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Los dos detectives inician la charla elogiándose mutuamente.

—A este todo mundo se lo puede aquí –dice Fidelino, y Santana sonríe bajo su bigote antes de devolver el cumplido.
—No’mbre, este sí que es loco. A este le tienen miedo esos bichos cerotes –y Fidelino se echa para atrás, orondo, intentando disimular el efecto causado por el piropo de su compañero.

Estamos sentados en las gradas de un parque, persiguiendo la sombra de un almendro, aplastados por el calor y sudando sin movernos. Este es el parque de un pueblo, al que aún le queda grande su título de ciudad y que probablemente quede un poco más cerca del sol que el resto del mundo.

Santana y Fidelino van a explicarme cómo es ser un policía en El Salvador y comienzan por definir los tipos de policía que hay: están los culeros, están los legalistas y están los con huevos. Ellos, desde luego, forman parte del grupo de policías con huevos. Su jefe, en cambio, es una mezcla de los dos primeros grupos.

Santana lleva un abrigo largo, capaz de cubrirle la cintura y le digo que hay que estar loco para ir vestido así en este lugar. Pero él se espanta las faldas de su abrigo, con estilo vaquero y comienzo a entender de qué se trata el asunto. “Esta es la de equipo”, me explica, dándole unas palmaditas a su pistola reglamentaria, que lleva enfundada en el lado derecho; “y esta es para cositas”, dice, sobándole el lomo al arma que lleva en el lado izquierdo de la cintura.

¿Qué son las cositas?, pregunto. Santana y Fidelino se miran, cómplices, y se sonríen con sus sonrisas de detectives misteriosos y van arrebatándose la palabra, iniciando explicaciones que no terminan nunca.

“Hoy acabamos a las 3 de la mañana…”; “El jefe no sabe que vamos a esas misiones…”; “Hay un señor que es ganadero y que los mareros lo extorsionaron. Puso la demanda en la Fiscalía. ¿Y qué cree que pasó? ¡Nada! Entonces el señor busca ayuda para que se le arregle el problema…”; “Los antipandillas solo llegan a tomarse la foto, son culeros. Los que sí tienen huevos de topar son los de la Policía Rural…”; “A veces, nosotros, sin que lo sepa el jefe, nos disfrazamos de rurales, enchicharados (con fusiles), ennavaronados (con gorros pasamontañas) y salimos con ellos de noche, hasta la madrugada…”; “Como nosotros tenemos acceso a testigos criteriados, a los rurales les gusta salir con nosotros, porque sabemos bien dónde están (los pandilleros) y sólo a pegar vamos…”; “A veces, cuando se puede, también arrestamos…” “Ey… esto no lo va a poner, ¿verdad?”. Y jamás volvieron a hablar del tema.

Santana y Fidelino viven en cantones controlados por pandillas.

El hijo mayor de Santana quería ser policía, como su padre, pero unos pandilleros lo amenazaron de muerte y Santana se endeudó con una fortuna impensable de 7 mil dólares para contratar a un coyote que guiara a su hijo por el camino de los indocumentados. El muchacho abandonó la academia de policía y se fue, sorteando trampas mortíferas en México y burlando un muro de latón en los Estados Unidos. 16 días después de salir fue atrapado por agentes migratorios estadounidenses y deportado a El Salvador. Santana fue a recogerlo al aeropuerto y al cabo de una semana lo envió de nuevo con el mismo coyote.

Fidelino asegura que amenazó de muerte al líder pandillero que le robó un celular a su hija, que fue a buscarlo, con una pistola en cada mano y que le dio apenas un par de horas para que el teléfono apareciera. Apareció.

Santana dice que nunca abandona sus armas, ni siquiera en sus días libres, cuando está trabajando en su milpa. En esos días le deja a su hijo menor una pistola –sin papeles, desde luego- para que vigile mientras él trabaja. En su celular lleva un video en el que sus hijos menores disparan con un revólver y luego con una carabina. Su hija tiene 15 y su hijo 10.

Unos días después volvemos a encontrarnos en aquel parque ardiente y mientras conversamos, Santana persigue con la vista a unos adolescentes que venden café: “Esos no están ahí para vender café, son pandilleros que extorsionan a todos los negocios alrededor del parque”, me dice. Llama a uno, que le sirvie un café sin despegar la mirada del piso. Santana lo mira con un hambre caníbal y escupe junto a los pies del muchacho. “Estos bichos saben que conmigo no pueden andar con pendejadas porque se los lleva putas”.

—Santana… y si sabés que son pandilleros extorsionistas, ¿por qué no los arrestás?

Al vernos conversando en la banca del parque, una señora mayor apura el paso y finge no habernos visto. Santana se levanta de un brinco, deja el café en la banca y la alcanza. La señora entra en pánico y en susurros le suplica que no le hable más y que olvide que alguna vez le habló y se larga con toda la prisa de la que es capaz. Ella había prometido al detective servirle como testigo en un caso que involucraba a una clica entera del Barrio 18, pero los pandilleros comenzaron a sospechar y la visitaron en casa para amenazarla.

“¿Ves?”, me dice Santana, para reforzar la explicación, “sin testigos no hay ni mierda”.

***

A aquel jefe policial le llegaron rumores de que el líder local de la Mara Salvatrucha había estado jactándose en público de que la pandilla mataría a muchos policías en su municipio. Así que decidió hacerlo arrestar, así, sin mayores excusas, “por feo”, y lo sentó frente a su escritorio:

—Vaya, cabrón, vos matás a un policía y yo te mato dos de los tuyos.
—Ojo por ojo –le respondió el pandillero, sin bajar la mirada.
—¡Ojo por ojo, bicho hijueputa! Pero tocá a un policía y no sabés la que te vas a comer.

Y luego de amenazarse mutuamente, el jefe policial ordenó dejarlo libre, para que el jefe pandillero se llevara el mensaje a la calle.

“Yo me preocupo por los míos, me lo tomo como algo personal –me explica–. Mire, hace unos días unos mareros le rompieron el antebrazo con una varilla a un compañero, pero se les logró correr. Y yo le pregunté a él: ¡¿y por qué putas no los mató, si andaba el arma?!… ¿Usted no cree que había suficiente justificación para que los matara?”

***

Se le termina la jornada a Ignacio, un agente policial que trabaja en labores administrativas, y va a marcar al aparato que controla la hora de salida y de entrada. Marca y se regresa a su oficina: hace un hueco entre las sillas y los escritorios, pone una colchoneta y se tumba a ver películas, a matar el tiempo en aquel despacho, que ahora es su cuarto. Ignacio vive en esta base administrativa desde hace 11 meses.

Ignacio creció en la casa que es el patrimonio familiar de los suyos, en una colonia del departamento de Santa Ana, donde vivió con su madre y sus hermanos. La Mara Salvatrucha supo que era un policía desde el día en que inició su carrera, hace ocho años. La academia policial suele enviar investigadores para averiguar los antecedentes de sus aspirantes y en el caso de Ignacio estos entrevistaron a dos hermanos que con el tiempo se brincaron a la pandilla. Pero en 2008 no había un ojo por ojo en plena vigencia y eso significaba cosas muy distintas a las que supone hoy en día: aunque era incómoda la convivencia entre gatos y ratones, la pandilla se lo pensaba mucho antes de meterse con la Policía.

Pero las cosas fueron cambiando y los gestos agresivos aparecieron y luego siguieron cambiando y aparecieron las amenazas y luego las amenazas a domicilio y su madre tomó a los hermanos menores y se fueron para Estados Unidos e Ignacio quedó viviendo solo en aquella casa de su infancia. Y así las cosas siguieron cambiando hasta el miércoles 1 de abril de 2015 a las 11:30 de la mañana.

En la memoria de Ignacio, siete pandilleros jóvenes se le acercaron, mientras él sacaba un maletín del baúl de su carro, y le pronunciaron una sentencia de muerte. En el maletín había dos armas: su arma de equipo y la otra, la “quemada”, que él había conservado para sí mismo luego de haberla confiscado a pandilleros. Apenas su interlocutor hizo el gesto de manotearse la cintura, Ignacio le encajó un tiro con el arma ilegal y el muchacho quedó herido en el suelo. Al resto le tomó por sorpresa la reacción del policía y él alcanzó a matar a dos más antes de que huyeran junto al resto de agresores. Se subió a su carro y se fue. Jamás denunció el hecho a sus superiores y hasta la fecha no sabe qué fue de la investigación de aquellos cadáveres, si es que hubo alguna.

—¿Por qué no expusiste el caso a tus jefes?
—Si les contás a los jefes te abren un proceso.
—¿Y?
—Eso no lo hacés nunca con el arma de equipo y la corporación no me iba a apoyar porque fue con la otra arma. Pero si lo hacés con un arma de equipo te detienen igual. Estaría yo en el penal de Metapán. Casi que tenés que esperar a que te disparen para poder dispararles vos. Y si viene alguien con un corvo y vos le disparás, también te detienen porque dicen que no es proporcional. La institución te deja perder.
—¿Por qué no denunciaste antes las amenazas?
—Si vos denunciás a la Fiscalía, vas a la cola, te meten debajo de unas resmas de papel así de grandes, ve… En lo que te toca que te investiguen tu caso o que te den seguridad, ya te han matado o ya te has agarrado a balazos con ellos. Además, si ponés la denuncia tenés que poner el lugar donde residís, ¡y eso es una reverenda pendejada! O te piden una dirección alternativa… ¿de quién putas la vas a poner? ¿De tu familia? ¿Y qué pasa si hay fuga de información? Te matan a esa familia. Y vos vas a buscar luego terminártelos a ellos.

Ignacio vive en una base administrativa llena de oficinas y los jefes le aprobaron un permiso para habitarla durante dos meses, luego de que él argumentara problemas de seguridad en su colonia, pero él se ha ido quedando y quedando, estirando el tiempo en silencio, metiendo una pequeña refrigeradora, una cocinilla, un televisor, para hacer que esta base se parezca a una casa… al menos por las noches.

Le digo que, aunque en esta historia su nombre aparezca cambiado, será fácil identificarlo y se pone a reír: “Somos más de 100, muchos más, en todo el país los que estamos igual”. Le pido que lo pruebe y que me presente a otro policía que viva en esa suerte de condición de refugiado y entonces me presenta a Guillermo.

Guillermo también vive en una base policial, en un cuartuchito oscuro, cerca de un montón de hierros oxidados. Ahí se baña por las mañanas y ahí están todas sus propiedades, que básicamente consisten en un magro armario con su ropa, algunos zapatos y poco más. Él vive ahí desde hace seis meses y es obvio que no quiere hablar conmigo.

Consigo sacar en limpio apenas lo básico: que vivía en una comunidad de San Salvador. Que los pandilleros que la controlan supieron que es policía. Que cree que lo supieron por culpa de algunos de sus mismos compañeros, de los que él cree están coludidos con los pandilleros. Que la noche en la que iba a morir escuchó a sus verdugos en la calle preguntando por teléfono: “¿Entonces lo sacamos o qué putas?” Que no estaba armado. Que tenía miedo. Que al día siguiente se fue de ahí en el entendido de que el problema era con él y no con su mujer ni con sus hijos.

Guillermo no ha denunciado su caso a los jefes, ni ha vuelto a su casa, y cada fin de semana que puede va a casa de su madre, donde también hay pandilleros, con la fortuna de que no le conocen. Y lava su ropa y, si hay suerte, mira a sus hijos, que son apenas unos chiquillos. Luego vuelve a este cuartito oscuro a esperar que pase la semana y que en el teléfono no suenen malas noticias.

Es ya de tarde y desde la base policial de Ignacio el día se va poniendo melancólico. Fumamos sentados en medio de un parqueo. Me quedan pocas dudas de que el tipo es un duro y de que sus compañeros lo consideran un hombre de palabras medidas. Ignacio percibe mensualmente poco más de 300 dólares y no le queda familia en el país, o al menos no una que pueda darle techo a un policía sin ponerse en riesgo. Su novia vive en una colonia habitada por pandilleros e Ignacio teme contaminarla si la visita o si pasa alguna noche con ella. Su casa de infancia, que es toda su herencia, está destinada a ser para él solo un recuerdo, uno bueno, tal vez…

—¿Cómo es vivir en tu trabajo?
—Aquí me levanto, aquí me cocino… y cuando vienen los compañeros ya estoy bañado y cambiado. Jeje… por ejemplo, el 24 y el 31 de diciembre aquí los pasé, loco. Aquí vino mi novia con una lasaña y aquí estuvimos juntos…

Entonces Ignacio rompe a llorar, avergonzado de que lo vea así de jodido un periodista al que le cuesta tanto imaginarse en sus zapatos. “Es una rabia perra, loco”, intenta justificar la flaqueza, “te enfurecés como no tenés idea. Es la puta rabia, loco, te dan ganas de darles en la nuca. ¿Qué putas más vas a hacer? Te metés en una situación… una sicosis… no andás tranquilo cuando comés. Siempre tenés que andar con el arma de fuego”… Y en los ojos se le hamaca una ira parecida a aquella arma ilegal con la que mató a sus verdugos.

***

Un inspector policial –que tiene a su cargo a varios agentes en un municipio del centro del país– habla con una claridad soñada para un periodista que realiza un reportaje como este. Sin restarle ninguna palabra al asunto dice que es “normal” guardar armas de fuego decomisadas a delincuentes: “Las utilizamos para ponerlas en escenas cuando asesinamos a algún pandillero que no ande armado”. Así, como oír llover.

Cuando patrullaba una zona rural, a inicios de 2015, un grupo de pandilleros ignoró la orden de alto y se echaron a correr, desarmados. Él decidió no perseguirlos y apuntó su arma. Alcanzó a matar a uno de los que corría, por la espalda, claro. Luego esparció dos pistolas en la escena y asunto arreglado.

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Iba un bandido corriendo a todo lo que le daban las piernas en los alrededores del “Mercado Negro”, en el centro de la capital, y tras él iba el agente Juan gritándole órdenes de alto que el otro no tenía intenciones de acatar. Pero no contaba con las condiciones atléticas del agente Juan, que al tener cerca a su objetivo le metió una zancadilla estudiada y el otro cayó rodando por el suelo, listo para que el agente Juan lo esposara como a una res. Hasta ahí iba bien la cosa, hasta que el agente Juan levantó la vista y ahí estaba ella, viéndolo con susto.

El agente Juan es un hombre joven y de muy malas pulgas, que hizo su servicio militar y que riega su discurso con palabras como “patria” y “lealtad”. Es un policía de nivel básico y gana lo justo para vivir en Soyapango, en una colonia controlada por la facción Sureños del Barrio 18. Solo en su pasaje, dice, viven cinco pandilleros, entre ellos el palabrero de la clica, que a su vez tiene una madre, que tiene un puesto de venta en el centro de San Salvador y que se quedó de una pieza al descubrir que su vecino, el agente Juan, era policía.

El agente Juan deseó haber llevado aquel día el rostro cubierto, pero luego no le quedó otra que hacerle frente a la situación y saludar a la señora con aplomo.

Desde ese día advirtió a su esposa de la situación y le previno de salir de casa apenas lo necesario. La familia del agente Juan, con una niña de 5 años y un nuevo integrante de 6 meses, vive solo con su salario de policía, de 424 dólares al mes, por eso es que él ha conseguido un trabajo como supervisor en una agencia privada de seguridad durante sus días libres. Suele estar muy poco en su casa y para proteger a los suyos supo que él tenía que hacer el primer movimiento. Así que le enseñó a su esposa lo básico para manipular una escopeta calibre 12 que tiene en su casa… sin papeles, claro; y le ha instruido para que, el día que se la muestre a alguien, la escopeta sea lo último que ese alguien vea.

Un día, mientras acompañaba a su esposa a la tienda del pasaje, ella hizo una broma cuando le preguntaron por el bebé: “Mi cuñada lo tiene bien consentido y ella me lo ha secuestrado hoy”, dijo. Ahí vio su chance el agente Juan, que, como hemos dicho, no es afecto a los chascarrillos. Pensó en hacer una declaración pública, a voz en cuello: “Esa broma no la volvás a hacer, no digás esa pendejada”, gritó, ante una esposa sorprendida por aquel pronto explosivo. Y él lanzó su amenaza a los cinco pandilleros de su pasaje, o quizá a todos los de su colonia, o a todos los del mundo: “El día que alguien le haga daño a mi familia lo voy a arrancar de raíz, a él y a toda su familia”.

Aquel discurso no cayó en saco roto y pocos días después el agente Juan recibió una visita durante uno de esos raros fines de semana en que descansa en casa. Desde la hamaca él reconoció la voz del palabrero de la colonia y saltó como una maldición con todo y escopeta. Antes de que el pandillero terminara de preguntar por él, el agente Juan le mostraba desde la ventana el agujero gordo del arma. “Intenté mostrarle a él un rostro aterrorizante”, asegura. Pero el muchacho tuvo reflejos de sobreviviente y se levantó la camisa para mostrarse desarmado: “Tranquilo, chino, no vengo a buscar problemas”, dijo el pandillero, con la cintura desnuda y dando vueltas como una bailarina. “Por eso es que no quedó untado ese bicho ahí”, se alegra el agente Juan.

Ese día llegaron a un acuerdo parecido a esto: si vos no te metés con nosotros, nosotros no nos metemos con vos. Una especie de pacto de convivencia en el que definitivamente desconfía. Y el agente Juan aprieta los dientes, y maldice su situación, porque sabe que su pacto es frágil y porque, en su caso, ser buen padre es no estar casi nunca. “Le voy a explicar”, me dice, “si me intentaran matar en un bus, yo voy a abrir fuego y si me tengo que llevar a civiles, los voy a matar, porque sino, ¿quién va a ver por mis hijos”. Y se le sale del pantalón la pistola y suena en la butaca de esta hamburguesería donde conversamos. El agente Juan se la reacomoda en el cinturón de su jeans y remata una frase cuya intención todavía intento comprender: “¡Cuánta sangre ha corrido por la corrupción de nuestros gobiernos!, ¿no cree?”

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Nueve de cada 10 policías que existen en El Salvador forman parte de un grupo que se llama “nivel básico”. Casi todos los salvadoreños que deban lidiar alguna vez con un policía –para bien o para mal– deberán entenderse con un miembro de ese grupo.

El nivel básico está conformado por agentes, cabos y sargentos. Estos policías comienzan teniendo un sueldo de 424 dólares con algunos centavos. Al restarle los impuestos, terminan percibiendo, al mes, cerca de 380 dólares. Si uno de esos agentes consigue escalar posiciones, pasando exámenes, manteniendo expedientes pulcros y se convierte en sargento y si, además, acumula 20 años de servicio… puede llegar a ganar hasta 692 dólares, de los cuales llegarán a sus manos 581.

Los policías de nivel básico tienen derecho a aumentos de 6 % cada cinco años. O sea que tienen la fortuna de engrosar su salario con aumentos que van desde los 25 hasta los 41 dólares… cada cinco –cinco– años.

El Ministerio de Hacienda explica que El Salvador no atraviesa un momento financiero de bonanza y que ser responsables implica ser… sobrios y austeros y…. en resumen, que no hay para aumentos, o al menos no hay para aumentos de policías.

En esta misma coyuntura están abiertos juicios que involucran a los tres últimos presidentes de la República, por sospechas de corrupción o enriquecimiento ilícito. El monto que se les investiga a los tres supera los 20 millones de dólares.

El último presidente, Mauricio Funes, de un solo pase de tarjeta de crédito gastó más de 7 mil dólares en zapatos finos, y de otro tarjetazo gastó 5 mil 900 dólares en perfumes, en un par de jornadas de shopping en Miami, aunque su salario mensual era de poco más de 5 mil dólares.

El chofer que menos gana en la Asamblea Legislativa devenga 870 dólares y el que más, 2 mil. El ordenanza que menos cobra en la Asamblea recibe 700 dólares mensuales. Cada año, la Asamblea Legislativa entrega un bono navideño a todos sus empleados equivalente a su sueldo entero. Desde luego, eso incluye a los 84 diputados. Ese bono, que se entrega además del sueldo y del aguinaldo, cuesta al país 2.4 millones de dólares cada año.

Entre 2012 y 1014 la diputada Sandra Salgado debió asistir a un congreso que se llamaba “XXV encuentro feminista: género y otras desigualdades”. Otras desigualdades. El encuentro fue en Cádiz, España. En cinco días, la diputada se fundió 9 mil 297 dólares. Y ese fue solo uno de sus 20 viajes.

Entre sus 30 viajes, el expresidente de la Asamblea Legislativa, Sigfrido Reyes, tuvo que hacer una visita de cortesía a los diputados de Vietnam y para cumplir con su deber tuvo que recibir 12 mil 798 dólares.

Cualquiera de esos dos diputados gastó infinitamente más en sus viajes de lo que cualquier policía o soldado de base va a conseguir ahorrar en toda su vida de trabajo. Y ellos solo son dos diputados, que hicieron solo 50 viajes. Entre mayo de 2012 y diciembre de 2014, los diputados viajaron 642 veces, por un costo de 1 millón 310 dólares. En fin…

Resulta tal vez curioso que haya un grupo de empleados del Estado, que trabajan en labores de seguridad pública, que envidian, como un sueño imposible, las fabulosas condiciones y salarios con los que trabajan los policías: los soldados que trabajan en patrullajes junto con la Policía ganan entre 250 y 310 dólares al mes.

***

En un cuarto amplio hay un grupo de soldados. En su mayoría muchachos jóvenes con miradas hurañas, con ropa civil humildísima y más de uno aún con el rostro adolescente. Se han presentado de forma voluntaria para hablar conmigo, pero viéndolos ahora parece que hacen cola para ir al paredón de fusilamiento. “¡No, no, no, nada de grabar!”, salta uno de ellos cuando pongo la grabadora en la mesa. Vuelvo a guardarla, regañado, y el soldado ahora está a la ofensiva: “Si ni confiamos en los oficiales, no sabemos para qué se va a usar eso”. No es lo natural para un soldado dar sus opiniones, así, sin oficial mediante, y la cita toma algo de tiempo antes de que comience a arrojar frutos. Todos viven en cantones rurales, todos son padres, todos se sienten perseguidos, todos saben que llevar el uniforme es una afrenta a la verdadera autoridad de sus comunidades. Poco a poco van saliendo de sus trincheras para contarme cómo luce ser un miembro de las Fuerzas Armadas de El Salvador destacado en seguridad pública:

Uno es un chico delgado y con voz apenas audible. Se escapó por los pelos del que alguna vez fue su mejor amigo. Durante su infancia, este soldado tuvo un amigo que era como su hermano, pero la vida los fue llevando por caminos distintos: a él lo llevó a estudiar hasta noveno grado y luego a trabajar en una fábrica de cerámicas y luego al cuartel. Su amigo terminó siendo miembro del Barrio 18. “Insistía en que colaborara con ellos y como le dije que no, intentó matarme, pero solo un zapato me logró quitar”, dice. Se tuvo que mudar con su esposa y su primer hijo, todo lo lejos que consiguió costear.

