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El hambre

Publicado: 8 abril 2015 en Martín Caparrós
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El rascacielos del Chicago Tribune, construido en 1925 en el centro del centro de Chicago, es una idea del mundo. Sube, alto y audaz, más pisos que los que entonces solían tener los edificios, pero tiene, a ras del suelo, la puerta de entrada de una catedral gótica: la tradición como base de la audacia moderna. Y un concepto del poder: empotrados en su frente hay trozos, piedras de otros edificios, como si éste se los hubiera deglutido – y digerido mal. Esos trozos dibujan un reino de este mundo: el Taj Mahal, la iglesia de Lutero, la Gran Muralla china, el muro de Berlín, el castillo de Hamlet en Elsinoor, el Massachussets Hall de Harvard, la casa de Byron en Suiza, la abadía de Westminster, el fuerte de El Álamo en Tejas, el Partenón en Atenas, el castillo real de Estocolmo, la catedral de Colonia, Notre Dame de París, la torre de David en Jerusalén. Son trocitos: los bocados del monstruo. Esos mordiscos armaron el Imperio Americano.

Se me cruzan respuestas: a veces se me cruzan intentos de respuesta pero, fiel a mí, prefiero hacerme el tonto. Cien, doscientas palomas revolotean en banda a buena altura: van, vienen, se cruzan, se confunden. No saben dónde ir; sus alas brillan en el aire, sus movimientos son una ola perdida, tan bella sin querer. De pronto aparece una paloma que llega de más lejos; las muchas se abren, la dejan pasar; la una se pone a la cabeza; las muchas vuelan tras ella, la siguen como si fueran una sola.

Chicago, tarde de invierno fiero, el viento revoleando.

Aquí, en estas calles, en alguna de estas calles, nacieron personas que admiro o que no admiro. Aquí, entre otros: Frank Lloyd Wright, Ernest Hemingway, John Dos Passos, Raymond Chandler, Ray Bradbury, Philip K. Dick, Edgar Rice Burroughs, Walter Elias Disney, Orson Welles, Charlton Heston, John Bellushi, Bob Fosse, Harrison Ford, John Malkovich, Robin Williams, Vincent Minelli, Kim Novak, Raquel Welch, Hugh Hefner, Cindy Crawford, Oprah Winfrey, Nat King Cole, Benny Goodman, Herbie Hancock, Patti Smith, Elliot Ness, John Dillinger, Theodore Kaczynski (a) Unabomber, Ray Kroc (a) McDonald’s, George Pullman, Milton Friedman, Jesse Jackson, Hilary Rodham Clinton –y siguen tantas firmas, que recuerdan que también somos made in Usa.

—Es muy simple, hermanos, es muy fácil: todo está escrito en este libro, y alcanza con aprender y obedecer lo que dice este libro para tener la mejor vida posible, aquí y en la eternidad, toda la eternidad.

Grita, parada en la vereda, una señora negra treinta y tantos, pelo largo planchado, bluyín y chaquetón, anteojos grandes, culo grande, la sonrisa tremendamente compasiva. La señora habla y habla pero nadie se decide a escucharla.

—Miren, vengan: alcanza con aprender y obedecer para tener la mejor vida…

Aquí, en estas calles, hay miles de personas apuradas, hay viento, hay un gran lago que parece un mar y alrededor, más homogéneo, más poderoso aún que en Nueva York, el capitalismo concentrado y refulgente bajo forma de edificios como castillos verticales: superficies de piedra, acero, vidrio negro que colonizan el aire, lo fragmentan, lo transforman en un tributo a su poder. El aire, aquí, es lo que queda entre esas fortalezas, y las calles anchas, limpias, tan cuidadas, son el espacio necesario para que se luzcan. No sé si hay muchos lugares donde un sistema –de ideas, de poder, de negocios– se haya plantado con semejante imperio. Chicago –el centro de Chicago– es una ocupación brutal, absoluta del espacio. Durante muchos siglos ésa era la tarea del rey, que erigía su palacio o fortaleza, y de su Iglesia, que una catedral, para marcar de quién era el lugar: para imprimir en el espacio su poder. En cambio aquí son docenas de empresas poderosas las que llenan el aire con sus edificios, y nada desentona.

Chicago es un festival de la mejor arquitectura que el dinero puede comprar: cuarenta, cincuenta edificios corporativos construidos en los últimos cien años, cada uno de los cuales calificaría como el mejor de Buenos Aires, dos o tres de los cuales calificarían entre los diez mejores de Shanghái –porque así está el mundo. Uno de los primeros diseñadores de la ciudad, Daniel Burnham, escribió en 1909 la idea básica: “No hay que hacer planes modestos, porque no tienen la magia necesaria para calentar la sangre de los hombres”. Aquí los edificios tienen la magia necesaria, la labia requerida: explican, sin la sombra de una duda, quiénes son los dueños. Entre las fortalezas no hay edificios modestos, negocios de chinos transplantados, restos de otro orden, callejones, basura: todo es la misma música. Money makes the world go round, canta Liza Minelli –su padre nació aquí–, y Pink Floyd le contesta: Money,/ it’s a crime./ Share it fairly/ but don’t take a slice of my pie.

La señora negra treinta y tantos se toma un respiro: debe ser duro hablar sola tanto rato. Entonces un hombre blanco de 50 o 60, sucio, barba descuidada, chaqueta de duvé verde muy gastada –un sinhogar, les dicen–, se le acerca y le pregunta si está segura de que con aprender y obedecer alcanza:

—Si no estuviera segura no lo diría, ¿no lo cree?
—No, yo no.

En estas calles las veredas están limpias impecables, las vidrieras brillan; pasan señores y señoras que llevan uniforme de trabajo: trajecito de pollera o pantalones para ellas, sus tacos, sus carteras; traje oscuro con camisa clara para ellos. El hombre blanco –se ve– no quedó satisfecho con la respuesta de la mujer negra y vuelve a su refugio, diez metros más allá: su refugio es un cartón en el suelo y sobre el cartón un bolso reventado, una manta marrón o realmente sucia, un plato de plástico azul con un par de monedas. Al costado de su refugio tiene un cartel que dice que tiene hambre porque no tiene trabajo ni nadie que le dé de comer: “Tengo hambre porque no tengo trabajo ni quién me dé de comer”, dice el cartel escrito con marcador negro sobre otro pedazo de cartón. Su cartel no pide; explica.

Las veredas están limpias impecables, vidrieras brillan y abundan los mendigos: cada 30 o 40 metros hay uno sentado en la vereda limpia etcétera, dos, tres, cuatro por cuadra sentados en la vereda limpia etcétera con carteles que dicen que no tienen comida.

—Todo está escrito en el libro, mis amigos. Si ustedes no lo leen, si ustedes no lo siguen, la culpa es toda suya. La condena será toda suya, mis amigos.

Grita la mujer negra.

Cuando funciona es cuando más me deprime. En Calcuta, en Madaua, en Antananarivo siempre se puede pensar en la falla, en lo que queda por lograr. Ésta es una de las ciudades más exitosas del modelo más exitoso del mundo actual: Chicago, USA. Y todo el tiempo la sensación de que no tiene gran sentido: tanto despliegue, tantos objetos, tanto reflejo, tanta tentación tonta. La máquina más perfecta, más inútil. Gente que se esfuerza, que trabaja muchas horas por día para producir objetos o servicios relativamente innecesarios que otras personas comprarán si consiguen trabajar muchas horas por día produciendo objetos o servicios relativamente innecesarios que otras personas comprarán si consiguen trabajar muchas horas por día produciendo objetos o. Como si un día fuéramos a despertarnos amnésicos –por fin amnésicos, gozosamente amnésicos– y preguntarnos: ¿y para qué era que era todo esto?

(Lo necesario –lo indispensable– es un porcentaje cada vez menor de lo que nuestro trabajo nos provee. Más aún: el grado de éxito de una sociedad se mide por la proporción de mercaderías innecesarias que consume. Cuanta más plata gasta en lo que no precisa –cuanta menos en comida, salud, ropa, vivienda–, suponemos que mejor le ha ido a ese grupo, ese sector, ese país.

Aunque, también: ¿qué pasaría, en un mundo más igualado, con todas esas cosas bellas que sólo se hacen porque hay gente a la que le sobra mucha plata? Aviones coches barcos casas de vanguardia relojes finos grandes vinos el iphone los tratamientos médicos personalizados. ¿Un desarrollo igualitario siempre es más lento y más oscuro?).

Aquí supo haber mártires. Durante muchos años, para mí, Chicago fue un nombre con dos significados: el lugar donde Al Capone y sus muchachos mataban con ametralladoras primitivas en películas que se veían en blanco y negro aunque fueran color; el lugar donde miles de trabajadores encabezaron las luchas por la jornada de ocho horas y, en 1886, cuatro fueron colgados por eso: los Mártires de Chicago se volvieron una figura clásica de los movimientos obreros, y la razón por la cual el 1º de Mayo se convirtió en el Día del Trabajo en casi todo el mundo –salvo, faltaba más, en los Estados Unidos de América.

Treinta y ocho años antes, en 1848, mientras el señor Marx publicaba en alemán y en Londres su Manifiesto Comunista, mientras Europa se rebelaba contra sus varias monarquías, aquí en Chicago capitalistas entusiastas veían en esa confusión grandes oportunidades de negocios. Aquí en Chicago, ese año, se inauguraba el canal fluvial y los primeros trenes que la conectarían con la costa y la convertirían en el gran centro del comercio de carnes y cereales del norte; ese año se terminaban de construir los primeros elevadores de granos a vapor, unas máquinas ingeniosas que permitían usar silos de un tamaño nunca visto; ese año, también, se abrió una sala donde los granjeros que vendían sus productos y los comerciantes que los compraban se reunían a negociarlos: el Chicago Board of Trade, el ancestro del Chicago Mercantile Exchange o, dicho de otro modo: el mercado que ahora decide los precios de los granos en el mundo.

—Todo está escrito en el libro, mis amigos.

Grita la mujer negra.

El edificio tiene 200 metros de alto; es una masa maciza, impenetrable, de piedras grandes y ventanas chiquitas y arriba, en lo más alto, una estatua de diez metros de Ceres, la diosa romana de la agricultura: maíz en una mano, en la otra trigo. Abajo, junto a la puerta, unas letras talladas dicen Chicago Board of Trade; el edificio fue inaugurado en 1930, mientras los Estados Unidos caían en la crisis más bruta de su historia. A sus lados, dos edificios del más riguroso neoclásico, de cuando los americanos descubrieron que eran un imperio –y quisieron parecerse al más famoso–: el edificio neoclásico de un viejo Banco Continental que ahora compró el Bank of America; el edificio neoclásico de la Reserva Federal, sucursal de Chicago. Las banderas de estrellas están por todas partes: el poder hecho piedras y banderas.

—Bienvenido.

Me dice Leslie, la mejor sonrisa, una chaqueta rosa, de un rosa muy rosado. Leslie –llamémoslo Leslie– es corredor de una de las cuatro o cinco grandes cerealeras del mundo, una empresa que mueve decenas de miles de millones de dólares por año, y va a llevarme a conocer la Bolsa a condición de que no diga su nombre ni el nombre de su empresa. Leslie –llamémoslo Leslie– se da cuenta de que lo miro raro y me explica que la chaqueta es, cómo decirlo, un accidente:

—Es el mes de concientización sobre el cáncer de mama, la usamos para hacer que la gente piense en el cáncer de mama.

Me dice, y que es una buena causa y que siempre es bueno colaborar con una buena causa. Después me dice que entremos, que tenemos mucho por recorrer: que la Bolsa es un mundo, dice, todo un mundo.

—Esto es un mundo con sus propias reglas. A primera vista pueden parecer raras, difíciles, como si quisiéramos que los de afuera no supieran lo que pasa acá adentro. Pero yo te las voy a explicar hasta que las entiendas.

Me dice, me amenaza.

El piso –se llama “el piso”– de la Bolsa de Chicago tiene más de 5.000 metros cuadrados, media hectárea de negociantes y computadoras y tableros electrónicos. El piso de la Bolsa de Chicago es como una catedral: una gran nave vagamente redonda de techos altísimos y, justo bajo el techo, muy arriba, en el lugar de los vitrales de los santos, una guarda de luz que la rodea: miles de cifras en marquesinas de diodos verdes, rojos y amarillos, cotizaciones, cantidad de compras y de ventas, subas y bajas, pérdidas y ganancias: la razón comerciante hecha cifras que cambian todo el tiempo.

Más abajo, aquí abajo, el piso de la Bolsa de Chicago está dividido en pozos –pits– con funciones distintas: hay pozo de maíz, de trigo, de opciones de maíz, de opciones de trigo, de aceite de soja, de harina de soja. Cada pozo es un círculo de diez metros de diámetro rodeado por tres filas de gradas. Adentro, de pie, tres o cuatro docenas de señores, muchos con su chaqueta rosa, parecen aburridos: unos miran la pantalla que les cuelga de la cintura, otros leen un diario, alguno mira el pelo del de al lado, la ropa del de al lado, el tedio del de al lado, otro la punta de sus zapatos relucientes; muchos miran el techo, miran las cifras de las marquesinas o sus tabletas donde tienen más cifras, más cotizaciones –hasta que, de pronto, alguien grita algo que nunca logro entender, y se despiertan. Gritan y se miran: un gallinero sin gallinas, puro gallo educado pero gallo. Enarbolan talonarios en blanco, se hacen gestos con las manos y los dedos, miran nerviosos las pantallas de cintura, los números del techo. Por un minuto, dos, todos cacarean, lanzan manos al aire, ensayan aspavientos; después, tan súbito como empezó, el movimiento se vuelve a disolver en catatonia.

—Acá todo tiene un sentido. O, por lo menos, nos gusta creerlo.

Dice Leslie –llamémoslo Leslie–, y me explica que los meneos de las manos –la palma hacia afuera o hacia adentro, los dedos juntos o separados, a la altura del pecho o de la cara– quieren decir compro o vendo, cuánto, a cuánto, y que se entienden.

—Pero la mayor parte del tiempo parecen aburridos.
—Bueno, porque ahora casi todo se hace en las pantallas. Hace unos años había días que acá no se podía ni caminar de tan lleno que estaba.

Ahora se puede. Las tormentas intermitentes de los gallos son como un dinosaurio bipolar, una mímica en honor al pasado venturoso. Todo parece un poco forzado, como fuera de lugar; así era este negocio hasta hace diez o quince años. Ahora todo esto es una parte muy menor. La mayoría –más del 85 por ciento en estos días, y la cifra avanza– se hace en otro lugar, en ningún lugar, en las pantallas de las computadoras del mundo, en los rincones más lejanos. Chicago ya no es Chicago; es otra abstracción globalizada.

Después le pregunto a Leslie –llamémoslo Leslie– si cree que este lugar, el templo, va a durar:

—En algún tiempo esto va a desaparecer, ¿no?
—Es difícil pensar que puede desaparecer. Ya lleva más de 150 años, y yo me he pasado la mitad de mi vida acá. ¿A vos te parece que puedo pensar que no va a estar más?
—No sé. ¿Pero creés que va a desaparecer?
—Sí. Supongo que a mediano plazo sí.

