

La misa termina. Ángeles me mira de reojo. Apura el paso con sus tres hijas y niega con la cabeza cuando busco hablarle.

Pero Alberta Blas, abuela de Iván, y José Luis Blas, su tío abuelo, aceptan platicar en una banca en la plaza central del pueblo.

“El niño no se veía acongojado, ido, cabizbajo”, aclara su tío, como descartando indicios de su decisión. “Pero era muy apegado con su mamá –matiza la abuela Alberta–. Nunca la quería dejar. Si iba a la tienda era ‘¿mamá, a dónde fuiste?’”.

—¿Qué motivos creen que tuvo para quitarse la vida?
—Asumimos que se desesperó por no tener a su papá y ver así a su hermanita. ¿Pero a quién culpamos? –dice él.
—¿Supo que su padre estaba acusado de un asesinato?
—No. Se mantenía en secreto para no herir al niño –responde Blas.
—¿En la escuela alguien se lo dijo?
—No sabemos.

De pie, silenciosa atrás de la banca en que están José Luis y Alberta, la abuela materna, Guadalupe Ximello interviene por un instante en la plática: “Unos niños de la escuela golpeaban a su nieto”.

Le hago un par de preguntas pero se niega a abrir la boca. Al tercer intento, musita: “Mi hija fue a reclamarles a las mamás de los niños”.

José Luis pierde la mirada en el piso, murmura: “Él ya traía eso”, alarga un silencio y recapitula: “En la azotea, donde siempre andaba, decía ‘me puedo aventar y rápido me muero’”.

Ese jugar a morir amenazaba dejar de serlo. Meses antes de ahorcarse, se resbaló de la escalera que da acceso a la azotea y quedó colgando de la marquesina –con un vacío de unos tres metros–, de donde hubo que bajarlo. “Al final nunca se aventó –dice José Luis y me mira frío a los ojos–. Pero ahí mismo se mató”.

Cómo es posible que un niño haga eso

La mañana del lunes 30 de mayo, la maestra Araceli Guevara entró al plantel y recibió la noticia más dura en sus 27 años de servicio: su alumno de 4o A, Iván Cote, se había suicidado. “Fue un golpe tremendo. Pensé ‘¿cómo es posible que un niño haga eso?’. Aún no lo creo, no sé si fue un accidente”.

Estremecida, se confesó sin fuerza para dar la noticia al grupo. Al lado de ella, las maestras Irma y Gloria se encargaron de informar a los niños. No dieron detalles. “Varios lloraron, otros estaban en shock y otros no lo creían porque lo vieron el sábado en la Central de Abastos”, relata la maestra, que les pidió escribir un mensaje de despedida a su compañero. “Ya estás con los ángeles”, “Te voy a extrañar en el recreo”, “Ya estás en lo azul”, escribieron algunos.

Araceli hurga en la conducta del niño. “Distraído sí era: estaba sentadito con la mente
en otro lado”.

—¿Había sospechas de que podía hacer algo así?
—Claro que no, fue completamente inesperado.

Apenas en abril pasado, Iván acudió a un campamento escolar en el Centro Vacacional La Malinche. Se arrojó de la tirolesa, quemó bombones, echó porras.

El guía de los niños en ese viaje, el profesor de educación física Enrique Alarcón, muestra en su cámara varias fotos digitales: Iván, muy alegre, aparece a punto de deslizarse en la polea y riendo con amigos. “Se la pasó muy divertido”, confirma el maestro con gesto incrédulo. No obstante, en la clase de deportes era caso aparte: “Quedaba agotado luego de cada ejercicio y tenía que dejarlo descansar, algo que no me pasaba con nadie: Iván estaba desnutrido y la prueba eran los jiotes de su piel”.

El maestro, preocupado, mandó un recado a su mamá. “Simple: le pedí que a su torta le pusiera queso, frijoles y aguacate”.

Los alumnos con problemas de agresión, distracción y/o atraso son canalizados a un “grupo especial” de 30 niños. El rezago de Iván, cuyas calificaciones iban de 6 a 7, no
ameritaron integrarlo.

—Nunca fue reportado con problemas de aprendizaje –aclara la maestra de educación especial Irma Sánchez–. Escribía, leía, lento pero aprendía.
—¿Y en su grupo hay niños que ejercen bullying y pudieran dañarlo?
—Aquí no ha habido bullying. Ocurre lo normal, nada que pase de un pelotazo.

En el último año que cursó, Iván había dejado de hacer tareas. A la vez, su mamá ya no asistió a las juntas de padres. Por eso su maestra citó a Ángeles para saber qué pasaba: “Su respuesta fue ‘no tengo con quién dejar a mi hija’. A su mamá, una señora tímida que hablaba poco, le pedí estar más pendiente del niño, que hiciera las tareas. Me dijo que platicaría con él”.

—El papá de Iván está acusado de un asesinato. ¿Alguien en la escuela se lo dijo?

La maestra hace un gesto de absoluta sorpresa:

—No en mi clase –responde.

Se fue el pelón cabrón

Busco a la familia de Pedro una tarde después de una tromba. San Sebastián Aparicio es un ramillete de riachuelos grises de piedras rodantes. Toco en una casita de lámina. “¿Qué necesita?”, pregunta Florencio, padre del albañil asesinado, un enjuto señor de gorrita que frunce el ceño cuando oye qué investigo. “¿Ya para qué?”, responde en seco.

En silencio, oye a su esposa, María, que sale a atender en la vereda. Bajo la llovizna enlaza recuerdos que pintan a Pedro como un muchacho bueno: “Me decía todo el tiempo ‘mi reina’, ‘¿qué hace usted, mi reina?’. Llegaba de trabajar y se picaba su huachinanguito, sus frijolitos y decía ‘le pongo limón para que me sepa mejor mi comida”.

Ignacio, hermano de Pedro, dos años mayor, hace memoria con la mueca desorientada de quien busca salir de una nebulosa y cuenta el capítulo más reciente: hace cerca un año, un agente apellidado Mejía les pidió que vieran varias fotos para ayudarlo a identificar a los culpables. “Si no estuvimos en el bar, ¿cómo podíamos saber?”, pregunta Ignacio y niega con la cabeza, aturdido por la sandez judicial.

Y al instante, pegando una carcajada, comparte un recuerdo de su hermano: “Perdió su América y apostó. El cabrón se nos fue pelón”.

Antes de partir, cuento a la familia que en Tlaltepango, el pueblo vecino, se suicidó un niño de 10 años, el hijo de alguien que la justicia halló culpable del homicidio. Ninguno reacciona.

—¿No les suena el nombre de Salvador Cote Blas?

Los tres hacen el gesto del que no tiene idea de qué le hablan.

—No –atina a decir Ignacio–, a nosotros ni siquiera nos dijeron que hayan encontrado un culpable. Ese nombre jamás lo habíamos escuchado.

El amor de mis amores

Ya sin Iván, la casa junto al canal adquiere cada amanecer una nueva normalidad. Alberta, la abuela viuda, carga su masa hasta Puebla para vender gorditas en Villa Las Flores. “La casa está muerta –dice la anciana–. Mi hijo está lejos y por Iván llevo un dolor como si un hijo se hubiera muerto. Estoy desolada”. Luego susurra una plegaria: “Salvador no era pandillero, sólo era un albañil. Que Dios me lo traiga”. Y antes de decir adiós, hace una pregunta: “Que regrese y se aclare esto. ¿Cómo le puedo hacer?”. No sé qué contestar.

Alejandra y Mariana, hermanas mayores de Iván, caminan solas hacia la escuela. Ángeles, su madre, sale y cierra con llave. De la mano de Vanesa, que camina a trompicones, tomará una combi que las dejará en el Hospital Infantil. Esta mañana la casa ya ha quedado sola.

Lo último que Iván vio desde su hogar después de subir las escaleras fue el Popocatépetl: el majestuoso volcán puesto ahí, en el paisaje de su azotea, como un Dios protector único testigo de su muerte.

Horas después de los gritos sin consuelo del domingo 29 de mayo, apareció en la casa un dibujo póstumo. Dentro de un corazón y en un campo lleno de flores coloridas, Iván pintó a su hermana enferma. Y en un costado, escribió: “Para Vanesa, el amor de mis amores”.

Apenas un roce delicado, un contacto lento, sutil, levemente húmedo, como se besa a un recién nacido. Así acaricia Gabriel Granados a sus propias manos. Primero se inclina sobre ellas, mirándolas como si se asomara a un estanque y buscara ahí, en esas palmas rosas y regordetas, su imagen reflejada. Sus ojos tiemblan de curiosidad, detenidos ante esos dedos enroscados que ahora se alzan a la altura de su cara. Parecen dos cachorros dormidos, dos animales mansos que también lo miran con el púrpura de sus uñas.

A Gabriel no le parece extraño estar enamorado de sus manos. Es un hombre delgado, de estatura media y una nariz achatada y grande que hace parecer sus labios más finos. Esos labios que ahora truenan, una y otra vez, entre sus dedos.

¿Por qué no habría de quererlas, si sus manos le sirven tanto? Son ellas las que lo lavan y visten cada mañana, las que lo alimentan tres veces al día, las que frotan sus ojos para quitarse el sueño. Gracias a ellas puede firmar, rascarse, contar el cambio, abrazar a sus hijos o a su esposa, hablar por teléfono, aplaudir. Mimarlas con tanto esmero es una manera de enseñarles a que lo quieran tanto como él las quiere a ellas.

A veces no puede evitar hablarles.

–Vamos, manitas, tenemos que salir adelante –las anima, torciendo una sonrisa, y las manos parecen reanimarse, se acarician entre sí, alternadamente. Su dueño arruga la mirada de puro gusto y luego las pasea por su cabello negro salpicado de canas. Está seguro de que ellas pueden escucharlo, de que de alguna misteriosa manera sienten sus palabras y agradecen.

Él sabe su cuento. Explica que sus manos, antes de ser manos, son un trozo de vida. Por eso les habla y las consiente tanto, porque todo lo vivo agradece el cariño recibido. “A un animalito lo agarras y si lo acaricias con gusto, él lo siente. Si dicen que hasta los bebés, en el vientre, escuchan lo que les dice su mamá, ¿tú crees que mis manos no?”, pregunta y, como si le respondieran, las manos se restriegan contra sus mejillas.

Gabriel Granados repite que esas manos son suyas, de nadie más, que no le importa que parezcan dormidas, ni que sea aún sea tan difícil abrirlas o cerrarlas por completo. Ya tampoco le importa que el color de sus dedos sea distinto al del resto de su cuerpo o que apenas hace un año obedecieran las órdenes de otra persona. Las quiere tanto o más que a sus manos anteriores.

Porque a él le tiene sin cuidado que hace apenas un año estas manos respondieran a las órdenes de ese vigilante cuya vida quedó en el limbo cuando unos maleantes le incrustaron una bala en el cerebro.

***

Los labios de Granados se juntan y dejan escapar un zumbido seco, parecido a lo último que escuchó antes de sentir que los dientes tronaban adentro de su boca: “¡Bzzzzuuuuuttt!”.

Era martes, era invierno y el día parecía correr con la desesperante lentitud de siempre. Granados tenía 51 años y planeaba jubilarse de su empleo como perito contable en la Procuraduría de Justicia del Distrito Federal. Sus dos hijos ya cursaban la universidad y él mismo se preparaba para estudiar Derecho como segunda carrera en la UNAM.

El que estuviera de vacaciones no impidió que él, hombre de rutinas y voluntad férreas, se levantara aquel 4 de enero de 2011 a las cinco de la mañana, como era habitual. Antes de entrar a la bañera, midió la temperatura del agua con la mano derecha y esperó hasta que estuviera caliente. Sólo el frío le pareció distinto, un frío húmedo en el aire.

