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Sobrevivir a un naufragio

Publicado: 22 diciembre 2016 en Xavier Gómez Muñoz
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Fabián Heredero, el náufrago de Santa Elena, vive en la parroquia Chanduy, un poblado a orillas del Pacífico, con apenas 18 mil habitantes repartidos en 14 comunas, una junta parroquial y un par de hoteles que no se llenan ni por el feriado del 9 de Octubre. Si tomas un bus en la entrada del kilómetro 110 de la vía a la Costa, llegarás a este puerto en unos 20 minutos. Te quedas en el parque, bajas una cuadra y un fuerte olor a pescado te dirá que llegaste. A un costado de la playa verás decenas de hombres, con botas de caucho y bermuda, a los que sobrevuelan un número mayor de aves, ansiosas por arrebatar algo de la pesca que sacan a tierra en gavetas. Cerca de la orilla hay cientos de lanchas ancladas. Y en el malecón, varios camiones y camionetas a la espera del producto fresco para distribuirlo en ciudades y mercados.

Sobre el malecón del puerto de Chanduy está también el comedero Los Pinos, del que son dueños los suegros de Fabián. Allí estuvieron el fin de semana anterior al naufragio, él, su esposa Karen Villón, sus hijos Ángel y Ginson y otros familiares. Eran las fiestas de la Virgen del Carmen, la patrona del puerto. Los cerca de 1.200 pescadores de la parroquia, como todos los años, sacaron a pasear a la imagen en una especie de procesión de lanchas pesqueras, a unas cuatro millas náuticas de la playa. Acto seguido empezó la fiesta. Fabián y su familia celebraban, mientras tanto, el cumpleaños de su hijo mayor, Ángel (seis años). Después salieron un rato al malecón. Fabián bailó el merengue Junto a tu corazón con su esposa. Y al día siguiente se tomó unas cervezas con amigos. Regresó a casa antes de las seis de la tarde, porque el lunes le esperaba día de pesca. Y todos quienes pescan en Santa Rosa saben el día en que saldrán, pero no tienen certeza de cuándo vuelven.

110 millas

Con tres mudas de ropa, un impermeable, un par de botas de caucho, bloqueador solar, crema para el cuerpo, jabón, champú, dos perfumes y 30 dólares en la maleta, Fabián salió de su casa la mañana del lunes 20 de julio. Se despidió de su esposa, y le prometió a sus hijos que traería golosinas a su regreso. Como pasa con otros pescadores de la provincia de Santa Elena, Fabián tampoco trabaja en el puerto donde vive. En su caso, por dos razones: en Chanduy se pesca ejemplares pequeños (que representan menos ingresos, también algo de camarón, langostino y langosta) y los días de descanso son pocos. Es por eso que aquella mañana, cuando el reloj marcaba las 6:30, se trasladó al puerto de Santa Rosa, donde las jornadas pueden durar entre tres y cinco días en altamar —dependiendo de cuánto tarden en llenarse las redes— pero las recompensas son mayores.

Una vez en el puerto, Fabián Heredero (24 años), Alfri Domínguez y José Hernán Arcentales (ninguno llegaba a los 30) hicieron las compras de rigor: 100 dólares en comida, enlatados, bebidas, pilas para el navegador, cartones para dormir en la lancha y siete fundas de carbón para cocinar los alimentos. Zarparon de Santa Rosa a las 9:30 de la mañana, junto a otra embarcación con los hermanos de Fabián, quienes se dedican también a la pesca. El mar picado hizo que tardaran nueve horas en llegar al punto acordado: “110 millas hacia el sur, en aguas peruanas, donde no hay tanta competencia, ni ruido de motores que ahuyente a los peces”. Y de donde se obtiene —al igual que de aguas chilenas, según reconocen varios pescadores del sector— “buena parte de la pesca que se vende en los puertos de Santa Rosa o Anconcito”, aunque las normativas internacionales les prohíban atravesar el espacio marítimo ecuatoriano.

Eran alrededor de las 6:00 de la tarde, cuando desde la embarcación dirigida por Fabián empezaron a calar la red o trasmallo. Después de unas horas revisaron la pesca y durmieron. Antes de que el sol del siguiente día se ponga perpendicular, ya tenían enhieladas y acomodadas lo equivalente a 15 gavetas de bonito y albacora (cada gaveta tiene más o menos 100 libras), lo cual no abastecía la capacidad de carga de la lancha (la llenan con 60 gavetas). Entonces buscaron otro punto cercano y repitieron la jornada. Era el primer viaje de Fabián con José; con Alfri ya había trabajado varias veces. Lo consideraba un amigo, al que desde la popa —donde Fabián regularmente conduce los motores— escuchaba reír y conversar.

Pasadas las 11:00 de la noche, la embarcación con los hermanos de Fabián se comunicó por radio.

—Fabián, ponte pilas que ya estamos haciendo el alce (recogiendo la pesca) para regresar pronto.
—A nosotros nos falta un poco todavía. Pero tranquilo, ya sabes que yo soy duro para manejar —contestó él.
—Pero dale suave, mira que el mar está feo.

Y se despidieron.

La primera lancha se adelantó cuatro millas en su regreso a Santa Rosa. La otra, con Fabián, Alfri y José, tardó un poco más en salir. Cuando inició su trayecto, llevaba las tres cuartas partes de su capacidad de carga. Nadie imaginaba, todavía, lo que el mar deparaba para ellos.

El naufragio

A la altura de la milla 100, cerca de las 5:00 de la madrugada del 22 de julio, una primera ola reventó violentamente contra la nave que Fabián y sus tripulantes trataban de mantener a flote. El agua subió hasta el nivel de la cintura y los motores se apagaron.

—¡Muchachos, alístense! —gritó Fabián, esforzándose por mantener la calma—. ¡Amarren las maletas, pongan los teléfonos en fundas y prendan la bomba de succión (para sacar el agua)!

Pero enseguida, mientras devolvían al mar la pesca, con la esperanza de alivianar peso, los emboscó una segunda ola. Las pomas de gasolina y el trasmallo empezaron a flotar, los motores ya no respondían, las maletas se fueron a quién sabe dónde y, a esas alturas, no había bomba de succión que logre extraer a tiempo toda el agua del bote. Con menos fuerza que las anteriores, pero con la capacidad necesaria para volcar la lancha, cayó la tercera ola. La tripulación se fue al agua. Entre la pesca de dos jornadas completas, pomas de combustible y demás objetos que flotaban en el mar, Fabián logró agarrarse de un trasmallo. Desde ahí oyó las voces de Alfri y José.

—¡Fabián, ya no avanzo! ¡No puedo! —decía uno de ellos.

Pero él no podía verlos, solo escuchaba sus gritos y chapoteos, en medio del sonido del mar agitado y la oscuridad.

—¡Tranquilos! ¡No se cansen! ¡Estoy por acá! ¡En el trasmallo!
—¡Fabián…! ¡No puedo! ¡No puedo!
—¡Naden para acá! ¡Vengan! ¡Estoy por acá!

Alfri y José, sin embargo, encontraron un par de pomas de combustible flotando en el agua. Se aferraron a ellas y vieron a lo lejos luces que parecían de otra embarcación. En su desesperación pensaron que podrían nadar hasta allá y salvarse. Fabián les gritó que no se vayan. Que las luces podrían estar más lejos de lo que parece. Que en la oscuridad las distancias son más engañosas. Que vuelvan. Los oyó chapotear unos cinco minutos, y nunca más supo de ellos.

La lancha, que por cierto se llama La presencia de Jehová está aquí, no llevaba a bordo chalecos salvavidas. Al parecer —supone Fabián— los olvidaron en el puerto mientras la limpiaban. Boyas para emergencias de este tipo “nunca llevan (tampoco), porque hacen mucho bulto y se necesita espacio para la pesca”. Para que resulte rentable trabajar de tres a cinco días en altamar, y repartir la ganancia entre el dueño de la embarcación (a quien corresponde la mitad del dinero obtenido) y los tres tripulantes, que comparten el resto en partes iguales.

Treinta horas, solo y en altamar

Sujeto al trasmallo de la nave, Fabián pudo mantenerse varios minutos a flote. Ya no escuchaba las voces de sus compañeros, ni veía luces próximas. Se arrepintió de no haber ido con ellos, porque creyó que habían llegado a alguna embarcación pesquera y que tardarían demasiado en encontrarlo. Entonces supo que debía regresar a la lancha, aunque esta se encontrara volcada. Trepo por la proa, y alcanzó a colocarse en una posición incómoda: entre sentado y acostado, agarrándose con fuerza de los extremos. Pero el mar tenía otros planes, y lo revolcaba, como muñeco de trapo, en sus aguas. En una de esas embestidas, un golpe en la cabeza lo dejó aturdido, y el dolor en un brazo le hizo recordar el accidente en bicicleta que le fracturó aquella misma extremidad siendo adolescente en Milagro, su ciudad natal.

Con los primeros rayos de sol, decidió que debía quitarse la ropa y secarse. Pero sin un espacio de sombra, empezó a sentir que su piel, bañada en agua salada, se curtía. A eso de las 9:00 de la mañana —calcula basándose en la posición del sol— vio un grupo de tres ballenas jorobadas nadando a unos treinta metros. Y antes del mediodía, observó a lo lejos una aleta que pensó que podría ser de un tiburón.

—Claro que sentí miedo —aunque los pescadores de esta zona están acostumbrados a ver ballenas jorobadas entre junio y octubre de cada año—, pero en el fondo uno sabe que estos animales no se acercan por la gasolina regada en el agua (alrededor de la nave).

La tarde se hizo lenta, pero Fabián se sentía optimista, pues aunque estaba viviendo su primer naufragio, tenía cierta experiencia en mantenerse a la deriva (cuando meses atrás un grupo de piratas le robó los motores de la lancha, dejándolo —a él y su tripulación— a merced del océano). Entre las 4:00 de la tarde, vio un barco mercante que a pesar de sus gritos no supo de su existencia. De ahí solo escuchó viento y el picoteo de las aves que saqueaban la pesca esparcida en el mar. Las esperanzas blandearon con la noche. El frío se hizo intenso. Estaba cansado, con hambre y sediento, entre millones de kilómetros cúbicos de agua salada. Entonces se quedó mirando por largo rato la Luna y quiso dejarse ir con la marea, pero pensó en sus hijos, su esposa, su madre, su abuelo, y empezó a rezar.

A la mañana siguiente, tenía el cuerpo tan entumido por el frío, que apenas lo sentía. Sus manos estaban moradas y arrugadas, como las del cadáver de un anciano. Con el sol calentándole los huesos, ganó algo de ánimo y se zambulló por debajo de la lancha. Así halló, en el compartimento interior de la proa, una funda con arroz y una papa crudos, un rollo de cinta aislante y un cuchillo. Enseguida comió algunos granos. Evacuó en el mar lo poco que le quedaba en las tripas y, de entre la ropa que llevaba, escogió una camiseta negra para hacer una bandera.

A eso de las 10 de la mañana del jueves 23 de julio, una lancha de pescadores distinguió aquel pedazo de tela en medio del mar. La embarcación se acercó velozmente, pero Fabián solo logró verla cuando estaba a poquísimos metros. Le dieron algo de ropa, comida, agua dulce, y lo llevaron de vuelta a Santa Rosa. Por las coordenadas del accidente y el punto donde lo encontraron, calcularon que la marea lo había arrastrado 10 millas con dirección a Galápagos. Fabián Heredero había sido náufrago por cerca de 30 horas.

De regreso a tierra

Es el mediodía de un sábado, y alrededor de las calles arenosas que llevan al puerto de Santa Rosa hay cientos de comerciantes, abastos, bares y un par de burdeles. Junto al desembarcadero, los pescadores descargan la faena: grandes piezas de picudo, bonito, albacora, dorado, pez espada, tiburón, etcétera. Durante los tres meses que han transcurrido desde el naufragio, Fabián ha salido de pesca apenas dos veces. Han sido meses duros —dice— al tiempo que un botero lo lleva hacia una lancha recién llegada. Saluda con sus amigos, quienes están terminando de limpiar la nave. Hacen algunas bromas. El dueño de la lancha se acerca, y reparte el dinero de la pesca vendida. A Fabián —aunque no hizo nada— le regala un pez de alrededor de 30 libras. De regreso a tierra, otro pescador amigo, que no sabe si Fabián viene o va para el mar, le grita:

—¡Fabián!… Y, ¿para dónde?
—110 millas —responde él, y en su sonrisa se alcanza a ver ironía.