Pero, todavía, en los pozos de cada grano –en las pantallas de las computadoras– miles y miles de operaciones incesantes van “descubriendo” el precio a través de la oferta y la demanda. Chicago ya no es el lugar donde todo se compra y se vende pero sigue siendo el que fija los precios que después se pagarán –se cobrarán– en todo el mundo. Los precios que definirán quién gana y quién pierde, quién come y quién no come.

Recuerdo, de pronto, tardes en Daca, noches en Madaua pensando cómo sería este lugar, donde tanto se juega. Y supongo –pero es injusto o no tiene sentido o no tiene sentido y es injusto– que aquí nadie pensó nunca en Daca ni en Madaua.

—El mercado es el mejor mecanismo de regulación para mantener los precios donde deben estar. Nadie puede controlar un mercado, ni siquiera los especuladores más poderosos.

Me dice Leslie.

—Este lugar ayuda a bajar los costos de la comida en todo el mundo.

Me dice otro corredor, un señor bastante gordo que transpira copioso. Yo intento no juzgar lo que me dice: le pregunto cómo.

—Creando un mercado transparente que provee liquidez a todos los involucrados. Se necesita que haya gente y empresas que arriesguen su dinero para que el mercado pueda funcionar. Eso es lo que hacemos. Y, por supuesto, ganamos plata con eso, si no no lo haríamos.

Lo escucho, no hago muecas. La Bolsa de Chicago sirvió –dicen– para estabilizar los precios. Su gran invento, mediados del siglo XIX, fue el establecimiento de contratos a futuro –los “futuros”–: un productor y un negociante firmaban un documento que los comprometía a que en tal fecha el primero le vendería al segundo tal cantidad de trigo por tanto dinero, y la Bolsa garantizaba que ese contrato se cumpliría. Así los granjeros sabían antes de cosechar cuánto cobrarían por sus granos, los compradores que los procesarían sabían cuánto tendrían que pagarlos. Era –se suponía– una función muy útil del famoso mercado.

La explicación más clara me la dará, tiempo después, en Buenos Aires, Iván Ordóñez, que entonces trabajaba como economista de uno de los mayores sojeros sudamericanos, Gustavo Grobocopatel.

—¿Qué es la agricultura, en el fondo? Es agarrar un montón de plata, enterrarla, y en seis meses desenterrar más plata. El problema es que en el momento de plantar yo sé cuánto me cuesta la semilla, el trabajo, el fertilizante, pero no sé a cuánto se va a vender el grano en el momento de cosechar. Como tengo incertidumbre respecto del ingreso, porque el resultado depende del clima y eso lo hace muy volátil, lo tengo que asegurar. Y lo mismo le pasa al industrial que necesita mi soja para transformarla en harina, o al criador que necesita esa harina para alimentar sus animales. Entonces lo que podemos hacer es ponernos de acuerdo, sobre la base de una serie de datos pasados y presentes, sobre un precio para cuando se coseche. Ésos son los contratos a futuro: obligaciones de compra y venta de algo que hoy no existe. Por eso se dice que éste es un mercado de “derivados”: porque los precios a futuro derivan de los precios actuales de esos mismos productos. Eso me ayuda a estabilizar el precio. Como el mercado necesita volumen, no solamente participo yo que produzco soja y vos que la comprás, sino también un chabón que cree que el precio que nosotros pactamos es poco o es mucho. Ese tipo, que se llama especulador, lo que hace es darle volumen y liquidez al mercado, y consigue que los precios de esos futuros sean confiables.

Cuando escucho la palabra confiable, decía el otro, saco mi revólver.

Hay quienes sostienen que el mercado de las materias primas alimentarias funcionó con esas normas durante mucho tiempo. Pero algo empezó a cambiar a principios de los noventas; nadie, entonces, lo notó; muchos, después, lo lamentaron.

—Ahora hay jugadores nuevos, bancos y fondos que se involucraron en todo esto; antes era un mercado para productores y consumidores, y ahora se ha vuelto un lugar para el juego financiero, la especulación.

Estados Unidos salía de los años de Reagan, cuando millones de puestos de trabajo habían desaparecido –y millones de trabajadores habían sido despedidos– para que las grandes corporaciones pudieran “relocalizar” sus fábricas en otros países, cuando el salario de los trabajadores que quedaban se estancó aunque su productividad subió casi un 50 por ciento, cuando los impuestos a los más ricos bajaron a la mitad. Cuando esos ricos tenían, por todas esas razones y un par más, mucho dinero ocioso y querían “invertirlo” en algo que les sirviera para tener más.

—A mí no me gusta mucho, pero qué puedo hacer. Tengo que seguir jugando, es mi trabajo.

Leslie – llamémoslo– me explica los mecanismos del asunto. Al cabo de un rato se da cuenta de que no termino de entenderlos y trata de tranquilizarme:

—Todo esto se puede sintetizar muy fácil: todos estos muchachos quieren ganar plata. ¿Cómo hacen para ganar plata? Ahora hay muchísimas maneras. Hay que conocerlas, ser capaz de manejarlas: tomar posiciones a mediano plazo, a largo plazo, entrar y salir de las posiciones en dos minutos. Cada vez hay más formas de ganar plata con estos asuntos.

Hay países del mundo –como éste– donde se puede decir que uno hace algo sólo para ganar plata. Hay otros donde no. Pero, en general, es duro decir que uno hace subir el precio de los alimentos sólo para ganar plata. Entonces hay justificaciones: que en realidad los granos suben por el aumento de la demanda china, la presión de los agrocombustibles, los factores climáticos. Leslie –llamémoslo Leslie– es una persona encantadora, henchida de buenas intenciones. Sus amigos –los corredores que me presenta en el piso de la Bolsa de Chicago– también lo parecen. Algunos trabajan para las grandes corporaciones cerealeras, otros para los bancos y fondos de inversión, otros son autónomos que juegan su dinero comprando y vendiendo –y deben tener el respaldo de una financiera que les cobra comisiones por todo lo que hacen. Todos amables, entusiastas, personas tan preocupadas por el destino de la humanidad. Personas que me hacen preguntarme para qué sirve hablar con las personas. O dicho de otra manera: para qué sirve la percepción que las personas tienen de lo que hacen. Para qué, más allá de la anécdota.

—¿Y a veces piensan cuál es el costo de lo que hacen en el mundo real?
—¿A qué tipo de costo te referís? ¿El costo económico, el costo social? ¿De qué costo estás hablando?

2

“La historia de la comida dio un giro ominoso en 1991, en un momento en que nadie miraba demasiado. Fue el año en que Goldman Sachs decidió que el pan nuestro de cada día podía ser una excelente inversión.

“La agricultura, arraigada en los ritmos del surco y la semilla, nunca había llamado la atención de los banqueros de Wall Street, cuya riqueza no venía de la venta de cosas reales como trigo o pan sino de la manipulación de conceptos etéreos como riesgo y deudas colaterales. Pero en 1991 casi todo lo que podía convertirse en una abstracción financiera ya había pasado por sus manos. La comida era casi lo único que quedaba virgen. Y así, con su cuidado y precisión habituales, los analistas de Goldman Sachs se dedicaron a transformar la comida en un concepto. Seleccionaron 18 ingredientes que podían convertir en commodities y prepararon un elixir financiero que incluía vacas, cerdos, café, cacao, maíz y un par de variedades de trigo. Sopesaron el valor de inversión de cada elemento, mezclaron y cifraron las partes, y redujeron lo que había sido una complicada colección de cosas reales a una fórmula matemática que podía ser expresada en un solo número: el Goldman Sachs Commodity Index. Y empezaron a ofrecer acciones de este índice.

“Como suele pasar, el producto de Goldman floreció. Los precios de las materias primas empezaron a subir, primero despacio, más rápido después. Entonces más gente puso plata en el Goldman Index, y otros banqueros lo notaron y crearon sus propios índices de alimentos para sus propios clientes. Los inversores estaban felices de ver subir el valor de sus acciones, pero el precio creciente de desayunos, almuerzos y cenas no mejoró nada la vida de los que intentamos comer. Los fondos de commodities empezaron a causar problemas”.

Así empezaba un artículo revelador, publicado en 2010 en Harper’s por Frederick Kaufman, titulado ‘The food bubble: How Wall Street starved millions and got away with it’.

—La comida fue financializada. La comida se volvió una inversión, como el petróleo, el oro, la plata o cualquier otra acción. Cuanto más alto el precio mejor es la inversión. Cuanto mejor es la inversión más cara es la comida. Y los que no pueden pagar el precio que lo paguen con hambre.

Yo había buscado una foto suya en internet, para reconocerlo en el bar de Wall Street donde me había citado; en la foto, Kaufman tenía una camiseta blanca, barba de cuatro días, el pelo alborotado y la sonrisa ancha: un grandote levemente salvaje. Pero esa tarde vi llegar a un señor casi bajito envuelto en traje azul atildado correcto con su camisa impecable y su corbata, llevando de la correa a su caniche blanco. Después me dijo que venía de un almuerzo y que lo disculpara por el perro pero estos días andaba tan ocupado presentando su último libro, Bet the Farm, y que en algún momento tenía que sacarlo. Fred Kaufman se sentó y me dijo que teníamos una hora.

—A principios de los noventas los ejecutivos de Goldman Sachs estaban a la búsqueda de nuevos negocios. Y su filosofía de base, la filosofía de base de los negociantes, es que “todo puede ser negociado”. En ese momento tuvieron la astucia de pensar que las acciones y bonos de deuda y todo eso quizá no tendrían tanto valor en el largo plazo; que lo que siempre tendría valor era lo más indispensable: la tierra, el agua, los alimentos. Pero estas cosas no tenían volatilidad, y eso era un problema para los traders. Toda la historia de los mercados de alimentos, y la historia de la civilización, consistió en tratar de dar cierta estabilidad a los precios de un producto muy inestable. La comida es fundamentalmente inestable, porque hay que cosecharla dos veces por año, y esa cosecha depende de una serie de cuestiones que no podemos manejar: la meteorología, sobre todo. Pero la historia de las civilizaciones depende de esa estabilidad. La civilización se hizo en las ciudades; allí aparecieron la filosofía, las religiones, la literatura, los oficios, la prostitución, las artes. Pero la gente de las ciudades no produce comida, así que había que asegurar que pudieran comprarla a un precio más o menos estable. Así empezó la civilización en el Medio Oriente. Y, muchos siglos después, en América también fue así. Durante el siglo XX los precios del grano fueron muy estables –salvo en breves períodos inflacionarios– y este siglo fue el mejor para este país.

El caniche era paciente, educado. Mientras su dueño hablaba él lo miraba, quieto como si no lo hubiera escuchado tantas veces. Fred Kaufman era un torrente de palabras:

—Los banqueros no entienden los beneficios de tener un precio estable para los alimentos; lo que entienden, al contrario, es que si hay más volatilidad ellos van a hacer más dinero a lo largo de mucho tiempo, porque la demanda de alimentos nunca va a desaparecer; al contrario, va a aumentar siempre. Entonces les interesaba crear las condiciones para atraer grandes capitales a estos mercados y, sobre todo, para mantener esos capitales allí y hacer mucha plata manejándolos. Eso es lo que querían: plata. A ellos no les importan los mercados, no les importan los alimentos; les importa la plata. Para eso debían convertir ese mercado, que durante un siglo sirvió para mantener la estabilidad de los precios y la seguridad de los productores y consumidores, en una máquina de producir volatilidad y, por lo tanto, de producir dinero: para eso crearon su Índex, que les permitió atraer los capitales de muchos inversores y manejarlos. Y eso produjo un aumento sostenido de los precios. En unos años triplicaron los precios del grano; sí, lo triplicaron, y millones de chicos se murieron, felicitaciones. Todos los especuladores predicen que los precios de los alimentos se van a duplicar en los próximos veinte años; si eso sucede, y los habitantes de los países pobres tienen que gastar el 70 u 80 por ciento de sus ingresos en comida, la primavera árabe será una fiesta de quince al lado de lo que va a pasar en el mundo. Hay gente que cree que eso no va con nosotros, que no es nuestro problema. Acá estamos a dos cuadras del Ground Zero: creo que ya nos dimos cuenta de que en el mundo hay gente que está muy enojada con nosotros y que pueden hacer cosas que pueden afectarnos.

Dijo Kaufman, y su caniche blanco lo miró preocupado.

Pero ahora, en Chicago, en pleno piso, Leslie trata de explicarme el mecanismo. Me cuesta; pasa un rato largo hasta que creo que entiendo algo:

Supongamos que quiero hacer negocios. Yo, por supuesto, no he visto un grano de soja en mi vida, pero puedo vender ahora mismo una tonelada para entregar el 1 de septiembre de 2014 –un futuro– al precio del mercado: digamos que 500 dólares. Todo mi truco consiste en esperar que el mercado se haya equivocado y la tonelada de soja valga, fin de agosto, 450 dólares. Porque yo, que nunca tuve soja, podré comprar entonces por ese precio la tonelada que debo entregar –y me habré ganado 50 dólares. O, mejor, vender mi contrato para que otro lo haga –y quizás, entonces, gane 49. O, si soy impaciente o quiero alfombrar mi baño o dedicarme full time a la pintura prerrafaelista, podría venderlo en cualquier momento entre ahora y septiembre 2014. Mañana, por ejemplo, si la “soja septiembre 2014” sube un dólar y tengo ganas de hacer plata rápida.

Pero también, me explica Leslie, podría ser que la soja septiembre 2014 termine a 600 dólares y yo habré perdido 100, por ejemplo. Para evitarlo, me dice, podría ser más sofisticado y comprar, en lugar de un contrato a futuro, una opción. Una opción es un contrato que me da el derecho –pero no la obligación– de vender una tonelada de soja a 500 dólares la tonelada en septiembre próximo. Por eso le voy a pagar al que se compromete a comprármela a un precio –digamos 20 dólares. Si llega octubre y la soja está a 450, habré ganado 30, porque el tipo que me vendió la opción está obligado a comprarme a 500 dólares la soja que yo podré comprar a 450; menos 20 que me costó ese derecho, son 30. Entonces puedo vender mi opción a 30, o 29, y ganar ese dinero directamente, sin hacer la operación. Y el que me la compra especula con que una semana después la soja esté a 445 y entonces en esa semana habrá ganado 5 dólares más, y así de seguido. Y si la soja termina a 600 yo habré perdido sólo 20: no ejerzo mi opción y ahí se acaba todo.

—Uffff.

Ésa es la teoría, que no tiene nada que ver con la práctica. En la práctica esas opciones se compran y se venden todo el tiempo, sin parar: en última instancia, el precio de la soja en septiembre 2014 o pasado mañana o el mes próximo es sólo un número que hay que prever con la mayor precisión posible para poder apostar con éxito sobre sus variaciones, pero sería lo mismo que fuera la temperatura de St. Louis Missouri a lo largo de las próximas 24 horas o la cantidad de eructos en una cena de negocios de catorce vendedores de cilicio líquido. Podría ser cualquiera de esas cosas y tantas más, pero si fueran no cambiarían las vidas de millones: aquí el precio de los granos es la base para un juego de especulaciones; fuera de aquí, es la diferencia entre comer y no comer.

Aquí, mientras tanto, el negocio está en sacar provecho de las pequeñas diferencias diarias u horarias o minuteras en la cotización; esas ínfimas variaciones, si las cantidades son importantes, producen diferencias sustanciales. Y todo gracias a los errores de cálculo del mercado que, para fortuna de sus cultores, siempre se equivoca.

