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Estoy de vuelta en El Salvador por primera vez en treinta años, y no reconozco nada. Tersas autopistas van del aeropuerto a San Salvador, la capital, y a lo largo del trecho de dunas que separa la autopista del océano Pacífico hay puestos animados donde los clientes se estacionan para comprar cocos y comida típica incluso a estas altas horas. Pero lo que yo recuerdo es una carretera de doble carril llena de baches, un sol inclemente que resaltaba cada detalle en la piel tiesa de los cadáveres, un hoyo en el suelo arenoso, la infamante noticia de que cuatro mujeres estadounidenses, tres de ellas monjas, acababan de ser desenterradas de ese agujero poco profundo.

“¿Hay algún monumento o algún letrero que señale dónde fueron asesinadas las cuatro americanas durante la guerra?”, le pregunto al conductor de la camioneta del hotel.

“Sí, allá en la universidad, en la UCA, donde murieron.”

“No, esos fueron los seis sacerdotes jesuitas, años después, en San Salvador. Me refiero a las monjas, aquí, en 1980.”

“Ah”, me responde. “De eso no me acuerdo.”

Aquel acontecimiento –la violación y el asesinato de cuatro religiosas que iban camino del aeropuerto a la ciudad– fue, sin duda, inolvidable para personas como Robert White, embajador de Estados Unidos en El Salvador durante el último año de la administración Carter. En el entierro al día siguiente, White, con el rostro demudado, parecía un blanco en potencia más de la facinerosa junta golpista de derecha que estaba en el poder. Ya había sido asesinado, meses atrás, el heroico arzobispo de San Salvador, Óscar Arnulfo Romero –para gran regocijo de la clase gobernante, que solía llamarlo “Belcebú”. Semanas después de su asesinato, orquestado en las trastiendas más oscuras del régimen por el infame ideólogo Roberto D’Aubuisson, el gobierno de Reagan lanzó su intervención militar en El Salvador y dedicó miles de millones de dólares a la lucha contra los grupos guerrilleros marxistas agrupados bajo las siglas del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN).

Cuando terminó en 1992, la guerra de doce años había acumulado unos 70,000 muertos, pero esa guerra comenzó aún antes de que nacieran más de la mitad de los salvadoreños que viven hoy. ¿Por qué habría de recordarla un joven conductor? Y, sin embargo, El Salvador de hoy –infestado por una violencia peor que la de cualquier momento desde los primeros años de la guerra, inseparablemente vinculado a Estados Unidos por un fenómeno migrante que comenzó durante el conflicto, asediado siempre por la memoria del asesino Roberto D’Aubuisson, quien más tarde fundaría el partido que gobernó su país ininterrumpidamente hasta las más recientes elecciones de 2009– es inconcebible sin los años sangrientos de la guerra.

A los salvadoreños les gusta decir que si plancharan el país sería bien grande. Pero es pequeñito y arrugado; la lava de volcanes que se extinguieron hace milenios surca y ondula el paisaje de un lado y otro. San Salvador se encuentra en un valle al pie de un volcán y, puestos a adivinar, arriesgaríamos que hoy tiene tantos centros comerciales como, digamos, Fort Lauderdale, y también plazas y glorietas, y barrios tranquilos con guardias de seguridad en cada esquina. Es muy verde, e incluso los cinturones de miseria que se enredan por las colinas en las afueras de la ciudad resultan exuberantes para quienes están acostumbrados a tipos más urbanos de pobreza.

Justo al lado del volcán de San Salvador se encuentra el municipio de Mejicanos, famoso por su combatividad durante la guerra. Una calle larga y angosta sube desde su mercado y luego tuerce hacia abajo y desciende por los flancos de un estrecho cañón. Si uno sigue esa calle conforme se hunde en la zona, puede ver que entre las sombras de la vegetación hay también manchas de casas hechizas. Aquí y allá, un grupo de hombres flacos se apiña alrededor de lo que podría ser una pipa de crack, pero fuera de eso, la calle está vacía y silenciosa.

Tanto el barrio como la calle se llaman Montreal, y ambos gozan de mala fama. El año pasado le prendieron fuego a un autobús del transporte público que hacía su ruta hacia el centro de Mejicanos cuando llegaba al mercado. Diecisiete personas murieron quemadas, entre ellas una niña de un año y medio. Al menos unos cuantos de entre los muertos eran supuestamente integrantes de alguna mara, pandillas feroces con las que El Salvador contribuye al tráfico de drogas y al universo del crimen transnacional en el que este se desarrolla. Hijos de la guerra y de Estados Unidos en más de un sentido, los mareros –los miembros de las pandillas– son los responsables de la mayor parte de la desgarradora violencia actual. Hace unos veinte años comenzaron a atraer la atención pública, cuando lo que había sido un rabioso conflicto abierto fue transformándose en un amenaza cada vez más grande y omnipresente.

En aquel momento, Marisa D’Aubuisson de Martínez, hermana de Roberto D’Aubuisson, decidió crear un proyecto para las mujeres de los mercados y sus hijos pequeños en un barrio como Mejicanos. La enérgica personalidad de Marisa y su risotada fácil contrastan con la personalidad hipnótica y fatua de su hermano, lo mismo que con su política: ella es una activista católica de toda la vida, seguidora del valiente obispo al que su hermano asesinó. Roberto, que moriría de cáncer de garganta en 1992, entró a la política electoral en la década de 1980. En esos últimos años de la guerra, Marisa también cambió: se alejó de sus sueños utópicos de cambiar el mundo y se concentró entonces en proyectos más asequibles. Hablé con ella un día en la sencilla y soleada oficina en la que trabaja.

“En aquel entonces, la ayuda internacional llegaba sobre todo a los macroproyectos, pero yo comencé a impulsar algo muy pequeño”, me dijo. Con dinero internacional, Marisa fundó una organización llamada Centros Infantiles de Desarrollo (CINDE) cuya finalidad es proporcionar guarderías a bebés y niños pequeños, sobre todo a los hijos de las mujeres que trabajan como vendedoras en los mercados. Ahora existen tres centros, incluido uno en Mejicanos, a los que más tarde se añadirían instalaciones para preescolar y jardín de niños. Hace unos cuantos años, CINDE creó un programa conocido como “reforzamiento escolar”, en el que niños mayores pueden hacer su tarea en ambientes seguros y bajo la orientación de un adulto. Uno de estos centros está en Montreal, y es uno de los pocos lugares en los que personas ajenas al barrio pueden sentirse bienvenidas y a salvo de las maras.

El centro extraescolar consiste tan solo en un hangar abierto conectado a dos cuartos de bloques prefabricados de concreto que rara vez se utilizan, porque se calientan como un horno. Llegué al centro una tarde más bien fresca y venteada. Los niños estaban disfrutando de un alborotado recreo, pero cuando el maestro encargado dio un silbatazo, regresaron de inmediato a sus mesas de trabajo al aire libre y se concentraron en su tarea casi con voracidad. Todos, desde los maestros hasta los encargados voluntarios, se ocupaban de su trabajo con una concentración casi febril. Interrumpí la tarea de las niñas más grandes –que tenían ambiciosos nombres en inglés, como Jennifer y Natalie– para preguntarle a una si iba ahí a aprender o a divertirse, y me respondió al instante, muy seria: “aprendo y me divierto”. Sus calificaciones habían pasado de cincos y seises el año anterior a un promedio constante de nueve, pero seguía batallando, me dijo, con su materia menos favorita: matemáticas.

Quizás el entusiasmo general se debiera a la condición de último chance que tiene el centro mismo. Durante el recreo estuve observando a una jovencita lindísima que pateaba una pelota de futbol con sus compañeros como si fuese aún una niña, pero ya era alta para su edad, y púber, y me invadió una especie de terror por ella, pues había escuchado una y otra vez que los mareros acostumbran obligar a las adolescentes que viven en sus zonas de control al trabajo sexual, una labor que a menudo comienza con una violación colectiva. En el día de “visita íntima” –que en toda América Latina es nominalmente el día en que a las esposas se les permite privacidad con sus esposos o compañeros de vida encarcelados– una adolescente ya mayor podrá ser enviada como “esposa” a las prisiones donde los miembros de las pandillas están cumpliendo condena. Nadie sabe exactamente qué tan a menudo hay “visita íntima” en las prisiones salvadoreñas; como me dijo un amigo, cualquiera que obtenga acceso a alguna de las cárceles más infames puede acceder también a los cuartos de visita íntima. En los barrios mareros los padres de familia, desesperados por mantener a sus hijas alejadas de cualquier tipo de contacto con las maras, intentan muchas veces enviarlas al campo a que se críen con sus familiares, pero no todo el mundo tiene primos o familia en el campo, y el barrio de Montreal y sus peligros eran la circunstancia inevitable de esta niña.

Como lo es para los niños. “Tenemos un chico que siempre viene aquí y que es increíblemente listo, realmente muy especial”, me dijo uno de los maestros en voz baja. “Pero está a un paso de irse con las maras. ¡Es tan jovencito! Un muchachito apenas. Hemos hablado con él, porque aquí tratamos de no minimizar la realidad, pero él está que se va. No vamos a poder retenerlo.”

De regreso de Montreal, en el mercado de Mejicanos, descubrí algunas de las recompensas más inmediatas a disposición de un adolescente que se une a las maras. Las mujeres del mercado, que no tienen absolutamente ningún problema con las matemáticas, me explicaron su vida en números: le pagan a la municipalidad una renta de 35 centavos diarios por cada metro y medio lineal que ocupen sus puestos. Gastan 50 centavos en tarifas de autobús de ida y vuelta, multiplicados por el número de niños en edad escolar. Cuatro dólares de producto comprado al mayoreo, más tres dólares para transportar la mercancía a sus puestos. Las ganancias de un día, menos los cuatro dólares de las compras del día siguiente, menos las tarifas de autobuses y taxis, deja unos tres dólares –cuatro en días buenos– para comprar comida para la familia.

Y luego está “la renta”: la cuota de extorsión diaria que cobran los mareros; pero nadie quiso darme esas cifras. Tampoco quedó claro si la renta del mercado la cobran miembros de la Mara Salvatrucha –también conocida como MS-13– o del grupo rival cada vez más poderoso, el Barrio 18. Varios menores pertenecientes al Barrio 18 fueron juzgados y sentenciados por prender fuego al autobús en el que murieron diecisiete personas, pero de la gente con la que hablé nadie, ni siquiera los maestros del centro preescolar del CINDE, quiso hablar sobre el incidente.

Una tarde charlé con una mujer particularmente vivaz –llamémosla María–. Me estaba contando del cinde, y de cómo el programa de microcréditos que gestiona le había cambiado la vida, ya que ahora tenía un carretón para acarrear sus mercancías de un lado a otro, cuando dos chicos que rozaban, cuando mucho, los quince años llegaron a su puesto. María paró la conversación en seco mientras los niños elegían algunas de sus mercancías y se marchaban sin que dinero alguno pasara de manos. Los ojos de María relampaguearon de miedo cuando le pregunté si los mareros la estaban renteando (extorsionando). “Casi no, casi no”, susurró, mirándome, como suplicante. “No me piden dinero. Todavía no. Solo… regalitos.”