A sus 54 años, Agapito Pazos Méndez vivió su único día en el mundo. Conoció el mar en la costa de Galicia, recibió el beso de una mujer y comió su plato preferido. Nada mal para un condenado a no pisar la tierra. Luego lo devolvieron al Hospital Provincial de Pontevedra, donde había entrado a los 11 años y donde murió a sus 80, cuando tuvo suficiente de espiar el cielo por la ventana de la sala de medicina interna.

Esta es la vida de un hombre que pasó casi siete décadas encamado en un hospital. Su padrón municipal decía: “Agapito Pazos Méndez. Calle Loureiro Crespo, Hospital Provincial, habitación 415, cama dos. Pontevedra”.

La primera vez que lo sacaron del hospital, una siesta de mayo de 1984, asomó la cabeza para sentir el viento salado del mar.

La segunda vez, a fines de abril de 2010, fue para enterrarlo.

“Adiós al niño de la 415”, titularon los diarios gallegos primero y el resto de España después. El adulto con espina bífida y seso de niño que fue un secreto en vida y un tabú bajo tierra. Las versiones se recrudecieron entonces. ¿Quién era este inquilino que ocupó la cama de un hospital durante 69 años?

Una vez le preguntaron si comprendía que había un mundo afuera. Agapito señaló la calle y frunció el ceño. Como que los ruidos del exterior eran terribles para él.

***

Nadie podría decir que Pontevedra, en el noroeste de España, no sea una ciudad de gallegos mansos, macerados en la relativa quietud de sus 82.000 habitantes.

Franjo Padín Casas se da vuelta a toda máquina.

—¡Oye, ten cuidado con lo que dices! Agapito pasó su vida aquí adentro porque un hospital es peor que una cárcel, te encierran y no sales más. Vamos, que en todos los países los hospitales son siempre lugares peligrosos, con muchos secretos.

Con más de 30 años como cuidador de enfermos en el Hospital Provincial, debe saber de lo que habla. La fuga de Agapito al mar también fue un secreto, una maniobra arriesgada de la que Padín Casas no podía quedar afuera.

—Es que ese hombre llevaba toda su vida encerrado y queríamos quitarlo, pero teníamos problemas con las monjas. Lo quitamos tres cuidadores, Elías, Licer y yo, pero no recuerdo cómo.

Marisol Dorado, una enfermera que dedicó 33 de sus 38 años sanitarios a atender a Agapito, dirá en otra ocasión que se organizaron para sacarlo durante la siesta sin que se enteraran las monjas.

—Sí, pero aguarda que es mi turno para contar. Te decía que lo metimos del lado del copiloto en un Renault 12, bien atado con el cinturón para que no se cayera. El fulano iba todo asustado, había muchos coches y él estiraba la mano para protegerse. Piensa que en su vida había visto uno. Lo llevamos hasta la costa de Lanzada–O Grove, que era la más cercana, y pusimos el coche contra un acantilado. Agapito quedó extasiado, con los ojazos fijos en las olas, sin decir palabra. Perdió el habla. Imagina qué sintió con el viento en la cara y ese mar lapislázuli.

De regreso pasaron por la casa de una empleada del hospital y Agapito ligó un beso, una gaseosa y un pedazo de su queso favorito.

Cuando lo regresaron a la habitación 415, al atardecer, las monjas habían puesto el grito en el infierno.

Padín Casas habla en pose de denuncia:

—Sabes, para mí Agapito no era disminuido como dicen los demás. Preveía la muerte y esas cosas. Una vez fui a retirar un cadáver y me señaló a un enfermo, bajó el pulgar y dijo: “No te vayas muy leijos, que éste ya parte también”. No llegué a dejar el cadáver que ya me llamaron para buscar al otro. Él miraba a los pacientes y decía si iban a vivir o morir.

El pulgar de Agapito era el de un César.

Los mismos cuidadores intentaron otra vez llevarlo a mirar aviones, pero las monjas se desquiciaron. Hubiera sido de leyenda, seguro. Pero los hubiera son tiempos que no existen.

***

Si hay precisiones pendientes en esta historia están sepultadas en la fila tercera del nicho 80 de la zona octava del cementerio pontevedrés de San Mauro: “Agapito Pazos Méndez, 11/12/1930-23/4/2010”. Lo que ocurre entre esas fechas es de una magia real, con olor iodado de hospital.

La gaviota negra es un documental en vías de darle detalles a los 80 años de Agapito. Lo prepara a cuentagotas Generoso Martínez Acevedo, quien en 1958, a sus 4 años, fue tratado en Pontevedra de una neumonía con dos inyecciones caducadas que lo despellejaron vivo. Pasó cuatro años internado en el Hospital Provincial, alimentado con yemas de huevo crudas y aceite de bacalao. Si hasta le tenían preparado el entierro y todo, pero sus recuerdos son de correr por los pasillos del hospital empujando a Agapito en una silla de ruedas.

—La primera vez que lo vi, Agapito estaba contra un ventanal con ropa azulada. Parecía una niña. Una vez que recuperé fuerzas, me gustaba hacerlo rodar por los pasillos. Otra vez lo llevé al depósito de los muertos. Ya se sabe, travesuras de niños, y eso que él ya tenía 30. Pasamos cuatro años con Agapito jugando en un lugar de muerte. Y así y todo vivimos.

Es que la muerte es una señora demasiado seria para jugar con niños. Si había en ese hospital dos compadres del alma, eran Generoso y Agapito. Tanto como para que Generoso recuerde que por la cabeza de Agapito pasaba otro mundo, un mundo hecho de sentidos, palabras y gestos que hacían del hospital su universo.

El tiempo hizo de las suyas y Generoso no volvió a pisar el hospital. No se pudo despedir de su amigo.

Con los años pasaron cosas, y para responder a mil preguntas hace falta un periodista de los de antes. Hoy es otro día en Pontevedra y Celestino Vieitez cuenta que debe haber dado la vuelta cuatro veces al mundo, pero que la de Agapito fue la nota más complicada de su vida.

—Me entero de que este hombre llevaba 50 años en la cama del hospital, pero me encuentro con todas las trabas políticas porque Agapito costaba al contribuyente una cantidad de pesetas bestial y no querían que eso se supiera. Entonces todos huían de darme información, y cuando la Administración se entera me amenaza con que lo iban a trasladar a un centro especializado a que quedara a su suerte. ¿Quieres saber lo que hice?

Celestino fundó y redactó El Sol de Sanxenxo, un periódico quincenal de tres mil ejemplares que costaba 100 pesetas aquel diciembre de 1989 en que tituló Agapito, 50 años encamado en el hospital provincial. Acompaña una foto de Agapito sonriendo sin mirar a la cámara, tapado con una colcha cuadriculada y apoyado en su brazo izquierdo, y el epígrafe: “Es testigo silencioso de las alegrías y desvelos del Hospital Provincial desde hace medio siglo. Su cama y su habitación es todo su reino”.

Fue su único reportaje en vida. Celestino escribió aquella vez: “Ninguna de las personas entrevistadas supo concretarnos con exactitud la fecha en que fue recogido un pequeño niño que apareció envuelto en un mantel a cuadros azules y blancos, en un verano de los años 30. El recién nacido sería criado con todo mimo y cariño por los 30 empleados con que contaba el centro por aquel entonces. Que se sepa, nadie de la familia de este crío se preocuparía de él, hasta que a finales de los años 50 se acercó por el hospital un joven que dijo ser su hermano y que le hizo compañía durante dos horas. A partir de ese punto, los funcionarios más antiguos no recuerdan a ningún familiar de Agapito que se acercase a visitarlo”.

La nota se pierde en nombres de médicos y monjas que convivían con Agapito, y remata: “Agapito no puede expresarse verbalmente de una forma normal, habla por una especie de gruñidos y tan sólo es comprendido por unas ocho personas. Sin embargo, su inteligencia es sobresaliente y no se le pasa por alto ningún tipo de detalle. Cuenta con un televisor y una radio, manejando su puesta en marcha con un interruptor eléctrico colocado en la cabecera de su cama. Su apetito es bueno, desayunando grandes tazones de pan con leche, y sus mejores amigos son los muñecos. En su monótona vida se destaca la visita que realizó en el año 84 a Sanxenxo, con el único fin de ver el mar”.

—Tú dices que la nota se pierde, pero bien liado estuve por escribirla. El valor del reportaje estuvo en que se descubrió una vida que no era normal, pero a la vez no di pistas de gastos porque las repercusiones podían costarle el puesto a gente de la Administración involucrada en el fraude, entre comillas, de un costo que no se debía mantener. No querían desprenderse de Agapito porque era el hijo de todos.

Y Celestino cedió, no fuera a ser cosa que… El reportaje se publicó con la cautela de una penitencia y no hubo debacles ni púlpitos atronadores. Nada impediría el transcurrir de Agapito como un baúl en los fondos de un hospital que arrancó en 1890 como el asilo más importante de Galicia.

“Durante este año de 1941 fueron atendidos en el hospital 3.016 enfermos: 2.088 hombres y 928 mujeres, de los cuales fueron alta por curación 1.845 hombres y 792 mujeres”, dice el investigador Antonio Días Lema en su Historia del Hospital de Pontevedra. Uno de esos 3.016 era Agapito. El alta, que en realidad fue su baja, tardó más de 25.000 días.

***

Pontevedra-Madrid

Estimado periodista:

Supe de su interés por la historia de Agapito. Le diré algunas cosas, pero como ex director del hospital prefiero que no revele mi nombre para tranquilidad de mi conciencia y del secreto médico que nadie está dispuesto a romper.

Digamos que para comprender hoy el caso Agapito es necesario comprender el concepto del individuo enfermo en la beneficencia. Para la época de la Guerra Civil el hospital cumplía funciones multiuso, diferente de lo que hoy se entiende por un hospital, y la beneficencia era para tratar a los pobres. La leyenda cuenta que Agapito baja de un pueblo de la montaña, del lado de Lalín, pero los enfermeros más viejos nunca se pusieron de acuerdo en la fecha. Lo recibe una monja de muy pequeño, venía metido en un cajón rústico con forma de cuna y ya tenía las piernas inválidas. No había otro hospicio preparado para tratar a inválidos, y eso explica por qué se quedó. Se dice que estuvo una temporada en el hospital y volvió a su casa, pero al cabo de unos meses se lo volvió a ingresar por alguna enfermedad y ya nunca más se lo quitó.

Yo llegué al hospital en los ‘70 y me encontré con Agapito en la sala de Medicina Interna: eran esas salas antiguas, de piso de madera, con veinte camas de un lado y veinte del otro, y Agapito ocupaba una en el medio. Tenía un coeficiente medianamente bajo y hablaba un gallego cerrado, dificultoso, pero comprendía perfectamente lo que ocurría a su alrededor. Desde allí vigilaba a todo el mundo y si faltaba una cartera o sucedía algo fuera de lo común, él nos avisaba. Al punto de que guardaba la llave del armario de los medicamentos durante la noche y los domingos. Cuando yo entraba en la sala, hablaba primero con él para que me diera el parte de los enfermos.

Pensar que este señor vivió todos esos años en una sala donde había enfermos y enfermedades de todo tipo y jamás hizo infecciones ni úlceras, habla de que la unidad de enfermería lo tenía como oro en paño. Agapito fue pasando de generación en generación, sobrevivió a infinidad de jubilaciones pero siempre hubo quien se encargaba de su cuidado.

Con los años cambió el mundo y cambió la tradición hospitalaria en Pontevedra. Se tiró el viejo pabellón donde estaba Medicina Interna y se hicieron habitaciones con dos camas y un cuarto de baño para cuatro. Agapito llegó al final de sus días en la cuarta planta del hospital, con una ventana que daba a la calle y un televisor. Parece que le describiera al cliente de un gran hotel; pero algo así era.

Acabado el franquismo se les concedió una pensión a los discapacitados y una asistenta social le consiguió un dinerillo que Agapito guardaba en una caja de caudales al pie de su cama. Porque era suya, no del hospital: una cama de reserva perpetua que nunca se puso como cama de hospitalización para que nadie pudiera ocuparla ni trasladarlo. Incluso cuando pasamos a depender del Servicio Gallego de Administración se transfirieron todas las camas menos la de Agapito porque no figuraba en los papeles, no existía para nadie más que él y punto.

