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Dice el Instituto Nacional de Estadística que Toril tiene 16 habitantes. Una exageración, según María Isabel. “Ahora mismo, en el pueblo, somos cuatro”. No es una forma de hablar. Cuatro son los vecinos de Toril: Paulina, una mujer de 75 años apoyada en un bastón; María, que mira con desconfianza a los visitantes mientras se cierra su chaqueta negra; un chico con un perro marrón y que se niega a decir su nombre y la propia María Isabel, que tiene los ojos azules y la expresión arrugada. Están todos en la placita del pueblo. La treintena de casas marrones a sus espaldas están vacías, abandonadas. María Isabel, sentada en el borde de una fuente, estira las piernas y sonríe: “Habéis llegado al culico del mundo”.

Toril está en la zona más despoblada, más olvidada y más vacía de España. Catedráticos de la Universidad de Zaragoza han calificado a esta área como la Laponia española, una imaginaria región que abarcaría las provincias de Soria, Guadalajara, Teruel, Cuenca y la parte interior de Valencia. Y lo han hecho a través de la asociación Serranía Celtibérica, un proyecto que pretende evitar el completo abandono de esta zona y dotar de identidad a la España más olvidada. Hablamos de un área de 63.098,69 kilómetros cuadrados (dos veces Bélgica) que abarca 1.632 municipios, pero que sólo tiene 503.566 habitantes. Es decir: 7,98 habitantes por kilómetro cuadrado.

Dentro de la Laponia española, los Montes Universales, una zona montañosa situada en la frontera entre Cuenca y Teruel (donde está Toril), conforman el epicentro. Es como el quieto ojo del huracán que permite entender que, el sobrenombre de Laponia del sur, no es hiperbólico. Aquí, la densidad de población es menor que la de la región escandinava.

“¿Que somos menos que los esquimales? Madre mía…”. Mira María Isabel con cara de incredulidad. Pero los datos hablan: en los Montes Universales, que abarcan un territorio de más de 3.500 kilómetros cuadrados (más o menos, la provincia de Guipúzcoa) sólo viven 5.700 personas. Es decir, la densidad de población es de 1,63 habitantes por kilómetro cuadrado. En Lappi, la región más septentrional de Escandinavia, hay 1,87 habitantes por kilómetros cuadrado.

Y eso según los datos censales. El proyecto Serranía Celtibérica asegura que, tras un estudio pueblo a pueblo en los Montes Universales, la densidad de población real -contando sólo residentes- es de 0,98 habitantes por kilómetros cuadrado. Números similares a los de Siberia.

Lo curioso es que esta nada demográfica no se encuentra demasiado lejos -geográficamente- de los mayores núcleos de población de España. Toril, el pueblo con cuatro habitantes, está a 180 kilómetros de Valencia y a 270 kilómetros de Madrid. De la capital se da un salto casi directo al vacío. Una vez que se sale del área metropolitana madrileña, el paisaje muta a desértico sin transición. De la autovía se pasa a la carretera nacional y, de ella, a la comarcal, que se enreda en curvas con el asfalto sin pintar. Es la puerta de entrada a los Montes Universales.

Las casas desaparecen. Desde el pueblo de Huélamo, situado aproximadamente a la entrada de los Montes Universales, hasta Toril, transcurren 45 minutos en coche. En ellos, no nos cruzamos con ningún otro vehículo. Tampoco se ven casas. En todo el trayecto, sólo un pastor da una tregua a la soledad. Se llama Eloy y ha nacido en un pueblo cercano. Lleva viviendo aquí toda su vida. Apoyado en una vara de madera con sus ovejas tras él, aprovecha para hablar todo lo que puede y lo más rápido que puede. Como un chute de conversación. “Esto está muerto. Se despuebla muy rápido. No hay riqueza. La gente se va”. Una queja común en esta zona.

Cruzar la Laponia española es avanzar a través del silencio. Los únicos ruidos que lo interrumpen provienen de pájaros, cencerros de algún rebaño o árboles que se mecen al viento. Todo lo visible al horizonte son laderas arboladas, rocas y bosques. El paisaje está desprovisto de presencia humana. Los pueblos aparecen cada cierto tiempo, distantes unos de otros, pequeños y aislados, como si fueran check points. Más del 76% de las localidades de esta zona se consideran remotas: distan más de 45 minutos en coche de la ciudad más cercana.

La mayoría tienen entre 50 y 200 habitantes. Otros, como Toril, resisten agarrados a un hilo de vida. “Cuando yo era niña éramos bastantes. Había vida aquí, celebrábamos fiestas y había muchos niños”, recuerda María Isabel. “Ahora, mira…”. Y señala con la cabeza el pueblecito casi abandonado.

El vienes nevó en la zona y María Isabel y los demás, cuentan, estuvieron sin luz hasta el domingo. “Pasa un par de veces cada invierno, cuando nieva mucho. Nos quedamos aislados, con medio metro de nieve”. La ciudad más cercana a Toril es Teruel, que está a hora y media en coche. Es el tiempo que les separa del cine más cercano, del centro comercial más a mano o del taller más próximo.

La agonía de Toril comenzó cuando cerraron el colegio del pueblo. “Fue hace tiempo ya”, recuerda Paulina apoyada en su bastón. “Mi nieto Satur fue el último. Cuando cerraron el colegio por falta de niños, se tuvieron que ir del pueblo”. Hace 20 años que en Toril no ven un niño.

“Y jóvenes sólo quedo yo”, dice el chico con el perro. “Todos mis amigos y chavales de mi edad están viviendo en Catauña”. “¿Y tú? ¿Por qué no te vas?”. El chico se encoge de hombros.

Es un problema que se repite: la tasa de envejecimiento en esta zona es de las más altas de Europa. Se trata, según el proyecto Serranía Celtibérica, de una región que está biológicamente en extinción. “De aquí al hospital o al cementerio”, dice riendo Paulina. El 32% de los habitantes de los Montes Universales, según datos del INE, tienen más de 65 años. Sólo un 7% tiene menos de 15.

Siempre puede ser peor. El pueblo que está al lado de Toril, llamado Masegoso, se ha quedado vacío. Se alcanza Masegoso tras una bajada serpenteante que desemboca en una señal que parece nueva. También el pueblo está en buen estado. Pero no hay nadie. Sólo quietud, abandono y silencio. Hay ropa colgada llena de polvo, un arado oxidado que yace en el medio del pueblo, una camisa tirada en la hierba junto a una sartén y unos columpios para niños que se mecen despacio con la brisa. A Masegoso lo han dejado atrás.

Un grupo de gatos observa a los visitantes inesperados. El pueblo sólo tiene vecinos en verano, cuando es utilizado como segunda residencia por un puñado de antiguos vecinos.

Según datos de la Proyección de la Población de España en el período 2014-2064, llevada a cabo por el INE, vamos a perder, en España, un millón de habitantes en los próximos 15 años. Para la segunda mitad de siglo, según este mismo estudio, el porcentaje de mayores de 65 años será de casi el 40%. Masegoso bien podría ser un aviso presente de lo que le espera a la Laponia española futura.

Vivir aislado

Guadalaviar es uno de los pueblos más grandes de esta zona. Está a 25 minutos de Toril. Tiene 222 habitantes censados, 155 viviendo en el pueblo, 16 en paro, seis niños, cinco bares y un alcalde llamado Rufo Soriano Pérez. La localidad aparece repentina entre laderas, con casas amontonadas, un perro olisqueando la señal que indica el nombre del pueblo y una señora en silla de ruedas tomando el sol con gafas oscuras.

Rufo nos recibe en la placita del Ayuntamiento. “Hace años éramos 500 vecinos, pero se ha ido vaciando. La gente se va porque no hay trabajo. Antes había una fábrica, pero la cerraron”. Es un problema que comparten la mayoría de pueblos. Las fábricas aquí no son rentables, están muy alejadas de las autovías y la logística resulta demasiado cara. La ganadería y el turismo rural se han quedado como las únicas opciones. Y son insuficientes.

“La gente joven desaparece”, dice Rufo. “Se van a trabajar fuera y los que se quedan están a verlas venir”. Con la marcha de la gente joven también se esfuman los niños. Y cierran los colegios. “Nosotros mantenemos la escuela porque tenemos cinco niños, que es el requisito mínimo. Hay uno de 12 años, otro de 11 y tres de 4 años. Van todos juntos al colegio”.

Esther y Dámaso son los padres de Álvaro, uno de los cinco niños del pueblo. “Aquí los niños son felices. Se pasan el día jugando y se forman en la escuela. En las ciudades hay cierto prejuicio sobre cómo vivimos en los pueblos. Pero aquí los niños están a su aire, disfrutando”, dice Esther. Luego matiza: “A ver, te tiene que gustar este tipo de vida. Es una vida muy tranquila, muy sosegada”.

Tan tranquila que un solo día en Guadalaviar podría resultar desesperante para un urbanita acelerado. “Aquí no hay nada. Si quieres ir al cine o de compras o de copas te tienes que ir a Teruel, que está a una hora y media”, dice Rufo. “En invierno anochece pronto y la gente da un paseo, charla o echa la partida. No hay mucho más que hacer”.

Santiago Ferrández tiene 48 años. Nació y creció en Zaragoza, donde tuvo tres hijas y un empleo que, por estresante, llegó a afectar a su salud. “Decidí romper con todo”, cuenta. Se trasladó a Guadalaviar y ahora regenta uno de los bares del pueblo. “Cuando yo llegué aquí lo hice con una compañera y ella duró cuatro meses. No se adaptó. Era más joven y le costó mucho aclimatarse a esto”, cuenta Santi. “Vivir aquí puede ser duro. Aquí hay mucha soledad, estas muchas horas solo. Hay poca gente para hablar, casi no hay gente joven. Vives en un pueblo rodeado de montañas en el que no hay nada y donde no hay otra manera de salir que en coche. Eso te come. Tienes que tener claro a lo que vienes”.

La fruta, el pan y el médico

Al otro lado de la frontera, en la provincia de Cuenca, está Zafrilla, donde viven 50 personas. Llegar a Zafrilla es como llegar a un fuerte militar. La carretera desciende en curvas hacia el pueblecito. Se ve desde lejos y te ven llegar desde lejos.

