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La imagen de España en el mundo es más o menos así: paella, siesta, sol, vestidos estampados de lunares, toreros, sangría y olé. Hoy, en cambio, o también, es así: desempleados, desahucios, endeudamiento, indignados, recortes y caras de a-ver-cómo-salimos-de-ésta.

Pero viajemos por un momento al año 2007 a. C. (antes de la Crisis). Con un PIB mayor que el de Canadá, España juega en la champions league de la prosperidad. La economía ha crecido a un ritmo feroz, la tasa de desempleo es de un ridículo 8% —la más baja desde 1978— y, por primera vez, recibe inmigración masiva. El milagro económico español, que así se llamaba lo que empezó en 1998, estaba sostenido en ladrillos. El gobierno incentivó la construcción urbanizando áreas que nunca habían sido urbanas y los bancos prestaron millones a las inmobiliarias: la costa se llenó de edificios, el campo de chalés, los pueblos de Guggenheims y las calles de nuevos ricos. Sólo en 2005, las ochocientas mil viviendas construidas en España superaron a las levantadas en Alemania, Reino Unido y Francia juntas. Como esas casas había que venderlas, los bancos abrieron el crédito como quien abre una represa.

Con el parque inmobiliario más grande de la Unión Europea en plena construcción, la necesidad de mano de obra subió y del cielo cayeron dos millones de latinoamericanos atraídos por el Spanish dream. Por tierra y mar llegaron dos millones de africanos y europeos del este. España se conjugaba en futuro perfecto.

Pero los precios de la vivienda —ay— estaban infladísimos: un departamento normalito en Madrid o Barcelona podía costar cerca de medio millón de dólares (la hipoteca media nacional era de doscientos mil dólares). Aun a esos precios, los pisos se vendían. La gente firmaba hipotecas a cuarenta años, con cuotas de 80% de su sueldo, pero había sueldo y todos lo hacían. Los vendedores inmobiliarios tenían la suave tenacidad de ciertos grupos religiosos: «Y usted, hermana, ¿sigue desperdiciando su fe en el alquiler?». Durante las vacas gordas se daban hipotecas como se da la hora. Según datos del Instituto Nacional de Estadística, en 2007 fueron casi cuatro mil al día: 1.4 millones al año. Entonces llegó 2008, año 1 de la era d. C. (después de la Crisis).

El 17 de septiembre de ese año, allende los mares, quebró un banco estadounidense. Y esa caída, la de Lehman Brothers, fue como el dedo en la primera ficha del dominó. Años de créditos alegres a entidades y personas de dudosa solvencia pasaron factura. Los bancos estadounidenses entraron a cuidados intensivos y a los españoles se les paró el corazón y dejaron de dar dinero. El consumo se desplomó, setenta mil empresas cerraron y sus trabajadores se fueron a la calle.

Y, por supuesto, la gente que no trabaja deja de pagar sus deudas.

De 2008 a 2009 fue una barbarie: de dos millones y medio de parados se pasó a cuatro millones doscientos mil. Ahora mismo, en 2012, seis personas por minuto, trescientas setenta y cinco por hora, nueve mil por día son despedidas. En 2007 había cerca de dos millones de parados. En 2012, apenas cinco años después, hay cinco millones.

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Francisco Hernando, Paco el Pocero, fue un niño dickensiano: pasó su infancia en una chabola y no tuvo techo hasta los veintinueve, cuando compró su primera casa. «Pocero», según la RAE, es el encargado de limpiar pozos o depósitos de inmundicias y eso era Paco hasta que se subió a la grúa de la construcción. En 2006 decía tener una fortuna de ochocientos millones de dólares. Mientras unos lo acusaban de corrupción, otros admiraban a la encarnación ibérica del self-made man. Dicen que no sabe escribir, que lee mal y que llama «toballa» a la toalla, pero la urbanización que lleva su nombre escrito en dorado es la mayor obra privada de la historia de España, con más de trece mil casas proyectadas y mucho delirio del yo: el parque lleva el nombre de su mujer y la calle principal una enorme estatua de sus padres.

Pero en 2008, cuando los bancos cerraron la llavecita de nuevos ricos, ni el propio Hernando pudo comprar los pisos de Hernando. Tenía tantas deudas que la urbanización, apenas inaugurada, pasó a ser propiedad de las cajas de ahorro que la financiaron. Mejor para él. Al ver que España se hundía, Hernando huyó. Hoy, a sus sesenta y siete años, dicen que construye como un poseso en África.

La urbanización Francisco Hernando, en Seseña (Toledo), es el museo de la crisis con todo su esperpento. Allí no vive nadie. Casi nadie.

Por una avenida vacía, postapocalíptica, el viento arrastra un vasito vacío de yogurt y su troc, troc, troc es un escándalo. De vez en cuando pasa una persona. Anna, polaca, vive desde hace poco en uno de los edificios de Hernando. Ante la falta de compradores, ahora hay alquileres convenientes. Anna dice que es una lotería: paga una mensualidad baja por un piso flamante en un complejo con piscina y canchas deportivas. Pero no hay vecinos. Los departamentos que hace cuatro años costaban trescientos setenta mil dólares, han bajado a noventa y dos mil. Y ni así.