Después de dejar a su esposa Celina Castillo en su trabajo, Gabriel condujo el auto a la colonia Carmen Serrano, donde se levantaba una barda en la azotea de otra de sus casas. Una de sus sobrinas y su novio lo ayudarían.

Se disponían a empezar, así que Gabriel, como maestro, tomó un pedazo de varilla del suelo y con ella señaló un punto en el aire.

–La barda tiene que ir, más o menos, a esta altura –fue lo último que dijo. Un poder sobrehumano lo arrancó de la tierra en ese instante.

La humedad en el aire sirvió para conducir 20 mil voltios de energía eléctrica que brincaron de los cables de alta tensión que colgaban cerca y alcanzaron la varilla en la mano de Gabriel. Se formó lo que los especialistas conocen como “arco cónico”. La corriente entró por su mano y rompió la resistencia de la piel. Las señales de su cerebro se interrumpieron y su cuerpo dejó de pertenecerle. Cada uno de sus músculos se doblegó ante ese relámpago que llegaba del exterior.

En ambas manos, puntos de entrada y salida de la corriente, la energía se concentró tanto que la carne literalmente empezó a humear. En menos de dos segundos, la alta temperatura casi carbonizó los tejidos musculares y el hueso. Si el camino de la corriente se hubiera acercado un poco, o si ésta hubiera sido ligeramente más alta o durado más tiempo, el corazón del contador se habría acelerado al punto de provocar un corto circuito y habría muerto al instante por un paro cardiaco o respiratorio.

Cayó al suelo echando espuma por la boca. De lo que ocurrió desde ese momento y hasta 48 horas después, ni idea. Quedó inconsciente.

No supo, por ejemplo, que una ambulancia lo llevó al Hospital López Mateos y que luego lo trasladaron al Hospital 20 de Noviembre, donde cuentan con un área especial para quemados.

Dos días después despertó. Aún temblaba. Orinaba rojo. La sal y los líquidos de su cuerpo se habían evaporado por completo, lastimando severamente sus riñones.

Pero ese sería el menor de los daños. Poco a poco, tarde a tarde, Gabriel Granados atestiguó cómo morían sus manos. El tejido nervioso dejó de conducir las señales eléctricas debido a la coagulación y al daño celular. Sus brazos simplemente dejaron de responder. Trece días después del accidente, el lunes 17 de enero de 2011, los médicos seccionaron la piel, los músculos y los huesos del brazo derecho, por debajo del codo; el siguiente jueves amputaron el brazo izquierdo.

–Mejor me hubiera muerto –lamentó Gabriel al despertar y darse cuenta de que donde antes había dos manos, no había nada ya.

Ahora las ves.

“¡Bzzzzuuuuuttt!”

Ahora no las ves.

***

La espuma blanca se expande uniforme por las mejillas y el largo cuello. La mano derecha empuña el rastrillo y trata de no dudar al momento de arrastrar la espuma y el vello que ha empezado a poblarle el rostro. Primero de la patilla hacia abajo, después de la garganta hacia el cielo. Tiene que hacerlo con la firmeza suficiente para que su cara quede limpia, pero con la delicadeza necesaria para no provocarse cortes.

Es la primera vez que Gabriel Granados intenta rasurarse por sí mismo con sus nuevas manos. Sus dedos han ganado fuerza: ya pueden apretar y sostener pequeños objetos, pero aún permanecen engarrotados contra sus palmas que miran siempre hacia el frente. Los músculos expansores, esos que permiten extender las falanges, aún se hallan dormidos y las manos de Gabriel no están nunca cerradas ni abiertas. Parecen dos capullos que poco a poco han empezado a separarse.

–Estamos pensando en comprar una rasuradora eléctrica –dice mientras inclina la cabeza, atrás y a la izquierda, y se mira en el espejo, calibrando el siguiente movimiento del rastrillo. Su voz rebota en los azulejos azules del baño diminuto–, pero como que sería demasiado fácil, ¿no?

Hasta ahora, se hacía rasurar por su hijo o por su esposa. Durante un año y medio, necesitó de la diaria ayuda de su esposa para bañarse, vestirse o comer. Hoy, por fin, puede entrar a la regadera solo. Lo hace igual que hace tres años. Pero algunos detalles han cambiado.

La llave del agua fue cambiada por una palanca para facilitarle su uso y ya no mide la temperatura del agua con la mano derecha, pues ésta aún es insensible al calor y al frío.

En cada mano, una pequeña gasa le cubre un punto rojo en cada mano.

–¿Te inyectaron?
–Me salieron unos granitos –dice cabizbajo y muestra sus brazos. Un pequeño salpullido, apenas visible, le enrojece ligeramente la piel. Parece preocupado aunque intenta no darle importancia–. No parece grave, pero queremos ver qué está pasando.

Abotonarse la camisa, anudarse las agujetas y afeitarse son actividades que hace apenas tres meses parecían imposibles. Hoy ha logrado rasurarse de nuevo.

Y un pequeño salpullido no le va a arrebatar el gusto.

***

La idea de que la muerte puede engendrar vida es siempre extraña. Explicar que la muerte de un ser querido significa la salvación de un desconocido requiere carisma, tacto, temple y empatía. Pedir un órgano a la familia de un paciente con muerte cerebral es hacer la pregunta más difícil en el momento menos apropiado.

Eso lo sabía Selene Artemisa Santander, una joven médico que hacía su servicio social en el Instituto Nacional de Nutrición, cuando se acercó a solicitar las manos de aquel hombre de 34 años que llegó al Centro Médico Nacional Siglo XXI con un balazo en la cabeza.

Pero una cosa es que la familia ya hubiera decidido donar varios de los órganos de ese hombre y otra que su esposa y su madre accedieran a entregar las extremidades a quien esperaba unas manos como las de él.

Selene quiso mostrarles fotografías de Gabriel Granados para sensibilizarlas y explicarles los alcances de una donación. Fue inútil.

–Déjanos tus papeles ahí y te hablamos después –respondieron con indiferencia y le dieron la espalda, abstraídas en su dolor. Selene sabía que sería difícil encontrar otras manos totalmente compatibles; se sintió frustrada.

El primer paso para procurar un órgano es encontrarlo. No es sencillo. Quienes como ella y su compañero Diego Ricaño, integrantes del programa de trasplantes del Instituto Nacional de Nutrición, hoy conocido como Tlalpan Team, se dedican a la búsqueda de órganos deben revisar los reportes de todos los servicios de urgencias de neurología para identificar a pacientes con muerte cerebral.

Luego, acuden al hospital, valoran y verifican que la persona no sea portadora de ninguna infección y que, además, sea física, biológica y antropomórficamente compatible con el receptor.

En un país donde existen más de 17 mil personas en espera de un trasplante, cada paciente con muerte cerebral se convierte en un tesoro invaluable. Es común ver a varios grupos de médicos procurando al mismo tiempo una parte distinta del cuerpo. Lo más urgente es extraer el corazón –es el órgano más solicitado y el que muere más rápido–, le siguen el hígado, la córnea, la piel y otros tejidos. Pero extraer quirúrgicamente una mano es todavía un evento extraño.

Por eso el rechazo inicial de la familia del donante de las manos fue un revés. Eso pensaba Diego Ricaño cuando salió del Instituto Nacional de Nutrición hacia su casa, pero a medio camino sonó su celular y escuchó la voz atrabancada y aguda de Selene al otro lado de la línea.

–Oye, ya me llamaron los familiares. Aceptaron. Vete rapídisimo al Centro Médico.

Las extremidades se extrajeron en la madrugada y, antes del amanecer, ya habían sido trasladadas a Nutrición en una pequeña nevera. Diego Ricaño se quedó en el Centro Médico para colocar un par de prótesis ortopédicas en el cadáver del donador, un procedimiento que busca aminorar el impacto en la familia.

Recuerda a un hombre moreno, fornido y de estatura baja, conectado a tubos que lo mantenían con vida de manera artificial. Días antes de morir, le contaron, el joven vigilante le había compartido a su madre una especie de presentimiento sin sentido: creía que moriría joven y “quería hacer algo grande antes de morir”.

Sin saberlo, hizo algo grande. Es por eso que Gabriel quisiera agradecerles, pero la ley prohíbe que se acerque a la familia del donador o viceversa.

–Mira… –dice y muestra su mano, ahora cubierta por una férula rosácea que lo protege de lastimaduras o roces–. Piénsalo: esa persona está aquí conmigo.

Somos los dos juntos los que estamos aquí. Yo siempre digo eso. No puedo dejarme vencer, ¿no? Porque una parte de él está viviendo aquí, conmigo. Sería como dejarlo morir otra vez.

***

Es la hora del desayuno y Gabriel se sienta a la mesa frente a un platón de fruta y un café. Viste pantalón y chamarra deportiva azul, playera negra y tenis sin agujetas. Celina extraña verlo de traje y corbata, como solía vestir antes del accidente. Pero la ropa formal sólo le complica la vida. Abrocharse de nuevo un cinturón puede convertirse en un suplicio a la hora de ir al baño.

Con dificultades, acomoda el tenedor entre el anular y el medio. Los dedos aprietan y el instrumento queda fijo, aprisionado entre ellos. Sin dejar de comer, dándose espacio entre los mordiscos, comenta las modificaciones que tuvieron que hacer en la casa después de que perdió las manos. Las perillas redondeadas de las puertas fueron cambiadas por palancas, al igual que las llaves del lavaplatos. De algunos cajones cuelgan pequeños cordones para que sea más fácil abrirlos.

–Mis manos todavía no tienen fuerza para usar el cuchillo, aún no puedo picar la fruta –explica y cambia de tema. El orden no le importa mucho.

El encanto de Gabriel Granados tiene efectos inmediatos, aunque su hablar cantinflesco hace difícil seguirle el paso. Dice que él come de todo. Que hasta hace poco trabajaba en la Secretaría de Hacienda realizando auditorías. Que su dieta no ha cambiado en absoluto después de la operación, salvo por los triglicéridos y otras cosas de las que no se acuerda. Que nació en Bellas Fuentes, Michoacán, cerca de Quevedo. Que no le gusta la política. Que entrenó box con Rubén El Púas Olivares en su juventud, en la colonia Bondojito, que era un buen hombre. Que lo que más le pesa es no poder ayudar en las tareas del hogar como hacía antes. Que era capaz de derribar a una persona de un solo golpe. Que al principio, los medicamentos lo ponían de mal humor. Que planchar ropa lo desespera, pero que sentirse un inútil es peor que cualquier otra cosa.

Entonces hace una pausa y, con ambas manos, Granados atenaza la taza de café. Tarda en acomodar sus manos para que ésta no se le resbale y en cerciorarse de que se ha enfriado lo suficiente para no quemar la piel. Su boca se acerca a la taza y en un solo movimiento da un trago rápido y abundante. La taza regresa a la mesa con suavidad y Gabriel se limpia con la manga un hilo oscuro que le escurre por la comisura de sus labios.

Selena, su hija mayor, se sienta a la mesa y muestra un par de cuadernos. Apenas dos semanas después de haber perdido sus manos, Gabriel entró a la UNAM a estudiar Derecho. Cualquiera hubiera extraviado los ánimos, pero este hombre parece invulnerable, impermeable a la desesperanza. Estos cuadernos de pasta azul y estampado a rayas contienen los apuntes de aquellos primeros semestres. Adentro, con una letra apretada y pequeña, se habla de filosofía del derecho, de derecho fiscal o derecho administrativo. Pero sobre todo se habla de la voluntad extrema de este hombre. Las letras llenan todas las hojas, sin dejar un espacio en blanco. Cada palabra está remarcada con un segundo trazo. Es difícil creer que escriba tanto un hombre que carece de manos.