Ni siquiera cuando a fines de los ‘80 un gerente intentó trasladarlo a un asilo porque no le cabía en la cabeza que Agapito estuviera tanto tiempo en el hospital. Se le argumentó que los enfermeros eran su familia y que todos en el hospital lo entendíamos así. Además, y esto se lo pregunto a usted, ¿no es de sentido común creer que ningún asilo estaba preparado para recibir a un niño tan grande?

Hay una anécdota muy bonita y es que lo llevaron a conocer el mar. La Diputación tenía en O’ Grove el sanatorio para niño tuberculosos de los huesos y usaron esa excusa para meterlo en una silla de ruedas y bajarlo a la playa. Vino encantado, muy asombradito. Hoy eso no sería posible por la tutela jurídica de los enfermos, pero hablamos de una época en que se llevaba a los muertos en las furgonetas como si nada.

De sus padres no sé nada. Se rumoreaba que la familia vino a visitarlo algunas veces al principio, cuando recién lo metían en el hospital, pero luego ya no volvió. No nos queda otra que apelar a la memoria, porque en 2004 un incendio destruyó el almacén con los archivos del hospital y se perdieron los informes clínicos de todos los pacientes. El pasado de Agapito desapareció como la historia misma del hospital.

Hay muchas otras leyendas misteriosas alrededor de Agapito, pero dudo de que sean ciertas. Esta historia podría haber pasado en cualquier hospital del mundo. Es una historia de humanidad. Por favor, cuando escriba sobre Agapito subraye humanidad.

***

No es bueno ver morir a un personaje de la infancia. Agapito agonizaba por un derrame y porque, según la enfermera Marisol Dorado, desde que lo subieron al cuarto piso, en 1974, el niño se desorientó y le tocó envejecer.

A ella la llamaron el 23 de abril de 2010 para que corriera al hospital. Llegó deshecha y se quedó con Agapito hasta que lo llevaron en un cajón, igual que lo trajeron 69 años antes. Sentía que esa muerte los mataba también a los enfermeros, y eso que desde pequeña la habían acostumbrado a las ferocidades de la vida: su padre, el enfermero José Dorado, le contaba sobre un niño que habían abandonado en el Hospital Provincial con las piernitas truncas, metido en un cajón.

Ni modo de adivinar que ella entraría a trabajar en Medicina Interna a sus 18 años y que pasaría los siguientes 33 con Agapito. Se dedicó a alimentar a los enfermos y limpiarles el culo, pero se impacientó cuando Agapito, que la miraba con desconfianza, le pegó tres bastonazos. “Oye que tú serás mucha cosa, pero mejor te calmas o dejo entrar a esa gaviota, ¿la ves?”. Agapito miró con terror al pájaro libre y largó el bastón.

Desde entonces, pobre de él si le tironeaba el uniforme a una enfermera para verle las tetas o se negaba a comer: “Mira que llamo a Marisol y mete a la gaviota”. Y Agapito comía de mil maravillas. Marisol nunca lo recordó más feliz que cuando le daban queso. Excepto esa vez que una gaviota entró de veras y picoteó la feta del plato. “¡Queiso, queiso!”, gimoteó Agapito, y a Marisol se le rompió el corazón. Se especializó en los músculos de su cara para saber cuándo tenía hambre y cuándo sueño, pero le sorprendía que nunca llorara.

En eso estaban cuando alguien preguntó por qué ese hombre llevaba tantos años internado. Ahí la cosa se puso fea: la Diputación les colgó a los enfermeros el teléfono y la dirección les cerró la puerta. “Escuché que el padre de Agapito es alguien muy importante en Pontevedra y por eso está bien protegido”, dijo uno, y ese decir se propagó contagioso por el hospital.

Marisol jura que desde la dirección se taparon cosas, y que no está claro que esa Maruja que apareció ahora sea la hermana de Agapito. Como que tampoco cierra que nadie de la dirección haya estado en el entierro: Agapito es tabú aún muerto. Lo dice y se deja caer en la silla, sin ánimo para nada excepto para llevarle flores al cementerio de por vida, lo que en su mundo privado la conecta con esa tarde en que se las ingenió para sacarlo de la habitación y subirlo al Renault 12 que enfiló al océano.

Por eso a Marisol le enoja que alguien diga que Agapito era un pobrecito; porque él, cuenta ella, no conoció otra vida ni conoció otro mundo, pero esa vida y ese mundo lo hicieron feliz en su infancia perpetua. Tuvo sus navidades, sus propios cubiertos y sus regalos, como ese enorme perro de peluche de una paciente que falleció y fue a parar a la pieza 415.

Lo que pasaba por su mente ya es otra historia.

***

Pueblo de Anzo. Lalín, Galicia

—Tú te viniste de tan lejos para entrevistarme porque lo es tu destino. ¿Hablas gallego?
—No, señora Maruja. Mejor español.
—Lo haré intento en español. ¿Cosa quieres saber?
—De Agapito. Cuénteme su historia. ¿Conoció a su hermano?
—¡Pues claro! Somos tres hermanos de tres padres diferentes. Nacimos en Lalín: Manuel en el ’28, Agapito en el ’30 y yo en el ’37. Me adoptaron unos señores y trajeron a Anzo porque sabían que era una niña sola sin cuidados. Mi madre la vi sólo una vez, murió cuando yo con 8 años. Mi hermano mayor, que está malito ahora, se vio con recursos de nada cuando murió mi madre y encima con Agapito que no tenía columna. Y Manuel todo el día trabajando la labranza y cargando a Agapito en la espalda. Dime, ¿te parece bien cargar con un niño a los 13 años? Entonces la vida muy dura para todos.
—¿Es así que abandonan a Agapito en el hospital?
—Eso que abandonan es mentira. Unos vecinos ayudan a Manuel con la entrega de Agapito para que estese más descansado. Entonces lo dejan con 11 años en el hospital y yo más grande lo visitaba seguido y él me decía que lo llevara a casa y yo no podía llevarlo. Con Manuel fuimos muchas veces a verlo y Agapito nos miraba fijo, pero siempre mejor que se quedara en el hospital porque ahí lo cuidaban bien y Manuel y yo teníamos muchos hijos. Nunca pensamos en quitarlo, no tenía sentido.
—En el hospital se dice que el padre de Agapito era alguien importante.
—No sé quién su padre, pero Agapito no era hijo de nadie importante. Agapito era Pazos Méndez, el apellido de mi madre. Sé que el padre de Manuel era un cura, pero la vida de Agapito más única que todas porque estuvo en el hospital siempre.
—¿Nunca le pidieron los médicos quitarlo del hospital?
—Yo no podía quitarlo porque estaba con familia adoptiva que me decía qué hacer. En el hospital Agapito estaba todo contenido pero yo pensaba qué difícil para él, mejor morirse que vivir así toda la vida. Una vez lo llevaron a ver la mar. ¿Lo sabías?
—¿Cuándo lo vio por última vez?
—Dos años antes de su morir. Fuimos con Manuel pero Agapito no hablaba ni no miraba, ya muy malito. Nos enteramos por la tele de su morir, el hospital no me avisa. Todo así, medio misterioso. Agapito no es el único que tuvo vida complicada.

***

Hasta que un día lo sacaron al mar. Los enfermeros Padín Casas y Dorado ya contaron lo suyo. Que el remate sea del ideólogo de la fuga, el cuidador José Licer:

―Pongamos que te cuento que Agapito me decía “mira, la caille” porque desde su ventana nunca vio otra cosa. Que a mi entender no tenía precisión del tiempo ni del mundo de afuera. Que su percepción del bien y del mal eran otras y que en los 31 años que pasé a su lado no logré comprender jamás su raciocinio, pero que sé que en su interior percibía la muerte. Que Agapito en el hospital fue un icono oculto, un murmullo que se agranda cada día sin vistas a morir. Déjame decirte que nada de eso se compara con los ojos que puso en el mar.

Reducir la vida de un hombre de 80 años a un manojo de líneas suena irrespetuoso. Mejor dejarlo frente al mar, con el viento en la cara. Sin palabras.

Relato de otro náufrago

Publicado: 6 noviembre 2013 en Santiago Wills
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La corriente los arrastraba sin rumbo y el frío era cada vez peor. Eduardo Meza no cesaba de toser. Temblaba mientras las olas y el viento de la madrugada azotaban su cuerpo. Juan Livingston arrastraba tras de sí el salvavidas amarillo sobre el cual su compañero yacía acostado. Se había encalambrado tres veces y había estado a punto de desistir en varias ocasiones. El batir constante de las olas resentía sus ojos y sentía un incómodo ardor mientras pataleaba. La luz de una luna casi llena iluminaba el océano a través de un velo de nubes. Livingston amarró el chaleco salvavidas de uno de los muertos alrededor de su pie derecho, para evitar hundirse.

—Tyson, ¿cuánto falta?
—No, Meza, estamos cerca, estamos cerca —respondió su compañero—. Estamos del Nene’s al muelle. Ya vamos a llegar.

Habían pasado casi 24 horas desde que la motonave Miss Isabel —una pequeña embarcación transportadora de casco blanco y techo rojo que semanalmente cubría la ruta entre San Andrés y Providencia— zarpó desde el muelle departamental, cargada con un automóvil, cuatro motocicletas, centenares de botellas de gaseosas, frutas, alimentos varios, tres cerdos y un perro en un guacal. Cinco tripulantes y dos pasajeros se embarcaron hacia las cinco y media de la mañana del 5 de enero de 2012, y los siete se vieron obligados a saltar al océano luego de que un incendio consumiera el puente del barco pocas horas después de su partida. Solo dos de ellos permanecían con vida tras alrededor de 20 horas en el mal llamado mar de los siete colores: Juan Livingston, un musculoso marinero cuarentón, de estómago holgado, pelo corto y bigote negro al ras; y Eduardo Enrique Meza Caballero, un mecánico naval de 56 años, de contextura maciza y aplomo militar.

—Tyson, ¿dónde?
— Estamos del Sena al muelle, Meza. Ya casi.

Juan Livingston —Tyson, para sus amigos, en honor a un encuentro pugilístico callejero— en realidad no sabía puntualmente dónde diablos estaban. Alcanzaba a ver las luces de la isla de San Andrés más allá de las olas, pero luego de horas a merced de la corriente, el viento y la lluvia, no era capaz de ubicar su posición exacta por más que lo intentara. Deseaba darle ánimo a su compañero de naufragio, pues Meza, el ingeniero del barco, su amigo desde hacía años, estaba cada vez más débil. Ya inerte, seguía vomitando sangre y no era capaz de nadar. Tiritaba acostado sobre el pequeño salvavidas en forma de anillo que el capitán había logrado salvar de la embarcación en llamas. Yacía en silencio, flotando al compás de las olas de la madrugada, mientras Livingston se esforzaba por alcanzar los puntos de luz en la oscuridad.

Alrededor de 16 horas antes, Emerson Bowie, un delgado obrero de 47 años de edad, de hablar pausado y gestos nerviosos, y Aristides Salinas, un maestro de obras de 49 años que viajaba frecuentemente a Providencia por cuestiones de trabajo, se separaron del grupo y partieron nadando en busca de ayuda.

Livingston ignoraba qué ocurrió con ellos e intentaba no pensar mucho sobre el tema. Tal vez llegaron a la isla sin contratiempos, aunque, si ese fuera el caso, ¿dónde estaban los Guardacostas y la Armada? Si lograron alcanzar la orilla, ¿dónde estaban los equipos de rescate? ¿Por qué él y Meza permanecían a la deriva?

—¿Cuánto? —su voz estaba más débil—. ¿Cuánto?

Quizás los tiburones dieron cuenta de ellos tal y como sucedió con sus otros compañeros. Un pequeño escualo gris mordió dos veces a Meza, pero no alcanzó a causarle mayor daño. Los demás no corrieron con la misma suerte. Livingston y Meza presenciaron cómo uno a uno caían en las fauces de esos malditos animales. Charles Manuel Whitaker, Charlie, aquel gigante bonachón que no podía terminar una frase sin incluir un “fucking this” o un “fucking that”, fue el primero en morir. Gritó de repente al atardecer y el mar a su alrededor se tiñó de rojo. Se desangró en poco más de media hora y las olas se llevaron su cuerpo. Otro tiburón, o quizás el mismo, mordió al capitán en un brazo. Livingston se quitó su camisa y formó un torniquete alrededor de la herida. No sirvió para nada, pues lo atacaron de nuevo. Sombras que emergían en menos de un segundo para rasgar músculos. Livingston cerró los ojos sin vida de Andy, un hombre que se convirtió en capitán luego de que su abuela, siguiendo una tradición de la isla, descubriera la figura de un barco en una clara de huevo oreada bajo el sol de mediodía de un Viernes Santo. Robert Bent, Bubba, un flaco y jovial solterón que solía beber aguardiente hasta el amanecer, le siguió al poco tiempo. Los tiburones devoraron sus piernas y su cadáver se lo tragó el océano.