“Nosotros no renteamos”, tronó José Cruz, como si lo anunciara al mundo. “Eso es un invento de la prensa.” José tiene una voz sensacional de declamador, ojos achinados sobre altos pómulos, un rostro limpio de los tatuajes que son la marca de los mareros, un cuerpo ágil y unos gestos fantásticamente autoritarios. “¿Cómo está?”, vociferó al entrar al cuarto de visitas de la cárcel, extendiendo la mano esposada, y desde ese momento no dejó de arengarme. Después de nuestra conversación, un guardia de la prisión se me acercó y, mientras uno de sus compañeros vigilaba, me susurró que, en tanto líder de la pandilla Barrio 18, Cruz era la autoridad de facto del penal. Era Cruz, me dijo el guardia, quien decidía quién da entrevistas a la prensa (las daba él), a qué guardias se les permitía el acceso al área de celdas, donde entre 40 y 45 prisioneros son confinados cada noche en celdas de seis por seis metros, y quién recibía castigo.

Cruz tenía metas muy definidas: a sus veintinueve años ya había cumplido siete de su sentencia de homicidio, le quedaban quince y quería salir a tiempo y vivo. “Soy un preso rehabilitable”, me informó. No se alteraba. De noche, según escuché, se retiraba temprano (supuse que tendría aposentos más grandes que la mayoría) y dormía plácidamente. Después de nuestra conversación, me dijeron que en realidad, bajo el paliacate amarrado en la cabeza que usan los miembros encarcelados de las pandillas, sí llevaba tatuajes: dos ojos dibujados en la nuca, que permiten –no sería él el único en creerlo– que no pierda nunca de vista a sus enemigos. Cruz ya me había presumido sus numerosas entrevistas a cargo de periodistas franceses, holandeses, alemanes, estadounidenses, del mundo entero, y ahora intentaba engancharme en su retórica –somos víctimas de la sociedad, los ricos se vuelven más ricos y los pobres más pobres–, pero nada de lo que dijo resultó tan sugestivo como su presencia física y la información que me dio el guardia en un susurro, a pesar de que no era ningún secreto fuera de la cárcel: que las golpizas y las ejecuciones por apuñalamiento eran un hecho cotidiano en el penal de Quezaltepeque.

A diferencia de la mujer del mercado en Mejicanos, el guardia no tenía ninguna razón en particular para no hablar: todo el mundo sabe que el sistema penitenciario está en bancarrota, y que es imposible controlar un sistema de detenciones en que los presos –casi la mitad de ellos asesinos acusados o convictos– están amontonados en celdas cual ganado industrial. En El Salvador hay 65 homicidios por cada 100,000 habitantes, más del triple del índice actual en México y un número significativamente más alto que la cifra anual de muertes durante la segunda mitad de la guerra. De un total de 25,000 personas encarceladas, un tercio nunca han sido sentenciadas. El hacinamiento es tan extremo que el sistema penitenciario se negó este año a recibir más presos. Los acusados van ahora a jaulas de detención de la policía pero, dado el índice delictivo y el número de arrestos, las jaulas se han saturado con igual rapidez.

Ha habido motines y también huelgas pacíficas de presos que exigen mejoras en las condiciones, pero los huelguistas no están en la lista de prioridades de nadie. La suya es solo una de las muchas catástrofes de El Salvador, donde, veinte años después de la guerra que supuestamente salvaría al país –del capitalismo o del comunismo, dependiendo del bando en que uno estuviera–, hay medio millón de hogares uniparentales, como se dice, intentando criar a sus hijos en medio de la inseguridad. (La inmensa mayoría de estos hogares está a cargo de mujeres.) El gobierno está en bancarrota, el índice de pobreza es del 38%, y la economía, que se levantó ligeramente de un índice de crecimiento negativo de -2% en 2008 solo gracias al aumento en el precio del café, parece estancada.

Sería fácil echarle la culpa de este desastre social y económico exclusivamente al partido fundado por Roberto D’Aubuisson –la Alianza Republicana Nacionalista, o arena, por sus siglas– que, una vez firmados los acuerdos de paz en 1992, gobernó el país durante veinte años con un interés evidente, si no es que obsesivo, en el bienestar de los ricos. (En 2009, Mauricio Funes, el candidato del partido fundado por las antiguas guerrillas, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, o FMLN, ganó la presidencia.) Pero también hay que considerar el hecho descomunal de la guerra misma: las carreteras y demás infraestructuras destruidas, el colapso de la sociedad rural, el surgimiento de cinturones de miseria poblados por campesinos que huían de aquellas áreas remotas del país que fueron el escenario principal de la guerra, la práctica sistemática de la inmisericordia, el aumento drástico de familias monoparentales, la pérdida de una élite educada, el inmenso arsenal de armas que sobraron, al que nadie dio seguimiento. Y, no obstante, nada de esto explica de manera completa o satisfactoria la proliferación de los mareros, cuyo número según los cálculos ronda los 25,000, más otros 9,000 en prisión.

El fenómeno comenzó en Los Ángeles, con los hijos de los inmigrantes que habían huido de la guerra en El Salvador. Fueron niños con padres a los que nadie respetaba. Padecieron el bombardeo de comerciales para productos que no tenían esperanza alguna de poder adquirir. Se criaron en barrios peligrosos y heredaron enemigos y guerras pandilleras ajenas. Entre los salvadoreños de segunda generación de Los Ángeles, un número significativo acabó creando sus propios grupos para confrontar a las pandillas mexicanas y afroamericanas en cuyos barrios se habían asentado sus padres. De los dos grupos que controlan actualmente casi todos los barrios pobres de El Salvador, la pandilla Barrio 18 toma su nombre de la pandilla de la Calle 18 en Los Ángeles, cuyos integrantes suman miles. En cuanto a la Mara Salvatrucha, con la que arrancó el fenómeno, la única parte de su nombre en la que todo el mundo se pone de acuerdo es que “Salva” es un apócope de “salvadoreño”.

Conforme la política de inmigración de Estados Unidos se ha ido concentrando en deportar al mayor número posible de migrantes indocumentados, sin importar su situación, un altísimo número de deportados salvadoreños, algunos de ellos educados en Estados Unidos y que apenas hablan español, se han encontrado de buenas a primeras de regreso en su país de nacimiento. Algunos de ellos, repatriados involuntarios, son mareros que, o bien acaban integrándose a la mara de su barrio, o bien tratan de escabullirse de vuelta a casa (es decir, a Estados Unidos) sumándose así a la ruta migrante que atraviesa México y que utilizan cada año cientos de miles de inmigrantes potenciales a Estados Unidos. En el camino, los mareros suelen ser reclutados por los narcotraficantes mexicanos, que han desarrollado ramas altamente rentables de trata de blancas, prostitución infantil y extorsión a migrantes. Los asaltos, los robos y las violaciones son ahora un aspecto casi rutinario de la travesía migratoria por México.

Los viajeros más desafortunados son secuestrados en México y retenidos a cambio de un rescate, normalmente de entre 500 y 2,000 dólares. Si sus familiares no logran conseguir el dinero rápidamente, la víctima del secuestro muere asesinada. De acuerdo con la Comisión Nacional de los Derechos Humanos de México, 11,000 migrantes fueron secuestrados durante los seis primeros meses de 2010. No existen estadísticas del número total de muertos, pero sabemos que en agosto de 2010 72 migrantes fueron secuestrados y asesinados en un solo incidente. Seis meses después, otros 195 cuerpos fueron desenterrados en el mismo municipio. Entre los asesinos, y también, quizás, entre los asesinados, probablemente había mareros.

Howard Cotto, subdirector de investigaciones para la Policía Nacional Civil de El Salvador, ha estudiado las maras durante años. Cotto es el producto fino y articulado de los acuerdos de paz firmados entre el gobierno de arena y las guerrillas del FMLN en tiempos de la guerra, que incluyeron, según mandato de la ONU, una reestructuración de los antiguos cuerpos policiales asesinos; se transformaron en una sola fuerza que integró y entrenó a miembros de los dos bandos de la guerra. Otro comandante de la policía, Jaime Granados, me dijo, riendo, que la resultante Policía Nacional Civil es como el hijo feo que nadie quiere, en gran medida debido a sus esfuerzos por mantener la neutralidad. “Somos una buena policía, muy buena”, me dijo. “Pero nadie está de nuestro lado.” La policía carece de recursos y de equipo (solo hay un experto forense para todo el país) y la corrupción se está volviendo endémica nuevamente, pero quedan reductos importantes de eficacia y profesionalismo, y los diplomas y certificados internacionales que se alinean en la pared de la oficina de Howard Cotto –uno de ellos del FBI– dan señal del prestigio del comandante.

Cotto calcula que en los barrios los que apoyan a las pandillas suman quizás unas 80,000 o 90,000 personas, lo cual, si se añade el número de mareros en activo o encarcelados, representa cerca del 1.5% de la población del país. Si bien en el narcotráfico salvadoreño las maras se ocupan del narcomenudeo, Cotto no atribuye su crecimiento a la bonanza del narcotráfico en Centroamérica, a pesar de que la región se ha convertido en el principal corredor para transportar drogas sudamericanas hacia América del Norte. “Las pandillas son claramente parte del crimen organizado, como lo son los traficantes de drogas y armas y autos robados y demás”, me dijo Cotto una mañana en su oficina amueblada discretamente. “Pero los traficantes construyen organizaciones jerárquicas alrededor de intereses específicos –trata de blancas, contrabando, drogas– y atraen a la gente apoyados en ese [negocio]. Las pandillas hacen lo contrario: reclutan desde abajo.”

Las pandillas distribuyen drogas en el barrio al tiempo que se presentan a sí mismas como sus defensoras, dijo Cotto: “Pero en realidad, no defienden al barrio; lo aterrorizan. El barrio es el territorio donde extorsionan, distribuyen drogas, matan y hacen dinero. Sin embargo, no viven con grandes lujos; no son narcos. Sus orígenes están en la comunidad y lo que temen más que a la muerte misma es perder su autoridad ahí, porque en el momento en que la pierdan están muertos. Pero es una excelente manera de vivir cómodamente y repartir dinero entre una cantidad de gente; su fuerza radica en no romper esa cadena de distribución del dinero. Así es como les pueden decir [a sus subordinados]: ‘Pelea por mí’”.

Cotto charlaba tranquilamente bajo la ráfaga helada del aire acondicionado. “La vida [de un marero] es muy corta”, continuó: “En seguida les cae una sentencia de treinta años. Pero ellos piensan que en este país hay de dos: puedes ser un loser y seguir estudiando, y ya veremos si puedes encontrar un trabajo cuando te gradúes, o puedes tener catorce o diecisiete años y ser el big man del barrio. Puedes mandar, encargarte de la distribución de la droga. No tienes que mostrarles respeto a tus mayores; serás el que le pueda decir al vecino: ‘Te me vas de este barrio ahora mismo’, y te instalas a vivir en su casa. Podrás decirle a la chica que te gusta y a la que no le gustas: ‘¿sabes qué?, te guste o no, vas a ser mía, o de cualquier otro que yo decida’”.

A estas alturas Cotto ha visto muchos cadáveres: decapitados, desmembrados, quemados. (Se dice que lo primero que debe hacer un marero, sin importar cuán joven sea, es matar arbitrariamente a alguien. Después de eso, están listos para ser reprogramados.) Pero la escena de homicidio más perturbadora a la que ha llegado nunca fue en un bastión mara, en una de las casas colectivas que los muchachos llaman casa destroyer. “Me quedé frío”, dice. “Entramos a la casa y ahí estaban todos los chicos, en círculo. Y ahí estaba la persona muerta. Llevaba muerto varias horas, pero no se habían [deshecho de él]. Sencillamente se habían sentado alrededor del cadáver, y estaban platicando y pasando el rato como si nada.”