En la plaza del Ayuntamiento, Pascual vende fruta desde su furgoneta. Viene dos veces por semana. Otras dos veces llega al pueblo otro vehículo con congelados y cada dos días, uno con pan. En Zafrilla no hay tiendas, así que los suministros básicos llegan cada semana en forma de furgonetas como la de Pascual.

Montse Pérez, de 48 años, espera en la cola para comprar naranjas. Cuenta que, en Zafrilla, al haber cuatro niños, no hay colegio y que, por ello, los pequeños tienen que desplazarse cada día media hora hasta un pueblo cercano. “Y ese colegio también va a cerrar, así que los padres están pensando en irse a vivir a Cuenca para que los niños estudien”, dice Montse.

Cuenta también que, en Zafrilla, no hay clínica médica ni farmacia. “El médico viene dos veces a la semana y si hay una emergencia tenemos helipuerto. El año pasado le dio un infarto a un vecino, pero, como no tenemos desfibrilador, no se pudo hacer nada”.

No queda gente joven en Zafrilla. Se fueron a Cuenca, que está a una hora y media. “La vida aquí no es fácil para ellos. Aquí hay mucha rutina. Te levantas, tomas un café en el bar, compras en el furgón que haya venido ese día, cocinas y trabajas algo en casa”, explica Montse. “Siempre ves a la misma gente. Para alguien de fuera esto es aburrido. Aquí hay más gatos que vecinos”.

María Mora escucha la explicación de Montse. Tiene 88 años y es otra de las vecinas de Zafrilla. Nos propone visitar su casa con una sonrisa y un pañuelo en la cabeza. Vive sola, aunque su hijo viaja cada fin de semana desde Barcelona para visitarla. En el salón tiene una estufa de leña y una pequeña televisión. “La veo por las noches”, dice sonriendo.

El único viaje que María ha hecho en su vida fue a Barcelona, hace ya muchos años. “Y hace tiempo que no salgo del pueblo. Para qué”.

Alrededor de Zafrilla, como alrededor de Guadalaviar, Toril y los demás pueblos de la Laponia española, no hay sino monte. Descampado hasta donde alcanza la vista. “¿El futuro?”, se pregunta Rufo, el alcalde de Guadalaviar. “Es un asunto muy serio. Lo veo mal. O cambian las cosas o esto se muere”. Montse coincide. “¿Quién va a montar aquí nada? Es inevitable que esto se vacíe de gente joven. Y cuando nuestra generación ya no esté, pues no va a haber relevo”. María Mora, apoyada en su bastón, escucha y replica. “Bueno, pues ya nos veremos todos en el cielo. Aunque seguro que allí hay más gente que aquí”.

Los soldados colombianos que asesinaron a Leonardo Porras cometieron errores flagrantes al disfrazar su crimen. Gracias al empeño de Luz Marina Bernal, madre de Leonardo, el caso sirvió para destapar un negocio siniestro dentro del Ejército: los falsos positivos. Secuestraban a jóvenes para asesinarlos, luego los vestían como guerrilleros y así cobraban recompensas secretas del Gobierno de Álvaro Uribe. La Fiscalía has registrado 4,716 casos de homicidios presuntamente cometidos por agentes de las fuerzas públicas. Bernal y las otras Madres de Soacha (el primer municipio donde se supo de esto) luchan desde entonces contra la impunidad. Los observadores internacionales denuncian la dejadez, incluso la complicidad del Estado en estos crímenes masivos.

—Así que es usted la madre del comandante narcoguerrillero –le dijo el fiscal de la ciudad de Ocaña.
—No, señor. Yo soy la madre de Fair Leonardo Porras Bernal.
—Eso mismo, pues. Su hijo dirigía un grupo armado. Se enfrentaron a tiros con la Brigada Móvil número 15, y él murió en el combate. Vestía de camuflaje y llevaba una pistola de 9 milímetros en la mano derecha. Las pruebas indican que disparó el arma.

Luz Marina Bernal respondió que su hijo Leonardo, de 26 años, tenía limitaciones mentales de nacimiento, que su capacidad intelectual equivalía a la de un niño de 8 años, que no sabía leer ni escribir, que le habían certificado una discapacidad del 53%. Que tenía la parte derecha del cuerpo paralizada, incluida esa mano con la que decían que manejaba una pistola. Que desapareció de casa el 8 de enero y lo mataron el 12, a setecientos kilómetros. ¿Cómo iba a ser comandante de un grupo guerrillero?

—Yo no sé, señora, es lo que dice el reporte del Ejército.

A Luz Marina no le dejaron ver el cuerpo de su hijo en la fosa común. Unos veinte militares vigilaban la exhumación y le entregaron un ataúd sellado. Un año y medio más tarde, cuando lo abrieron para las investigaciones del caso, descubrieron que allí solo había un torso humano con seis vértebras y un cráneo relleno con una camiseta en el lugar del cerebro. Correspondían, efectivamente, a Leonardo Porras.

Este fue uno de los casos que destapó el escándalo de los falsos positivos: miembros del Ejército colombiano secuestraban a jóvenes de barriadas marginales, los trasladaban a cientos de kilómetros de sus casas, allí los asesinaban y los hacían pasar por guerrilleros muertos en combate, para cobrar así las recompensas establecidas en secreto por el Gobierno de Álvaro Uribe. De ahí el término “falsos positivos”, en referencia a la fabricación de las pruebas.

Diecinueve mujeres, cuyos hijos fueron secuestrados y asesinados por el Ejército a principios de 2008, fundaron el grupo de las Madres de Soacha para exigir justicia. A mediados de 2013, la Fiscalía General contaba 4,716 denuncias por homicidios presuntamente cometidos por agentes públicos (entre ellos, 3,925 correspondían a falsos positivos). Navanethem Pillay, alta comisionada de las Naciones Unidas para los derechos humanos, denuncia que las investigaciones son muy escasas y muy lentas, que los militares vinculados a los crímenes continúan en activo, que incluso reciben ascensos, y que sus delitos gozan de una “impunidad sistémica”.

“Escogíamos a los más chirretes”

Leonardo Porras desapareció el 8 de enero de 2008 en Soacha, prácticamente un suburbio de Bogotá, una ciudad de aluvión en la que se apiñan miles de desplazados por el conflicto colombiano, miles de inmigrantes de todo el país, una población que en los últimos veinte años pasó de 200,000 a 500,000 habitantes, muchos de ellos apiñados en casetas de ladrillo y tejado de chapa, estancados en asentamientos ilegales, divididos por las fronteras invisibles entre bandas de paramilitares y narcotraficantes.

El mediodía del 8 de enero alguien llamó por teléfono a Leonardo. Él solo respondió: “Sí, patroncito, voy para allá”. Colgó y le dijo a su hermano John Smith que le acababan de ofrecer un trabajo. Salió de casa y nunca más lo vieron.

En Soacha todos conocían a Leonardo, el chico “de educación especial” que se apuntaba siempre a los trabajos comunitarios, a limpiar calles y parques, a trabajar en la iglesia, y que hacía recados a los vecinos a cambio de propinas. Algunos abusaban de su entusiasmo: le tenían acarreando ladrillos o mezclando cemento en las obras y al final de la jornada le daban un billete de mil pesos (cincuenta centavos de dólar).

—Él no distinguía el valor del dinero –dice Luz Marina Bernal–, pero le gustaba mucho ayudar a la gente, era muy trabajador, muy sociable, muy cariñoso. Cuando ganaba unos pesos, me traía una rosa roja y una chocolatina, y me decía: “Mira, mamá, me acordé de ti”.

Alexánder Carretero Díaz sí distinguía el valor del dinero: aceptó doscientos mil pesos colombianos (unos 100 dólares) a cambio de engañar a Leonardo y entregárselo a los militares. Carretero vivía en Soacha, a pocas calles de la familia Porras Bernal, y llevaba varias semanas prometiéndole a Leonardo un trabajo como sembrador de palma en una finca agrícola. El 8 de enero le llamó por teléfono, se reunió con él, y al día siguiente viajaron juntos en autobús unos 600 kilómetros, hasta la ciudad de Aguachica, en el departamento de Norte de Santander. Allí dejó a Leonardo en manos del soldado Dairo Palomino, de la Brigada Móvil número 15, quien lo llevó otros 150 kilómetros hasta Ábrego. “El muchacho no era normal, hablaba muy poco, miraba muy raro”, dijo Carretero ante el juez, casi cuatro años más tarde. A Leonardo los soldados lo llamaban “el bobito”, explicó.

Carretero era uno de los reclutadores que surtía de víctimas a los militares. Otro de los reclutadores, un joven de 21 años, testigo protegido durante uno de los juicios, explicó que engañaban a chicos desempleados, drogadictos, pequeños delincuentes: “Escogíamos a los más chirretes, a los que estuvieran vagando por la calle y dispuestos a irse a otras regiones a ganar plata en trabajos raros”. Confesó haber engañado y entregado a más de treinta jóvenes a los militares, por cada uno de los cuales cobraba 200,000 pesos, la tarifa habitual. También hizo negocio revendiendo pistolas y balas del mercado negro a los soldados del Batallón 15, que luego se las colocaban a sus víctimas para hacerlas pasar así por guerrilleros.

El reclutador Carretero entregó a Leonardo a los militares el 10 de enero. Le quitaron la documentación y su nombre desapareció. A partir de entonces aquel chico ya solo fue uno de los cadáveres indocumentados de los supuestos guerrilleros que la Brigada Móvil 15 afirmó haber matado en combate, a las 2:24 de la mañana del 12 de enero de 2008, en el municipio de Ábrego. Ya solo fue uno de los cuerpos acribillados, guardados en bolsas de plástico y arrojados a una fosa común. No existió nadie llamado Fair Leonardo Porras Bernal, ni vivo ni muerto, en los siguientes 252 días.