—De la ferretería al muelle. Ya estamos cerca, Meza.

Ninguno debía estar muerto. Los naufragios son sucesos relativamente comunes en San Andrés y las autoridades usualmente respondían rápidamente a los llamados de auxilio. El propio papá de Andy sobrevivió varios días en una balsa en mar abierto, y Livingston conocía a varios pescadores isleños que permanecieron horas o días a la deriva. Solo en 2007, la Armada rescató a más de 20 náufragos en cercanías del archipiélago.

La tempestad era un problema, por supuesto, y pocos navíos se atreverían a lidiar con las olas de ocho y diez metros que los vapulearon durante horas. Pero Livingston estaba seguro de que si el Miss Isabel hubiera sido una lancha rápida transportando droga —una de esas que las autoridades a menudo detenían en las inmediaciones del archipiélago— los Guardacostas o la Armada habrían enviado un avión o un bote en cuestión de minutos. Todos estarían vivos en ese caso, y él y Meza estarían en sus respectivas casas con sus esposas y sus hijos, protegidos de la interminable lluvia y de los gélidos vendavales que pocos asocian con el trópico caribeño.

—¿Cuánto, Tyson? ¿Cuánto?

***

La motonave Miss Isabel zarpó el 5 de enero a las 5:35 de la mañana bajo un cielo nublado. Olas de varios metros de altura golpeaban con fuerza las barcazas olvidadas en la bahía mientras el barco avanzaba en la oscuridad de la madrugada.

A bordo, Aristides Rafael Salinas charlaba con Andy James, el capitán, isleño con fama de buena gente a quien conocía desde la infancia, cuando ambos se reunían para jugar béisbol en un terreno baldío del barrio Juan XXIII. Charlie Whitaker dirigía el barco desde una pequeña cabina de mando elevada sobre la cubierta, y Juan Livingston preparaba un arroz con espaguetis y atún que ninguno de los demás alcanzaría a probar.

El viaje transcurría tranquilo a pesar del oleaje. El capitán bromeaba sobre un spray para la boca que un amigo le había encargado, y Aristides se divertía con las anécdotas de su amigo mientras el Miss Isabel dejaba tras de sí la bahía de San Andrés.

Hacia las nueve de la mañana, un grito de alerta llamó la atención de los navegantes. Livingston y Charlie fueron los primeros en percibir el olor a quemado. Una columna de humo negro se elevaba sobre la popa. Sin previo aviso, en la parte trasera de la cabina se prendió fuego. Las llamas se extendían rápidamente por el techo, amenazando con quemar la carga y el resto de la cubierta.

Alarmado, el capitán reunió a la tripulación para apagar el incendio. Entre todos utilizaron los diez extinguidores del barco sin resultado alguno. Frenético, el capitán envió mensajes de SOS por la frecuencia 16 —mensajes que luego las autoridades de Miami afirmarían haber oído— y Charlie utilizó su celular para llamar al 123 de la policía. No hubo respuesta.

Fue entonces que Aristides observó al capitán abrirse paso hasta la cabina para bajar el bote salvavidas. El fuego alcanzó la carga y el perro empezó a ladrar en su guacal. Aristides siguió a su amigo escaleras arriba. Las llamas avanzaban sobre la cubierta, engullendo poco a poco los alimentos y los vehículos cargados de gasolina. En la parte superior del barco, el capitán luchaba por soltar el bote cuando una caldera explotó y una llamarada lo embistió de frente.

Herido, Andy abandonó el puesto de mando y se dedicó a repartir los chalecos salvavidas entre los navegantes. El barco se movía de lado a lado y el fuego no dejaba de avanzar. Emerson y Livingston arrojaron algunas de las botellas de agua y gaseosas hacia el océano, siguiendo las instrucciones de los tripulantes. En cuestión de minutos, las llamas consumieron gran parte de la cubierta. Las botellas explotaban y el ruido recordaba los disparos de un arma. Los cerdos chillaban y el perro ladraba desde su tumba. Vencido, el capitán dio la orden de abandonar el barco.

Aristides se sumergió en aguas frías y agitadas. Las olas lo empujaban hacia los lados mientras se esforzaba por nadar hasta donde estaba el capitán. En un par de minutos, el grupo se reunió alrededor de Andy. El capitán se había acomodado sobre un pequeño flotador amarillo en forma de donut que había logrado salvar de las llamas. Aristides se aferró de la cuerda que rodeaba el borde y se acomodó al lado de Charlie. En la lejanía, cuando la cresta de olas los elevaba sobre el océano, podían distinguir las formas de la isla.

Su mejor opción era no perder de vista la motonave, afirmó Andy. Alguien debía haber oído el SOS y, en caso de que no fuera así, de cualquier modo verían el humo que se alzaba sobre la embarcación en llamas.

Asintieron en silencio y luego observaron las quemaduras del capitán. Andy no podía evitar gestos de dolor con cada golpe de agua salada. Emerson nadó en busca de botellas de gaseosa y entregó una a cada uno para mantenerse hidratados. Aristides guardó una Coca-Cola de dos litros en la parte delantera de su pantalón y, confiado, les dijo a sus compañeros que se la llevaría a una de sus hijas, Nikeysha, la mayor, la que siempre lo llamaba durante sus trayectos para reiterarle que no sabría cómo sobrevivir si a él le pasaba algo.

Se mantuvieron cerca del barco durante un par de horas hasta que el cielo se oscureció y una fuerte lluvia veló la isla. La corriente los alejó de la motonave y su silueta se perdió entre la bruma. El océano condujo al Miss Isabel hacia el sur del archipiélago. Un par de horas más tarde, una familia lo vería atravesar el horizonte seguido de una estela de humo negro.

Cuando la tormenta cesó, los náufragos se encontraban cerca de Johnny Cay, un pequeño islote a una milla de San Andrés cuyo principal atractivo es una playa de arenas blancas. Pataleaban inútilmente, pues la corriente les impedía avanzar, pero la tierra estaba tan cerca que no tenían otra opción.

Fue quizás en ese momento cuando la condición del capitán empeoró. Sus manos estaban hinchadas y el rojo encendido de sus extremidades se le había extendido al pecho y los brazos. Andy no aguantaba más. Sollozando, les rogó que fueran en busca de ayuda. La corriente los había arrastrado al norte del cayo y los mejores nadadores quizá podrían llegar hasta la isla para alertar a las autoridades.

Aristides se ofreció de inmediato. Había aprendido a nadar a los 6 o 7 años, cuando la chalupa en la que pescaba con varios compañeros se volteó en las playas de San Andrés. En Barranquilla, donde vivió durante su juventud, ir al río se había convertido en una costumbre. No tenía miedo de ahogarse, pues contaba con el chaleco salvavidas y con la botella de Coca-Cola, que también lo ayudaba a mantenerse a flote. La cuestión ahora era quién lo acompañaría. Tras pensarlo un momento, le propuso a Emerson, ya que aparte de Livingston, quien se negaba a dejar al capitán, ninguno de los demás sabía nadar.

A regañadientes, Emerson partió a su lado pasada la una de la tarde. Braceaban, descansaban, braceaban y descansaban en medio de un mar intranquilo. Se tomaban las manos para no perderse y de vez en cuando se detenían para beber de sus gaseosas.

Tal vez una hora o una hora y media después, un calambre paralizó a Aristides. Le gritó a su compañero que lo esperara, pero a través de las olas llegó una respuesta contraria: “No, yo tengo que ir por ayuda para el capitán”.

Atónito, Aristides se encogió sobre sí mismo, luchando contra el dolor de sus músculos entumecidos. El mar lo golpeaba y no tenía manera de evitar que la corriente lo empujara en la dirección opuesta de su compañero. No quería lidiar más con esto. Al carajo el dolor de su pierna, la brisa helada, la lluvia, el océano, la isla y el hombre que lo acababa de abandonar. Paralizado, la botella de Coca-Cola de dos litros presionando su estómago, Aristides observó cómo Emerson desaparecía en el devenir de las olas.

***

—Estamos del Bienestar al muelle, Meza. Un esfuercito más.

Desde hacía un tiempo, su compañero ya no hablaba. Se mantenía callado, temblando sobre el anillo salvavidas, sus ojos perdidos en el reflejo de la luna sobre el mar.

—De la ferretería al muelle. Ya estamos cerca, Meza.

¿Por qué carajos no los habían rescatado, entonces? Apenas empezó el incendio, el capitán envió un SOS por la radio del barco y Charlie llamó a la policía desde su teléfono celular. Es cierto: nadie contestó. Pero alguien tuvo que percatarse de que algo andaba mal. Después de todo, la motonave nunca llegó a Providencia.

—Ya, Meza, ya.

Las luces de San Andrés resplandecían a menos de treinta metros cuando una ola los impulsó hacia adelante y la cresta de otra más los lanzó hacia las rocas de la orilla. Livingston sintió que algo rozaba la planta de sus pies y por un momento imaginó un nuevo ataque de tiburón. Ignoraba que estos animales generalmente huyen de las personas, que anualmente solo se presentan alrededor de 80 ataques de tiburón a nivel mundial y que el número de muertes en un año rara vez alcanza una docena. En San Andrés, en su juventud, abundaban las historias sobre tiburones que acechan a náufragos y a pescadores, y tras haber presenciado cómo los escualos dieron cuenta de sus compañeros no pudo evitar un escalofrío.

Solo después de sentir el roce nuevamente se dio cuenta de lo que sucedía: tierra. Tierra por fin. Livingston soltó el salvavidas y avanzó un par de pasos sobre rocas afiladas entre cuyos resquicios se escondían cangrejos y erizos de mar.

—¡Meza! ¡Párate que estamos en tierra! —gritó.

Levantó a su compañero y lo tomó de la mano. Agradecieron a Dios y avanzaron un par de pasos. Se olvidaron por un momento de las olas, y una de estas los golpeó por detrás. Una muralla de agua derribó a Meza y lo arrastró hacia mar abierto.

—¡Párate! ¡Vamos!

Lo ayudó a ponerse en pie una vez más, y tomados de la mano, en silencio, lograron dar otro par de pasos. Una nueva ola los embistió y esta vez ambos cayeron de bruces sobre las rocas.

Livingston se incorporó y se volteó justo en el momento en que Meza volvía a derrumbarse. Luchando contra una barrera de agua, condujo a su amigo hasta una piedra cercana y lo sentó.

—Meza, un poquitico de fuerza. Mira acá esta piedra y allá está la carretera—dijo señalando un poste de luz cercano.

Meza se desplomó, inconsciente. Livingston reunió los chalecos salvavidas que se encontraban junto al anillo amarillo y formó una base sobre una roca para que las olas no pudieran tocar a su amigo. Tenía que ir por ayuda. A menos de 20 pasos podía ver el débil resplandor que iluminaba las desgastadas líneas blancas y amarillas de la vía que rodea a San Andrés. Allí, seguramente, podría detener a alguien y llamar una ambulancia. Dejaría a Meza sobre los chalecos, protegido, y después volvería por él. Entonces podrían descansar y abrazar a sus esposas e hijos. Todo saldría bien.

***

Aristides Salinas no sabe cuánto tiempo permaneció acalambrado. El mar lo movió de lado a lado como un muñeco de trapo hasta que sus músculos se relajaron y su cuerpo dejó de traicionarlo. Tragando agua, rezó hasta que por fin pudo nadar otra vez. Recuerda que pensaba en regresar con vida, en abrazar a sus seis hijos y a su esposa, en dejar atrás el fuego, la lluvia, los llantos, las olas y el sabor de la sal.

Nadó y nadó durante horas hasta que empezó a oscurecer. La corriente y la marea se burlaban de él. Sus esfuerzos se perdían con cada oleada, y su suerte parecía recaer por completo en la voluntad del mar.

Hacia las seis y media, la corriente lo arrastró hasta un área rocosa a un par de metros de la isla conocida como Villa Helen. Finalmente estaba cerca. De hecho, estaba tan cerca que estaba dispuesto a nadar a pesar de las olas y las piedras. Quería pisar tierra firme, salir del agua de una vez por todas. Un envión más en medio de la oscuridad y tocaría la barrera de rocas que lo separaba de la orilla.