Es curioso: los que trabajan en el mercado, los que cantan las más encendidas loas al mercado, los que viven tan pingües gracias al mercado, trabajan con los errores del mercado. Y ninguno dice –con sus whiskies en el bar, en sus artículos de The Economist, en sus clases de las escuelas de negocios– lo que me gusta del mercado es que siempre se equivoca.

Pero el error del mercado es condición de sus negocios. Si no se equivocara, si la soja futura septiembre 2014 negociada esta mañana a 500 costara 500 en septiembre 2014, este templo estaría desierto, no habría forma de hacer negocios con todo esto. Nadie lo dice: cantan sus Panegíricos, difunden la Palabra, te dicen que el Mercado es la cura para todos los males.

Viven de sus errores.

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Este texto pertenece al libro El Hambre, que publicado la editorial Anagrama.

A sus 54 años, Agapito Pazos Méndez vivió su único día en el mundo. Conoció el mar en la costa de Galicia, recibió el beso de una mujer y comió su plato preferido. Nada mal para un condenado a no pisar la tierra. Luego lo devolvieron al Hospital Provincial de Pontevedra, donde había entrado a los 11 años y donde murió a sus 80, cuando tuvo suficiente de espiar el cielo por la ventana de la sala de medicina interna.

Esta es la vida de un hombre que pasó casi siete décadas encamado en un hospital. Su padrón municipal decía: “Agapito Pazos Méndez. Calle Loureiro Crespo, Hospital Provincial, habitación 415, cama dos. Pontevedra”.

La primera vez que lo sacaron del hospital, una siesta de mayo de 1984, asomó la cabeza para sentir el viento salado del mar.

La segunda vez, a fines de abril de 2010, fue para enterrarlo.

“Adiós al niño de la 415”, titularon los diarios gallegos primero y el resto de España después. El adulto con espina bífida y seso de niño que fue un secreto en vida y un tabú bajo tierra. Las versiones se recrudecieron entonces. ¿Quién era este inquilino que ocupó la cama de un hospital durante 69 años?

Una vez le preguntaron si comprendía que había un mundo afuera. Agapito señaló la calle y frunció el ceño. Como que los ruidos del exterior eran terribles para él.

***

Nadie podría decir que Pontevedra, en el noroeste de España, no sea una ciudad de gallegos mansos, macerados en la relativa quietud de sus 82.000 habitantes.

Franjo Padín Casas se da vuelta a toda máquina.

—¡Oye, ten cuidado con lo que dices! Agapito pasó su vida aquí adentro porque un hospital es peor que una cárcel, te encierran y no sales más. Vamos, que en todos los países los hospitales son siempre lugares peligrosos, con muchos secretos.

Con más de 30 años como cuidador de enfermos en el Hospital Provincial, debe saber de lo que habla. La fuga de Agapito al mar también fue un secreto, una maniobra arriesgada de la que Padín Casas no podía quedar afuera.

—Es que ese hombre llevaba toda su vida encerrado y queríamos quitarlo, pero teníamos problemas con las monjas. Lo quitamos tres cuidadores, Elías, Licer y yo, pero no recuerdo cómo.

Marisol Dorado, una enfermera que dedicó 33 de sus 38 años sanitarios a atender a Agapito, dirá en otra ocasión que se organizaron para sacarlo durante la siesta sin que se enteraran las monjas.

—Sí, pero aguarda que es mi turno para contar. Te decía que lo metimos del lado del copiloto en un Renault 12, bien atado con el cinturón para que no se cayera. El fulano iba todo asustado, había muchos coches y él estiraba la mano para protegerse. Piensa que en su vida había visto uno. Lo llevamos hasta la costa de Lanzada–O Grove, que era la más cercana, y pusimos el coche contra un acantilado. Agapito quedó extasiado, con los ojazos fijos en las olas, sin decir palabra. Perdió el habla. Imagina qué sintió con el viento en la cara y ese mar lapislázuli.

De regreso pasaron por la casa de una empleada del hospital y Agapito ligó un beso, una gaseosa y un pedazo de su queso favorito.

Cuando lo regresaron a la habitación 415, al atardecer, las monjas habían puesto el grito en el infierno.

Padín Casas habla en pose de denuncia:

—Sabes, para mí Agapito no era disminuido como dicen los demás. Preveía la muerte y esas cosas. Una vez fui a retirar un cadáver y me señaló a un enfermo, bajó el pulgar y dijo: “No te vayas muy leijos, que éste ya parte también”. No llegué a dejar el cadáver que ya me llamaron para buscar al otro. Él miraba a los pacientes y decía si iban a vivir o morir.

El pulgar de Agapito era el de un César.

Los mismos cuidadores intentaron otra vez llevarlo a mirar aviones, pero las monjas se desquiciaron. Hubiera sido de leyenda, seguro. Pero los hubiera son tiempos que no existen.

***

Si hay precisiones pendientes en esta historia están sepultadas en la fila tercera del nicho 80 de la zona octava del cementerio pontevedrés de San Mauro: “Agapito Pazos Méndez, 11/12/1930-23/4/2010”. Lo que ocurre entre esas fechas es de una magia real, con olor iodado de hospital.

La gaviota negra es un documental en vías de darle detalles a los 80 años de Agapito. Lo prepara a cuentagotas Generoso Martínez Acevedo, quien en 1958, a sus 4 años, fue tratado en Pontevedra de una neumonía con dos inyecciones caducadas que lo despellejaron vivo. Pasó cuatro años internado en el Hospital Provincial, alimentado con yemas de huevo crudas y aceite de bacalao. Si hasta le tenían preparado el entierro y todo, pero sus recuerdos son de correr por los pasillos del hospital empujando a Agapito en una silla de ruedas.

—La primera vez que lo vi, Agapito estaba contra un ventanal con ropa azulada. Parecía una niña. Una vez que recuperé fuerzas, me gustaba hacerlo rodar por los pasillos. Otra vez lo llevé al depósito de los muertos. Ya se sabe, travesuras de niños, y eso que él ya tenía 30. Pasamos cuatro años con Agapito jugando en un lugar de muerte. Y así y todo vivimos.

Es que la muerte es una señora demasiado seria para jugar con niños. Si había en ese hospital dos compadres del alma, eran Generoso y Agapito. Tanto como para que Generoso recuerde que por la cabeza de Agapito pasaba otro mundo, un mundo hecho de sentidos, palabras y gestos que hacían del hospital su universo.

El tiempo hizo de las suyas y Generoso no volvió a pisar el hospital. No se pudo despedir de su amigo.

Con los años pasaron cosas, y para responder a mil preguntas hace falta un periodista de los de antes. Hoy es otro día en Pontevedra y Celestino Vieitez cuenta que debe haber dado la vuelta cuatro veces al mundo, pero que la de Agapito fue la nota más complicada de su vida.

—Me entero de que este hombre llevaba 50 años en la cama del hospital, pero me encuentro con todas las trabas políticas porque Agapito costaba al contribuyente una cantidad de pesetas bestial y no querían que eso se supiera. Entonces todos huían de darme información, y cuando la Administración se entera me amenaza con que lo iban a trasladar a un centro especializado a que quedara a su suerte. ¿Quieres saber lo que hice?

Celestino fundó y redactó El Sol de Sanxenxo, un periódico quincenal de tres mil ejemplares que costaba 100 pesetas aquel diciembre de 1989 en que tituló Agapito, 50 años encamado en el hospital provincial. Acompaña una foto de Agapito sonriendo sin mirar a la cámara, tapado con una colcha cuadriculada y apoyado en su brazo izquierdo, y el epígrafe: “Es testigo silencioso de las alegrías y desvelos del Hospital Provincial desde hace medio siglo. Su cama y su habitación es todo su reino”.

Fue su único reportaje en vida. Celestino escribió aquella vez: “Ninguna de las personas entrevistadas supo concretarnos con exactitud la fecha en que fue recogido un pequeño niño que apareció envuelto en un mantel a cuadros azules y blancos, en un verano de los años 30. El recién nacido sería criado con todo mimo y cariño por los 30 empleados con que contaba el centro por aquel entonces. Que se sepa, nadie de la familia de este crío se preocuparía de él, hasta que a finales de los años 50 se acercó por el hospital un joven que dijo ser su hermano y que le hizo compañía durante dos horas. A partir de ese punto, los funcionarios más antiguos no recuerdan a ningún familiar de Agapito que se acercase a visitarlo”.

La nota se pierde en nombres de médicos y monjas que convivían con Agapito, y remata: “Agapito no puede expresarse verbalmente de una forma normal, habla por una especie de gruñidos y tan sólo es comprendido por unas ocho personas. Sin embargo, su inteligencia es sobresaliente y no se le pasa por alto ningún tipo de detalle. Cuenta con un televisor y una radio, manejando su puesta en marcha con un interruptor eléctrico colocado en la cabecera de su cama. Su apetito es bueno, desayunando grandes tazones de pan con leche, y sus mejores amigos son los muñecos. En su monótona vida se destaca la visita que realizó en el año 84 a Sanxenxo, con el único fin de ver el mar”.

—Tú dices que la nota se pierde, pero bien liado estuve por escribirla. El valor del reportaje estuvo en que se descubrió una vida que no era normal, pero a la vez no di pistas de gastos porque las repercusiones podían costarle el puesto a gente de la Administración involucrada en el fraude, entre comillas, de un costo que no se debía mantener. No querían desprenderse de Agapito porque era el hijo de todos.

Y Celestino cedió, no fuera a ser cosa que… El reportaje se publicó con la cautela de una penitencia y no hubo debacles ni púlpitos atronadores. Nada impediría el transcurrir de Agapito como un baúl en los fondos de un hospital que arrancó en 1890 como el asilo más importante de Galicia.

“Durante este año de 1941 fueron atendidos en el hospital 3.016 enfermos: 2.088 hombres y 928 mujeres, de los cuales fueron alta por curación 1.845 hombres y 792 mujeres”, dice el investigador Antonio Días Lema en su Historia del Hospital de Pontevedra. Uno de esos 3.016 era Agapito. El alta, que en realidad fue su baja, tardó más de 25.000 días.

***

Pontevedra-Madrid

Estimado periodista:

Supe de su interés por la historia de Agapito. Le diré algunas cosas, pero como ex director del hospital prefiero que no revele mi nombre para tranquilidad de mi conciencia y del secreto médico que nadie está dispuesto a romper.

Digamos que para comprender hoy el caso Agapito es necesario comprender el concepto del individuo enfermo en la beneficencia. Para la época de la Guerra Civil el hospital cumplía funciones multiuso, diferente de lo que hoy se entiende por un hospital, y la beneficencia era para tratar a los pobres. La leyenda cuenta que Agapito baja de un pueblo de la montaña, del lado de Lalín, pero los enfermeros más viejos nunca se pusieron de acuerdo en la fecha. Lo recibe una monja de muy pequeño, venía metido en un cajón rústico con forma de cuna y ya tenía las piernas inválidas. No había otro hospicio preparado para tratar a inválidos, y eso explica por qué se quedó. Se dice que estuvo una temporada en el hospital y volvió a su casa, pero al cabo de unos meses se lo volvió a ingresar por alguna enfermedad y ya nunca más se lo quitó.

Yo llegué al hospital en los ‘70 y me encontré con Agapito en la sala de Medicina Interna: eran esas salas antiguas, de piso de madera, con veinte camas de un lado y veinte del otro, y Agapito ocupaba una en el medio. Tenía un coeficiente medianamente bajo y hablaba un gallego cerrado, dificultoso, pero comprendía perfectamente lo que ocurría a su alrededor. Desde allí vigilaba a todo el mundo y si faltaba una cartera o sucedía algo fuera de lo común, él nos avisaba. Al punto de que guardaba la llave del armario de los medicamentos durante la noche y los domingos. Cuando yo entraba en la sala, hablaba primero con él para que me diera el parte de los enfermos.

Pensar que este señor vivió todos esos años en una sala donde había enfermos y enfermedades de todo tipo y jamás hizo infecciones ni úlceras, habla de que la unidad de enfermería lo tenía como oro en paño. Agapito fue pasando de generación en generación, sobrevivió a infinidad de jubilaciones pero siempre hubo quien se encargaba de su cuidado.

Con los años cambió el mundo y cambió la tradición hospitalaria en Pontevedra. Se tiró el viejo pabellón donde estaba Medicina Interna y se hicieron habitaciones con dos camas y un cuarto de baño para cuatro. Agapito llegó al final de sus días en la cuarta planta del hospital, con una ventana que daba a la calle y un televisor. Parece que le describiera al cliente de un gran hotel; pero algo así era.

Acabado el franquismo se les concedió una pensión a los discapacitados y una asistenta social le consiguió un dinerillo que Agapito guardaba en una caja de caudales al pie de su cama. Porque era suya, no del hospital: una cama de reserva perpetua que nunca se puso como cama de hospitalización para que nadie pudiera ocuparla ni trasladarlo. Incluso cuando pasamos a depender del Servicio Gallego de Administración se transfirieron todas las camas menos la de Agapito porque no figuraba en los papeles, no existía para nadie más que él y punto.

Ni siquiera cuando a fines de los ‘80 un gerente intentó trasladarlo a un asilo porque no le cabía en la cabeza que Agapito estuviera tanto tiempo en el hospital. Se le argumentó que los enfermeros eran su familia y que todos en el hospital lo entendíamos así. Además, y esto se lo pregunto a usted, ¿no es de sentido común creer que ningún asilo estaba preparado para recibir a un niño tan grande?

Hay una anécdota muy bonita y es que lo llevaron a conocer el mar. La Diputación tenía en O’ Grove el sanatorio para niño tuberculosos de los huesos y usaron esa excusa para meterlo en una silla de ruedas y bajarlo a la playa. Vino encantado, muy asombradito. Hoy eso no sería posible por la tutela jurídica de los enfermos, pero hablamos de una época en que se llevaba a los muertos en las furgonetas como si nada.

De sus padres no sé nada. Se rumoreaba que la familia vino a visitarlo algunas veces al principio, cuando recién lo metían en el hospital, pero luego ya no volvió. No nos queda otra que apelar a la memoria, porque en 2004 un incendio destruyó el almacén con los archivos del hospital y se perdieron los informes clínicos de todos los pacientes. El pasado de Agapito desapareció como la historia misma del hospital.

Hay muchas otras leyendas misteriosas alrededor de Agapito, pero dudo de que sean ciertas. Esta historia podría haber pasado en cualquier hospital del mundo. Es una historia de humanidad. Por favor, cuando escriba sobre Agapito subraye humanidad.

***

No es bueno ver morir a un personaje de la infancia. Agapito agonizaba por un derrame y porque, según la enfermera Marisol Dorado, desde que lo subieron al cuarto piso, en 1974, el niño se desorientó y le tocó envejecer.

A ella la llamaron el 23 de abril de 2010 para que corriera al hospital. Llegó deshecha y se quedó con Agapito hasta que lo llevaron en un cajón, igual que lo trajeron 69 años antes. Sentía que esa muerte los mataba también a los enfermeros, y eso que desde pequeña la habían acostumbrado a las ferocidades de la vida: su padre, el enfermero José Dorado, le contaba sobre un niño que habían abandonado en el Hospital Provincial con las piernitas truncas, metido en un cajón.