–¿Cómo hacías eso?
–Pues así, juntaba yo mis muñoncitos y apretaba duro la pluma –dice, como si fuera cualquier cosa y sus codos se acercan intentando repetir el procedimiento–. Todos los días me sentaba a leer y a transcribir apuntes de los libros.
–¿Cuánto tardabas en llenar una hoja?
–Al principio sí me tardaba horas, no creas tú. Pero fíjate lo que son las cosas. Cuando me pusieron las manos de nuevo, yo extrañaba mis muñoncitos porque ya era bien hábil con ellos. Y tuve que empezar desde el principio.

En la sala de su casa el espacio lo llenan dos sillones grandes, una televisión, un crucifijo y una foto de bodas en la pared. En ella, Celina y Gabriel aparecen de perfil, una luz tenue los ilumina; sonríen y lucen 25 años más jóvenes. A un lado de la foto, un pequeño cartel blanco anuncia con letras fosforescentes: “En este hogar vive un buen hombre y una mujer enojona que se la pasa chin.. y chin.. y chin…”.

–Celina es una mujer dura –explica Granados–. Un día me dijo: “Si tú no hubieras sido tan luchón, te hubiera dejado ahí, sin manos”. Lo decía bromeando, pero fíjate lo que son las cosas, ¿no? Yo, sin ella, no hubiera logrado hacer esto. Detrás de su imagen dura es una buena persona, quiere mucho a los suyos y los defiende. Es porque ella es Géminis, ¿te fijas? Es doble cara.
–Y tú ¿qué signo eres?
–Yo soy Libra –responde de inmediato y mira sus manos, las coloca al lado de su cara, con las palmas hacia arriba, como si sostuvieran un peso–. Soy una balanza, el equilibrio de la balanza… Tal vez por eso es que tenga yo tanta paciencia.

***

Parece un sueño. Martín Iglesias piensa que la sola idea parece salida de un imposible sueño. Sentado detrás de su escritorio, sus manos revolotean como mariposas en el aire. Habla de ciencia ficción y recuerda al Frankenstein de Mary Shelly. La posibilidad de crear a un nuevo ser combinando los miembros de varios cadáveres es, según él, uno de los pensamientos primarios del ser humano.

El doctor Martín Iglesias es una de las autoridades en materia de trasplantes en el país. Cirujano plástico egresado del Centro Médico La Raza, un hospital que en aquel entonces, hace más de 20 años, era el único que atendía a toda la zona industrial del norte de la Ciudad de México. Ya no recuerda la cantidad de miembros que en aquel entonces tuvo que reimplantar por los constantes accidentes de trabajo. Los tiempos no han cambiado. El IMSS reporta 3 mil amputaciones de extremidades superiores por año. Fue por eso que Iglesias decidió comenzar un programa de trasplantes hace ya tres años y, con el tiempo, ser parte de la historia de Gabriel.

Así que cuando tuvo que hacerlo, Martín Iglesias no lo dudó. Marcó el número a pesar de que eran las cuatro de la mañana del 18 de mayo de 2012. Celina atendió y la voz del doctor Iglesias retumbó.

–Gabriel, ya tenemos donador. Te necesito aquí en una hora.

A él le gustó la urgencia y la premura en esa voz. Las dudas se le escurrieron al instante. Meses antes, su familia le había pedido reconsiderar la operación a la que estaba a punto de someterse. Lo preferían sin manos, pero vivo, decían.

Todos lo sabían. Una operación exitosa, sobre todo una tan nueva y tan compleja, es precedida siempre por múltiples fracasos. Aunque el proceso de reimplantación es conocido desde hace al menos medio siglo, hasta el momento trasplantar una extremidad de un cuerpo a otro sigue siendo un acontecimiento peligroso.

Existen no más de 100 personas en el mundo que se han sometido a trasplante de alguna extremidad. Climt Hallam fue el primer paciente en recibir un trasplante de mano con éxito en 1998. Le siguió Matt Scott, de Nueva Jersey, un año después y, luego, Jerry Fisher, de Michigan, en 2001.

Gabriel no es el primer mexicano en recibir un trasplante de ambos brazos, es el primero que ha sido exitoso. Apenas unos meses antes de su operación, una chica de 14 años se sometió en el Instituto Nacional de Nutrición a una intervención similar. La cirugía fue exitosa, pero su cuerpo no soportó los medicamentos inmunosupresores y falleció a las pocas horas.

En febrero del año pasado, el turco Sevket Cavdar se convirtió en el primer trasplantado cuádruple del mundo luego de una operación de 20 horas. Como Granados, había perdido sus extremidades por una descarga de alta tensión. A los pocos días, su cuerpo comenzó a rechazar los nuevos miembros al punto que tuvieron que volver a amputárselos. Los tejidos no eran compatibles. El sistema vascular no aceptó los trasplantes y el hombre murió a los pocos días.

El del neozelandés Clint Hallam es un caso que muestra la complejidad de una intervención de esta magnitud. Primer hombre en recibir un trasplante de mano, tres años después de la cirugía pidió que se la amputaran de nuevo. En una entrevista transmitida por la BBC, Hallam declaró que había dejado de tomar los medicamentos porque ya no soportaba mirar su mano: “Es como tener la mano de un muerto, sin sensibilidad, más ancha y larga que la izquierda, con un color distinto y una piel blanda. Mi cuerpo y mi mente han dicho ‘basta”.

–La comunidad médica mexicana consideraba que era muy arriesgado. A fin de cuentas, todos podemos vivir sin manos. Es cierto, se puede vivir sin manos –explica Iglesias–, pero la calidad de vida es, a veces, más importante que la vida misma.

***

Hoy, las ojeras oscurecen el rostro de Gabriel. Son las 10 de la mañana de un sábado de mayo y es el último día de clases en la Facultad de Derecho de Ciudad Universitaria. El próximo lunes empiezan los exámenes y ha pasado toda la semana estudiando cuatro o cinco horas por la mañana y, por las tardes, preparando un dictamen que le pidieron en el Tribunal Fiscal. A eso hay que sumar las seis horas de terapia diaria para recuperar la movilidad de sus dedos.

–Ayer, después de la terapia, ya no pude más. Me quedé dormido a las nueve de la noche –se talla los párpados caídos con la palma de sus manos y su boca se abre en un bostezo larguísimo–, hoy nomás ya no podía levantarme.

Al frente de la clase, un hombre barbado de traje marrón no para de hablar de hipotecas y deudores, de contratos civiles, del derecho de enajenación y de garantías. Entre una cuarentena de alumnos de todas las edades, Gabriel asiente sin tomar notas. Es un tema que conoce. Sus ojos, sin embargo, permanecen atentos, fijos, y de vez en cuando se adelanta con un murmullo a los comentarios del profesor.

Al final, el profesor se toma unos minutos para dar un breve discurso motivacional. Su voz áspera y dura gana volumen e intensidad. Los alumnos lo miran conmovidos. Granados sonríe. El discurso parece hecho a su medida.

–Señores, soñar no cuesta nada, cumplir su sueño puede costarlo todo –elabora el maestro–. Terminen su carrera. ¡Titúlense! Hagan a un lado esos atavismos tontos de pensar que somos menos por ser una universidad pública. ¡No, señores! Sépanlo: somos los mejores. Hagamos un pacto ahora, señores, y todos, con orgullo verdadero, entonemos un Goya para cerrarlo.

La porra estudiantil de la UNAM hace vibrar las ventanas. Gabriel alza una de sus manos y grita también. Su emoción no es gratuita. Cinco veces presentó el examen de admisión sin aprobarlo. Sólo hasta la sexta vez lo consiguió y ahora, con dos años de carrera, la porra estudiantil le hincha el pecho de orgullo. Y aunque la posición de sus manos le impide chocar las palmas con fuerza, su aplauso es uno de los más significativos del aula.

–La vida te enseña muchas cosas –reflexiona después, mientras acaricia una Constitución Política–. A mí me enseñó a no rendirme. Yo siempre quise estudiar Derecho para fundamentar bien mis dictámenes. En este país las leyes son muy intrincadas y uno debería tener obligación de conocerlas.

Gabriel camina por la facultad. Aquí, sus manos parecen pasar inadvertidas. La mayoría lo saluda sin hacer referencia a su condición física. “¿Gabi, listo para el examen de Comercio Exterior?”, le recuerda una chica. “¿Qué tal te fue en Fiscal?”, pregunta un hombre de lentes. “Échame una mano con los apuntes, manito”, le dice un bromista.

En uno de los pasillos, Gabriel se topa con el coordinador de la carrera. Un hombre de lentes de pasta dura, de dos metros de alto, voluminoso y de labios gruesos que parece nunca separar las manos de su espalda.

–¿Cómo va el asunto de la huella digital? –le pregunta en la puerta de un salón, en donde un grupo de alumnos responden un examen con concentrada angustia.

Al momento del trasplante, nadie pensó en los múltiples trámites a los que Gabriel tendría que enfrentarse. Uno de ellos, por ejemplo, la actualización de su huella digital que, legalmente, pertenece a otra persona. No existe hasta el momento ninguna disposición para un caso como el suyo. Maestros y abogados le han recomendado no hacer nada para no incomodar a las instituciones. Pero él es terco y quiere elaborar una propuesta de reforma que facilite el proceso a las personas que en un futuro se encuentren en su misma situación.

–Yo soy el primero, pero los trasplantes como el mío van a ser algo muy común en unos años –dice y es cierto. Actualmente, existen ya dos candidatos en el Instituto Nacional de Nutrición que esperan un donador.
–Ese es un excelente tema de tesis –responde el coordinador.

***

Gabriel ingresó al quirófano confundido, nervioso y caminando.

–¡Qué barbaridad, esto es una cirugía! –gritó la jefa de enfermeras al verlo ingresar a la sala de operaciones–. Llévenselo y tráiganlo en una camilla.

No pudo evitar sonreír al notar que los médicos mostraban tanto temor como él. Había pasado 16 meses en espera de unas manos y había que actuar contrarreloj. Desde el momento en que se seccionan las extremidades al donador, se cuenta con sólo ocho horas para volver a vascularizarlas, es decir, para hacer que la sangre corra de nuevo en ellas. Si el tiempo es mayor, el tejido comienza a morir.

En su operación participó una maquinaria de 19 cirujanos, anestesiólogos, ortopedistas y enfermeras que debía funcionar de manera sincronizada y perfecta.

El tiempo no da un respiro. Siete horas tardaron en volver a hacer circular la sangre por las nuevas manos de Gabriel. Otras 12 en ajustar microscópicamente cada detalle. Horas de vértigo, sin margen para el error. Nadie se detuvo, ni siquiera para beber un vaso de agua. Sólo la adrenalina mantuvo en pie a los médicos reunidos en un espacio menor a 30 metros cuadrados.

Que alguien done sus extremidades no es algo que suceda a diario. Que además sean compatibles con las del receptor es casi como sacarse la lotería. No hay segundas oportunidades.

Cada mano humana está compuesta por 28 músculos, 27 huesos, tres nervios principales, dos arterias y tres venas principales, sin mencionar piel, tendones, cartílagos, grasa y vasos sanguíneos. Y todo tiene que volver a reconectarse, vincularse o pegarse al realizar un trasplante.

El caso de Gabriel es fascinante y excepcional. Si no existen más de 150 personas con un trasplante exitoso de pies o de manos, no se cuentan más de 50 casos que hayan recibido un doble trasplante de extremidades superiores. Entre 7 mil millones de habitantes del planeta, Granados pertenece a una pequeñísima élite de privilegiados beneficiados por los avances científicos.

El doctor Iglesias no cree en Dios, pero no puede evitar sentir el peso de ser responsable de lo extraordinario. Él fue el ilusionista que hizo aparecer de nuevo las manos.

–A mí no me gusta hablar de magia, ni de milagros –dice ahora, en voz baja, como si compartiera un secreto–, pero uno no puede evitar pensarlo, ¿verdad? Es algo extraordinario.