Otro. Vivía en su cantón, junto con su esposa y sus hijos. Los pandilleros le dijeron a su esposa que se habían enterado de la profesión de él, pero que estaban dispuestos a hacer la vista gorda si les pagaba 3 mil dólares. Ni él ni su esposa han tenido nunca en la vida 3 mil dólares. Así que abandonaron ese terreno y fueron a construir una chocita en otro solar del mismo cantón. Ahí llegaron unos muchachos que él vio crecer desde niños a decirle “estás en deuda con la pandilla”. Y a él se le encienden los ojos con un brillo malo y se pone de pie y se toma los testículos y sube la voz: “¡No me hacen falta huevos! No me costaría aniquilarlos… pero es mi familia la que está en juego…” y se le va apagando la enjundia cuando me cuenta que hace más de un año y medio que vive en su cuartel; que llega por horas a su casa, una vez cada muchos días, con todo el sigilo del mundo, a ver a los chicos, o a dejarle dinero a su mujer, a comprobar que viven y luego se regresa a la base militar. Nunca duerme en casa y su familia tampoco tiene autorización para dormir en las barracas de su cuartel. “Nunca hay intimidad con tu pareja”, dice, ya más sosegado, y me pregunta si yo le podría decir al ministro de la Defensa que les ayude a conseguir visas temporales de trabajo en Estados Unidos.

Otro. Este muchacho trabajaba poniendo cielo falso en casas que tienen el detalle de tenerlos, hasta que la empresa cerró y no le quedó de otra que ir a tocarle las puertas al ejército: “Comencé a prestar mi servicio y empezaron mis problemas”, dice. Un día fue a la tortillería del cantón y ahí llegaron dos pandilleros en una moto. Ambos iban armados y le hicieron saber cuán a disgusto se sentían de tener a un “chacua” viviendo en “su” territorio. Tenía 4 años de vivir en la casa que construyó con sus propias manos, pero le tomó solo una noche empacar lo que pudo y largarse al siguiente día junto con su esposa y su hija de dos años. Se fue a otro cantón donde sus papás tenían una casita de bahareque que estaba medio abandonada; pero también se tuvo que ir a los meses porque los muchachos llegaron a buscarlo una noche, machetes en mano, sin atreverse a botar la puerta. No esperó a que se atrevieran y abandonó el campo para vivir con su madre en una comunidad de San Salvador, en una de esas casitas diminutas que con su llegada se encogió un poco más y que seguiría encogiéndose en los días siguientes. En la primera casa que abandonó quedaron viviendo su hermana y sus sobrinos: un bebé de brazos y una niña de tres años. Dos días antes de que yo conversara con él, los pandilleros llegaron a buscarlo y al no hallarlo, sacaron a su hermana y la pusieron de rodillas, la amenazaron con matarla a machetazos, dieron una patada a la niña de tres años e intentaron arrancarle de los brazos al bebé. Su hermana está bien, dice, “solo morada de la cara y con los raspones en las rodillas” y ahora vive con ellos junto con su bebé y una niña de tres años que aún no digiere el susto.

Otro. Este soldado luce mayor que sus compañeros y habla con una parsimonia campesina reservada para los asuntos más serios. A él también le exigieron un dinero que no podía pagar: unos inmensos, inabarcables 400 dólares. Un pandillero apuntó a la cara de su hijo con un fusil, para estimularlo a pagar. Tuvo que dejar su cantón e irse a otro, con su esposa, su hijo y su anciano suegro. Ahí su niño tuvo la mala fortuna de hacerse un adolescente y de entrar en el radar de la pandilla que lo invitó a salir. Cuando el muchacho se negó, intentaron sacarlo por la fuerza, pero fueron retados por el abuelo del muchacho, machete en mano. El anciano se enzarzó a filazo limpio con cinco pandilleros que terminaron dejándolo en el piso por creerlo muerto. Afortunadamente no murió. Y en esa segunda casa quedó abandonado todo, incluso unas vacas con nombre que eran un tesoro familiar. “Ahora ni salgo de mi casa, y uno tiene que actuar como que si uno fuera el delincuente”, se lamenta.

Otro: Los pandilleros se dieron cuenta que este soldado había participado en una operación en apoyo a la Policía y se tuvo que ir del cantón donde había vivido toda su vida con sus padres y su hermano gemelo. Pero los pandilleros pensaron que su mellizo y él eran uno solo y asesinaron a su hermano mientras iba en moto. “Me mataron a mi hermano por confundirlo conmigo”, me cuenta, indeciblemente triste, y consigue, a punta de disciplina militar, evitar que los ojos le traicionen.

***

José Misael Navas trabajaba de custodiar a la hija del presidente de la República, como miembro del batallón presidencial. Era subsargento del ejército salvadoreño y ganaba 414.50 preciosos dólares por ocupar ese puesto de guardaespaldas que es tan codiciado en la milicia.

Frente a la casa que custodiaba, tenía derecho a una silla de plástico sobre la acera, a una caja con vasos y platos colocada bajo el tronco de un árbol y poco más. Lo que merecía, por ejemplo, no incluía un chaleco antibalas.

El 15 de febrero le dispararon desde un vehículo y lo mataron. Los dos tiros que le quitaron la vida le perforaron el tórax y el abdomen.

El presidente Salvador Sánchez Cerén envió condolencias públicas a la familia por medio de Twitter y al sepelio del guardaespaldas de su hija no asistió ni él, ni su hija, ni ningún representante de la familia. El Estado Mayor Presidencial pagó los gastos fúnebres, un paquete de café, otro de azúcar y una bandera de El Salvador que la familia colocó sobre el ataúd.

***

Antesala del despacho del general David Munguía Payés, ministro de la Defensa Nacional.

—Ministro, cuando las pandillas atemorizan y agreden a sus soldados, ¿no es como tocarle la cara a las mismísimas Fuerzas Armadas, o a usted, o incluso al propio presidente de la República?
—Sí, claro que sí, pero sabemos que en esta misión son los riesgos que hay que tener. Sí, es humillante, pero no es nada comparado con nuestra determinación de llegar hasta las últimas consecuencias en el cumplimiento del deber.
—Las Fuerzas Armadas son el último recurso del Estado, el más fuerte… el más temible. ¿Qué le pasa a un país cuando unos pandilleros le amenazan al último recurso, el más fuerte, el más temible?
—Fijate que nuestra fuerza radica en el colectivo, como ejército. Individualmente somos débiles, como todo ser humano. Pero cuando tocan a alguien desplegamos un enorme operativo para que sientan que no pueden agredir a un soldado sin consecuencias.
—Imagino que no será un secreto para usted las condiciones aterradoras en las que vive su tropa.
—No lo es. Les enseñamos a administrar esa presión con el adiestramiento. Yo mismo la soporto. Todos los días soporto calumnias y no van a romper mi carácter ni mi profesionalismo con eso. No hay día de Dios que en redes sociales no me venga una injuria.

***

El comisionado Arriaza Chicas no tuvo tiempo de escapar de aquella turba de hombres encapuchados que terminó rodeándolo y ofreciéndole una sonora serenata de improperios: “¡A la mierda Arriaza Chicas!”; “¡Solo está en una puta oficina como una ama de casa!”; “¡Bola de corruptos!”… El comisionado es el subdirector de áreas especializadas y operativas de la PNC y eso lo convierte en uno de los seis policías más importantes en El Salvador.

El 27 de enero más de 500 policías furibundos marcharon hasta casa presidencial. Se suponía que la Unidad de Mantenimiento del Orden los detuviera con barricadas hechas de alambres con púas afiladas, pero en lugar de eso se apartaron y algunos de los guardianes incluso se hicieron selfies con los manifestantes. Todos llevaban el rostro cubierto con los mismos gorros que la Policía les ha entregado para que escondan sus caras de los pandilleros.

La marcha consiguió lo que ninguna otra había conseguido antes: sacudir los portones de la mismísima casa presidencial y gritarle vituperios al presidente de la República frente a su oficina, sin que nadie hiciera nada para impedirlo. Solo entonces llegó una delegación de oficiales de la Policía y mientras algunos se apartaron a negociar con los líderes de la manifestación, al comisionado Arriaza Chicas le encargaron hablar con la turba para intentar enfriarles los ánimos.

Los policías se desahogaron a costillas de Arriaza Chicas, quien intentaba hacerse oír, diciéndoles a sus subalternos que eran un solo equipo, que compartían intereses, pero los otros le replicaban invariablemente con una lluvia de insultos y de reclamos atropellados: “El presidente dijo que nos iban a dar un bono, ¿dónde está ese bono?” Y el comisionado comenzaba a contestar: “Se está evaluando….”, y de nuevo la lluvia: “Solo evaluando cosas pasan, ¡ya estamos hartos de que estén evaluando!” De nuevo la vocecilla: “Cálmense”, y de nuevo la tormenta: “¡¿Cómo nos vamos a calmar si nos están matando a la familia?!»

En 2015, 64 policías fueron asesinados y durante los primeros 64 días de 2016, 10 agentes fueron ejecutados junto a un número difícil de estimar de madres, hermanos, esposas… Para apagar el descontento, el presidente Salvador Sánchez Cerén prometió mejoras, más chalecos antibalas, más patrullas y un bono económico al que no le puso monto, ni fecha de entrega.

El líder de los manifestantes, Marvin Reyes, conocido como “Siniestro” entre los agentes policiales, advirtió unos días después de la marcha que no tolerarían que ese monto fuera “miserable”. Cuando se le pidió que definiera “miserable”, dijo que un bono de 150 dólares trimestral era inaceptable y lo calificó como una “basura” y una “ofensa” y dijo que en lugar de apagar el fuego lo encendería más, porque él suele comparar a los agentes policiales con un barril de dinamita, o con un incendio.

Un bono trimestral de 150 dólares, consideró Siniestro, podría llevar a los policías a considerar seriamente irse a un paro general de labores o irse de nuevo a las calles o dejar de producir arrestos. “¿Se imagina lo que pasaría en este país si la Policía se va al paro?”, pregunta Siniestro a cualquiera que esté dispuesto a responder esa pregunta. Dijo que los policías necesitaban vivir con dignidad y contó que él mismo había sido expulsado de su casa por pandilleros, pero que debía seguir pagando el préstamo que hizo para comprarla.

Su movimiento pide un aumento de 200 dólares mensuales más dos bonos anuales de 500 dólares cada uno.

Finalmente, luego de muchas evaluaciones financieras, el Ministerio de Hacienda y el director de la Policía aprobaron a finales de febrero un bono trimestral de 150 dólares.

***

—Marvin: he entendido que ser policía es vivir con mucho miedo. Eso es potencialmente un polvorín…
—Es un barril de TNT.
—Un policía armado y bajo ese estrés es también un polvorín.
—Vea los mensajes que me llegan: “Hay que darles”, “Eliminemos” (a los pandilleros)… Es una cuestión de erradicarlos a como dé lugar. Esa no es la solución, la solución no es exterminar, pero el policía se ve bajo ese estrés increíble.
—¿No hay sicólogos que atiendan agentes?

Hay un grupo, pero no hacen nada. Si uno llega ahí, lo atienden, pero no salen a buscarnos. Alguien que está bajo estrés no va a aceptar nunca que tiene un problema, y peor si es un sicólogo, porque dicen que no están locos. Hay un compañero que toma medicamentos para controlar la ansiedad y cuando no los toma se vuelve histérico, se vuelve violento y grita, le grita a los compañeros. Si este tipo no toma los medicamentos y anda en la calle…. ¿qué cree que va a pasar?

***

Una patrulla de policías y soldados ingresa en una comunidad de Zacamil, en el municipio bravío de Mejicanos. Antes de que los agentes se internen en los laberintos de aquel lugar, los pandilleros ya han desaparecido. El único muchacho que se les atraviesa en el camino es aquel chico de 19 años al que su madre ha enviado a hacer unas compras a la tienda. Los agentes le mandan alto y el chico se detiene. Le ordenan quitarse la camisa para revisar si lleva tatuajes pandilleros. Se la quita. No hay tatuajes de pandilla. Le preguntan si es pandillero. Responde que no. Le preguntan por sus compañeros pandilleros, y él chico repite que él no es pandillero. Entonces comienzan a golpearlo.

Cuando la madre del chico sale a buscarlo, un policía ha apoyado una mano de su hijo sobre un pequeño muro y se la pica con un lapicero. La madre intenta explicarles, les pide que no lo golpeen más. Entonces los agentes le mandan alto a la señora, le ordenan que vuelva a su casa. Ella no obedece. Entonces la apuntan con las armas y la insultan. La llaman “vieja puta”. Salen más vecinas y acuerpan a la madre. Intentan explicar que el muchacho no anda metido en nada. Pero los agentes se van poniendo nerviosos. Apuntan con las armas, insultan, amenazan con arrestarlas a todas, las culpan de proteger a pandilleros. Por último, deciden dejar al muchacho en paz y se van.

Tal vez aquellos agentes de la ley estaban aquel día un poco más hartos de ganar un salario de mierda; tal vez en la juventud de aquel muchacho vieron la sombra de todas las amenazas mortales que se van cerrando sobre ellos. Quizá han abandonado una casa que tanto les costó pagar, o la noche anterior durmieron refugiados en el suelo de una base policial que será su hogar. Puede que soportaran la angustia asfixiante de dejar a todo lo que aman a merced de muchachos como al que acaban de golpear. Puede que sean, como dijo Siniestro, un barril de dinamita.

Pero del otro lado de sus iras y de sus miedos, una madre vio cómo torturaban a su hijo y un hijo vio a su madre humillada. Aquellos incendios, que fueron esa tarde esos policías y esos soldados, acaban de perder para el Estado a un chico y a su madre, que ahora los imaginarán con temor. Y también acaban de hacer que aquellos pandilleros a los que nunca llegaron a ver, fueran, desde ese día, un poco más poderosos, un poco más ley, un poco más autoridad. Y cada vez va quedando todo un tanto más roto, y cada vez hay más mechas encendidas.

A un lado de la carretera antigua que va de Zacatecoluca a Olocuilta, un hombre ensangrentado intenta ponerse de pie. Viste jeans azul y una camisa de botones blanca, empapada y rota. Gatea malamente sobre la hierba que crece al lado del asfalto.

Un kilómetro atrás acabamos de parar el carro, sorprendidos por la gran cantidad de zopilotes sobre un árbol que acechaban el manjar de algún animal atropellado. Fred, el fotoperiodista, creyó que aquello podía servir como foto curiosa para llenar algún espacio del periódico y saltó del vehículo con su cámara para ver qué cazaba. Pero lo hizo tan rápido que cuando estuvo cerca ya no quedaba ningún pajarote en las ramas y volvió repitiendo «La cagué, ¿veá?», mientras revisaba las fotos desenfocadas de los bichos volando.

De eso estamos hablando todavía, de los zopilotes en el árbol, cuando vemos a este hombre al lado de la calle, intentando moverse, dejando la vida sobre la hierba.

Freno y retrocedo. Tiene la cabeza viscosa, llena de la sangre espesa y negra que le brota del cráneo. Se sostiene en sus rodillas y en sus palmas hasta que se derrumba de costado. Se aprieta el vientre con una mano y alcanza a decirnos que lleva balas dentro.

Pasa un pick up y saltamos para que se detenga. El hombre que lo conduce disminuye un poco y al ver la escena acelera. Se larga. «No aguanto», susurra, y la sangre le baña la mano, se cuela por sus dedos. Pasa otro pick up que hace lo mismo que el primero. «Subime al carro, no aguanto». Me doy cuenta de que no quiero tocarlo porque no quiero llenarme de su sangre.

Voy por el carro, pero él no puede ponerse de pie y lo tenemos que cargar hasta el asiento trasero. Grita cuando lo alzamos del piso y sus rodillas no tienen fuerza para sostenerlo. Dentro del vehículo se desploma sobre el asiento y gime mientras se sostiene la panza. Sobre la camisa blanca se va expandiendo la mancha oscura.

***

Zacatecoluca no es hermosa y el título de ciudad le cuelga pretencioso desde 1844. Entre sus honores figura haber sido parte del Distrito Federal de Centro América, que le duró solo dos años, entre 1836 y 1838; es la cabecera departamental del departamento de La Paz, sede de la única cárcel de máxima seguridad de El Salvador, conocida como Zacatraz, y poco más. Hace calor día y noche, más de día, pero hace mucho calor por el día y por la noche. Probablemente sus personajes más insignes sean el prócer de la independencia José Simeón Cañas, cuyo rostro aparecía en los ya extintos billetes de un colón y un indio que aunque no es oriundo del lugar fue mandado decapitar por una corte local a mediados del siglo XIX, aunque tampoco se le cortó la cabeza aquí. Se llamaba Anastasio Mártir Aquino, y para siempre se le dibujará ceñudo, cargando algo que parece un arcabuz y un machete.

El 17 de julio de 2013, representantes de la Mara Salvatrucha-13 y de la facción Revolucionarios del Barrio 18 se subieron al quiosco del parque Nicolás Peña, en el centro de la ciudad y anunciaron que Zacatecoluca se convertiría en el undécimo Municipio Libre de Violencia, en el marco de la tregua entre pandillas que inició el 8 de marzo de 2012 y que tiene fecha de fallecimiento incierta.

Los voceros de las pandillas pronunciarion discursos en los que empeñaban palabra por la recuperación de la «paz total» y en apoyo del «pacto social». Los Revolucionarios del Barrio 18 aprovecharon la ocasión para desmentir al ministro de Seguridad Púbica, Ricardo Perdomo, que los acusaba de ser los responsables del incremento de homicidios que en aquel momento, después de un año de caída, comenzaba ya a adivinarse sutil pero con paso firme.

***

Acorralar a una fiera me explicó alguien que no quiere ser mencionado en este artículo– es una temeridad que normalmente se paga caro. Por eso siempre hay que dejar al menos una vía de escape siguió explicándome–, aunque sea para dejar la ilusión de que hay salida, de que se puede vivir. Luego ya se verá si se la mata cuando esté usando esa vía de escape. Pero acorralar a una fiera, a un hombre, por ejemplo, dejarlo sin salidas, sin opciones, suele terminar mal. Y eso fue lo que pasó en Zacatecoluca.

Hasta el 22 de octubre de 2013, en Zacatecoluca habían ocurrido 26 asesinatos y a la misma fecha de 2014 había ya 81. Más del triple. Para la mitad de este año ya había casi tantos muertos como el año más violento de todo el quinquenio presidencial anterior. En todo 2010 se asesinó a 58 personas. Hasta junio de este año iban 52 asesinatos.

El Barrio 18 solía ser en El Salvador una sola pandilla, como lo es en Los Ángeles desde mitad del siglo pasado, como lo es en Guatemala y en Honduras. Pero en El Salvador se partió en dos pedazos en 2005; y los pedazos quedaron enemistados a muerte. Las razones son profundas e intrincadas, pero si toca hacer un resumen aparecerán las dos razones previsibles: poder y negocios, si es que ambas no son, en realidad, una sola.

Zacatecoluca y sus cantones más céntricos tenían la fortuna de estar gobernados por uno solo de esos pedazos: la facción Revolucionarios del Barrio 18. Los territorios claros tienen varias ventajas: hay menos balaceras por el control de lugares, todo el mundo sabe quién manda, se paga una sola extorsión a un solo extorsionista y, sobre todo, los ciudadanos no se ven obligados a saberse al dedillo la compleja geografía pandilleril, que impide –so pena de muerte– transitar de una colonia o un pasaje a otro que esté controlado por la pandilla rival, aun si el transeunte no es parte de esa guerra.

Así estaban los viroleños, con las cosas claras, hasta que en febrero de este año la pandilla se volvió a partir, por las mismas dos razones previsibles. Es decir, que en Zacatecoluca al pedazo de la 18 que se hace llamar Revolucionarios se le partió también un pedazo, y aquí es donde cobra sentido la analogía de la fiera encerrada. La fiera, en este caso, se llama Óscar Oliva, aunque todos lo conocen como Chipilín.

Chipilín salió del penal de Izalco luego de cumplir una pena de 16 años, con la encomienda de pilotear la tribu de Zacatecoluca, de gobernar, pues, a los dieciocheros Revolucionarios del lugar. Pero desde luego, él –de 38 años y originario del municipio– no era absoluto, no era el fin de la cadena de mando. Ni siquiera de la cadena de mando local.

Tres pandilleros convertidos en colaboradores de las autoridades describen la cadena de mando así: en la calle la voz más fuerte era la de Chipilín, pero él tenía que reportarse con tres personas en el penal de Izalco: Chucho Ronco, Perro Bravo y el Paradise; que a su vez le rinden cuentas a los máximos líderes de la pandilla, que según los informantes son el Cawina, el Niño Cracy y El Muerto, a quien también apodan El Cementerio.

A Chipilín le pareció que el porcentaje que demandaban esos líderes en la prisión era una tajada excesiva del botín que con tanto esfuerzo y riesgos recolectaban sus homeboys, extorsionando, amedrentando y educando en esa lógica a los viroleños. Un pandillero que fue subordinado de Chipilín asegura también que a su exjefe le molestaba, como una telaraña en la cara, la gran cantidad de normas nuevas que supuso la tregua y que obligaban a caminar de puntillas, como evitando líneas de tiza en el piso. «Por cualquier acción te daban verga o te querían matar», dice, como haciendo un puchero de niño. Chipilín también fue exitoso en convencer a varios de sus subordinados de que en su rebeldía había algo del espíritu de Robin Hood: «Otra onda que no le llegaba a él es que hasta a la señora de los aguacates le quitaran renta», nos cuenta el muchacho. Posiblemente existió, en los laberintos cotidianos de la pandilla, una pobre señora con aguacates que sufría extorsión, porque pudiendo citar cualquier otro ejemplo –la señora de las pupusas, la de las tortillas…– todos los que se refieren al caso, curas, policías, pandilleros, periodistas…, citan ese mismo ejemplo. O eso, o en Zacatecoluca vender aguacates es sinónimo de mucha pobreza.