Ni modo de adivinar que ella entraría a trabajar en Medicina Interna a sus 18 años y que pasaría los siguientes 33 con Agapito. Se dedicó a alimentar a los enfermos y limpiarles el culo, pero se impacientó cuando Agapito, que la miraba con desconfianza, le pegó tres bastonazos. “Oye que tú serás mucha cosa, pero mejor te calmas o dejo entrar a esa gaviota, ¿la ves?”. Agapito miró con terror al pájaro libre y largó el bastón.

Desde entonces, pobre de él si le tironeaba el uniforme a una enfermera para verle las tetas o se negaba a comer: “Mira que llamo a Marisol y mete a la gaviota”. Y Agapito comía de mil maravillas. Marisol nunca lo recordó más feliz que cuando le daban queso. Excepto esa vez que una gaviota entró de veras y picoteó la feta del plato. “¡Queiso, queiso!”, gimoteó Agapito, y a Marisol se le rompió el corazón. Se especializó en los músculos de su cara para saber cuándo tenía hambre y cuándo sueño, pero le sorprendía que nunca llorara.

En eso estaban cuando alguien preguntó por qué ese hombre llevaba tantos años internado. Ahí la cosa se puso fea: la Diputación les colgó a los enfermeros el teléfono y la dirección les cerró la puerta. “Escuché que el padre de Agapito es alguien muy importante en Pontevedra y por eso está bien protegido”, dijo uno, y ese decir se propagó contagioso por el hospital.

Marisol jura que desde la dirección se taparon cosas, y que no está claro que esa Maruja que apareció ahora sea la hermana de Agapito. Como que tampoco cierra que nadie de la dirección haya estado en el entierro: Agapito es tabú aún muerto. Lo dice y se deja caer en la silla, sin ánimo para nada excepto para llevarle flores al cementerio de por vida, lo que en su mundo privado la conecta con esa tarde en que se las ingenió para sacarlo de la habitación y subirlo al Renault 12 que enfiló al océano.

Por eso a Marisol le enoja que alguien diga que Agapito era un pobrecito; porque él, cuenta ella, no conoció otra vida ni conoció otro mundo, pero esa vida y ese mundo lo hicieron feliz en su infancia perpetua. Tuvo sus navidades, sus propios cubiertos y sus regalos, como ese enorme perro de peluche de una paciente que falleció y fue a parar a la pieza 415.

Lo que pasaba por su mente ya es otra historia.

***

Pueblo de Anzo. Lalín, Galicia

—Tú te viniste de tan lejos para entrevistarme porque lo es tu destino. ¿Hablas gallego?
—No, señora Maruja. Mejor español.
—Lo haré intento en español. ¿Cosa quieres saber?
—De Agapito. Cuénteme su historia. ¿Conoció a su hermano?
—¡Pues claro! Somos tres hermanos de tres padres diferentes. Nacimos en Lalín: Manuel en el ’28, Agapito en el ’30 y yo en el ’37. Me adoptaron unos señores y trajeron a Anzo porque sabían que era una niña sola sin cuidados. Mi madre la vi sólo una vez, murió cuando yo con 8 años. Mi hermano mayor, que está malito ahora, se vio con recursos de nada cuando murió mi madre y encima con Agapito que no tenía columna. Y Manuel todo el día trabajando la labranza y cargando a Agapito en la espalda. Dime, ¿te parece bien cargar con un niño a los 13 años? Entonces la vida muy dura para todos.
—¿Es así que abandonan a Agapito en el hospital?
—Eso que abandonan es mentira. Unos vecinos ayudan a Manuel con la entrega de Agapito para que estese más descansado. Entonces lo dejan con 11 años en el hospital y yo más grande lo visitaba seguido y él me decía que lo llevara a casa y yo no podía llevarlo. Con Manuel fuimos muchas veces a verlo y Agapito nos miraba fijo, pero siempre mejor que se quedara en el hospital porque ahí lo cuidaban bien y Manuel y yo teníamos muchos hijos. Nunca pensamos en quitarlo, no tenía sentido.
—En el hospital se dice que el padre de Agapito era alguien importante.
—No sé quién su padre, pero Agapito no era hijo de nadie importante. Agapito era Pazos Méndez, el apellido de mi madre. Sé que el padre de Manuel era un cura, pero la vida de Agapito más única que todas porque estuvo en el hospital siempre.
—¿Nunca le pidieron los médicos quitarlo del hospital?
—Yo no podía quitarlo porque estaba con familia adoptiva que me decía qué hacer. En el hospital Agapito estaba todo contenido pero yo pensaba qué difícil para él, mejor morirse que vivir así toda la vida. Una vez lo llevaron a ver la mar. ¿Lo sabías?
—¿Cuándo lo vio por última vez?
—Dos años antes de su morir. Fuimos con Manuel pero Agapito no hablaba ni no miraba, ya muy malito. Nos enteramos por la tele de su morir, el hospital no me avisa. Todo así, medio misterioso. Agapito no es el único que tuvo vida complicada.

***

Hasta que un día lo sacaron al mar. Los enfermeros Padín Casas y Dorado ya contaron lo suyo. Que el remate sea del ideólogo de la fuga, el cuidador José Licer:

―Pongamos que te cuento que Agapito me decía “mira, la caille” porque desde su ventana nunca vio otra cosa. Que a mi entender no tenía precisión del tiempo ni del mundo de afuera. Que su percepción del bien y del mal eran otras y que en los 31 años que pasé a su lado no logré comprender jamás su raciocinio, pero que sé que en su interior percibía la muerte. Que Agapito en el hospital fue un icono oculto, un murmullo que se agranda cada día sin vistas a morir. Déjame decirte que nada de eso se compara con los ojos que puso en el mar.

Reducir la vida de un hombre de 80 años a un manojo de líneas suena irrespetuoso. Mejor dejarlo frente al mar, con el viento en la cara. Sin palabras.

Apenas nos acercamos, lo sniño shuyen despavoridos. Más tarde comprenderemos que su actitud responde a una secuela sicológica, abierta como una herida profunda. También a nuestras enormes cámaras y lentes, que a ellos –indígenas machiguengas– les recuerda la imagen de la muerte, a los militares y policías con sus fusiles y bazucas. Hace más de un año, ellos invadieron sus casas, violentaron sus puertas, los interrogaron a la fuerza, y después los obligaron a huir. A refugiarse de las balas, las minas y el bombardeo de helicópteros que, durante un mes, sobrevolaron la zona en busca de terroristas. Desde entonces, el zumbido de un helicóptero o la presencia de extraños los alerta sobremanera. Los pone en guardia.

Porque este lugar, perdido en la espesa selva cusqueña –como muchos otros, que permanecen escondidos– se hizo visible por la desgracia: el secuestro de 36 trabajadores de Camisea, el proyecto gasífero más grande de Perú, a manos de terroristas de Sendero Luminoso. Antes de eso, los nativos de Incaree vivían tranquilos, a sus anchas, en una selva caliente e intrincada. Su existencia no estaba marcada en las guías de turismo ni en los libros de Geografía. Y a ellos eso no les importaba. Habían estado solos mucho tiempo, desde que sus ancestros se asentaron allí y fundaron el pueblo (aunque nadie recuerda cuándo fue).

Se trata de un pueblo al que se accede, después de superar un viaje de doce horas en camioneta, desde Cusco, a través de una carretera polvorienta y angosta. Un pueblo donde antes todo era diáfano y solitario. Incaree –que en machiguenga significa laguna– era una comunidad de setenta casas desperdigadas entre las montañas. En el día, los indígenas labraban la tierra y pescaban en el río; y por la noche, se reunían a la luz de una fogata, a conversar en su dialecto.

Pero esa calma llegó a su fin el jueves doce de abril del 2012. Y, la primera señal de que algo andaba mal fue ver helicópteros en el cielo, con artilleros observando hacia las montañas. Después, los indígenas escucharon disparos, de metralleta, de fusil, bombas, y más disparos desde el aire. Freddy Díaz Martínez, el jefe de la comunidad, se refugió debajo de su cama, junto a su esposa y sus tres hijos. Allí permanecieron largas horas. Oyendo las ráfagas y explosiones, cada vez más cerca. Hasta el sábado, cuando decidieron cobijarse en la casa de un familiar, cerca de la escuela, a media hora a pie. Esa noche no pegaron el ojo. Tampoco lo harían las próximas noches.

Al día siguiente, en la madrugada, despertaron sobresaltados por las hélices de un helicóptero, que aterrizó cerca de la escuela. Los militares se desperdigaron entre las viviendas. A todos les apuntaron por las rendijitas de las paredes de madera –recuerda el director de la escuela de Incaree, Iván Barrientos–. Al papá de Freddy, el viejo Roberto, que tenía la rodilla hinchada, lo jalonaron como a un muñeco. A sus hijos también. A todos les apuntaron con armas. Un policía de Kiteni pidió que los soltaran, porque sabía que eran nativos. Si no fuera por ese policía, los mataban a todos creyendo que eran terroristas –prosigue Barrientos–, siempre en voz bajita porque tiene miedo. Miedo de morir por hablar, miedo de morir por callar, también.

De ese día, sin embargo, no quiere acordarse Roberto, que esta tarde acaba de volver del campo, con sus botas de hule, su polo mugriento y su caña de pescar. Hace un rato se ocultó el sol en Incaree, y los niños han retornado a sus chozas, con sus madres. Las casas están desparramadas entre montañas verdes, casi camufladas. Solo Adán, el hijo de Freddy, permanece en la cancha de fútbol, donde su tía Lisbeth está de pie, con la mirada petrificada. La mujer viste un polo rojo y varios collares con llaves y figuras de animales salvajes. Los usa como protección contra los malos espíritus. Contra fuerzas malignas, como esos soldados que aquel funesto domingo se llevaron su radio, sin dar explicaciones.

—Con esa radio nos comunicábamos con otras comunidades, cuando alguien se enfermaba. O cuando necesitábamos ayuda. Ahora estamos aislados. ¿Sabes por qué lo hicieron?

El silencio, a veces, no es la mejor respuesta a las inquietudes profundas. En la mirada de Lisbeth hay una furia contenida, como si de pronto un animal indomable fuera a salirse de su cuerpo para atacar. Una manada de patos y gallinas desfila por el campo deportivo. Adan juega con la cámara de Álvaro, el fotógrafo. Don Roberto se lava las manos, agachado, con el agua que brota de una manguera. La luna ilumina esta selva enmarañada. La noche aquí no solo amenaza con su oscuridad, sino también con sonidos extraños, figuras raras en los caminos, o voces cerca de la carretera. Pero no siempre fue así.

Lisbeth recuerda que, antes de abril del año pasado, ninguna de las setenta familias de su comunidad se preocupaba por los terroristas de Sendero Luminoso. Los veían como algo lejano. Algo que atacaba a cachacos y policías en el Vraem, ese pedazo de territorio peruano que agrupa parte de las regiones de Apurímac, Cusco, Junín, Huancavelica y Ayacucho. Para ellos, Sendero era un funesto recuerdo de los años ochenta, cuando Abimael Guzmán –fundador del grupo terrorista– asesinó a miles de inocentes. Ignoraban, sin embargo, que desde 1999, cuando fue capturado el terrorista Feliciano, la familia Quispe Palomino –los hermanos ‘José’, ‘Jorge’ y ‘Gabriel’– habían tomado el mando en el Vraem, y andaban a la conquista de nuevos territorios. Nuevas zonas por donde sacar la droga del Vraem.

Lisbeth, que ahora está sentada sobre un tronco de madera, me dice que si hablara su dialecto machiguenga podría confesarme algunos de sus secretos. Don Roberto, que cocina yucas en una canasta, se ríe como si hubiera contando un chiste.

—Quiero aprender –le digo–. Enséñame.

Ella suelta una risa, me mira con sus ojos furiosos y me dice:

—Está bien. Primero debes aprender a presentarte –agrega esta vez con la voz relajada–. Nopaita, Ralph. Así se dice yo me llamo Ralph.

—Y cómo se dice ¿cómo te llamas tú?

—¿Tiarapipaita?

—Y ¿dónde vives?

—¿Tiarapitini?

—Y ¿cómo estás?

—¿Uga añobi?

—¿Y hormiga?

—Katitori

La clase se torna amena y divertida. Así avanza la noche, hasta que llega Freddy. Lo saludo y dice que no se acuerda de mí. Lo conocí en Kiteni, el 16 de abril. Habían llegado desplazados por la violencia terrorista, en busca de protección. Él me cuenta que regresa del centro de salud, adonde fue para curarse una torcedura en su tobillo. Con suerte halló un carro que lo trajo hasta la escuela. Desde allí ha caminado una hora hasta aquí, su casa.

—¿Qué es de tu hijo, Gabriel?– le pregunto.

—¿Gabriel?, ¿Qué Gabriel?, ¿El Camarada ‘Gabriel’?– me responde asombrado.

—Tu hijo –le digo con seguridad– el que se escapó durante el enfrentamiento. Al que hallaron con su abuelita, en Shimaa.

—Ah, el que se escapaba. Allí está, estudiando –admite sorprendido.

—Yo pensaba que me hablabas del camarada ‘Gabriel’–añade con una risa tímida–. No me hagas asustar, pues, porque mis hijos lloran, se esconden.

El terrorista ‘Gabriel’, que en el transcurso de mi viaje fue muerto a tiros en Ayacucho por un grupo especial de la Policía, era el hermano menor de los sanguinarios jefes del Vraem. Responsable de muchas emboscadas a soldados y policías, se hizo conocido el año pasado por secuestrar en Kepashiato [un centro poblado ubicado a cuatro horas de Incaree] a treinta y seis trabajadores del proyecto Camisea, el más grande y millonario de Perú. Ubicado en el distrito de Echarate, en la provincia cusqueña de La Convención, Camisea alberga las mayores reservas de gas, que son explotadas, desde el 2004, por Pluspetrol, y transportadas a Lima por TGP. Unos buenos millones de esas ganancias económicas son enviadas a la región Cusco, que a su vez las redistribuye entres sus 13 provincias.

El intento de liberación de los treinta y seis rehenes de Camisea costó la vida de cinco militares y tres policías. Ellos se sumaron a los 220 militares, 56 policías, y un número indeterminado de civiles asesinados, desde 1999, en el Vraem, por los despiadados Quispe Palomino. En medio de ese incidente brutal –el secuestro de Kepashiato– por fin, Lisbeth y el resto de machiguengas despertaron a la realidad: los terroristas siempre estuvieron cerca, acechándolos. Inteligencia de la Policía sabía que los subversivos cruzaban de noche las montañas de Incaree, atravesaban sus ríos, y descansaban en campamentos improvisados. Pero los machiguengas lo desconocían.

Hasta el jueves doce de abril, cuando tuvieron que refugiarse en Kiteni. Allí los conocí. A Freddy y al resto de indígenas. Habían sido desplazados, a la fuerza, por los militares. Llegaron a Kiteni, ubicado a tres horas de Incaree, sin nada, más que su ropa puesta. Clamando ayuda, un techo y comida. Estaban extraviados en la ciudad. Permanecieron en el local municipal, durmiendo en colchones prestados, cocinando en ollas comunes. Añorando su chacra, sus cultivos. Esos cultivos que nunca recuperaron –precisa Lisbeth.

—Ni el café, ni el achiote, ni el maíz. Nada. Todo se perdió. Ahora los comerciantes traen muy cara las cosas, y no tenemos plata para comprar –añade–. Más adelante me pedirá que, por favor, comunique sus necesidades y haga escuchar su voz.