Alexis Ramírez, que se unió a las maras cuando tenía quince años, no parece capaz de matar despiadadamente, aunque está cumpliendo 50 años por homicidio, de los que le faltan 48. Tiene la piel morena, labios gruesos que parecen esculpidos, grandes ojos negros y luce mucho menor de sus 29 años. Le pregunté si cuando estaba libre no había sido peligroso para él caminar por la calle cubierto de tatuajes, y me sonrió de lado. “Si sabes cómo caminar, no es peligroso. De esquina a esquina… así es como me he recorrido todito El Salvador.” Y se bamboleó ligeramente, en un movimiento entre cohibido y seductor que me dejó ver cómo, efectivamente, pudo haber logrado esquivar muchos obstáculos agachándose y sonriendo.

Venía de buena familia, me dijo; su padre, creyente evangélico, “estuvo siempre participando en los asuntos de la iglesia”, mientras que su madre “hace aproximadamente quince años que persevera en las cosas de Dios”. Sus hermanos trabajan en una carpintería. Su suegro recién había logrado sacar ilegalmente a la esposa de Alexis fuera del país, probablemente para alejarla de su influencia, y la pareja ya perdió la custodia de sus dos hijos –de cinco y nueve años–, que se encuentran a cargo de sus abuelos.

Alexis todavía estaba en la escuela cuando decidió unirse a las maras. “Vi los tatuajes [de los mareros de su barrio]. Vi cómo se portaban entre ellos”, dijo. “En mi barrio no le robaban a la gente; la cuidaban. Eso me gustaba.”

Su vida, le comenté, era bastante desesperanzadora. ¿No se arrepentía de haberse unido a las maras?

“Cuando elegimos ser lo que somos”, me contestó, “sabíamos que no había vuelta atrás”. Intenté, sin éxito, descifrar si ese bamboleo entre tímido y cool era el remanente sincero de lo que alguna vez fue una persona entera y amable, o el truco engañoso que un asesino despiadado guardaba entre su colección de armas.

José Eduardo Villalta, de veinticuatro años, tiene la palabra “dieciocho”, de “Barrio 18”, tatuada en francés e inglés en sus brazos y dedos, y en números romanos y varios otros códigos en todos los demás lugares donde cabe un tatuaje. No es encantador, pero en el curso de nuestra conversación salió a relucir que era originario del campo, y que su madre lo visita con regularidad. Le pedí que describiera cómo se prepara una milpa, y conforme repasaba ese ritual –desmonte, quema de maleza, siembra, deshierbe– tuve la visión momentánea de un joven respirando aire libre. Aún le queda la mayor parte de una sentencia de 50 años por delante, y le pregunté si eso no le resultaba deprimente.

“No”, me dijo sin titubear. “Aquí yo me siento bien. Esta es mi casa.”

El Playón, El Salvador. Los zopilotes están cebados. Su color es el mismo de la explanada de roca volcánica gris y negra que se extiende a lo largo de veinticinco kilómetros a espaldas del volcán San Salvador, el centinela que cuida de la capital de El Salvador.

A primera vista, parece como si las rocas estuvieran vivas y aletearan y se tropezaran en bandadas sobre la basura humeante y las botellas rotas. Pero son zopilotes y están atareados limpiando otro esqueleto. Y esto es El Playón, un campo de lava atravesado por una carretera principal flanqueada de basura por ambos lados. Como muchos otros vertederos, El Playón se convirtió hace poco —nadie sabe con certeza cuándo— en un tiradero clandestino de cadáveres. Pero la extensión del lugar lo hace único. Hay tantos cuerpos —varias docenas, quizá un centenar— que ya nadie se molesta en recogerlos.

Desde mediados de septiembre están apareciendo noticias en los periódicos locales sobre los cadáveres arrojados al Playón, pero según la Comisión Salvadoreña de Derechos Humanos las autoridades locales «ya ni siquiera se molestan en venir a hacer el reconocimiento de los cadáveres o en hacer las diligencias para su traslado a la morgue o para su entierro».

Desde hace mucho tiempo, la aparición de cuerpos mutilados es parte de la rutina del brutal enfrentamiento civil en El Salvador. Los cadáveres se arrojan de noche y aparecen en los vertederos a la madrugada. La Comisión de Derechos Humanos —de la que forma parte la Iglesia Católica— y la Consejería Jurídica aseguran que en los últimos diez meses más de diez mil personas —sin contar soldados o guerrilleros muertos en combate— han sido asesinadas en El Salvador por motivos políticos. Acusan al ejército salvadoreño y a las fuerzas policiales de ser responsables de la mayoría de las muertes. Los voceros del ejército culpan de la violencia a la oposición guerrillera. Ambos bandos admiten que sus afirmaciones carecen de pruebas convincentes.

Uno de los interrogantes cruciales en la definición de las políticas estadounidenses hacia El Salvador se refiere a la capacidad de su Junta de Gobierno, conformada por civiles y militares, para controlar la violencia casual. Los descubrimientos en El Playón indicarían que la violencia contra los civiles se ha mantenido estable a lo largo del año. La Comisión de Derechos Humanos afirma que en los últimos dos meses aproximadamente setecientos civiles han sido asesinados al mes, el promedio en 1981. El ejército y el presidente de la Junta, José Napoleón Duarte, contraatacan asegurando que la Comisión y la Consejería Jurídica están al servicio de la izquierda y que manipulan los hechos y los datos a favor de la guerrilla que lucha por derrocar al gobierno desde comienzos del año.

La violencia campea en este país pequeñito, pero todo parece indicar que el punto muerto en el enfrentamiento militar ha sido superado por la oposición izquierdista en las regiones del norte y del oriente, y que esta avanza con ímpetu. Por su parte, el componente civil de la Junta, controlado por la democracia cristiana, padece el asedio de cinco partidos de extrema derecha que exigen la renuncia del gobierno antes de las próximas elecciones para la Asamblea general.

La discusión sobre los responsables de la violencia es estridente y enconada, pero en medio del horror sofocante del Playón reina un silencio pavoroso, ocasionalmente roto por una lagartija que se desliza entre las pilas de basura salpicadas de rocas. Las verdaderas víctimas de la guerra salvadoreña son estos civiles, cuyos cadáveres salen a f lote cada mañana en la superficie del mar de lava.

Un cuerpo recién arrojado yace al borde de la autopista y a las once de la mañana los zopilotes han dado buena cuenta de él. Diez metros adentro, una pila de huesos se levanta al lado de dos cuerpos claramente identificables como de un hombre y una mujer. Cuando el grupo de reporteros avanza, los zopilotes se alejan revoloteando pesadamente.

Desde la autopista y por entre el campo de lava se ha cavado un camino que otros han transitado recientemente, como lo demuestra la ropa ensangrentada que va apareciendo: un par de pantalones, una camisa, una camiseta; al final del camino aparece un descampado del tamaño de un diamante de béisbol cubierto aquí y allá por fémures, huesos pélvicos y escápulas entreverados con cientos de botellas de Tic Tac, el aguardiente local. Un reportero y un fotógrafo encuentran treinta calaveras al lado de grupos de esqueletos relativamente intactos. Desisten de contar.

Los esqueletos están por todas partes. Las calaveras por lo general exhiben la dentadura completa, señal de que las víctimas eran jóvenes. En El Salvador, donde la desnutrición es común, a un campesino de cuarenta años de edad le quedarían muy pocos dientes. La ropa es de civiles, y no son pocas las faldas, las blusas, los zapatos de trabajo de mujer.

Hay latas con huecos de balas y botellas boca abajo en las rocas filosas con picos de hasta un metro de altura, lo cual parece indicar que el lugar también sirve de campo de tiro. No es tan fácil explicar, en cambio, la pila de huesos astillados que se extiende a lo largo de varios metros. Los fragmentos, de unos cuantos centímetros, han sido perfectamente blanqueados, parecería que incinerados. Unos pasos más allá se ve la caja de cartón de una granada de mortero y un poco más lejos, otra.

Un fotógrafo local que visitó el lugar la semana pasada dijo que se había topado con una mujer que acababa de encontrar la ropa de su hermano y la había enterrado, en un gesto simbólico. «Había tantas calaveras que no podía saber cuál debía enterrar», recordó.

El coronel Alfonso Coto, vocero de las fuerzas armadas, explicó desde el país de nunca jamás que al ejército le resultaba imposible controlar el área de El Playón o investigar los cadáveres arrojados. «Sencillamente no contamos con tanta gente —dijo—. Le pedimos al FBI y a la Interpol que nos ayudaran a investigar el asesinato de cuatro americanos que trabajaban con la Iglesia y las únicas pruebas que lograron reunir fue un cartucho de G3, que usan tanto el ejército como la guerrilla. Es muy difícil.»

De todos los terribles escándalos sexuales en los que los jerarcas del Vaticano se vieron envueltos, ninguno tiene más probabilidades de asestar un fuerte golpe a la institución que la asombrosa historia del sacerdote mexicano Marcial Maciel. Los crímenes que otros sacerdotes y obispos cometieron contra niños pueden provocar indignación, pero también hacen que queramos mirar para otro lado. En el caso del padre Maciel, en cambio, es imposible tomar distancia del horrendo drama a medida que éste se difunde, página a página, revelación tras revelación, en la prensa mexicana.

El padre Maciel, que nació en México y murió en 2008 a los ochenta y siete años, era muy conocido en el mundo católico.

Superó obstáculos que habrían vencido a cualquier otro y fundó lo que se convertiría en una de las órdenes más dinámicas, rentables y conservadoras del siglo XX, que en la actualidad tiene casi ochocientos sacerdotes y aproximadamente setenta mil hombres y mujeres de todo el mundo que participan en el movimiento laico Regnum Christi. La Legión de Cristo, que tiene casi setenta años de antigüedad como orden, es relativamente chica, pero influyente: opera quince universidades y sus escuelas tienen 140.000 alumnos (en Nueva York, sus miembros enseñan en once escuelas parroquiales). Sus líderes, por otra parte, tienen desde hace mucho tiempo un notable acceso a la jerarquía del Vaticano.

Maciel, que pertenecía al círculo íntimo del papa Juan Pablo II, también era bígamo, pederasta, drogadicto y plagiador. Procedía de Michoacán, en el sudoeste de México, y creció durante los años de la Guerra Cristera (1926-1929), un conflicto que enfrentó a los católicos (cristeros) del México provincial con el gobierno anticlerical de la capital. Uno de sus tíos fue el general al mando de los cristeros. Otros cuatro tíos eran obispos. Uno de ellos, Rafael Guizar Valencia, lo llevó a un seminario clandestino en Ciudad de México. A los veinte años, cuando ni siquiera había tomado los hábitos, Maciel creó una nueva orden religiosa con ayuda de otro tío.

La nueva orden se proponía ser cosmopolita y estricta, pero dada la escasa edad de su fundador y la falta general de educación, no es sorprendente que los objetivos de la Legión de Cristo no estuvieran bien definidos (si bien en un fascinante estudio de Maciel que hizo el historiador y psicoanalista Fernando M. González nos enteramos de que uno de los estatutos de la orden especificaba que los sacerdotes debían ser decenti sint conspectu, attractione corripiant , o llenos de gracia y atractivos).

A los veintisiete años, el joven padre Maciel tuvo una audiencia con el papa Pío XII, que, según la historia oficial de los Legionarios, lo instó a usar la orden «para formar y ganar para Cristo a los gobernantes de América Latina y el mundo.» Esa es la misión de la orden desde hace sesenta años, y con gran rapidez emergió como una fuerza conservadora en condiciones de rivalizar hasta con el Opus Dei. «El discurso de Maciel estaba muy enmarcado en el discurso anticomunista de Francisco Franco», dice Roberta Garza Medina, editora del semanario Milenio y hermana del vicario general de los Legionarios. El conservadurismo de los Legionarios, agrega, «expresaba ante todo su postura respecto de los roles de género. Las mujeres tenían que adoptar una actitud pasiva. Las opciones eran la maternidad o la participación en el movimiento consagrado (las solteras). (…) A Maciel no le interesaba demasiado la política como tal. Lo que le interesaba era conseguir que personas con poder ingresaran al movimiento y aprovecharlas».