Esos 252 días los pasó Luz Marina Bernal buscando a su hijo en comisarías, hospitales, juzgados y morgues, levantándose a las cinco de la mañana para recorrer los barrios de Soacha y Bogotá, por si su hijo había perdido la memoria y dormía en la calle. Su hijo estará de fiesta, le decían los funcionarios, se habrá escapado con alguna muchacha. En agosto empezaron a identificar algunos cadáveres hallados en una fosa común de la ciudad de Ocaña, departamento de Norte de Santander: pertenecían a otros chicos de Soacha, desaparecidos en la misma época que Leonardo Porras. El 16 de septiembre una doctora forense enseñó a Luz Marina Bernal una fotografía.

—Era mi hijo. Fue espantoso verlo. La cara estaba desfigurada por varios balazos pero lo reconocí.

Le pedían casi $7,000 por exhumar y transportar el cadáver, una cantidad desorbitada para una familia pobre de Soacha. Durante ocho días reunió dinero, pidió préstamos y al fin alquiló una furgoneta en la que viajó hasta Ocaña con su marido y su hijo John Smith. Allí el fiscal le dijo que Leonardo era un comandante narcoguerrillero y que había muerto en combate.

Uribe: “No fueron a coger café”

Luz Marina Bernal, 54 años, es una mujer de gestos pausados, con un discurso tranquilo del que brotan verdades punzantes; parece que ha amasado el dolor hasta cuajarlo en una firmeza granítica. Vive en una de las pequeñas casas de ladrillo de Soacha. El dormitorio de Leonardo es ahora un santuario en memoria del hijo asesinado, un pequeño museo con fotografías, recortes de prensa y velas. Luz Marina muestra un retrato enmarcado de su hijo: un joven de hombros anchos y porte elegante, vestido con chaqueta negra, camisa blanca y corbata celeste, que mira a la cámara con la mandíbula prieta y unos ojos claros deslumbrantes. Son los mismos ojos claros de Luz Marina, que acerca mucho el retrato a su cara.

Desde la cocina se extiende el olor de las arepas que está cocinando John Smith Porras, hermano de Leonardo, para desayunar. John Smith viene a casa de vez en cuando pero tuvo que marcharse a vivir a otro lado porque recibió amenazas de muerte. Y porque ya asesinaron al familiar de otra víctima de Soacha, “por no cerrar la boca”. Ante la pasividad judicial, John Nilson Gómez decidió averiguar por su cuenta quiénes habían sido los reclutadores y los asesinos de su hermano Víctor. Recibió amenazas telefónicas, le conminaron a marcharse de la ciudad y al final alguien se le acercó en una moto y le pegó un tiro en la cara. La familia Porras Bernal ha recibido amenazas por teléfono, por debajo de la puerta y en plena calle. Para que cierren la boca.

Luz Marina abre un álbum. Colecciona las portadas que publicaron los periódicos en aquellos días de septiembre de 2008, cuando iban apareciendo los cadáveres de los chicos de Soacha. Clava el dedo índice sobre uno de los titulares: “Hallan fosa de 14 jóvenes reclutas de las FARC”.

El presidente Álvaro Uribe compareció ante los medios para ratificar que los chicos de Soacha habían muerto en combate: “No fueron a coger café. Iban con propósitos delincuenciales”. Luz Marina Bernal mastica despacio esa frase, con una media sonrisa dolorida: “No fueron a coger café. No fueron a coger café. Fue terrible escuchar de la boca del presidente que nuestros hijos eran delincuentes”.

Luis Fernando Escobar, personero de Soacha, defensor de la comunidad ante la administración, denunció las sospechosas irregularidades de estas muertes. Tres semanas más tarde el escándalo era ya indisimulable. Se demostró que los chicos habían sido asesinados muy lejos de sus casas a los dos o tres días de su desaparición (y no al cabo de un mes, como afirmó Uribe para defender la idea de que habían organizado una banda) y se encontraron diversas chapuzas en los montajes de los crímenes: algunas víctimas llevaban botas de distinto tamaño en cada pie; otras aparecieron con disparos en el cuerpo pero les habían puesto unas ropas de guerrillero en las que no había un solo orificio; incluso aparecieron cadáveres acribillados en terrenos donde no había ni una sola huella de disparos. El caso del discapacitado mental al que los militares presentaron como comandante colmó el vaso.

Ante la avalancha de pruebas, Uribe no tuvo más remedio que comparecer de nuevo, esta vez acompañado por generales y por el ministro de Defensa Juan Manuel Santos, su sucesor en la Presidencia de Colombia. Y dijo: “En algunas instancias del Ejército ha habido negligencia, falta de cuidado en los procedimientos, y eso ha permitido que algunas personas puedan estar incursas en crímenes”. Luego anunció la destitución de 27 militares.

Las destituciones fueron un mero gesto administrativo. No se emprendieron investigaciones sobre las denuncias por ejecuciones extrajudiciales, que se iban acumulando por cientos, sino todo lo contrario: el Estado las obstaculizó de mil maneras. Y cuando el general Mario Montoya, comandante del Ejército, dejó su cargo por el escándalo de Soacha, Uribe lo nombró embajador en la República Dominicana.

Ante la proliferación de casos denunciados y documentados, Philip Alston, relator especial de las Naciones Unidas para ejecuciones extrajudiciales, viajó a Colombia en junio de 2009. “Las matanzas de Soacha fueron flagrantes y obscenas”, declaró al final de su estancia, “pero mis investigaciones demuestran que son simplemente la punta del iceberg”. El término “falsos positivos”, según Alston, “da una apariencia técnica a una práctica que en realidad es el asesinato premeditado y a sangre fría de civiles inocentes, con fines de lucro”. Describió de manera detallada los reclutamientos con engaños, los asesinatos y los montajes. Afirmó que los familiares de las víctimas sufrían amenazas cuando se atrevían a denunciar. Y rechazó que se tratara de crímenes aislados, cometidos “por algunas manzanas podridas dentro del Ejército”, como defendía el Gobierno de Uribe. La gran cantidad de casos, su reparto geográfico por todo el país y la diversidad de unidades militares implicadas indicaban “una estrategia sistemática”, ejecutada por “una cantidad significativa de elementos del Ejército”.

Se sucedieron las denuncias de observadores internacionales y asociaciones colombianas de derechos humanos: las desapariciones forzosas y las ejecuciones extrajudiciales eran una práctica frecuente dentro de las fuerzas públicas y el Estado obstaculizaba las investigaciones y hasta homenajeaba a los agresores. En palabras de la Fundación para la Educación y el Desarrollo (FEDES), de Bogotá: en Colombia la impunidad es una política de Estado.

El presidente Uribe respondió que “la mayoría” de las acusaciones eran falsas. Que venían de “un cúmulo de abogados pagados por organizaciones internacionales”, cargados “de odio y de sesgos ideológicos”. Y salió una y otra vez a defender a los militares: “Nosotros sufrimos la pena de ver cómo llevan a la cárcel a nuestros hombres, que no ofrecen ninguna amenaza de huida, simplemente para que sean indagados. Tenemos que asumir la defensa de nuestros hombres contra las falsas acusaciones”.

Mientras el presidente desplegaba los recursos públicos para defender a los militares imputados en los asesinatos, los familiares de las víctimas solo recibían portazos de las instituciones. Cuando las Madres de Soacha decidieron manifestarse un viernes al mes para reclamar el apoyo de las autoridades, cuando contaron sus historias en los medios, empezaron las amenazas. El 7 de marzo de 2009, María Sanabria caminaba por una calle angosta cuando se le acercaron dos hombres en una moto. El que iba detrás, sin quitarse el casco, se bajó, agarró a Sanabria del pelo y la empujó contra la pared: “Vieja hijueputa, a usted la queremos calladita. Nosotros no jugamos. Siga abriendo la boca y va a acabar como su hijo, con la cara llena de moscas”.

El hijo de María, Jaime Estiven Valencia Sanabria, tenía 16 años y estudiaba el bachillerato en Soacha cuando lo secuestraron, lo llevaron al Norte de Santander y lo asesinaron. Cuando su madre empezó a buscarlo, un fiscal le dijo que su hijo estaría de farra con alguna novia mientras ella lloraba “como una boba”. Cuando llegó a Ocaña, a sacarlo de la fosa común, le dijeron que su hijo era un guerrillero. Cuando se van a cumplir seis años del asesinato, ni siquiera se ha abierto una investigación judicial, María ni siquiera sabe si el caso está en los juzgados de Cúcuta o de Bogotá, porque en la Fiscalía nadie le responde.

“Sabemos que a nuestros hijos los mataron a cambio de una medalla”, dice Sanabria, “a cambio de un ascenso, a cambio del dinero que les pagaba el Estado”.

A $2,000 el muerto

El Estado pagaba recompensas a los asesinos. A los pocos días de que Uribe alegara “negligencia” y “falta de cuidado en los procedimientos” del Ejército, el periodista Félix de Bedout reveló una directiva secreta del ministerio de Defensa. La directiva 029, del 17 de noviembre de 2005, establecía recompensas por la “captura o el abatimiento en combate” de miembros de organizaciones armadas ilegales. Se contemplaban cinco escalas: desde los $2,000 por un combatiente raso, hasta $2.5 millones por los máximos dirigentes. También incluía una tabla exhaustiva de seis páginas con las recompensas por el material incautado a los combatientes, material que iba desde aviones hasta pantalones de camuflaje, pasando por ametralladoras, misiles, minas, balas, discos duros, teléfonos o marmitas.

En enero de 2008, en las mismas fechas en que los soldados de la Brigada 15 estaban secuestrando y asesinando a los chicos de Soacha, uno de los antiguos miembros de esa brigada reveló en la prensa la práctica de los falsos positivos. El sargento Alexánder Rodríguez ya había denunciado los asesinatos y los montajes en diciembre ante sus superiores militares. A los tres días lo retiraron de su puesto. Entonces acudió a la revista Semana y contó cómo sus compañeros de la Brigada 15 habían asesinado a un campesino, cómo habían puesto un dinero común para comprar la pistola que después le colocaron a la víctima y cómo a cambio de su colaboración en el crimen obtuvieron cinco días de descanso. Las denuncias del sargento Rodríguez fueron acalladas por los altos mandos y así no hubo ningún problema para que en las siguientes semanas secuestraran y asesinaran a los chicos de Soacha.