Porque además de luchar contra su pobreza, deben hacerlo también contra sus fantasmas. Como Freddy que nunca olvidará aquel abril. Tampoco lo hará su cuñado, Cirilo Pascual. Ambos fueron forzados a recoger los cadáveres de tres soldados fallecidos en combate. “Cargamos tres cuerpos, ensangrentados, pesados –relata, mientras se abriga con una media su tobillo fracturado–. Nos amenazaron diciendo que si no lo hacíamos éramos terroristas”. Así estaban: en medio de dos fuegos, entre terroristas que se desplazaban por su selva, y soldados que los trataban como a subversivos. ¿Habrase visto tremendo insulto? ¿Qué elección tenían, si ningún bando les aseguraba la vida?

Otros nativos, como Elber Huamán Korinti, fungieron de guías de soldados y policías. Obligados con un fusil en la cabeza. Sin elección. En una selva que te devora. Con él me reuní en agosto de este año, en Cusco. Me contó que las fuerzas del orden le exigieron conducirlas hasta donde los terroristas, a su escondite. Lo obligaron a firmar su propia sentencia de muerte. Al llegar a la supuesta guarida, se desató una lluvia de balas. Una de estas, lo lisió para siempre. Ahora advierte que no descansará hasta que el Estado le pague una indemnización. No solo por su salud (porque nunca volverá a caminar bien), sino también porque lo destinaron a vagar por el mundo, sin poder regresar a su comunidad. Nunca más.

Los desplazados, los miserables

Valeriana Huamán Korinti cree que si no hubiera sido expulsada de Incaree como un animal por los soldados, estaría tranquila en su chacra. Su mayor desgracia fue vivir en una zona que se convirtió –de la noche a la mañana– en un campo de batalla entre soldados y terroristas. Por eso, a punta de plomo, tuvo que abandonar sus dos hectáreas de café, achiote y maíz, sus animales, su vida entera. Fuimos arreados como animalitos –relata dentro de su casa de triplay, en Kiteni–. El que se quedaba, decían los militares, era terrorista. Así nos juzgaban. Sin conocernos. Y siguen haciéndolo: por ejemplo, dicen, que quienes han vuelto son narcos.

La casa de Valeriana es un recinto miserable, donde hay una cama para ella, su esposo Ángel Quispe, y sus cinco hijos. Botellas vacías, un televisor viejo, un plástico negro que funge de piso, ropa desparramada en el suelo, y un olor fétido. Las paredes son de triplay, un material que un fuerte viento podría quebrar con facilidad; y su puerta, una cortina roja. El baño es un cuarto más reducido, y se ubica detrás de su casa alquilada, en el barrio San Martín de Kiteni.

Por más de un año, ella y su familia han deambulado de un lado a otro: locales estatales en Kiteni, instituciones benéficas en Quillabamba (una ciudad localizada a cinco horas de Cusco), casas alquiladas. Al inicio estaban acompañados de otros machiguengas de Incaree y colonos de Alto Lagunas, también desplazados. Eran días tensos, de persecuciones y batallas en la selva. Las autoridades aprovechaban la situación para salir en la foto, entregándoles alimentos, colchones y medicinas. Después, como siempre que se acaba el romance y fallece la noticia, se quedaron solos, como cuando habían llegado. Solos, en una ciudad desconocida, sin saber qué hacer. O Volver y exponerse a la muerte; o resistir penurias y vivir. Ellos escogieron lo segundo, al igual que otros nativos que se marcharon a Yuveni, Quillabamba y Cusco. A volver a empezar. El resto retornó a Incaree, después de cuatro insoportables meses en la ciudad. A jugárselas.

Ahora sabemos que fueron 150 los desplazados, entre machiguengas de Incaree y colonos de Alto Lagunas, según el registro del Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables. Valeriana, con su certificado en la mano, me confirma que es una de ellas. ¿Sirve para algo, esto? –me pregunta ansiosa–. Le digo que averiguaré. Ella agacha la cabeza y continúa amamantando a su hijo de seis meses. Afuera, la noche se desliza. El resto de sus niños pelean por una gaseosa. Lidia, de 11 años, reposa en la cama destartalada, mirando el techo de zinc de su casa.

Esa casa que no es suya. Una casa alquilada, prestada, como las otras que han habitado por más de un año, desde que salieron de Incaree. Porque ellos han sobrevivido a la tragedia, intentando engañarla, buscando disfrazarla. Malditas cosas que han pasado en Incaree para yo estar aquí –cuenta Valeriana con los ojos llorosos–. Hace mucho calor, y no me acostumbro. Mis hijos sufren. Ya le he dicho a mi marido que él cuidará de ellos porque yo no estoy bien –añade con la voz quebrada–. Para verme estoy bien, pero en lo más profundo, por dentro, estoy como un fierro oxidado. Valeriana padece de colesterol alto, un mal que podría afectarle el corazón, según le ha advertido el médico. Por eso, casi todos los días, siente que su cabeza le da vueltas como a una gallina. El dolor la tumba en la cama, y se agudiza cuando piensa en su situación.

—Tan mal estamos aquí, como verá señor periodista, que a veces pasamos el día tomando agua con sal –recuerda con nostalgia–. Porque no hay plata para comprar víveres. En mi chacra, en cambio, teníamos plátano, maíz, frutas.

—¿Por qué no regresan?– le pregunto.

—Porque estamos sentenciados a muerte –responde sin titubear, y suelta el llanto–. Fíjese usted, hartos de esta situación, conversé con un colono de Alto Lagunas y le dije que quería volver, al igual que ellos. Me dijo que no. Que dos familias estaban marcadas por los ‘cumpas’ (terroristas), y que iban a morir. Hace poco mi esposo fue a nuestra casa, allá arriba, y encontró un cartel donde habían escrito, con letras negras: “Estás marcado por los compañeros (terroristas)”. Así, ¿cómo vamos a volver?

Su madre, María Ismael Korinti, fue más valiente y retornó a Incaree, pero ahora se arrepiente. Todas las noches, desde que volvió, golpean su casa, sus paredes, sus puertas. Ella, para no ser descubierta, permanece calladita, sin moverse. No duerme, hasta que amanece y las sombras se marchan. Ignora, con certeza, quiénes son sus perseguidores. Sospecha, sin embargo, que la hostigan por ser madre de Elber Korinti. Eso lo confirma Valeriana, que esta mañana está recostada sobre un tronco de madera, fuera de su casa. Su hijo Josué, de 4 años, duerme a pierna suelta dentro de una carretilla oxidada. Un helicóptero surca el cielo.

—Los terroristas creen que Elber está con la Policía, trabajando con ellos –explica Valeriana, que carga en brazos a su bebé–. Por eso no podemos regresar. Por eso seguimos penando aquí. Ya vamos a cumplir dos años en Kiteni. Si no hubiera ocurrido eso, tranquilos estuviéramos en mi chacra.

Los valientes que volvieron

Mi guía en este viaje es un colono de Alto Lagunas, cuyo nombre se mantiene en reserva por seguridad. Dice que la Policía los considera terroristas. “Pero mira, ¿acaso ves ‘cumpas’ (guerrilleros) por alguna parte?”, me pregunta, cuando llegamos al campamento donde cuatro hombres más descansan, luego de la jornada laboral. Hay temor en sus miradas, pero también ironía en sus palabras. “Los tíos ya no están acá, ya los hemos corrido”, agrega uno de ellos. El año pasado iniciaron la construcción de una carretera de seis kilómetros, que unirá Incaree y Alto Lagunas. Ya solo les falta trescientos metros para concluirla. La vía terminará justo enfrente del cerro donde aún yace el helicóptero derribado de la capitán Nancy Flores Paúcar, asesinada por terroristas en abril del 2012, cuando intentaba liberar a los rehenes de Camisea.

Alto Lagunas es la continuación de la selva de Incaree. Una región colonizada hace treinta años por pobladores foráneos, de otras parte del Perú. Llegaron allí con la intención de sembrar extensos terrenos de cacao, café y cítricos, y cortar madera para luego venderla en Cusco. Al inicio tuvieron problemas con los machiguengas, pues estos últimos defendían los recursos de la naturaleza, y se oponían a la tala de árboles. Poco a poco, no obstante, las relaciones mejoraron. Mi guía –que ahora corta la maleza para ensanchar la carretera que vienen construyendo– asegura que antes de abril nunca habían visto a guerrilleros de Sendero Luminoso. Esos sujetos que en abril los obligaron a marcharse.

Pero cuatro meses después, ya con las aguas quietas, ellos –los colonos de Alto Lagunas– retornaron. Y, aunque todos insisten en que no es zona de terroristas, la Policía la ha identificado como tal, según reportes de Inteligencia. Los caminos de este valle unen Alto Lagunas con pequeños pueblos, como Yuveni, Chuanquiri, Chontabamba, Espiritupampa, y Vilcabamba, por donde transitan los subversivos de Sendero Luminoso. Pero mi guía dice que eso no es verdad. Se lo dijo también a la Policía, que lo interrogó en varias oportunidades por supuestos nexos con los subversivos.

—¿Has visto algo malo? –me pregunta.

—Silencio (10 segundos)

—Lo único malo es que seguimos abandonados. En los veinticinco años que vivo acá es la primera vez que siento al Estado presente, y gracias a esta carretera que estamos construyendo –agrega con la mirada perdida en las montañas–. De alguna forma, eso que ha pasado acá, eso de los terroristas, nos ha ayudado.

Eso mismo opina su hermano, que vive en Alto Lagunas. Él camina todos los días, por un valle enmarañado, hasta llegar a su casa. El camino es irregular, bordea un cerro, y si no sabes pisar podrías enredarte con algunas ramas y caer. Y morir. Su casa es de madera, y tiene unos colchones viejos en su cama. Desde allí, arriba, se divisa el valle de San Fernando y otras colinas verdes. “Cuando volvimos hallamos todo abandonado –cuenta mientras avanzamos hacia su chacra–. El café se había perdido, también el achiote y el maíz. Hemos tenido que empezar de nuevo”.

Comenzar de cero. Reiniciar. Dentro de su casa, su pequeña hija estudia, mientras él, con la mirada nostálgica, admite que el terrorista ‘Gabriel’ llegaba, a veces, por esta zona. Lo hacía por la carretera Kimbiri-Pichari. Entraba por Ayacucho, llegaba a este lado, y a nosotros nos perjudicaba –agrega un poco más suelto–. Porque la Policía cree que todos somos terroristas, narcotraficantes, cumpas. Ah, vives en Alto lagunas. Ah, eres terrorista, así nos tratan. No saben que acá, arriba, hay pongos, quebradas, una zona turística no explotada–continúa su relato– intentando, tal vez, borrar esa imagen de la violencia que los persigue. Esa imagen que los condena al olvido, también.

Mi guía dice que en Alto Lagunas viven 25 familias colonas. Todas se dedican a agricultura, una actividad promocionada por el Estado, pero no efectiva. Porque a ellos, el conflicto del año pasado, los dejó en la miseria, más jodidos de lo que ya estaban. Ahora el precio del café ha bajado, y ya no es rentable. Trabajan todo el año y obtienen 10 quintales de café, que venden a 200 soles el quintal (unos 57 euros). Obtienen dos mil soles (571 euros) que deben estirar durante doce meses. A eso habría que restarle el flete por sacar el producto a la ciudad, los gastos de producción. Las pérdidas son superiores.

La de ellos es una lucha diaria, por la supervivencia. Lisbeth, la machiguenga, confiesa que ahora viven tranquilos. No felices, pero sí más relajados. A menos que, y eso lo recalca, escuchen un helicóptero. “Allí sí nos da miedo, todos nos escondemos –dice–. Voy a ser sincera: nunca hemos visto terroristas, ¿cómo son?, como los militares, ¿cómo andan vestidos, sabes?” Entiendo, entonces, que ellos –todas las setenta familias machiguengas de Incaree– le temen más a los policías y soldados, con sus armas y sus helicópteros. Porque los han padecido. Porque les han dejado un tajo imborrable en el alma. Una marca difícil de arrancar, difícil de olvidar.

Que el Perú avance, de verdad

En Incaree amanece muy temprano. A las cinco de la mañana los nativos encienden sus linternas, las muchachas preparan el desayuno. Roberto cocina yucas en el fogón. El resto se alista para ir a la escuela, a la chacra, o a pescar. Freddy irá hoy a casa de un vecino, al frente cruzando el río, a hacer ayni y devolverle la ayuda que antes recibió. Freddy avanza raudo, como si alguien lo persiguiera, por un desfiladero estrecho. Así caminamos nosotros –me cuenta, viendo nuestra lentitud con los pies–. Acá debes aprender a caminar rápido, sino corres riesgo. De perderte, de que te pique un marianito (culebra muy venenosa), te ahogues en el río, o te encuentres con gente desconocida y peligrosa. Dice eso y suelta una risa larga.

Mientras nosotros cruzamos el río, intentando no resbalar por esos troncos de madera, Freddy salta como una rana, y atraviesa obstáculos como si estos fueran invisibles. En esas circunstancias lo perdemos, pese a nuestros gritos, que hacen eco en el bosque. Entiendo, entonces, que han adaptado su cuerpo a sus necesidades. Porque no es lo mismo subirse a un carro para llegar a la escuela, en la ciudad, que caminar –como lo hace Adan y sus hermanos– durante una hora, con el riesgo de ser asaltado por una víbora, o caer en el abismo, para llegar al mismo destino.

Porque en otros lugares, los niños tendrán bicicletas, pero acá los caminos, cimbreantes, engañosos, espesos, no lo permiten. Solo queda caminar para intentar vivir, como lo hizo hace unos años Valeriana, con su primer hijo en brazos. Salió a las cinco de la mañana, de su casa en Incaree, y caminó seis largas horas, atravesó varios cerros, y llegó a la posta de Yuveni. Pero allí, de nada valió su travesía: su hijo murió por una infección generalizada. Ella aún vive con ese peso.

Un centro de salud, urgente. Eso es lo que necesitan las familias de Incaree y Alto Algunas. Mi guía relata que antes, cuando no había carretera, llevaban a sus enfermos en burros o mulas, hasta Yuveni. Ahora las cosas han mejorado, en algo. Pero siempre ruegan a Dios que sus hijos no se enfermen de lunes a viernes, porque es difícil conseguir un vehículo. En cambio, añade, los sábados y domingos hay feria en el pueblo y llegan muchos carros. Pienso, entonces, que en estos pueblos la vida es como una ruleta rusa: todo se echa a la suerte.

Las escuelas son otro cantar. Los hijos de Freddy no han venido a estudiar hoy, martes, porque deben trabajar en la chacra, sembrando maíz. Los niveles de deserción escolar en este lugar son altos, advierte el director de la Ugel de La Convención, Agustín Aquino. Y de la secundaria ni hablar –agrega apresurado–. Solo la mitad de todos los nativos de Incaree y Alto Lagunas continúan la secundaria, en Kiteni, Coribeni, u otros lugares. El resto se queda en la chacra o busca trabajo, en lo que sea. Cuando finaliza pienso en Adan y sus hermanitos, que podrían ser –quién sabe– grandes ingenieros o arquitectos, quizá profesores bilingües.

—Porque hay chicos con muchas habilidades: pintan, diseñan, crean, pero no tienen oportunidades– explica el profesor Félix Cuba, de la escuela de Incaree–. Lamentablemente, la secundaria cuesta. Acá no hay. Tienen que ir a Yuveni, Coribeni, y pagar un internado, comida, pasajes.