—Hay otra familia en mi planta —dice Anna—. Y allá, ¿ves?, parece que hay gente.

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La sala de reuniones de la Federación de Vecinos de Madrid, donde entran unas veinte personas, ya le quedó pequeña a la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH). En una pared hay una placa: «Plaza de las Libertades». En otra, una pizarra con carteles que invitan a actividades y manifestaciones contra el machismo, los bancos, los transgénicos. Uno de ellos, el de la Semana de la Lucha por el Derecho a la Vivienda, se repite en dos paredes. La convocatoria es a las siete, pero mucho antes las sillas ya están ocupadas. Los que se creían puntuales se suman a los que estaban detrás, y el grito no se escucha es la coletilla total. Pero nadie se va. Pasan las horas y nadie se va.

Cada desahucio detenido, cada novedad legal, es oxígeno para los que están ahogados por la deuda. Aquí no hay abogados ni expertos, sólo desesperados contándole su caso a otros desesperados. Jóvenes, jubilados, familias inmigrantes, madres solteras, profesionales y gente que no terminó el colegio. Al que va a perder su casa se le reconoce por una cara que trasciende la derrota, por la voz casi ajena con la que habla.

Carmen —chaqueta de lana lila, falda abajo de la rodilla— ha llegado temprano y está sentada. Cuando quiere leer algún papel, trata de ponerse los lentes que lleva en el pecho, pero la mano le tiembla. Esta ama de casa madrileña y su esposo jubilado vivían sin sobresaltos. La pensión del marido, ni mucho ni poco, era suficiente. La casa —su casa— la compraron con pesetas cuando el niño era niño. El hijo, que trabajaba en una fábrica, decidió comprar un departamento hace tres años. Papá y mamá fueron los garantes. Al firmar nadie pensó que llegaría la crisis, pero llegó: un recorte de personal dejó al joven en el paro, le quitaron la casa por no pagar y ahora el banco quiere la de los padres.

—Hemos recibido a mi hijo y a mis nietos en casa —dice Carmen mientras intenta abrir la carpeta, ponerse los lentes, leer su carta de desahucio—. Y ahora van a por nosotros.

—La ley hipotecaria de España es una de las más crueles del mundo —explican en la Plataforma—. El artículo 1911 del Código Civil establece que el ciudadano responde a una deuda con todos sus bienes presentes y futuros. Aquí la entrega de la propiedad no salda la deuda hipotecaria.

El banco embarga la vivienda por impago, pero la recibe a un valor menor del que tenía originalmente (lo que se llama retasación en términos financieros y putada en términos de la calle). Como la persona hipotecada tomó en su día trescientos mil y ahora la casa, para el banco, vale ciento cincuenta mil, esa diferencia hay que seguir pagándola. De modo que estás en la calle y, aun así, debes una fortuna. El banco tiene potestad de embargar todos los ingresos, sobre un mínimo, que una persona endeudada y sus garantes lleguen a tener. Eso incluye los bienes. Por eso a Carmen le van a quitar su casa de toda la vida.

Según datos de la Plataforma, desde 2007 y hasta hoy se han ejecutado más de ciento setenta mil desahucios y otros trescientos cincuenta mil están en curso.

—Hay que luchar —dice con su voz de niña Aída Quinatoa, una ecuatoriana hipotecada que se ha convertido en la líder de la batalla por parar los desahucios—. Esto ha sido una estafa masiva y lo único que tenemos es la lucha, hay que negociar para no quedarnos con la deuda: si el banco quiere, puede.

Juanjo, un camarógrafo treintañero, no ha vuelto a encontrar trabajo luego de que CNN lo despidiera. Si éste fuera un documental de la crisis y él estuviese filmándolo, haría un close up de sus uñas hundidas en la carne. Se verían sus manos mordidas y se escucharía su voz de fondo:

—Antes de esto, yo era una persona normal, ¿sabes?, un tío con su piso, con su coche, con su curro.

El trabajo no aparece. Juanjo vivía del subsidio por desempleo, pero ya se agotó. Su casa es un local comercial que era de sus padres. Era. Porque con él avalaron el restaurante de su hermana y su hermana quebró.

—El otro día volví y me habían cambiado la cerradura. Ahora cuando tocan no abro. Paso el día sin luz, en silencio, como un ratón: sólo salgo de noche. Si me echan, no tengo adónde ir. No hablo con mi hermana porque nos arruinó, mis padres están donde una tía —dice Juanjo mientras nos alejamos de la reunión de hipotecados—. De verdad, no tengo adónde ir.

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Madrid se despereza, y al pie de la casa de Uddin y Hafiz, en el barrio de Lavapiés, ya hay unas cincuenta personas. Uddin ha comprado bizcochos de coco y hay chocolate caliente. Parece una fiesta popular, pero es un desahucio. Esta pareja, inmigrantes bengalíes con cuatro niños, compró hace tres años un modestísimo piso tan sobrevalorado que es inverosímil. A pesar de sus condiciones laborales precarias y de tener unos garantes en la misma cuerda floja, el banco les prestó trescientos treinta mil dólares. Las cosas iban bien y los alquileres eran tan altos como las mensualidades de las hipotecas. Pero cuando ella perdió su empleo en el servicio doméstico y a él le bajaron el sueldo en el restaurante en el que trabaja como camarero, las cuotas, de dos mil dólares mensuales, se hicieron imposibles. Al dejar de pagar, el banco retasó la vivienda en doscientos mil. Ahora tienen que pagar la diferencia, más intereses, más gastos de gestión: en breve estarán sin casa y con una deuda de trescientos diez mil dólares.

