No se metan con mis muchachos

Publicado: 18 enero 2011 en Fernanda Melchor
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No se metan con mis muchachos

Harto del calor, de las comidas basadas en garnachas, de la peste a sobaco y encierro del cuartel, el secretario de Seguridad Pública se sacude de encima al matón que le cuida la espalda y escapa hacia la capital del estado, a bordo de su automóvil. Hace semanas que no ve a su familia, justo desde que iniciaran las amenazas telefónicas.

A la altura de Rinconada, en medio de una insistente llovizna,  dos camionetas negras se le pegan a los costados; una tercera unidad irrumpe desde una brecha rural y lo encajona. A punta de rifle, cuatro encapuchados lo obligan a bajar del vehículo.

— Te voy a pedir que tus muchachos no se metan con los míos—  dice el patrón de los sicarios, entonces conocido como Z-14, cómodamente recostado sobre el cuero del respaldo. En la letanía que recita, el secretario reconoce el nombre completo de su mujer, la dirección de su residencia en Jalapa, los horarios de los colegios privados a las que asisten sus hijos.

Ladrón que roba a ladrón

En el patio del doctor Careló, ubicado en la colonia Pocitos y Rivera, Pancho Pantera forja un cigarro de mariguana, pensativo. Se ha dejado crecer el bigote y lleva los cabellos pintados.

— Tengo que pensar bien cómo voy a chingar a esos vatos— murmura, pero no habla con nadie: maquina.

El oficio de Pancho Pantera consistía en robar a la mafia. Se hacía pasar por agente de ventas y ofrecía cocaína a precio de mayoreo a empresarios locales. Acudía a la cita con una bolsa llena de cal, pero antes de que pudiera abrir el paquete, una decena de malandros vistiendo playeras falsas de la Procuraduría Federal  y armados con rifles de asalto  irrumpía en el sitio y confiscaba la “droga” y el dinero a cambio de la libertad de los traficantes.

Los “agentes” eran amigos de Pancho; la mitad del botín era para ellos, la otra mitad iba al bolsillo de Pancho. Pero este perdió sus contactos tras una estancia de cinco años en prisión bajo el cargo de delincuencia organizada. Cuando salió, los Zetas le había arrebatado el negocio.

— No quieren socios, esos vatos, quieren asalariados.

La punta del cigarrillo resplandece en la penumbra.

— Allá adentro son ellos, los Zetas presos, los que mandan a los custodios a castigo.

Recuerdos de familia

Hijo de madre soltera, el Pollero fue criado en un hospicio y entrenado desde chico para el encierro. Cansado de madrugar y de pasar hambres, mutilando aves en el mercado, se aferra al sueño de convertirse en narco y salir de la pobreza. El Pollero comienza a visitar a los presos del penal y a regalarles alimentos; quiere que la mafia lo observe y lo reconozca. Un guatemalteco agradece su deferencia y lo premia con el primer conecte: un botín de droga oculto en el interior de una camioneta decomisada. Las autoridades le niegan al Pollero el permiso para disponer del vehículo de su “tío”, pero este los convence de que sólo busca “recuerdos familiares”. En el sitio indicado por el viejo, encuentra dos kilos de cocaína.

Cuentan sus vecinos que, al llegar a su casa, el Pollero pateó la olla de frijoles que hervían sobre el fogón y mandó a comprar cocteles de mariscos para todos.

— Ora que estamos en el negocio hay que comer como los ricos— decía.

Proliferan los narquíquiris

Hasta los años treinta del siglo pasado, el clorhidrato de cocaína podría adquirirse en forma de comprimidos en diversas farmacias del puerto. Fue en una de ellas, La Parroquia, ubicada en el corazón histórico de la ciudad donde el Hijo Predilecto de Veracruz, el cronista Francisco Rivera Ávila, laboró como farmacéutico  y obtuvo el sobrenombre con el que firmaría sus décimas, Paco Píldora.