Él, como el director de la escuela, es un héroe. Héroe porque gana 1.200 soles mensuales (343 euros) y no desiste. Porque no recibe ningún bono especial, por estar en una zona de emergencia, vecina del Vraem. Héroe porque vive en la misma escuela, en un cuartucho reducido, y come todos los días lo mismo: atún con arroz. Porque no ve a su familia, sino una vez al mes. Porque –pese a todo eso junto– aún tiene ganas de enseñar, de reclamar que –por Dios– alguien se acuerde de ellos. De ellos, que también son peruanos, como sus alumnos.

Peruanos de un pedacito de nuestro país que descubrimos –todos, y me incluyo – el año pasado, en medio de balas y terror. Un rincón que pertenece al lugar más rico del Perú: por el gas de Camisea el distrito de Echarate recibe más de S/. 350 millones anuales (100 millones de euros). Es cierto, y lo comprobé en este viaje: se ha construido una carretera, la luz pronto llegará, así como los baños decentes, pero –como me dice Freddy, antes de que me vaya– que no sea la respuesta a una noticia. Que sea un abrazo sincero, un gesto honesto hacia nuestra gente, hacia nuestros hermanos.

Al alba, el reloj señala las cinco y diez mientras Gerardo Chan Chan prepara una rebanada de pan con frijoles que le servirá de desayuno. Afuera el termómetro marca ya 28 grados centígrados, preludio de lo que será otra vez una jornada abrasadora. En la radio un adormecido locutor narra los titulares del día: “Un hombre acuchilla a su esposa en Maxcanú a causa de celos”, “Un homosexual es apresado en la Plaza Grande de Mérida por ofrecer favores sexuales”, “Los Leones jugarán esta noche en Kukulcán”. A las seis, el himno nacional resuena en la pequeña habitación mientras Gerardo toma su mochila y se dispone a salir rumbo al trabajo. Es viernes 8 de junio por lo que al mediodía deberá interrumpir su laboro para viajar a Mérida, al hospital general y cumplir con su cotidiana revisión mensual del VIH.

“El SIDA me ha traído más bien, que mal. Por él ahora aprecio más las pequeñas cosas de la vida: que el sol, que la lluvia, un amanecer, un nuevo amigo…”, musita Gerardo mientras remueve la tierra vieja. Se ocupa como jardinero desde hace tres años en casa de “unos ricos de la ciudad que se vinieron a vivir acá”. Es el pueblo de Sitpach, Yucatán, de apenas 1.500 habitantes y donde hasta hace no mucho tiempo se escuchaba de boca en boca la historia del Keken, el hombre puerco: la historia de Gerardo desnudo y maltrecho viviendo en un chiquero.

El día en que nació, el calendario maya yucateco le vaticinaba vida de pavo real. Su padre, en cambio, pensó que su hijo primogénito sería doctor, que hablaría perfecto español y que dejaría la vida del campo para vivir en la ciudad capital. Sin embargo, desde temprana edad Gerardo supo que no sería ni pavo real ni doctor; él quería ser cantante. A los 11 años de edad Gerardo confeccionó su primer vestido. Era similar al de una estrella de telenovela que había visto por televisión y quería utilizarlo en el festival de fin de curso de su escuela primaria. Su padre se lo impidió. Su madre no hizo nada. A partir de entonces, los problemas entre Gerardo y su padre empezaron.

“Mi homosexualidad inició cuando yo tenía
unos 7 años. Desde la primaria siempre me
cotorreaban mis compañeros diciéndome
que era yo un afeminado por lo que me
gustaban las cosas femeninas, como las
zapatillas, no sé, tenía yo algo de… me
gustaba jugar a las muñecas.
Me daba cuenta de que no era yo, bueno, se
decía que no era yo normal. Y poco a poco
empezaron mis compañeritos a
enamorarme y así, cuando me di cuenta, ya
estaba yo en el rol de la homosexualidad.
Obviamente no había yo, como decimos
ahora, salido del closet. Trataba de ocultar
mi homosexualidad, con eso de que la
religión que dice que “eso está mal” y que
me inculcaron esto… entonces como que
todavía yo no me descubría a mí mismo y
no quería salir. Me avergonzaba de mí
mismo”.

Podar las ceibas, regar las rosas y cortar algunos geranios que le servirán para adornar la casa de los patrones. Se siente contento del jardín que ha logrado confeccionar. Particularmente le enorgullecen sus flores. Las hay de color amarillo, rosa, carmín y violetas. De entre todas ellas, sus preferidas son los girasoles porque dice que son como él mismo: se acoplan a la vida. A veces, mientras corta el césped o unta abono a la tierra negra, Gerardo recuerda los días difíciles: aquellos días cuando sus padres al enterarse que estaba contagiado con la mala enfermedad lo orillaron a vivir en el chiquero que está detrás de casa. Días de castigo. Días de nadie. Días en los cuales no podía relacionarse con sus queridas hermanas, ni con amigos del pueblo o vecinos. Días de ausencia. Condenado a un rudimentario cuartucho de 3×3 en el que solo cabía él, un perro ocasional que le visitaba y las ganas de morir, Gerardo pasaba las horas esperando la nada.

Se siente confuso al rememorar si fueron seis meses o un año los que vivió en esas condiciones. Solo recuerda que se quedó sin ropa ya que su vestimenta era quemada inmediatamente después de cada vomito “para que no contagiara a nadie”. Recuerda también los platos desechables y un destartalado bote de plástico que en sus mejores días albergaba un yogur sabor fresa de la marca Danone. Ése era su vaso. Así eran sus utensilios para comer. Su mesa era el suelo rocoso y una vela a medio uso parecía ser la única luz que llegaba a su vida. Cuando la vela se acababa, la zozobra y soledad de Gerardo no tenían fin. “La pasé mal, pero los perdono y los comprendo: en ese tiempo, año 2001, nadie en el pueblo sabía nada sobre VIH y sus formas de contagio. Me convertí en la peste del pueblo”.

Mientras conduce su bicicleta rumbo al trabajo, Gerardo tararea esa canción de Willie Colón que resulta ser un himno: “No se puede corregir, a la naturaleza, árbol que nace doblao, jamás su tronco endereza”. Al llegar a su jardín, pregunta parsimoniosamente a las flores cómo fue la tarde del día anterior. El viento las mueve, como queriendo contestarle.

“En el 2001 llegó mi recaída; ya no me pude
levantar, se me caía el pelo, ya no podía
trabajar. Mi mamá ya sabía de mi
enfermedad para ese entonces, pero nadie
más. Vivía en casa con diarrea diaria y
medicamentos recetados por mi madre,
como pepto-bismol, hasta que llegó el
momento en que papá me preguntó: ‘¿Qué te
está pasando?’, a lo que respondí; ‘¿quieres
realmente saberlo?’. Siempre tuve mucho
pleito con él y por ello hasta con orgullo se lo
dije, por el rencor que le tenía: ‘Tengo SIDA’.
Enfadado me reviró; ‘¿Cómo va a ser? ¡Me
estás engañando!’. Nunca en mi vida lo
había visto llorar. Cuando se calmó me dijo:
‘Hoy vas a irte a vivir al fondo del patio, al
chiquero, donde los marranos. Ahí vas a
vivir’. Pintó una raya en el suelo y me dijo,
‘¡De aquí no pasas! Ahí se te va a llevar tu
comida’. Yo ya estaba cansado física y
emocionalmente, ya no podía yo rebelarme,
así que acepté”.

“Cuando supe qué es lo que está haciendo mi
hijo, pues me entristecí porque a nosotros
no nos está acostumbrado que un hijo se
trata como a una mujer cuando no es mujer;
pues nosotros cuando nace uno de tus hijos
estás contento porque sabes que es hombre
pero de un momento te dice ‘soy mujer’,
pues claro que no te lo va a decir rápido.
Pues de lo que yo no entendí es que entró a
trabajar en una casa y su trabajo, para
nosotros, no estaba acostumbrado porque es
trabajo de una mujer, entonces ¿cuál es su
oficio? En lugar que se vaya y busque
trabajo bien, porque dentro de nosotros no
se está acostumbrado, como campesinos que
somos, que un hombre vaya a trapear, para
nosotros no es trabajo de un hombre, es
trabajo de una mujer y empecé a mal
entenderlo”.

***

Junio del 2006
Albergue Oasis, Conkal, Yucatán

El albergue Oasis ofrece atención y estancia a portadores y enfermos terminales de SIDA y es la última morada que brinda cariño y cobijo a quien ya nada tiene. Allí las necesidades son tantas y los medios son tan pocos que la realidad obliga al enfermo a servir como enfermero propio y de otros; a cocinar; a ser confidente y poner el hombro; a limpiar los pasillos y los pequeños cuartos; a buscar esa vena aún no tan maltratada para inyectar; a bañar a otros menos fuertes y a reír mientras se pueda: el interno en Oasis es todo y es nada.

Tomé el autobús de la capital Mérida hacia Conkal una mañana en que el sol ya empezaba a derretir el entusiasmo. Uno se acostumbra a respirar poco a poco a riesgo de sentir como si el hálito quemara las entrañas. A mi lado viajaba un joven de rasgos mayas y entonces se aviva la pregunta sobre qué significa ser maya hoy en día. El camión estaba repleto de gente, gallinas y nostalgias a Peón Contreras. Aunque el trayecto de la capital Mérida hacia Conkal no es largo, el autobús hacía múltiples paradas; ya sea para bajar a la señora que había viajado a la capital a vender hamacas el día anterior, o ya sea para subir al señor que llevaba su par de chivitos a vender al pueblo de Chicxulub, más al norte de Conkal.

Al llegar al pueblo se tiene la impresión de haber viajado en la máquina del tiempo. El municipio es prácticamente plano, formado por llanuras de barrera con piso rocoso y ceibas, el árbol sagrado de los mayas. De vez en cuando una chachalaca cantaba a lo lejos o una iguana cruzaba en mi camino y aunque el poblado de poco más de seis mil habitantes llegó a albergar el cuarto convento franciscano de los tiempos en que el catolicismo español evangelizaba indígenas, éste luce ahora abandonado y semidestruido. Según el historiador Manuel Rejón, el nombre de Conkal proviene de una hermosa flor que se llama cuunka o kahyuc, pero dicha flor se esconde al visitante.

Un frágil viejecillo me recibió en un tendejón; le pregunté por la ubicación del albergue Oasis a lo que me respondió “¡ah!, el lugar de los enfermitos”, así, en diminutivo. “Por diez pesos yo lo llevo en mi bici-taxi, el albergue está lejos”. Después supe que el anciano se llama Camilo, supe que tenía 74 años y que había nacido en Mocochá, pero Mocochá es muy pequeño y prefería venir a trabajar cada día hasta Conkal. “No se quede mucho tiempo allí joven, el lugar está lleno de muertitos en vida”, advirtió mientras pedaleaba.

Al llegar al albergue dos niñas me reciben gritando “¡allí viene el lobo, allí viene el lobo!”. Horas después, mientras me cuenta la historia de su vida, Gerardo me muestra el vivero que construye detrás de las ceibas que bordean al albergue:

“Ahora vivo más tranquilo.
Aprendí que hay que darse a la vida sin
esperar nada a cambio. Lo que viene lo acepto y los días
son
unos iguales a otros.
Pero ¿sabes?, algún día saldré de aquí.
Ya me siento fuerte, con ánimos.
Quisiera trabajar. Quizá cortando el pelo o
cuidando plantas: ¿conoces tú algún lugar en
Mérida donde
me quieran dar trabajo?”.

La mirada y fisionomía de Gerardo se asemejan al Bacchino malato (1593), de Caravaggio.

Su historia de vida también.

***

6 de agosto del 2012
Sitpach, Yucatán

“Sé que algún día, cuando ya no tenga más
fuerzas, entonces tendré que regresar al
Oasis. Mientras ese día llega, no dejaré que
nadie más me llame agachado, ni que me
pise, ni que me haga sentir menos. Yo sé
mis derechos”.

Gerardo guarda una cajita escondida debajo de su cama. En ella atesora una piedra de color grisáceo la cual, dice, era su única amiga en los días en que nadie quería hablar con él. “No tiene nombre, pero ni falta le hace, nos entendemos muy bien”.

El día que me despedí de Gerardo llovió como nunca. Después del aguacero me dijo con una grande sonrisa: “¡Mira!, la lluvia lavó el cielo”.

Entonces me sentí limpio.

***

Domingo, 23 de mayo del 2010
Albergue Oasis. Conkal, Yucatán, México

Morgan, el perro, es la mascota de la gran familia llamada Oasis. No tiene cola pero sí muchas garrapatas en las orejas. Cada vez que uno le pide la pata solo recibe como respuesta una juguetona mordida. A Morgan lo bañan cada domingo horas antes de que inicie la transmisión por televisión del partido de fútbol, es entonces cuando gran parte de los compañeros de Oasis se reúnen a ver la feria de goles. No son muchas ni comunes las actividades que congregan a los internos de este albergue; quizá solo la misa de los miércoles, la comida al mediodía, el cumpleaños de alguien o el día en que la muerte y el virus vencen a otro compañero. Y es que portar VIH jode el ánimo y a veces solo quedan ganas para dormir, dormir y dormir, esperando la lenta última hora.

Situado a las afueras del poblado, para llegar a Oasis hay que pasar justo a un lado de la iglesia del Sagrado Corazón, en la Plaza Central, donde el párroco local, Jesús R., en su homilía de hace no muchos días dijo que los homosexuales son un problema para nuestra sociedad; que ofenden, atacan y destruyen la familia; que son peligrosos para la sociedad y que representan un problema social que hay que atacar; que la ley de Dios no perdona a los homosexuales y que éstos no van a entrar al reino de los cielos, por lo que no deben entrar a la misa. El domingo que el cura Jesús R. pronunció estas palabras en Oasis el televisor proyectó un partido en el que el Atlante ganaba 3-1 al Santos.

***

Martes, 12 de abril del 2011
Albergue Oasis, Conkal, Yucatán

Algunos mejor que otros pero todos ayudan.

Se limpia el baño cada segundo día, el chiquero de los puercos cada fin de semana y el depósito de agua cada dos semanas. Aunque no está escrito en ningún lugar, los internos dividen sus tareas no acorde a sus conocimientos y habilidades sino a su estado de salud: los más fuertes dan de comer a los puercos y lavan los baños; los menos fuertes se encargan de la cocina y de barrer. Los que ya no tienen mucho camino por seguir, ellos descansan en una habitación especial a la que llaman el cuarto X o cuarto de salida. Allí llegan pacientes en fase terminal más o menos conscientes de que viven sus últimos momentos.

Después de ello, la nada.

La estancia es pequeña, con paredes de color verde turquesa y dos ventanas sin cortinas. Pocos sonidos llenan la sala; solo un parsimonioso ventilador y un único paciente que más que respirar, jadea. Carlos es su nombre pero nadie conoce su apellido. Pasa ya de los cuarenta años y fue llevado a Oasis desde el hospital general apenas el viernes pasado. Él quería morir en paz, lejos del anonimato y la frialdad del hospital. La gente de Oasis ya le conocía. Carlangas le llamaban con cariño.