Pero la pandilla no es una asamblea de gustos y las habladurías de Chipilín llegaron rápido a los oídos de sus jefes, quienes decidieron, en algún día de principios de 2014, cortar por lo sano: o sea, matarlo.

Hasta aquí esta historia es el cuento conocido: la pandilla hablaría a tiros, probablemente uno de los amigos de Chipilín le volaría la cabeza entre cerveza y cerveza o un homeboy de otra canchase movería en el anonimato para asesinarlo. Pero pasó lo que se supone que en estos casos no debe ocurrir: que el sentenciado se enteró de la sentencia, que supo que cargaba encendida la luz, que su propia pandilla le respiraba en la nuca. Y se convirtió en fiera.

Y en lugar de huir en desbandada, Chipilín decidió plantar bandera y devolver el gesto arisco, declararse república independiente, y los Revolucionarios tuvieron que decidir entre su líder y la pandilla. En cuestión de días el escenario había cambiado y la insurrección de Chipilín fue exitosa: para finales de febrero los cantones y caseríos El Espino Arriba y El Espino Abajo, Buena Vista Arriba y Buena Vista Abajo, El Copinol, El Jobo, Pineda, La Española y 10 de Mayo eran territorio del insurrecto. Nada mal para un independiente que a simple vista parecía reclutar adeptos ofreciendo colisionar una carreta contra un tren.

Para marzo la guerra entre los que siguieron a Chipilín y quienes se mantuvieron leales a los Revolucionarios era ya sensible en los indicadores de homicidios de Zacatecoluca: de 4 asesinatos en febrero se pasó a 12 en marzo y a 20 en abril. En mayo, los insurrectos atacaron un autobús de la ruta 302 en la carretera a Comalapa y masacraron a seis personas, con el propósito de disputarles a los Revolucionarios la extorsión que pagan los transportistas… Zacatecoluca era territorio en guerra entre los cantones rurales en rebeldía y el casco urbano.

El personaje cuyo nombre no puedo escribir en esta historia conoce bien las interioridades de la guerra viroleña y me explica más cosas: la malcriadeza de Chipilín hubiera podido ser aplastada relativamente rápido de no ser porque ocurrieron dos cosas: aunque lo niega, el otro pedazo del Barrio 18, los Sureños, vieron con simpatía la gesta del caudillo y lo respaldaron, en secreto, con armas y refugio para el líder, lo que les dio fuelle a los rebeldes para resistir la embestida de los Revolucionarios. Actualmente los policías locales dan por hecho que la guerra que inició Chipilín es entre Revolucionarios y Sureños.

El otro hecho fue el paso en falso de un pandillero Revolucionario, que tuvo la mala idea de asesinar a una mujer mayor, que resultó ser la mamá de un subinspector de la Policía.

***

La sangre es viscosa y se seca rápido. Se me pegan las manos en el timón del carro en el que zumbamos hacia el hospital de Zacatecoluca. Nunca una calle me pareció tan desierta, tan limpia de vehículos, de gente, de policías y tampoco nunca había visto cómo unos pocos kilómetros son capaces de estirarse tanto. Atrás Fred lucha para mantener sentado al tipo en el asiento y lo abofetea para que no se duerma. Los dos están cubiertos de sangre.

—¡¿Cómo te llamás?!
—Felipe.
—¿Qué te pasó?
—Me fueron a tirar.
—¿Quiénes?
—…
—¿Quiénes?

Y se derrumba de lado, como lo hizo en la calle. Parece que se ha desmayado. Fred lo toma por la camisa y lo despierta a fuerza de gritos y meneos, porque nuestro conocimiento de estas situaciones –básicamente adquirido de series policiales en la televisión–, nos dice que si el tipo se duerme se nos muere en el asiento de atrás del carro.

—¡Felipe! ¡Puta, Felipe! ¿Cuántos años tenés? –grita Fred.
—34 –susurra una voz dolorosa.
—¿Tenés hijos?
—Sí. Cuatro –y nos recita los nombres de sus hijos.

El hombre se acomoda en el asiento y grita como un animal. Grita de dolor mientras se aprieta el vientre con toda la vida que le queda. Por el retrovisor alcanzo a ver que su cara ha perdido color y que apenas puede mantener abiertos los ojos. Para mis adentros me digo que si un hombre puede gritar así, seguramente es capaz de aguantar 30 kilómetros más hasta el hospital. Voy todo lo rápido que puedo y cuando se enciende el indicador de gasolina lo tapo con una estampita de monseñor Romero que llevo siempre en el tablero para emergencias como esta. La calle serpentea por colinas infinitas y atrás Fred intenta mantener a Felipe consciente.

—¿A qué te dedicás, Felipe?
—Chef.
—¿Y qué es lo que mejor te sale?
—La lasaña.
—Eeeh…. ¿Lasaña de qué?
—De todo.
—¡Nos vas a cocinar lasaña, cabrón!
—Sí.

Nos damos cuenta de que podemos invertir los momentos de lucidez de Felipe en algo menos trivial y conseguimos que nos dicte un número de teléfono. Fred llama y contesta una niña que dice ser su hermana. No cree una palabra de lo que se le cuenta y cuelga el teléfono como si le hubiera llamado un vendedor de seguros. Felipe vuelve a desmayarse.

—¡Felipe, puta, puta! ¡Felipe! –bofetadas y sacudidas– ¡Necesito que estés despierto, cabrón, ayudanos! ¿Querés ver a tus hijos?
—Sí.
—¡Entonces mantené las pepas abiertas! ¿Querés ver a tu madre de nuevo?
—No.

En este momento no lo sabemos, pero la madre de Felipe murió de un ataque fulminante mientras visitaba a un primo en el penal de Tonacatepeque cuando Felipe tenía 8 años.

***

Como suele pasar en estos casos, la pandilla asegura, a través de sus voceros, que el asesinato de la madre del oficial de la Policía fue una cagada que se mandó uno que ni siquiera era parte de la pandilla, sino un simpatizante que actuó a título propio, incluso contra la voluntad del barrio. Pero parece que esta versión no convenció a nadie: según los mismos representantes de los Revolucionarios, luego de aquel hecho, ocurrido en una fecha incierta de enero, la Policía entró al juego de morir o matar, como un jugador más del que había que cuidarse. De manera que cuando estalló la insurrección de Chipilín el odio de los policías se le pegó al pedazo de la pandilla que conservó la marca.

El 11 de enero, tres pandilleros fueron asesinados en un caserío, y tres días después otros cuatro fueron asesinados en distintos caseríos adyacentes a Zacatecoluca. En abril ya sumaban ocho emboscadas de la pandilla contra la Policía en la zona; el 21 de ese mes pandilleros rociaron de balas con una mini Uzi a un pick up de la Policía en el cantón Penitente Abajo y dos días después se liaron a tiros con unos policías que detectaron un plan para asesinar a uno de los lugartenientes de Chipilín, cuando este salía de un juzgado. El 30 de abril la Policía mató a cinco pandilleros dentro de una casa de bloques sin pintar en la Hacienda Escuintla. La pandilla dice que se trató de ejecuciones sumarias; la Policía asegura que solo se defendió, respondiendo el fuego de los pandilleros. Las primeras fotografías de ese hecho, tomadas por la Policía, muestran los cadáveres de los cinco jóvenes dentro de la casa: cuatro sobre el piso y el quinto sobre una hamaca. Todos los pandilleros asesinados eran Revolucionarios.

Los pandilleros afirman que dentro de la Policía se han creado grupos de exterminio particularmente voraces contra los Revolucionarios. Los oficiales policiales, desde sus oficinas, niegan con aplomo que esto sea así. Los agentes de rangos inferiores, desde la calle, no niegan nada.

Un policía que era investigador de homicidios a inicios de este año lo explica sin muchas ceremonias: «En Zacatecoluca los compañeros vieron en el asesinato de esa madre una oportunidad para hacer algo». A ese algo él no le llama asesinatos sumarios. Prefiere el institucional «ajusticiamientos».

***

La verdad es una cosa escurridiza. A veces la verdad es la verdad, a secas, como que dos y dos son cuatro, por citar una verdad famosa. Con esas verdades no hay problema. Otras verdades, más intrincadas, como si la pandilla ordenó o no un «toque de queda» en marzo en Zacatecoluca, dan más guerra y pasado un tiempo se convierten en varias verdades.

Según la edición del 13 de marzo de El Diario de Hoy, desconocidos hicieron circular un manuscrito en el centro del municipio, en el que se amenazaba a todo el que circulara después de las 6 de la tarde. El manuscrito estaba firmado «mara 18». El papelillo tiene algunos problemas de credibilidad, como el hecho de que ningún miembro de la pandilla Barrio 18 que no desee ser vapuleado o asesinado asociaría la palabra «mara» a su organización, así como un ferviente musulmán no andaría por la vida vendiendo caricaturas del profeta Mahoma.

Pero, ¿qué es la verdad? Una cosa es si ese papel lo escribió la pandilla o es apócrifo, otra cosa es si ese día hubo o no toque de queda.

El padre Celestino Palacios, párroco de la catedral Nuestra Señora de los Pobres, notó aquel día menos almas en las misas vespertinas. Muchas menos. Menos de la mitad de lo usual. Y saliendo del templo, ninguno anduvo con socializaciones, solo se esfumaron. «En el parque no había ni un alma», recuerda. Y al parecer no había ni una: un equipo de canal 12 fue a filmar el atardecer y las primeras horas de la noche en Zacatecoluca y aquello parecía un pueblo fantasma de puertas cerradas. El único que se animó a hablar con los periodistas fue un miembro del Cuerpo de Agentes Metropolitanos, bajo condición de que le filmaran las botas en lugar del rostro: «Pues sí, dicen que al que pase como que le van a dar…». Por si las moscas, el agente no andaba pasando, sino que se parapetaba en la fachada de la alcaldía. Ese mismo día, pobladores del cantón El Copinol –territorio de Chipilín– le contaron al corresponsal de La Prensa Gráfica que pandilleros con fusiles tuvieron la amabilidad de visitar casa por casa, advirtiendo a los pobladores de no salir después de las 6. Las rutas 92, 3LP, 4LP, y 5LP, o sea, todas las que entran al centro del municipio, dejaron de circular después de la 1 de la tarde.

El jefe de la policía de Zacatecoluca, Inspector Omar Joachín, declaró un día después a Diario El Mundo que descartaba un toque de queda y atribuía aquel barullo a un rumor originado en el cantón El Copinol, del que dijo «tiene baja incidencia» de asesinatos. Como prueba, refirió aquel jueves que el último asesinato había sido el martes.

Dos días después el ministro de Justicia y Seguridad, Ricardo Perdomo, dijo a La Prensa Gráfica no tener evidencias de un toque de queda y agregó que «no se vale» esparcir rumores. El 26 de abril el mismo ministro dijo a Diario CoLatino tener información de una pugna entre Sureños y Revolucionarios del Barrio 18 y aseguró que la Policía tenía el control de la situación. Ese mismo día admitió haber doblado su equipo de seguridad personal.

Abril fue el mes más voraz de este año. Cobró la vida de 20 personas. Aprovechando el impulso inicial, Chipilín y su gente intentaban expulsar a sus excompañeros Revolucionarios del centro urbano, rico en comercios y por lo tanto rico en extorsiones. Los Revolucionarios intentaban barrer a los insurrectos del mapa con un manotazo fugaz. Ninguno consiguió su cometido.

Unos decían que el toque de queda iba a durar solo un día y que ese día era el 13 de abril, otros decían que comenzó el 12 y que iba a durar una semana. El padre Celestino Palacios recuerda otras alarmas en mayo y junio.

Zacatecoluca fue recuperando su vida normal sin que nadie lo decretara. Sus pobladores fueron asomando, por valentía o por hambre, y a estas alturas quién sabe cuál es la verdad de lo sucedido aquellos días.

***

Felipe pierde el conocimiento justo antes de llegar al hospital Santa Teresa, en Zacatecoluca. Ya en la ciudad hemos encontrado a una patrulla policial que nos ha guiado por el laberinto de calles urbanas y escolta nuestra entrada al hospital.

Ayudo a bajarlo y a colocarlo en la camilla, como un harapo, y un enjambre de enfermeras lo arrastra hacia pasillos oscuros. La policía nos interroga; encuentro los dos zapatos deportivos de Felipe en el piso de mi carro; nos lavamos las manos; esperamos…

Lo único que conseguimos saber luego de una hora de espera es que Felipe llevaba tres plomos dentro del abdomen y múltiples golpes en todo el cuerpo. Eso, y que sigue vivo.

***

En la primera foto son tres: el primer tipo lleva uniforme militar completo, con camuflaje verde olivo, y sostiene un M-16 con pose entrenada: con el dedo índice fuera del gatillo, la culata retráctil hacia arriba y el cañón apuntando al piso. El siguiente lleva uniforme policial oscuro, chaleco antibalas y, sobre el chaleco, arneses en los que porta dos cargadores extra para el fusil M-16 que sostiene apuntando hacia el cielo. Sobre su manga derecha luce el emblema de la Policía Nacional Civil. El tercero es el que luce más joven. También lleva uniforme policial oscuro. Con una mano sostiene una carabina de cañón largo y con la otra hace la seña del Barrio 18. Los tres son pandilleros.

En la segunda foto son siete: tres supuestos policías y cuatro presuntos soldados. Salvo uno de ellos, el resto se cubre el rostro con gorros navarone, similares a los usados por las autoridades en los operativos antipandillas. Esta vez posan con cinco M-16, una carabina y lo que parece ser una escopeta. En esta imagen la mayoría de ellos está tirando 18 con las manos, gesticulando como pandilleros apoyados en una camioneta negra.

Aunque parecen los retratos de una patrullas conjunta cualquiera, en un vistazo más minucioso es posible identificar algunas fallas en los disfraces: las botas son distintas, algunos llevan tenis, otros llevan enormes hebillas plateadas bajo el cinturón militar y… bueno… casi todos hacen gestos pandilleros, lo que da al traste con la interpretación. Al menos en la foto.

Las imágenes me las muestra un detective policial que asegura que las obtuvo del celular de un pandillero al que él mismo detuvo. Explica que los leales a Chipilín se están entrenando en tácticas de guerra; que en el reparto de territorios se quedaron con la ladera del volcán Chichontepec y que le sacan el jugo montando campos de tiro y de entrenamiento militar. Que ha escuchado incluso que contratan soldados y exguerrilleros para adiestrarlos.

Conversamos en un cantón del departamento de La Paz, al que el detective me ha pedido que lo siga para no ser visto hablando con un periodista. Nos sentamos sobre el suelo de tierra, al lado de una cancha de fútbol. Otros dos policías mantienen un ojo en la conversación y otro en el perímetro, por precaución. Dentro del carro policial hay un muchacho encapuchado y esposado, al que me quieren presentar.

«¿Verdad que están entrenando?», le pregunta al muchacho que lleva con él, un pandillero que se ha convertido en soplón contra su pandilla. «Sí», responde el muchacho. Vuelve el policía: «¿Soldados y guerrilleros los entrenan, verdad?». «No, de guerrilleros no sé yo», dice, deleitándose con un cigarro. «Pero sí sé de soldados». «¿Fuiste a algún entrenamiento vos?», pregunto yo. Se quita el gorro que le cubre el rostro y se lo arremanga en la cabeza. «No, a mí nunca me tocó», dice, y disfruta del aire en el rostro y del sabor del tabaco, mientras presume: «Por lo que yo he hecho, merezco morir tres veces». Rehúye dar más detalles sobre lo que pasa en el cerro, porque no quiere, o porque no tiene nada más que decir.

Según los policías uno de los mayores problemas del lugar es la inmensa disponibilidad de armas, y cuando se trata de buscar responsabilidades señalan al cuartel del municipio: el Destacamento Militar Número 9.

Los investigadores policiales están convencidos de que la gente de Chipilín consiguió infiltrar a varios de sus miembros –diez en concreto– como soldados al cuartel de Zacatecoluca, el DM-9, para que recibieran instrucción militar. Como parte del plan, dicen, los diez desertaron el 7 de mayo, aprovechando la celebración del Día del Soldado, con sus armas y todos sus pertrechos. Ahí el origen de las armas de guerra y de los uniformes militares.

La idea de la infiltración corrió tanto que en julio el Ministerio de la Defensa publicó un comunicado desmintiendo el rumor. El comunicado asegura que esas versiones son «ataques políticos» contra la institución castrense.

¿Y los uniformes de policías? Esos, dicen, los obtienen los pandilleros cuando asaltan a un agente de civil y le roban la mochila. O cuando asaltan su vivienda y saquean el ropero.

Sentado en su escritorio, el coronel Élmer Martínez, jefe del DM-9, asegura que no figura ninguna deserción en los expedientes del cuartel y que todas sus armas y pertrechos están intactos. «El problema es que no hay limitación para la venta del tipo de tela que usamos para nuestros uniformes», dice, argumentando que los uniformes que usan los pandilleros son piratas. «Y el armamento es antiguo, del que quedó de la guerra, en las fotos se les nota el deterioro».

El único caso que aparece en sus registros es el de un cabo al que la Policía detuvo con un uniforme militar y otro policial en su vehículo y que al ser descubierto se dio a la fuga. Pero ese no desertó, matiza, sino que fue expulsado.

Otro caso es el de un soldado que pidió la baja debido a que los pandilleros de su cantón lo detectaron y amenazaron con matarlo a él y a su familia. El ejército de El Salvador le concedió la baja y le ayudó a sacar las cosas de su casa para que pudiera huir seguro.

***

Chipilín fue arrestado el 21 de julio mientras se conducía en una camioneta negra. No hubo persecuciones policiales espectaculares, ni balaceras: cayó casualmente en San Vicente, en un retén de rutina que no lo esperaba. La Policía se sacó la lotería y lo celebró públicamente anunciando el hecho. Desde entonces está confinado en unas bartolinas policiales. Pero la guerra en Zacatecoluca sigue abierta y los pobladores han tenido que aprender las normas del conflicto para sobrevivir.

Uno de los sacerdotes del municipio nos invita a su pick up y sube la ladera del Chichontepec por una calle imposible, hasta un terreno en el que la vista se pierde en el verdor del volcán. «Todo eso eran milpas y pipianeras –nos explica–; ahora la gente ya no puede sembrar ahí, y está la tierra de balde», dice, mirando a las tierras de arriba desde el último solar relativamente seguro.

Al romperse la pandilla también se rompió el volcán y los campesinos de un cantón se deben entender ahora en guerra con los pandilleros del otro. La mayor parte de agricultores viven en el centro, dominado por los Revolucionarios, y gran parte de las tierras que alquilaban para sembrar están en el volcán, propiedad de los insurrectos. Donde yo veo una ladera hermosa ellos ven un terreno minado. Y a la tierra le crece un monte salvaje e inútil.

Los campesinos ahora se pelean las tierras de siembra más céntricas, cuyo alquiler ha subido de precio. Viendo aquel desperdicio de volcán, un hombre que solía trabajar esas tierras suspira: «No se le ve arreglo a este volado».

***

Un hombre se atraviesa a mitad del camino y el otro, parado tras una alambrada, desenfunda una pistola. Nos ordenan detenernos y, desde luego, nos detenemos. De todos modos estamos en un angosto camino de tierra por el que no podemos correr.

«¿A quién buscaban?», pregunta el hombre con toda la amabilidad de la que es capaz el que sabe que no te detuviste por tu voluntad. «Somos periodistas», contestamos, con tono lo más casual posible. «¿Tienen identificación?» Le entregamos los carnés de prensa y el tipo los revisa con detenimiento. El otro sigue, pistola en mano, de pie junto al cerco y ahora habla por teléfono.

—Vinimos al parqueadero de furgones a ver cómo siguió todo después del problemita que hubo.
—Eso ya pasó, ya no hay nada que hablar. O sea, eso ya se terminó.

Y yo no le creo.

Estamos a la entrada del caserío Río Blanco, uno de los posibles accesos al volcán Chichontepec. Es septiembre e intentamos dar seguimiento a una historia que inició en julio: unos días antes del arresto de Chipilín, miembros de su banda intentaron asaltar un predio que sirve para parquear los furgones que posee una familia local. Pero calcularon mal: iban armados con un fusil M-16, pistolas 9mm y una subametralladora Uzi y no esperaban resistencia. Error.

Había un solo guardia en el predio, que se dio abasto para repartirles plomo con una escopeta calibre 12 y hacerlos huir en desbandada. Según la Policía, un perdigón pudo haber alcanzado a alguno de los asaltantes, pues encontraron rastros de sangre en el camino. Frustrados, los pandilleros asesinaron a dos primos de 17 y 19 años que trabajaban en una construcción cercana. Los mataron por no haberles advertido. Y desaparecieron en el volcán.

El parqueadero de furgones, y los furgones, son un bien familiar: un patriarca compró el primer cabezal, que conducía él mismo y, con el tiempo, sus hijos. Luego se endeudaron para comprar otro y otro más y luego se endeudaron más para comprar el terreno donde los parquean. Ahora los hijos y los nietos de aquel hombre se encargan del negocio: ellos dan mantenimiento a los cabezales, consiguen contratos de transporte por Centroamérica y se turnan para cuidar el predio.

«Y yo para dónde putas me voy a ir», me decía en julio el jefe de la familia, satisfecho de que la balacera solo le hubiera dejado una llanta desinflada y no un motor roto. «¿Usted cree que el banco me va a perdonar las cuotas? ¿Usted cree que alguien me va a querer comprar ahora el terreno?». No se lo dije, pero en aquel momento creí que su problema no tenía solución, que le acechaba una sentencia de muerte.