La luz de una moto iluminó la carretera cuando Aristides se disponía a intentar una aproximación. Tras escuchar los gritos del náufrago, el motociclista lo alumbró y le advirtió que no se acercara. Si trataba de nadar en línea recta, las olas lo reventarían contra las piedras. La única manera de sobrevivir era dar vuelta atrás y enfilar hacia mar abierto una vez más, mientras los Guardacostas acudían en su ayuda.

Contra todos sus instintos, Aristides decidió seguir el consejo de la persona cuyo nombre olvidaría días después. Se alejó resignado de la orilla, y se rindió nuevamente a los caprichos de la marea y la corriente.

Los Guardacostas lo rescataron alrededor de media hora después. Aún sujetaba la botella de gaseosa cuando lo trasladaron al hospital público Amor de Patria, donde Emerson Bowie lo aguardaba inconsciente.

Emerson había sido arrastrado por la corriente hasta una zona cercana a Villa Helen, hacia las seis de la tarde. Mientras el sol se terminaba de ocultar, el náufrago se arrastró en cuatro patas hasta la carretera. Un hombre lo vio atravesar el asfalto. Trastabillaba como un zombi. Vecinos de la zona lo socorrieron y Emerson narró a las autoridades su experiencia. Les imploró que fueran en busca del capitán y los otros náufragos, y luego colapsó en una ambulancia.

***

Pasadas las dos de la tarde del 5 de enero de 2012, Hortencia Thyne Archibold, una amable mujer de 56 años que opera un restaurante en el sur de la isla, oyó gritos provenientes de la playa. Su cuñado Elliot Lever, un ebanista sanandresano de 58 años que por aquel entonces vivía en Miami, deseaba saber el número de la policía. Había visto en el horizonte un barco que parecía estar en problemas. La embarcación estaba rodeada de humo y parecía encontrarse a la deriva.

Hortencia salió de su casa, ubicada a pocos metros de la carretera que rodea la isla en un área conocida como Elsy Bar, y se encaminó hasta el océano. Tras comprobar lo dicho por Lever y reconocer al Miss Isabel, llamó al 123.

—Amor, necesito por acá a ver si pueden mandar una lancha, acá afuera en todo el frente de Elsy Bar por el sector de San Luis, porque el barco Miss Isabel está bordando mal por acá— le dijo al auxiliar bachiller de turno—. Parece que se dañó el motor porque está arriba en el mar. Se varó, sí, señor. Mándela, pero que no sea mañana, ¿okay?

Tras colgar, Josid Flórez Martínez, el bachiller que habló con Hortencia, le pidió el favor a Colón Crizon Kelvin, otro auxiliar bachiller de la policía, que informara a los Guardacostas. Colón habló por el canal 16 de su radio —el mismo por el que horas antes Andy Nelson envió una señal de SOS— con las autoridades marítimas, quienes respondieron que verificarían la denuncia.

Una patrulla de policía confirmó el avistamiento del Miss Isabel poco después de las tres de la tarde. Una lancha de los Guardacostas se acercó hasta la motonave y comprobó que no había nadie abordo. El fuego en la cubierta, el clima y las olas no permitieron remolcar el barco hacia el muelle. La patrulla marina anotó las coordenadas y empezó a diseñar un plan de búsqueda.

El primer avión que despegó para hacer un reconocimiento alrededor de la isla salió a medianoche, cerca de seis horas después de que Emerson y Aristides tocaran tierra, y regresó dos horas más tarde, luego de que las condiciones meteorológicas se deterioraron. El piloto y las demás personas en la cabina no vieron nada. El segundo avión salió a las seis de la mañana del 6 de enero, hora y media después de que Livingston y un débil Meza entraran a San Andrés.

—A ellos los mataron, los dejaron morir —dijo Ilona O’Neill, la viuda de Charlie—. Nadie los ayudó.

Las demás viudas llegaron a conclusiones similares, y muchos isleños repitieron el mismo mantra durante los meses en que el incidente del Miss Isabel ocupó las primeras páginas del Archipiélago Press, el diario principal de la isla.

La historia de Livingston y sus compañeros capturó la atención de San Andrés durante más de un mes. La prensa y las retardadas acciones de las autoridades llevaron al defensor del Pueblo a abrir una investigación preliminar sobre el incidente. Representantes de la Capitanía de Puerto, los Guardacostas, la Policía y la Armada ofrecieron declaraciones. Con estas en mano, Livingston, las familias de los muertos, Aristides y Emerson Bowie interpusieron dos demandas en contra del Estado por varios miles de millones de pesos. (Las autoridades han dicho que hicieron todo lo posible por rescatar a los náufragos y por el momento las acciones legales en su contra no han progresado).

Con el tiempo, el Miss Isabel asumió una importancia simbólica para todos los isleños involucrados en la tragedia. El fallo de la Corte en La Haya a favor de Nicaragua revistió lo ocurrido de un nuevo significado y para algunos de los amigos de los sobrevivientes, la motonave se convirtió en una muestra más de la indolencia de los gobernantes, en una alegoría de lo que significan los habitantes de San Andrés para todo el país.

—Lo que sucedió no es una sorpresa —Elliot Lever dijo una tarde de agosto mientras observaba el mar desde el restaurante de Hortencia Thyne—. Me da ira, eso sí. El gobierno central no se preocupa por la isla. La quiere tener en sus manos, pero no le interesan sus habitantes.

Livingston asintió en silencio. Observaba atento nubes oscuras en el horizonte y de cuando en cuando se volvía para demostrar que aún prestaba atención a las palabras de Lever.

—¿Para qué están acá las autoridades? ¿Están solo para lo de la droga o para cuidar de los seres humanos? ¿Sabe por qué no se hizo nada? Porque somos negros y nos quieren quitar la isla. San Andrés es de nosotros, los nativos, los raizales.

Una llovizna oscureció la carretera. Livingston asintió de nuevo, sin volver la cabeza.

***

Una tarde nublada de agosto, Juan Livingston se montó en su moto azul tritón y manejó hasta un poste de luz cerca de la Cueva de Morgan, una atracción turística en la que se dice que el pirata Henry Morgan enterró parte de su tesoro. Era la primera vez que se detenía en ese lugar desde la madrugada del 6 de enero del año anterior. Algo animado, empezó a recorrer las rocas y a narrar lo sucedido.

—Por allá fue que bajamos— dijo apuntando hacia el noroccidente. Dio un par de pasos hacia el océano y dio la vuelta.

Un par de días después del naufragio, Livingston se despertó sudando en la mitad de la noche. Al igual que Emerson y Aristides, empezó a sufrir ataques de nervios y se vio obligado a visitar un psicólogo un par de veces al mes. Más de año y medio más tarde, las pesadillas aún le impedían dormir. En sueños, inmóvil en su cama, revivía apartes de la noche del 5 de enero, mientras el quedo murmullo del océano arrullaba a marinos y pescadores en la bahía. Recordaba a los difuntos, las sombras bajo el agua y el batir infernal de las olas en medio de la tormenta.

—Esa era la luz que yo veía mientras le hablaba a Meza. Ese poste de ahí, donde está la moto.

Desde hacía meses tomaba pastillas para dormir y algunos de sus familiares decían que su temperamento había cambiado desde el incidente. Decían que ya no era el mismo de antes, que era más callado, quizás un poco más agresivo, algo que también le sucedía a Emerson.

La bruma de las olas que reventaban contra las rocas humedeció su camiseta. Impávido, Livingston caminó hasta una pequeña zona resguardada por salientes de rocas coralinas.

—Ahí, ahí fue donde acosté a Meza —se agachó y formó una torre con chalecos imaginarios—. Acá lo traté de sentar.

Se levantó y miró el mar antes de subir a la carretera. Tras cerca de un minuto, continuó con su recuento.

Meza yacía inconsciente sobre los salvavidas de los muertos. Livingston acercó dos dedos húmedos y arrugados al cuello de su amigo. No tenía pulso. Se inclinó sobre el cuerpo inerte de su compañero e intentó reanimarlo dándole respiración boca a boca durante cerca de diez minutos. Con el índice y el corazón buscó nuevamente alguna señal de vida. Nada. Ni un latido. De esa manera, tras luchar casi 20 horas contra el océano, y luego de ver cómo varios tiburones devoraban a tres de sus compañeros, Eduardo Meza murió a escasos metros de la carretera debido a complicaciones causadas por una hipotermia.

En honor del pirata

Publicado: 21 agosto 2013 en Cristian Valencia
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La última vez que se vio estaba en Cartagena y contaba 34 años. Era Yamal un hombre grande y corpulento, apuesto como una estampa de turcos conquistadores, con un diente de tigre de Bengala colgado al cuello, de pelo largo y piel aceituna, descamisado, pantalones bombachos y cimitarra al cinto. Se paseaba por Cartagena como un personaje de las mil y una noches, de esos que roban princesas y atesoran joyas. Llegó al Corralito de Piedra en un día soleado de 1995 procedente de Curazao. Parado en el bauprés de un velero azul de velas hinchadas, timoneado por alguien recién conocido en las Antillas. Un tal capitán Morgan, inglés que nada sabía sobre barcos y huía de sus familiares porque querían meterlo en un ancianato.

Morgan y Yamal, en un velero, llegando a Cartagena, con la mirada ansiosa de marinos viejos, fueron sin duda los personajes más increíbles que hayan arribado a puerto alguno. Y esto, sabiendo que a los puertos pueden llegar cíclopes y se atienden con la misma naturalidad que a un boticario recién desembarcado de un trasatlántico. Pero no era posible que un piloto de la Real Fuerza Aérea de Inglaterra, setentón y curtido por el sol caribe, se acercara en compañía de un antiguo traficante de chinos a Cartagena. Porque esa fue una de las profesiones de Yamal: llevaba chinos desde Macao hasta Port Essington, pequeño puerto en el oeste canadiense, desde donde podrían llegar con relativa facilidad a Edmonton o Calgary. Cobraba por chino la suma de tres mil dólares con todo incluido: salida furtiva, alojamiento en el barco, comida, y entrada directa en el país desarrollado. Eso hizo durante algún tiempo hasta que su sangre turca le fue volteando el compás y su GPS (Geographical Position System) lo enviara directo hacia las huracanadas aguas del Caribe.

Yamal y Morgan arribaron al Club Náutico del barrio Manga en Cartagena. Hicieron la transacción para amarrarse al muelle con el dueño, un marino australiano que años atrás había decidido quemar las naves en esa bahía y formar hogar con una india momposina de nombre Candelaria, mujer de muchas cumbias, poseedora de toda la dignidad de los Xinúes. Morgan desembarcó con ese aire de haber llegado a Itaca y fue directo al bar. Una linda nativa lo atendió primero con una sonrisa y luego con una cerveza helada. Morgan le propuso matrimonio de inmediato. Y Wendy se contoneó, le blanqueó los ojos, sonrió, relució su piel morena y le prometió pensarlo. El viejo capitán inglés bebió lo que pudo en esa tarde sin mostrar ningún interés por salir a conocer esa ciudad que prometía bacanales.

Yamal sí estaba sediento de tierra después de los cuatro días de dura navegación que habían puesto distancia con su confinamiento en una cárcel de Curazao. Allí había conocido a Morgan. Nadie supo nunca qué clase de delitos había cometido cada uno por separado, pero ese fue el cruce de caminos que los juntó. Luego de conversar animosamente y de un par de tragos triples del licor local, mandados con apuro pendenciero en la barra, Yamal se largó a las calles con la intención de encontrar lo que esa ciudad le tenía preparado. Salió del club Náutico recién bañado, oliendo a pachulí. A pie, como mandan los cánones del viajero, puso rumbo a la ciudad vieja. Quién sabe qué clase de epifanías tuvo al entrar por la torre del reloj y ver esa cambada de mestizos bisneros y negras hermosas que se saludan con la temeraria cortesía de estamos vivos, compañero. Lo cierto es que apareció a las tres de la mañana con dos chicas y varias botellas de ron a despertar al viejito Morgan para incitarlo a la parranda. De alguna parte de su velero sacó instrumentos musicales raros que interpretó ante el asombro de sus vecinos. Bebió lo que pudo con la resistencia de Sandokán y se fumó toda la yerba comprada a algún jíbaro de la Calle de la Media Luna, y se inhaló lo que los diarios internacionales le habían vaticinado. Morgan lo siguió a regañadientes más por las caderas de la negra Tomasa1 que por simpatía hacia su compañero de quien ya tenía quejas de convivencia en altamar. Si Morgan estaba loco por la vida, Yamal lo estaba triplemente de por vida.