La multitud, al grito de este desahucio lo vamos a parar, logra que se aplace el desalojo. Hay aplausos y abrazos: otro triunfo del colectivo popular Stop Desahucios. Pero es sólo una tregua. Al cabo de pocos meses volverán los jueces y la policía a sacar de la casa a Uddin, Hafiz y los niños.

El segundo intento de desahucio es casi siempre definitivo.

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Ana Rosa Quintana es la Oprah ibérica. Tiene programa, productora, revista (AR), perfumes, libros y fundación: La Última Frontera, para los más desfavorecidos. Ana Rosa convierte en noticia todo lo que toca y ha decidido tocar un comedor social infantil recién inaugurado. En el pequeño salón de la ONG Mensajeros de la Paz hay más cámaras que niños. De pronto, una bandada de fotógrafos empieza a aletear sin descanso. Ha llegado otra presentadora maravilla: Anne Igartiburu, la del programa Corazón, pasea su chaqueta de cuero naranja entre las mesas con manteles plásticos.

—¡Qué guapos sois todos!

La apertura del primer comedor infantil de la crisis, más el dato de Unicef de que hay dos millones de menores en riesgo de pobreza en España, hizo reflotar la posguerra en la prensa. Ana Rosa, presurosa, dedicó programas a recaudar dinero para esos pobres críos. Que vuelve el hambre, señores, que vuelve el lobo. Porque en España, hace menos de cien años, hubo un hambre perversa. Tras la Guerra Civil, en 1939, los campos españoles, como su gente, estaban arrasados. Pero hoy no es así. El Informe del Consumo Alimentario en España en 2011 revela que el año pasado se gastaron casi noventa mil millones de dólares en comida, es decir, 0.6% más que en 2010. Hablando en kilos, la de 2011 fue la caída más suave desde que empezó la crisis: de los 664 kilos de comida que nos metimos entre pecho y espalda en 2010, se pasó a 660 en 2011. Mercadona, una cadena de supermercados españoles conocida por sus precios bajos, batió récords de beneficios en 2011, un aumento de 19% en relación con 2010. Y más: según un informe de enero de 2012 de Unilever Food Solutions, al día más de 160 000 kilos de comida de restaurantes y bares van a la basura. A dos kilos por persona, podrían alimentar a 86 000 comensales.

En el comedor social de Ana Rosa las voluntarias traen bandejas con la cena de los niños, la mayoría hijos de inmigrantes que están ahí no por desnutrición, sino porque, mientras sus padres trabajan, les ayudan a hacer las tareas. El menú es macarrones con tomate, de primero, y albóndigas con papas, de segundo. Pan para todos. Torta de chocolate de postre. Los educadísimos hijos de Sulficar, un inmigrante de Sri Lanka moreno, alto, esperan mientras el padre cuenta que es jardinero y que gana bien, pero que como él y su mujer trabajan, los niños pasan la tarde en el centro social.

—Ahora con la cena es mejor: los llevo a casa listos para el baño y dormir.

Gloria, una dominicana de veintisiete años, madre soltera con dos hijos, pide llevarse algo para el día siguiente. Trabaja medio tiempo en un supermercado y el dinero le llega justito. Se zampa, antes de que se lo lleven, lo que han dejado sus hijos.

Termina de masticar una albóndiga y cuenta que el padre de los niños se volvió a Santo Domingo cuando se quedó en el paro. No quiere saber de ellos. Ni de España.

—Él dijo que aquí ya se había acabado todo.

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«Quien regala caviar honra al receptor», leo en la entrada del Salón de Gourmets, de Ifema, el recinto ferial de Madrid. El estand de caviar iraní Caspian Pearl es el más grande y más suntuoso de una feria grande y suntuosa. La encargada frunce los labios antes de responder si la crisis ha afectado el consumo de caviar en España.

—Ha bajado un poquito, pero vamos, no es una bajada que se considere importante.

Hablar de precios es del vulgo.

En otro estand dicen que cien gramos de buen caviar iraní pueden costar hasta tres mil dólares.

Según un estudio de la Asociación Española del Lujo, Luxury Spain, en 2011 las ventas de productos exclusivos en el país subieron 25% en relación con 2010. Los pasillos de la feria están llenos de gente que ha pagado cuarenta dólares para estar aquí. Alfredo Martín es uno de ellos. Trabaja en una importadora de productos gourmet y explica que el primer termómetro de la economía es la alimentación. Con la crisis ha notado que el carro de la compra es más reducido, pero no la calidad de los productos.

—Ahora mismo se está vendiendo muy bien esta agua que viene de un glaciar finlandés, que tiene características de calidad inmejorables.

Entre jamones de bellota expuestos como obras de arte, aceite de oliva en botellitas de perfume, chocolate con oro de veintitrés quilates y agua marca Porsche, pasea malencarada Marisa Varona. Dueña de un catering de lujo, los proveedores no la han atendido de forma profesional.