Para el movimiento conservador dentro de la Iglesia, en cambio, agrega un ex sacerdote, «Maciel era alguien que podía proporcionar fieles, sacerdotes y dinero». Era evidente que Maciel era un hombre de cierto magnetismo. Decenas de mujeres ricas hicieron generosos aportes para las buenas obras de los Legionarios, y la revista mexicana Quién, conocida por sus páginas de sociales, publicó hace poco un artículo sobre una de las viudas más ricas de México, Flora Barragán de Garza, que donó más de cincuenta millones de dólares durante los años de gloria de Maciel. «Le dio prácticamente toda la fortuna de nuestro padre», le dijo la hija de Barragán al periodista de Quién, y agregó que la familia había tenido que intervenir para que la mujer, que ya era una anciana, no quedara en la miseria. La generosidad de la viuda le permitió a Maciel viajar en primera clase durante toda su vida, pero también proporcionó el dinero para crear la red de escuelas privadas a las que los mexicanos conservadores acaudalados mandaban a sus hijos.

La doble vida de Maciel

En 1997, Blanca Estela Lara Gutiérrez, una mujer mexicana que vivía en Cuernavaca, miró la tapa de la revista Contenido una publicación del tipo de Reader’s Digest y vio la cara de su pareja. La mujer había sido su pareja durante veintiún años y había tenido dos hijos de él. Pensaba que era detective privado o «agente de la CIA» y que, por motivos laborales entendibles, sólo hacía ocasionales apariciones por su casa. Ahora sabía que era sacerdote y que su verdadero nombre era Marcial Maciel. Era, decía la revista, la cabeza de una orden cuya severidad y extremo conservadurismo parecían ocultar algunos secretos. El artículo, que se basaba en información que habían revelado Gerald Renner y Jason Berry en el Hartford Courant, señalaba que nueve hombres, dos de los cuales habían contribuido al establecimiento de los Legionarios en los Estados Unidos, otro que seguía siendo miembro activo y los seis restantes ex miembros de la orden habían informado a sus superiores en Roma que Maciel había abusado sexualmente de ellos cuando eran seminaristas adolescentes a su cargo.

Las acusaciones no eran las primeras, ni serían las últimas.

En 1938, Maciel fue expulsado del seminario de su tío Guizar, y poco después también de un seminario de Estados Unidos. Según los testigos, Maciel y su tío tuvieron una gran pelea a puertas cerradas.

El obispo Guizar murió de un ataque cardíaco al día siguiente.

Más adelante se sabría que Marcial hacía que sus estudiantes y seminaristas le procuraran Dolantin (morfina). Eso llevó a la suspensión de Maciel como cabeza de la orden en 1956. De forma inexplicable, se lo restableció en su puesto pasados dos años. Más tarde, alguien se dio cuenta de que su libro, El salterio de mis días, que era de lectura más o menos obligatoria en las instituciones de los Legionarios, una suerte de Libro de Horas, o guía para la oración, era una copia completa de El salterio de mis horas, de un español que fue condenado a cadena perpetua luego de la Guerra Civil española.

Maciel tenía inteligencia para la política y las relaciones públicas. Pero había más: en una serie de artículos para el National Catholic Reporter, el infatigable Jason Berry detalló los distintos mecanismos por los que Maciel recibía dinero y luego lo derivaba al Vaticano. Los enviados de Maciel enviaban con regularidad sobres con miles de dólares en efectivo a jerarcas claves de la Iglesia. Las audiencias privadas con el Papa suponían hasta cincuenta mil dólares por visita, dinero cuya vía era Stanislaw Dziwisz, el sacerdote polaco que fue secretario privado del Papa desde 1966 hasta la muerte de Juan Pablo II. Según un ex jesuita que conoce bien la historia, una de las primeras donaciones considerables que recibió el movimiento polaco Solidaridad procedió de Maciel, que reunió dinero entre la elite conservadora mexicana cuya relación había cultivado. Sin duda el polaco Karol Wojtyla, para entonces Juan Pablo II, se enteró de ese acto de generosidad y valoró la posición ideológica de Maciel. Este estuvo al lado de Juan Pablo II durante la primera de las tres visitas que hizo el Papa a México. El dinero de los Legionarios, sus sacerdotes y su activo movimiento de personas laicas, el Regnum Christi, fortalecieron la campaña del Papa para eliminar a los sacerdotes liberales o de fuerte tendencia social de las posiciones de poder y dar mayor influencia a su catolicismo conservador.

Es difícil no concluir que esas fueron las razones por las que el Vaticano ignoró la carta detallada y conmovedora que le mandaron en 1998 ocho de los acusadores de Maciel (el noveno había muerto).

Por más que el público tomó conocimiento de las acusaciones a través del Hartford Courant y la prensa mexicana, que difundieron la noticia de inmediato, el Vaticano se negó a actuar. En lugar de ello, el papa Juan Pablo II impulsó la beatificación de la madre y el tío de Maciel, el obispo Guizar. Tan sólo en 2006, después de la muerte de Juan Pablo II, un comunicado del Vaticano anunció que se había «invitado (a Maciel) a llevar una vida reservada de oración y penitencia». Pasó sus últimos años en silencio y murió en Estados Unidos. Los Legionarios, sin embargo, siguieron creciendo en cantidad y riqueza.

Para alguien que no es creyente es arriesgado tratar de evaluar cómo afectó el relato de Maciel a la Iglesia en su conjunto, ya que un extraño puede entender muy poco de la forma en que se vive una fe entre sus filas.

Hace algunos meses, los trabajadores que me hicieron la cocina prepararon el altar que instalan todos los 3 de mayo en toda obra en cuya construcción estén trabajando. En esa fecha se conmemora la ocasión en que la cruz en la que murió Cristo se encontró tres siglos más tarde, pero también coincide con las festividades que inauguraban la temporada de lluvias en la época precolombina. Los obreros tallaron y barnizaron con amor una pequeña cruz de madera a la que le inscribieron el año, la envolvieron en una suerte de vestido blanco, decoraron el vestido con cintas azules, la rodearon de flores dispuestas en latas de gaseosa a modo de floreros, encendieron una vela y pasaron un rato bebiendo a su alrededor. Sin duda esos hombres conocen o han oído hablar de un párroco que tenía un «ama de llaves» y tal vez una «sobrina» que vivía con él, ya que esas cosas nunca fueron poco comunes aquí, ni en ninguna otra parte, probablemente, si bien el esfuerzo por ocultarlo puede ser mayor. Pero los paraguayos no han abandonado a su alegre presidente, el ex sacerdote Fernando Lugo, a pesar de que se sabe que tuvo por lo menos tres hijos (parece pensarse que puede haber más) mientras era obispo.

En este lugar del mundo de tradición machista también se ha tolerado y en cierta medida, esperado la homosexualidad por parte de los sacerdotes de faldas largas. Es posible que para muchos católicos el bautismo, la confesión y la misa semanal sean trámites burocráticos, como votar u obtener un registro de conductor, y que esa verdadera fe sea algo que se ve en los altares improvisados y en las sendas mágicas de muchos rituales más antiguos, lo que permite que los sacerdotes hagan su vida siempre y cuando realicen un trabajo digno en sermones y entierros. Cabe pensar que el abuso sexual de niños y su encubrimiento son un asunto del todo diferente.

La pareja de Maciel con Lara Gutiérrez resultó no ser de exclusividad. Unos diez años después de conocerla, Maciel comenzó una relación larga con una camarera de diecinueve años de Acapulco a la que se presentó como un «operador de petróleo». Tuvo una hija con ella y, según un reciente artículo del diario español El Mundo, varios hijos más con otras personas.

Silencio y abusos

Cuando descubrió que su marido no era un agente de la CIA sino un sacerdote que abusaba de niños, Lara Gutiérrez no reveló que estaba casada con él. Tal vez le aterraba el hombre que ella creía que «era Dios», como diría diez años más tarde. Tal vez simplemente se sentía avergonzada. Luego, en marzo, dos años después de la muerte de Maciel, Lara Gutiérrez apareció con sus tres hijos en uno de los programas más vistos de México y escuchó en silencio mientras dos de sus tres hijos declaraban que su padre, Marcial Maciel, los había obligado a masturbarlo y, según dijo el mayor, había tratado de violarlo por primera vez cuando tenía apenas siete años.

Tenemos una doble visión de Maciel. Vemos la figura santa que conocen sus seguidores y, como a través del ojo de una cerradura, al otro Maciel de pesadilla que exige a niños que lo masturben y que luego asegura a los chicos traumatizados que el Vaticano le dio autorización para obtener por ese medio «alivio» para un terrible dolor físico. Pero sabemos, a través de las investigaciones de Fernando González, que Maciel era a su vez producto del abuso. En su lecho de muerte, un chico que había crecido con Maciel reveló lo que sabía.

El niño procedía de una familia muy pobre de la pequeña y piadosa población de Cotija, y Maciel era hijo de un próspero comerciante local. Pero tenía un temperamento delicado y constituía, por lo tanto, una ofensa para su padre machista. «Un día», escribe González, el padre de Maciel dijo: «En mi casa no va a haber maricas. Te voy a mandar seis meses con los conductores de mulas para que aprendas a ser hombre». Envió a Maciel a un grupo de conductores de mulas, como también lo hicieron con el chico que, en su vejez, confesó lo que sabía. Los conductores de mulas los violaron a ambos. «Mi padre va a pensar que yo provoqué esto», le dijo Maciel al otro niño. «Quiero ahorcarme.» Los Legionarios ­Maciel financiaron la construcción de la iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe y San Felipe Mártir en Roma, que Maciel consideraba su mausoleo. Lo llamativo es que el sacerdote Maciel casi siempre concretaba sus dramas pederastas en la enfermería del seminario Legionario en el que se encontrara, como si fuera un lugar donde pudieran curarlo. Explicaba los actos masturbatorios a sus víctimas diciéndoles que eran un remedio para su dolor. En todo caso, sabía lo enfermo que estaba: dejó instrucciones a sus delegados de no iniciar el proceso de canonización hasta pasados treinta años de su muerte, cabe pensar que con la esperanza de que el recuerdo de sus pecados se hubiera desvanecido para entonces.

Aparte del daño que sufrieron las víctimas de Maciel, está la cuestión de por qué la Iglesia Católica como institución no lo condenó cuando se ordenó sacerdote, cuando fundó los Legionarios, cuando la historia de su pederastia llegó a las tapas de las revistas, cuando se encontraron pruebas suficientes para que el papa Benedicto XVI concluyera que Maciel tenía que pasar el resto de su vida en reclusión ni cuando los rumores alcanzaron un nivel que bastaba para justificar una investigación por parte del Vaticano.

La respuesta no es una sorpresa para nadie: en momentos en que las iglesias se vacían, los Legionarios son una fuente de ingresantes, dinero e influencia.

En México, desde Carlos Slim hasta Marta Sahagún, la esposa del ex presidente Vicente Fox, le dieron dinero o le pidieron favores a Maciel. No fue sino hasta el año pasado que el sucesor de Karol Wojtyla, el papa Benedicto XVI, autorizó por fin una visita una investigación, en la jerga de la Iglesia de la Legión de Cristo.

Como siempre, la prensa y algunos religiosos están muy por delante del Vaticano.