Posteriormente, un selecto círculo de agentes aduanales, juniors y empresarios de la construcción y de bienes raíces acaparó la oferta y la demanda del producto. La droga colombiana llegaba en contenedores, a través de buques provenientes de Sudamérica, o atravesaba el Caribe a bordo de avionetas, hasta llegar a las bodegas en Mérida y Chiapas.

Durante los años noventa, la cocaína cruza la avenida Circunvalación —ésa línea simbólica que divide a las calles del centro (la ciudad-museo) de las calles de las colonias (el reservorio del salvajismo) — y se oferta a precios asequibles. El tráfico de drogas en la periferia es catalogado por las autoridades como “suministro entre viciosos”,  una actividad que genera escasas riquezas entre sus actores pero que es fuente de prestigio en la comunidad.

El nuevo rico

Carnicero de oficio, Lázaro Llinas Castro es conocido en el puerto como el Rey de las Pastas. Sus familiares cercanos lo apodan El Loco. De abuelo y padre vendedores de mariguana, da su primer golpe cuando denuncia al Pollero ante las autoridades y se adueña de su coca, de su “plaza” y hasta de su mujer, Claudia. Instala su primera “tiendita” en una privada ubicada en las calles de Canal y Victoria. Algunos afirman que la fila para comprar droga era tan larga que parecía la de una tortillería.

Con el tiempo, Lázaro se convierte en el nuevo rico de Veracruz. Manda a que le arreglen los dientes y a que le respinguen la nariz con cirugía plástica. Llega incluso a comprar un yate y un equipo de futbol de tercera división, el célebre Gloisa, que ese mismo año se disputara la copa de la liga amateur en el estadio Luis “Pirata” Fuente. Kalusha, Francois Oman Biyic, Carlos Santos, Luis García y El Turco Mohammed son algunos de los deportistas que Lázaro Llinas solía contratar como cachirules para los encuentros.

El Templo del Vicio

Sobre la calva del doctor Careló brilla el foco desnudo de la sala. En sus manos sostiene la foto en donde aparece el Yiyo encendiendo una pipa.

— Se pegaba unas encabronadas tremendas cuando los de la tiendita le despachaban mal— recuerda, nostálgico— Por eso me pidió que hablara con Lázaro.

Yiyo sabía que Careló frecuentaba al clan de los Llinas. Aunque nunca tuvo tratos directos con El Loco, el doctor conocía a su primo hermano, Lazarito, un muchacho que solía visitarlo en secreto para fumar mariguana y no tener que compartir la droga con su familia.

— Lazarito tenía ocho años cuando llegó. No sabía ni ponchar pero se chingaba dos churros él solito, uno detrás del otro.

Ya de adolescente y durante un baile en la discoteca de salsa “Capezzio”, Lazarito sufrió una trombosis que le dejó paralizadas las piernas. A través de sesiones de acupuntura y rollos motivacionales, el doctor Careló lo hizo caminar de nuevo. La familia del Rey de las Pastas le prodigaba desde entonces un trato deferente.

Careló habló con las primas de Lázaro. Ellas le dijeron que cuando acudiera a comprar drogas pidiera siempre las del zapato. Por supuesto, se referían a la cocaína de mejor calidad que los vendedores escondían en una caja de zapatos.

Careló le contó a Yiyo del secreto. Este, agradecido por el dato, le abrió las puertas de su casa, que pronto fue conocida como El Templo del Vicio entre los adictos de la colonia.

El decreto

Dentro del Templo del Vicio reinaba el silencio. Solo se escuchaba el golpeteo de la navaja de afeitar partiendo las rocas de cocaína. Cinco pares de ojos contemplaban la formación de las líneas sobre la superficie del azogue. Sólo después de inhalarlas, el doctor Careló primero, se iniciaba la tertulia.

Una noche, un chilango, mimo de oficio, visitó la casa de Yiyo y le mostró la manera de hervir bicarbonato sódico o amoníaco con clohidrato de cocaína para fabricar la “piedra”. El éxito de la nueva droga fue absoluto. El Yiyo pasa de ser el burrero de la banda a adquirir el rango de Gran Cocinero.