Volvimos un mes después, en agosto, y en esa ocasión nos recibió uno de los sobrinos de aquel hombre: era una versión viroleña de Rambo, que en lugar de abdominales tenía el vientre de un gorila macho y que, al vernos aparecer, se parapetó en una caseta, se terció una canana llena de cartuchos de escopeta en el pecho y chasqueó el arma.

Cuando conseguimos convencerlo de que éramos inofensivos nos explicó la decisión que habían tomado:

—Mire, esto nos ha costado. Nosotros no tenemos problemas con ellos, pero si vienen lo único que se van a llevar es esto –y se tocaba los cartuchos–. Dicen que la otra vez uno llevaba un perdigón atravesado en la panza. Bueno, si quieren el resto, aquí se los tengo.
—¿Y la Policía?
—Ay dios… les tienen miedo.
—¿Y si la Policía les pide las armas a ustedes?
—¡No! Mire, nosotros tampoco tenemos problema con ellos, pero las armas no las vamos a dar.
—¿Y no le da miedo estar solo?
—¿Y quién es el que nació para no morir? Además, no estoy solo. Parece que estoy solo, pero todas esas casas que ve ahí –me señaló todas las casas del caserío– somos familia. Aquí desde que usted entra lo están viendo y toda esa gente está llena de armas. Así que aquí ya tomamos la decisión: si no se meten con nosotros no pasa nada, pero si se meten, no nos vamos a dejar.

Esta vez hemos venido a buscar a la gente del parqueadero de furgones para que alguien de la familia nos aclarara si la decisión de crear una especie de autodefensas era un exabrupto momentáneo o el inicio de una organización vecinal más permanente. Al no encontrar a nadie en el terreno nos decidíamos a salir del caserío para volver otro día. Sin embargo, creo que este señor que nos ha dado el alto y que revisa nuestros documentos, y su amigo el de la pistola, nos acaban de resolver la duda.

***

Nos dicen que Felipe murió, que en Zacatecoluca no le supieron sacar tanta bala y que murió cuando una ambulancia lo trasladaba al Hospital Rosales, en San Salvador. Sabemos que tenía un historial de varias páginas en la Policía y varias detenciones por agrupaciones ilícitas. Que tenía cuatro hijos, que le quedaban bien las lasañas de casi todo, que no se quería morir y que el último día de su vida llevaba un jeans azul y una camisa blanca rota cuando unos extraños lo encontraron gateando, muerto en vida, a la orilla de una calle.

***

Eran dos famosos maestros del corvo, o dicho de otro modo: eran dos temidos matones con machete. Los dos se habían mandado a hacer machetes a la medida: con barras protectoras de puño, como espadas –lo que aclara que ninguno andaba aquel fierro como herramienta agrícola–. Eran enemigos entre sí y habían jurado matarse.

Un día se encontraron en una calle de polvo y todo mundo se apartó con respeto, pero también todo mundo se quedó a ver el desenlace de aquel juramento mortal. Eran las 9:30 de la mañana cuando les sacaron chispas a los corvos por primera vez y siguieron blandiendo filos bajo el sol hasta el mediodía, cuando ninguno podía ya levantar el brazo para tirar un zarpazo más. Tan fiera había sido la pelea que las barras protectoras de ambos se les habían cerrado alrededor de los puños y ninguno pudo soltar su machete. Más cansados que heridos se retiraron para reponerse hasta el próximo encuentro.

Tomás me ha contado este cuento para explicarme cómo es la gente aquí y cómo ha sido la gente aquí desde siempre.

Tomás, que como todos los protagonistas de esta historia nos pide no usar su nombre real, me jura que aquel duelo ocurrió en los tiempos de antaño, en tiempos de su padre, y que de todas formas, aunque no hubiera pasado, aquí todo mundo cuenta esa anécdota a los hijos como si ellos mismos la hubieran visto.

He venido hasta él porque el sacerdote de una parroquia de Zacatecoluca me recomendó, si quería averiguar más cosas sobre movimientos de autodefensa, buscar a los ganaderos del cantón San Francisco de los Reyes.

La familia de Tomás posee más de 200 manzanas de tierra y muchas cabezas de ganado. Sus 10 hermanos son buenos jinetes y es más fácil, dice él, que salgan a la calle sin sus zapatos que sin su pistola, un hábito que aprendieron de su padre y de sus tíos.

Él sabe llamar a cada vaca por su nombre: la carebuey, la maraca, la gringa, la catrina… y cuando él llama, la vaca nombrada, solo esa, deja de comer y lo mira a los ojos.

Su padre fue jornalero en finca ajena y un día su madre vendió una marrana para comprar una ternera peluda que no prometía gran cosa. Esa ternera es la matriarca del imperio ganadero de la familia de Tomás en San Francisco de los Reyes.

Mientras caminamos por las tierras de su familia, de una belleza rabiosa y salvaje, nos cuenta lo duro que han trabajado los suyos para «ser alguien» y lo poco dispuestos que están a perder eso. Por el camino nos encontramos a su hermano, que nos posa gustoso con su revólver.

En San Francisco de los Reyes la pandilla no ha conseguido echar raíces, pero todos los cantones aledaños viven bajo el puño de los Revolucionarios del Barrio 18. Están rodeados y Tomás sabe que es cuestión de tiempo que les alcance la guerra.

«La Policía nos vino a dar un consejo: si alguien entra en su propiedad, mátelo y vaya a botarlo, pero mátelo con un arma sin registro. Hemos llegado al tiempo antiguo donde cada quien defendía a su pueblo», sentencia, con el rostro endurecido.

Él cree que no hay más alternativa que organizarse para «hacer lo que haya que hacer» y está dispuesto a liderar el movimiento. No le preocupa tener que matar. Solo le preocupa una cosa: «¿Qué vamos a hacer después, cuando ya esté prendido el fuego?»

***

Al policía José Alfaro lo mataron en su casa el 4 de octubre. Pandilleros con disfraces de policías y de fiscales entraron a su vivienda y lo ejecutaron frente a su esposa y sus hijos. Ahora está dentro de un ataúd cubierto con la bandera de El Salvador y dos mujeres policías montan la guardia de honor.

El policía que coordina la seguridad en la funeraria me explica el sentimiento que le invade al ver a su amigo muerto: mucho miedo. «Yo les digo a los jefes que me trasladen a mi cantón y me dicen que no, porque ahí los pandilleros ya me conocen y me van a matar. Pero yo todos los días tomo el bus para venir a Zacatecoluca. Yo prefiero que me maten en mi casa y no en un bus», me explica, como si no hubiera remedio.

Cuando Fred, el fotoperiodista, apunta su cámara para retratar el féretro, la guardia de honor huye. Por miedo, las agentes que rinden honores a su colega se apartan y, solo, en medio de una funeraria semivacía, queda un ataúd cubierto con la bandera de El Salvador.

***

En una cafetería de San Salvador nos tomamos un café con el padre de Felipe. Su hija menor le contó que un hombre enloquecido había llamado para decir que Felipe estaba malherido en Zacatecoluca. Cuando se enteró de que su hijo había muerto, quiso saber quiénes eran esos que habían escuchado a su hijo mayor por última vez. El señor se llama Dolores.

Dolores no conoce el prontuario de su hijo, y hasta este momento pensaba que solo era abuelo de un nieto. Felipe, dice, se llevaba bien con los «muchachos», pero cree que no era pandillero. Crió a su hijo en Apopa, en una colonia controlada por los Revolucionarios del Barrio 18. No tiene idea de por qué Felipe apareció baleado en Zacatecoluca y así piensa quedarse. Nos asegura que esta es la última vez que hablará del tema y que jamás lo hará frente a un policía o un fiscal.

Nosotros buscábamos rearmar el rompecabezas de la violencia en un municipio en el que demasiados toros han entrado al ruedo y Zacatecoluca no se guarda nada: en seguida aparecieron pandilleros, policías, militares y rancheros furibundos. Mientras escribo esta historia la Policía acusa a los agentes metropolitanos de luchar codo a codo con los Revolucionarios en contra de lo que queda de la banda de Chipilín, que se rehúsa a morir, y en la casa de uno de ellos encontraron más fusiles M-16, más pistolas, más balas… Zacatecoluca no se guarda nada: mientras hablábamos de zopilotes, nos mostró cómo se muere un hombre y luego cómo su muerte es un callejón sin salida más.

«Mire, ¿y Felipe le dijo algo de mí? ¿No le dijo unas palabras para mí?», pregunta Dolores. «No», le contesto, y aún estoy arrepentido por no haber sabido mentirle.

“Esta es mi patria:
un montón de hombres; millones
de hombres; un panal de hombres
que no saben siquiera
de dónde viene el semen de sus vidas
inmensamente amargas”
Oswaldo Escobar Velado .

Capítulo I | Los que estuvieron a punto de no subir al microbús de la fatalidad

La lluvia comenzó a caer sobre la colina antes de las 6 de la tarde. Suave, buena. Se iban haciendo charquitos en las calles de tierra y el cielo de domingo amenazaba tormenta. Cuando el sol se esconde es oscura la colina; la alumbran solo unos faroles malogrados y los bombillos amarillos de las casas. En una de esas casitas Ella esperaba a que Café terminara su jornada como conductor de microbús.

El motor del vehículo se escuchó desde lejos, rengueando para subir las callejuelas llenas de cráteres terrosos y piedras. Los faroles del carro cortaban el aire mojado y la negrura de las 7 de la noche. No es usual que los motoristas se lleven los vehículos hasta sus casas: más bien los guardan en sus puntos de parqueo, donde los recogen al día siguiente, de madrugada, para mover el hormiguero de la capital. Pero ahí estaba el microbús, con sus faroles. Parado frente a la casa de Ella. Cafecito –el primogénito de Café- asomó por donde pudo.

En el vehículo no venían más que malas noticias y un par de tipos. Ninguno era Café.

***

Alrededor de unos columpios, cuando se le iba la luz al domingo, en un parque de Mejicanos cinco pandilleros mascullaban una venganza. Uno propuso que mataran a un hombre. Otro dijo que mejor a dos. Acordaron ir al escondite por las armas. Un tercero recordó que en su casa había gasolina. Antes de que dieran las 6 de la tarde comenzó a llover.

***

Lo que se puede decir de las circunstancias de la muerte de Crayola es en realidad muy intrascendente: que estaba en la calle, parado o sentado, haciendo o sin hacer… –es irrelevante– y ¡pum, pum, pum, pum! Unas sombras corredoras le llenaron de plomo el cuerpo y fueron luego a esconderse o a celebrarlo en algún lugar. Vaya, lo normal.

Pero la muerte de Crayola no es intrascendente. Tanta causa y tanto azar dándole vueltas a un solo muerto terminaron creando una avalancha larga.

El Tavo y el Tapa iban ese sábado a comprar cervezas para seguir animando la tertulia que habían montado algunos homeboys de la clica Columbia Liro Sayco Tayni Locos, del Barrio 18, que controla a la Colonia Polanco, de Mejicanos, y sus alrededores. Yendo iban, pensando en birras, cuando ¡pum, pum, pum, pum! Puta, ¡al suelo, a cubrirse de la balacera!, a prepararse para correr… Vaya, más o menos lo normal.

Y luego los gritos que llamaban al Tavo: que el Crayola, su cuñado, había sido el recipiente de tanto balazo, que estaba boqueando en la calle, muriéndose a pausas… ¡que no se ha muerto!, que el hombre todavía respira, que entre el Tavo y el Tapa lo subieron al pick up de la policía… que terminó muriéndose en el Hospital Zacamil. Vaya, lamentablemente lo normal.

Es en la ira del Tavo y en su idea de las proporciones donde se tuerce esta historia. Y en el hecho de que el Crayola no solo era su cuñado sino también su homeboy, su perrito, su compañero de pandilla. Quizá si solo los hubiera unido un lazo familiar las cosas habrían sido diferentes, pero eso no lo sabremos nunca.

Siempre hay quien dice que vio, quien dice que sabe. Y en este caso algunas lenguas señalaron a la colina: que hacia ahí subieron los asesinos, que para allá huyeron. Subidos en un microbús.

Para los pandilleros de la colonia Polanco la colina es “allá”, es “arriba”. Es solo una loma controlada por sus enemigos de la Mara Salvatrucha-13. No lo pensó mucho el Tavo. Hizo valer su posición de autoridad dentro de su clica y convenció al Tapa y a otro pandillero que lo acompañaran a la venganza.

Esa noche fueron asesinados un motorista y un cobrador de alguna de las rutas que atraviesan Mejicanos. Daba igual cuáles, daba igual si tenían que ver o no. Todo lo que está contenido en el territorio de la otra pandilla es –de alguna manera– la otra pandilla. La lógica viene siendo más o menos así: si mato a esta vendedora que vive allá arriba, agravio a los contrarios; los estudiantes de sus escuelas serán mis enemigos y sus maestros serán considerados espías. Los autobuses son cosas raras: cruzan los territorios de ambas pandillas, de forma que para saber si esta ruta es “tuya” o “mía”, se usa como criterio dónde aparcan.

Uno vigiló y los otros dos dispararon. Luego de matar se escondieron en la oscuridad de una quebrada sucia. A las 11 de la noche, seguros de que la policía se habría cansado ya de buscar, salieron del escondite y se fueron a sus casas. A dormir.

***

Al día siguiente, el domingo, fue la vela de Crayola en la casa comunal de la colonia Jardín: familiares rotos, y muchos homeboys de la 18 presentando sus respetos. Como es tan cotidiana la muerte en la vida pandillera, los velatorios suelen ser un espacio frecuente de socialización, de reafirmación de la identidad: si estás ahí es que sos alguien, que estás dentro, que simón…

Ahí llegó el Carne, primer palabrero de la clica, con información nueva: él lo que había escuchado era que el microbús en el que huyeron los asesinos del Crayola era específicamente de la ruta 47, que sube hasta la colina. Así que los muertos del día anterior fueron solo daños colaterales, murieron sin tener vela en ese entierro y habría que pensar en una verdadera venganza, una que sirviera de algo, a diferencia de los muertos inútiles de ayer.

El Carne reunió a un grupo de homeboys y se apartaron del barullo de la vela hasta un pequeño parque frente a la casa comunal. La reunión se celebró alrededor de los columpios.

Chumuelo dijo que la situación ameritaba matar a un cobrador. Carne consideró que no bastaba, que habría que matar también un motorista. Tavo –quizá sintiendo que su rabieta mortal del día anterior había caído en saco roto– recordó que en su casa había gasolina suficiente para quemar un microbús. Da igual cuál… “un” cobrador, “un” motorista, “un” microbús.

Al ver la reunión se asomaron otros tres pandilleros más, que fueron invitados a unirse a la pegada. Aceptaron, desde luego. Dos de ellos eran niños, así que esa era como una cartilla de aceptación, como una prueba de hombría.

Reunieron una escopeta, un revólver, una pistola y una garrafa con capacidad de almacenar un galón de gasolina. Y planificaron el operativo: uno tendría la escopeta escondida y esperaría del otro lado de la calle. Unos vigilarían el sector para prevenir la presencia de policía, y el resto esperaría en la parada de autobús con las armas y la gasolina. Esperando que asomara un microbús de la ruta 47.

Pasaba el tiempo y nada. La lluvia comenzaba a ser más que unas gotas.

Alrededor de las 7 de la noche, la parada de autobuses de la colonia Jardín nunca está vacía. En la colina viven muchos desafortunados que trabajan los domingos: paleteras, maquileras, vendedoras, controladores de autobús, peluqueros, pupuseras… y tienen obligatoriamente que pasar por ese punto para poder subir hasta sus casas.

Asoman los faroles de un microbús y cuesta ver el número que trae tatuado en la lata… se acerca… ¡es una 47! Una mano al otro lado de la calle aprieta la escopeta. Se tensan los músculos. El Tavo se lleva una mano al revólver .38 que lleva en el cinturón y levanta la otra para hacerle señal de parada al carro. Pero pasa de largo. Va demasiado lleno.

Toca esperar más tiempo con la emboscada húmeda. Todo el plan se tambalea. ¿Y si justo llegara una patrulla de policía? ¿Y si esta lluvia arrecia y ya no hay modo ni de prender un fósforo? Pasa el tiempo lento, tic, tac, tic, tac… se hacen largos los minutos. Ya no se miran ni las luces rojas del carro anterior, que se ha perdido ya, trepando la colina.

Varias personas vieron pasar a los homeboys con caminar buscapleitos y con la pinchinga de gasolina. Los vieron también montando la celada con poco disimulo. Pero los viandantes y los vendedores fueron listos, vieron a otro lado, guardaron sus cosas y se largaron. Frente a la parada de autobuses hay unos edificios de apartamentos destinados a la clase media baja, saturados de familias con niños y abuelos apiñados. Hay varias tiendas, peatones, vehículos, ruido.

Entonces asoman otros faroles tambaleándose en la calle. Es otro microbús de la ruta 47.

***

El Peluquero

Dejó el pueblito donde nació porque había muchos problemas con los pandilleros. Todos los días El Peluquero tomaba varios microbuses desde San Isidro, un cantón semirrural del municipio de Panchimalco.

Viajaba más de una hora para ir a peluquear gente a Soyapango. Cada año se iban enrareciendo más las cosas, haciéndose más evidente la presencia de los homeboys en el lugar.

Un día, pandilleros armados se subieron al microbús en el que volvía a casa y le quitaron todo lo que se le podía quitar: cinco dólares, su mochila, y lo que había pasado comprando para preparar la cena con la que comerían Natalia y los niños. Llegó sin nada. Esa noche se rieron con Natalia. Menos mal que solo fueron cinco dólares.

Allá va para la tienda del cantón un peluquero y su esposa a ver qué encuentran para cenar esa noche con los chicos.

En 2006 su hermano mayor lo convenció para trasladarse con la familia a una colina en Mejicanos donde había casas baratas: más cerca del trabajo, menos microbuses con pandilleros, menos viajadera por la capital. Ni siquiera había que trepar a pata la cuesta inclemente de la colina, porque había una ruta de buses que subía rengueando las callejuelas llenas de cráteres terrosos y piedras.

Allá van para la colina un peluquero y su familia a ver si mejora la cosa.

Y mejoraron las cosas. Natalia ascendió de puesto: de maquilera pasó a ser supervisora de maquileras.

Aquel domingo de 2010 El Peluquero terminó su jornada a las 5:30 de la tarde, cuando el sol se iba yendo y las hormigas regresan al hormiguero. Natalia también terminó su jornada. Normalmente ella no trabaja los domingos, pero aquel día había un pedido inmenso y no está la cosa como para andar regateando trabajo. Sus rutas convergían en El Parque Infantil y El Peluquero y su esposa quedaron de encontrarse ahí para regresar juntos a la colina.

Pero Natalia demoró y los chiquillos estaban solos. Pudo más el apremio por los niños y El Peluquero tomó el autobús hacia la colina solo. A los minutos de haber partido, Natalia llegó al Parque Infantil. Se llamaron por teléfono. Ella le dijo que iba justo detrás de su autobús. Él se sintió reconfortado.

Frente a los edificios multifamiliares, un hombre joven levantó la mano para hacer parada al microbús en que viajaba El Peluquero, pero el conductor no se detuvo. Al vehículo no le cabía nadie más y siguió derecho hacia la colina.

Poco después sonó el teléfono de El Peluquero. Era su hermano mayor preguntándole si estaba bien. Había escuchado que algo terrible había ocurrido con un microbús de la ruta 47. El Peluquero marcó a Natalia. Natalia no contestó el teléfono.

***

El Cobrador

El Cobrador nació en una familia grande, muy grande. Diez hijos parió su mamá, pero uno se murió de empacho, siendo un gusanillo pequeño, muy pequeño.

El Salvador ha arañado a la familia de El Cobrador. Cada vez que el paisito saca las uñas, ¡zas!, les mete un zarpazo: el papá iba por la calle en 1982, caminando, sin meterse con nadie y de pronto se arma una lluvia de balas, que en aquel momento se las repartían guerrilleros y soldados. Hubo tanta bala que hasta alcanzó para romperle el pecho al señor y la familia se quedó sin papá. En febrero de 2001, el terremoto les dejó su pobreza tirada por el suelo, apachada. Se les cayó todo. Perdieron todo. Y cuando a los pobres les pasa que pierden todo, resulta que para ellos todo significa todo. De a poquito fueron parando paredes como buenamente pudieron y consiguiendo un cántaro, un vaso, un catre… En vísperas de Navidad, unos años después, una de las hijas había conseguido un trabajo bueno en una cohetería: ponía mechas a los petardos con los que la gente se alegraría en Nochebuena. A la gente le gustan mucho los cohetes y por eso hay que hacer muchos cohetes y trabajar día y noche. En esos casos es muy difícil saber cómo empezó el asunto, pero la cosa es que la cohetería agarró fuego y toda aquella pólvora saltó como loca. La chica la libró por los pelos, pero el fuego alcanzó a lamerla entera y le quedó el cuerpo arrugado, deforme. En 2010 El Cobrador tenía una milpa y un frijolar y los domingos en los que no tenía turno de andar colgado de un microbús de la ruta 47 cobrando el pasaje, lo dedicaba a darle duro a la milpa y al frijolar. El domingo en cuestión, por ejemplo, no tenía turno, pero el tipo que sí tenía se enfermó y fueron a preguntarle: ¿querés hacer vos el turno de cobrador este domingo?

Y les dijo que sí.

***

La Vendedora de Paletas

La noche anterior, a La Vendedora de Paletas le pintaron las uñas de los pies de un azul chillón. Era su vanidad. Total, si vas a andar por ahí caminando con una hielera a cuestas, mejor hacerlo con los pies coquetos. Se los pintó su hija adolescente, que ya tenía maña para brocha tan fina.

Los domingos La Vendedora de Paletas perseguía a los turistas que salen de la ciudad buscando una altura que tenga paisaje y en la que helarse un poco, antes de bajar a la sopa caliente que es San Salvador. Los domingos ella caminaba de punta a punta Los Planes de Renderos buscando clientes para sus golosinas. Las paletas que ofrecía eran de muchos colores y tenían forma de sombrilla. Cuando terminaba la jornada se bajaba de aquel mirador e iba a dejar la hielera a la fábrica de paletas. Luego se regresaba a su colina, donde vivía casi en la parte más alta con su hija adolescente.