El escándalo de Marcial Maciel, por más grotesco que pueda ser, puede terminar en un escándalo para la Iglesia Católica. Está la inquietante cuestión del último Papa de la Iglesia, el popular Juan Pablo II, y sus relaciones con el sacerdote. También está la cuestión nada menor de que los Legionarios junto con Benedicto XVI y también Juan Pablo II representan la parte más conservadora de la Iglesia, y de que ahora aparecen inmersos en escándalos morales. Está, por encima de todo, el hecho de que toda una institución grande, próspera e internacional se encuentra ahora bajo sospecha (¿qué sabían los Legionarios de Maciel, cuándo lo supieron y quién era cómplice?) y de que la institución principal, la Iglesia Católica Romana, parece haber pasado décadas dedicada al encubrimiento.

Pero está también la cuestión del futuro de la Iglesia y de sus sacerdotes y monjas como seres sexuales. No es necesariamente psicología barata especular que la extrema represión sexual que impone la Iglesia a sus miembros lleva a la perversión, un tema que viene emergiendo de tanto en tanto desde hace siglos. Muchos sacerdotes y monjas, por lo que parece, optan por «obedecer» las reglas sin cumplirlas, según la formulación española («obedezco, pero no cumplo»). Ofrezco esto sólo como prueba anecdótica, pero por lo que sé por mis relaciones informales, amistosas y a menudo de admiración con miembros de las órdenes católicas todas pertenecientes a la rama de activismo social de la Iglesia , una importante cantidad ha tenido algún tipo de relación de pareja.

Una vez asistí a una importante festividad religiosa en una ciudad chica en la que varios de los sacerdotes y monjas que llegaron para la misa lo hicieron abiertamente con sus parejas, homo o heterosexuales. En 1979, en momentos de la primera visita de Juan Pablo II a México, mantuve una conversación con un sacerdote español progresista que pasaba la mitad de su vida con su pareja, una mujer de mediana edad. Le pregunté por qué no abandonaba la Iglesia si tantas de sus normas violaban sus propias convicciones y su deseo de honestidad. Recuerdo que dijo, en efecto, que la posibilidad de hacer el bien en el marco de una institución tan enorme e influyente como la Iglesia era más importante que las posibilidades de hacer el bien fuera de ella. ¿Esa ecuación podrá estar cambiando?

La llamada sandinista

Publicado: 9 noviembre 2009 en Alma Guillermoprieto
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A mediados de 1973 me ofrecieron una beca para estudiar la licenciatura en Chile. No me acuerdo de qué carrera se trataba, pues para mí era un asunto absolutamente secundario. Lo importante era vivir lo que se llamaba “la experiencia chilena”, solidarizarse con la izquierda de ese país que, contra viento y marea y cada vez con mayores tropiezos, intentaba gobernar. El día que tomé el vuelo a Santiago los rumores a todo hervor pronosticaban desastres —un golpe de Estado contra el presidente Salvador Allende, una cacería de brujas a los integrantes de su gobierno, tal vez hasta una masacre indiscriminada de izquierdistas— y al despegar el avión luché por liberarme de una especie de terror premonitorio. A la mitad del vuelo el sistema de sonido irrumpió en zumbidos y truenos. De la borrasca eléctrica se desprendieron, como piedras, algunas palabras: Capitán… Santiago… Fuerzas Armadas… Allende…

—¿Qué dijo? —le pregunté angustiada a la aeromoza de Braniff.
—Que ha habido un golpe y que Allende se suicidó —respondió tranquila—. Vamos a aterrizar en Buenos Aires.
Acto seguido se repartió champán, y el avión estalló en aplausos y risas. Haciendo la fila de la aduana en Buenos Aires aquel 11 de septiembre, por única vez en la vida me desmayé.

***

Cinco años después, en México, un enamorado me regaló un televisor. Yo prefería la lectura, pero para complacer a mi generoso amigo prendí el aparato un par de veces a la hora del noticiero. A la tercera, quedé hechizada por imágenes que de tan regocijantes parecían aumentar el brillo de la pantalla: una veintena de jóvenes macilentos, vestidos de verde olivo y estallando de euforia, asomaban por las ventanillas de un bus amarillo, puño en alto. El bus escolar recorría lo que evidentemente era la carretera muy mala de una ciudad muy pobre, y la cámara mostraba los besos y los vivas que lanzaban al paso de los guerrilleros hombres y mujeres casi en harapos, y casi tan felices como ellos. Desde el golpe en Chile me encontraba sumida en la desidia, decepcionada, incapaz de desear nada serio, pero esa noche cuando apagué la televisión no logré dormir. Demoré apenas tres días en conseguir dinero prestado, un boleto de avión, y una visa para viajar a Managua, Nicaragua, donde un grupo guerrillero casi desconocido acababa de inaugurar la revolución.

Retrocedo un poco para explicar que el evento que acaparó los noticieros esa noche, había comenzado dos días antes, por la mañana del 22 de agosto de 1978: en Managua, un comando de guerrilleros del Frente Sandinista de Liberación Nacional, disfrazado de integrantes de la Guardia Nacional del dictador Anastasio Somoza, irrumpió en el Palacio Legislativo, tomó como rehenes a cientos de empleados y visitantes y a todos los congresistas, y exigió la liberación de medio centenar de sus compañeros presos. El operativo era audaz y su ejecución absurdamente deficiente –meses después, uno de sus comandantes me contaría, entre carcajadas, como habían pintado de color verde perico el camión supuestamente militar en que viajaron, porque no habían conseguido pintura verde olivo– y a pesar de las prisas y la improvisación, triunfó. Cuando quedó claro que los guerrilleros tenían bajo su total control a los rehenes (de los cuales los más interesantes para Somoza eran un sobrino y un primo suyos) el dictador cedió a las demandas rebeldes en menos de 48 horas. La guerrilla sandinista llevaba años enmontañada predicando revolución o muerte, pero el operativo urbano contra un Congreso que, gracias a su larga complacencia con el dictador, era conocida popularmente como “la chanchera” (criadero de puercos) cambió la relación de los rebeldes con la población. En el recorrido del Palacio Legislativo al aeropuerto se dio la aclamación espontánea que vi por televisión en México. Se trataba apenas del inicio de una gran gesta –o por lo menos, eso deseábamos ardientemente los que soñábamos con revoluciones y despertamos de nuevo a la ilusión ese día.

***

En la sala de aduana el calor era como una bestia encerrada que respiraba incendios. Aparte de los guardias nacionales y sus terroríficos lentes de sol (que no se quitaban tampoco en la sombra), había apenas una docena de pasajeros, una cinta de equipaje, dos o tres burócratas encargados de revisar los pasaportes, y un mapa de relieve del istmo centroamericano. Me apresuré a consultarlo: ¿Nicaragua quedaba antes o después de Costa Rica? Quedaba antes. ¿Y Managua? Un punto negro en un país verde, al borde de un lago azul. Con el corazón en la boca, presenté el pasaporte y la visa: ¿me creerían que era reportera? Pues no era verdad. Si bien era cierto que había escrito uno que otro artículo para una publicación feminista, y algunas reseñas de danza para una revista semanal, me ganaba la vida como intérprete simultánea. Lo más cerca que llegaba al periodismo era un trabajo artesanal que me había ofrecido el año anterior un amigo en Londres, editor de un boletín quincenal, escrito en inglés pero de gran prestigio en América Latina: el Latin American Newsletters. Mi tarea consistía en recortar de los principales periódicos las notas que me parecieran más importantes, y enviarlas por correo a Londres una vez por semana. Resultó, como resultan las cosas que tienen que ser, que el corresponsal del boletín para Centroamérica y el Caribe se había ido de pesca el día que los sandinistas realizaron su operativo genial, y mi amigo editor estaba desesperado por encontrar quién pudiera ir a cubrir en directo la gran noticia. Ya en otras ocasiones me había alentado a lanzarme al periodismo, pero nunca me interesó la idea. Ahora, con tal de ir a Managua, le prometí que le enviaría reportajes desde allá. Contaba con una sola ventaja a la hora de contrarrestar mi perfecta falta de capacitación profesional: gracias a una educación que llamarían ahora multicultural, pensaba en español, pero escribía en inglés. En cuanto a lo demás… ya iría averiguando por el camino cómo se hacía eso.

Sabía por las películas que lo que hacen los periodistas al salir de un aeropuerto es tomar un taxi al hotel donde se encuentran sus colegas (y también por las películas sabía que los taxistas siempre están al tanto de éste y otros puntos de interés).

—Lléveme al hotel donde están los periodistas –dije al subirme al carro.

No hacía falta tanto detalle. En un país de apenas dos y medio millones de habitantes, había un solo hotel al que acudían los extranjeros.

El taxi era un vetusto modelo de aquellos que tenían como colmillos en el frente y aletas de tiburón atrás. Hubiéramos podido caber sin problema ocho personas, pero yo era la única pasajera, y en cuanto arrancamos me sentí muy sola. El áspero terciopelo sintético del asiento me cepillaba los muslos, el carro rebotaba, según los baches, ahora suavemente, ahora con rechinidos histéricos, y el chofer guardaba un silencio negro, feroz, deprimido, que después aprendería a reconocer entre aquellos que han sufrido alguna catástrofe.

Era el final de la tarde, y el sol caía a fuego. Reconocí el paisaje visto en el noticiero, pero por lo pronto de la revolución que había venido a ver no había ni asomo. Vi carretera, polvo, casuchas de tablón, algún carrito con hielo raspado y jarabe de colores, terrenos baldíos, más polvo, una farmacia, un semáforo, casuchas de bahareque, perros flacos. Aquí y allá, los nicaragüenses: gente de piel morena, huesos finos y ojos grandes. Después los descubriría pícaros y coquetos como nadie, y de un arrojo digno de las mejores epopeyas. Por ahora, los veía como los volvería a ver una vez pasados los días de gloria de la insurrección: quietos, con el ceño fruncido por la preocupación del qué comer, y vencidos –hoy por el calor, mañana por algún nuevo fracaso.

Hundida ya de plano en el sudor y la duda, sentí miedo. ¿Dónde estaban las consignas, los gritos, las marchas, la euforia que había venido a compartir? ¿Y dónde estaba el hotel? De un momento a otro se había acabado la carretera: parecía que nos adentrábamos en la ciudad, y sin embargo ahora me encontraba, como en un sueño, en la penumbra, y en unos como pastizales que surgían entre las ruinas de una ciudad fuera del tiempo. Ya no había carros, ya no había gente, sólo el chofer y yo, y por allá, inalcanzables, unas vacas que pastaban entre los muros derruidos. Anochecía muy rápidamente (en el trópico siempre es así) y era evidente que estaba por sufrir un asalto.

—¡Le dije que me llevara a Managua, y al hotel! –grité.
El chofer se volteó hacía mí, y dijo:
—Doña, estamos en Managua.

***

Después del terremoto de 1972, que destruyó íntegramente el centro de Managua, Somoza mandó arrasar las ruinas. Llevaba seis años así, sin ningún cambio o mejora que no fuera el manto de enredaderas y pastizales que iban cubriendo suavemente lo que quedó del horror. No creo que nadie haya afirmado nunca que la ciudad anterior al cataclismo fuera bonita, pero tendría lógica y pasado, tradiciones y personajes. Lo que ahora se llamaba Managua –los enormes barrios de invasión, las largas avenidas que atravesaban kilómetros de nada, las direcciones que tenían como punto de referencia algo que ya no existía (“de donde fue ‘El Arbolito’, dos cuadras al lago”) – era más bien una anticiudad con mucho de fantasmal, hecha de desplazados y migrantes. Yo me encontraba en su centro muerto, en los escombros que Somoza le había entregado a las vacas y al tiempo.