Las recompensas alentaron un negocio siniestro dentro del Ejército: la fabricación de cadáveres de guerrilleros. A raíz de la directiva 029, las denuncias por ejecuciones extrajudiciales se multiplicaron: en 2007 ya eran más del triple que en 2005 (de 73 pasaron a 245, según la Fiscalía colombiana). Y aún no había llegado la oleada de denuncias tras el escándalo de Soacha en 2008. Los dedos empezaron a señalar las políticas del presidente Uribe.

Álvaro Uribe estableció como eje de sus mandatos entre 2002 y 2010 la llamada Política de Seguridad Democrática: una ofensiva del Estado, principalmente militar, para imponerse a las guerrillas (que sufrieron grandes derrotas pero aún cuentan con más de 9,000 miembros), a los paramilitares (que pactaron una desmovilización pero que en realidad mutaron en nuevas bandas) y al narcotráfico (un fenómeno que sigue envolviendo como una hiedra al conflicto colombiano).

Uribe multiplicó el presupuesto y la actividad del Ejército. Con la bandera de la “lucha contra el terrorismo”, empezaron las detenciones masivas y arbitrarias de civiles. En los dos primeros años arrestaron a 7,000 personas de forma ilegal, según denunciaron asociaciones de derechos humanos y las Naciones Unidas. Los agentes llegaban a un pueblo y detenían a montones de personas, con una acusación genérica de colaborar con las guerrillas, sin indicios ni fundamentos. Arrestaban a pueblos enteros y luego los investigaban, para ver si descubrían alguna conexión con los guerrilleros.

En la madrugada del 18 de agosto de 2003, la Policía detuvo a 128 personas en Montes de María, acusadas de rebelión. El fiscal Orlando Pacheco vio que no había ninguna prueba, que los informes policiales estaban plagados de disparates, y ordenó liberar a todos los detenidos. Entonces el fiscal general de Colombia destituyó inmediatamente al fiscal Pacheco y lo tuvo dos años y medio bajo arresto domiciliario. Al cabo de tres años, tras las denuncias de asociaciones jurídicas internacionales, la Corte Suprema dio la razón al fiscal Pacheco. Pero nadie fue castigado por las detenciones ilegales multitudinarias.

En Arauca, una de las zonas con mayor presencia de las guerrillas, el presidente Uribe hizo esta declaración el 10 de diciembre de 2003: “Le dije al general Castro que en esa zona no podíamos seguir con capturas de cuarenta o cincuenta personas todos los domingos, sino de doscientos, para acelerar el encarcelamiento de los terroristas”. Miles de personas fueron detenidas sin pruebas ni garantías, pasaron temporadas largas en la cárcel y salieron absueltas pero con un estigma social muy grave. “La política de seguridad democrática de Uribe ha vulnerado masiva, sistemática y permanentemente el derecho a la libertad”, denunció la misión de observadores internacionales CCEEUU (Coordinación Colombia-Europa-Estados Unidos).

También se desató una persecución sistemática a los opositores políticos. La revista Semana reveló en 2009 abundantes casos de espionajes ilegales, grabaciones, pinchazos de teléfonos, acosos y criminalizaciones contra periodistas, jueces, políticos, abogados y defensores de derechos humanos, persecuciones montadas por el DAS, los servicios secretos directamente dependientes de Uribe. El DAS ya había protagonizado otro escándalo en 2006, cuando su director Jorge Noguera, hombre de confianza de Uribe, fue acusado de colaborar con grupos paramilitares y de facilitarles información sobre sindicalistas y defensores de derechos humanos que luego fueron asesinados. En plena tormenta, Noguera dejó la dirección del DAS. Pero Uribe afirmó que ponía la mano en el fuego por él y lo nombró cónsul en Milán. Cuando en 2011 condenaron a Noguera a 25 años de cárcel por homicidio, concierto para delinquir, revelación de secretos y destrucción de documentos públicos, Uribe publicó este mensaje en Twitter: “Si Noguera hubiera delinquido, me duele y ofrezco disculpas a la ciudadanía”. Algunos de los delitos, como el espionaje a periodistas y jueces, se fueron extinguiendo por la lentitud de los procesos judiciales y prescribieron.

Al final de sus ocho años de mandato, la Oficina de la Presidencia de Uribe dio estas cifras para mostrar la eficacia de sus políticas: 19,405 combatientes fueron “abatidos” (un eufemismo para no decir “muertos”), 63,747 fueron capturados y 44,954 fueron desmovilizados.

La suma alcanza 128,106 personas y resulta asombrosa. La fundación FEDES calcula que en el año 2002 había unos 32,000 miembros armados ilegales en Colombia, entre guerrilleros y paramilitares. Es decir: o cayeron todos y se renovaron por completo cuatro veces seguidas o en realidad “la llamada Política de Seguridad Democrática no estaba exclusivamente dirigida contra miembros de estos grupos sino en contra de un amplio espectro de la población civil, que fue víctima constante de crímenes como los falsos positivos”.

Con la necesidad de presentar cifras de bajas y con el estímulo de las recompensas secretas fijadas en 2005, en los años de Uribe se multiplicaron las ejecuciones extrajudiciales. La misión de observadores internacionales CCEEUU documentó 3,796 ejecuciones extrajudiciales entre 1994 y 2009, de las cuales 3,084 ocurrieron en la segunda mitad de este periodo, durante la Política de Seguridad Democrática.

Una grieta en la impunidad

La familia Porras Bernal no tenía dinero suficiente para una tumba en Soacha. Un amigo les dejó un espacio en el cementerio de La Inmaculada, una extensa pradera con pequeñas lápidas dispersas, en el extremo norte de Bogotá. Desde Soacha, en el extremo sur, Luz Marina tarda dos horas en autobús cada vez que va a visitar la tumba de Leonardo.

A la entrada del cementerio compra tres ramos de claveles y margaritas. Camina por la hierba mullida, coloca las flores en el lugar donde reposan los restos de Leonardo, se sienta en el césped y acaricia la tierra. Llora en silencio y habla en susurros, mirando al suelo.

—Le doy las noticias de la familia. Le explico cómo estamos, qué hacemos, cuánto le echamos de menos. Y le cuento cómo va la lucha de las Madres de Soacha. Le digo que los diecinueve muchachos asesinados tienen que pedirle a Diosito que nos dé fuerzas, que estamos luchando por ellos, para que les hagan justicia. Se lo cuento todo a Leonardo y vuelvo a casa más tranquila y más fuerte.

Luz Marina cumple otra cita con Leonardo y los muchachos asesinados: las concentraciones de las madres en un parque de Soacha, el último viernes de cada mes. María Sanabria le ayuda a llevar una gran pancarta en la que denuncian casos de tortura, desapariciones forzadas, montajes, fosas comunes, y en las que acusan a los presidentes Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos de ser responsables de más de 4,700 crímenes de lesa humanidad. Las Madres de Soacha visten túnicas blancas, llevan al cuello las fotos de sus hijos asesinados y despliegan pancartas.

Cuando empezaron a reunirse y a reclamar la verdad, llegaron las amenazas, las persecuciones, los ataques. Pero ellas nunca callaron. Y sus gritos y sus cantos quebraron el silencio: los medios relataron sus historias; Amnistía Internacional les envió 5,500 rosas y 25,000 mensajes de todo el planeta y les organizó una gira por Europa en 2010 para denunciar sus casos; y en marzo de 2013, a propuesta de Oxfam-Intermón, recibieron el premio Constructoras de Paz en el parlamento de Cataluña.

—Nos siguen acosando –dice Luz Marina Bernal–, pero la comunidad internacional vigila y esa es nuestra protección. Si nos ocurre algo, nosotras señalamos al Estado.

La Corte Penal Internacional tiene a Colombia en la lista de los países en observación, desde 2005, por la sospecha de que no investiga ni juzga debidamente los crímenes de lesa humanidad cometidos por las FARC, los paramilitares y los agentes de las fuerzas públicas. Uno de los casos bajo la lupa es precisamente el de los falsos positivos. En un informe de noviembre de 2012, la Corte Penal Internacional afirmó que había “bases razonables” para creer que estos crímenes corresponden a una política estatal, conocida desde hace años por altos mandos militares y como mínimo “maquillada” o “tolerada” por los niveles superiores del Estado.

El empeño de Luz Marina Bernal y las Madres de Soacha consiguió un triunfo mayúsculo el 31 de julio de 2013. El Tribunal Superior de Cundinamarca (departamento al que pertenece Soacha) aumentó la condena a los seis militares culpables de la muerte de Leonardo: de los 35 y 51 años de prisión con los que fueron castigados en primera instancia, pasaron todos a 53 o 54 años. Y lo más importante: además de considerarlos culpables de desaparición forzada, falsificación de documentos públicos y homicidio, como se estableció en el primer juicio, el Tribunal Superior añadió que se trataba de un plan criminal sistemático de los militares, ejercido contra población civil, y que por tanto debía considerarse como crimen de lesa humanidad. Y que así debían considerarse todos los casos de falsos positivos.

Como crímenes contra la humanidad

Esta sentencia fue un terremoto: los crímenes contra la humanidad no prescriben y pueden juzgarse en cualquier país. Así se abrieron las primeras grietas en la impunidad. Los 4,716 casos de ejecuciones extrajudiciales denunciados ante la Fiscalía colombiana, muchos de ellos encerrados en un sarcófago de olvido, podrían recibir alguna luz a través de esas grietas.

Pero no será fácil. Los abogados recurrieron la sentencia, que tardará en ser firme. Los observadores internacionales insisten en que las investigaciones son escasas y lentas. Y el asesinato de Leonardo Porras fue el más flagrante pero aún quedan muchas muertes que no han recibido ninguna atención. Como la de Jaime Estiven Valencia, el estudiante de 16 años, el chico que quería ser cantante y veterinario, el hijo de María Sanabria.

—A mi niño me lo asesinaron el 8 de febrero de 2008, va para seis años, y no se ha dado ni una orden de investigación –dice–. A mi niño me lo mataron y a nadie le importa. La impunidad me enferma. Me muero de tristeza. Pero sigo viviendo para que nuestros hijos no hayan muerto en vano. Porque al denunciar sus casos conseguimos salvar muchas otras vidas.
—Necesitamos la verdad para seguir viviendo –dice Luz Marina Bernal–. Y no nos basta con saber quiénes apretaron el gatillo. Solo están condenando a los soldados, a los rangos bajos, pero queremos saber quiénes lo organizaron todo, quiénes dieron órdenes y quiénes pagaron los asesinatos con dinero del Estado.