A la mañana siguiente, qué decir, al medio día siguiente despertó Yamal desnudo sobre la cubierta, atado en un abrazo canicular a la Julieta de la noche anterior, a medio cubrir ella con una vaporosa tela egipcia de las que usaba Yamal para compartimentar su barco. Ese fue el primer escándalo en la marina, porque allí no sólo llegan piratas sino que acuden también las damiselas de la alta sociedad local, hijas o esposas de ejecutivos con yate. Y Yamal, dando por sentado que esa tierra era suya, se desperezó en cubierta como Dios lo trajo al mundo y le hizo una venia al sol acompañada de palabras en su idioma. Una actitud que no tardó en llegar a las oficinas del australiano, que lo llamó al orden en un tono conciliador pero claro. «Aquí no se puede hacer eso, Yamal», le dijo en su inglés particular, sin pasarse de tono, por si la sospecha de que era un turco excéntrico lleno de dólares resultaba ser cierta.

Una semana después ya todos en la marina estaban enterados de la capacidad adquisitiva de los nuevos inquilinos del muelle, porque Morgan oficiaba de mecánico de motores diesel de cuanta embarcación le diera trabajo. Y el dinero ganado lo gastaba invariablemente en cigarrillos Pielroja y cervezas compradas en la barra del club para seguir endulzando la oreja mestiza de Wendy. Eso era lo único que deseaba Morgan, casarse con una mestiza hermosa y vivir de cualquier cosa. Lejos de sus hijas, que le habían perdido el rastro en Curazao, cuando intentaron hacerlo regresar a Inglaterra prometiéndole la tranquilidad de un hogar geriátrico con canchas de críquet. «Imposible», decía Morgan cuando recordaba el futuro que le tenían preparado, mientras le pegaba profundas caladas a su cigarro sin filtro. No sobra decir que Wendy sí quería casarse con un extranjero pero para llevar una vida de extranjera, en otro país, de esposa de un rubio con yate, dándose la gran vida en un mar azul con camisita guayabera, pero no deseaba casarse para seguir de lo mismo, cocinándole y haciéndole el amor a un inglés viejo con apellido de pirata, borracho y fumador.

Yamal pagó el primer mes del muelle en dólares. Doscientos cincuenta, con derecho a luz y agua. Pero al vencerse el segundo caminó con determinación hacia la oficina de Olafo (así le dicen algunos al australiano), y se metió allí con una botella de ron. Para discutir de negocios», dijo. Salieron a eso de las Cuatro de la tarde con síntomas de algún mareo y una buena amistad de por medio. A la mañana siguiente, con ayuda de algunos advenedizos que esperaban propina, Yamal desmontó la vela mayor y la génova, y las vio partir para siempre en una carretilla empujada por los fortachones brazos del hermano de Candelaria, estibador bien pago encargado también de bucear los muertos y los cabos para las maniobras de atraque. En eso consistió el negocio de la tarde pasada con Olafo: ocho meses de muellaje a cambio de los trapos del Sanri. Y con ello también quedó al descubierto una de las tantas maneras que tenía el turco para sobrevivir. No era del tipo de personas que se aferraban a las cosas porque sabía, y esto se le notaba en la mirada, que siempre tendría un barco para navegar, uno para vivir, uno para negociar, uno para amar, uno para traficar. En su vida siempre habría un barco. Y siempre lo había tenido, como dan fe las diferentes versiones de su lugar de origen, atravesadas todas por historias del mar. Algunos decían que Yamal les había dicho que había nacido en un humilde hogar de pescadores muy cerca de Ankara, a orillas del río Kizilimak, y que tardó mucho en llegar a conocer la vastedad del océano. Otros dicen que dijo, que eso era falso porque fue arrojado por su madre en un cesto de basura en el populoso puerto de Trebisonda, recogido por una familia de gitanos que lo llevaron a recorrer Armenia, Georgia y Azerbaiján hasta que, harto de pasar trabajos, emigró a Odessa en busca de oportunidades. Pero la más probable es que fue niño en Istambul y que a muy temprana edad ya estaba surcando los mares en pesqueros griegos con quienes comerció hasta que pudo hacerse a su propio barco aceitunero.

Igual daba para todos que Yamal hubiera sido lo que decía en su versátil forma de comunicarse. No hablaba buen español, ciertamente, pero entendía a la perfección los ademanes e interjecciones de los costeños más barriobajeros de Cartagena. Y se hacía entender por ellos en una mezcla de griego, turco, francés, catalán, portugués, italiano y español. Y en todos los idiomas las palabrotas eran las primeras que sonaban sin importar si su interlocutor era un capitán holandés o su novia Julieta. Groserías que irritaban a Morgan hasta obligarlo a usar la palabra shit. Palabra que jamás decía en público y se la guardaba para sus abluciones matutinas en las duchas del muelle: servicio que Olafo muy cortésmente no le había suprimido amén de su mala situación económica y de que Yamal lo hubiera corrido del Sanri por anciano decrépito, disociador y agua fiestas.

El viejo capitán de aviación sí hablaba mal de Yamal a sus espaldas. No lo consideraba un buen hombre y en muchas ocasiones trató de enemistarlo con los dueños del muelle. Pero Yamal tenía un don difícil de opacar. Así como escandalizaba a la gente de bien «amuellada» en la marina, propasándose en bacanales a bordo del Sauri, igual los podía encantar con su simpatía de cirquero traga fuegos, sus melodías musicales y su gruesa voz gritando palabras de otros tiempos. Tenía un aparatico de shawarma y con él hacía las delicias de los comensales cuando le daba la gana. Preparaba el cordero con especias de ultramar y lo enrollaba con suma paciencia en el eje del asador. Y luego, mientras bailaba y se emborrachaba, hacía una suerte con dos cuchillos, trenzándolos en el aire en figuras marciales, y cortaba delicadas lonjas para cada uno. Nadie podría resistir el número de Yamal y su asador medioriental. No quedaba menos que abandonarse a los devaneos del turco y dejarse encantar el oído con esas melodías que en segundos transformaban esa marina caribeña sobre la bahía de Cartagena en un rústico estadero sobre el mar Egeo, de esos con cabezas de toro ensartadas en la pared, donde mujeres de piel aceituna se abandonan a los placeres paganos. Porque Yamal era Odiseo y Circe y las sirenas y el Cíclope al mismo tiempo. No tardaron estas hecatombes en hacerse famosas en Manga, barrio cartagenero notable por sus construcciones moriscas, con solares inmaculados que alguna vez fueron calabozo de princesas raptadas por una horda de moros bullangueros, presas de amor en este mar lejano, y comenzaron a llegar las ninfas de sociedad al club Náutico a instalarse en las sillas del bar para amansar los calores tropicales bajo la techumbre de paja, con el recóndito cometido de admirar y ojalá conocer a ese macho altanero que desatendía con vitalidad las frágiles normas de comportamiento en sociedad.

Es Soledad una mujer de cincuenta y largos años, gerente de una agencia de viajes en el barrio Bocagrande. Le había tocado sufrir una tragedia en los Estados Unidos, cuando se fue de la mano de su enamorado gringo con la ilusión de formar un hogar estable en un país sin problemas. Lo cierto fue que apenas llegó a suelo ‘americano’ el mozuelo destapó un as de oros que se había guardado hábilmente en la manga. Era casado, y todo lo que ofrecía era un modesto apartamento, al que acudiría una vez a la semana. Su trabajo sería de concubina escondida, latina en celo, sedienta de sexo, cosa que hizo a cabalidad durante el mes que soportó su dignidad. Se devolvió para Colombia con el vientre cargado de un niño que jamás conoció la tragedia de su madre ni a su padre. En esas condiciones la encontró Yamal. Aunque de eso hubiera pasado mucho tiempo, Soledad tenía en sus ojos dos lágrimas atrapadas de por vida. Trabaron amistad sin recato y más de una tarde la pasó el turco en su compañía, en el pequeño departamento junto al club. Al principio Soledad se dio a la tarea de rememorar y sufrir, pero con el paso de los días el encantamiento de Yamal y sus cuidados de hombre de un sólo día fueron surtiendo efecto. Comenzó a sonreír con soltura, a vestirse de flores y a divertirse con poco, como lo hacía Yamal. Ella insiste en que no hubo amoríos de por medio, pero que Yamal la sacó de una pena de tantos años y le enseñó a no sentirse avergonzada por el mal pasado.

Yamal tenía la palabra perfecta para cada una de sus admiradoras. Era capaz de seducir a la mujer barbuda convenciéndola de su original belleza, y pasearse con ella de la mano como si estuviera junto a la más hermosa que hubiera conocido. En esto era sincero. Cuando salía con Julieta, una mujer con tan pocas carnes que apenas le cubrían los huesos, no soportaba que nadie (fuera policía, banquero o vendedor de pescado) la mirara. Y si lo hacían sacaba su cimitarra y amenazaba con todos los idiomas para defender el honor de su doncella. Le fue fiel mientras duraron de novios, así le gritara a veces, en momentos de iracundia. «muñeca maldita», como si fuera el alcahuete de un burdel de baja estofa. Pero Julieta fue cayendo en desgracia en la medida en que aumentaron sus excesos junto al turco. Si bien se consideraba una mujer rumbera y criada en la calle desde muy chica, no aguantó la marcha de Yamal y con los días su mirada se fue perdiendo en un vaho narcótico del que sólo salía para seguir bebiendo y fumando lo que se le pusiera enfrente. Yamal, por el contrario, se hacía más fuerte cada día y es muy probable que ya viviera en el delirio cuando decidió echar a su muñeca maldita para siempre. Cayó en una especie de depresión sedienta que agotó las arcas en rones primero, aguardiente después, alcohol etílico con colombiana más tarde, y cuando ya no le quedaba ni para el chirrinche, se comenzó a beber las lociones de los barcos vecinos.

Del Sanri ya no quedaba nada que valiera la pena. Quedó convertido en una tina flotante llena de telas colorinches, una vez vendido lo último que lo identificaba como velero: el mástil, la cruceta y la botavara. Lo demás había salido de acuerdo con sus necesidades, como si se tratara de un banco acuático que, fuera como fuere, caminaba hacia la quiebra. Vendió la rosa, el timón de viento y el automático, el GPS, la sonda electrónica, el radio de VHF y el SSB, los backstays, los stay, los obenques, las jarcias, la roldana, las pastecas, los tres winches, las escotas y cabos, el spinaker, el barbotín del ancla, el ancla, las cornamusas, la nevera, dos baterías, el alternador, las bombas de achique, la pipa de gas y la estufa, dos lavamanos, los únicos tres mamparos, la mesa, todas las cartas de navegación, la herramienta, el generador, el zodiac con su motorcito de quince caballos, un juego de remos, siete salvavidas, tres juegos de bengalas y chalecos de seguridad. Las luces de navegación se las encimó a los que compraron el mástil.

La mañana del 4 de febrero de 1996 un grupo de hombres pertenecientes a extranjería del DAS (Departamento Administrativo de Seguridad) arribaron al club en siniestra redada. Se acercarían a todos los veleros para verificar que los permisos de Capitanía de Puerto estuvieran vigentes. Los extranjeros que se enteraron con anterioridad se habían desamarrado del muelle y se encaminaban hacia Puerto Obaldía en Panamá con la intención de regresar con un nuevo zarpe que les posibilitara tres meses de extensión a su regreso. Morgan intentó salir en distintos barcos sin éxito alguno y a la hora de la pesquisa se había logrado esconder en las sentinas del Dragón, velero vecino del Sanri. Salió al anochecer con claros síntomas de lumbago, porque nadie le avisó que la redada había terminado cuando los detectives encontraron a un hombre descamisado que les amenazó con unas cimitarras mientras cantaba y gritaba consignas en otro idioma. Se llevaron a Yamal preso y delirante, luego de un feroz combate de palabras, y de que algunos marineros amigos del turco lo convencieron de bajar las armas y entregarse a la autoridad. «Me voy a quejar a mi consulado», gritó, mientras salía por el pantalán de la marina, dueño de una seguridad espeluznante. En el club todos quedaron preocupados porque sabían que mientras Yamal encarara los policías de esa manera llevaba todas las de perder y que, en el mejor de los casos, sería deportado luego de una tremenda paliza. Pero nadie estaba dispuesto a presentarse en el DAS a interceder por Yamal, no fuera a ser que los vincularan de alguna manera con un extraño caso policiaco internacional, posible en la medida en que todos conocían la incalculable capacidad que tenía Yamal para meterse en problemas.