***

La luz matutina entra por la ventana y le ilumina el rostro imperturbable frente a la pantalla. Presiona las teclas de su computadora gracias a una pluma que empuña con fuerza. Busca la letra rápidamente y, con una destreza inesperada, deja caer la punta de la pluma sobre la tecla: tap, tap, tap. Utilizar los dedos para escribir es algo todavía imposible. De vez en cuando aprovecha las protuberancias de sus nudillos para escribir, pero este método le parece más sencillo.

Su estudio es un recinto estrecho, lleno de libreros y pequeños sillones. A pesar de las hojas, que se apilan por todos lados, el sitio proyecta una sensación de orden. En uno de los estantes que lo rodean mientras escribe, entre los volúmenes de Derecho Fiscal y Contaduría, espera un libro de superación personal que aún no ha tenido tiempo de leer. Una vida sin límites, del sueco Nick Vujicic, un predicador cristiano que nació sin piernas ni brazos y que recorre el mundo dando conferencias sobre la capacidad del hombre para ser feliz. A Gabriel le gustaría leerlo, pero casi nunca tiene tiempo. En una pequeña mesa, descansan unas 500 hojas repletas de términos abigarrados que hablan sobre expropiaciones, propiedades crediticias y derecho internacional. Debe leer toda esa pila en unas horas.

–Mañana tengo examen de Comercio Exterior –dice, consternado, sin abandonar la pantalla–, es una materia bien complicada.
–¿Te preocupa reprobar?
–No, mira –explica mientras revuelve unas hojas y busca alguna definición que se le escapa a la memoria–. Siempre hay una manera de lograr las cosas, un procedimiento. Nomás hay que encontrarle el modo al asunto. Nada es imposible.

Su sencillez y su sinceridad conmueven. En los labios de Gabriel las frases hechas, dignas de cualquier libro motivacional, adquieren una fuerza inesperada. “Nada es imposible”, repite mientras empuña la pluma y la deja caer sobre el teclado. Tap. Tap. Tap. Tap. Tap. Su infinita paciencia hace que sea fácil creerle.

***

Tres electrodos se encuentran conectados a cada uno de los brazos de Gabriel. Sus dedos responden rítmicamente a los impulsos. Un hormigueo los recorre. La misma energía que hace dos años le arrebató sus brazos, ahora reactiva los nervios dormidos debajo de su piel.

La sala de fisioterapia del Instituto Nacional de Nutrición es un lugar blanco, lleno de pequeños cubículos. Al fondo, un par piscinas para hidromasajes y una especie de sala de juegos llena de pelotas de distintos pesos, caminadoras y rampas en donde los pacientes pueden realizar actividades de la vida diaria con supervisión médica.

Gabriel habla con África Navarro, una joven fisioterapeuta a quien conoció mientras ésta realizaba su servicio social y que ahora dedica tres horas para intentar devolver la movilidad total a las manos del hombre al que ve un día sí y otro también.

Parecen dos amigos que charlan en un café despreocupadamente. Como Gabriel acostumbra, su plática viaja de un tema a otro. Habla del gato de sus hijos que tuvieron que castrar para que no se peleara por las hembras de la cuadra. De que a veces no puede destapar sus medicamentos por sí mismo. Menciona el sacrificio que representa asistir todos los días a terapia. Cuenta que siempre le han gustado los animales. Que hace mucho tuvo un perro corriente, “eléctrico”, que le salvó la vida. Dice que su hijo se duerme hasta tarde estudiando y que no le gusta despertarlo temprano para que le prepare el desayuno. Habla de sus antiguas novias y de los trabajos que ha tenido en todos estos años: desde acomodador en la librería Porrúa y albañil, hasta mozo de cocina en Liverpool y distribuidor de productos farmacéuticos.

Gabriel mira sus manos de nuevo. Los primeros días no fueron fáciles. Apenas despertó de la operación sintió el peso de dos rocas colgando de sus hombros. Se había acostumbrado a la ligereza de sus brazos ausentes. Cada uno puede pesar hasta cuatro kilos y, a pesar de los ejercicios para fortalecer sus antebrazos, el peso lo desesperaba.

Recuerda que sus manos anteriores eran más grandes, poderosas, con las venas prominentes. Los dedos eran largos y delgados, achatados en la punta. Ahora una protuberante cicatriz divide sus brazos en dos mitades de colores distintos. Sus manos actuales son morenas y regordetas.

Tampoco se acostumbraba a sus uñas. “No podía dejar de mirarlas”, cuenta su hijo, también llamado Gabriel, un muchacho de 21 años, de lentes y cabello crespo, quien aún intenta acompañarlo todo el tiempo a la escuela y a las terapias.

La mirada ausente y extrañada de su padre se clavaba durante largos ratos en esas uñas que seguían creciendo aunque su dueño original estaba ya muerto.

“Son tus manos papá. Grábatelo en la cabeza, son tuyas”, le dijo su hijo una noche, preocupado. Y desde entonces, Gabriel padre repite esas palabras como si fueran un mantra.

–¿Qué es lo que más extrañas de tus manos?
–Cuando terminó la operación, las miré y, no te voy a decir que no, la verdad sí las extrañé –dice con una sonrisa tímida, como si le avergonzara reconocerlo–. Me gustaban más, pues. Eran más grandes y tenían marcas de todo lo que yo había trabajado. Pero, ¿sabes? Cuando las miré bien, vi que en las uñas de éstas había restos de pintura. Entonces me di cuenta de que también eran trabajadoras. Desde entonces me empezaron a gustar.

Después de acabar su sesión con los electrodos, Gabriel sigue con ejercicios sencillos pero que aún lo hacen sudar.

Intenta ordenar por tamaño una serie de cilindros, bota pelotas de diferente peso y tamaño, abre y cierra compuertas y cerrojos en una tabla de un metro cuadrado repleta de cerraduras y dispositivos.

Lo más difícil es hacer que las manos recuperen la conciencia del espacio. La propiocepción es la facultad del cerebro por ubicar la posición de los músculos o de los miembros del propio cuerpo.

Cerrar los ojos y ubicar el dedo índice sin verlo, o medir la distancia para tocar los objetos en una mesa, es algo que casi todos podemos hacer sin dificultades. A Gabriel le costó meses.

–A veces me siento frustrado. “¡Ya no puedo!”, les digo.
–¿Qué ha sido lo más difícil?
–Venir todos los días y sentir que mis manos siguen igual, engarrotadas. África y yo hemos llorado porque sentimos que no avanzamos.
–¿Y no avanzan?
–¡Claro que avanzamos! Y vamos rápido. Lo que pasa es que uno no lo nota.

Hasta el momento, su mano izquierda es la que lleva ventaja. Es la más fuerte y la mejor educada.

Algo llama la atención. Vista a la distancia, la forma de sus brazos parece completamente armónica con la de todo su cuerpo. Según los médicos, es gracias a la plasticidad del cuerpo y el cerebro. Una vez que la mente acepta los nuevos brazos, comienza a moldearlos de acuerdo con sus características y necesidades. Hace unos meses, eran ligeramente más anchos. La diferencia era notoria. Hoy, parecen haberse afilado. También el color de piel ha cambiado, poco a poco los brazos han comenzado a aclararse, a adoptar el tono de piel del resto del cuerpo.

El intercambio de sustancias va adaptando lentamente las manos y moldeándolas al nuevo cuerpo, como si fueran plastilina.

***

Hay días que lo arrasan todo. Días como tornados capaces de apagar las esperanzas con un solo soplo. A nuestro alrededor todo parece más frágil que de
costumbre, a punto de romperse.

Pero existen personas invulnerables a esos días negros, capaces de devolver el golpe con elegancia y humildad. Hombres que parecen haber comprendido que el dolor es sólo una de las muchas estaciones por recorrer. Y que no vale la pena quedarse demasiado tiempo ahí.

Gabriel Granados parece ser una de esas personas, aunque aún no pierde el miedo de subir a una azotea y acercarse a la orilla. Recuerda el día en que el rayo lo alcanzó y dice que, a fin de cuentas, los planes de Dios casi siempre son perfectos y que los imperfectos somos los humanos.

–¿Te imaginas si la descarga hubiera alcanzado a mi sobrina en lugar de a mí? ¿Crees que lo hubiera resistido? –pregunta y niega con la cabeza, sin esperar la respuesta.

Después de dos años y medio, por fin puede entender el sentido de aquel día en que la alta tensión lo hizo escupir espuma. Es increíble que después de todo lo sufrido, pueda agradecer lo sucedido.

–Pude haberme muerto, pero no me morí –dice Gabriel–. No fue fácil.

Después de perder sus manos, no dejaba de lamentarse. “¿Por qué a mí? ¿Por qué a mí?”. Hasta que su hermana, harta de verlo decaído, lo reprendió: “Porque de todos nosotros, de toda tu familia, tú eres el único que lo hubiera soportado”. Y Gabriel supo que era cierto.

Debió someterse a una larga cadena de estudios y valoraciones: pruebas psiquiátricas, de anestesiología, de cardiología, rayos X, resonancias magnéticas.

Se necesitaba a un candidato a ser receptor con una salud impecable capaz de soportar no sólo la cirugía, sino los medicamentos que tomará de por vida, el proceso de rehabilitación y el impacto psicológico de tener las manos de otra persona integradas a su propio cuerpo.

Según el diagnóstico psiquiátrico que le realizaron, se trata de una persona con un grado de inteligencia emocional alto, capaz de adaptarse a cualquier circunstancia adversa. El éxito de la operación se debe, en gran parte, a la sana personalidad de Gabriel, a su equilibrio mental y al apoyo de sus hijos y esposa.

***

Mañana es 17 de mayo de 2013 y Gabriel Granados se vestirá solo. Apenas requerirá de la ayuda de su hijo para anudar su corbata azul cobalto y abotonarse la camisa, en un tono más claro del mismo color. Está a punto de cumplir un año exactamente de la fecha en que una cirugía le devolvió las manos. El Instituto Nacional de Nutrición se ha querido vestir de gala y ha organizado una conferencia de prensa.

Pero ahora recuerda su infancia. Aquellos primeros años en su natal Michoacán, cuando en casa no había más que un plato de frijoles para comer. Evoca el momento en que llegó al Distrito Federal a los seis años y los días en que vendía hielo y alfalfa de casa en casa para ayudar a la economía familiar.

Cada que se le pregunta sobre cómo ha logrado avanzar tan rápido en su recuperación, responde lo mismo: “La vida te enseña muchas cosas”.

Es una frase que repite cada tanto, como un pequeño mandamiento.

–Cuando terminé la carrera de Contaduría –dice ahora, en voz baja y seca–, mi mamá me dijo algo que nunca voy a olvidar: “Hijo, te fallamos. Tú triunfaste, nosotros te fallamos”. Ese día yo me quebré.

La voz se le adelgaza, cada palabra llena de agua sus ojos. Antes del accidente Gabriel nunca lloraba. Prefería tragarse las lágrimas, ignorar el sentimiento. La vida te enseña muchas cosas, repite y es cierto. Últimamente, está aprendiendo a llorar. Porque hay días en que el dolor asoma con todo.

–No creas. Todos nos quebramos. Pero no estoy solo. Lo que he logrado, lo he hecho con mi esposa y con mis hijos –afirma, secándose las lágrimas con la manga de su sudadera deportiva–. En ocasiones no se puede solo. Y bueno, esto de las manos, es una victoria para mí. Pero también es una victoria de todos. De mi familia, de mis papás, de los doctores, de la persona que me los donó, de las fisioterapeutas. De todos, de todos.

Mañana, Gabriel estará frente a un atril y dará su testimonio. Responderá las preguntas de los reporteros con la sencillez de siempre, como si en verdad quisiera decirles a todos que, si bien ha sido un proceso difícil, tampoco ha sido la gran cosa. “Caray, es sólo cuestión de disciplina y de paciencia, sobre todo, mucha paciencia”.

Dos años y medio después de su accidente, el día ha llegado: posa para las decenas de cámaras que lo apuntan y lo iluminan. Los flashes lanzan cientos de destellos al aire cuando él sonríe y levanta las manos.