Ese domingo era de noche y la chica se había ido a pasar el fin de semana con unas amigas, así que La Vendedora de Paletas llamó desde la parada de autobuses del Parque Infantil. Le propuso a su hija encontrarse ahí para regresar juntas. Si la chica le decía que sí, ella esperaría sentada en algún puesto de pupusas o matando el tiempo en alguna esquina. La chica dijo que no, que se quedaría a dormir donde su amiga. La Vendedora de Paletas tomó el primer microbús de la ruta 47 que pasó.

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La Pupusera

A La Pupusera se le escapó el marido con una mujer más joven. Y cuando un marido se va, se va… no mira para atrás, ya no vuelve, ni para dejar unos centavos a las dos niñas que dejó de uno y ocho años. Se escapó y punto.

Le tocó a La Pupusera apechugar con la humillación y con las dos niñas. Así que hizo maletas y regresó a casa de su madre, a menear una olla descomunal donde hierve el chicharrón de las pupusas, a darle aire al fogón, a cortar el repollo para hacer curtido y a palmear pupusas. Todos los días la gente de la colina sabe que en esa casa hay un fuego prendido.

No comer pupusas en domingo es mala ortografía. Por alguna razón perdida en la historia de El Salvador, el domingo es como el día oficial de las pupusas. Cuando cae la tarde el cuerpo pide. En esas estaban La Pupusera y su madre, ordenándolo todo, poniendo manteles a las mesas, con sus botes de curtido y la salsa espesa y roja cuando sonó el celular y del otro lado resultó la voz del marido fugado.

Quería –cosa rara– darle plata para las niñas. Esa sí que era una oferta que no se podía rechazar, así que La Pupusera se quitó el delantal, se arregló para salir y se fue a la Zacamil a traer el dinero y pensaba de camino darse algún lujillo, pasar quizá por un centro comercial y mirar los escaparates, salir un rato de la colina, comprarle cositas bonitas a las niñas.

Salió en el microbús de la ruta 47 que la saca de la colina y que la traerá de vuelta.

Antes de salir la mamá se lo advirtió clarito: “Hija, hoy es día en que trabajamos, vaya y regrese luego”. Y se dispuso a enfrentarse sola a los primeros comensales. Pasó el tiempo y comenzó a llover, la pupusería llena y ella sola palmeando pupusas y sirviendo, ocupando a su esposo de mesero. Resolviendo. Aaaaah, los jóvenes son tan irresponsables… o quizá esos dos se arreglaron y esta se quedó también resolviendo o… el caso es que mamá estaba muy enojada, sobre todo cuando dieron las 8 de la noche y la susodicha ni contestaba el teléfono ni daba señas. Qué bárbara, qué irresponsable. Los clientes se fueron y ella recogió el lugar solita, pensando en las palabras que usaría. ¡Ja! Ya aprenderá esa muchacha… Le tocó incluso poner a dormir a la niña de un año.

Cuando daban casi las 10 de la noche alguien aporreaba la puerta de la casa, creando un gran escándalo. Mamá se preguntaba qué podría querer alguien a esa hora para hacer ese barullo.

***

El Controlador

Quienes van en autobús habrán notado que en ciertas paradas hay unos tipos a quienes los conductores muestran una libreta. En esa libreta está apuntada la hora precisa en que salieron del punto de buses. Los tipos que reciben la libreta son los controladores. Su trabajo es chequear que los choferes hagan la ruta completa en el tiempo estimado, que no se adelanten y que no se atrasen. Bueno, pues Matías es uno de esos: un controlador de autobuses.

Trabajaba para la ruta 1. Aquel domingo le tocó salir 30 minutos antes de lo habitual. Es una bendición salir de trabajar temprano, aunque sea unos putos minutos, más si es domingo, cuando los suertudos están panza arriba todo el día.

Tomó el microbús de la ruta 47, que se detuvo en la parada de la iglesia Don Rúa. Iba cayendo la noche. Se veía que el chofer venía adelantado, pues decidió hacer espera en esa parada. Ahí iba despilfarrado el tiempo de ganancia por haber salido temprano.

El Controlador no consiguió asiento y le tocó pararse en el pasillo esperando que el chofer decidiera mover el microbús. Paseó los ojos por el paisaje: un señor con sombrero; la vendedora de café que iba con un canasto y dos grandes tarros de aluminio ya vacíos; dos chicas enfiestadas que no paraban de pedirle al chofer que subiera el volumen de la música –El Controlador las maldecía en secreto, porque traía un inusual dolor de cabeza–; una señora con su hija pequeña, quizá de cinco años… ¡Al fin arrancó este cabrón! Y para colmo de males hizo todo el trayecto despacito, despacito…

***

Ella

La cosa es que el Cafecito disfrutaba los viajes en microbús junto a su padre. Un montón. Como Ella es vendedora de Almacenes Simán y tiene un horario de almacén –de 9 a 9– el niño pasaba el tiempo junto a su padre, sentado al lado del volante, viendo a papá mover el timón, halar la palanca, apretar los pedales. Era divertido. Todos conocían al Cafecito, que disfrutaba los viajes en microbús junto a su padre.

Antes de emprender la última ronda del día, comenzó a llover. En realidad ese domingo no había necesidad de que el niño se fuera de tour en el microbús, porque Ella tenía descanso. Pero es que de verdad, aquel bichito de 10 años era feliz en el vehículo, abrevando el argot alburero de los motoristas y de los cobradores de autobús de la ruta 47.

Pero ya con lluvia era otro cuento. Café decidió que la última ronda la haría sin el niño, no fuera a ocurrir que se mojara y luego anduviera calenturiento ahí todo el día en el microbús. Café subió la colina en el carro y entregó el niño a Ella.

Todo el jodido domingo sentado frente al manubrio te deja todo entelerido, lleno de agujetas en la espalda. Café le preguntó al cobrador si no se animaba a cambiar de roles y el otro aceptó gustoso.

Bajando la colina venía el microbús de la ruta 47 cuando unos hombres le hicieron parada. Quienes saben cómo fueron las cosas dicen que no hay mucho que decir: apenas pusieron un pie en la grada, dispararon a lo loco. Parece que la consigna de atacar microbuses de la 47 había circulado entre los homeboys de la 18 y otro comando decidió por cuenta propia elaborar su propia emboscada. Otros creen que se trató de un atentado para despejar de policías la emboscada principal. El caso es que las balas entraron y salieron dejando al microbús agujereado.

Pero el chofer improvisado tuvo los reflejos rápidos y arrancó el microbús a todo tren, obligando a los asesinos a saltar y a caer dando tumbos. Pero el daño estaba hecho. La sangre de Crayola había vuelto a cobrar.

Una niña de 6 años iba sentada con su madre y una bala le encontró la cabeza por la parte de atrás. Dio un solo latigazo con la frente y murió al instante. Al estar en la puerta de entrada, en su posición de cobrador, Café también recibió plomo y se desangraba en el pasillo del vehículo. El motorista no detuvo el microbús hasta llegar a la sede de la Cruz Roja, suplicando que todavía hubiera algo por hacer.

Cuando Ella vio llegar un microbús hasta su casa, supo que algo había pasado. Eran dos compañeros de trabajo de Café, que llegaron con la noticia de que su marido había resultado herido en una balacera y se acercaron, solidarios, a llevarla hasta donde estuviera Café. Ella se subió al microbús haciendo preguntas que nadie supo responder.

Cuando habían bajado la colina, el hombre que manejaba se paralizó. Las manos le temblaban y lloró de miedo puro. Declaró que no era capaz de seguir conduciendo y hubo que poner a otro chofer. Y ante ellos ardía, con llamas enormes como árboles, otro microbús de la misma ruta. Había un taladrante olor a carne en llamas. Ella pensó que ese era el día más malo de todos los días.

Capítulo II | La vida viaja atrapada en la ruta 47

Por la noche viene un microbús de la ruta 47 bañado en lluvia, con los faroles encendidos y con casi 30 pasajeros dentro. Es blanco, con una franja azul en los costados. Trae la radio encendida. Dentro se escucha música.

Un hombre joven hace parada al microbús con una mano justo frente a unos edificios de apartamentos. El chofer detiene el vehículo unos metros antes del hombre, que trota la distancia hasta la puerta de entrada. Sus compañeros de pandilla lo conocen como Tavo. Detrás de Tavo suben dos más: Wilita alcanza a entrar en el microbús y Payasín apenas encuentra espacio para poner un pie en la grada de entrada y sujetarse del pasamanos metálico. El conductor y El Cobrador reparan en que han caído en una trampa. Tienen miedo. Saben que es muy difícil para ellos salir vivos de esta. Han caído en una trampa, han caído en una trampa. Lo saben. Del otro lado de la calle viene un hombre con una escopeta, se pone frente al microbús para cerrarle el paso. Apunta a la cara del conductor con la escopeta y lo insulta, le llama «hijueputa» y le ordena que desvíe su ruta, que doble hacia la entrada de la colonia Roma. El conductor no quiere, tiene miedo, no levanta la mirada. Desde dentro del microbús, Tavo le está apuntando con un revólver .38 en la cabeza, le ordena que no siga su ruta, que doble a la derecha. Le grita. El conductor no quiere entrar en esa calle, sabe que es la parte más fría de esta trampa en la que ha caído. Finge acelerar. Le da unos empujoncitos al acelerador con el pie, para que el motor ruja; quita el pie del embrague para que el carro se mueva un poquito, solo un poquito, para que esos hombres dejen de gritarle, para que no disparen, buscando una idea, esperando que algo le salve la vida de pronto. Tavo le azota el revólver en la cabeza. Duele. Otra vez le estalla el mango del revólver en el cráneo. Avanza. Adelante hay un tipo con una escopeta que lo matará antes de dejarlo seguir recto. No hay de otra, dobla hacia la derecha y se mete en el pasaje que le ordenan. El tipo que está afuera y delante del microbús da pasitos para atrás, mientras apunta con la escopeta. Cuando el vehículo está dentro del pasaje, justo al lado de una tienda, el hombre de la escopeta aprieta el gatillo. No pasa nada. El arma se ha encasquillado y al desatorarla salta hacia el piso un cartucho calibre .12, de plástico verde, lleno de los perdigones que estaban destinados a hincársele en el cuerpo al conductor. La escopeta vuelve a estar cargada, el hombre camina hacia la ventana del motorista y vuelve a apuntarle a la cara. Lo insulta. Tiene toda la intención de escupirle fuego en la cabeza. Desde dentro, Tavo lo detiene, le dice que la agarre al suave, que él está controlando y le hace un gesto con los ojos. El hombre de la escopeta se aparta un poco de la ventana. El chofer está desconcertado y levanta los ojos para ver a Tavo. ¡Pum! El primer disparo. La Niña tiene 12 años y está sentada justo atrás del chofer y alcanza a escuchar los insultos y el ruido seco que hace un arma cuando choca contra el hueso de la cabeza. Su madre la cubre con el cuerpo. Desde el refugio que es el cuerpo de su madre alcanza a ver cómo se le entierra la primera bala al chofer. ¡Pum! El segundo balazo. La bala entra y sale. El conductor se desploma contra el timón. ¡Pum! El tercer tiro. A La Niña le parece que el temblor mortal en el cuerpo del motorista, mientras va recibiendo disparos, se parece mucho al movimiento que hace la gelatina cuando se le pincha con un tenedor. Los pasajeros gritan, piden auxilio, se hacen ovillos uno detrás del otro, se agachan, se acurrucan en los asientos, gritan, gritan, gritan. El Controlador va parado casi al final del pasillo del microbús y en el asiento que tiene enfrente una señora y su hija, quizá de cinco años, se acurrucan. El Controlador le empuja la espalda para apretarla más contra el asiento, le grita que se agache, la señora le dice que no puede agacharse más. Wilita y Payasín tienen solo un arma para los dos, se la turnan, disparan sin dirección. Aparecen más pandilleros en la calle, que disparan contra el microbús desde afuera. El hombre de la escopeta se aparta, temiendo que una bala lo alcance a él. A La Niña le parece que el vehículo es un grano de arroz que ha entrado en un hormiguero enfureciendo a la colonia. Una bala le pasa rozando la sien, justo sobre la oreja izquierda y se le entierra en el muslo a su madre, que sigue cubriéndola con el cuerpo. La bala no sale, queda dentro. La gente grita, hay caos dentro del microbús. Los que van en los primeros asientos se arrastran a refugiarse en la parte de atrás, todos quieren cubrirse con el cuerpo de otro. Se forma un tumulto. El pandillero conocido como Carne aparece con una pichinga –que era de jugo de naranja– llena de gasolina y la vacía en las gradas de la única puerta que tiene el microbús. Enciende un fósforo, pero se le apaga en las manos. Enciende otro. Lo lanza, y el microbús comienza a arder. El fuego bloquea la única vía de escape y va comiéndose el microbús. Hay un humo negro dentro. La Niña corre a la parte de atrás, donde la gente está apiñada. El calor comienza a aumentar. Las ventanas son anchas, pero están protegidas por dos barras de aluminio niquelado instaladas dentro del vehículo. Las partes de metal comienzan a ponerse calientes. Los asientos y el hule arden con rapidez. La mayoría de pandilleros se ha esfumado entre las callejuelas oscuras. Los pocos que quedan están armados. La Niña se ha separado de su madre y se apretuja en la parte de atrás. Las ventanas están atascadas de gente queriendo escapar. Golpean el cristal con lo que pueden. Las barras de aluminio ahora son una hornilla candente. Hay poco aire y mucho humo negro. La Niña distingue a una señora que ha comenzado a quemarse viva y la señora le pide que saque del bus a su hija, quizá de cinco años. La Niña toma a la hija de la señora y la hala, dispuesta a correr contra el fuego para escapar por la puerta. La chiquilla no quiere dejar a su madre y se toma de una de las barras metálicas ardientes. La Niña la deja y se dirige al fuego. El Controlador consigue romper una ventana de la parte de atrás. Para salir hay que hacerlo despacio, pasar debajo de las barras y lanzarse a la calle. El fuego avanza como una ola, se va comiendo todo. Mientras escapa, El Controlador pone el antebrazo en una de las barras, que están rojas, y la piel se le desprende. Salta del microbús y su camisa va prendida en llamas, pero él no lo siente. Cae y mira como si la calle se le acercara a la cara más y más y más… ¡Pas! Cae al suelo y el golpe le atonta unos segundos. Cuando se recupera está en la calle, al lado del vehículo, con el pecho sobre el pavimento. Puede ver por debajo del microbús cómo un hombre maduro consigue también saltar y cómo lo reciben unas balas. Mira cómo ese hombre muere rebotando en el suelo. Tiene miedo de ponerse de pie. Tiene miedo de enojar a los pandilleros si notan que vive. Mira salir a El Cobrador convertido en una antorcha humana. El fuego le ha comido de la cintura para arriba y corretea desesperado, gritándole a los asesinos: «¡Matame, hijueputa, matame!» Uno de los pandilleros le dispara dos balazos y El Cobrador cae al piso, donde su cuerpo sigue ardiendo en llamas. El Controlador reacciona y se pone de pie. Cuando la lluvia le cae sobre la espalda, se asombra al escuchar chirriar su piel, shhhhhh, como cuando uno tira agua sobre carbón encendido. Cuando corre, para alejarse del microbús en llamas, mira cómo en el pavimento las balas sacan chispas. En el microbús un hombre viaja con su hijo adolescente, a quien ordena que salte por una ventana. Pero el muchacho prefiere asegurarse de que su viejo esté a salvo. El hombre salta y cae a la calle. Pero para el hijo, ahora, es demasiado tarde: ha inhalado demasiado humo y se desmaya dentro del bus. Una pareja joven viaja con su bebé y busca una salida, pero en todas las ventanas hay alguien queriendo escapar. Una mujer le pide a su marido que saque a los niños de la buseta; él consigue tirar a los niños y saltar por la ventana. Ella no. La Niña atraviesa el fuego del pasillo a toda carrera, mientras consigue adivinar la puerta de salida. No se mira nada, no se siente nada. Baja a tropezones las gradas derretidas. Consigue salir. El humo no la deja ver el poste que hay en la acera y choca contra él. Lo golpea con la cara y cae al suelo. Cuando se recupera se pone de pie y camina sin rumbo. Sin darse cuenta se interna más en la oscuridad del territorio de los pandilleros del Barrio 18 que han prendido el microbús. Mientras La Niña camina, se asombra al notar que la piel de sus piernas y de sus pies se va desprendiendo y que queda adherida al pavimento. No siente dolor. Shhhhh, le chirría la piel cuando la lluvia la moja y se da cuenta de que todavía lleva fuego en el cuerpo. Manotea, lo apaga. Entonces escucha explotar el microbús. Las llamas crecen altas, rabiosas. Nota que va en la dirección equivocada y se regresa, viendo cómo la piel se le rompe, como sus piernas son un despojo, como la piel de los brazos está blanda, blanda. Pasa nuevamente al lado del microbús en llamas. En el suelo hay un hombre que repite un mantra apenas audible: «Ayuda, ayuda». La Niña lo mira bien. Al hombre le falta un ojo y en su lugar hay un pliego de rostro derretido y en el hombro derecho se le ve un agujero blanco. La Niña nota que sale humo por las orejas de aquel hombre, que va apagando su súplica poco a poco. Hay gente en el piso, hay gente huyendo. Entre la negrura espesa del humo la niña reconoce la voz de su madre, que ha conseguido salir viva de aquel infierno. Todo esto ocurre en menos de cinco minutos. Es el domingo 20 de junio del año 2010.

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El policía Lombardo patrullaba Mejicanos junto a sus compañeros Milton y Salomón cuando vieron un humo negro saliendo a borbotones de alguna calle y manchando el cielo lluvioso de aquel domingo. Decidieron seguir el fuego para ver qué ocurría.

Tres años después, el policía Lombardo le contaría a un tribunal qué fue lo que se encontró. En el atestado oficial del tribunal quedó recogido su relato: «Observaron un microbús… observan que el microbús estaba completamente en llamas, que se bajaron de la patrulla a auxiliar a la gente que gritaba en el microbús, que la gente gritaba «auxilio, me quemo, ayúdenme», que se acercó como a un metro del microbús, que no se acercó más porque había llamas, que luego con un compañero optaron por quebrar los parabrisas del vehículo, (…) que los parabrisas los quebraron con los fusiles (… ) que con la culata del fusil jalaban a la gente fuera del microbús, que salían las personas quemadas con la piel negra, que salían como que si ve un plato de carne asada, que la gente se tiraba y rodaba en el suelo porque todavía llevaban fuego en el cuerpo (…) que luego el microbús estalla, que las llamas crecieron más, que la gente que estaba dentro no se veía, ya no se escuchaban más gritos (…) que le llamó la atención, después de sofocar el fuego los bomberos, observar una completa masa que no sabía si eran personas, que lo que le llama la atención fue que vio una manita como de una niña, que esa manita estaba pegada a la lata del microbús».

Aquel día murieron calcinadas vivas 14 personas dentro de un microbús de la ruta 47. Tres más morirían en los días siguientes con quemaduras en la mayor parte de su cuerpo.

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La noticia corrió rápido entre los habitantes de la colina y a los minutos había una romería de gente bajando por las empinadas calles, presintiendo lo peor, buscando a quien les faltaba.

El Peluquero se asomaba por las ventanas del microbús, buscando a su esposa, que había dejado de contestar el teléfono. Varias mujeres suplicaban información a policías desconcertados. Los hospitales no sabían a ciencia cierta quién estaba vivo y quién muerto y nadie sabía con certeza cuántos cuerpos había dentro del microbús.

La mamá de El Cobrador había salido a pie, bajo la lluvia a mendigar alguna palabra a la Cruz Roja, al Hospital Rosales y al Hospital Zacamil, acompañada de uno de sus hijos menores. Cuando al fin perdió la esperanza de encontrar con vida a su muchacho se acercó a la escena del crimen. Detrás de la línea amarilla de seguridad pudo ver a su hijo muerto a un lado del microbús, devastado por las llamas, completamente quemado de la cintura para arriba. Pero a la carne que ella llevó en el vientre la reconocería en todos lados, de cualquier forma, de cualquier modo. Y lloró echadita en el suelo, derrumbada como un saco de dolores.

A uno de los camarógrafos de noticiarios que ya se agolpaban en el lugar le pareció que aquello era una buena toma y le apuntó con su cámara. El hijo menor le pidió que no filmara a su madre muriéndose de tristeza y el camarógrafo siguió filmando; le tapó el lente con la mano, y el camarógrafo le dio un puño. Cuando el chico le manoteó la cámara, el camarógrafo lo acusó con un policía y el joven terminó esposado. Tuvo que levantarse del suelo la madre a suplicar misericordia. El policía dejó ir al muchacho.

Una patrulla de policía recogió a La Niña y a su madre, cuando deambulaban solas cuesta arriba, hacia la colina, descarnadas, doloridas. Las llevó a un hospital.

El Controlador se encontró a su familia que ya lo buscaba y que al verlo quemado quisieron abrazarlo, pero no pudieron porque a él se le iba la conciencia del dolor. Esa noche llegaron periodistas al Hospital Rosales, para tener imágenes de los heridos. Desde la camilla él pidió por favor que no le fotografiaran el rostro. Al día siguiente la imagen de su cara dolorida apareció publicada en El Diario de Hoy y en La Prensa Gráfica.

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Vivir en la colina

Han pasado tres años desde que pasó lo que pasó. La mayoría de asesinos fueron capturados y vencidos en juicio. Algunos pagan penas propias de menores de edad y los adultos recibieron las máximas condenas que el país permite. Si sobreviven al suplicio de las cárceles salvadoreñas, saldrán siendo ancianos. Tavo, que había conseguido escapar durante tres años, fue capturado en agosto de este año y condenado a pasar 66 años y ocho meses preso. Cuando ingresó al sistema penitenciario tenía 25 años.

El hombre que portaba la escopeta en la emboscada traicionó luego a la pandilla 18 a cambio de que la Fiscalía le ofreciera calidad de testigo protegido y lo eximiera de la responsabilidad penal por sus actos. Participó como testigo en los juicios, relatando con sumo detalle lo ocurrido en aquella masacre.