El único que realmente se preocupó por la suerte del turco fue Julio César, una especie de asistente esporádico que a veces le llevaba encargos que traía de las Ollas del Corralito. Joven caleño, de unos 27 años, su conexión con la realidad había colapsado en una nebulosa de marihuana mucho tiempo atrás. Era lo que se dice un marigüanista profesional y sin duda un existencialero también. Cuando se enteró del arresto de Yamal pidió una bicicleta prestada y salió con premura de estafeta hacia las dependencias del DAS. En la marina la ocurrencia de Julio César divirtió a todo el mundo, al imaginar la cara del comandante de guardia cuando se presentara el único acudiente de Yamal, lleno de argumentos extrañamente legales, recitados con el fervor de un político de izquierda. Hubo apuestas de por medio. La mayoría se inclinaba a pensar que Julio César sería arrestado antes de pronunciar la primera palabra. Había otros, los más pocos, que consideraban al defensor tan absurdo como el defendido, y que por eso mismo bien podrían salirse con la suya. A las once de la noche regresó Julio César con su mirada segura de ojos bien abiertos y se fue directo hacia el Sanri para sacar la maquinita de shawarma. Yamal lo había mandado por ella. Muchos se sorprendieron y le preguntaron si se había visto con el turco. «Claro», dijo Julio César, y no dijo más, dando a entender que sus habilidades de abogado de oficio no eran cualquier pendejada. La hipótesis que se barajó en esa ocasión fue que tratarían de cambiar ese objeto por la libertad. Pero Julio César también cargó la bicicleta con todos los instrumentos musicales, de tal suerte que cuando partió su imagen no daba para pensar que pudiera recorrer más de dos cuadras sin ser detenido por alguna autoridad. Y es que parecía una mezcla del flautista de Hammelin con un bufón medieval montado en una absurda y tercermundista máquina del tiempo.

Y al otro día, cuando la situación de Yamal y Julio César no pasaba de ser un rumor lejano, aparecieron en la marina los dos juntos, montados en la bicicleta con todos sus cacharros, cortando todavía retazos de rancheras y vallenatos, manifestaciones tardías de una gloriosa noche de farra. Hubo aplausos más aterrados que sinceros, acallados súbitamente con un gesto obispal de Yamal.

—La vida… —dijo, mientras destapaba una botella de aguardiente Tapa Roja del Tolima—es una belleza.

Luego apuró un trago y le ofreció uno a Julio César sin que nadie musitara nada. Y aunque todos creían que hacían silencio para escuchar las anécdotas de los dos, lo cierto es que el turco inspiraba respeto cuando hinchaba sus pulmones, así fuera con aguardiente.

—Les presento al vicecónsul de Turquía, señores —dijo mientras señalaba con su mano abierta a Julio César, que a su vez hizo una venia diplomática de lo más acertada y se ubicó junto a Yamal como si estuviera a punto de ser condecorado en su primer día de trabajo.

La noticia de verdad dejó impávidos a todos los asistentes, mucho más cuando se enteraron de que era un proyecto serio y que iban a exigir al Ministerio de Relaciones Exteriores colombiano un Consulado de Turquía en Cartagena.

—Y ahora ¡A celebrar que la vida es corta!—gritó con un fajo de billetes en la mano que tiró sobre la barra—. One drink for me and for all my .friends.

Luego se supo que Yamal había hecho su show de encanta serpientes en medio de las cobras, y que cuando ya era libre, a eso de las cuatro de la mañana, lo convencieron con dinero para que continuara divirtiéndolos. Hubo chicas y rones y música y cordero gracias a Yamal, el único hombre capaz de convertir un arresto en una dicha y un calabozo en un burdel.

Y Julio César, que tan perdido estaba antes del encuentro con el turco, quedó mucho peor después del nombramiento. Un Sancho Panza de corazón que no necesitó de muchas pruebas para convencerse de la hidalguía de su señor, despojado de su trono con la misma rapidez con que lo había obtenido gracias a la habilidad verbal de Carlos Mayolo, director de cine que vacacionaba por allí, que lo apodó como El Viciocónsul de Turquía.

A todas estas, Morgan había recibido un telegrama de sus hijas, avisándole que en menos de dos semanas llegarían por él para que disfrutara de las bondades del primer mundo. Y culpó a Yamal de esa infidencia. Sólo estaba esperando el momento oportuno para cantarle la tabla en un lenguaje soez que jamás había utilizado con otra persona. Sus días de gloria estaban contados, a no ser que la promesa hecha por unos marinos holandeses resultara cierta. Por ahora se encontraban recorriendo Colombia por tierra pero a su regreso enrumbarían hacia la isla de Cuba con la intención de hacer un documental sobre la situación. Y allí, querido capitán Morgan, le habían dicho, usted encontrará con facilidad la mujer de sus sueños.

Muchos dicen que la buena estrella del turco desapareció cuando, en un enfrentamiento de palabras con Morgan, perdió los estribos y le dio una tunda que casi acaba con el viejo.

Desde ese momento la rueda de la fortuna le mostró su amarga cara. No tenía dinero ni forma de conseguirlo, su alcoholismo tocaba los límites, le daba el síndrome de abstinencia. Tomaba alcohol etílico de farmacia y no comía nada. Hasta que la situación lo obligó a pararse junto a una pizzería donde lo conocían a media cuadra del muelle y pedir monedas a cambio canciones. Los dueños del negocio recogían los sobrados de los almuerzos corrientes y se los entregaban para que comiera en el traspatio, junto a un enorme mango centenario. Y cuando caminaba por las calles, una bandada de mariamulatas, pájaro símbolo de la ciudad, lo sobrevolaban, lo asediaban, se le mandaban encima graznando con fiereza, como si de su peor enemigo se tratara. Yamal las enfrentaba con valentía, sacaba su cimitarra y se defendía mientras les gritaba improperios. Les cantaba, las retaba a duelo y deliraba por las calle como cualquier demente escapado de un frenocomio. Entretanto los lugareños comenzaron a desconfiar del turco, lo dejaron de saludar. Se cambiaban de acera y evitaban a toda costa el roce con ese personaje. Todo porque un agüero popular reza que cuando las mariamulatas se ensañan contra alguien es seguro que tiene pactos o deudas con el diablo. Y así las cosas, Yamal se fue quedando solo.

Cuando ya nadie daba cinco centavos por el turco, apareció de nuevo en el muelle, se dirigió a la oficina de Olafo y canceló los meses que adeudaba. Después fue al bar y pagó con dólares una botella de whisky. Hizo una llamada desde la barra, sonriente. Colgó el auricular y se dio cuenta de que había por lo menos ocho bocas abiertas mirándolo de soslayo.

—Los negocios —dijo.

Antes del anochecer, el rumor era que unos tipos le habían entregado 20.000 dólares para que alistara el Sanri y se dispusiera a viajar a Curazao. Un marinero lo vio conversando con la gente de una camioneta roja, con vidrios polarizados, estacionada en un rumbeadero cercano al club de Pesca. Con eso bastó para que Yamal se ganara de nuevo el respeto de todos y se llenara de asistentes que le traían cosas desde el Corralito. Gastaba en dólares a mano suelta. Pagaba los taxis con billetes de 20 y le dejaba el cambio al chofer. Hacia bacanales en el Sanri, donde los vicios y las mujeres estaban a pedir de boca. A veces salía con Julio Cesar rumbo al mercado de Bazurto a comprar provisiones que luego regalaba a familias desconocidas de barrios populares. Había vuelto más poderoso, con ganas de comerse el mundo a dentelladas.

Dos meses después llegaron al muelle unos hombres que se bajaron de una camioneta roja, con vidrios polarizados. Se instalaron en el bar y se hicieron servir whisky. Llevaban un casete de música ranchera que cantaron a voz en cuello mientras se emborrachaban. Yamal llegó a las cinco de la tarde. Venía acompañado de dos mulatas caderonas.

—Caballeros —gritó cuando los vio. Les hizo señas a las chicas para que lo esperaran en el barco y se sentó a tomar whisky con ellos. Cantaron rancheras, bailaron vallenatos, echaron chistes gruesos. Y antes del anochecer se marcharon. Yamal iba con ellos. Estaba sobrio, según dicen.
—Negocios –dijo, cuando se dirigía a la camioneta. Eso fue en los últimos días del mes de septiembre del año de 1997 y jamás se volvió a saber de Yamal en el muelle. A los seis meses la marina colombiana se llevó el Sanri y lo amarraron a la base naval durante dos años. Luego se supo que lo remataron como chatarra.

Morgan logró viajar a Cuba y casarse con una linda cubana. Se separó pronto y continuó un incierto itinerario hasta Grenada, desde donde escribió una carta en la que agradecía las atenciones y contaba de los sitios donde estuvo después de Colombia: Panamá, Ecuador, Venezuela, Trinidad, Tobago y Saint George. El Vicecónsul vagó por el muelle durante unos meses, hasta que se convenció de la desaparición de Yamal, Procónsul de Turquía, y se marchó a Popayán. Wendy se ennovió con un gringo de yate, pero en una salida al Tayrona, cuando atravesaban el cabo de la Aguja, una mareta los lanzó contra las piedras y el barco se hundió. Por suerte se salvaron, aunque se acabó el noviazgo. Hoy vive feliz en Estados Unidos con otro.

En Agosto de l998 Soledad se acercó a una mesa de marineros que departían al son de unas cervezas en la pizzería.

—¿Alguno de ustedes sabe idiomas? –preguntó.
—¿Qué idioma? —preguntó uno de ellos.
—Muchos –dijo ella—. Para que me ayude a traducir esto.

Desdobló un papel y lo puso sobre la mesa. Eran seis líneas escritas en todos los idiomas que dejaban entrever a un hombre en problemas en la isla de Saint George. Lo único que se entendía con claridad era “cien dólares please”. Uno de ellos miró el papel de arriba abajo y murmuró.

—Eso parece escrito por Yamal.
—¿Tu lo conociste? —preguntó Soledad con entusiasmo mientras tomaba asiento.

Y esa noche brindaron muchas veces por la memoria del pirata, recordando cada momento de su vida en Cartagena, como queriendo alimentarse de toda esa vitalidad que se le escapaba por los poros a Yamal.

Uno de los marinos era yo.

Más de dos mil mujeres faenan, mariscando, en la ría de Vigo. El fruto es, sobre todo, el croque o berberecho y la almeja con todos sus sabrosos travestismos: fina, babosa, japonesa, rubia, bicuda. Y también navaja, carneiro, reló, zamburiñas, ostras, ostión… Tribus de moluscos que se ocultan o mimetizan en los fondos cuando el mar se repliega. Y entonces llegan ellas para arañar o cavar en el lecho, con sus pequeños rastrillos o con azadas. Calladas, encorvadas hacia la arena, moviendo enérgicamente los brazos a contrarreloj, la mirada concentrada como si cada bivalvo fuera un pequeño grano de oro.

La luna es la diosa. Cuando la luna se llena con cara feliz de madre clueca, como un melocotón en almíbar, se abren como nunca las carnes de la ría, mareas bajísimas, y el arenal se ofrece como una bandeja promisoria para las madres del mar. Las mareas milagrosas son en tiempo de plenilunios de Pascua (Ramos y Ceniza), y también son buenas las de San Martiño, que era amigo de los astros. Hay un libro de ancestros ahí arriba, en la bóveda de la ría, en el que las madres leen con la exactitud de una tabla de mareas.

Hay días, como hoy, en que la diosa luna anda huida. Al amanecer, por la boca de la ría, cabalgando sobre las islas Cíes, han entrado jinetes oscuros, nubarrones tremendos, que ponen el mar del revés e inyectan hasta el tuétano de los huesos una humedad antigua, de líquenes y reuma. Ellas han bajado igual.

Las de Moaña son seiscientas. Las madres del mar mejor organizadas. Faenan todo el año porque han puesto fin al imperio de los intermediarios, se han marcado cuotas, evitan la esquilmación y siembran y cultivan el mar como un labradío de común. Vienen del litoral pero también, en grupos parroquiales, de las aldeas de los montes del Morrazo: Berducedo, O Cruceiro, Abelendo, Domaio, Meira, O Caero, O Latón, O con. Bajo la tormenta, por caminos de anfibios, con las ropas de agua y los pertrechos, envueltas en jirones de niebla, parecen extras de una película de ciencia-ficción.

Pero son tan reales que traen la casa a cuestas.