Amarillo. Todo alrededor del albergue Oasis es amarillo: sus paredes, los platos viejos, el cielo del atardecer, el papel corroído del primer análisis con el que Carlos se enteró que era seropositivo, la dosis de Efavirenzque Juan olvidó ingerir, los ojos de Manuel quien descansa en el cuarto “de salida” destinado a quienes sus respiros están ya contados. Amarillo, en Oasis todo es amarillo. Del color de la orina cuyo olor invade la bodega cuando el calor arrecia en Yucatán. Del color de los días iguales, unos tras otros a la espera de que algo cambie.

Oasis es amarillo.

Son las cinco de la tarde y Reyna Patricia esboza una sonrisa apretada. “Estoy hasta la madre de este lugar, ya me quiero ir, pero no sé a dónde…”.

“No hay ninguna guerra. O sea yo siempre he
tenido clara esa, esa…
las dos facetas de mi vida, las he tenido siempre
bien claras.
O sea la prostitución es un hobby,
la prostitución es diversión,
la prostitución es pasarla bien,
la prostitución es placer,
la prostitución me da un poco de satisfacción
sexual,
y nada más.
La cocina es mi vida, la cocina es arte, la cocina
es lo que me apasiona,
lo que amo, lo que disfruto, lo que gozo. Pero
interno, me explico? Porque nace desde muy
dentro. O sea nace desde adentro”.
“…disfruto las dos facetas de mi vida,
ser Rey y ser Reyna Patricia.
Es siempre estar en medio del camino”.
“O sea, vivo ese momento, lo disfruto, vivo toda
esa faceta, vivo toda esa
transformación. Vivo esa emoción, esa
adrenalina,
eso que se siente dentro de mí.
Y se termina, vuelvo a regresar a casa, vuelvo a
regresar al cuarto,
me vuelvo a desmaquillar, vuelvo a quitar todo,
me vuelvo a
poner la ropa normal, y amanece
y soy Rey”.

“Un buen cliente, uno que lleve toda su semana,
con una cartera llena de dinero y se la pueda robar.
Entonces
ese es un buen cliente,
no importa que sea gordo, joven, viejo, chaparro,
una verga grande, una chiquita, gruesa, delgada, lo
que sea.
Lo importante es eso; que lleve eso, ¿me explico?
Con que lleve eso
sería suficiente, seria excelente una noche.
¿Pero y si no?”.

***

Viernes, 29 de julio del 2012
Albergue Oasis, Conkal, Yucatán

Reyna Patricia tiene miedo a morir.

Frente a un ruinoso espejo en el que se observa un poster de Shakira, Rey abre su estuche de maquillaje mientras se mira con orgullo los pechos que aun conserva en su rechoncho cuerpo de varón maduro: “la cosecha de hormonas inyectadas en mis tiempos de juventud”, dice con una sonrisa.

Reyna Patricia es baja, espigada, y tiene la piel del color del chocolate. Su verdadero nombre es Reynaldo, tiene 40 años y desde hace cinco sabe que es seropositivo. Se pavonea caminando con pasos felinos, ondeando de lado a lado una peluca negra en forma de cola de caballo que le llega hasta los hombros y vestida con una minifalda y una blusa carmesí. Domina con glamour de reina de belleza unas sandalias de tacón alto del mismo color; vuelve al espejo y se pinta los labios gruesos de rojo escarlata.

Reyna Patricia solo quiere regresar al tiempo en que no era portadora del HIV.

“¿Qué si en dónde obtuve el virus de…?,
creo, que en Ciudad del Carmen, Campeche,
creo.
No estoy al cien por ciento seguro,
ya que en ese entonces viajaban por varios lugares
de la República, Estados.
Así que no puedo tener una certeza si fue en alguno
de esos viajes,
si fue en la Isla, si fue a bordo de barcazas o barcos.
No hay una seguridad en donde fue.
Lo que sí sé que a la edad de… a los treinta y seis
años, en una prueba de VIH
que se hizo en el hospital general de la Ciudad del
Carmen, Campeche, al ir a recoger los exámenes,
me dieron la noticia de que era seropositivo.
Fue la peor noticia del mundo, lo… lo más espantoso que
se pudo haber escuchado,
lo más horrendo que me pudo haber pasado.
No me quedó más que escapar. Escapar de la
realidad
porque no puedo decir que enfrenté en esos
momentos la situación, sino que la esquivé,
la evité, traté de olvidarla. Así fue mi salida de la
Isla (de Campeche)
a la ciudad de Cancún en donde empecé a
dedicarme a la hotelería
y a la prostitución.
Y empecé a vivir mi vida dándole rienda suelta a
todo. No me importaba nada en ese momento. Lo
que quería era autodestruirme,
acabar conmigo mismo, acabar con mi existencia,
acabar con todo porque
me decía que ya no tenía caso seguir viviendo.
No asimilaba, no aceptaba vivir con el VIH”.

“Fue una época bastante difícil, fue una época
bastante mala.
Guardando un secreto tan grande; no se lo podía
platicar a nadie.
No tenía el valor para hacerlo. Ni amistades ni
compañeros, nadie. No.
Ni a mi familia, porque ni a mi familia le dije nada.
Hasta el momento no le he dicho nada.
Mucho menos se lo iba a platicar a un extraño en
aquel se entonces.
Viví ese tipo de vida allá en Cancún; arrastrando ese
secreto, arrastrando esa frustración.
Eso fue lo que me llevó a hundirme más en las
drogas: meterme en la piedra, consumir más
cocaína,
inyectarme heroína… o sea quería acabar con mi
existencia. Pero al final a lo único que
me llevó fue a desgastarme más hasta el grado de
llegar a hospitalizarme”.

“Fue que llegué en aquel entonces, 28 de febrero
llegue a Oasis por primera vez”.
“Oasis… A veces yo he dicho que… Es un lugar
que existe.
¡Qué bueno que existan lugares como ese! Porque
verdaderamente puede
ser de ayuda a mucha gente con necesidades. Yo
Oasis lo he agarrado
como botiquín de último recurso. Hasta cierto
punto a veces me siento bien ahí,
y hay momentos en que me asfixia la vida de
Oasis,
a veces me desagrada todo lo que pasa, todo lo
que… Ver tanto sufrimiento de los demás, tanta
hipocresía…
me hace impotente”.

“Llego en un cuarto, me encierro. Llego, me
encierro, veo las cuatro paredes, me siento solo.
Una soledad que te cala, que te frustra, que a
veces me hace pensar para qué luchar,
para qué seguir.
Hay momentos en que no se le ve sentido a la
vida.
Luego con esta chingada enfermedad
vivir a base de pura chingada pastilla, llega un
momento en que te sientes agotado,
te sientes cansado”.

***

Martes, 7 de agosto del 2012
Albergue Oasis, Conkal, Yucatán

Reynaldo. Rey. Reyna Patricia. Reynita. De ojos como espejo y manos de hombre de mar, me abrió su vida de par en par. Así supe que en los días en que se siente triste Reyna cierra los ojos e imagina otros ayeres, cuando trabajaba como cocinero en una plataforma petrolera en medio del Golfo de México. Entonces era ella la única diva en medio de un mar de obreros: 60 días a la mitad de la grande mar vendiendo favores a quien quisiera y en cuánto quisiera. Era ella quien manejaba gustos, tiempos y caprichos. Era ella quien manejaba al destino.

Hoy su agenda es distinta, el virus le recuerda que debe desvelarse poco, tomar los medicamentos, comprar decenas de condones e intentar comer bien. Pasa su vida entre el albergue Oasis y Playa del Carmen, Quintana Roo, a donde siempre regresa en cuanto su fuerza se lo permite y su falta de dinero se lo exige.

Así han sido ya los últimos cinco años de su vida: lejos del mar de su juventud y cercana al farol de cualquier esquina.

“No creo llegar a diez años.
O sea no es mi meta en la vida llegar a esa edad.
Siempre he deseado acabar joven,
bella y hermosa”.

***

—Compa, ¿me da chance de partirle la madre a este putito? –preguntó Alex al chófer del taxi que los llevaba de regreso a casa. Sus ojos estaban llenos de ira, de celos, de coraje.
—Mientras no me ensucien el asiento, yo no veo ni digo nada –respondió indiferente el conductor.

Entonces Deborah sintió caer sobre sí años de maltratos de su padre, reclamos de su novio Alex y todos los leñazos que la vida le había propinado. Todo allí, en ese momento, en ese taxi de color verde. Fue cuando lo decidió. Pensó para sí misma, en medio de aquel torbellino de golpes, que no tenía por qué seguir soportando más. Como pudo, abrió la portezuela del taxi y se aventó a la orilla del camino mientras el taxi seguía su rumbo.

Ensangrentada a altas horas de la noche y con la ropa maltrecha, Deborah se acercó al Hotel Paraíso y tuvo la suerte de encontrar a Manuel, su amigo de la infancia quien trabajaba allí como velador del estacionamiento.

—Préstame dinero, no seas malito.
—Chingado Deborah, ora sí que te partieron la madre. Toma, es todo lo que tengo.

Deborah recordó a María quien le había platicado del Oasis.

Al amanecer, con hambre, desecha y con frío, Deborah tomó el primer autobús que le llevaría de Mérida a Conkal. Al llegar, Carlos Méndez, director del albergue, le extendió una frazada.

—Claro que te puedes quedar aquí. ¿Qué sabes hacer?
—Pues la verdad nada, respondió Deborah.

A partir de entonces Deborah comprendió que cuando decidió huir de ese taxi huyó también de toda una vida pasada.

Aprendió a cocinar y a coser. Conoció a José y al amor. Empezó su rutina médica e intentó, sin éxito completo, dejar las drogas.

“Ahora ya solo fumo churro y chemo.
Ya dejé las duras”.

Un día en que Carlos Méndez la regañaba por haber quemado el pavo de Navidad a la hora de cocinarlo, Deborah supo que era el momento de saltar de nuevo por la portezuela. Ahora era más fuerte. Ahora tenía ya un amor.

***

Sábado, 26 de febrero del 2012
Motul, Yucatán

Mientras un pequeño perro ruano lame sus pies, Eyder Manzanero se dispone a iniciar el ritual de lo habitual. Es sábado y hace falta dinero para pagar la renta pasado mañana. José, su pareja, tuvo la mala hora de gastarse en cervezas el poco dinero que había ahorrado este mes, producto de un trabajo ocasional como albañil en una escuela del pueblo vecino, Tixkokob. Ahora Eyder –o más bien Deborah- tiene que enmendar la resaca de José.

Con la delicadeza de una quinceañera, Eyder aplica una base de maquillaje en su rostro. Después la distribuye uniformemente hasta que su cacariza piel de hombre adquiere una tonalidad similar a la de “una doncella maya, ¿o no lo parezco?”, me pregunta desafiante con esos grandes labios carmines. Me pide le ayude a escoger sus aretes aunque le confieso que los adornos me dan lo mismo. Entonces me responde ya no como Eyder, sino como Deborah: “Ustedes los hombres no saben nada de nada”.

Tacones con plataforma alta resuenan en las banquetas del pueblo de Motul. El autobús que viaja a la capital Mérida no tarda en llegar y Deborah apresura el paso rumbo a la parada oficial. Una vez dentro, y ya que el trayecto toma poco más de una hora, Deborah aprovechará para darse los últimos retoques y además hojear la revista Vanidades que guarda en su bolso de color vino. Mientras ella intenta responder un test de opción múltiple que se titula ¿Eres lo suficientemente cool?, un par de viejecillas del asiento vecino cuchichean algo que parecería estar destinado a Deborah. Ella parece hacer oídos sordos a todo. Su mundo es su cabeza.

Nuestra primer parada es el bar La Oficina. Dos cervezas de litro y música de los años setentas invaden mi cabeza. Deborah ha dejado de poner atención al periodista y a la fotógrafa que estamos frente a ella en la misma mesa. Aunque no lo parezca, está ya trabajando: lanza miradas como anzuelos y parecería que un hombre de una mesa contigua a la nuestra será el primero a quien venderá sus amores peregrinos a cambio de una sonrisa y 200 pesos. Mismos que le servirán para completar la renta de pasado mañana lunes, cuando Eyder empiece de nuevo su semana normal en Motul.

***

Después de tres días de amnesia a causa de los muchos sicotrópicos que ingirió dentro del penal a donde había caído por tercera vez, Deborah se despertó con una nueva sorpresa: un tatuaje en forma de flor en su espalda donde se alcanza a leer Eyder / Chako, en referencia a sus dos vidas.

***

Mientras los habitantes del pueblo de Motul se preparan para regresar del trabajo a casa, Deborah se alista para salir a trabajar a las calles de la capital Mérida. 200 pesos servicio completo; 70 pesos una cachucha (sexo oral).

“Mis compañeras fueron las que me
empezaron a inyectar hormonas y aceite
comestible en forma de triángulo en cada
pompi. Luego íbamos a talonear y me
gustó: nunca olvidaré la primer noche,
gane 1.500 porque me metí con tres
hombres, así empecé y ya luego la escuela
no me importó, ¿pa’ qué?”.

“Por mil pesos. Dejé que me infectaran de
VIH por mil pesos. Por tener un poquito
más que las demás esa noche”.

“Quisiera hablar con mis familiares, hablar
de en dónde me van a enterrar cuando yo
ya no esté aquí. 16 años ya que me
diagnosticaron, desde que tenía yo 19
años”.

***

17:30
Motul, Yucatán

José, pareja de Eyder, espera sentado en la hamaca a que su pareja se convierta en Deborah.

Ya en Mérida, la Calle 58 es el paraíso de la prostitución: las hay jóvenes y guapas que desertan de Cancún ante la dura competencia: las hay locales y maricas. Eyder, Deborah, ocupa el último escalafón en la pirámide del sexo-servicio. El final de la Calle 58 así se lo recuerda. El ambiente es pesado, huele a licor mal destilado y lujurias por cumplir. Payaso, de José-José, suena en la rocola mientras Deborah hace cuentas en voz alta: “con esto tengo para un churro y unas guamas. Condones y medicinas. La renta y tortillas. ¡Hasta pollo alcanzaré!”.

Deborah; maya, homosexual y seropositiva, vio en la prostitución la única puerta de salida para una vida de condena continua. Orgullosos de los indígenas solo cuando aparecen en los libros de historia, la sociedad mexicana ha orillado a esta cultura a trabajos de mierda: construyendo hoteles de lujo para turistas o limpiando casas de ricos al norte de la ciudad.

“Es difícil ser maya, marica y tener sida. Jodida está la cosa”, nos dice Deborah antes de levantarse de nuestra mesa para empezar su jornada de trabajo.

Los últimos nómadas

Publicado: 1 junio 2013 en Zigor Aldama
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No ha amanecido y Toya ya está despierta. Son las cuatro y media de la mañana cuando, sin la ayuda de un despertador y tras haber dormido sólo cuatro horas, abandona el ger familiar, la yurta tradicional mongola, para dirigirse al recinto en el que las vacas esperan a ser ordeñadas. Aunque es verano, hace frío. El mercurio lucha por rebasar la línea de los cero grados. Los movimientos de su madre despiertan a Delgerma, una joven de rasgos amables y 15 años de edad. Sabe que, aunque no se lo pida, la progenitora necesita de su ayuda. Enfundada en una chaqueta de confección china, abre la puerta y deja que el frío de la mañana golpee su cara. Frente a ella se abre un espacio que parece no tener fín, una uniforme alfombra verde. Es la estepa del centro de Mongolia.