— ¡En esta casa no se vuelve a inhalar! — decretó, después de consumida la primera alectoria.

Mercadotecnia

Aunque los mecanismos de la adicción a la cocaína convertida en crack- la “piedra” o “base”- no han sido aún establecidos por los investigadores, su uso está relacionado con una grave dependencia cuyo síndrome de abstinencia se manifiesta en insomnio, fatiga, apatía y depresión grave.

El efecto del crack es efímero: después de arrojar el humo del primer tanque, el cerebro y las entrañas ruegan por una segunda dosis. La “piedra”, al igual que la metanfetamina, es una droga diseñada para un consumo reiterado; un éxito de la narcomercadotecnia que empobrece al usuario y lo hace presa de sus más bajos instintos.

Bien ciscado

Las condiciones dadas, el Loco añade el nuevo platillo al menú de sus “tienditas”. Las aleja del centro y establece nuevas “plazas” en las colonias del oeste y el norte de la ciudad. Adquiere una manzana entera del Infonavit Buenavista, un barrio popular de condominios de interés social, y diversifica sus servicios: sus casas sirven para ocultar a las víctimas de secuestro, para almacenar lotes de mercancía robada.

Agentes verdaderos de la Procuraduría General de Justicia estatal lo detienen varias veces, incluso dentro del aeropuerto; el dinero y los contactos con autoridades locales  lo salvan. La suerte le dura hasta el mediodía del miércoles 18 de julio de 2001, cuando un comando de la Fiscalía Especializada en Delitos contra la Salud (FEADS) irrumpe en el restaurante “El Sanborncito”, en donde Lázaro Llinas solía desayunar en compañía de periodistas, funcionarios locales y miembros de las fuerzas de seguridad del puerto. Los presentes cuentan que, mientras los agentes federales lo arrastraban hacia la salida, el mayor capo del puerto dejó un reguero de orina sobre el piso de mosaicos.

Jalar a Dios de las orejas

Para el doctor Careló, existen dos tipos de adictos: los que fuman el crack en pipa— los exquisitos— y los que lo hacen en una lata perforada —los miserables—. Sobre la mesa de la cocina yace su máximo orgullo como artesano: un tubo de vidrio, ennegrecido, con una maraña de alambre anudada en un extremo. La piedra se fijaba entre los hilos de cobre y se calentaba a fuego lento con un mechero de alcohol; de esta manera, Careló evitaba que los vapores tóxicos se desperdiciaran en el aire. Incluso llegó a calcular en miligramos los ingredientes de la cocción— cocaína, bicarbonato y agua— para asegurar la calidad del resultado. Era un simulacro estequiométrico en el que intervenían, en partes iguales, los conocimientos adquiridos en la preparatoria y el fervor codicioso de la dependencia.

— ¿Por qué dejaste la piedra?

Careló tiene la cabeza vuelta hacia la puerta. Por primera ocasión soy capaz de notar la depresión, aparentemente mullida, que señala la ausencia de un pedazo cráneo: el recuerdo de un tiro que recibió en la selva de Nicaragua, cuando jugaba a ser guerrillero.

— La única piedra buena es la primera. Sientes como si hubieras agarrado a Dios por las orejas. Las demás son una cabronada que te haces a ti mismo.

— ¿Y si te invito una? — pregunto, para calarlo.

— Para tentarme tendrías que traer un kilo, como mínimo.

Turno mixto

Muchos conectes independientes han desaparecido en los últimos años, pero aún es posible comprar cocaína, en polvo o piedra, en esta colonia de calles deslavadas por las lluvias. Como las tiendas de conveniencia, funcionan las 24 horas del día. Los empleados apenas han dejado a tras la infancia; reciben 300 pesos por turno. Cualquier faltante durante el corte de caja es castigado mediante tablazos, diez por cada “grapa” perdida, en las asentaderas. La reincidencia es nula pues los infractores la pagan con la propia vida.

La policía conoce la ubicación de las tiendas de los Zetas, pero no interfiere. El mensaje es claro: que tus muchachos no se metan con los míos.

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