—Hay que recuperar el glamour de otros años. En la feria y en el país: hace falta glamour.

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En el Paseo del General Martínez Campos, en el Madrid de portero uniformado y mármol, está el comedor de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl. Son las dos de la tarde de un día de perros. El guardia, un gigante bueno de nacionalidad rumana, cuenta que ha visto cómo cada vez llega más gente —gente de todo origen, de toda condición social—. Detrás de él, en un baño con la puerta abierta, cinco hombres se lavan los dientes y la cara.

Del comedor sale una mujer. Se llama Milena y está cubierta por un largo abrigo de piel marrón, tiene los ojos pintados, medias y botas de caña alta. Es de esas mujeres de buen tipo que pasan de los sesenta, pero aparentan diez años menos. Con su pañuelo estampado y sus gafas grandes, podría pensarse que acaba de salir de una de las cafeterías de la zona y no del comedor de unas religiosas.

—Yo también estoy en este barco —suelta con el tono que se dicen las cosas que empiezan por «aunque no lo creas».

Milena cuenta que tuvo dinero, que la suya fue una familia adinerada, pero que, por la crisis, le toca pedir ayuda. Cuando la economía iba como la seda, pidió créditos y más créditos para poner negocios y para mantener el estilo de vida al que la herencia del padre —que gasté sin pensar— la tenía acostumbrada. Pero los negocios, esos que no explica del todo —tú escribe que eran entre inmobiliarios y financieros—, se hundieron con la crisis. Hace tres años se declaró en bancarrota.

—Ahora no tengo la casa que tenía antes ni la asistenta, pero, y disculpa que lo diga así, me importa un carajo porque verdaderamente eso se va a quedar aquí, yo no quiero ser la rica del cementerio, quiero a los pobres, sobre todo ahora que los he visto muy de cerca.

Milena usa palabras como «taxativamente», «ruina económica», «austeridad» o «fehaciente». Llama por su nombre a los ministros de Economía de Zapatero y de Rajoy, al director del Banco Central Europeo, a los empresarios y, ahora, a sus compañeros de mesa en el comedor. Le pregunto si ha visto aumentar el número de españoles necesitados.

—Mucho más, gente con carreras, gente que no te imaginarías que por la situación han tenido que… Es así, pero no hay que sentir vergüenza, sino dar gracias a Dios que hay personas que nos ayudan tantísimo, ¿no?

Este comedor se ha hecho famoso en estos días porque un importante publicista español, Alejandro Toledo, acaba de donar un spot, —»Los nuevos pobres»— para Cáritas. El anuncio nació de su sorpresa al toparse con un ex colega del mundo del marketing que ahora, al no encontrar trabajo, debe almorzar allí. En el spot, un treintañero español con una niña rubia, de unos siete años, vagan por las calles con una maleta a cuestas, duermen en un cajero y comen en Martínez Campos. Toledo dijo en una entrevista que lo que más le sorprendió en el comedor fue que los comensales no se correspondían con la gente que esperábamos: «Eran gente como yo, vestidos perfectamente, que acudían porque no tenían dinero».

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Mercamadrid es una ciudad de comida. La llaman «La capital de los mercados» porque, dicen, es la plataforma de distribución alimentaria más grande del mundo. Todos, de una forma u otra, comemos de ahí.

Jimena es boliviana y Genaro dominicano. Se han hecho amigos porque coinciden cada semana en Mercamadrid. Jimena, que cuidaba a una señora, se quedó sin trabajo el año pasado. En casa, donde sólo queda el sueldo del marido —un ex trabajador de la construcción que hoy hace pequeñas reformas— para ella, su madre, su hermana y dos niños, hubo que hacer ajustes: se acabó la costumbre de pagar por verduras y frutas.

Jimena lleva el carrito repleto. Todo lo ha recogido de la basura de Mercamadrid porque allí, si una caja tiene un par de productos estropeados, se tira toda. En el suelo se ensucian tomates hermosos, naranjas, mangos en su punto, plátanos: cosas por las que se paga en el mundo real.

—Yo me ahorro ciento veinte euros a la semana —dice Jimena—. No me da vergüenza porque esto se iba a tirar y mis hijos tienen que comer.

Genaro hoy sólo ha recogido lo que le gusta a su gente: yuca, plátano verde, cilantro, limas. En el camino ha encontrado unas peras gorditas. Se las ofrece a Jimena. Las rechaza: ya no le cabe nada.

Carlos, trabajador de Mercamadrid, cuenta que antes los guardias echaban un químico rosado sobre los desechos para que no los recogieran. Ahora hay manga ancha.

—De todos modos no he visto que con la crisis venga más gente. Aquí hay una nave a la que vienen los comedores, los curas, la Cruz Roja a llevarse comida y las reparten en barrios. Esto queda lejos de todo —dice Carlos mientras fuma—. Aunque no lo creas ahora se tira más porque, por la crisis, no hay tanta venta y el distribuidor prefiere tirarlo. Fliparías con la cantidad de comida que se desperdicia al día aquí.

En toda la geografía de Mercamadrid, unas retroexcavadoras cogen los desperdicios del suelo y los depositan en grandes vagones. Ahí dentro, una ensalada gigantesca, como una pesadilla de Arcimboldo, se pudrirá.