Lo más fácil era el contacto con los traficantes. En los vericuetos del mercado público del inmenso y abigarrado barrio de Cholon, donde se podía comprar con moneda dura cualquier cosa del mundo, lo único que se conseguía gratis era la información sobre barcos clandestinos. El pago había que hacerlo por adelantado, en oro puro y con tarifas variables según la edad. De seis a dieciséis años se pagaban, para empezar los trámites, 3,5 onzas de oro, que costaban unos 1.500 dólares al cambio oficial. De diecinueve a 99 años se pagaban seis onzas de oro, o sea, diez veces más de lo que ganaba en un mes un viceministro vietnamita.A esto había que agregar el soborno a los funcionarios venales, que daban salvoconductos ilegítimos para viajar dentro del país: cinco onzas de oro. De modo que el precio total para cada adulto era de 2.000 a 3.000 dólares. Los niños menores de cinco años, así como los técnicos y los científicos que eran indispensables para el renacimiento de un país devastado por treinta años de guerra no tenían que pagar nada. Más aún: agentes de viajes ilegales visitaban en sus casas a los médicos más eminentes, a los ingenieros y maestros, y aun a los artesanos más capaces, y les ofrecían gratis y servida en bandeja la oportunidad de fugarse del país para que éste se quedara sin recursos humanos.

No costaba mucho trabajo convencerlos. Las condiciones en la ciudad de Ho Chi-Ming, como en todo el sur del país reunificado, eran dramáticas, y sin perspectivas inmediatas. La población de origen chino, que pasaba del millón, estaba al borde del pánico por la amenaza de una nueva guerra con China. Los cómplices del antiguo régimen que no pudieron escapar a tiempo y la burguesía despojada de sus privilegios por el cambio social no querían nada más que escapar a cualquier precio. Una muchedumbre de desocupados deambulaba por las calles.

Sólo los que tenían una conciencia política a toda prueba, que no eran muchos en una ciudad pervertida por largos años de ocupación norteamericana, estaban dispuestos a quedarse. El resto, la inmensa mayoría, se hubiera ido de todos modos sin preguntarse siquiera cuál sería su destino.

Un éxodo de ese tamaño no hubiera sido posible sin una organización grande con contactos en el exterior. Y, por supuesto, sin la complicidad de funcionarios oficiales. Ambas cosas eran fáciles en el Sur, donde el brazo del poder popular apenas si tenía recursos para impedir otros males peores. La gente con mejor formación política y profesional había sido asesinada de un modo sistemático por el régimen anterior en el curso de la llamada «Operación Fénix», y el Norte no estaba en condiciones de llenar ese inmenso vacío humano.

Hasta donde se ha podido establecer, el tráfico de fugitivos o hacían al principio cinco empresas mayores, establecidas en los puertos de pescadores del extremo meridional, y en el delta del Mekong, donde el control policial era más difícil. Los intermediarios que habían hecho los contactos previos encaminaban a sus clientes hacia los lugares de embarque.

Salir con lo puesto

Provistos de salvoconductos falsos, muchos no tenían más equipaje que sus ropas y las píldoras contra el mareo, pero la mayoría llevaba consigo el patrimonio familiar concentrado en barras de oro y piedras preciosas. El viaje hasta los puertos clandestinos era largo y azaroso, sobre todo por los niños, y no había ninguna garantía.

En general, los barcos eran pesqueros, maltrechos, de no más de veinticinco metros, tripulados por fugitivos inexpertos. Su capacidad máxima era para cien personas, pero los traficantes embutían como sardinas en lata hasta más de trescientas. La mayoría, según las estadísticas, eran niños menores de doce años; muchos tuvieron la suerte de eludir a las patrullas navales, a los malos humores del mar y aun a los tifones imprevistos, pero ninguno logró escapar a los asaltos sucesivos de los piratas en el mar de China. Piratas malayos y tailandeses, como en las novelas de Emilio Salgari. Se ha calculado que cada barco fugitivo sufrió un promedio de cuatro asaltos antes de llegar a su puerto final. En el primero saqueaban el oro y todas las cosas de valor, violaban a las mujeres jóvenes y echaban por la borda a quienes intentaran defenderse.

En los asaltos siguientes, cuando ya no encontraban nada que robar, los piratas parecían inspirados por el placer puro de la violencia. Tanto, que en Hong Kong no se descartaba la idea de que aquellas bandas de salvajes fueran inventadas por los Gobiernos de Malasia y Tailandia para ahuyentar a los refugiados. Era un drama real y apremiante, Y no sólo merecía la atención humanitaria que se le estaba dando en el mundo entero, sino mucha más. Pero la explotación política promovida por Estados Unidos había confundido la naturaleza del problema y había hecho imposible la solución.

Los éxodos masivos del sureste asiático son ya legendarios. Pero sólo los de Vietnam en el presente siglo han sido aprovechados con fines de propaganda política. Él primero fue en 1954. cuando casi un millón de católicos del norte siguieron a los franceses hasta el sur, después de la división del país por los acuerdos de Ginebra.

El éxodo actual empezó en marzo de 1975, cuando las tropas de Estados Unidos evacuaron el país y dejaron sin amparo a la inmensa mayoría de sus cómplices locales, a pesar de que habían prometido llevarse bajo su manto protector a casi 250.000. Una muchedumbre de antiguos oficiales del Ejército y la policía del sur, de espías y torturadores conocidos, así como los asesinos a sueldo de la «Operación Fénix», se fugaron del país como mejor pudieron.

Sin embargo, el problema más grave con que se encontró Vietnam después de la liberación, no fue el de los criminales de guerra, sino el de la burguesía del sur, que era casi toda de origen chino. Esa doble condición de burgueses y chinos facilitó a los enemigos de Vietnam la distorsión maliciosa de una realidad que era en esencia un problema de clase, y no un problema racial.

Muchos de esos ricos comerciantes lograron escapar con sus fortunas en el desorden de los primeros días. Pero la mayoría se quedó en su barrio tradicional de Cholon, aumentando sus riquezas con la especulación de las cosas de primera necesidad. Cholon significa mercado grande en lengua vietnamita, y no por casualidad. Allí se estableció el monopolio del oro. los diamantes y las divisas, y se hizo desaparecer toda la mercancía importada que habían dejado los norteamericanos en la estampida.

Desde allí se mandaban agentes a los campos para rematar cosechas enteras de arroz y comprar de contado la carne de toda una provincia, v todas las legumbres y el pescado del país, que luego aparecían a precios de diamantes en el mercado negro. Mientras el resto de los vietnamitas padecían un racionamiento drástico, en el suburbio chino se podían conseguir, tres veces más caras que en Nueva York, todas las porquerías de la vida fácil que sustentaban durante la guerra el paraíso artificial de Saigón. Era una ínsula capitalista en medio del país más austero de la tierra, con toda clase de extravagancias nocturnas para solaz de sus propios dueños. Había casas de suerte y azar, fumaderos de opio, burdeles secretos, cuando ya todo eso estaba prohibido y restaurantes de delirio donde servían plato tan exquisitos como orejas de oso con orquídeas y vejigas de tiburón en salsa de menta. En marzo de 1978, cuando el Gobierno resolvió ponerle término a ese absurdo, casi todo el oro y las divisas del país estaban escondidos en el distrito babilónico de Cholon. Fue una acción fulminante. En una sola noche, el Ejército y la policía desmantelaron aquel enorme aparato de especulación, y el Estado se hizo cargo del comercio.

El problema «hoa»

No se intentó ninguna acción judicial contra los acaparadores, sino que el Gobierno les pagó sus mercancías a precios normales, y lo obligó a invertir su dinero en negocios legítimos. A pesar de eso muchos prefirieron irse. Hasta entonces el promedio de fugas ilegales había sido de unas 5.000 personas al mes, y entre ellas había tantos vietnamitas como chinos. Después de la nacionalización del comercio privado, el promedio mensual de fugas empezó a subir.

La propaganda contra Vietnam ha dicho que aquella fue una represalia contra los hoa, que es el nombre vietnamita de los residentes de origen chino. La verdad es otra. Del millón y medio de hoas que vivían en Vietnam durante la guerra, más de un millón estaban recluidos en su reducto de Cholon, y el resto eran pescadores, cultivadores de arroz y obreros de minas, y vivían en las fronteras cercanas a la frontera China. Era una corriente migratoria que empezó hace más de 2.000 años y había sobrevivido a toda clase de calamidades, de modo que la mayoría de los hoa eran ya vietnamitas, con todos sus derechos y deberes.

Tres fueron elegidos desde hace poco para la Asamblea Nacional, cinco para los concejos municipales populares y treinta para los concejos de distritos, en el Norte; 3.000 seguían siendo empleados del Estado, y más de ciento en muy alto nivel. Ngi Doan, el alcalde de Cholon, es una hoa de la tercera generación.

Siempre locuaz y sonriente, Ngi Doan me aseguró, y me mostró pruebas escritas, que el pánico de su comunidad fue provocado por la propaganda china. Esa propaganda divulgada en forma de rumores Y hojas clandestinas, planteaba a los hoa un dilema sin solución: o se ponían de parte de China. Y en ese caso corrían el riesgo de una represalia vietnamita, o se ponían de parte de Vietnam, y en ese caso corrían el riesgo de las represalias de China.

Convencidos de que todo hoa era un espía potencial, los vietnamitas los concentraron lejos de la frontera. Terminado el conflicto les hicieron decidir entre adoptar la nacionalidad vietnamita de un modo formal, radicarse lejos de la frontera o abandonar el país. Al mismo tiempo, Vietnam llegó a un acuerdo con el alto comisionado de la ONU, mediante el cual se reglamentaron las salidas legales. A pesar de lo que se decía en el exterior, el costo de los trámites de salida era de sólo dieciséis dólares, pero en cambio -como condición de la ONU- se requería de una visa de residente en el lugar de origen.