Carmen Otero, por ejemplo, ha venido desde Barbucedo. Anda por los cuarenta y pico. Su marido trabaja de peón. Le pagan poco. Carmen se ha levantado a la hora de la lechuza, cuando Vigo, la urbe atlántica, varada allá enfrente, parece aún la Gran Nave Galáctica de las Almas en Pena, una Santa Compaña de fluorescencias y neón. Después de rastrillar los campos marinos, con sus croques y almejas, se irá a labrar la tierra del maíz, con la ayuda de su burro Rubio, compañero de fatigas agrícolas desde hace siete años. No tiene tiempo para hablar. Cuando termina el pesaje, sale a paso apurado hacia la aldea.

—¿Entrevista? ¿Por qué no entrevistas a la princesa Lady Di?
—Me gusta más usted.
—Mira, neniño, no estoy para charlas. Tengo que trabajar la tierra, alimentar a los animales, hacer la comida…
—¿Qué va a hacer de comer?
—Pollo. Pollo y patatas.
—¿El pollo es de casa?
—¡Claro!
—¿Lo mató usted?
—No. Yo no soy capaz. Me da pena. También los corderos me dan pena. Lo mató mi hijo. Le hace un corte aquí, por el cuello, y ya está… Además, ¿a quién le importa quién mató el pollo?
—¿Comen marisco?
—Croques sí. Almejas, no. Con lo que te dan por un kilo de almejas puedes comprar cosas más necesarias.

Miro sus orejas agujereadas, el lugar de los pendientes. No sé por qué, pregunto: ¿Hay algún regalo que recuerde con especial cariño?

—Nunca me han regalado nada, ¿terminamos?
—Espere. Sólo una pregunta. ¿Le cuenta cuentos a su nieta para dormirla?

(¡Bien! He conseguido que sonría y le brillen los ojos).

—No. Es ella quien me los cuenta a mí y me duerme. Tiene cinco años. Se llama Duvinila…

También cuida de una nieta, Amelia, de A Paradela, un lugar bajo el monte Agudelo. La visión de la niña, peinarla, le hace feliz. Es la cría de una de sus tres hijas. La tuvo de soltera. “Mejor así, en casa”, dice con su mirada azulada, como si le aliviase saberla libre de un destino no querido. Y en la aldea ha dejado “desayunado” un pequeño mundo animal: dos terneros, un burro, dos cerdos, gallinas y ovejas. El marido está embarcado. Por las Malvinas, antes. Ahora, por el Mar de la Plata.

Es el caso de muchas de ellas. Casadas con pescadores, con hombres del mar. Algunos cerca, en la árdora, en la bajura. Otros, a cientos o miles de millas. En el Banco Sahariano, en el Gran Sol, en Terranova, en las Malvinas, en el Índico. Adiós, un beso, hasta dentro de cinco meses. En fin, para qué contar.

Las lumbalgias. Ésa es la dolencia más frecuente, dicen los médicos. Ellas lo expresan, sin quejarse, echando las manos a la espalda. Hay otra, un eufemismo, “los nervios”. Evitar que los nervios se metan en la cabeza, ése es el desafío cuando la vida se presenta en forma de alimaña y enseña los dientes.

La lumbalgia puede ser también una metáfora. He visto radiografías de la columna de mujeres mayores que arrancaron sobre la cabeza pesos de hasta ochenta kilos. Las cervicales parecían nudos de un castaño centenario. Sus espaldas han soportado el peso del mundo.

Así deben de ser las vértebras de María. María Collazo, de sesenta y tres años, comparte el marisqueo con el cultivo de flores para vender. De los berberechos y la almeja se va a ala margarita reina, las cinias, las dalias y las siemprevivas. “Cuando rastrillo en la playa o rareo en la hierba, pienso mucho en lo que fue mi vida. Y tengo ganas de descansar”. Viuda, tiene todavía un hijo a su cargo. “Es bueno, pero a veces le vienen rarezas a la cabeza, dicen que es porque se tragó el parto antes de nacer”. María tiene una pierna de palo, por una gangrena de la infancia. “En casa tengo una ortopédica, pero no me da gracia al andar”. Esta que lleva es de madera de nogal. Se la hizo un carpintero de Tirán. “También mi hijo sabe hacerlas, es muy mañoso para todo. ¡Ay, si no tuviera esas rarezas!”.

Ahora, viéndolas inclinarse bajo la tormenta, sigue dando la impresión de que si estas mujeres desfalleciesen todo el universo de la ría se haría añicos como una fuente de porcelana. Fueron ellas, en Moaña como en otras partes de las Rías Baixas, las que hicieron frente a la meiga azul, a la heroína, que embrujó a tantos jóvenes. Es vital su salario neolítico, arrancando a la mar y la tierra. Y las que tienen el hombre en el mar tratan de tejer los lazos afectivas, sosteniendo los hilos macho y hambre, de padre y madre.

Alicia notó los dolores del primer parto cuando mariscaba en esta playa de Moaña, a las 9.30 de la mañana. Su marido, marinero de la mercante, pudo volver cuando el niño daba ya los primeros pasos. Ella se había casado a los dieciséis años. El banquete, para quince familiares, fue un caldo de tocino. No hubo foto de boda. A la mañana siguiente se fueron a la ribera, a mariscar. Alicia fue guardando su parte para pagar la cama de matrimonio. Sabía lo que era el trabajo. Había ido seis meses a la escuela y de noche. Jornadas interminables en fábricas de conservas. Descargas en el Berbés de Vigo, con la patela (cesta grande), a la cabeza. Cuando aquella primera larga ausencia del marido, con el primer hijo dentro, reparó horrorizada en que no tenía ninguna foto suya. Fueron veintidós meses. “Pasaba las noches recordando sus rasgos, imaginando su cara”. En aquella experiencia, aprendió algunas cosas decisivas. “En la casa de los marineros, debe estar bien visible la foto del padre. Las madres deben enseñarles a los hijos el rostro del padre, hablarles de la dureza de su trabajo, que sepan lo que cuesta ganar el dinero. Y las madres tampoco deben meter en su cama a los críos, porque si lo hacen los pequeños verán en el padre a un intruso, alguien que llega y los expulsa del calor de la madre”.

Alicia Rodríguez tiene ahora cincuenta y un años, cuatro hijos y cuatro nietos. Es cabeza y alma en la organización de las mariscadoras de Moaña. Podría hacer también de portavoz de los trabajadores del mar. Navegó en ocasiones con su marido y sabe lo que es de verdad un temporal. “Se escoraba el barco y te decían “cuenta hasta seis segundos, si no se endereza, nos hundimos”. Sus meses de escuela nocturna los ha suplido con una permanente ansia por saber. Asiste a todos los cursos para gente del mar, el último de radiotelefonista. Hasta hace unos pocos años, los frutos de la ría eran monopolio de unos pocos compradores, y lo sigue siendo en otras partes de Galicia. El primero de octubre se abría la temporada, bajaban familias enteras a la ribera, miles de personas que vivían la ficción de llenar sacas de berberechos. Los precios eran de risa. A los pocos días, ya no quedaba nada que rastrear.

“Había una mafia y la tiramos abajo», dice Alicia, que combina la dulzura de los sentidos con una firmeza granítica.

Costó sangre, sudor y lágrimas. Los conflictos en la ría no son una broma. Alicia recuerda perfectamente el día en que decidieron hacer frente a aquella gente. Había un tratante de chaquetas de cuero y anillo de oro macizo. Decía: “A ti te compro, a ti no te compro…”. Ella le dijo: “No abuses tanto”. Él echó una carcajada: “¡Esta tonta de qué va”. Aquella frase surtió el efecto de una capanada de ira justiciera en su cabeza. Al año siguiente, las mariscadoras se conjugaron. Ni una palabra, ni siquiera en casa. Cuando llego el primero de octubre, dijeron a los compradores: “Nada de mangoneos. A cotizar en lonja, libremente”. Fue la guerra. Amenazas. Zarandeos. Presiones de todo tipo, con políticos del poder conservador por medio. Alicia perdió kilos. Pero las mujeres, las madres del mar, ganaron la batalla del amor propio. “Que nadie nos pisotee. Se acabó”.

Luego vino el resto. Las largas vigilias de vigilancia en las playas. La limpieza y siembra de los arenales. La distribución de cuotas para que seiscientas mujeres, durante todo el año, pudieran tener unos ingresos permanentes. Influir en el mercado: ajustar las capturas según los precios. El sueño siguiente, la utopía que les ronda, es una cooperativa y poder comercializar los propios productos.

En realidad, la ría está llena de heroínas, más anónimas si cabe dentro del traje de aguas, absolutamente indiferentes a toda vanidad mediática. Una foto, una pregunta periodística,no valen un berberecho. Y el mar no para. Va y viene, abre su vientre nutricio y lo cierra implacable.

La historia de Rosa Peréz, cuarenta y siete años, no es antigua, es de ahora, pero parece un cuento de Dickens. A la edad de jugar con las muñecas, Rosa trabajaba en una cordelería en jornadas de tantas horas como años tenía: diez. Y ése era el suelo: diez pesetas. A los doce años cambio de empleo: una fábrica de conservas. Se hizo moza, en los tiempos de la yenka, de Adamo y el Dúo Dinámico. Pero también en la época de las excursiones que acababan en conclaves clandestinos en bosques y playas, donde alumbraba el rechazo a la dictadura de franco. La península del Morrazo fue siempre tierra indómita y Rosa era de esa estirpe. “Yo era rebelde”. Se casó a los veintitrés años. Dos hijas muy seguidas. Se separó de su marido y tuvo que sacar sola adelante a su camada. Y lo consiguió. “Fue duro, no estaba bien visto en aquel tiempo que te separaras”. Llego a trabajar en las obras, conduciendo una hormigonera.

Rosa, desde la infancia, nunca dejo de ir a mariscar a la ribera cuando llegaba la temporada.

“Es un recurso pero también es algo que te engancha. Hubo un tiempo en que estaba visto como cosa de los muy pobres. Pero ahora, cuando ha pasado el espejismo de las vacas gordas, ha recobrado valor. A las mujeres les estima. Es tu cosecha. La ría es como una madre que nos protege”. María Olivia, de treinta y cuatro años, huérfana de un pescador que naufragó en el Cabo de Home, lo tiene claro: “Prefiero cien veces la ría que ir de criada a Vigo”. Amalia, de veintisiete años, es lectora de Tolkien (El señor de los anillos) e hizo salto de altura y atletismo. La ría es ahora para ella el espacio de una maratón interminable.

Hay ancianas que miran por la ventana a la ribera y sienten punzadas de nostalgia.

La madre de O`Caramuxo, una de ellas. Le enseño a coger el longueirón (especie de navaja), un arte muy difícil. Hay que ir pisando fuerte en la arena, distinguir un minúsculo agujero que se abre y, como el rayo, meter a modo de horquilla los dedos índice y corazón. O`Caramuxo es capaz de capturar 300 longueirones. Ha habido auténticos fenómenos en la ría, como Lolo da Viuda, Lolo de Paz o Luis de Maxímo, que cogían hasta mil, pero eso pasó cuando el mundo era mundo. Ahora hay algunos hombres, muy pocos, mariscando a pie. Pepe O`Caramuxo es uno de ellos. Un personaje fascinante, propio de una onvencion de don Álvaro Cunqueiro. Además de mariscador y gran pescador de fanecas y calamares, O´Caramuxo es propietario de once millones de abejas (ciento tres colmenas) que producen miel con sabor a mar, capador de cerdos, cantador de bingo en la Cofradía de Pescadores, constructor de su propia casa (“Llevo nueve años haciéndola”) y compositor de las letras sátiras que todo el pueblo de Moaña tararea en carnaval. ¡Quien fuera O`Caramuxo! La descripción que hace este hombre de cómo se pilla un longueirón, de la vida de las abejas (“Si entra un ratón en la colmena lo matan y lo embalsaman para que no pudra”) o de cómo se canta el bingo (¡La pareja de la Guardia Civil! ¡El 55!) Revela un ingenio envidiable.

—Oye, Pepe- le dice un vecino – el otro día me picó una de tus abejas.
—¿Cómo lo sabes? ¿Le miraste la matrícula!

Es un contador de historias nato. Le han querido llevar de candidato todos los partidos. Pero nada. La ría es su reino. Las mariscadoras, las mejores compañeras que un hombre puede desear. Cuando busca en la arena, vuelve a ser el niño que oye la voz de la madre que le susurra: “Ahí hay oro”.

El oro humilde que la diosa luna siembra cada año en el mar.