Con la barbilla, el taxista señaló lo alto de una suave colina cercana.
—Allá está el hotel.
En dos minutos me depositó frente a la gran pirámide blanca del Hotel Intercontinental, ocupado por Howard Hughes hasta el día del temblor, y ahora, a raíz de la gran travesura sandinista, por los reporteros. Había terminado el viaje.

Mi nueva vida, la que me habría de mantener entretenida y ocupada durante las siguientes tres décadas, empezó a la mañana siguiente. No había despuntado el sol cuando me despertó el teléfono. Rápidamente, mi interlocutor dijo que 1) era un buen amigo de mi amigo en Londres, 2) era el director suplente de la sección de internacionales del periódico londinense The Guardian, 3) compartía con Latin American Newsletters el mismo corresponsal aficionado a la pesca, y por lo tanto el mismo problema de escasez de artículos, 4) nuestro amigo en común le había dicho que yo era una excelente reportera (¡¿?!) y 5) quería pedir el favor de algunas notas para el diario. Lo inverosímil de mi situación entera me autorizó a decirle sin rubor que sí. En compañía de varios colegas –eso eran ahora, pues sin titubear me habían adoptado desde la noche anterior como una más entre ellos– salí a recorrer la ciudad en busca de aventuras y entrevistas. Me pareció entonces (y a decir verdad, hasta la fecha) que el oficio de reportear no encerraba grandes misterios: andar sin destino fijo; detenerse a ver cosas interesantes; hacer preguntas impertinentes sin que nadie reclame; escuchar algún tiroteo por ahí y sentir el relampagazo doble de la adrenalina y la curiosidad; agotarse buscando respuestas sobre temas esenciales; sentirse conectada a las mejores causas… Todo era sencillo y emocionante. Faltaban todavía algunos días para que se declarara la huelga nacional contra Somoza que, con la entusiasta participación de los pobres del país, y con su enorme sacrificio, lograría quebrar la escuálida economía nacional. Faltaban meses para que estallara el levantamiento general en los barrios y barriadas de Managua y surgieran barricadas y héroes en cada esquina. Sería hasta mayo que se daría el bombardeo del dictador a su capital insurrecta. Dar cuenta entonces de los acontecimientos se volvería arriesgado hasta para nosotros, los de la casi siempre protegida prensa extranjera, pero por el momento teníamos sólo la deliciosa ilusión del peligro. Alrededor nuestro, la gran mancha de Managua se convertía en laberinto: ¿qué camino oculto nos llevaría hacia los guerrilleros?

Managua era, tal vez, la ciudad capital más feraz del mundo, y en términos de su perfil urbano, sin duda la más plana (alguna vez conté el número de elevadores en Managua, que es lo mismo que decir que en todo el país: eran diez). Llena de basura, arbolada no por diseño urbano sino por voluntad irreductible de la naturaleza en el trópico, la ciudad vivía a espaldas de un lago que resultó ser no azul sino marrón, el color de la cloaca abierta en que la había convertido el desprecio de los Somoza. A orillas del lago, en barrios silenciosos y aplastados por el sol, pudriéndose en el olor fermentado, vivían los más pobres. Allá fuimos, en búsqueda inútil de los guerrilleros, a quienes no lograríamos entrevistar en Managua sino hasta muchas semanas después.

Lo único que siempre me ha resultado verdaderamente difícil a la hora de reportear es el abordaje inicial, el saludo impertinente del periodista. Va uno con su ropa decente y su reloj de pulso, su cámara y sus dientes completos alineados en sonrisa, y cuaderno en mano, saluda a una víctima del destino. Por cortesía, el incauto infeliz devuelve el saludo, y en premio se ve interrogado, escudriñado, examinado, confesado, y nuevamente abandonado –todo en cuestión de minutos, y para que al final resulte que ni siquiera queríamos hablar con él, sino con cualquier otro damnificado que tuviera más muertos en su familia, o con alguien que pudiera contactarnos con un guerrillero del cual nuestra presa jamás habría escuchado hablar–. Los reporteros, que por regla general no somos malas personas, estamos conscientes del abuso que representa nuestro modo de operar, y sufrimos. Esa mañana nuestro pequeño grupo deambuló por calles y barrios sin atreverse a hacer la primera desfachatada pregunta hasta que, con la amenaza de la hora de cierre encima, y todavía sin nota, nos detuvimos a la entrada de un barrio cualquiera –recuerdo la tiendita de la esquina, pero la placa fotográfica de la memoria no revela más detalles– y, dispersándonos por sus calles, salimos cada quien a buscar suerte.

A pesar de considerarme de izquierda, yo era una más entre los millones de radicales que en el mundo han enarbolado banderas sin gran conocimiento de las clases sociales que pretendían redimir. Hablaba, por supuesto, con la señora del puesto del mercado donde muchas veces comía, o con el que venía a recoger la basura, pero se trataba de diálogos mediados por el intercambio de dinero por servicio. En cambio, en mis primeros días de reportera en Managua, las innumerables excursiones en las que no dimos con un solo guerrillero fueron para mí un devastador acercamiento a un universo cercano e invisible, y el inicio de una larga serie de conversaciones con la pobreza. No recuerdo con precisión qué fue lo que me contaron mis entrevistados en esas primeras jornadas, pero retengo en cambio la presencia espantosa de las moscas; el calor insoportable que se genera bajo un techo de lámina; la asombrosa silueta de las iguanas (dragones en miniatura que, al correr por la lámina, hacían ruido de tormenta); el borde cortante de la cuchara de peltre con que comí un arroz que me ofrecieron; la desesperación de los subempleados (en Nicaragua eran con mucho la mayoría), que habían salido a vender chicles y no habían logrado vender los suficientes para costear el día. Los niños barrigones correteando en el polvo, las mamás ojerosas, con sus vestiditos de tergal y sus manos huesudas… ¿Por qué aceptaban su condición con tanta mansedumbre? ¿Y por qué en unos pocos meses se dispondrían a la rebelión? ¿Por qué en países hasta más pobres que Nicaragua no se darían nunca insurrecciones parecidas? La búsqueda de respuestas a las preguntas que se me presentaron entonces me ha dado material para pensar durante muchos años.

Fue un alivio salir de aquellos barrios. No recuerdo en dónde comimos, pero comimos bien, y con aire acondicionado, como para exorcizar el recuerdo de la basura, el calor, la tierra entre los dientes, y el miedo terrible a llegar a ser algún día así de pobres nosotros también. Debo aclarar una cosa, sin embargo, porque me doy cuenta al leer esto que hasta yo misma podría pensar que detesté Managua: en realidad me iba enamorando perdidamente. Mi vida entera había transcurrido en ciudades enormes –México, Los Ángeles, Nueva York– y se entenderá lo candorosamente urbana que fui si confieso que, en una excursión infantil, me enteré que la leche era algo que salía no de una lata sino de la asquerosa ubre de un animal enorme y babeante. Ahora, en un país que producía vacas y poetas, azúcar y algodón, y poca cosa más, me arrobaba –sólo cabe la palabra de novela rosa– ante sus apacibles volcanes y sus grandes cielos claros, y el escándalo alegre de los loros que lo atravesaban en bandadas, charloteando. Me enteraba, agradecida, de que el acento risueño de los nicas y su vocabulario extravagante, y a mis oídos, infantil, era en realidad el más puro lenguaje cervantino, preservado casi intacto a través de los siglos. Me mareaba con el olor siempre presente de la vegetación, desnudo y brusco como el del sexo, y el de las hornillas de carbón en las que, al amanecer y por las tardes, se cocinaban las tortillas de maíz recién molido. Managua no era, ni remotamente, una ciudad bonita, pero me mantuvo desde el primer momento con toda la piel atenta, la sangre despierta.

Después de la comida de ese primer día, algún reportero me invitó a acompañarlo a la casa en donde todos sabían que se escondía el cura Miguel d’Escoto, integrante de la oposición civil a Somoza y futuro canciller sandinista. Me sumergí con alivio en el ambiente fresco de una típica casa de la burguesía: un árbol de mango en la esquina de un patio de frescas baldosinas, rodeado por un corredor tejado amoblado con lo indispensable; materas, un ventilador, varias mecedoras, y una hermosa hamaca bordada. ¿Por qué, si todo el mundo sabía dónde estaba escondido el cura, no lo sabía Somoza también? Supongo que la respuesta tendrá algo que ver con la embajada de Estados Unidos, que en ese momento representaba al anómalo gobierno de Jimmy Carter y transmitía al dictador la recomendación de que se abstuviera de resolver la crisis a punta de asesinatos. El tema principal de la entrevista de mi colega, de hecho, fue seguramente la relación sandinista con Estados Unidos, pero a esas alturas, y a pesar de que el cura d’Escoto era vivaz y ocurrente, y recibía y rebotaba las preguntas como si fueran pelotas de ping pong, lo que él dijera era lo de menos para mí. Lo importante era que yo (¡yo!) me encontraba a años luz de mi casa y de mi vida tranquila, metida en una entrevista con un personaje clandestino, en un país tropical en el que se cocinaba una revolución. Y lo verdaderamente importante era que, en esas circunstancias, no me perseguían ni el miedo a la vida, ni a los demás: fatalmente tímida desde siempre, acababa de descubrir el alivio. Un cuaderno de apuntes y un bolígrafo eran mejor escondite hasta que los lentes oscuros detrás de los cuales se parapetaban los matones de la Guardia Nacional.

Unos meses después, ya en plena insurrección, se racionaría el agua en el hotel, y me tocaría salir con los colegas a buscar no sólo noticias sino también frijoles, y con suerte arroz y algún plátano maduro, o yuca, para que el personal siempre leal y amable del Intercontinental nos pudiera preparar la magra cena colectiva. Por ahora, felizmente, el Intercontinental todavía ofrecía agua en abundancia, y un remedo de glamour en su bar de espejos y cuero negro. Allí me senté por la noche de ese largo primer día, a fingir que tomaba algún cóctel (entre las muchas habilidades periodísticas que todavía me faltaban estaba la de saber beber), y a someterme al interrogatorio entre burlón y afectuoso de varios reporteros que no habían visto otro caso como el mío (por lo menos desde que ellos mismos se iniciaron en el oficio).

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Uno recuerda las cosas como cree que fueron (y, las más de las veces, como quisiera que hubieran sido) y luego las cuenta como mejor puede. La realidad, sin duda, fue mucho más enredada de lo que se puede contar en el ámbito de esta crónica. Los días se sucedieron uno a uno, al azar, y sólo es a la distancia de treinta años que parecen ser los primeros giros lentos de una rueda que está por precipitarse cuesta abajo en una dirección inevitable. A los once meses de la toma sandinista del Palacio Legislativo, los nicaragüenses –y yo entre ellos, yo también– vivimos la euforia total del triunfo de la insurrección contra Somoza. Fue quizás el último momento inocente en mi vida y en la de muchos de los que estuvimos allí. Entre los días de aventura, adrenalina y dicha vinieron días aciagos. Ya había visto a mi primer muerto, y luego, conforme fueron creciendo los conflictos y las guerras centroamericanas, vería a muchos, cientos, demasiados más. Después de Nicaragua viajaría a nuevas ciudades desconocidas, y después de ésas, a otras más. El hecho de subirme a un avión con rumbo a un nuevo destino perdería hasta la más pequeña connotación de aventura, exotismo o glamour (y a cambio, me llegaría a sentir en todo un continente como en mi casa, llena en cualquier parte de amigos y recuerdos). He visto y contado tantas historias que tengo la impresión de haber olvidado las más importantes, mientras que hay otras que no me gusta repasar. Managua es hoy una ciudad de casi dos millones de habitantes, con más pobreza y seguramente también más elevadores que antes, a la que no he vuelto en veinte años. La decepción que eventualmente nos produjeron los sandinistas a casi todos los que los vimos triunfar fue quizá la más amarga de las tantas decepciones parecidas que nos aguardaban a los izquierdistas por el camino. Pero aquella no-ciudad brutal, caótica y conmocionada, tomada por la violencia y la ilusión, permanece prístina en mi recuerdo y en la piel.