Las solicitudes se acumulaban sin esperanzas, y la fuga ilegal terminaba por ser la única posible.

El pánico estimuló el tráfico humano. El negocio artesanal se convirtió en una empresa fácil en la cual participaban compañías navieras de grandes dimensiones.

En aquel desorden, las salidas ilegales subieron a 15.000 en marzo 22.000 en abril, 55.000 en mayo y 56.000 en junio. Las pastillas contra el mareo se agotaron en julio. En esa fecha, 190.000 personas habían llegado a los países vecinos, sobre todo Tailandia y Hong Kong. La cifra exacta de cuantos murieron en el mar por diversas causas es algo que no se sabrá nunca.

Para entonces, la campaña de prensa contra Vietnam había alcanzado un tamaño de escándalo mundial, fundada en el supuesto de que el Gobierno estaba expulsando a sus enemigos y metiéndoles a la fuerza en los pesqueros de la muerte. Yo pasé por Hogn Kong a fines de junio. El mar de China era una inmensa cacerola en ebullición. El Gobierno de Malasia había expresado su voluntad de ametrallar a los barcos errantes que se acercaran a sus costas. Las aguas territoriales de Singapur estaban patrulladas por naves de guerra. Los turistas cándidos que viajaban en los transbordadores de Macao, para conocer las últimas nostalgias de Portugal, se cruzaban en el remanso de la bahía con las barcazas cargadas de moribundos, que unidades de la marina británica remolcaban hacia Hong Kong. El Gobierno de Tailandia se declaró desbordado por la afluencia de fugitivos de diversos orígenes a través de sus fronteras.

Según datos de las Naciones Unidas, allí había 140.000 refugiados: 115.000 de Laos, 23.000 de Camboya y sólo 2.000 de Vietnam. Sin embargo, la misma prensa tailandesa, que tenía los datos dentro de su propia casa, afirmaba que todos eran de Vietnam. Se publicó también, sin preocuparse por la contradicción flagrante, que el propio Gobierno vietnamita cobraba a los fugitivos una cuota oficial de 3.000 dólares por el permiso de salida.

Después, en febrero, cuando el éxodo alcanzó la curva más alta, se dijo que la persecución se había ensañado contra los hoa, como represalia por la invasión china. Se publicaban fotos terroríficas donde los náufragos parecían fugitivos de un campo de exterminio. Eran auténticas: después de varias semanas a la deriva, aniquilados por el hambre y la intemperie y maltratados por los piratas, los millonarios de Cholon se habían vuelto iguales a los chinos pobres.

El día que Wendy Sulca dijo que quería cantar, su padre le pegó. La niña tenía seis años y en varias ocasiones se colaba en los ensayos de Los Pícaros del Escenario, el grupo de música popular peruana donde él tocaba el arpa. Aquella vez, con la sinceridad y el descaro de la infancia, Wendy le espetó a gritos que la vocalista del conjunto no sabía cantar, que ella lo haría mejor.

—¡Papito, déjame cantar!— le rogó.

Dos golpes después, la pequeña corrió a su cuarto y, sobre su cama de colcha rosa, escurrían sus lágrimas de coraje y frustración. Entonces llegó su madre para consolarla y mientras le acariciaba el cabello le prometió:

—Hijita, no te amargues. Si quieres cantar, yo te voy apoyar.

Lidia Quispe recordó que cuando era niña ella también soñaba con ser cantante. Era una aguerrida fanática de la música andina y pasaba sus días evadiendo el trabajo en el campo al escaparse a las presentaciones folklóricas en Ayacucho (sur de Perú), donde nació. El día que la violencia terrorista de Sendero Luminoso obligó a su familia (como a tantas otras) a emigrar hacia Lima, comenzó a vender caramelos en los microbuses de la capital del país. Le daba vergüenza cantar ante los desconocidos, pero lo hacía en voz baja al caminar por la calle. Algunos años después, un amigo la invitó a su rudimentario estudio para que grabara un caset. Y eso fue lo máximo que pudo lograr. Porque nadie (ni siquiera sus padres) vio con buenos ojos que “una cholita” pudiera triunfar en los escenarios de Lima.

Así que al ver llorar a su hija se prometió a sí misma convertirla en artista. Primero convenció a su marido para que le permitiera a Wendy cantar alguna canción en sus conciertos. Luego se enteró de que Sonia Morales, “la reina del huayno con arpa”, estaba organizando un concurso para descubrir a los nuevos talentos de la música folclórica peruana. No dudó en inscribir a Wendy y, ante el asombro de muchos, la niña fue superando cada etapa del certamen hasta que ganó. Pero los premios prometidos (un traje típico y la grabación de un disco, entre otros) nunca le fueron entregados.

Un señor que había visto el desempeño de Wendy durante el concurso y que se presentó como “productor musical” le dijo a Lidia:

—Señora, su hija tiene mucho talento. Qué le parece si hacemos un vídeo con ella, para tener una clara muestra de lo que hace, para que se vaya dando a conocer.

No iba a ser gratis, claro. Pero su raquítico sueldo de empleada en una fábrica de peluches apenas alcanzaba para completar los escasos ingresos que aportaba su esposo. ¿De dónde, entonces, iba a sacar dinero Lidia para “invertir” en algo así? Pues haciendo polladas: fiestas familiares donde cada asistente contribuye a una causa con la cantidad que esté dentro de sus posibilidades.

Organizó dos polladas y con lo que obtuvo compró un retazo de tela roja, cartoncillo, pegamento e hilos dorados, y ella misma hizo el vestido para su hija. También la canción que iba a interpretar. “Desde chiquita, a Wendy siempre le gustó mucho la tetita. Me perseguía por todos lados: ´mi tetita, mi tetita.´ Le di el pecho hasta que cumplió tres años. Y, como a mí siempre me ha gustado componer, pues dije: voy a sacar una canción de eso para la niña”, me contó el pasado otoño, cuando vino a Madrid acompañando a su hija, quien era parte del cartel del YouFest.

Lidia se empeñó en que el vídeo fuera grabado en su pueblo, entre su gente. Porque le hacía ilusión que ellos también participaran. En el camino hacia Huacaña (Ayacucho) vio en la orilla de la carretera a una vaca que amamantaba a su cría y le pidió al cámara que la filmara. Después le pidió captar la imagen de unos cerditos prendidos de las ubres de su madre. Convocó a los hijos de sus vecinos a la plaza del pueblo y a tres mujeres para que se dejaran ver mientras le daban leche a sus bebés. Los primos de Wendy tocaron el arpa, el bajo y las percusiones. Y entonces, a sus ocho años, durante poco más de cuatro minutos, Wendy hizo alarde de su habilidad para zapatear y de su agudísima voz para cantar “con mucho cariño a todos los niños del Perú”:

De día, de noche,
quisiera tomar mi tetita.
De día, de noche,
quisiera tomar mi tetita.
Cada vez que la veo a mi mamita,
me está provocando con su tetita .
Cada vez que la veo a mi mamita,
me está provocando con su tetita.
Ricoricoricorico, ¡qué rico es mi tetitaa!
¡mmm!… ¡rico, qué rico es mi tetita!

Al vídeo le agregaron los efectos de unos sintetizadores y la voz de un animador.

—¿Y si lo colgamos en YouTube? — le propusieron a Lidia.

—¿En dónde?… ¿Para qué?

No muy convencida, pagó 260 soles para que “La tetita” estuviera en el principal sitio de vídeos de Internet. Y pronto, muy pronto, los compañeros de colegio de Wendy comenzaron a decirle:

—¡Ya somos miles los que hemos visto tu vídeo! Y hay muchos que te imitan.

Pero la niña que se convertiría en La Reina de YouTube no tenía un ordenador en casa para comprobarlo.

***

El distrito de San Juan de Miraflores, en el extra radio de Lima, es la suma de cerros marrones y polvorientos sobre los que se distribuyen unas deprimidas barriadas. En sus laderas se amontonan cientos de casas a medio construir. Se accede a ellas a través de unos angostos y empinados caminos sin asfaltar o por medio de unas largas escalinatas de cemento. Casi todos sus habitantes han llegado del interior del país huyendo del hambre, la falta de trabajo y el terrorismo senderista para formar unos asentamientos que bien podrían ser la geología de la pobreza.

Franklin Sulca y Lidia Quispe comenzaron su vida de casados en una modesta casa de la barriada Pamplona Alta. Ahí nació su única hija el 22 de abril de 1996. Franklin amenizaba fiestas con su banda musical y Lidia hacía muñecos de peluche en una fábrica. No vivían demasiado bien, pero sí mejor que algunos de sus vecinos. Tenían para comer, para enviar a la niña al colegio y para salir a pasear de vez en cuando. Sorteaban con entereza las dificultades que se les presentaban hasta que, en 2005, la vida de esta familia se tambaleó más que nunca. El seis de abril de ese año, Franklin murió al volcarse la furgoneta en la que viajaba hacia un concierto.

Todavía en pleno duelo por la pérdida de su esposo, Lidia pasó tres veces por el quirófano. La ingresaron para operarla de la vesícula y, antes de cerrar la herida, los médicos le dejaron dentro unas gasas. Un dolor insoportable y una constante secreción de pus la devolvieron al hospital. El doctor le soltó:

—De esto se salvan muy pocas personas. De cien se salvarán cinco. Le digo esto porque quizá sea mejor quien se hará cargo de su hija. Dios no lo quiera, pero puede pasar lo peor.

“¿Te imaginas que te digan algo así?”, me preguntó Lidía con voz entrecortada y lágrimas en los ojos, en el jardín de un hotel del sur de Madrid. “Mi hijita, tan chiquita, ¡y huérfana! Cuando el doctor me dijo eso me salí llorando y pensé que Dios no existía. Si me quería llevar a mí, hubiera dejado a mi esposo. Ya luego le pedí que no me desamparara. Cuando me fui al hospital no me despedí de Wendy. Porque dije: ´si me despido es que me voy a morir.´ Y eso no. Y gracias a Dios salí adelante y aquí sigo a su lado.”