Dos palmas regordetas, coronadas por 10 uñas oscuras y redondeadas, se alzan por encima de su cabeza en un gesto triunfal.

Revolotean por el aire.

México, DF, 1 de diciembre.- Parece que nadie ha dormido en toda la noche. Son pocos, no más de 300, los jóvenes reunidos en el Monumento a la Revolución convocados por el movimiento #Yosoy132. El objetivo es marchar hacia el Congreso de la Unión para repudiar la toma de protesta de Enrique Peña Nieto en San Lázaro.

Es evidente que algo ha cambiado en los últimos meses. Ya no existen las caras amables y festivas que tanto caracterizaron al movimiento estudiantil surgido aquel viernes de mayo en las instalaciones de la Universidad Iberoamericana. Ahora, las ojeras en sus rostros subrayan el desencanto, la frustración ante lo que parece inevitable a pesar de todos sus esfuerzos: el regreso del PRI a la silla presidencial.

Hay un murmullo generalizado y todavía es difícil saber qué está pasando. En el piso, una pequeña pancarta ya anuncia de algún modo lo que más tarde reportarán sorprendidos los principales medios de comunicación:

“México resiste. Existe. Ataca”

Sí, algo ha cambiado radicalmente desde el primero de julio. Muchos jóvenes han abandonado el movimiento por desidia o desesperanza. Sólo permanecen los más convencidos… o los más radicales.

–No puedes ir en el primer contingente si no tienes armas –dice un joven con la cara cubierta con un paliacate. Palos, tubos, cachiporras llenas de clavos, martillos y escudos de mano improvisados con parrillas de cocina y mesas rotas. Algunos arrastran carritos de supermercado cargados de las bombas molotov que horas más tarde volarán por el aire.

Es inevitable preguntarse: ¿dónde quedó la agenda original del movimiento? ¿Dónde el esfuerzo por democratizar los medios, los objetivos más allá de las elecciones, la consigna de ser pacíficos a toda costa?

–Esta otra forma de manifestarse, compañero –me dice alguien de no más de 17 años. Habla de la burguesía y de la lucha de clases, del neoliberalismo y de la lucha estudiantil hermanada con los obreros y los campesinos.

Realmente parece que se ha regresado en el tiempo. No sólo el Partido Revolucionario Institucional está a punto de asumir el control, sino que el léxico marxista-socialista se ha instalado de nuevo en la lengua y el imaginario de los jóvenes.

–No, camarada. Esto no fue iniciativa de Yosoy132, pero hay mucha banda que llegó anoche con esa intención y, en consenso, decidimos respetarla –explica el joven con una seguridad extraña en un menor de edad.

Sin más, el contingente comienza a avanzar y hay algo de bélico en su marcha. A diferencia de todas las marchas y manifestaciones de los meses anteriores, hoy el silencio es la regla. Las consignas no logran articularse y pocos automovilistas muestran apoyo. Algunos peatones, los primeros de la madrugada, miran preocupados el desfile, como si se resistieran a creer lo que pasa enfrente de sus ojos.

En la primera línea, un pequeño grupo de hombres armados todos con bats o tubos de metal grita consignas que pocos repiten. Uno de ellos está vestido con un mameluco naranja con manchas que emulan a un jaguar. Su casco de motocicleta tiene el mismo estampado. Su cachiporra de madera emula las armas aztecas usadas en las guerras floridas.

***

La primera valla de contención cayó alrededor de las seis de la mañana. Apenas amanecía. Una granizada de golpes y garrotazos llovió sobre el muro metálico de más de tres metros de altura que protegía al Congreso. Los golpes fueron inútiles hasta que un pequeño grupo de jóvenes, en realidad no más de una veintena, derribó de un tirón una de las vallas en medio de vítores y porras universitarias.

Pocas cosas más insufribles que el picor en la garganta seguido por los ojos ardiendo en lágrimas, la ceguera momentánea que provoca el gas lacrimógeno. La nariz congestionada y el mareo. Fue fácil dispersar ese primer ataque. El muro volvió a levantarse y los manifestantes más avezados de inmediato enjugaron su cara con leche y vinagre para eliminar el ardor.

–Con Coca Cola se calma, compa –aconsejan algunos mientras rocían sus rostros de refresco. Entre gritos y consignas en contra del “capitalismo salvaje”, resulta curioso cómo el producto más representativo del “imperialismo yanqui” se ha convertido en un antídoto contra los ataques de los policías. Los primeros cocteles molotov empiezan a caer. El piso tiembla bajo las explosiones.

El grupo se repliega y parece retirarse. Pero es sólo el primero de muchos enfrentamientos. Al lugar también ha llegado la Sección 22 del SNTE, varios grupos de comuneros de San Salvador Atenco y algunos otros grupos juveniles de corte anarquista. El #YoSoy132 parece una minoría dentro de la turba enfurecida. Los contingentes siguen llegando y únicamente los más extremos continúan atacando el muro. Los voceros de la CNTE insisten en decir que su protesta es pacífica, pero muchos de sus miembros no dudan en unirse a los estudiantes y tomar la iniciativa de los ataques.

De pronto todo se va al diablo. En pocos minutos se suman más personas al primer frente. Cualquier arma es efectiva: piedras, cadenas, postes de luz arrancados del asfalto. Las bombas molotov hacen parábolas en el aire. No todas logran explotar pero cada coctel es respondido con una lluvia de gas lacrimógeno. “Esperen, compañeros, no nos arriesguemos innecesariamente”, dice algún vocero de la CNTE por el megáfono de una camioneta. Pero ya es demasiado tarde.

De este lado del muro, la desorganización es la regla, la irracionalidad pasa de boca en boca. Del otro lado, los granaderos parecen haber perdido la cordura. El gas lacrimógeno es tanto que los manifestantes pronto se acostumbran a sus efectos y encuentran remedios eficaces. Apenas caen, los más valientes toman las bombas y las devuelven rápidamente a sus dueños. Un grupo de médicos auxilia a los más afectados rociando Pepto Bismol mezclado con agua para aliviar el ardor. “Es más efectivo que la Coca Cola y el vinagre”, aseguran sin parar.

Ante la exagerada reacción de la policía, la rebelión es asumida por todos. Los primeros heridos aparecen alrededor de las ocho de la mañana. Algunas piezas sueltas de las bombas lacrimógenas alcanzan a golpear a un par de jóvenes y hay varios desmayos provocados por el gas. Aquel muro vuelve invisible al enemigo: es imposible saber si hay heridos del otro lado. Parece que a nadie le importa.

—¿Ya ve, joven? Pura pendejada, nomás vinimos a lo güey –opina una mujer de más de 60 años. Parece no darse muy bien cuenta de lo que está ocurriendo en el primer frente donde nuevamente los estudiantes han derribado algunas vallas y se enfrentan a garrotazos contra los granaderos. Una nueva nube de gas vuelve a invadir el aire, la mujer no se inmuta:

—No hay ningún objetivo, nomás es estar berreando y berreando. Qué vamos a lograr así, dígame.

***

Un paréntesis de calma permite, por fin, analizar el panorama. La calle parece zona de guerra. No hay una sola persona que no tenga el rostro cubierto, protegiéndose de los gases. Los medios de comunicación corren de un lado a otro, cargando sus cámaras y extendiendo el micrófono a cualquiera, buscando encontrar una explicación lógica a todo el conflicto. No la hay. La lógica parece haber desaparecido esta mañana. Lo único que importa es protestar de la forma más visceral, no dejar intacto este día.

Se miran pocos rostros reconocibles del movimiento #YoSoy132. Al menos en este frente, no aparecen las figuras más visibles del movimiento. Se trata del bastión duro, contingentes formados por estudiantes de las carreras de Ciencias Políticas, Filosofía y Geografía de la UNAM. A ellos se han sumado otras muchas organizaciones que respondieron al llamado. Más tarde grupos de #SomosMásDe131, conformado por estudiantes de la Ibero, se reportarían desde otros puntos bajo similares circunstancias.

A bordo de su bicicleta aparece Sandino Bucio, un joven que ganó fama en los últimos meses por sus poemas recitados durante las marchas y por su constante activismo dentro del #YoSoy132 y, sobretodo, en el campamento instalado en Monumento a la Revolución.

—¿Se decidió por consenso el uso de violencia? —se le pregunta.

—De alguna forma sí. Es una forma de canalizar el descontento —responde dubitativo—. La violencia del Estado es mucho más dañina que esto que estamos haciendo ahora que, en realidad, no daña a nadie.

—Entonces, ¿no va a deslindarse YoSoy132 de este enfrentamiento, como acostumbra?

Sandino tarda unos segundos en responder. No lo hace. Una nueva lluvia de bombas de gas cae muy cerca de donde se realiza la entrevista. “¡Júntense! ¡Repliéguense! ¡No corran!”, grita mientras se aleja en su bicicleta.

***

Es invisible, pero una nube de gas se interpone entre los manifestantes y la muralla. Nadie se atreve a acercarse al muro. El inicio de la sesión de Congreso General, en la que Enrique Peña Nieto protestará como Presidente, está programada a las nueve de la mañana. Con ella se formaliza el cambio de gobierno. Faltan apenas unos minutos.

“Avancemos compañeros, Peña Nieto está a punto de tomar posesión. ¡Es ahora cuando hay que darles con todo!”, grita un hombre barbado perteneciente a la CNTE. Pero nadie lo escucha. Los ojos siguen lagrimeando y un nuevo gas, de color rosa, se esparce por toda la calle. Nadie sabe muy bien de qué se trata, pero el olor es intenso. Marea.

Esquivando los escombros, los parabuses y los postes derrumbados, un camión de basura aparece entre las nubes de gas. La escena es casi cinematográfica. A bordo del camión, una tropa formada en su mayoría por mujeres encapuchadas, todas vestidas de negro, levantan el puño en alto.

–¡A huevo! –grita alguien y una ovación da la bienvenida a las enmascaradas. El estallido de dos bombas molotov prepara el impacto del vehículo en el muro de contención. Una estampida de jóvenes eufóricos, armados con hondas improvisadas, lanza una lluvia de proyectiles a los policías que de inmediato responden con más gas. El choque no puede ser más preciso.

Las nueve de la mañana en punto. Es el momento más intenso y fuerte de toda la protesta. Después del choque, tal vez el momento más intenso y fuerte de toda la protesta, las mujeres encapuchadas huyen en cuanto pueden, protegidas por los manifestantes que intentan resistir los efectos del gas. Se dispersan entre la multitud. El muro ha caído de nuevo, por cuarta vez en esta mañana.

Hasta ahora, se reportan sólo cuatro heridos y algunos desmayados. La adrenalina hace que todos quieran participar. La mayoría de los asistentes se repliega en la parte posterior. Una serie de zumbidos interrumpe la euforia provocada por el último ataque. “¡Esos cabrones ya están disparando!”, avisa alguien mientras corre.

No tarda en aparecer el primer herido de gravedad. Hasta este momento, aún no se sabe la naturaleza de los disparos. Más tarde se informará que se trata de balas de goma. No importa demasiado, en realidad. Ante la imagen de la sangre y el cráneo destrozado de aquel hombre transportado en camilla, cualquier explicación sobra. Los voceros de la CNTE hacen público su nombre: Juan Uriel Sandoval Díaz. Más tarde, los rumores sobre su muerte acrecentarían la furia de los estudiantes que incrementaran sus ataques..

Nadie sabe de dónde vino el destello de cordura. Poco a poco, los grupos anunciaban su retirada. No hay oportunidad de ganar, parecen entender todos. Los gases siguen lloviendo del cielo mientras la turba emprende la marcha hacia el Zócalo.

—Demostramos que no teníamos miedo –dice una muchacha de unos 20 años—. Eso es lo importante, demostrar que no somos unos pinches agachones.