La cuadra de las vacas está a cincuenta metros del ger. Una pequeña franja de luz azul asoma en el horizonte, pero un extraordinario manto de estrellas brilla aún en lo más alto. El cielo está completamente despejado, como sucede en Mongolia una media de trescientos días al año. Delgerma descubre la figura de su madre sentada en un taburete de madera, inmersa ya en la tarea de ordeñar a los animales. Sin mediar palabra, la joven se sienta a su lado y trae hacia sí otra vaca. Solo el chorro de leche al golpear contra el balde de metal rompe el silencio de lo cotidiano. Al final, un gallo canta en la lejanía la salida del sol.

En el interior del ger, Tander, el padre de familia, refunfuña. Anoche regó generosamente con vodka la celebración del nacimiento de un potro, y el alcohol no engrasa sus neuronas. Un rayo de luz cálida atraviesa la yurta por el orificio situado en el centro del techo, por donde asoma la chimenea metálica de la cocina-estufa. Poco a poco, Tander se incorpora y bosteza. La puerta vuelve a abrirse para que Delgerma entre con un balde de leche fresca. Su madre está ahora ocupada con las ovejas, así que es ella la encargada de preparar el desayuno. En una oscura esquina del ger, sobre la cama en la que ha descansado Toya, la pequeña Itchko, de cinco años, es la única que aún duerme. Si lo hubiera, un reloj marcaría las cinco y cuarto. Todavía no se han intercambiado ni una sola palabra.

Excrementos de vaca secos es lo que Delgerma utiliza como combustible en la vieja cocina metálica. “En Mongolia los árboles excasean, son un lujo, así que sólo podemos permitirnos quemar esto”, explica. El fuego prende rápido, y un olor ligeramente acre inunda la estancia. Itchko tose a causa del humo, trata de librarse de él escondiéndose bajo la gruesa manta, pero no tiene mucho éxito. Finalmente, no le queda otro remedio que abrir los ojos. Y entonces se rompe el silencio.

Yogur y sopa. Es la base de la dieta de la familia de Tander, cuatro miembros que sobreviven con 350 euros al año y un extra, difícil de calcular, gracias al trueque. A pesar de las precarias condiciones de su vida, Tander está satisfecho: “Cada vez tenemos más animales, y engordan según lo previsto. Con eso hemos conseguido enmoquetar el suelo de nuestro ger, y hasta hemos comprado una radio”. El aparato, un artefacto propio de la Unión Soviética, ciertamente ocupa un lugar destacado en el altar familiar, situado siempre en la zona posterior izquierda de la yurta y adornado generalmente con fotografías de antepasados y de los mejores caballos del clan. Sin embargo, quien se lo vendió no mencionó la necesidad de obtener pilas para su funcionamiento, por lo que hace tiempo que ningún sonido mana del radiocasete.

Mongolia es un país único en el mundo. Cuenta con una superficie tres veces mayor que la de Francia y, sin embargo, una población de poco más de tres millones de habitantes. Casi la mitad practica aún el nomadismo, una forma de vida cuyo origen se pierde en los albores de la Historia. Desde entonces, poco ha cambiado para un millón de personas. Su vida supone la convivencia estrecha con la naturaleza. Y la supeditación a los elementos en un entorno extremo en el que difícilmente se puede contar con ayuda externa.

Los vecinos más próximos pueden encontrarse a decenas de kilómetros de distancia, a horas de camino. Esta forma de vida es también la prueba de la resistencia del ser humano, capaz de sobrevivir con medios propios de la Edad Media a temperaturas que oscilan entre los treinta grados bajo cero del crudo invierno y los treinta grados sobre cero de los asfixiantes días de verano. Es más, los nómadas de mongolia, como sucede con Tander y su familia, son capaces de hacer frente a cambios de temperatura de 40 grados en un mismo día.

Poco a poco, el sol muestra su poder. A las ocho de la mañana, el termómetro ya ha alcanzado los diez grados. Tander se enfunda los pies en lana, y se calza las botas tradicionales, símbolo del nomadismo mongol. A la carrera, sin hacer siquiera una breve pausa, salta sobre su caballo y pone rumbo a la nada, al infinito. Allá se encuentra el resto del ganado, junto a un pequeño estanque.

En el interior del ger comienza a hacer calor, aunque por su estructura es una vivienda ideal para hacer frente tanto al calor como al frío extremos. Dan las once cuando la temperatura exterior supera con creces la del interior, donde Toya se afana en desenredar el enmarañado pelo de Itchko a la vez que cuece la leche de las cabras para preparar yogur, pieza básica en la dieta mongola.

A setenta kilómetros de Orkhon Bag, la llanura en la que viven Tander, Toya, Delgerma e Itchko, tres gers llaman la atención. A diferencia del anterior, están situados a pocos metros de la autopista, apelativo que los mongoles atribuyen a una irregular franja de asfalto de no más de tres metros de ancho que recorre el país de este a oeste. La apariencia de estas tres viviendas es, sin duda, más sofisticada. Al lado de cada yurta, una pequeña placa solar revela la llegada de la electricidad a la vida de la familia de Tsendayush, compuesta por dieciséis miembros.

“Viajando en familia conseguimos aunar fuerzas”, comenta el padre de tres hijos. “No sólo sumamos nuestras cabezas de ganado y con ello podemos negociar el precio de nuestros productos con más fuerza, sino que además tenemos más facilidades para llevar a los hijos al colegio, y más ayuda en caso de que alguno de nosotros enferme”. Teniendo en cuenta que la escuela más cercana se encuentra a 30 kilómetros, y el hospital del distrito a 43, estos detalles son dignos de ser tenidos en cuenta. “Nuestra forma de vida no ha cambiado mucho desde hace siglos, pero hemos ido introduciendo objetos y costumbres de la vida moderna, siempre que nuestras posibilidades económicas lo han permitido. Nosotros somos afortunados porque disponemos de electricidad suficiente como para cambiar las velas, que son un peligro porque pueden prender los gers, por bombillas de bajo consumo. Y también ha llegado la televisión a nuestras vidas”. Sin embargo, Tsendayush no parece entusiasmado con este último punto: “La televisión ha traído consigo un nuevo mundo que atrae a los jóvenes, y creo que es una amenaza para el nomadismo. Pero nada podemos hacer contra el progreso, y esa es la razón de que cada vez más jóvenes decidan ir a Ulan Bator en busca del futuro”.

Hace solo una década muy pocos contaban con televisor y motocicleta. Ahora, según datos no oficiales, alrededor de 30.000 familias nómadas disfrutan de la electricidad y, de ellas, 20.000 disponen de esos dos aparatos. Pero también ha aumentado el número de familias que solo tienen cien cabezas de ganado o menos, una cifra que marca el umbral de la pobreza. El 60% de todos los nómadas mongoles está por debajo de ese listón.

El número de pastores ha descendido en la última década de medio millón a 300.000, mientras que el número de animales se mantiene estable en unos treinta millones. “Las disparidades aumentan, incluso entre nómadas”, comenta Tsendayush. “Quienes tienen suerte y se mueven en zonas en las que el clima es bueno cada vez son más ricos, y pueden enviar a sus hijos al colegio, lo cual les asegura mantener su calidad de vida. El resto, al no disponer de medios ni permisos para moverse de zonas desérticas, sobrevive a duras penas”.

Aunque no lo parezca, el nomadismo en Mongolia también se ha desarrollado, y ha ido modificando sus pautas con el tiempo. En el siglo XXI, la mayor parte de la población rural cambia de residencia entre dos y cuatro veces al año, y, generalmente, se encamina siempre hacia lugares prefijados. Técnicamente, han pasado a ser seminómadas, ya que no viajan constantemente en busca de mejores pastos, ni se mueven libremente por todo el territorio. Así, los más pudientes cuentan con cuatro lugares de residencia, uno para cada estación, mientras que la clase media sólo se traslada en verano y en invierno y, algunos, no pueden siquiera permitirse un cambio de territorio.

Es el caso de la familia de Byambsuren, un joven de treinta años que vive en la región de Dorongobi (desierto del Gobi) con su madre, un hermano, la mujer y sus dos hijos. Las sequías de los últimos años han matado a un tercio de sus reses, y ya sólo cuenta con 50 cabezas. Ha tenido que vender parte del mobiliario de su ger para comprar gasolina para la moto, un vehículo indispensable para una familia que no cuenta con caballos, sin duda el animal más preciado en el país. “Para conseguir algo de dinero tuvimos que vender la piel de nuestros camellos antes de tiempo, y dos murieron congelados. Si no fuera por las ayudas que recibimos, hace tiempo que nuestra familia habría desaparecido, como muchas otras”. En su caso, UNICEF escolariza a los más pequeños en una escuela-ger cercana, en la que una veintena de niños nómadas son preparados para su ingreso en escuelas estándar.

La vida de la familia de Byambsuren, sin embargo, contrasta con la de Choijames, un hombre que lleva más de dos décadas casado con una mujer que ha viajado por Europa y Asia y que ha proporcionado enseñanza superior a sus hijos. Su ger, situado en la estepa del centro de Mongolia, a más de 2.000 metros de altura, está equipado con mullidas alfombras persas, televisión por satélite y agua caliente. Pero, aun así, cuesta creer que, con la experiencia acumulada por el mundo y su buen nivel de vida, mantengan viva la herencia nómada. “El mundo exterior no es mejor que el nuestro. Hemos sabido adoptar los elementos positivos del desarrollo y combinarlos con esta forma de vida, que es la conjunción perfecta con la naturaleza. Nosotros moriremos con el ger a cuestas, aunque posiblemente la próxima generación lo cambie por una vivienda de ladrillo”, se lamenta la madre, Oyunbileg.

A más de mil kilómetros de distancia, una tormenta de arena convierte el cielo azul en una mancha ocre que se funde con la infinidad árida del Gobi. Dandijav, a pesar de sus setenta años largos, mantiene las fuerzas necesarias para dirigir la caravana que llevará, sobre varios carros tirados por camellos, los tres gers de la familia. “Cada uno pesa unos 250 kilos, y tardamos dos horas en montarlos. Así que, en cuatro días estaremos ya en nuestra residencia de verano, que este año vamos tarde”, apunta. Su familia es el ejemplo de clase media: tres núcleos de padres e hijos que conviven todo el año, electricidad gracias a placas solares, 250 cabezas de ganado, y dos motocicletas. La masa de arena se acerca, se levanta el viento y todos corren al interior de los gers. Las paredes de tela vibran, y parece como si toda la estructura fuese a salir volando. Pero la familia de Dandijav ríe ante el temor del extranjero, y el ger resiste sin problema alguno. “Cada vez son más habituales estas tormentas, y dificultan mucho encontrar después algo de pasto para el ganado”.

En la última década, las condiciones en el desierto del Gobi no han hecho sino empeorar, fruto del cambio climático que sufre el planeta en general. “Hace cuatro años no era complicado encontrar algo de vegetación con la que alimentar al ganado, pero cada año que pasa el desierto se va haciendo más inhabitable, y no es posible tener tantos animales como teníamos. Cada vez llueve menos, y hay que desplazarse más lejos para encontrar pastos”, explica Dandijav. Ello, sin duda, repercute en la calidad de vida de los nómadas del desierto. “Nuestros ingresos no nos permiten hacer recorridos tan largos, así que tenemos que apañarnos con menos animales, que es lo mismo que decir que tenemos que sobrevivir con menos recursos. Así es difícil que nuestros nietos acudan a la escuela, o que mis sobrinas puedan ir a la universidad”.

En esta nueva coyuntura, Dandijav no ve claro el futuro del nomadismo. “Esperamos que el gobierno decida disparar a las nubes para que llueva, como hacen en China. El problema es que no descargan como solían hacerlo, pasan de largo sin dejar una gota”. Y luego está la polución que llega de la vecina China. “Lo que tememos es que, al final, este hecho puede acabar con nuestra forma de vida, porque no podremos resistir siempre”.

Cae la noche en Mongolia. Delgerma enciende una vela para poder cocinar la cena, una simple sopa de fideos. Tsendayush regresa con su caballo de una sesión de entrenamiento para el festival de Nadaam, la mayor celebración nacional. El resto de familia prepara una pasta de arroz con carne de cabra, mientras los niños juegan a la pelota aprovechando los últimos rayos de luz. También en la estepa, Choijames observa con atención un partido la Premier League, rodeado por sus hijos y sobrinos. En el Gobi, Byambsuren bebe una taza de té con leche de camella, y sus hijos comen un cuenco de yogur. Sólo se oye el sonido de los animales. Finalmente, Dandijav vuelve al ger tras un día preparando el traslado. Ya está casi todo listo, y puede sentarse a escuchar las noticias en la radio mientras su mujer, Tserendejid, prepara una sopa de pollo. Cinco historias bajo el mismo manto de estrellas, unidas por una forma de vida, y separadas por cientos de kilómetros.

Sujeta al perro

Pocos rituales son tan complejos como la entrada a un ger mongol, la yurta tradicional del país. Sin embargo, pocos muestran de forma tan clara la generosidad de un pueblo. Todo comienza incluso antes de cruzar la puerta cuando, a varios metros de distancia, se ha de gritar ¡Nokhoi Khor! Aunque, en este caso, más que parte del ritual, se trata de una formalidad con base práctica. La frase se entiende como: ¿Puedo pasar? Pero el significado literal es sujeta al perro. Imprescindible si no se quiere padecer la rabia.

Rara es la familia que no invite a cualquier visitante a pasar a su vivienda, una yurta circular en la que viven generalmente todos sus miembros sin separación de espacio alguna. Eso sí, es necesario respetar un riguroso repertorio de normas. En primer lugar, los visitantes han de entrar por la puerta, que siempre está orientada hacia el sur, con su pie derecho por delante, y han de descubrirse nada más entrar en la vivienda. A continuación, los invitados se sientan en la cama situada a la izquierda de la puerta. Comienza una curiosa retahíla de preguntas:

—¿Qué tal habéis pasado el invierno?
—¿Engorda bien el ganado?
—¿Han nacido muchos potros?

Mientras el hombre de la casa responde, sentado en la parte norte de la tienda, reservada a los miembros más respetados de la familia y a su altar, la mujer prepara cuencos de yogur casero, té y, según su poder adquisitivo, caramelos o trozos de queso. Tras ofrecer los alimentos a los recién llegados, quienes han de aceptarlos con la palma de su mano derecha hacia arriba y la izquierda sujetando el codo, la mujer ocupa su espacio, en la parte derecha del ger, considerada bajo la protección del dios Sol.

Si todo se ha realizado correctamente, la conversación puede derivar a otro tipo de temas, más personales. Pero, en ningún caso se han de mencionar asuntos que tengan relación con muertes o accidentes. Pasado cierto tiempo, el padre de familia abrirá una botella de vodka que sólo soltará una vez se haya vaciado. Antes del primer trago, hay que mojar el dedo índice en el alcohol y disipar gotas en los cuatro puntos cardinales, antes de mojarse la frente. A partir de ahí, barra libre. Pero, por muy borrachos que estén, los invitados no deben jamás jugar con el sombrero del hombre, ni atreverse a tocarlo. Es una de las mayores ofensas que se pueden infligir, y puede derivar en una agria disputa. No se debe olvidar, además, que en todo ger hay siempre un mosquetón listo para ser disparado.