Villa Tunari es un pequeño poblado tropical del centro de Chapare, una provincia boliviana. Hace tres años, se expresaron aquí las profundas raíces y el poderío de la revolución étnica de esta nación andina. En aquel entonces, la región había sido afectada por numerosas inundaciones que dejaron ríos revueltos, puentes destruidos, derrumbes y muerte. Varios vehículos, entre ellos un autobús lleno de reporteros, quedaron atrapados a 16 kilómetros de la localidad, cerca del crecido Río Espíritu Santo, entre un túnel sellado por un derrumbe y el puente más cercano que había colapsado. ¿Qué clase de persona se presentaría en medio de esta catástrofe para escuchar un discurso de campaña y lanzar consignas? La respuesta fue una multitud compuesta por miles de descendientes de los pueblos indígenas, u originarios, de Bolivia. Muchos cruzaron ríos desbordados y caminaron por kilómetros para llegar a las afueras de Villa Tunari, sin preocuparse por la insistente lluvia y el lodo que les llegaba a los tobillos y les arrancaba los huaraches. Algunos miembros de la prensa logramos cruzar el río en un todoterreno a lo largo de las ruinas del puente.

Cuando llegamos, la gente llevaba horas bajo el diluvio, hombro con hombro y apretados alrededor de un endeble podio, tiritando bajo capas de plástico o empapados hasta la médula. Sin embargo, ahí permanecieron hasta el final del mitin, cuando se puso el sol. Estos hombres y mujeres se habían reunido aquí con una misión histórica: tras siglos de humillación y desafiando a la ley de las probabilidades, el siguiente presidente de Bolivia, Evo Morales, estaba a punto de surgir de entre sus filas. Este hombre, elegido en diciembre de 2005 en una de las naciones más inestables de América Latina, sigue en el poder dos años y medio después. Su gobierno se ha visto atestado de dificultades: Bolivia está partida geográficamente entre las tierras bajas tropicales y el altiplano empobrecido. Hoy estas dos regiones se encuentran más divididas que nunca políticamente. Un movimiento autonomista en la parte oriental, donde habita más población blanca, amenaza la estabilidad del gobierno. Merece la pena recordar lo improbable que parecía en ese entonces el ascenso al poder de Morales, incluso aquel día en Villa Tunari, cuando faltaban solamente unas semanas para la elección. En la capital administrativa, La Paz, varios hombres influyentes de tez clara y vestidos de traje, con los que hablé días antes de la reunión, contemplaban con una mezcla de desprecio y asombro la posibilidad de que ganara. ¿Un presidente indígena? No triunfaría jamás. O bien, será elegido, pero su gobierno estaría condenado al fracaso en el corto plazo.

En el podio, los hombres lucían guirnaldas hechas de flores y hojas de coca y hablaban en lenguas que yo no entendía, el quechua y el aimara, del antiguo Imperio inca, y que hoy siguen siendo más usadas por este público que el español. El candidato, cuyo rostro amplio y nariz aguileña sobresalían en medio de las guirnaldas de coca, fruta y verdura, avanzó y empezó a hablar en español con acento. “¡Somos aimaras, quechuas, guaraníes, los propietarios legítimos de esta noble tierra boliviana!”, gritó entre aclamaciones y aplausos. La algarabía no se hizo esperar. En algún lugar, sonaba un bombo. ¿Un presidente cuya lengua materna no fuera el español? Imposible.

Los hombres y mujeres a mi lado me ignoraban cuando intentaba entablar una conversación. Olían a lana mojada y humo. La mayoría de las mujeres usaban sombreros de paja sobre sus trenzas negras, al estilo quechua, y traían polleras de terciopelo de colores intensos sobre enaguas cortas. Las mujeres aimaras, que en general son de complexión más robusta y caras más anchas, vestían faldas largas, chales bordados y bombín en la cabeza. Los hombres usaban pantalones viejos y camisas de poliéster remendados. En la mejilla de cada uno se podía ver un bulto: las hojas de coca que mastican todo el tiempo los nativos de los Andes.

La multitud respondió a una exhortación del candidato con un canto, moviendo sus puños en el aire, zapateando y agitando sus banderas. “Sus esfuerzos no serán en vano”, dijo Morales. Y aclamaron al futuro presidente de Bolivia y a sí mismos. Habían luchado juntos desde que él era un campesino como ellos, el cocalero y líder de una batalla larga y difícil contra las fuerzas antidrogas de Estados Unidos, concentradas en esta región. Lucharon con tesón y prácticamente sin armas en interminables confrontaciones con los militares y la policía antidrogas. La estrategia consistía en no ceder ante nada, de la misma manera en que demostraban apoyo a su candidato bajo la lluvia.

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El ascenso al poder de una nueva elite de pueblos indígenas militantes era inevitable. Hace casi quinientos años, los conquistadores españoles llegaron y transformaron el territorio boliviano básicamente en un campo de trabajos forzados. Las comunidades quechuas y aimaras del altiplano fueron separadas y su gente fue obligada a trabajar en minas sofocantes o en haciendas. Se les permitía la libertad suficiente para obtener apenas lo indispensable para vivir de la tierra. Los habitantes originales del Amazonas de Bolivia corrieron con la misma suerte. Después de la independencia del país, en 1825, se les envió a las tierras bajas para trabajar en la recolección de látex de los árboles de caucho. Apenas en los años ochenta del siglo XX, las comunidades indígenas migrantes del altiplano –como las que se establecieron en Chapare– los expulsaron de sus tierras fértiles. La historia andina está marcada por estas rebeliones indígenas, pero prácticamente todas han terminado en tragedia y el cambio no ha llegado. A lo largo de Bolivia, ya muy avanzado el siglo XX, el uso de siervos seguía siendo legal. Actualmente, fuera de los núcleos urbanos, los patrones aún tienen la aterradora costumbre de violar a las mujeres a su servicio, y los hijos de estas uniones deben soportar el estigma de por vida.

En 1952, una revolución nacionalista resultó en la reforma agraria y les dio el voto a las mujeres y a los indígenas (antes excluidos por “analfabetas”). Sin embargo, el país pasó la mayor parte del siglo bajo el mando de una elite militar corrupta. Cuando el ejército finalmente se retiró del poder y convocó a elecciones en 1982, Bolivia era el país más pobre de América del Sur y su deuda externa estaba entre las más grandes. Carecía de experiencia sobre la vida cívica moderna y el abismo entre la mayoría indígena y la minoría blanca de las clases superiores era infranqueable. Los siguientes cinco periodos presidenciales no fueron fruto de elecciones sino de la designación de un candidato de la clase blanca gobernante.

Esto no significa que en el lugar imperara la apatía. El país estaba en un estado de revuelta constante, gracias a los sacerdotes radicalizados, sindicatos y organizaciones locales, así como a miles de mineros desempleados y altamente politizados del altiplano que migraron a la región de Chapare para establecerse como cocaleros. Estos agricultores, que cultivaban algo que en Bolivia es tan tradicional como el tabaco, y que con frecuencia desviaban al mercado ilegal de la cocaína, lucharon contra tropas bolivianas entrenadas por las fuerzas especiales estadounidenses. Los sacerdotes y los líderes sindicales organizaron comunidades enteras para que marcharan por sus derechos. Una guerrilla indigenista de corta duración bombardeó algunas torres de alta tensión y planteó la idea del retorno al Imperio inca. A partir de 2000, cada día parecía traer una nueva avalancha de marchas, bloqueos de caminos y huelgas.

En diciembre de 2005, como si repentinamente los indígenas bolivianos se percataran del poder de sus números, el grupo se lanzó a votar con una meta común. En el censo de 2001, 62 % de la población se identificaba como indígena. Seis semanas después del mitin en Villa Tunari, Evo Morales ganó la elección presidencial con 54 % (la primera victoria mayoritaria de esta magnitud en décadas) y con el índice de abstencionismo más bajo de la historia de este país. Las comunidades originarias del territorio nacional eligieron a docenas de miembros como representantes para ambas cámaras del congreso. Tras la toma de posesión, en una ceremonia que incluyó ritos andinos tradicionales oficiados por amautas, o sabios, quechuas y aimaras, el presidente Morales nombró cuatro ministros de su gabinete que tenían apellidos indígenas o que conservaban las usanzas de sus ancestros y convocó a elecciones para integrar una asamblea con la misión de redactar una nueva constitución. Cuando aquella sesionaba, se podía ver trabajando a docenas de delegados indígenas con sus tradicionales vestimentas coloridas. Además del español, las 36 lenguas indígenas que se hablan en Bolivia fueron declaradas oficiales en el proyecto de la carta magna. Cinco siglos tras la conquista, se vislumbraba la posibilidad de un Nuevo Mundo en Bolivia.

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En el humilde salón de sesiones del edificio municipal de Achacachi, un poblado a más de 3600 metros de altura sobre el nivel del mar, la consejera Gumersinda Quisbert, de 42 años, se sentó en un viejo sofá de plástico con la vista firme bajo el borde dorado de su bombín. Portaba un chal bordado y raído, y habló con vehemencia, aunque en español titubeante, sobre las transformaciones en su distrito de origen, que ahora tenía un alcalde y un consejo indígenas. “Antes, los campesinos no teníamos forma de ingresar a una oficina del gobierno oficial –dijo Quisbert, y puso un ejemplo–: Yo estaba involucrada en una demanda con mi esposo, y cada vez que íbamos a la corte, como yo traía una pollera (las faldas y enaguas tradicionales) siempre me pedían que esperara afuera”.
Quisbert había pasado la mañana en una reunión del consejo convocada para explicar el presupuesto de construcción a los representantes de un poblado dentro del distrito. La junta se realizó en aimara, con uno que otro término moderno en español, como “techos de cinc” y “estándares ecológicos.” El público, hasta donde podía verse, parecía estar conformado por todos los adultos del pueblo, entre ellos, madres lactantes con sus bebés. Llenaron las sillas doradas imitación Luis XIV en la descuidada habitación y escucharon con atención. Hicieron preguntas específicas y pertinentes a sus representantes electos.

Pero algunos de los cambios en Achacachi eran desconcertantes. Una de las exigencias permanentes de los pueblos originarios –que Evo Morales convirtió en promesa de campaña e incluyó en la nueva constitución– fue que las ayllus, o comunidades rurales tradicionales, pudieran resolver disputas locales según su antiguo sistema de códigos y sanciones. Tras ganar la presidencia, Morales designó una líder sindical quechua, Casimira Rodríguez, como su primera Ministra de Justicia para supervisar el cambio. Muchos bolivianos se preocupan de la existencia de sistemas de justicia paralelos en un país que, de por sí, ya está dividido, pero otros sostienen que la justicia ayllu sortea la burocracia y privilegia la resolución de conflictos sobre el castigo. Sin embargo, Quisbert dio un ejemplo diferente sobre cómo funcionaba el nuevo sistema: “Si una pareja de esposos pelea –dijo– y el caso se lleva en el pueblo, ante una corte, se aplicará una multa. Si el caso se juzga dentro del ayllu, se usará un látigo”.