Atrás, suenan los últimos petardos. La calle parece zona de guerra y una multitud, esta vez compuesta por miles, avanza entre consignas. Parece que todo termina, pero esto fue sólo la primera chispa.

***

Escribo desde un Sanborns ubicado en la avenida Juárez. Son las 12 del día e intento describir la intensa madrugada de protestas y enfrentamientos. Los manifestantes continuaron su ruta hacia el Zócalo en donde se reunirían con simpatizantes del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), quienes, hace una hora, convocados por Andrés Manuel López Obrador, desconocieron el gobierno de Peña Nieto.

En la televisión, Peña Nieto agradece a su familia y a su equipo que lo apoyó durante todo el proceso. Agradece a México por confiar en él. La banda tricolor —que él se puso, luego de que se la entregara en las manos Felipe Calderón— le cruza el pecho. Los clientes miran la imagen con desgana y desinterés hasta que un estruendo nos sacude a todos.

Una por una, todas las ventanas del restaurante se hacen añicos. Los vidrios vuelan y caen sobre los platos de los comensales. La gente se levanta y grita. Un mesero me toma del brazo y me hace guardar la computadora lo más rápido posible. Un par de mujeres rubias comienzan a llorar a gritos: “What the hell is happening!?”.

Todos los accesos al restaurante son cerrados con candado y los clientes somos llevados a la cocina, en la parte más alejada de la entrada. La gente comienza a discutir, desgarrándose la garganta: “Esto ya es vandalismo”, dice una señora con los ojos desorbitados y la respiración exaltada. “Estos locos, ¿quién se creen que son?”. “Pinches resentidos”, se escucha en otro pasillo. “Están luchando por nuestros derechos, señora”, tercia un anciano. “¿Lanzándonos piedras están luchando por nuestros derechos?”, revira un hombre de traje arrugado y portafolio. “Guarden la calma, por favor”, insisten los meseros.

Quince minutos después la calle luce completamente destrozada. No hay establecimiento que haya quedado intacto y restos de cristales se esparcen por todo el piso. La gente corre en desbandada en todas direcciones y cientos de policías avanzan por la calle. A lo lejos, unos 15 policías persiguen y golpean a un muchacho que tiene las manos manchadas de pintura roja o tal vez de sangre. No se sabe. Ignorando los gritos y protestas de la multitud, se lo llevan entre todos.

El saldo de esta tarde, según confirmará más tarde Protección Civil, será de 92 detenidos, sin hablar del costo de los daños en el primer cuadro de la ciudad. El número de heridos será también muy grande. Se hablará entonces de provocadores y de porros que intentaban desprestigiar la protesta, y cientos de videos y fotografías comenzarán a circular por las redes sociales. Pero es imposible saber si todos los que incurrieron en actos vandálicos eran realmente provocadores pagados. Lo cierto es que la violencia no fue exclusiva de los estudiantes, ni de los granaderos. La ciudad amaneció convertida en un barril de pólvora y las primeras chispas ya habían saltado.

Muchos intentan llamar a la paz. Miro a una mujer intentar dialogar con los policías, parece una charla de sordos o de necios. “También ustedes tienen hijos”, solloza la mujer. Es tarde, la sin razón se ha contagiado como un virus y cada batallón de policías es recibido con piedras.

Los policías y granaderos persiguen sin tregua a las tropas de jóvenes que huyen por las calles, replegándose en el Monumento a la Revolución. Cientos de camionetas, camiones y patrullas circulan de un lado a otro, cargados de granaderos, de miembros de la Policía Preventiva, de la Policía de Investigación y de prácticamente cualquier fuerza de seguridad disponible. El nerviosismo y la ira se alimentaban al mirar las macanas y los uniformes desfilar por las calles.

Sobre los muros del hotel Hilton, también destrozados, la cara de Peña Nieto ha sido grafiteada junto a una pinta que intenta resumir todo lo ocurrido en el día:

“¿Te gustó tu bienvenida?”

Las sirenas de ambulancias y patrullas se escuchan por todos lados. El nuevo secretario de la Marina ensaya su mejor rostro en una televisión de imagen intermitente. Dice algo sobre recuperar la paz social y el bienestar público. Un helicóptero de la policía sobrevuela la zona de la ciudad que se cae a pedazos.

Don Chope no tiene reloj. Pero cuando su gallo canta por primera vez sabe que son las 3:30 de la madrugada. En el sosiego del canal de Tezhuilo –si acaso agitado por los chapuzones de las tilapias que saltan sobre el agua–, el campesino vuelve a sumergirse en un sueño silencioso. Durará así hasta las cinco, cuando su gallo cante otras dos veces, como si quisiera que su dueño ya se estirara. Y ahora sí, el hombre tiene claro que a su reposo le queda poco: “Cuando mi gallo empieza cantar duro es porque ya dieron las seis”.

El sol aún no despunta en el sur de la Ciudad de México cuando Anastasio Santana –“don Chope” para los pobladores de los canales de Xochimilco–, sentado en la cama se pone sus botas de hule, el sombrero de palma y camina hasta la orilla de su hogar, la popular Isla de las Muñecas, donde vive con sus dos sobrinos. Aborda su chalupón verde, saca su remo y jala con fuerza el agua hasta llegar a un amplísima chinampa, fértil, tapizada por lechugas italianas –jugosas, consistentes, verdes, frondosas– que en cinco horas más deberán estar en la colonia Polanco, en el restaurante Pujol, el mejor de México y el número 17 del mundo, según la lista The World’s 50 Best Restaurants que hace un mes publicó la marca italiana de agua mineral San Pellegrino.

“Nunca en mi vida he ido a Polanco”, dice don Chope, que ya se adentra en el campo. Sus manos, como dos animales hambrientos, se hunden en la vegetación para desyerbar. Sus gruesos y cuarteados dedos arrancan las plantas silvestres que amenazan a sus lechugas, pero son cuidadosos: el chicalote, una planta de preciosa flor amarilla, podría hacerle daño si se clavan en la piel sus gruesas espinas. “Y también estoy atento al oído, seguido hay víboras de cascabel”.

Con el sol que asoma, don Chope raja de un navajazo la base de las lechugas que ya están bien abiertas. El agricultor no se aguanta, agarra una hoja, la hace taquito, se la mete de golpe a la boca, mastica con gusto como para extraerle su agua y me entrega otra hoja para que haga lo mismo.

Cuando acaba, avanza hasta un terrenito aledaño. “Ahí tienes las verdolagas”, señala mientras se agacha para empuñar unos 10, 12 tallos a los que arranca con facilidad. Les da tres o cuatro golpes a las raíces para quitarles la tierra y con tiras de tules secos amarra los manojos.

Ahora sí, su huacal ha quedado lleno. Ya son cerca de las nueve cuando la canoa toma el canal de Apampilco y entre ahuejotes y sabinos da vuelta en el canal de Aguardientecalpa. Vemos aves gallaretas, patos golondrinos y una garza blanca que dormita sobre una chalupa.

Se acerca la hora en que tiene que llegar al embarcadero del Infiernito para subirse a un bicitaxi que lo conduzca hasta el mercado de Xochimilco. Ahí entregará a Juanita Mateos el pedido del Pujol. Don Chope rema veloz junto a una chinampa en cuya radio canta José Alfredo: Soy marino, vivo errante / cruzo por los siete mares / y como soy navegante vivo entre las tempestades…

Lo arruga

El reloj marca las nueve de la mañana, al salón principal del restaurante Pujol lo atenazan la soledad, el silencio y la penumbra. La mesera Eréndira Díaz se inclina frente al filo de una mesa y cierra el ojo izquierdo: como un jugador de billar que calcula la alineación entre bolas y troneras para que el golpe del palo sea exacto, la joven, vestida toda de negro, se cerciora de que la veintena de copas Riedel ubicadas en una misma fila de siete mesas estén alineadas con exactitud matemática. “Ninguna puede estar atrás o adelante”, aclara, y su docta mirada descubre una copa rebelde. La arregla y verifica otra vez. Ahora sí, prosigue con el rito del “misionero”, como Pujol llama al empleado que entra al restaurante antes que nadie, en una suerte de avanzada, para intercambiar con la empresa Lavaltec manteles limpios y sucios, vaciar agua en los floreros con girasoles, llenar saleros y concluir el montaje con servilletas, vasos y platos de barro bruñido de Coyoacán donde servirán el primero de los 12 tiempos del menú de degustación: una infusión de quintonil con pimienta, menta, chile mixe, cebolla tostada y sal de Colima.

Ayer, en el momento en que los últimos clientes se fueron, Eréndira cumplió el epílogo del tácito manual de obligaciones. Ya de madrugada, sacó una plancha casera, se acercó a cada una de las 13 mesas y repasó con el vapor los manteles blancos, auxiliada por otro mesero que estiraba la tela. Al cerrar las puertas de Pujol, el calor de la plancha había distendido las uniones entre las cadenas moleculares de polímero de todos los manteles de algodón: el salón estaba intachable. Por eso, esta mañana la mesera cuida con actitud severa que las sillas grises queden acomodadas a un par de centímetros del mantel: “Si la silla toca al mantel, lo arruga”. En un escondrijo trapea con esmero una mujer vestida toda de blanco, con mandil, gorra, camisola y guantes de cirujano. Eloísa Reyes, de 54 años y cinco hijos, es la única persona autorizada a barrer la vereda, limpiar el área administrativa, el salón y la oficina del propietario del restaurante, el chef Enrique Olvera, que debe estar pulcra cuando él llegue.

Por todas partes estalla un perfume intenso.

—¿A qué huele?
—Es menta, sienta el aroma –Eloísa respira como catando un vino, o un limpiador de pisos–. ¿Vio? Huele rico, como Fabuloso.
—¿Cómo es el chef respecto a la limpieza?

Eloísa se la piensa. Sonríe pícara como si fuera a develar un secreto y suelta:

—Me dice: que todo huela bonito. Y es muy ordenado.
—¿Qué tiene de complicado hacer la limpieza en Pujol?
—El primer día que llegué me dijeron: no puedes romper ni una copa. En ocho años no he roto una sola.

La mujer está a punto de concluir su faena. Tomará el Metro Polanco, transbordará en Tacubaya, bajará en Chabacano y ahí subirá al pesero que, por calzada de Tlalpan, la dejará en el centro de Xochimilco. Ahí abordará una micro hasta su pueblo, San Andrés. Cuatro horas de transporte cada día. “¿Vale la pena?”, le pregunto. “Estoy contenta, no me importa la distancia: este sí es un restaurante de lujo”.

Muchas florecitas

En el mercado de Xochimilco la mañana del martes se despereza, extenuada tras una noche de aguaceros. Los comerciantes bajan de sus carretillas las hortalizas y las acomodan en sus puestos con calma provinciana. Pero hay una excepción: Juanita Mateos, mujer de 35 años a la que no le dan tregua las revoluciones que agitan su cuerpo pequeñito. Ordena a su esposo Frontino: “¡Ve a traer los huacales para llenarlos de verdura!”, pesa berenjenas en su balanza, junta bolsas con quelites y verdolagas, recibe a don Chope y a una decena más de chinamperos que al amanecer han cruzado en canoa los canales con hoja santa, acelga, brócoli y otras verduras; vende cilantro a una clienta y desliza su índice por la hoja de pedido del Pujol para checar que la lista se vaya completando. Cansa ver trabajar a Juanita.

En su local al aire libre –aromatizado por la hierba del pápalo– esta madre de tres niños labora a contrarreloj. En una hora, en punto de las 10, debe dejar listos los cajones que viajarán a Polanco hasta el restaurante del chef Olvera.

Los huacales retacados de productos de las chinampas se van apilando en una vereda de la calle Guadalupe Ramírez, por donde avanzan aceleradas columnas de habitantes de los barrios de “Xochi” que se dispersarán en peseros por todo el Distrito Federal.