Una madre y su hija, peruanas, pasan cerca de las peras huérfanas de Genaro. Les digo que están en perfecto estado. Sacuden el índice: buscan lechuga y no tienen tiempo para conversar.

Antes de subirse al autobús con la caja de mercadería, Jimena, la mujer boliviana, dice:

—Aquí en España, el que pasa hambre es porque quiere.

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Camino por la Gran Vía. Zara ya exhibe la primavera en famélicos maniquíes con pestañas postizas. Decenas de personas salen llevando la característica bolsa azul marino de la tienda gallega. Inditex, dueña de Zara, incrementó en 2011 12% su facturación mundial y 1% en la local. Sólo en España vendió casi cinco mil millones de dólares. La crisis no va con ellos. Desde Inditex explican que esto se logra gracias a la suma de estrategias que tienen que ver con el control de costes de producción para mantener los precios, la venta por internet y la gran acogida de las colecciones.

Muy cerca de Zara he quedado con Eduardo Arcos, fundador de Hipertextual, un blog de blogs de temas tecnológicos, que recibe al mes doce millones de visitas y es el más leído en América Latina. La cita es en Le Pain Quotidien, una cafetería belga de la Gran Vía donde el café viene en un tazón sin asa.

A Eduardo, de barbita de candado, gafas de pasta, camiseta negra, piercings, le gustan los tazones sin asa y le gusta Bélgica, donde vivió. Este ecuatoriano, nacionalizado español, sonríe como sonríen los prósperos. Cuenta que su empresa está inscrita en España porque aquí está su principal inversor, Martín Varsavsky, un argentino de cuarenta y cinco años, que en los últimos veinte ha fundado siete empresas, una de ellas Jazztel, de telefonía e internet, valorada en mil millones de dólares. A Varsavsky le interesó Hipertextual cuando aún era pequeña. Invirtió en ella. Tuvo olfato: los clientes, desde mayo de 2011, se han cuadriplicado y, con ellos, la facturación. En su mayoría, quienes compran publicidad en Hipertextual son de Latinoamérica. Pero, y esto no se lo esperaba Eduardo, muchos son de España y han llegado en los peores meses de la crisis. Resumiendo: le va de puta madre.

—Éste va a ser el mejor año de Hipertexual ever.

El informe La Sociedad de la Información en España 2011, de Fundación Telefónica, asegura que los hogares con acceso a internet desde el celular subieron 218% en relación con 2010: 91% de los españoles tiene un teléfono desde el que se conecta a la red. La madrugada del 23 de marzo, primer día de venta del iPad 3, cientos de personas hicieron fila para ser los primeros en tenerlo —cuestan entre seiscientos y novecientos dólares—. Según un empleado de Apple en Madrid, desde entonces se venden setecientos iPad 3 diarios.

—¿Y la crisis?

Eduardo pone cara de chupar limón. Juega un segundo con el piercing de la lengua.

—Los españoles aún tienen cierto nivel de comodidad. Tampoco se están muriendo de hambre. Vas a un bar un viernes por la tarde y está a reventar. En Andalucía se nota más: hay más desempleo, es más evidente. Pero, oye, nada como un país latinoamericano, donde la gente está pidiendo en la calle, que ves miseria. Eso aquí no existe.

Eduardo no habla de cifras, pero en una entrevista de enero de 2011 soltó una, gorda: Hipertextual ingresa más de un millón de dólares al año por publicidad. ¿Cómo es que un chico de clase media, ecuatoriano, ha llegado a tener una de las empresas de internet más importantes en la España de la crisis? Según él porque vive persiguiendo esta frase de Ray Bradbury, su cita favorita: primero lánzate al precipicio, construirás las alas en el camino hacia abajo. Eduardo cree que la razón del enorme desempleo está en que los españoles hacen lo contrario: quieren que alguien les construya las alas, entonces ven si saltan.

—España vivió una época de comodidad absoluta. La generación entre los veinte y treinta y cinco años fue muy sobreprotegida. Entonces, salvo que tú les des condiciones sumamente óptimas dicen: ¿por qué tengo que trabajar? Tengo el paro, estoy en casa de mis padres. Yo todavía no he visto en España una persona que me diga mañana no tengo nada que comer. Y no creo que la vea.

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—Aquí pasan cosas con la vida de uno.

Koka a veces se queda en silencio. Con las manos en la cara, los labios entreabiertos y los ojos vacíos. Prefiere hablar del presente y repetir mucho las anécdotas que hacen reír. Koka se llama Jaime Andi y dice que tiene setenta años sólo para que le respondas que parece de cuarenta. Le dicen así por la ciudad de Coca, en el oriente ecuatoriano, donde nació. Allí, hace diez años, dejó madre, padre, hija de ocho años y un país atontado por la moneda prestidigitadora: el dólar transformó los sueldos en calderilla, a la clase media en pobres y a los pobres en pordioseros. O en emigrantes.

—Las noticias que llegaban eran de que aquí se ganaba bien.

A Koka al principio le fue mal. Mal de llorar toda la noche después de un día despiadado recogiendo naranjas. Luego le fue bien. Bien de ganar tres mil setecientos dólares mensuales en una empresa de construcción. Pero él tenía una estrategia traicionera.