El presidente Mauricio Funes mandó una ley a la Asamblea que llamó Ley de Proscripción de Pandillas, que convierte en agravante para cualquier delito ser miembro de pandillas. Los jueces la encontraron de muy difícil aplicación. Su equipo de propaganda lanzó una campaña en la que un hombre se arrancaba la camisa al estilo Supermán y en la que se leía ‘Nadie va a intimidar a El Salvador’. La primera dama de la República, Vanda Pignato, ofreció a los sobrevivientes y a los familiares de los asesinados una canasta básica de alimentos durante un año. Algunos han asistido también a terapia sicológica donada por una organización feminista, exclusivamente para mujeres, y por la UCA, para los hombres.

La Mara Salvatrucha-13 pintó un mural en la colina con los nombres de los fallecidos aquel día. Mientras unos homeboys de la Mara terminan de dibujar un mural, que semeja una Biblia abierta con los nombres de los calcinados, converso con el más amable de ellos, que me da pruebas de que no necesita moldes para dejar tatuada a la pared con una letra estilizada y firme.

Se equivocó la gente rica de San Salvador dejándoles esta colina a los pobres. La altura llena de frescor las tardes y desde sus lomos se pueden ver lejanos volcanes en la silueta del país. Por sus laderas se menean árboles. Desde arriba se mira al San Salvador nocturno como cielo estrellado, con lucecitas naranjas, amarillas y blancas. En la parte más alta de la colina hay un tanque de agua. Muy grande. De cemento. Ahí, para que se mire desde todas partes, hay un letrero que dice: MS.

Cuando le señalo el tanque al tipo que pinta el mural, se sonríe, orgulloso: “Yo lo pinté… me costó un buen rato”, y sigue dándole brocha a su buena obra.

Un día, cuando bajaba por la colina, me encontré a una maestra de una de las escuelas del lugar mientras ella iba bajando esa cuesta traicionera y le ofrecí aventón en mi carro. Me explicó que la Mara controla esa colina. Que por eso es seguro ahí arriba, que es imposible que suban “las chavalas” –que es como los pandilleros de la MS-13 designan a sus enemigos del Barrio 18–, pues los homeboys tienen controlado el sector día y noche.

Uno de los ojos principales de la MS-13 en la colina es una viejecita en delantal que pasa las tardes delante de un canasto de pan a la entrada de la colina. Tiene una varita de madera en la mano. Atada a la varita hay una bolsa plástica con la que espanta las moscas. Ella ve todo, se entera de cada persona que sube o baja por esa calle. Dicen que su lengua mata.

Los pandilleros de la Mara Salvatrucha que viven en la colina deben estar muy atentos, porque son una isla rodeada de sus enemigos mortales del Barrio 18. Por eso mantienen un control férreo de su territorio, por eso tienen contadas a las personas y por eso mantienen vigías en los puntos de acceso, día y noche. A una de las personas que decidieron regalarme el relato de una parte muy dolorosa de su vida, un pandillero se lo explicó así: “Nosotros somos la Fiscalía, la Policía, aquí nosotros somos todo, usted no puede hacer nada sin preguntarnos a nosotros”. Y esa persona –y las demás– se lo toman muy, muy a pecho. Si va a llegar un familiar, avisan a la pandilla; si se van a reunir para aprender algún oficio o para realizar cualquier actividad, se lo avisan a la pandilla; si entra un maestro nuevo, debe recibir el visto bueno de la pandilla.

Por eso cuando quieren recordar con un mural a los muertos que dejó la guerra de la Mara Salvatrucha con el Barrio 18, es preferible que también lo dibuje la Mara, en el muro que elijan, con el diseño que elijan y con las letras oficiales, con las que también han marcado un tanque de agua que les recuerda a todos en la colina quién manda aquí.

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La Niña es ahora una adolescente. Parece tímida y prefiere llevar pantalones y mangas largas. Lleva en la piel de sus brazos y de sus piernas de muchacha joven la marca indeleble del fuego. La Niña y su madre hablan en susurros, con la puerta cerrada. La señora no menciona jamás a quienes las lastimaron tanto. Escuchándola podría pensarse que simplemente pasó, que les pasó eso. “Eso”, que es mejor no decir. En cambio, La Niña endurece el rostro y pronuncia palabras: “El que detuvo el microbús era delgado, pelo negro, en jeans y zapatos cafés, con camisa negra y aretes en una oreja… como si lo estuviera viendo”. Su madre la mira con horror. Llora. La señora todavía lleva en el muslo el plomo que recibió aquel día protegiendo a su hija. En los días fríos el metal le muerde por dentro y le recuerda que sigue ahí.

Después de que los periódicos publicaran su fotografía, El Controlador le pidió a su familia que se fueran de la colina. Temía, de nuevo, que el agravio terrible de estar vivo, de no haber muerto, le acarreara la persecución de los pandilleros de la 18 para siempre y que le arrancaran a su familia la vida, por no habérsela podido arrancar a él. Pasó cuatro meses en el hospital viendo morir a sus compañeros de cuarto: “Poco a poco fueron desapareciendo mis compañeras. Una señora gorda fue de las últimas que murió. ¡sí que saltaba! De repente, como a las 12 de la noche ya no aguantó y la enfermera me dijo que moría de dolor”.

El Controlador tiene la carne retorcida en los brazos y en la espalda. En uno de sus brazos tiene solo un pequeño tramo de piel intacta. Es donde estaba un reloj de pulsera, que atesora, ahora, achicharrado.

Se mudó con su familia a otro municipio, donde su hijo comenzó a estudiar en una escuela pública. Pero su nueva casa quedó también en medio de la guerra pandillera. La MS-13 comenzó a presionar al chico para que se incorporara a la pandilla. El Controlador decidió sacarlo de la escuela y dejarlo sin estudiar. Ahora el muchacho es aprendiz en un taller mecánico.

El Peluquero todavía llora a su chica. Todavía la extraña. Es profundamente evangélico y vive muy preocupado por sus chiquillos. Intenta escaparse cuando puede para recogerlos en la escuela y les compra minutas y golosinas para que estén contentos. Solo tiene un día libre a la semana, y ese día va con los chicos a la biblioteca parroquial, a hacer los deberes.

Luego de que Natalia muriera calcinada en el microbús, dejó de trabajar dos semanas, sin poder levantar la cabeza, triste. Bien triste. Había dicho a los niños que mamá estaba hospitalizada y que el hospital no es lugar bueno para niños, por el tema de los microbios. “Luego los llamé a los dos y les dije: yo voy a trabajar para que tengan lo más necesario, siempre los voy a apoyar. Su mamá no sobrevivió. Nos va a hacer falta, pero aquí estoy yo”. Y luego admite, apenado: “No pude no llorar”.

Ahora los niños pasan las horas en las que no hay escuela con su abuela, campesina y humildísima, que no puede enseñarles las letras que ella misma no sabe y que buenamente atiza un fogón para calentar el sustento a los chiquillos.

La Vendedora de Paletas no murió dentro del microbús. Los policías consiguieron sacarla y trasladarla de emergencia a un hospital. Por su sistema respiratorio había pasado aire hirviente que la quemó por dentro. Como le habían apuntado otros apellidos, nadie sabía a ciencia cierta quién era. Su hija adolescente la reconoció por el azul chillón con el que tenía pintadas las uñas de los pies. Tres días luego de haber sido quemada viva, el cuerpo se le rindió.

Después de su muerte, lo que quedaba de su familia se dispersó. El hijo mayor temió la muerte para él y se largó a Estados Unidos, con la promesa de ahorrar para llevar a su hermana hasta Estados Unidos. Pero luego de atravesar México supo que ese no era un camino para una chica. A los seis meses ella se hizo novia de un miembro de la Mara Salvatrucha, que había pasado por un proceso de rehabilitación. Este año la guerra pandillera le quitó también a su compañero de vida, que quedó tirado con el rostro irreconocible a fuerza de balazos. Dejó una niña de pocos años que tiene sus ojos.

La Pupusera dejó dos niñas muy pequeñas viviendo con su madre, que aún remueve un caldero inmenso todos los días. Esa fue la última vez que el padre de las chicas ofreció ayuda.

La madre de El Cobrador recibió 165 dólares como indemnización de la empresa de buses. Pero le cobraron el transporte para llevar el féretro hacia el entierro. Lo que quedó lo invirtió en abono para su milpa. Quienes la conocen dicen que a veces habla con su hijo muerto.

Cuando Ella llegó a la Cruz Roja buscando a su esposo herido, se encontró con una niña muerta sobre una camilla y con el microbús que Café manejaba parqueado. Dentro, en el pasillo, estaba el cadáver de él. “Al día siguiente la ausencia… ver a mi hijo llorando por su papá y expresando odio”. Sus empleadores le dieron tres días de luto y luego tuvo que volver a trabajar como vendedora del departamento de “hogar”.

Ella quisiera salir de la colina, pero su trabajo como vendedora de almacén le obliga a dejar a sus hijos solos todo el día y depende de que sus familiares políticos les echen un ojo.

“Siempre hago la misma ruta. A veces en el mismo microbús. Aún tiene los agujeros donde entraron los balazos y según yo esos son los que lo mataron. Están cerca de la puerta. Varias veces me toca ir en ese bus. La verdad, es bien difícil perdonar. Bien difícil…”

Por una ladera escabrosa y empinada que se precipita hasta el fondo de un barranco, bajan dos señoras de sociedad, ayudadas por su chófer y guardaespaldas. Van levantando polvo y midiendo cada paso para no equivocar el pie que las haría rodar sin remedio hasta el fondo. El escolta las sujeta por los antebrazos con delicadeza y ellas intentan no perder la estampa y sonreír bajo un sol rabioso que está a punto de alcanzar el cenit.

Hace unos meses esta hondonada era utilizada como basurero al aire libre por los vecinos de la zona y junto con las bolsas de basura –en los casos afortunados en los que la basura era lanzada dentro de una bolsa- crecía una maleza silvestre e hirsuta. Años antes había funcionado una granja de pollos cuyos propietarios fueron abandonando con el paso del tiempo debido a la violencia que imperaba en el sector, hasta que la pequeña quebrada que ahora apenas lame las piedras con un agua sospechosa perdió el juicio en 2011, a causa de las lluvias torrenciales, e inundó este vallecito arrancando la estructura de la granja, rompiendo sus pilares y retorciendo las láminas contra las rocas. Entonces quedó a merced de la basura y la maleza.

Este sol cancerígeno les alborota los perfumes a las señoras y las ahoga en el vaho de su propia esencia. Llevan gafas de sol con enormes aros estilizados y mientras bajan la barranca a trompicones van enterrando sus delgadas zapatillas en el polvo. Sobre sus cabezas, adornadas con peinados al estilo Bouffant –muy de moda entre la aristocracia de los años 60- que levanta el cabello a fuerza de fijador hasta hacerlo parecer una corona, o un casco, gravita el hollín de hojarasca quemada.

Una de esas damas de sociedad es una señora vestida con elegancia casual y con evidentes retoques faciales para disimular la edad. La otra es Mercedes Gloria Salguero Gross, fundadora del partido Arena que gobernó el país durante dos décadas seguidas; redactora de la Constitución de la República de 1983 y ex presidenta del parlamento entre 1994 y 1997, desde donde promovió fervientemente, pero sin éxito, la pena de muerte para el delito de homicidio. Abajo, en el pequeño valle que se forma a los pies de estas laderas de tierra hay un toldo blanco con el escudo de la alcaldía de Ilopango bajo el que esperan dos pastores evangélicos, un sacerdote católico, el alcalde y buena parte de la poderosa clica de la Mara Salvatrucha (MS-13) que domina esta zona.

Ilopango es uno de los 14 municipios que conforman el área metropolitana de San Salvador y carga sobre su nombre el estigma de ser violento, muy violento y cundido de pandilleros violentos. En los últimos años la tasa de asesinatos se ha movido entre los 70 y los 100 por cada 100 mil habitantes. En números brutos, el año 2010 registró 85 homicidios, el año siguiente hubo 117, y el año pasado, en el que entró en vigor la tregua entre pandillas, hubo 62. Lo que resulta innegable es que los pandilleros tienen sobre este municipio una presencia poderosa y cotidiana.

Debido a su estigma de lugar pendenciero y peligroso y al entusiasmo con que su alcalde, Salvador Ruano, abrazó la idea de que la solución a la violencia del país pasaba por dialogar y negociar con las pandillas, Ilopango fue el primer municipio declarado “libre de violencia” por parte de las más altas autoridades de seguridad del país. El acto que está a punto de celebrarse es considerado por las autoridades municipales, por los clérigos, por Mercedes Gloria Salguero Gross y por la veintena de miembros de la Mara Salvatrucha un éxito y una clara señal de esperanza.

Marvin es el vocero de la Mara Salvatrucha de todo Ilopango, lo que de ninguna manera significa que sea el jefe de la MS-13 en este lugar. Significa solo eso: que algunas mentes, que algunas voces dentro y fuera de las cárceles creyeron que él era el apropiado para dar la cara. Cuando se le pide una entrevista Marvin responde: “Así como usted, yo tengo una jerarquía que debo respetar, déjeme consultar y yo le aviso a ver qué me dicen”.

Quienes lo nombraron vocero deben tener muy buen ojo para la imagen pública. Marvin se escapa de todo el estrafalario cúmulo de clichés sobre los mareros: no está tatuado de manera visible y de todas formas, si llevara tatuajes no sería fácil notarlos sobre una piel tan morena. Al verlo de espaldas parecería un adolescente en los años de la más temprana adolescencia; tiene una apariencia frágil, apenas por encima del metro y medio, con una espalda delgada y ropa que invariablemente parece hecha para alguien más corpulento. Pero su cara no es la de un niño, es la de un hombre, que nunca ríe, que mira detrás de unas gafas, que siempre mide lo que dice y que siempre habla en serio. Marvin es el tipo de personas a las que es fácil creer una promesa.

Este día el vocero de la Mara lleva –como siempre- cubiertos los antebrazos con una camiseta de algodón y un jeans metido en unas botas de hule blanco que son las de faena. Están a punto de inaugurar una nueva granja de pollos, en el mismo lugar que hace años funcionó otra. Esta vez han sido los hommies de la pandilla quienes la han construido con sus propias manos: han aserrado, martillado, cortado, clavado, serruchado… cada pieza de esta granjita.

De los trescientos pollos que recibieron hace dos días solo han muerto dos, y lo atribuyen al flash de una cámara de la alcaldía que retrató el momento. Así que ahora está prohibido alumbrar a los pollitos y los pandilleros se contienen las ganas de levantar los plásticos negros de la granja para mirarlos. Para entrar al corral, Marvin moja la suela de sus botas en agua yodada, para no contaminarlos, y los contempla con el gesto circunspecto: cree que la presencia de tantos medios de comunicación terminará matando a más de un pollo, pero también sabe que es un mal necesario. La alcaldía convocó a todos los periódicos, radios y canales de TV a cubrir la noticia.

Marvin espera que esta granja le de sustento a al menos 20 pandilleros y a sus familias. Pero no lo dice con gran contentura –aunque hay que decir que él no dice nada con gran contentura-. Torna los ojos para sacar cuentas: solo en Ilopango hay 14 clicas y la más pequeña es la Guanacos Locos, que tiene 20 miembros. Su propia célula tiene 45 homeboys activos. “Pero no es así nomás, solo nosotros tenemos como a 30 homeboys presos y no los podemos dejar perder, así que solo ahí habría 75 personas y ponele que cada clica ande por ahí… más los 37 muertos que tenemos, que también hay que ver por sus familias…”. Marvin estima que el tamaño del problema es de al menos 500 personas. “Y eso sólo de nosotros, de la MS. ¿cómo ves el problema? Púchica, es grande el problema ¿verdad?”.

Para no tener que partir el pastel en pedacitos más pequeños, algunas clicas han dejado de incorporar a nuevos miembros a la pandilla y repiten que no esperan mucho, que esperan un salario mínimo. “Somos como un animalito: agua y tortillas y sobrevivimos”, sentencia el Marvin, mientras controla con la mirada que todo esté ordenado, listo para el evento.

Una semana antes de la inauguración, otro homeboy explicaba sus preocupaciones con respecto al futuro de la empresa: “Lo que nos gustaría es que el Súper Selectos nos comprara todo el producto, por lo pronto lo que pensamos es venderlo en los mercados de aquí” y siguió reflexionando en voz alta: “pero en los mercados de acá distribuyen los del Pollo Sello de Oro, ahí la Mara va a tener que ver cómo hacerle para que ya no vengan o para que mejor nos compren a nosotros…”. Y luego, quizá al percatarse de cómo había sonado aquello: “Pues sí, pero no intimidando, sino haciéndole conciencia a la gente, porque si no eso ya sería como bravuconada ¿verdad? Y eso es lo que estamos tratando de evitar…”

Hay muchos pandilleros en este lugar, los más jóvenes fuman y escuchan música de sus teléfonos celulares, se acurrucan huraños, se reúnen en grupo, vigilan el sector, se tapan el rostro con pañoletas y enseguida lo destapan, acarrean cosas, echan vistazos a los pollos, intentan ayudar en algo. Algunos impostan al extremo la mirada pandillera: la cabeza ligeramente echada para atrás, el rostro de lado, los ojos orgullosos que miran retadores, los labios fruncidos… pero es imposible ocultar que apenas son niños. Los mayores están sentados sobre unas sillas plásticas, en actitud señorial, pegados a tus teléfonos que no paran de sonar.

No han venido autoridades de la policía, aunque se les invitó; tampoco llegaron los habitantes de los cantones y comunidades de la zona, aunque se les invitó, tampoco llegaron representantes del Barrio 18, aunque también se les invitó y no hay cámaras, ni canales de TV transmitiendo en vivo, ni radios, ni periodistas. Al comenzar solo hay una cámara de un canal religioso y luego llegaría una más del programa sensacionalista “Código 21”. En este lugar lo que hay es funcionarios municipales, pandilleros y algunos familiares de estos. Además justo ahora terminan de bajar la ladera dos sonrientes damas de sociedad.

Todos se apiñan abajo del toldo para dar inicio a la ceremonia. Se ha dispuesto una hilera de sillas para las autoridades e invitados especiales frente a otra hilera de sillas, para las autoridades de la Mara Salvatrucha en Ilopango. Los pastores bendicen la granja, felicitan a los muchachos, claman al cielo pidiendo apoyo, o si no es posible, pues el visto bueno del Creador. Raúl Mijango –que ha llegado solo, sin ninguna pompa, al evento- pronuncia unas palabras cortas y cede el micrófono a la ex diputada constituyente que ofrece un largo discurso motivacional:

“Gracias, un abrazo para todos y decirles que me siento muy contenta y muy feliz de estar aquí, desde el primer día en que nuestro querido alcalde me invitó yo dije: “voy a llegar” (…) siempre digo que uno tiene que ver y hablar pensando en Dios siempre. Hay gente que dice que el dinero es todo. El dinero no es todo en la vida, eso es falso, absolutamente falso, lo más importante es la familia, los amigos, el juego de los sábados, que haya juegos de fútbol, que haya música para la población, eso es lo bonito (…) Un trabajo honesto no da una gran cantidad de dinero, pero da paz (…) ¡no importa que no tengamos lujos ni nada de eso! Eso no es necesario. He visto gente con mucho dinero y muy desgraciados (…) Ustedes van a ser los más beneficiados. Y van a ver qué lindo es irse a acostar y decir. “ay, qué rico, mañana voy a trabajar en la granja, voy a ver los pollitos, van creciendo, el día de mañana van a tener huevos” (…)”. Frente a ella los pandilleros escuchaban con su gesto más protocolario.

En las actas que hacen constar los acuerdos entre la alcaldía y los pandilleros hubo un cambio de palabras: ya no se trataría de pandilleros, sino de “jóvenes en riesgo”. En algunas actas, para no confundirse, el secretario escribió: “jóvenes en riesgo (Mara Salvatrucha)”. La alcaldía se comprometió a entregarles carnés que hagan constar que esos jóvenes en riesgo están dentro del proceso iniciado por la comuna.

Llega el turno de Marvin, que pasa al centro de las dos hileras de sillas y sostiene el micrófono con las dos manos nerviosas. “Somos los jóvenes que estamos en riesgo en el municipio de Ilopango. Estamos ansiosos de trabajar, si nos ponen una pala lo hacemos, si nos ponen un martillo lo hacemos, ahora estamos viendo los frutos del esfuerzo. Este trabajo ha sido pesado, le pusimos un gran amor hasta que vimos los frutos. No descansamos ni un día, pasamos horas, pasamos días, meses, y nuestros muchachos cansados, pero seguían… y…”. Y Marvin se rompió, la voz no le aguantó el peso de la emoción y lloró avergonzado de llorar. El alcalde se puso de pie para darle un profundo abrazo y una botella de agua. Todos aplaudieron. Marvin intentó recuperar su discurso y su rostro de mármol, pero sólo alcanzó a decir algo sobre todo lo que habían perdido, sobre todos los que se habían perdido producto de sus propias decisiones y la voz le volvió a faltar. Solo pudo recuperarla para dar las gracias y devolver el micrófono. Marvin volvió a su silla mirando al piso.

Llegó el momento final, el plato fuerte del acto: el turno del alcalde Salvador Ruano. Tomó el micrófono con timidez histriónica, viendo al suelo siempre y comenzó a hablar en un tono apenas audible para agradecer a los presentes. Se paseaba mirando siempre al suelo, como si estuviera muy triste, pero más bien en su cabeza buscaba las palabras precisas para no vomitar el enojo que andaba dentro y la manera de medir el tono de un reclamo que ya se había guardado mucho tiempo. Cuando levantó la vista del suelo su voz ya sonaba a grito: “Voy a hacer un llamado a ya no andar con medias tintas al gobierno central, que ¡en lugar de estar gastando grandes cantidades en publicidad vengan y nos den un par de miles de dólares! y hacer un llamado a mi candidato a la presidencia Norman Quijano: ¡ya no ande con politiquería, necesitamos la ayuda, ya no podemos andar con esta cuestión de vernos bien y de oírnos bien, pero no dar resultados positivos!”. Luego dijo que se sentía solo y también se echó a llorar. “Mejor ya no digo más”, cerró de súbito, mientras los demás aplaudían y devolvió el micrófono a la maestra de ceremonias.