Al recuperarse, Lidia acompañó a su hija a un locutorio para ver las miles de reproducciones que La tetita había tenido en YouTube. “Eran muchísimas. ¡Muchísimas! No me lo esperaba. Para nada. Y me dio tanta alegría que comencé a llorar”, recuerda. Si había funcionado un vídeo en la red, ¿por qué no hacer más? Incluso, ¿por qué no hacer, de una vez, un disco? Lidia le había escrito una canción a su padre cuando éste murió. Pero ahora que su esposo también había fallecido, la letra bien podría acoplarse a la situación de Wendy. Así que la niña chillona entonó con voz desgarrada, mientras dejaba ver que sus dientes de leche se le estaban cayendo:

Papito, no me dejes por favor.
Papitoooooooooooo,
no te vayas por favor.
Yo te quiero mucho,
mucho, mucho, mucho.
Con todo mi corazooon.
No me dejes, por favor.
Desde el fondo de mi corazón,
expreso mis sentimientos
para todos los niños que no tienen papá,
así como yo.

Pero había que ser más creativos. Lidia no abandonó la idea de utilizar su pueblo como escenario para los vídeos de su hija. Pensó de nuevo en la Plaza central, donde había un señor borracho perdido al que filmaron sin que él se diera cuenta, y pidió permiso para grabar en una cantina. Ahora el tema sería más profundo: ahogar en cerveza una pena de desamor. No era algo muy infantil, pero Wendy tenía que conquistar “nuevos públicos.” Así que allí estaba, una vez más, La niña maravilla del folklore, rodeada de campesinos borrachos y exigiendo cerveza a gritos.

Cerveza, cerveza, quiero tomar cerveza.
Porque ya bastante sufro en la vida,
porque mi amorcito se ha marchado lejos.
Señor cantinero, dame más cerveza.
Este sufrimiento que me está matando…
Quiero olvidarme en esta cantina.
Sigan tocando mi arpita, en mis horas más tristes, en mis horas más alegres, seguiré cantando a Ustedes.
Sigan tocando mi arpita, en mis horas más tristes, en mis horas más alegres, seguiré cantando al Perú.
Manos hacia arriba, manos hacia abajo, sigamos bailando, si, si, sigamos bailando.

YouTube comenzó a echar humo con tantos clics y comentarios. Los vídeos eran insólitos y cómicos por inocentes y con sonidos que, de tan andinos, parecían extraterrestres. En varios países del mundo hacían parodias de La tetita y de Cerveza, cerveza. Empezaron a llegar invitaciones para ir a los programas de televisión o para hacer conciertos en pequeños locales de Lima. También en la provincia de Perú. Y, más tarde, a las capitales iberoamericanas.

***

Niña, autóctona, pobre. Independiente o alternativa. Folclórica, kitsch y bizarra. Simplista. Ingenua. Víctima de las circunstancias de su país. Exótica y creativa. Impostada. Poco a poco, el morbo cibernético de la gente fue encumbrando a Wendy Sulca como una “estrella freak” construida al margen de la industria tradicional. Como la prueba fehaciente de que en Internet el público es realmente libre. Porque en la red produce, distribuye y consume sus propios contenidos. ¡Tiemblen, discográficas!

Alfredo Villar es un antropólogo y DJ peruano que desde hace varios años centra sus investigaciones en la música popular de su país. Dice que “el éxito de Wendy Sulca proviene de lo excéntrico de su propuesta musical y visual. Sus códigos parecen peruanos pero están atravesados por elementos occidentales que son pervertidos constantemente con una irreverencia y un sentido del humor.” Y cuenta, además, que en Perú a los fans de la música folclórica “no les gusta Wendy, porque ella se mueve más en discotecas y festivales, que en los verdaderos conciertos folklóricos. Los fieles de este tipo de música son más exigentes.”

Quizá esto que dice Villar tenga que ver con las numerosas burlas que esta “niña maravilla” ha recibido. En España, por ejemplo, en los programas de La Sexta Sé lo que hicisteis y El Intermedio. Pero ella tiene un escudo contra la mala leche que hierve en Internet y en la televisión: “Estoy preparada para todo tipo de comentarios. A muchos les gusta lo que hago, pero les da vergüenza reconocerlo. Y yo soy más fuerte que cualquier crítica mala”, dice.

Después de ser todo un hit de la red, Wendy Sulca se ha presentado en la mayoría de los rincones de Perú. Tiene blog, Facebook, Twitter y canal propio en YouTube (como Lady Gaga o Britney Spears). Y ordenador en casa. Después de sendas sesiones de peluquería y maquillaje celebró dos fiestas de 15 Años. Una con su familia, amigos y un puñado de cadetes-chambelanes de uniforme blanco con espadas, en donde sonó (premonitoria) Quinceañera, la canción de la telenovela mexicana del mismo nombre que interpretaba Talía en los ochenta (Ahora, despierta la mujer que en mi dormía / Y poco a poco se muere de la niña / Empieza la aventura de la vida). Y otra con su público, a la que asistieron 10.000 personas. En ambas, su vestido era rosa chillón y de contorno negro. Su corona, pequeña y plateada. “Parece una princesita”, dijo su mamá.

Ha cantado con los argentinos Dane Sipinetta y Fito Paez. Ha participado en un vídeo de los puertorriqueños Calle 13. Y, cómo no, con su madre, Lidia Quispe. En 2010 cantó En tus tierras bailaré, junto a La Tigresa del Oriente y Delfín hasta el fin (otras dos estrellas de “la era YouTube”). Entonces comenzó a salir de su país. Primero a Buenos Aires, luego a Bogotá y a Santiago de Chile. Y en el otoño pasado llegó a Madrid.

***

Ocho años después de haber cantado por primera vez La tetita, Wendy Sulca se subió al escenario del YouFest Madrid, en la explanada del Centro de Creación Contemporánea Matadero. Lucía una pollera (falda) verde con corazones con su nombre y paisajes representativos de Perú, como Machu Pichu. Era una tarde fría y lluviosa, pero el escaso público (niños y jóvenes) no dejaba de corear los éxitos de La Niña Maravilla del Folklore, sobre todo cuando Roald Ronni Carbajal, el gritón animador que siempre la acompaña, se lo exigía.

Conversé con Wendy tres días antes de su participación en ese festival. Con nosotros estaba Lidia, su inseparable madre. Ambas terminaban sus respuestas a mis preguntas con risillas nerviosas. Y ambas, también, hicieron especial énfasis en que la hoy adolescente ha educado su voz. “Porque quiero ser muy profesional y llevar mi música a muchos países. Y que me tomen en serio”, dijo Wendy.

Contó que se ha cambiado de casa (“a una mejor”) porque en la otra la asaltaron tres veces y la llamaban por teléfono para burlarse e insultarla. Que se ha acostumbrado a que la gente la reconozca por la calle y le pidan fotos y autógrafos. Que quiere estudiar Administración de Empresas. Que canta para honrar la memoria de su padre. Que guarda “con mucho cariño” la veintena de vestidos que usado.

Es verdad que ahora su voz ya no es tan estridente como antes. Se nota, sobre todo, en su más reciente single, Like a Virgin, una versión folk-pop del éxito ochentero de Madonna. Cuando el pasado diciembre colgó el vídeo de esta canción, obtuvo medio millón de visitas en una semana. Tal vez, como dice Alfredo Villar, “lo único que le queda a Wendy es seguir en el camino del pop. Es lo más sincero y musicalmente digno que puede hacer.”

La niña que creció en YouTube ya se destetó y ahora es una lolita que gime ya no con ingenuidad, sino con sensualidad. Pero no abandona su “inocencia”. Comenzó 2013 haciendo una twitcam con sus fans y, sin ningún reparo, saludaba dulce y sonriente a gente como Elver Galarga, Soila Vaca, Mari Conazo, Rosa Melano, Elsa Capunta, Elga Yina, Ana Lisa Melano y María Dolores del Orto. Si su padre la viera, ¿le volvería a pegar?

Las campeonas de los Andes

Publicado: 7 febrero 2012 en Marco Avilés
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Benedicta Mamani recoge una pelota de su cocina y sale cojeando bajo la mañana helada de diciembre. Está lesionada. Ayer caminó mucho persiguiendo a las ovejas que pastaban en la montaña y ha amanecido con las pantorrillas moradas. Frota sus piernas con llantén, una planta analgésica que crece en el huerto de su cabaña. No quiere perderse el partido de entrenamiento de esta mañana: Mamani es delantera y capitana del equipo de fútbol de su aldea. Tiene 40 años. Hoy viste un traje que ella misma ha fabricado, como suelen hacer todas las mujeres de Churubamba, un pueblo de campesinos cuya selección de fútbol femenino ha ganado cinco veces las Olimpiadas de la provincia de Andahuaylillas, una ciudad de edificios de adobe a 100 kilómetros del Cuzco. Mamani lleva cuatro juegos de faldas de colores, una blusa blanca, una chaqueta de lana de alpaca y un sombrero chato, cuadrado, de alas anchas, bordado con hilos de colores y salpicado de lentejuelas. Es la vestimenta oficial para jugar al fútbol, la ropa que usan todos los días.

Son las seis de la mañana, y un megáfono retumba en la aldea como un despertador: “Señoras, ha llegado la avena desde la ciudad. Reunión en la cancha de fútbol. Después se jugará un partido”. Churubamba es una altura lejana y caprichosa: a 4.000 metros sobre el nivel del mar, las cumbres de la cordillera de los Andes rodean una planicie muy verde. El paisaje de la aldea parece la imitación natural de un gran estadio de fútbol. Aquí no hay una comisaría, ni un prostíbulo, ni una iglesia, pero sí dos arcos de madera en el centro de la gran explanada-plaza de armas-cancha de fútbol. Alrededor, sólo hay 60 casas de barro con techos de paja y una escuela donde se aprende a contar y a leer en quechua, el idioma que hablan más de siete millones de personas en los Andes del Perú. El segundo idioma más extendido podría ser el fútbol en este universo de montañas altas donde tampoco existen el transporte público ni los zapatos.