—Pensé que no iba a pasar esa crisis, y en 2009, teniendo trabajo, me boté al paro. Sabes que así es la vida, yo nunca pensaba que iba a pasar esto. Yo así hacía: cuando no quería ese trabajo porque me aburría, me botaba y encontraba otro, pero en el último no pasó así.

El último coincidió con la crisis que dejó en la calle a un millón y medio de trabajadores de la construcción. Desde entonces no ha vuelto a trabajar. Al quedarse desempleado, dejó de pagar el piso de cuatro habitaciones que se había comprado, él solo, cuando se creía rico, cuando tenía ropa cara y cuatro y cinco chicas. Ahora Koka vive en la calle como otras treinta mil personas —45% de ellas son inmigrantes, según cifras de Cáritas—. Duerme en el portal de El Corte Inglés de la calle Preciados. Y allí mismo, en El Corte Inglés, va al baño por la mañana. Los días de Koka empiezan igual: a las nueve, un policía lo despierta. El resto es aventura. Ir a comedores, esperar ese sábado de gloria en el que el restaurante de la Plaza Benavente regala paella. Le gusta la paella porque le recuerda al arroz marinero y le recuerda a él mismo cuando tenía llaves, nómina y plata en los bolsillos. Pero no le gustan los albergues.

—Una vez me fui. Ahí había rumanos, polacos, moros. Son problemáticos: te sacas los zapatos, al otro día no hay. Peor que en la calle.

Koka va limpio y afeitado. Fue a la Casa de Baños donde cobran quince céntimos por ducha. En un bolso negro tiene cinco pares de medias con etiqueta. Usa un par y, como no tiene dónde lavar, los tira.

—Como los ricos.

Le pregunto por qué no regresa a Ecuador, como esos treinta mil inmigrantes agobiados por el desempleo que, según el Instituto Nacional de Estadística, se han ido desde que empezó la crisis. Allá tiene una hija y un nieto bebé que no ha visto ni en fotos.

—Por motivos personales.

***

El 4 de mayo de 2011, el dueño de Novapress, una empresa editorial, llamó, uno a uno, a sus empleados. Hacía calor y hasta la pequeña oficina —decorada con las mejores portadas de su periódico— subían las voces y las risas de las terrazas abarrotadas. Una banda sonora extrañísima para las palabras que salen de la boca de un hombre en quiebra. Al regresar a su puesto, los trabajadores ya eran desempleados y la incertidumbre, como un taladro, les impedía pensar.

El ruido de la crisis rebotando en la cabeza: otro parado en un país de parados. Pero, un año después, sólo una de las dieciséis personas despedidas ese día ha tenido que volver a casa de sus padres. El resto está trabajando. Varios encontraron otro empleo. Uno tiene dos de medio tiempo, otro ha montado su propio negocio editorial, otra va de reemplazo en reemplazo como quien va de liana en liana, otro está en una ONG. Hay varios freelance que, con los sobresaltos de la condición, se confiesan mejor que antes. Lo sé bien: yo soy una de ellos.

***

Si alguien llegara hoy a Madrid desde, digamos, una isla remota, no entendería nada. El isleño vería en los quioscos de prensa estos titulares:

El Mundo: «El New York Times cree que España será el próximo país en caer».

El País: «Rajoy prepara ‘medidas contundentes’ para espantar el fantasma del rescate».

Diario de Jerez: «España entra en un callejón sin salida».

Todo el tiempo, todos los días, en todo formato, éstas son las noticias, las únicas noticias. Pero ese visitante, acojonado por la prensa, pensando que lo asaltará en breve una masa de desesperados para rogarle por un mendrugo de pan, caminaría un par de pasos y vería esto: terrazas llenas, restaurantes llenos, tiendas llenas, supermercados llenos, filas para comprar artefactos tecnológicos, gente saliendo de los teatros y de los cines. El isleño sólo podría pensar en una palabra: esquizofrenia.

Josep-Francesc Valls, catedrático de la Esade, universidad de negocios con sede en Barcelona, y prestigioso analista del consumo en España, me explica esa esquizofrenia por teléfono.

—Aunque el nivel de consumo se ha reducido en forma considerable, cuando uno va por la calle sigue viendo que la gente compra productos caros, productos medianos y productos muy baratos. ¿Cómo se explica? Por una parte, el número de personas que no han perdido el trabajo es muchísimo más elevado que el de personas que lo han perdido y, segundo, las familias se están convirtiendo en un poder de resistencia que hace que muchos miembros que se han quedado en paro puedan seguir alimentándose de forma normal. Cabe destacar el papel de muchos jubilados que gracias a su pensión son capaces de mantener a la familia. Así que esto no es, para que nos entendamos, el corralito de Argentina ni ninguna otra crisis de Latinoamérica.

Para Valls, la diferencia entre los hábitos de compra antes de la crisis y ahora es que se miran más los precios, se compara. Se ve gente en las tiendas, sí, explica Valls, pero tal vez no todos están para comprar, sino para tomar nota e ir a otra tienda, y ahí donde lo encuentran más barato, compran. Los comerciantes se dan cuenta de eso y entonces voilà: ofertas, promociones, descuentos.