Enseguida Mercedes Gloria Salguero Gross rescató el ánimo del evento con una sorpresa: dos pelotas de fútbol para la Mara Salvatrucha. “Para que jueguen”. Y se las lanzó a los palabreros de la pandilla de un rodillazo a cada balón. Luego sacó de su cartera una inmensa bolsa repleta de dulces y los repartió a los presentes con una gran sonrisa, con sus lentes oscuros, con su peinado Bouffant.

“Claro que continúo con esa idea de la Pena de Muerte. Uno tiene que ser coherente. Si alguien violara a tu abuela y luego la matara y luego le robara ¿tú quisieras que esa persona siguiera viviendo?; ¿tú creés que esa persona merece vivir?”. Luego se retiró las gafas de sol y se volvió para llenar de dulces las manos de los pandilleros de la Mara Salvatrucha que la escuchaban divertidos.

***

Detengo mi motocicleta en el andén de una gasolinera porque estoy perdido. Busco una pequeña casita en el laberinto de colonias idénticas y apretujadas que le han crecido a Ilopango durante dos décadas. En la acera está parado un hombre mayor con un carretón de panes, de esos panes aflautados que llevan dentro algo parecido a la mortadela. Me le acerco para averiguar qué tan lejos estoy de la novena etapa de San Bartolo. Me mira un rato sonriente, o temeroso y me pregunta para confirmar lo que ha oído: “¿Ahí quiere ir?”. Asiento con el casco puesto y me explica cómo llegar. Cuando vuelvo a encender la moto, se aleja de su carretón unos pasos, viendo hacia los lados y se me acerca susurrando, todo lo bajo que puede: “Tenga cuidado”. En aquella casita me esperan los homies del Barrio 18 a los que he acordado visitar hoy.

La entrada de una moto desconocida por este estrecho pasaje alerta a los muchachos, que se van poniendo de pie uno por uno y se hacen gestos de desconcierto. Antes de llegar a la casa que busco ya estoy rodeado de una decena de chicos con el gesto hosco y a mi no deja de aparecerme en la cabeza la cara de aquel sabio vendedor de panes. Les explico que he hablado con Edwin y lo mucho que me gustaría conocer –si no es mucha molestia- su panadería. Respiro cuando veo venir a Perro Loco, Edwin, trotando desde el fondo de un pasaje. Cuando me da la mano y me saluda con cordialidad, el resto de la clica me echa una última mirada y se dispersa.

Edwin es el homólogo de Marvin para la pandilla 18. A diferencia del vocero de la MS-13, este es un tipo rollizo, con el doble de cuerpo que la mayoría de los pandilleros que me dieron la bienvenida. Edwin tiene una enorme sonrisa infantil capaz de hacerte sentir cómodo y quizá por eso su taca –Perro Loco- ha sido suavizada en la costumbre de sus compañeros al más ajustado “Can”. Desde una casa sale el olor amistoso del pan recién hecho. Dentro es un cuarto estrecho y vaporoso en el que conviven un pequeño horno de pan, un estante para las bandejas de la masa cruda que hace turno y un rodillo para amasar. Los homeboys llevan delantales y mascarillas y se apretujan dentro de este cuartito, horneando, o amasando o embolsando o solo echando vistazos envidiosos a los que sí hacen algo.

Esta panadería de la clica Tiny Locos fue el primer proyecto de acercamiento entre la alcaldía y los pandilleros del municipio. De hecho, según el alcalde Salvador Ruano, fue en uno de los pasajes de esta colonia donde le sorprendió un dieciochero, con la cara completamente tatuada, mientras hacía campaña pidiendo el voto de los ciudadanos puerta por puerta: “¿Ajá, Ruano, y si ganás será que podemos hablar?” y Salvador Ruano le dijo que sí. Esta panadería es la prueba de que hablaron. El trato fue este: ¿Si la alcaldía les monta una panadería ustedes dejan de delinquir? Y el Barrio 18 estuvo de acuerdo, o eso dicen todos por aquí. Así que ahora pueden emplear a ocho panaderos y a 16 repartidores de pan. Con el tiempo se acercaron más clicas de la 18 y con los meses comenzaron los acercamientos con la Mara Salvatrucha.

Una niña muy pequeña viene aguantando el llanto, hasta que mira a su padre y corre a hundirle la cara en la panza para llorar cómoda y resguardada. Edwin me explica cómo las cosas han cambiado, mientras le acaricia el cabello a su hija que se ha raspado las rodillas jugando en el pasaje: insiste en que se han suspendido todo tipo de extorsiones para los vecinos con mini negocios y para entrar a la pandilla ahora ya no se obliga a matar, como hasta hace poco, como en sus tiempos de aspirante. Ahora, dice, eso es solo si al nuevo “le renace del corazón” hacerlo. Sin embargo, debido a las nuevas disposiciones, si uno de los pandilleros bajo su responsabilidad mata sin justificación, pues le tocaría a él romperle las manos con un bate.

La tarde va cayendo y todo el frenesí industrial de este municipio va calmándose poco a poco. El sol se adormita y se pone tierno y en las colonias los pasajes se van llenando de vida. La panadería trabaja a todo vapor, los vecinos no dejan de llegar a buscar pan francés, que es cortado y embolsado por manos tatuadas, y los repartidores vuelven sudorosos, con los canastos vacíos.

Hace algunos días hubo acá una jornada de pintura: los pandilleros blanquearon para las cámaras de los medios varios graffitis con sus números. Ese fue un gesto doloroso para varios hommies que llevan el 18 en la piel y que habían aprendido a defender su bandera con la sangre. También fue un gesto sorpresivo para los vecinos que habían aprendido que mear sobre una pared que estuviera plaqueada les hacía acreedores de una paliza; y borrar los números quizá de algo más grave. Con los días la cal se ha ido esfumando y sobre las paredes han vuelto a aparecer los distintivos que dejan claro quién manda aquí.

***

El 22 de enero un grupo de niños gordos chapoteaba dentro de un par de piscinas en el centro de Ilopango. Se revolcaban en el fondo y hundían las caras para tener la ilusión de que buceaban. El sol amenazaba con derretir el plástico de aquellas piscinas inflables y dejarles las panzas a los niños sobre el pavimento hirviente del parque central. Encima de una tarima bailaban unas cachiporristas con falditas brillantes y escasas, piropeadas por la multitud y en las aceras del parque probaban suerte varios vendedores de comida y golosinas. Había ambiente de fiesta.

Ese es territorio de la Mara Salvatrucha: La alcaldía, el parque central, la escuela y los alrededores se consideran parte de los dominios logrados a fuerza de fuerza por la Mara. Por eso ellos se habían quedado con el parque, a la vista de todos, al lado de las piscinas inflables y habían reservado para sus huéspedes del Barrio 18 una esquina a un lado de la tarima. Ahí arrinconados, se apuñaban fuera de base, huraños, los dieciocheros, sintiéndose merodeados. Cuando los medios de comunicación se dieron cuenta de que en aquel rincón había pandilleros para entrevistar corrieron en horda apuntando con micrófonos y con cámaras al que se dejara y eso hizo sentir a los dieciocheros aún más vulnerables, más acorralados en el territorio de sus enemigos.

Más tarde hubo autoridades sobre la tarima y los discursos monopolizaron la atención de los reporteros, que dejaron en paz a los hommies, que poco a poco fueron sacando las cabezas de sus camisas, como tortugas y respiraron aliviados. Los políticos se saludaron y se felicitaron, hubo un diputado, hubo un ministro con su viceministro, jefes de policía, pastores, curas, oraciones y se liberaron palomas blancas y Marvin ofreció su discurso en representación de la Mara: “nos comprometemos ante Ilopango a regresarle la paz a este municipio”, y luego Edwin en representación del Barrio 18: “Ya no va a haber más derramamiento de sangre”. Y hubo aplausos.

Mientras los asistentes firmaban un acta para dejar registro de que a partir de aquel día Ilopango era un territorio “Libre de violencia”, los pandilleros de la MS-13 se agolparon en la esquina del parque y mostraron en grupo la seña que los distingue, la garra de la Mara Salvatrucha, y corearon el nombre de su pandilla y dejaron a los firmantes sin cámaras para filmarlos.

Cuando el acto terminó, el alcalde Salvador Ruano repartía pan dulce a quien asomara la mano. Era el pan de la panadería dieciochera que se esfumaba de la cesta en un santiamén, le faltaban brazos al alcalde que sudaba y daba pan, con la cara roja, con la lengua de fuera, feliz como un niño famoso.

Cuando se acabó la fiesta el alcalde resoplaba diciendo: “bueno, yo hice esto para ver si el gobierno nos ayuda con recursos, esperemos que así sea”. Entre enero y febrero de este año ocurrirían 6 homicidios en este municipio, a comparación de los 22 ocurridos durante el mismo período del año pasado. Al menos durante el mes siguiente Ruano no recibirá ni un centavo, ni verá al ministro de seguridad pública en persona, ni le contestaría ninguna de las tres llamadas que Salvador Ruano le haría a su celular.

A los gorditos que reptaban en sus charcas de plástico se les dijo que el cuento se había acabado, que había que desinflar las piscinas en las que tenían la ilusión de bucear y por las cunetas corrieron riadas de agua sucia.

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El 12 de febrero por la tarde el Godo salió a vender aguacates a pie, acompañado de su amigo. Era su segundo recorrido ese día. Por la mañana trabajaba como repartidor de pan para la panadería de la novena etapa de San Bartolo. Era pandillero activo del Barrio 18. Por la tarde vendía aguacates en un canasto. Su nombre real era Kevin Antonio Lemus Paz. Hacía unos días había cumplido 18 años. Cinco tipos le salieron al paso y no le dieron tiempo de nada. Le dejaron 14 agujeros en el cuerpo. Los expertos no se pusieron de acuerdo si fueron 8 u 11 balazos. A unos metros del cadáver quedaron desparramados sus aguacates. El chico que lo acompañaba aseguró que Godo ni siquiera pudo correr. La policía capturó a dos sujetos en flagrancia. Al menos uno tenía tatuada en el cuerpo la M y la S.

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La colonia Las Cañas es un barrio bravo. Siempre lo ha sido. Desde la carretera se puede ver el universo de casitas apiñadas, empujándose una a la otra, peleándose en un valle y luego trepando una colina para seguir el pleito arriba. De hecho el drama de este lugar se divide así: entre abajo y arriba.

En los noventa este lugar ya era arisco. Los Thrillers y los Ceibas hacían de las suyas, marcaban territorios y cometían fechorías, con las que los vecinos aprendieron a convivir. Les consideraban más bien una panda de vagos. Hasta que poco a poco fue siendo más notable la expansión de algo nuevo, más fuerte, algo que asustaba más. La Mara Salvatrucha y el Barrio 18 barrieron, en su virulento crecimiento, a cualquier otra pandilla noventera: cuando no pudieron incorporar, mataron. Y la vida en la colonia Las Cañas quedó dividida así: arriba controla y manda la MS-13 y abajo se respeta la palabra de la 18.

El problema es que los urbanizadores no contaban con este muro invisible, quizá indestructible, a la hora de hacer las cosas: abajo hay más gente, más familias con más jóvenes y más niños. Pero la escuela pública y la Iglesia Católica quedaron arriba. Y el problema de esta guerra es que no hay uniformes, así que quieran o no todos son posibles soldados: si sos de abajo sos mi enemigo o si venís de arriba te mato. Punto.

El Buen Maestro notó que las cosas estaban cambiando en 2010, cuando impartía bachillerato nocturno. No es que ignorara la guerra, ¿quién puede ignorar si es de noche o de día?, es solo que cada vez había más pupitres vacíos. También estaba acostumbrado a la deserción escolar: las ocupaciones de sus muchachos suelen ser demandantes: algunos eran panaderos, otros repartidores de pan, alguno trabajaba triturando maíz en un molino, otros eran pepenadores de basura, otros hacían cualquier cosa que les dejara algún dólar en la bolsa. Cualquier cosa. Sus estudiantes iban y venían. Hasta que ese año no vinieron más.

El año anterior El Buen Maestro había impartido bachillerato nocturno en tres secciones de 30 y tantos alumnos cada una. Pero aquel año los estudiantes se redujeron a la mitad. Y el año siguiente de nuevo a la mitad. Tuvieron que cerrar dos secciones y quedarse sólo con una. En dos años la escuela completa había perdido a más de 500 estudiantes, desde niños de preparatoria hasta adultos mayores de la escuela nocturna. Así que El Buen Maestro y otros profesores se organizaron para irlos a buscar.

Salieron de la escuela, atravesaron la avenida principal, que es la frontera de los territorios y bajaron al valle con encuestas que ellos mismos diseñaron. Se fueron a parar a los parques, a las pupuserías, a las calles y ahí preguntaron: ¿por qué no suben a la escuela a estudiar? Y la gente contestó: por miedo a la muerte. Alguien dijo que había sido amenazado por la Mara hace tres años y que jamás olvidó la amenaza, así que ahora que era papá temía subir a dejar a sus hijos a la escuela y estos se quedaron sin estudiar. Algunas familias que algún día subieron a comprar, o a visitar, o a la Iglesia, fueron señalados por el Barrio 18 como espías y se largaron de Las Cañas con la familia entera, y sacaron a sus tres hijos de la escuela, y a los dos chiquillos de la hermana, que temió que la sospecha le alcanzara también. El Buen Maestro pensó que con el anuncio de la tregua entre las dos pandillas la gente comenzaría a subir a cuenta gotas. No pasó. El miedo, como el hambre, no se quita por decreto.

Así que los profesores decidieron bajar a enseñar al valle. Al ver la posibilidad, 90 personas se inscribieron de un golpe y el grupo siguió creciendo. Pidieron dinero al ministerio de educación para alquilar una casita y el ministerio les dijo que no, que ahí en Las Cañas había ya una buena escuela, pintada con los colores de la bandera y con espacio para todos. Entonces los profesores reunieron dinero y alquilaron una casa con sus propios salarios. Carísima la casita. 35 dólares mensuales vale. Fea, pequeñita, con espacios crueles. A medida que el grupo fue creciendo, habilitaron el local de un partido político y otro de protección civil como salones de clase.

Como tampoco hay presupuesto para contratar a más profesores, pues tienen que apechugar con lo que hay y el que daba inglés, ahora también da ciencias, y el que enseñaba matemáticas ahora también se las ve con estudios sociales. En la noche, luego de dar el turno vespertino en la escuela, los profesores se dividen. El Buen Maestro atraviesa la avenida principal y baja a la casita fea y buena que él mismo paga para poder enseñar.

***

Hoy hay reunión de padres de familia en la escuela de la Colonia Las Cañas, van a tratar el punto importante de la seguridad para los estudiantes. La directora convocó esta reunión extraordinaria a la que han llegado más de 300 padres y abuelos de los muchachos que se forman aquí. También ha venido el gerente general de la alcaldía y el jefe de policía del municipio. Pero en realidad la concurrencia ha venido a escuchar las promesas de la Mara Salvatrucha y el Barrio 18.

Cuando el año pasado la alcaldía formalizó las conversaciones con las pandillas, fueron las clicas de Las Cañas de las primeras en acudir. Las reuniones se llevaron –se llevan- a cabo en la misma sala donde se reúne el consejo municipal. La primera que quedó consignada en acta fue el 20 de diciembre de 2012 con la clica del Barrio 18, escrita por el puño y letra del jefe de policía, que hace de secretario de la comisión de pacificación: “Que se respete las divisiones de espacios de cada pandilla, que cada uno se mantenga y se respete el territorio desde el pasaje N hasta la parte baja; que se respete el derecho de servidumbre (de paso) en la entrada y salida a la colonia para ambas pandillas; que se permita a las personas visitar la iglesia católica y la escuela y que esas personas se limiten a su religión y al estudio”.

Al día siguiente fue el turno de la Mara Salvatrucha, que aunque estuvo de acuerdo en los puntos medulares objetó algunos matices: “Que están de acuerdo en respetar la línea divisoria; pero que reconocen como límite la avenida principal y no el pasaje N; que en el territorio de la MS no requieren vigilante y que ellos se responsabilizan de no robar, ni extorsionar a pequeños comerciantes; que están de acuerdo en el punto del derecho de servidumbre de entrada y salida, pero que lo hagan (los de la 18) en el transporte público y no a pie; que están de acuerdo en que los residentes visiten la Iglesia Católica y la escuela; siempre y cuando no tengan vínculo con los 18 o sean de ellos”.

Ambos se comprometieron a acatar una tregua total de no agresión y la 18 se comprometió además a llevar a cabo jornadas de ornato y limpieza en su territorio. Firmó el alcalde Salvador Ruano, firmó el gerente de la alcaldía y firmó el jefe de policía. Los pandilleros escribieron su nombre y estamparon su firma y en el espacio que el documento reserva para el cargo oficial que ocupa el firmante escribieron, MS o 18.

El gerente y el jefe de policía cumplieron con el trámite de decir unas palabras, sabedores ellos que la gente no estaba ahí para escucharlos e hicieron pasar sin mayores demoras a las dos delegaciones de pandilleros que subieron a la tarima juntos y una vez arriba se agruparon a unos metros de distancia.

Tomó la palabra un tipo sonriente, de gorra grande y elegantes anteojos negros: “De parte del sector del número, del Barrio 18, queremos pedirles perdón por los homicidios, por los familiares que han perdido, por los niños que han tenido problemas (…) Les pedimos perdón de corazón. El proyecto de la tregua de un sector contra el otro sector lo estamos respetando y se está llegando a la idea de que concluya para el bienestar del pueblo y el municipio de Ilopango. Aquí estamos dándoles la cara”, y se despidió anunciando a su enemigo: “Les voy a pasar al otro cipote”.

Marvin dio unos pasos adelante. Llevaba una mochila en la espalda que le hacía parecer un estudiante de secundaria. Fue más abundante en promesas, quizá sintiendo la responsabilidad que conlleva el hecho de que esta escuela, puesta en la parte alta de una loma, es territorio suyo: “Para todos muy buenas tardes, soy Marvin represento a la MS. Lo que hoy se ve es histórico en Ilopango, creo que ni en películas se ven estas cosas (…) Hemos retirado las ventas de droga dentro y en los alrededores de la escuela. Hemos retirado el reclutamiento de niños en cualquier esquina o escuela. (…) ya no queremos robarles el sueño con aquellas balaceras que ustedes conocen”. Y agregó, con el aplomo del que sabe que su palabra es ley: “si alguna vez alguien se está haciendo pasar por nosotros, o incluso si es alguien de nosotros mismos no tenga temor alguno de denunciarlo. Preséntenos problemáticas. Si en la escuela o en la colonia alguien le está exigiendo dinero a usted o a su hijo o mandándole papeles o lo está acosando, amenazándolo, busque la manera de acercarse a uno de nosotros y nosotros vamos a solucionar: Si somos nosotros lo vamos a investigar y si no somos nosotros también”.

Fue el líder de la célula de la Mara en Las Cañas -un chico delgado de enormes ojos listos, llamado Alfredo- el que anunció el fin de la maldición: “a partir de ahora todos los alumnos van a poder venir a estudiar en paz, a recibir su curso en paz”. Alfredo es estudiante de la escuela y para los maestros fue una sorpresa descubrir que ese alumno aplicado y de ejemplar conducta era el palabrero de la MS-13

La concurrencia les regaló a los pandilleros una ovación cerrada y larga. Varias mujeres mayores tomaron el micrófono y les agradecieron con lágrimas en los ojos, una mujer con el pelo gris y un largo vestido con flores les dijo que los amaba; otra que los admiraba por lo que estaban haciendo, un hombre de edad madura les pidió disculpas a nombre de su generación, por haber sido malos padres y finalmente una mujer joven tomó el micrófono y cantó a alaridos y con los ojos cerrados una alabanza religiosa.

Cuando bajaban de la tarima, un grupo de profesores les solicitó una audiencia a puertas cerradas y ambas delegaciones aceptaron gustosos. Se reunieron en el centro de cómputo y cuando estuvieron a solas tomó la palabra El Buen Maestro, con su tono didáctico y pausado, absolutamente neutro de emociones:

―Miren muchachos, a nosotros lo que hemos oído nos gusta, pero del dicho al hecho hay un gran trecho. Nos estamos quedando sin alumnos, porque abajo hay 10 veces más alumnos que aquí arriba.
―Mire profesor –atajó el representante del Barrio 18- queremos que los niños puedan subir a estudiar, ya no queremos más violencia.
―Yo les he dicho a los hommies –complementó Alfredo, de la MS- que ya no los quiero ver en los alrededores de la escuela. Esto es real –continuó-, esto no es política.

En la jerga pandilleril, “política” es sinónimo de intrigas, de conspiración, de dobles intenciones, de mentira.

Los jefes de las dos clicas guerreras le dieron sus teléfonos al Buen Maestro y el representante del Barrio 18 en las cañas se comprometió a ir en persona a decirle a los estudiantes de abajo que la maldición estaba rota, que la amenaza se esfumó, que podían subir a estudiar o a misa sin temor de ser vistos como traidores. El Buen Maestro apuntó los números en un cuaderno, y en su rostro serio y descreído apareció una pequeña lucecilla, tímida, pero visible, aunque demasiado tibia, demasiado oculta para llamarla esperanza.

***

Se suponía que el palabrero del Barrio 18 llegaría ayer lunes a la casita para decirles de su viva voz a los estudiantes de abajo que podían subir a la escuela, en lugar de estudiar apiñados aquí, pero no llegó. Así que esperamos que venga hoy, en cualquier momento.

El Buen Maestro luce cansado y avanza despacio, llevando un ataché negro en la mano, con sus ropas formales y grises. Camina balanceando el cuerpo lado a lado por el pasaje que conduce a la casita, arriando a los muchachos que lo esperan afuera. En la primera planta un profesor enseña segundo grado a unos niños y a varios señores mayores que quieren reponer el tiempo perdido. En el único cuarto con puerta, otro maestro les hará hoy un examen de matemáticas a una treintenta de chicos de tercer ciclo. El Buen Maestro sube cansado unas mortales escaleras de caracol que lo llevan a la planta alta, que es un único salón en el que se acomodan más de cuarenta jóvenes de segundo de bachillerato. Hoy aprenderán a despiezar un cerdo.