Un joven de aires intelectuales –cincelada barba de candado, camisa de vestir, zapatos lustrados y lentes– observa el trajín de Juanita. Hace dos años, Juan Carlos Solís, publicista convertido en empresario gastronómico, cerró un trato con Pujol. Productos de la Chinampa –la compañía que dirige con su esposa y suegros– acordó surtir al restaurante más célebre de México con vegetales frescos de Xochimilco, es decir, sacados de esos bloques fértiles que hace cientos de años, antes de la Conquista, los indígenas crearon con tierra mezclada con cáscaras, pastos, hojas secas, y que son contenidos por bardas de ahuejotes.

Así, Pujol obtiene desde 2011 verduras y legumbres sin agroquímicos recogidas incluso la madrugada previa. “Las chinampas dan mejor sabor, color y textura. Por ejemplo, la lechuga es de hoja gruesa, sabe intensa y su olor es único: a agua”, dice Juan Carlos simulando que en sus manos hay una lechuga, y aspira profundo.

Apenas ayer lunes a las siete de la noche, su Blackberry emitió un pitido, como ocurre cada día. Gerardo Alarcón, “Jerry”, chef de almacén del Pujol, le enviaba en un correo la lista de los productos que necesitarían a la mañana siguiente: arúgula, lechuga, verdolaga, col, epazote; chiles serrano, guajillo y manzano; albahaca, manzanilla. Pero había un pedido inusual. Para un nuevo plato, el chef Olvera requería una menta con tallo de hasta 40 centímetros de largo.

Juan Carlos llamó a Juanita, le dictó la lista del día y le preguntó sobre esa hierba: la menta poleo. Ella prometió averiguar entre los agricultores de San Andrés Ahuayucan, San Gregorio Atlapulco y San Francisco Tlalnepantla, quienes la surten con las hortalizas para el restaurante. Juan Carlos y Juanita son paramédicos de la gastronomía: un día Pujol les dijo “necesitamos diferentes lechugas para adornar”, y en un par de horas contactaron a chinamperos que recolectaron escarola, maple, francesa, comanche, romana, orejona, sangría, malva. Hace unos meses, el subchef Erik Guerrero los llamó de emergencia a las 11 de la noche: necesitaba raíces de chayote para caramelizar, y ellos lograron que los agricultores las cosecharan en minutos. En otra ocasión, Pujol llamó para decirles que “en un rato” debían enviarle 100 nopales gigantes para un evento masivo, y Juanita logró que de las nopaleras salieran rápido excelentes hojas de cactus.

El tiempo es para Pujol un monstruo devorador que intimida y empuja a toda su cadena humana a dar respuestas inmediatas. Pero la calidad no se negocia. Semanas atrás, Olvera vio a Juan Carlos entrar al restaurante con manojos de manzanilla. “No me gustan”, exclamó el chef. Desde entonces, los criterios son fijos. “La manzanilla se las escojo con muchas florecitas y los pétalos bien blancos”, cuenta Juanita y muestra un ramo del que elimina hierbas poco floreadas. “No es fácil la exigencia”, admite Juan Carlos.

Chingones los elotitos

Pasan de las 10 de la mañana y los seis huacales que irán a Pujol ya están llenos. Juanita toma un cuaderno y dicta cantidades a su marido, que teclea en una calculadora. La cuenta concluye: “mil 250 pesos”. Juan Carlos paga y abre la cajuela de su Jeep, hacia donde Frontino lleva un par de cajas de madera: “Cuidado con las coliflores”, le pide su esposa, siempre verificando de reojo que todo se haga con cuidado. Cuando Juan Carlos saca las llaves para irse, Juanita lo detiene: “Ya sé cuál menta dice: la de una hoja grande. Mañana se la traemos”.

Con los huacales crujiendo, Juan Carlos arranca a las 10:30. Maneja despacio, frenado por tamaleros, cargadores, vendedores de plantas que se cruzan en el camino. El barullo exterior muere con su estéreo: Art Blakey & The Jazz Messengers envuelven la camioneta con sus trompetas ligeras, mezclándose con un soplo húmedo de verduras impregnadas con olor a tierra. Al auto lo invade un delicioso perfume sedante.

—Todos los días hasta Polanco. Está pesado…
—Bendito segundo piso –responde Juan Carlos–, a lo mucho hago media hora.

Pero el Periférico oye al empresario y le juega una broma: atestado, hace larguísima la espera. Al fin, huyendo por Chivatito, llegamos al número 254 de la calle Petrarca. En total, una hora de trayecto. Martín, conserje del edificio en cuyos dos primeros pisos opera Pujol, sale a nuestro paso: “Tantito más para abajo”, grita y acomoda el vehículo.

La cajuela se abre y Martín, sin pedir permiso, se pone dos huacales sobre el pecho y Juan Carlos lo imita. Suben a prisa por una escalerita, esquivan cajas de vinos Malleolus, Libis y Sendero y entran en el almacén aclimatado. Ahí, Jerry, el chef de almacén, los está esperando. “Lechugas, epazotes, coliflores…”, enumera. Revisa los huacales y pasa las manzanillas a Andrea, su ayudante, que al instante las sumerge en un florero para que no pierdan sus atributos. El depósito es de una prolijidad que parece montada para una sesión de fotos. Abajo, dentro de un anaquel blanco, filitas de piñas miel reposan limpias, sin mácula. Decenas de botellas de aceite Oleico miran con sus etiquetas hacia el mismo lado. Botellas de agua San Pellegrino formadas en una hilera destellan con su vidrio verde, como si las lustraran antes de ser guardadas. Jerry dice a Juan Carlos: “Chingones los elotitos que trajiste ayer. Dulces”. Al fondo, a unos metros, se oyen cuchillos sobre tablas, cucharones que golpean ollas y voces discretas que se dan instrucciones: la cocina ya trabaja sin pausa.

Está apelmazado

En la Cocina de Servicio, un pequeño espacio frente al salón principal con estufas, refrigeradores y mesas, cinco cocineros trabajan en un silencio vehemente, tenso. Más que el sitio donde se dan toques finales a los platillos, parece un aséptico quirófano con cirujanos que en vez de batas portan filipinas, zapatos antiderrapantes y mandiles. El joven Filogonio corta nopales en cubos con la exactitud de una máquina, para integrarlos a una ensalada con frijoles rojos. El cocinero peruano Segundo Barturén clava un anillo filoso sobre rodajas de rábano para crear monedas que irán sobre el tártar; los aros sobrantes, “la merma”, los mete en una bolsa para comida del personal. Y Carlos, de barbita rala, confita unos plátanos dominicos ultra maduros con mantequilla clarificada, macadamia rayada y crema: “Entre más negra la cáscara, más dulces: sencillo y rico”, comenta. Le pregunto cómo es trabajar en Pujol. “Aquí cualquiera puede crear un plato y presentarlo bien justificado a Enrique –asegura al tiempo que me toca el hombro para que camine tres pasos hasta una covachita–. Mira, él es alguien sorprendente: el chef repostero”.

Jorge Vivanco, “Coko”, el cerebro postrero de Pujol, resiste el calor del cuarto que comparte con Carlita y Gina, sus ayudantes. Grandote y rubio, empuña un soplete Turner como si fuera un plomero. La flama va moldeando unas bombillas transparentes. “Son piñatas: esferas de azúcar Isomalt hechas con técnica de vidrio soplado. Las relleno con crema de guayaba, helado de caramelo, suprema de naranja o merengue de lima –dice, hurgando mi reacción ante cada manjar–. El cliente las rompe como una piñata”.

Coko, egresado de la escuela de postres catalana EspaiSucre, a sus 25 años forma una gran mancuerna con Olvera. En promedio, inventa un postre cada dos meses bajo una premisa que aplica a todos los platos, salados o dulces, que invente aquí cualquier cocinero: usar ingredientes y técnicas mexicanas. Ya después el líder aprobará, rechazará o pedirá cambios.

“Para mañana quiero un postre con aguacate”, le pidió Enrique a Coko hace unos meses. El repostero le preparó al chef un mousse de aguacate con queso de Ocosingo, helado y gel de coco, con rayadura de macadamia. Todo caramelizado con sal. Olvera lo probó.

—Me dijo: “¡Está chingón!, se queda en la carta” –relata Coko entre risas.

Pujol es una sociedad con un jefe máximo pero democrático. Salgo del cuarto y veo a un muchacho alto, de rasgos finos y barba recortada, freír en un sartencito. Un vaho de mantequilla salta hasta nuestras narices desde el tagliatelle de nopal con tallos de verdolaga y queso pecorino queretano de oveja. “Es una prueba”, me aclara el joven cocinero Pepe Meza, que nervioso echa el resultado en un platito, sale y encuentra a su maestro. Olvera hunde el tenedor, mastica, saborea, guarda silencio y sentencia: “Sobrecocido, apelmazado. Déjalo más crudo”. Cuando Pepe está a punto de dar la media vuelta compungido, Enrique lo serena con ese saludito de manos que se deslizan y chocan de frente con puños cerrados.

Madre mole

La Cocina de Preproducción, la principal del Pujol, es una procesión de 22 personas que baten, agitan, cortan, pican, rallan, revuelven, muelen, mezclan y, sobre todo, limpian: artefactos, refris, espátulas, repisas, cucharones, espumaderas… todo está radiante, tanto como los trapos blanquísimos con los que los miembros de este ejército arrasan manchas y restos.

Quizá en cualquier otro restaurante, tantos cocineros en un mismo espacio –de unos 100 metros cuadrados– serían una romería de gritos, bromas, albures, órdenes. Pero en esta suerte de laboratorio culinario hay un ajetreo que guarda las formas, como si dirigirse al otro se justificara siempre y cuando represente un engranaje más de la producción en cadena. Sólo que aquí no hay maquila sino arte, plasmado en un menú cambiante. En un rincón, un chico inclina la mirada sobre una plancha negra, como un débil visual que intenta seguir una lectura. Al acercarme, noto que su función es cortar, a unos ramos de albahaca tiernos y diminutos, las hojas más chiquitas y radiantes, que servirán como adorno de platillos. Fijo la mirada en las hojitas, con diámetros de máximo cinco milímetros, pero soy incapaz de detectar esos rasgos: “Observa –Alan me acerca una hojita–: está manchada, por eso no la selecciono”.

Junto a él está Luis Arellano, un chef de 27 años que Olvera se “pirateó” hace ocho meses del restaurante Casa Oaxaca de esa ciudad. Moreno, fornido, con brazos portentosos y rasgos indígenas, Luis revuelve con una pala una majestuosa olla con litros y litros que hierven y producen muchísimo vapor. Me asomo a ver qué hay dentro de ese caldero de bruja: tres chilacayotas gigantes como pelotas de básquetbol desgajadas se cocinan, giran y dan vuelcos a borbotones entre ajos enormes. Por alguna razón, Olvera le dijo a Luis hace unos días: “Quiero un caldo que tenga verduras con textura de carne”. Su discípulo pensó en la gastronomía de su estado y pidió a proveedores oaxaqueños frutos de esta

planta pariente de la calabaza. Durante una noche las nixtamalizó con cal para que en la cocción no se batieran, y hoy las puso a cocinar con azúcar, canela, chiles mixe y pasilla, hierbas de olor y cebollas.

Luis ha sido designado por Olvera para una doble tarea. La primera, ser geógrafo: “Me encargo de algo que es propio de Pujol: tener productos de todo el país. Aquí hay cerdo pelón de Yucatán, chilhuacle de Oaxaca, robalo de Veracruz”. La segunda misión es fungir como un ilustrado “chef creativo” que vigila que se respeten las recetas de Enrique y que incluso las refina. Si no fuera porque Pujol cumplió 13 años, 12 de los cuales prescindió de Luis, uno especularía que el oaxaqueño es el cerebro detrás del trono. Pero no. Sistemáticamente, impulsados por un menú que se reinventa cada siete días, Enrique, Luis y el subchef Erik Guerrero se sientan a imaginar, discutir, criticar, innovar, analizar ingredientes, recetas, ideas, estrategias, como tres filósofos que se hacen preguntas aunque no siempre obtengan respuestas. “A veces las cosas salen, a veces no”, reconoce Luis. Los virtuosos pueden aceptarse imperfectos.