Valls insiste en que la situación de España no es dramática, en que hay muchas familias con grandes dificultades, pero la economía sigue tirando en términos normales.

«En plena crisis, la asistencia a los estadios crece en medio millón de entradas», tituló, hace poco, El País. Casi diez millones de personas acudieron en la temporada 2010-2011 a los estadios de primera división, la cifra más alta de la última década (igual a la asistencia de 2005-2006).

«La productividad española crece 11.1% desde el inicio de la crisis», publicaba Europa Press. El Observatorio Económico de España dio el 10 de abril pasado el dato de que la productividad española registró un crecimiento de 11.1% desde 2008, el mayor incremento entre los países de la zona euro, gracias a sus elevadas tasas de exportación y a la mejora de la competitividad.

El visitante isleño, después de ver tantos titulares catastróficos sobre un país en ruinas, creería, con lógica, que en España le van a robar hasta los órganos. Pero no. Los robos no han crecido. El último informe Evolución de la Criminalidad de la Secretaría de Estado de Seguridad, publicado en 2010, reveló que si en 2002 hubo dos millones de delitos y faltas en el país (51.5%), esa cifra a 2010 bajó a un millón setecientos mil (43.9%). Eso, traducido, quiere decir que tras la crisis la criminalidad bajó 15% y España es hoy un país más seguro que hace diez años. ¿Entonces?

—Es fácil afirmar que hay una vivencia subjetiva de crisis, probablemente independiente de la situación socioeconómica de la persona —dice Ricardo López, psiquiatra de un hospital público de Castilla-La Mancha—. Para explicar esto podemos quedarnos en una visión simplista y considerar que los medios de comunicación y los políticos transmiten una imagen apocalíptica y esto genera temor o considerar que hay un fenómeno de retroalimentación.

La retroalimentación consiste, según López, en que existe un grupo importante de personas sin trabajo (25% de la población), otro de gente con deudas que no puede asumir (quizá 35%) y 12% de personas con empleo que sienten que su puesto está amenazado por mala situación económica de la empresa o, en el caso del empleo público, por los recortes del gobierno.

—Podemos considerar que 47% de la población activa se encuentra en una situación como mínimo de incertidumbre.

—¿Pueden diez millones de personas, en una población de cuarenta y cinco millones, crear un estado de pánico generalizado?

—En la medida que la masa crítica es lo suficientemente alta como para que todos tengamos en nuestro entorno próximo a alguien afectado por la situación socioeconómica, nos va a influir y, a su vez, nosotros vamos a influir en otros. Todos influimos en todos e incrementamos la vivencia del miedo.

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Crisis de esto-es-lo-que-hay es como la define Verónica Vicente, periodista de veintinueve años, que sospecha que su futuro, como el de trescientos mil españoles que han salido del país desde que empezó la crisis, está fuera. Esta alicantina recibió su título el mismo año en que España recibía el suyo como país en crisis. Encadenó trabajos de becaria, mal pagados o directamente gratuitos, con un trabajo en un periódico al borde de la quiebra y otro que, sin cierre a la vista, exige mucho por muy poco sueldo.

—Nunca he trabajado tanto por tan poco y hambre no paso, pero no me compro ropa, ni voy al cine ni viajo. Esto no es apocalíptico, pero no podría plantearme tampoco construir nada por mi cuenta si mi familia no estuviera ahí como respaldo. Mi situación familiar es privilegiada, pero la vida que llevo no es mía, sino fruto del sueldo de mis padres. Y yo: ni casa ni hijos. Es decir, no podría ni plantearme tener un bebé, pese a estar en edad de hacerlo. Lo de irme a parir a Canadá lo digo entre risas, pero entre broma y broma, la verdad asoma.

A Verónica, nieta de obreros, le vendieron el mismo sueño que a todos los jóvenes de su generación: termina una carrera, sé alguien, llegarás alto.

—Nos dijeron que si estudiábamos tendríamos contrato, buen sueldo, catorce pagas y un mes de vacaciones al año. Pero ya no viviremos como nuestros padres. Ésa es nuestra crisis: la frustración.

A la gente como Verónica, los medios le han dado un mote: nimileuristas. Gente preparada, incluso preparadísima, que no gana ni mil euros. Pero el bajo sueldo no es lo peor, sino las perspectivas. En un país cada vez más envejecido y con tanta gente joven que no cotiza a la Seguridad Social, el famoso estado de bienestar español (salud gratuita, educación gratuita, pensiones para los mayores) peligra.

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Luis Leoz tiene esa edad crítica, veinte años, en la que el paro es una ruleta rusa.

Eurostat, el organismo estadístico de la Unión Europea, difundió que el dato de febrero de 2012 de desempleo juvenil, 50.5%, es el peor desde que en España hay registros. Uno de cada dos jóvenes está desempleado. Luis es el uno malo: no encuentra trabajo ni en el Burger King, a pesar de que ha falseado el currículo quitando cosas en lugar de ponerlas. Antes de que a la suya la empezaran a llamar «La generación perdida», Luis quería estudiar Bellas Artes. Tercero de tres, sus hermanos son:

Gonzalo, el médico.

—Ése vive muy bien, muy, muy bien.