Cada 15 días, la municipalidad del distrito de Andahuaylillas, la ciudad más próxima, envía a Churubamba una camioneta repleta de bolsas de avena. La llegada del cereal es una fecha tan importante que paraliza la aldea como si se tratara de un día feriado. Los hombres dejan la siembra para cargar los cereales y las mujeres se reúnen en la plaza-cancha de fútbol para repartir el alimento, según el número de hijos de cada familia. Después del reparto, las mujeres suelen hacer dos cosas: discutir asuntos de la comunidad y disputar un partido de fútbol. El fútbol es una tradición joven, con poco más de veinte años, y es una novedad que se acaba de descubrir apenas una generación atrás. Las mujeres lo juegan mejor, si jugar mejor significa ganar trofeos.

Esta mañana hay un juicio en la aldea. Una mujer obesa es acusada de comer demasiada avena. Se llama Toribia Ccopa, y el juicio, como todas las decisiones, será comunal. Si te casas, la comunidad te entrega un terreno. Cuando mueres, la tierra retorna a la comunidad. Si robas, la comunidad te lleva al río Vilcanota y te hace reflexionar a latigazos. Si descubren que tienes una amante, te expulsan del pueblo. En la asamblea hay 20 mujeres y algunos hombres.

Según la FIFA, 40 millones de mujeres practican el fútbol de manera oficial en todo el planeta. Es decir, en clubes o en asociaciones. Si la cantidad fuera una mancha sobre un globo terráqueo –que también es una pelota–, apenas salpicaría dos o tres países de Europa, el continente donde más mujeres practican este deporte. Pero ni la FIFA conoce Churubamba, ni Benedicta Mamani sabe de estadísticas. Tampoco sabe leer. Mientras los hombres terminan de retirar las bolsas de avena de la cancha de fútbol, ella y otras ocho mujeres han formado un equipo y discuten alrededor de la pelota sobre la lesión de su capitana.

La historia comienza en 1982, año del Mundial de fútbol en España. La selección de Perú debutó en aquel campeonato empatando con Italia, una de las selecciones favoritas. Los habitantes de Churubamba escuchaban las noticias a través de sus radios, y algunos bajaban de la montaña para espiar los partidos en televisores de las ciudades vecinas. Al regresar a su comunidad, miraron con malicia la plaza de armas y colocaron allí arcos de madera con ayuda de sacerdotes de la iglesia de Andahuaylillas, que vieron en el fútbol un remedio que podía reducir algunos problemas de las aldeas. El alcoholismo, por ejemplo, un vicio barato que sobrevivió a la época de las haciendas. Benedicta Mamami era niña en esa época, y recuerda que su abuela, que ya era una anciana, también aprendió a patear la pelota y bebía menos antes de morir. Durante los años noventa, Alberto Fujimori fue un presidente del Perú que, con la excusa de reducir las estadísticas de pobreza en las zonas rurales del país, auspició una campaña para esterilizar a las mujeres. La campaña llegó a Churubamba. El profesor Pilco dice que cuando una mujer llegaba al hospital de Andahuaylillas para curarse de un dolor de estómago, allí la atendían, pero además le ligaban las trompas. Resultado: en aquella década nacieron menos pobres.

“Tuvimos que cerrar la escuela porque no había alumnos”, dice el profesor. “Imagine el castigo de la esterilización en un pueblo donde las mujeres son criadas para tener hijos y los hijos son criados para trabajar la tierra. A ellas les sobraba el tiempo libre”.

En el relato del profesor, las mujeres empezaron a jugar porque tenían tiempo de sobra para hacerlo. Pero es difícil comprobarlo y tratar de cruzar el terreno de la fábula. Un total de 150.000 mujeres fueron esterilizadas en Perú durante el Gobierno de Fujimori. Pero no todas son futbolistas, ni viven en una aldea donde el centro del mundo es una cancha de fútbol, como en Churubamba. Lo cierto es que en 1999, la Iglesia católica de la zona organizó un campeonato deportivo donde debían participar todas las aldeas campesinas de las montañas y los barrios de Andahuaylillas. “Creíamos que el deporte era una manera de tender los puentes con esas poblaciones alejadas”, diría después el sacerdote de la ciudad. Aquella vez, la Iglesia propuso que los hombres compitieran en fútbol, y sus esposas, en voleibol. Ellas explicaron que también sabían patear y consiguieron que se reconociera la categoría femenina. Poco después ganaron el campeonato de mujeres, y entonces empezó su leyenda sin derrotas.

Suena el pitido del árbitro para ordenar que los niños y los perros abandonen el campo. Entran los dos equipos: nueve jugadoras en cada uno, con faldas floreadas. Un muro de barro delimita la cancha del resto de la aldea. Allí está sentado el esposo de Benedicta Mamani, conversando con los esposos de las otras jugadoras. Se llama Encarnación. ¿Le molesta que su esposa juegue al fútbol? ¿Cuánta libertad tienen las mujeres en la aldea? “Ellas tienen que cumplir su tarea de madres, y nosotros como padres”, dice; “después, todos podemos jugar”.

El partido está por comenzar. Un equipo se llama Mirador de Churubamba y está capitaneado por Benedicta Mamani. El otro se llama Club Churubamba, y su líder es Andrea Puma, una mujer de unos veinte años. Desde el año 2000, es la capitana de la selección oficial del pueblo.

“Las que pierdan, que regresen a atender a sus maridos”, amenaza colocando las manos sobre sus amplias caderas.

Otro pitido del árbitro. La pelota rueda fuera del campo. Un niño llora a gritos en la tribuna. Su madre abandona el puesto de centrocampista para consolarlo. Andrea Puma levanta el brazo. Está en el área rival. Saque lateral. Benedicta Mamani detiene la pelota con el pecho. Sus pantorrillas moradas y doloridas están gobernadas por la concentración. Saque de meta. Minutos después, Mamani grita de dolor: la uña de su dedo gordo se ha partido en dos, y sangra. Mamani sale del campo apoyada en dos compañeras. Sin su capitana, Mirador de Churubamba soporta el resto del partido sin gloria. Empate sin goles. Premio para las ganadoras: panes con queso y algunas naranjas, regalos del alcalde de Andahuaylillas. Para las perdedoras, lo mismo.

Para celebrar su aniversario, la municipalidad de la ciudad de Andahuaylillas ha organizado un partido de exhibición entre la selección de Churubamba y la selección local, un equipo de mujeres dedicadas al comercio de artesanías. Ellas sí hablan castellano, han ido a la escuela y usan zapatillas.

“Acá”, dice Andrea Puma. “las mujeres sabemos cocinar bien, atendemos a nuestros niños bien, cosechamos con nuestros esposos bien. Somos fuertes, y, entonces, sabemos jugar bien”.

El día del partido de fútbol, el cielo de Andahuaylillas ha amanecido despejado y azul, como una gran cúpula pintada a mano. Las calles de la ciudad son pequeños pasajes empedrados donde merodean algunos turistas que disparan sus cámaras fotográficas. Las casas son de paredes blancas que envuelven una plaza amplia donde dormitan cuatro árboles frondosos y tan viejos como la iglesia, construida en 1650. Los libros de viaje la promocionan como “la Capilla Sixtina del Perú”. En su interior, los turistas se fascinan al descubrir paredes llenas de aterradoras pinturas murales.

Andrea Puma mira la portería rival y lamenta su mala puntería. El disparo le salió muy alto. El césped crecido y húmedo como una esponja ata los pies de las jugadoras visitantes. Churubamba está ganando por un gol a cero.

El cielo oscurecido por las nubes negras arroja sombras sobre un estadio donde podrían entrar 5.000 personas. Sólo han llegado 200 curiosos. Las tribunas son de cemento y están pintadas con los colores del arco iris. En la década de los setenta, un abogado de Cuzco dijo que así había sido la bandera del imperio de los incas. No era cierto. Pero su invento era tan convincente que pronto se hizo verdad en el lucrativo negocio del turismo. En el centro de la tribuna principal, el alcalde de Andahuaylillas se preocupa por el mal tiempo. Se llama Guillermo Chillihuane, y nació en una aldea cercana de campesinos. Cuando era niño, recuerda, sus padres le enviaron a estudiar a la ciudad. Allí aprendió español, trabajó en lo que pudo, y con sus ahorros estudió ingeniería en una Universidad de Cuzco. Muchos habitantes de Churubamba y otras aldeas quechuas sueñan con algo parecido para sus hijos. Les envían a estudiar en las escuelas de la ciudad, pero como la distancia que separa sus aldeas es tan grande que los niños no pueden ir y volver en el mismo día, los padres han edificado un asentamiento de casitas de barro en las faldas de las montañas, muy cerca de un río. Se llama Nuevo Churubamba, y parece un pueblo fantasma. Los niños viven allí de lunes a viernes y duermen sobre pellejos de oveja, cubiertos de frío.

“Como no tienen familiares cerca, deambulan por la ciudad pidiendo dinero a los turistas”, dice Chillihuane. El deporte es una manera de combatir esos problemas, y estamos construyendo más canchas de fútbol.

El alcalde de Chillihuane mira su reloj y se levanta de la tribuna para conversar con el árbitro. En el campo, las jugadoras de la ciudad también están preocupadas por el tiempo. Quieren empatar. Las jugadoras de Churubamba están cansadas. Final. El equipo ganador corre hacia el filo de la cancha, como si escapara de los premios.

La lluvia ha estallado. Las gotas de agua parecen pelotas diminutas haciendo blanco sobre las cabezas. La ceremonia de los premios es muy rápida. En unos minutos, el espectáculo se desarma. El alcalde trepa a una camioneta, junto con el equipo de la ciudad. Las jugadoras de Churubamba, sus hijos de pecho y sus esposos suben a un camión de carga protegido por un toldo grueso. La subida a la aldea será peligrosa y muy lenta. Tardará más de tres horas. La próxima vez que haya un partido de fútbol, es posible que las jugadoras de Churubamba vistan esas mismas camisetas que acaban de ganar y algo habrá cambiado en su vestimenta. ¿Serán ésos los puentes que se debe tender para unir el mundo de las alturas con el de la ciudad? Entonces, ¿por qué no les ofrecen zapatillas? La respuesta abre un túnel en el tiempo. “Porque sus pies son tan gruesos que no caben en otra cosa que en las ojotas (zapatillas)”, dice el alcalde. Paso a paso, la civilización occidental es una educación lenta que empieza por los pies.