Quizá porque Pujol empieza a estar más allá del bien y del mal, hace casi 100 días que en un rincón del restaurante hay una olla donde se cocina un “madre mole”: chilhuaje, tomate de riñón y cebolla mezclados con mole negro. Lo hierven mañana, tarde y noche, lo dejan reposar y el sommelier Pablo Mata, día a día, siente el añejamiento que muta el sabor. ¿El experimento acabará en algo bueno?

—Nunca antes se ha hecho –confiesa Luis–. Como dice Enrique: “Aunque tarde dos años, tú deja que el mole se siga cocinando”. Ya veremos.

Yo bato los huevos

A unos pasos de la cocina principal existe un espacio ajeno al arte culinario pero sin el cual sus sabrosas intenciones morirían.

“You Don’t Have To Be Crazy To Work Here. We’ll Train You”, dice un cartoncito colocado en la entrada de la oficina administrativa para todo aquel que se espante del aire espeso y caluroso. No hay un toque de glamour en este cuarto estrecho “optimizado” por una mampara que divide el espacio en cuadrantes. En cada uno trabaja sentada una persona. Sus escritorios, atestados de flores, cajas, papeles, fólders, carpetas, sobres, pañuelos desechables, fotos y post its, engalanan una oficina que no le pide nada a la de cualquier despacho contable. A lo lejos, sentada junto a una pared que casi la aprisiona, Pilar Figueras, mamá de Enrique Olvera y jefa de Tesorería del Pujol, acepta la entrevista pero me pide: “Déjame meter este pago y ahí voy”.

Finalmente llega y me saluda: “Soy la responsable de que los dineros estén completos; estudié para auxiliar de contabilidad, secretaria bilingüe y maestra de inglés”. Me presenta a sus tres compañeros. “Ella es Monse, de Costos; él, Alfonso, hermano de Enrique y jefe de Finanzas, y Mariana, jefa de Operaciones”. Ante cada mención, uno a uno desde su asiento ellos levantan la mano y sonríen, o algo parecido, y bajan la cabeza para seguir en lo suyo. Cuenta que al principio “compraba en Costco, atendía la caja y hasta fui lavalozas. Pero esto creció y creció. Ya deberíamos tener otra oficina”. Le pido que me cuente cómo era su hijo.

—¿Qué es lo que más le gustaba comer a Enrique de chico?
—El pozole tradicional con maíz, de pollo o puerco, verde, rojo o blanco.
—¿Y ya se le veía vocación de chef?
—Quería ayudar en todo desde los cuatro años. Batía los huevos, le gustaba poner la mesa y hasta la cebolla quería picar. Pero empezó a cocinar cuando iban a casa sus amigos de la prepa del Tec. Les hacía sus milanesas con chipotle y quesito.
—¿Algún plato de Pujol en el que usted influenciara?
—El puchero, que es inspiración de cocina de Tabasco, de donde es mi mamá. Y el entomatado, el preferido de Enrique. Pero a él no le doy mis recetas.
—¿Por?
—Me las mejora y me da mucho coraje –se ríe.
—¿Usted interviene en el menú?
—Me pide opinión. Si hay platos tradicionales de mi casa, como frijol con puerco, me llama: ¿está bien?, ¿le sobró orégano?
—¿Y cómo ve el crecimiento de Pujol? –Sólo sé que quiero acompañar a mi hijo en su sueño, para que el día que yo no esté, esto quede bien organizado.

El paso de la muerte

Cada uno de los platos que se sirven en Pujol es un acto creativo, pero también acrobático. Las cocinas de Preproducción y Servicio se conectan mediante una escalera de unos tres metros, ideal para un pintor de brocha gorda que renueva una fachada, pero no para un cocinero que debe sujetarse con la mano izquierda para no caer tres metros entre un piso y otro, mientras que con la derecha sujeta un plato de meticulosa preparación y decorado. “¡Aguas! –advierte Filogonio cuando bajo–. Varios ya se cayeron: es el paso de la muerte”.

Pujol, hasta para ir de una cocina a otra, es un deporte extremo.

Es casi la una y media, faltan minutos para abrir el restaurante y aún hay pendientes. Erik exhala seriedad. Ceño fruncido, actitud adusta y fornido, levanta un plato blanco y lo ve contra la luz como a un diamante para confirmar su limpieza, calienta agua, prueba un caldo y gira instrucciones a los seis cocineros que lo rodean con movimientos de ceja y monosílabos que todos comprenden, como en un dialecto local. “¡Migajitas!”, dice al aire mirando un recoveco de piso para que alguien barra –me agacho para ver a qué se refiere y detecto cuatro boronas–, mete una bolsa de basura en un bote con un sacudón fuerte como un puñetazo, levanta ágil un garrafón de 20 litros como una taza y lo vacía en una olla.

En uno de los extremos de la cocina descubro una pequeña ventanita. Salgo y toco a una puerta que daría acceso al espacio de esa mirilla casi clandestina. El que me abre es Enrique Olvera, quien desde su oficina observa sin que lo vean todo lo que ahí pasa. En su búnker, un pasillo estrecho e incómodo, hay una Mac, un dibujo de su hijo mayor donde ambos vuelan un papalote, libros, documentos, tres maquinitas de tarjetas de crédito, un bote de chile piquín en polvo para sus jícamas. “Este lugar es el confesionario”, define riéndose. Afuera lo espera Esther –una fan que lo mira fascinada, le pide sacarse una foto y que le firme un libro–, un reportero al que le responderá en la mesa 17 –la más escondida– con sencillez y sin ínfulas preguntas atípicas, como “¿Le darías de comer a Pinochet?”, y un fotógrafo que lo captará con ropa sport negra y al que explicará los tatuajes de sus brazos: “Son los apodos de mis hijos: Mosca, Rábano y Pato; sus fechas de nacimiento en maya y el símbolo de Gaia, la madre tierra, como se llama mi hija”. Cuando paso frente él, me pregunta sonriente, “¿la gente te dice la verdad o puras mentiras?”, luego me saluda con choque de puños y sugiere: “¿Ya entrevistaste a Miguel Ángel?”.

Nos nos presionamos tanto

Miguel Ángel González es un catrín. Impecable traje negro, abundante cabellera relamida y colonia. El encargado general del Pujol es un maestro de la operación que certifica la excelencia de cada área del restaurante mañana, tarde y noche, un director de orquesta de trato suave, sonrisa fija y buenos modos: en cuanto se da cuenta de que lo estoy esperando va a al bar y le pide a Bonfilio, el encargado, un agua de sandía con infusión de manzanilla y me la trae: “Verás qué rica”, anuncia. En la entrada, bajo un retrato de Enrique Figueras, abuelo del chef Olvera, Miguel hace del software de reservación de mesas Open Table una extensión de su cerebro. “Estaría confirmando para el lunes 27 de mayo”, dice a un cliente que le llama por teléfono 14 días antes de esa fecha mientras teclea en la computadora. Desde que la afamada lista The World’s 50 Best Restaurants colocó a Pujol como el restaurante número 17 del mundo, no hay modo de que pueda ofrecer una mesa en un lapso menor, pese a que el menú de degustación de siete tiempos cuesta 695 pesos por persona y el de 12 tiempos 995 pesos, sin incluir bebidas. Sobre su cabeza, en un enorme librero, reposa una veintena de libros, entre cuyos lomos alcanzo a leer El gourmet extraterrestre, de Andoni Luis Aduriz. En lo más alto, en la cumbre del mueble, yacen decenas de ejemplares de dos libros, En la milpa y Uno, escritos por Enrique.

Cierto: el chef que sólo esta semana dio entrevistas a Carlos Loret de Mola, Brozo y Joaquín López Dóriga, y a una veintena de diarios y revistas, ha devenido superstar, pero detrás de ese gran hombre hay otro gran hombre: Miguel, quien cultiva un engañoso bajo perfil, porque sin él Pujol no existiría. A fines de los noventa trabajaba en el restaurante Maxim’s de París, del hotel Presidente, donde fue lavaloza, cantinero, mesero, garrotero. Por esos días llegó como practicante de cocina un chavo de poco más de 20 años.

—Con Enrique nos entendimos muy bien y nos hicimos cuates, pero se fue a Nueva York a estudiar (al Culinary Institute of America). Regresó en el 2000, me llamó y me dijo: “Estoy listo, abramos un restaurante” –relata Miguel.
—¿Qué sienten ante esta locura?
—Nunca lo imaginamos, y ahora que lo estamos logrando no queremos transmitirle esa presión al equipo. Aunque son de ellos las victorias. Quiero que todos estemos tranquilos y de buen humor.
—¿Cómo festejan los triunfos?
—A veces acaba el servicio y con Enrique nos sentamos a beber una chela, pero otras veces sólo queremos llegar a la cama a dormir.

Son las 14:30 y el primer cliente entra a Pujol. Miguel debe ir a atenderlo. “Buenas tardes –dice desde su casi 1.90 de altura–, ¿el nombre de su reservación?”.

Diez minutos

En el salón principal, Eréndira toma la orden de una mesa de cuatro sin apuntar nada (en Pujol los meseros memoriosos no tienen permitido usar pluma). De pronto, yergue su cuerpo, abre la mano izquierda y la posa en su hombro derecho. Con ese gesto, como los señaleros de las pistas aéreas, le dice a Alberto Tiro, su mesero ayudante –los tres meseros cuentan con el suyo– que lo auxilie llevando cubiertos y estando alerta ante cualquier necesidad que surja. “Al cliente no le puede faltar una gota de agua y está prohibido que levante la mano para que vayas: si lo hace, te pueden llamar la atención”, dice Eréndira. Los meseros dominan un lenguaje mímico que evita alzar la voz. Por eso, durante todo el servicio, el ayudante no desvía la mirada del compañero al que asiste.

Eréndira retira las cartas, camina brevemente y se acerca a la Línea de Paso, el gran hueco que conecta al salón principal con la cocina. Ahí, le instruye: “cuatro degustaciones” al mesero cantante –enlace entre cocina y salón– Félix Barragán, “Guiri”, quien a su vez canta “¡cuatro degustaciones!” a los cocineros.

Sobre una hoja, Guiri escribe a qué hora la mesa nueve pidió sus primeros platos. A partir de este momento, la cocina tiene 10 minutos para que estén listos la infusión de quintonil y los elotes tatemados con mayonesa de café y hormiga chicatana. Si el tiempo límite se aproxima, Félix le dirá al subchef Erik que la espera es riesgosa y él presionará a la cocina. ¿El plato no salió? “Félix pasa un reporte por computadora que Enrique lee –revela Eréndira– y puede haber consecuencias”.

Calma. La Cocina de Servicio de Pujol es en este instante una máquina que avanza a toda velocidad. Concentración, rigor, silencio. Las miradas indican que la menor distracción causaría una tragedia.

“¿Ya las pasas, ya está listo, ya está caliente?”. “¿Ya, ya, ya?”, repite el subchef, pluma sobre la oreja, gotita sobre la frente y andar inquieto de un extremo a otro para verificar que Pepe ya esté terminando las láminas de aguacate sobre hoja de chía que formarán el aguachile, que Filogonio se está apurando en perforar las infladas de masa para rellenarlas con escamoles, que Barturen ya está echando la mayonesa de chipotle sobre las flautas de pulpo, camarón, cebolla, chile, cilantro y limón.

Son las 14:00 en punto y los platos ya viajan a la mesa nueve en el mismo instante en que el mesero Óscar Teuffer termina de memorizar la orden de la segunda mesa que se ha ocupado en Pujol.

Y otra vez, dentro de la cocina, el cronómetro está en marcha.