Ignacio, el licenciado en historia.

—Ése no trabaja de lo suyo, sino en la lavandería de un hospital y ha vuelto a casa porque no le llega el sueldo.

Y Luis, el que quería ser artista y aprenderá un oficio civil.

—Soldador o calderero, algo que dé de comer.

La generación anterior a la de Luis, acunada por la bonanza, estudió carreras larguísimas, hizo maestrías y doctorados, fue a la universidad en masa. Según un informe de la Fundación Conocimiento y Desarrollo (CYD), el paro afecta a uno de cada diez licenciados universitarios.

—Esto de que te llamen la generación perdida es desolador. No es nuestra culpa. Ya no hay supernobles, clase alta, media y baja como antes. Ahora, después de la crisis, hay clase alta y clase baja. Punto. Pero tú dices, me cago en la puta, no voy a dejar que me deprima esta gentuza que nos está dirigiendo. Yo sigo adelante, hay que espabilar. Creo que todos saldremos adelante.

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—Tienes un visado de turista, no sé qué te esperas, nadie te va a dar trabajo.

Xemein Goñi, una arquitecta vasca de veintinueve años, escuchó esas palabras de una colega francesa en un parque de San Francisco, Estados Unidos. Tragó espeso. Era diciembre de 2011. Acababa de llegar.

—Y yo qué coño hago aquí, pero también y yo qué coño hago allá.

Hablo con Xemein por teléfono. Está contenta —debería decir eufórica— porque el estudio en el que estaba haciendo prácticas gratuitas, de nueve de la mañana a seis de la tarde, ha decidido hacer el trámite de su visado de trabajo.

—La Green Card de los cojones.

Xemein es una de los 3 576 arquitectos parados por la crisis. Diez años de estudio, especialización, idiomas, contactos: nada le sirvió para encontrar trabajo en el ex reino del ladrillo. El pinchazo de la burbuja inmobiliaria mandó a volar a los arquitectos españoles: están en Noruega, China, Brasil y Estados Unidos. Ninguno quiere volver.

—Sé que en los próximos diez años no voy a poder trabajar en España. Es duro porque tengo dos sobrinas y me lo estoy perdiendo todo.

Xemein tuvo que recordar varias veces, cuando escuchaba críticas a la inmigración en los años en que la España del ladrillo todavía era El Dorado, que hace apenas treinta años los emigrantes eran ellos, los españoles.

—Y todo vuelve.

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Ramón Tamames, gafas de pasta a lo Yves Saint Laurent, chaleco turquesa, traje de tweed y pelo cobrizo de un vigor sospechoso, es, además de dandi, Premio Nacional de Economía, catedrático de la Sorbona, académico de la London School of Economics, miembro del Club de Roma.

—¿Está grabando? Yo sólo hablo una vez como el oráculo de Delfos.

El octagenario gurú ve el futuro desde su oficina. Al otro lado de la calle se escucha el chillerío de los niños en recreo.

—Es el único ruido que no me molesta.

Otros sí, como el que se ha montado en la opinión internacional con la crisis española.

—El país no está postrado ni colapsado, el país está viviendo. Tú sales y las carreteras están bastante activas y los teatros están bastante llenos, los restaurantes también. El paro es muy duro, la situación es problemática, pero tampoco es desesperada.

En lo que va de crisis, Tamames ha sacado tres libros. Uno, ¿Cuándo y cómo acabará la crisis?, resume eso que se llama La Gran Recesión, la colosal resaca con la que amaneció el mundo después de una sobredosis de Wall Street adulterado. Ramón Tamames dice que la situación no es desesperada.

—Pero a los cinco millones de parados sí les debe parecer desesperada.

—Sí, pero nadie habla, mi querida, de los dieciséis millones y medio de personas que están trabajando. Los medios tienen una obsesión con la crisis porque tiene morbo. Sólo hablan de los cinco millones de parados. Además, fíjese, aquí hay mucha gente trabajando que no está en las estadísticas: como un millón de personas sin papeles, otro millón de parados cobrando subsidio, que también hacen trabajos en economía sumergida. Y luego esos más de setecientos mil entre jubilados, pensionistas y personas del trabajo doméstico que no cotizan, pero por supuesto que trabajan.

Tamames está seguro de que en España hay casi tres millones de personas que, aunque engorden la cifra del paro, no están sin ingresos.

—Soy optimista porque yo he vivido momentos peores que éste. Yo creo que en dos, tres años estaremos en una situación de una economía más dinámica, más flexible, más internacionalizada y más competitiva.

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Es domingo y es primavera. La calle Argumosa, en Madrid, está repleta de gente. Los camareros salen de los bares con bandejas llenas de cervezas, aceitunas y papas fritas y, ante los vasos helados, vuelve la palabra: crisis, crisis, la crisis.

En la Edad Media se decía que una ardilla podía cruzar España de norte a sur sin tocar el suelo, saltando de árbol en árbol. Ahora, la ardilla tendría que saltar de conversación sobre la crisis en conversación sobre la crisis.

Pero el invierno ha sido antipático y ahora el sol calienta. En las mesas se ríe y se blasfema como sólo se ríe y se blasfema en España. Este domingo de primavera, en esta esquina, lo único amargo es la cerveza.