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La gran parte de los líderes indígenas de hoy surgieron en los ochenta a partir de movimientos sociales locales y sus miembros, por tanto, no son bien vistos por la elite blanca conservadora en las planicies tropicales del sureste, donde se genera la mayor parte del dinero boliviano, gracias a las industrias del gas natural y el petróleo, los bancos, la agricultura y la ganadería. Hay movimientos autonomistas importantes en estas provincias orientales que exigen más control sobre los recursos locales y el conflicto con el nuevo gobierno ha aumentado cada vez más. Por su parte, los movimientos indígenas y locales siguen siendo polémicos, y ninguno de los problemas estructurales que mantienen empobrecidos y descontentos a los ciudadanos bolivianos se ha resuelto. Una de las metas de Evo Morales, incluso antes de llegar al poder, fue reformar la constitución para permitir que hubiera una reelección de los periodos de cinco años de los presidentes. Esta medida fue revocada temporalmente, pero la pregunta de cómo sobrevivirá como líder de una nación tan volátil y como representante de un movimiento que solía mostrar su descontento derrocando presidentes sigue en el aire.

Morales se ganó la atención del público originalmente como el jefe de los cocaleros de Chapare, una organización improvisada que ha sido vilipendiada por la elite política. El hombre tiene su carisma y, en un principio, se percibía incómodo al tratar con personas que sabían más que él sobre algún tema, como la economía o el protocolo. En sus conferencias de prensa dependía mucho de su vicepresidente urbano, Álvaro García Linera, ex miembro de un grupo guerrillero que propuso el regreso al Imperio inca (pero que era miembro blanco de la elite) para que lo ayudara con los datos que él desconocía.

Recientemente, el Presidente Morales se ve más adaptado a su cargo. Y a pesar de sus tendencias radicales y del ambiente turbulento que heredó, ha logrado mantener el país en un curso sorprendentemente estable. En esta primavera, sus índices de aprobación permanecían bien, a pesar de no poder lograr un consenso entre los intereses opositores sobre el futuro de esta nación fracturada. Las marchas, bloqueos de caminos y confrontaciones con militares y policías que derrocaron a sus predecesores no han alcanzado los niveles anárquicos que tenían al país en efervescencia antes de su elección. Ha seguido con diligencia la erradicación de la corrupción institucional, aunque hay pocas esperanzas de lograr esto en el futuro cercano. Conserva su aversión visceral hacia Washington, que surgió cuando fue líder de la lucha contra el programa antinarcóticos de Estados Unidos, pero ha mantenido las relaciones con la administración Bush dentro de los límites del protocolo. Y las dos medidas más controvertidas que ha tomado –la nacionalización de la industria de hidrocarburos y el ambicioso programa de reforma agraria que se está llevando a cabo– no le han restado inversionistas internacionales.

Iván Arias, experto en planeación municipal que ha trabajado mucho tiempo en las comunidades indígenas y observador del gobierno, menciona que Morales ya ha durado más en el poder que lo que la mayoría de los no indígenas esperaban, debido a que cuenta con el apoyo popular, y el flujo de efectivo para mantenerlo. “Hay mucho dinero nuevo –apunta Arias–. Tenemos el dinero del petróleo y del gas, el que proviene del turismo y las remesas que los bolivianos en el extranjero envían a casa. Y también el dinero del comercio de la cocaína”. El área de cocales creció 8 % en 2006, aunque el número de laboratorios de esta droga destruidos aumentó más de 50 por ciento.

Arias me comentó que Morales, quien fue un notorio miembro del congreso antes de ser candidato a la presidencia, practica la política de la misma manera en que juega futbol, una de sus pasiones: “Es un gran oportunista, así que sabe cómo anotar goles”. Entre sus opositores de ambos lados, hay quienes sostienen que un político que juega este deporte, usa pantalones de mezclilla y ahora apenas habla la lengua aimara nativa de sus padres, actúa con hábil oportunismo al postularse como candidato indígena.

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¿Pero cuáles son los requisitos para ser indígena? Y, si se es indígena, ¿se es también boliviano? Si esto es cierto, entonces, ¿cuál de las dos identidades tiene prioridad? En la nueva Bolivia estos profundos cuestionamientos filosóficos repentinamente son tan comunes como la disputa sobre si la más reciente ganadora del concurso Cholita Paceña podía ser auténtica si sus trenzas eran falsas, y tan serio como los argumentos entre los militares y los grupos indígenas sobre si las banderas indígenas de colores a cuadros, llamadas wiphalas, pueden portarse en el desfile militar anual en Santa Cruz.

“En realidad, para nosotros Bolivia no existe”, dijo Anselmo Martínez Tola, un hombre agradable de plática pausada que viene de Potosí quien era, según el letrero de su puerta, el “mallku a cargo” en las oficinas centrales del Consejo Nacional de Ayllus y Markas de Qullasuyu. El nombre del consejo se refiere a la “federación nacional de comunidades quechuas y aimaras del cuadrante del antiguo Imperio inca que alguna vez incluyó a los Andes bolivianos”. Pese a lo parco de la decoración del lugar, es una de las organizaciones indígenas más poderosas de Bolivia, con 10 delegados en la asamblea constitucional. “Bolivia es el nombre que se impuso hace apenas 183 años –dijo el mallku, o líder tradicional–. Yo me siento más quechua que boliviano, más originario que boliviano”. Reconoció con pesar que no traía la vestimenta tradicional indígena y le pregunté si sus hijos seguirían siendo indígenas si nacieron fuera del ayllu, hablaban español, usaban pantalones de mezclilla y emigraban a Nueva Jersey en busca de trabajo. “Claro –respondió–. La misma sangre corre por sus venas y esa no se puede cambiar”.

Abel Mamani, un hombre delgado y alerta que recientemente ocupó el puesto de Ministro de Aguas, tiene otro punto de vista. Antes de que fuera elegido Morales, Mamani era el líder de la Federación de Juntas Vecinales para la gigantesca ciudad, de 30 años de edad, llamada El Alto, en las afueras de La Paz o que, mejor dicho, se posa justo sobre ella, ya que está en el borde del valle que alberga a la capital. El Alto es una caótica ciudad de migrantes, la mayoría indígenas del campo, y es un centro de turbulencia política. Aquí se organizaron las huelgas y los bloqueos de caminos que sitiaron La Paz a partir de 2003, y Mamani fue quien, como líder de la federación de El Alto, dirigió el movimiento huelguista en el amargo 2005. El agua es uno de los temas más explosivos en las ciudades bolivianas, en particular en El Alto. Morales creó un ministerio para esto. Mamani, de 41 años, quien había tenido varios trabajos distintos, fue su primer dirigente (llegó igual de pobre que muchos miembros del gabinete al tomar posesión, y era más talentoso que la mayoría como político. Fue despedido el año pasado por presunto malgasto de fondos públicos en uno de sus viajes oficiales a Europa).

Le pregunté a Mamani si él era indígena y sonrió irónicamente: “Soy un líder indígena surgido de los movimientos políticos protagonizados por los indígenas y otras personas empobrecidas –dijo–. Pero no provengo del campo. Mis abuelos sí, al igual que sus ancestros. Se podría decir que son originarios. Pero mis padres emigraron a la ciudad y ahí nací yo. Mis hijos sí que están completamente urbanizados”. Se encogió de hombros, con las palmas de las manos hacia arriba. “Además, hay otra cosa que considerar. El Alto es una de las tres ciudades más grandes del país. Está conformada por una mezcla de personas de todos los rincones de Bolivia y de todas las clases sociales. Entonces, ¿el líder de un lugar lleno de indígenas y otros tipos de personas debe ser cabeza sólo de los indígenas?”. Los políticos nacionales que declaran serlo se enfrentan a algunas cuestiones morales difíciles, añadió. Si fueran ricos, ¿serían menos indígenas? ¿Se puede decir seriamente que el color de la piel define el carácter? Y, continuó, definitivamente él no era un qara, que significa “blanco”.

“Cuando decimos que soy indígena –apuntó finalmente–, supongo que estamos refiriéndonos a mis orígenes. Probablemente también estemos hablando un poco sobre la manera de ver el mundo”.

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Lejos del ruido de automóviles y la contaminación de la carretera fuera de la rica ciudad tropical de Santa Cruz, hay un camino de tierra lleno de basura. Cerca de este se encuentra el Barrio Bolívar, una docena de chozas de adobe, más o menos idénticas a miles más que rodean la ciudad. Estas viviendas están agrupadas alrededor de un polvoso claro central que tiene en un extremo una capilla evangélica construida de ladrillos y, en el otro lado, el orgullo de la comunidad: una escuela de dos habitaciones, hecha también de ladrillo. Junto, dentro de un círculo de malla de alambre, hay más polvo y basura. También algunas plantas, una cinia y un escuálido aguacate.

Junto a este jardín, rodeados de polvo, bolsas de plástico y contenedores de queroseno vacíos, había tres hombres sentados, eran morenos y vestían camisetas y pantalones de mezclilla, tallando tiras de madera para convertirlas en flechas. Eran miembros del grupo étnico ayoreo, quienes incluso en los sesenta defendían fervientemente sus tierras en la región de Chaco. Los misioneros que se aventuraron a estas zonas tuvieron muertes desagradables. Los ayoreo, con el cuerpo decorado con pinturas rituales, cruzaron la selva entre Bolivia y Paraguay, cazaban y pescaban, recolectaban miel y frijol, maíz y calabaza durante la época de lluvias. Hace cuatro años, un grupo de 17 ayoreos, extenuados física y emocionalmente, surgieron de sus selvas en Paraguay y cambiaron su vida seminómada por otra como la de sus parientes en Barrio Bolívar, donde la mortalidad infantil es devastadora y hay muy pocas oportunidades de trabajo. Para los ayoreo, el choque cultural y el desplazamiento de los pueblos andinos de la conquista es algo que sucede en este momento.

Hoy parece que se están adaptando más, aunque no necesariamente mejor, al sistema capitalista de la ciudad. Los que en otro tiempo fueron cazadores recorren las calles de Santa Cruz y venden sus flechas, o en el caso de algunas de las mujeres, sus cuerpos, pero parecen conservar el placer de la conversación, como pude comprobar cuando los tres hombres y yo nos unimos a otros miembros de la comunidad y, con la ayuda de una mujer que hablaba español, conversamos sobre los osos hormigueros a los que esperaban cazar en sus selvas, cada día más chicas, sobre lo deliciosos que eran y sus largas colas. Platicamos también sobre México, país del que han oído por la música ranchera, que les gusta mucho, hasta que se nos terminaron las palabras en común y nos despedimos.

Al intentar definir qué es lo que distingue a los indígenas de otros seres humanos, Abel Mamani aseguró que están unidos por cierta cosmovisión, sin embargo, para un observador externo, no sería obvia la similitud de los ayoreos –que han ingresado al mundo moderno tan recientemente– con los infatigables aimaras y quechuas. Estas personas del Altiplano siguen relacionadas de muchas maneras no sólo con el Imperio inca, por su forma de vestir y su distribución de la tierra, sino también con la corona española y la revolución nacionalista de 1952. Los conquistadores españoles únicamente vieron “indios” donde, sólo en Bolivia, existen más de cincuenta diferentes culturas y grupos de lenguas. El enorme peligro que corre el actual gobierno es ver a la poderosa mayoría aimara y quechua como representante de todos los pobladores originarios de Bolivia. Le pregunté al presidente del consejo municipal de Achacachi qué era lo que esperaba. El Qullasuyu –el Imperio inca–, respondió. Pero la mujer ayorea que había traducido amablemente para su gente en Barrio Bolívar tenía una meta más simple y urgente: “Queremos ayuda para que otorguen becas a nuestros jóvenes, para que puedan salir del barrio y tengan una buena educación en algún lugar”, comentó. Entre la esperanza y la necesidad, hay espacio para una mejor Bolivia.