Con el tiempo pudieron conseguir pupitres, que comparten entre dos, y una pizzara y en las paredes han colgado rutulitos de colores con “pensamientos sabios”: el que no nace para servir, no sirve para vivir. Hay seis pensamientos sabios.

Un carnicero despieza un cerdo para venderlo por partes y obtiene 42 kilos de carne, 20 de hueso… y si tomamos en cuenta que un kilo es igual a 2.2 libras… y cada cosa tiene su precio… y el Buen Maestro se pone de rodillas al lado de un pupitre para explicarle al chico este confundido la regla de tres; luego al otro que no entiende si las libras de hueso son iguales a las de carne… Intenta hacer una broma, les llama por su nombre, felicita a los que terminan, les resuelve el ejercicio…

El representante del Barrio 18 no llegó hoy, ni llegará mañana miércoles, ni el jueves, ni el viernes… ninguno de estos chicos subirá esta semana a la escuela.

***

Después de la muerte de Godo, el vendedor de aguacates, los teléfonos del Barrio 18 echaron fuego, hubo quien habló de traición y para Edwin –Perro Loco- fue un problema contener la ira del hermano menor del difunto, que también se cuenta entre los homboys de la pandilla. Pero esa muerte se guardó con llave en los secretos de esta guerra. Los pandilleros solo alcanzan a explicar que esa no era clecha de la MS-13, que no fue una orden oficial y que los responsables le tendrán que responder a algunos cuyos nombres no se mencionan.

Cuando la Mara promovió una reunión con la 18 para tratar el punto, Edwin le respondió que se reuniría pero no en la alcaldía, porque ese era territorio enemigo y le lanzó a Marvin una propuesta maliciosa: ¿por qué no se miraban mejor en la cancha que está cerca de su territorio? Cualquier palabra mal dicha, el primer centímetro de una navaja descubierto, una amenaza mal disimulada pudiera haber calentado de más el asunto. Por eso tuvo que intervenir el gerente de la alcaldía, para servir de árbitro, para moderar un poco los ánimos. Una semana después del homicidio de Godo ocurrió la primera reunión conjunta en la sala de sesiones del consejo municipal. La Mara pidió “ser serios y saber que habrá problemas”, pero que aún así hay que seguir con el proceso. También ofreció que cuando un dieciochero entre en su territorio lo van a capturar, pero lo van a entregar con vida a sus enemigos y que esperan que así se comporten también los contrarios. A partir de aquella ocasión acordaron que todas las reuniones serían conjuntas y así ha sido desde entonces.

En esas reuniones los líderes de clicas de las dos pandillas suelen apartarse para abordar temas secretos; se juntan en grupos susurrantes de los que apenas se escapan algunas palabras: “Lo que no queremos es que vayan a aparecer ya armas y ahí ya se complica la cosa”; “la onda es que siempre hablémoslo pues”; “No, pero ¿los vatos iban en bicicleta o a pie?”; “No, no lo golpeamos, solo le levantamos la camisa… para revisarlo nada más”; “vaya, ahí ustedes sí se merecen una disculpa”…

***

El 11 de febrero apareció el cadáver destrozado de un hombre desconocido. Al parecer había sido capturado en otra zona y obligado a caminar amarrado hacia uno de los lugares más miserables e indómitos de Ilopango, la Colonia San Mauricio. Todas las pistas indican que el tipo fue golpeado con brutalidad y que luego intentaron ahorcarlo en una estructura que no soportó el peso. Por eso los asesinos levantaron un tramo de los tubos de cemento que conducen aguas negras y con él le aplastaron la cabeza. La policía busca por esta muerte a dos miembros de la MS a los que solo conoce como Fredy y Alex.

***

Esperamos frente a una escuela al hommie de la pandilla 18 que nos indicará cómo llegar al territorio de la clica Hollywood Gangsters. “Tímido”, el líder de aquella célula, ha prometido “mandarme” a alguien para que no me extravíe en estos laberintos que saben ser engañosos. Aparece el guía, que es un niño, aunque insiste en que hace unos meses cumplió la mayoría de edad. Se sube en el vehículo y nos advierte que tendremos que hacer unas maniobras complicadas.

Resulta que para ir a su territorio en carro hay que pasar por un punto de buses, que es controlado por la Mara Salvatrucha y el guía me pide correr. Sin embargo, justo esa parte de la calle está llena de túmulos, que amenazan con desarmarme el vehículo. El chico vio a alguien por la ventana y se tiró cuán largo era en el asiento de atrás, tapándose la cara con la gorra. “¡Píquele, ese que está ahí es… y si me miran…. ¡píquele!”. Ni el fotoperiodista ni yo conseguimos saber nunca en el rostro de qué hombre aquel chico había visto la muerte.

***

Hace una semana, a la entrada de esta colonia había un enorme letrero, puesto sobre la pared más visible de todas, en el que la pandilla había escrito, con letras góticas y oscuras: “Si de la vida quieres gozar: ver, oír y callar”. Ahora ahí hay una gran mancha blanca, producto de la última jornada de pintura de graffitis. En esta colonia los hommies se jactan de haberlo hecho con pintura de verdad y no con la indecisa mezcla de cal, que se corre con la primera tormenta.

Los únicos placazos que quedaron son los que estaban recién hechos, en el fondo de la colonia, donde los escasos medios que llegaron a atestiguar la jornada de pintura no metieron sus cámaras.

Posiblemente para que pudiéramos verlo, o quizá porque les importa un pepino si lo vemos, los pandilleros que controlan este lugar se pasan una pistola de mano en mano y fuman marihuana sin parar. Alguno inhala una buena bocanada y luego pasa el humo con gran presión directo a la boca de otro pandillero. A eso le llaman “hacer un súper”. Compran una cerveza de litro en la tienda y la beben compartiendo sorbos. Escuchan música en el teléfono y se dejan tentar por las insinuaciones de una chica entrada en carnes que se contonea frente a ellos. Llaman para tener monitoreada la presencia de la policía, activan sus alarmas cuando entra un carro que a lo lejos parece desconocido, reciben a otros homeboys que vienen a este pasaje buscando algo de hierba, se gastan bromas, hablan de la historia de sus tatuajes, escupen, escupen mucho, se adormecen por el efecto pesado y relajante de aquel humo. Están.

A unos metros de ellos hay una cancha de baloncesto fulminada por el sol y en el centro de la cancha hay un niño solitario, que deberá tener cuatro o cinco años. Se llama César y aún le cuesta pronunciar algunas palabras. Intenta reproducir en su cuaderno un ángel caído, que ha pintado en el muro el grafitero de la clica. Pero lo que más le gusta dibujar a César es al Hombre Araña. Alguien le ha regalado un cartón lleno de pegatinas del Hombre Araña y él las atesora en su cuaderno. Pega una en el extremo de una página en blanco y luego intenta dibujarlo a lápiz. Está muy orgulloso el César de lo bien que le queda la máscara de Spiderman.

―¿Y no vas a la escuela, César?
―Iba, pero mi mamá ya no me puede llevar.
―¿Y por qué?
―Porque le quitaron el puesto en el mercado y dice que ya no tiene pisto para llevarme.
―¿Y qué vendía tu mamá?
―Mmmm… tomates ¡y galletas!, pero fíjese que ahora le dieron cinco dólares.

Cuando César levante la cabeza verá que a unos metros de él, hay un grupo de muchachos pasándola bien. Son los homeboys de alguna de las dos pandillas que controlan cada palmo del territorio de Ilopango y a unos metros de ellos hay un niño que es la respuesta a si la historia termina aquí.

Capítulo I. El origen del odio.

No es que el joven palabrero de la Fulton fuera muy dado a hacer las paces. De hecho, no se ganó el sobrenombre de Satán por promover treguas con sus enemigos.

Era el líder de la clica de la Mara Salvatrucha en el Valle de San Fernando, que colinda con la ciudad de Los Ángeles.

Había recibido uno de los mejores entrenamientos del ejército salvadoreño y fueron precisamente sus habilidades militares las que lo convirtieron, al cabo de apenas un año, en el líder de una de las más poderosas clicas de la Mara Salvatrucha en Estados Unidos. Decir eso no es poco. Dentro de los protocolos pandilleriles casi nadie pasa en solo un año de ser un bulto movido a patadas durante el bautizo inaugural, el brinco, a ser el que decide quién se convierte en bulto y quién no.

Era capaz de armar y desarmar armas cortas y armas largas; sabía de repliegues estratégicos, de emboscadas, de la función de las pequeñas unidades, de la importancia de mantener firmes algunas plazas. Probablemente sabía matar. Sabía mucho de guerra el Satán.

Ernesto Deras, que con ese nombre nació el Satán, jamás fue un Rambo de película salvo tal vez por su voz cansada, porque susurra más que habla, porque parece alguien infinitamente triste. Salvo porque quienes lo conocen dicen que nunca lo han escuchado gritar, ni reírse a carcajadas. Salvo porque se formó con el entrenamiento de Boina Verde que impartían los asesores gringos a los Batallones de Reacción Inmediata durante la guerra civil salvadoreña.

Fuera de eso, Ernesto bien podría ser el cliché del migrante salvadoreño que llegó a Los Ángeles en 1990: era un veinteañero flaco y duro como una rama de guayabo, lampiño y huraño. Venía huyendo de la guerra civil y había entrado a los Estados Unidos a hurtadillas, como un animalillo nocturno.

También es importante decir de nuevo que Ernesto era Satán y que no era muy dado a hacer las paces con los enemigos.

Por eso en 1993, cuando una pareja de mediadores intentaron convencerlo de que asistiera a reuniones de paz, tuvieron que mencionar a los que no se mencionan, tuvieron que explicarle que el asunto tenía el visto bueno de la Mafia. Y en esos ambientes todos saben que a los Señores es mejor no hacerles el feo.

***

La pandilla a la que se incorporó Satán en 1990 era una pandilla paria.

Cuando los salvadoreños llegaron en masa a California en los últimos años 70 y en los primeros 80 –buscando refugio del horror que presentían en su tierra-, los mexicanos y sus descendientes, los chicanos, ya tenían décadas de organizarse en pandillas para plantar cara a los desprecios blancos y no estaban dispuestos a que los recién llegados tuvieran en aquellas calles una bienvenida que ellos no tuvieron.

Por eso cuando los salvadoreños fundaron su propia pandilla para plantar cara a los desprecios morenos, los mexicanos y sus descendientes los miraron con asco. No es fácil ser el nuevo del barrio y esperar que los demás te inviten a jugar con ellos. Incluso si el juego consiste en hacerse la guerra.

Como en todo ecosistema, lo esencial para sobrevivir es aprender quién se come a quién. Cuando la Mara Salvatrucha apareció, hacía ratos que en el Sur de California eso estaba claro: cada pandilla podía ser presa de cualquier otra, y en la cúspide de la cadena alimenticia habitaba sola y voraz la Mafia, la organización de los Señores, que a fin de cuentas decidía quién jugaba y quién no.

La Mara Salvatrucha, por ejemplo, no podía jugar.

La Fulton, la clica que Satán comenzó a dirigir en 1991, era la única célula de la Mara Salvatrucha en todo el Valle de San Fernando, en el sureste de California, donde guerreaban al menos otras 75 pandillas por esa época. Para todas ellas la Mara era un enemigo común.

La conciencia de saberse presa universal hizo de la Fulton una clica arisca, huraña y muy violenta. Los años de ser el enemigo común le enseñaron a desconfiar de todos… por eso cuando en 1993 dos tipos se acercaron a Satán para invitarlo a entrar a una potencial trampa, el instinto militar del muchacho le aconsejó tener un plan de salida, o al menos un plan para que –dado el caso- no fueran los homies de la Fulton los únicos muertos de la jornada.

***

Del excampeón mundial de Kick Boxing, William “Blinky” Rodríguez, y de su socio, Big D, hablaremos luego. Por lo pronto basta decir que estos dos amigos de infancia renacidos en el cristianismo se habían embarcado en una cruzada por conseguir lo que parecía una simple tontería de fanáticos religiosos: un acuerdo de paz entre todas las pandillas del Valle de San Fernando.

El asunto se vuelve más terrenal al decir que ambos tenían permiso para ondear el estandarte de la Mafia. Los Señores habían dado el visto bueno a este par de cruzados y eso les garantizaba, como mínimo, la atención de los líderes de todas las pandillas.

El día de Halloween de 1993, los dos mediadores consiguieron reunir por primera vez a decenas de pandillas en el parque Pacoima, en uno de los distritos del Valle de San Fernando, sin que hubiera ningún incidente violento entre ellas. Les hablaron de Dios y les invitaron a acercarse a dirimir sus conflictos hablando… y ocurrió. La prensa californiana miró aquello con una ceja arqueada: ante sus cámaras estaba ocurriendo lo que parecía imposible. A partir de ese día, aquellas reuniones tuvieron lugar cada domingo. Como era de esperar, la Mara Salvatrucha fue de las últimas en ser invitada.

Satán sabía lo que estaba ocurriendo y sabía también que la invitación no tardaría en llegarle:

“Llegaron a buscarme. Me llamó la atención y les dije que sí. No a hacer paz, pero que íbamos a ir, porque si no íbamos iban a decir que nos estábamos acobardando. Les dije que llegaría el siguiente domingo, pero me dijeron que esperara para que ellos prepararan el terreno. Dijeron que iban a preparar a los demás para la llegada de la Mara. Tiramos un meeting y les dije a los homeboys: ‘parece que los Señores están arriba de esto, pero lleven el armamento necesario porque vamos a ver a nuestro enemigo cara a cara, vamos a entrar como una liebre a una jaula de leones’. Fuimos los últimos en llegar al parque de Pacoima. Entramos unos 30 y se quedaron unos 10 afuera, armados. Ellos ya sabían lo que tenían que hacer si algo pasaba. Ahí entramos diciendo: salimos o no salimos.

“Había reporteros, el parque estaba lleno de pandillas, se levantaron todos. Algunos comenzaron a buscar bronca, pero no pasó nada. Cuando los reporteros se enteraron de que era la Mara la que estaba llegando corrieron a buscarnos, pero los homeboys los mandaron al carajo, no los dejaron entrevistarlos ni tomarles fotos. A mí uno de los organizadores me llegó a decir que si me quitaba el gorro, por respeto.”

Para dejar claro con quién estaban hablando, Satán se había vestido para la ocasión: llevaba sus holgados atuendos de cholo y la cabeza tocada con un gorro en el que se leía: “Fuck everybody”, que en en una muy libre traducción al español vendría siendo como un “váyanse todos a la mierda». El palabrero de la Fulton entró en aquel parque con talante buscapleitos. El excampeón de kickboxing, Blinky Rodríguez, temió que aquel gorro terminara en una batalla campal y le pidió a Satán, con las mejores maneras que supo, que se lo quitara por respeto a sus enemigos. Satán accedió sin darle mucha importancia. Aquel fue el primer gesto de paz de la Mara Salvatrucha.

Los últimos migrantes

Hay quien cree que la Mara Salvatrucha nació en la calle 13 del Suroeste de Los Ángeles. El presidente de la República de El Salvador, Mauricio Funes, ha llegado a decirlo en público sin ruborizarse. El problema es que esa calle no existe. Su lugar en esta ciudad de avenidas con estrellas y calles plagadas de pandillas lo ocupa el pulcro Boulevard Pico, muestrario de comercios latinos y paralelo con la calle 12, que corre al Norte hacia el ahora revalorizado Downtown, y a la 14, que aparece y desaparece en los mapas una cuadra al Sur.

Hay también quien piensa que la Mara Salvatrucha brotó de una escisión en la Eighteen Street Gang. Y sí, esas cosas ocurren en el mundo de enormes promesas de gloria callejera y frágiles lealtades en que habitan las pandillas: la misma Eighteen Street, la Pandilla 18, nació a finales de los años 40 como una fractura de la veterana Clanton 14, que desde la década de 1920 callejea por la ciudad y es probablemente la pandilla latina de mayor antigüedad de las que aún existen en California.

Pero no, la MS no nació de la 18. El 13 es en realidad un apellido que indica pleitesía a una fuerza criminal mayor, a los Señores, a la Mafia Mexicana, que reina en el Sur de California. Y la MS tardaría algunos años en necesitar, desear y merecer esa amistad y esos números.

A finales de los 70 en Los Ángeles la Mara Salvatrucha era solo una panda de adolescentes desarrapados y aficionados al heavy metal. Se hacían llamar “stoners” en traducción del término “roquero” y por influencia de los Rolling Stones, como muchos otros grupos de jóvenes -los Mid City Stoners, los The Hole Stoners…- que por esos días consumían rock y marihuana en las esquinas y parques de sus barrios.

Ninguno de los miembros de la Mara Salvatrucha Stoners pasaba de los 18 años. La mayoría había llegado a Estados Unidos hacía poco, con sus padres que huían de la pobreza en El Salvador. Eran los últimos migrantes en arribar y ninguno podía decir todavía que fuera territorio suyo ni un solo pedazo de asfalto en aquella ciudad compleja plagada de afroamericanos, mexicanos o coreanos.

Aun así, hablar hoy de stoners en la Mara Salvatrucha es invocar lo puro, lo radical, lo auténtico. En la Mara, que tiene la memoria borrosa de las tradiciones orales, se suele decir que ya no queda vivo ninguno de aquellos pioneros, pero aún hay pandilleros que aseguran con aparente desinterés haber entrado al juego en aquellos días, conscientes de la herencia de prestigio que eso deja. Los pasados borrosos abundan en la constante guerra por el respeto que se libra en las pandillas.

La policía de Los Ángeles tiene memoria de la existencia de grupos de la Mara Salvatrucha Stoners en 1975. Investigadores como Tom Ward, de la Universidad de California, han constatado la fundación de pequeñas clicas o núcleos de stoners de la MS en 1978.

No hay certeza de cuál fue su primer asentamiento, pero algunos veteranos salvatruchos angelinos cuentan que a finales de los 70 una docena de stoners comenzaron a reunirse habitualmente en el Seven Eleven que aún existe en el cruce de Westmoreland Avenue y James M. Wood Street. Esa, la Seven Eleven, fue probablemente la primera clica de la Mara Salvatrucha. Todavía hay, en Los Ángeles y en El Salvador, pandilleros que se brincaron años después y pertenecen a ella.

Los salvatruchos se sentían malvados. Vestían jeans ajustados y rotos a la altura de las rodillas, camisas negras con portadas de discos de ACDC, Led Zeppelin o Kiss, y largas melenas que gritaban rebeldía. Se involucraban en peleas con grupos similares, robaban caseteras de carro y se hacían respetar en escuelas como la Berendo Middle School, a cuatro cuadras del cruce entre Normandie Avenue y Pico Boulevard. Algunos incluso presumían de ser satánicos mientras cantaban Hell Bent for Leather, de Judas Priest. Pero apenas tenían más horizonte y ambición que sentirse fuertes e ir juntos al próximo concierto y levantar el puño simulando con los dedos un par de cuernos. De momento.

Miembros de la clica Western Locos de la Mara Salvatrucha Stoners a mediados de los 80 en Los Ángeles. Uno de ellos, el Puppet, regresó años después a El Salvador y vivió en la colonia Amatepec de San Salvador, donde murió asesinado.

Miembros de la clica Western Locos de la Mara Salvatrucha Stoners a mediados de los 80 en Los Ángeles. Uno de ellos, el Puppet, regresó años después a El Salvador y vivió en la colonia Amatepec de San Salvador, donde murió asesinado.

***

En la primavera de 1984 la cercanía de la inauguración de los Juegos Olímpicos hizo que la alcaldía de Los Ángeles decidiera barrer de sus calles todo aquello, y a todos aquellos, que pudieran ensuciar la fotografía de lo que debía ser una demostración de la superioridad deportiva y social de occidente sobre el enemigo soviético.

En plena Guerra Fría, cuatro años después del boicot estadounidense a los Juegos de Moscú, Ronald Reagan quería que los de Los Ángeles no solo pasaran a la historia como los primeros Juegos rentables y organizados por una corporación privada, sino como un escaparate de la armonía social prometida por la receta única del modelo capitalista.

En un planeta atenazado por la amenaza nuclear, Los Ángeles debía ser una ciudad segura. Y esa seguridad pasaba por limpiar de pandillas el Centro-Sur y el Oeste de la ciudad, aunque fuera por unas semanas. Las calles se militarizaron. Hubo redadas y planificadas detenciones masivas. Los sospechosos habituales fueron encarcelados. Los cabecillas de las principales pandillas latinas, negras y asiáticas de la ciudad estaban entre ellos.

La Chele ya era por esos días miembro de la Mara Salvatrucha y vestía como una stoner. Aunque nació en El Salvador, se crió en Los Ángeles. A los 8 años soportó burlas de otras niñas porque, aunque hablaba mejor inglés que castellano, no sabía jugar a las Cuatro Esquinas, un típico juego infantil estadounidense. A los 11 una amiga de la escuela trató de convencerla de que se uniera al Barrio 18 y no quiso. Cuando tenía 13 años, harta de soportar golpes y sentirse acorralada por las pandillas chicanas de su instituto, se unió a la Mara.

─Para los Juegos Olímpicos de 1984 los policías levantaron a los cholos pesados de las pandillas grandes, y el vacío ayudó a asentarse a la Mara. -dice.
─¿Por qué solo a la Mara?
─No, no solo a la Mara. En todo Los Ángeles el número de pandillas aumentó, y sus membresías crecieron.

Descabezadas, muchas clicas de pandillas angelinas pasaron durante los años 84 y 85 por violentas batallas internas para redefinir liderazgos. La Mara, ajena todavía a la luchas intestinas por un poder que no tenía, se dedicó únicamente a crecer por la vía de cautivar a los cada vez más y más adolescentes salvadoreños que llegaban a Los Ángeles con sus familias, huyendo de la guerra civil; y a ganar territorio peleándolo con los puños o con cuchillos.

─Sam, el águila, la mascota de aquellos Juegos, fue el culpable de lo que la Mara es hoy -dice la Chele. Y se ríe.

Los detalles de cómo la Mara fue arrebatando terreno a las pandillas chicanas dependen de quién relate la historia. Pandilleros de Los Ángeles cuentan hoy lo que quieren recordar o lo que oyeron de sus homeboys más veteranos: que armados de juventud y furia guanaca arrebataron ferozmente las esquinas y las calles a hombres menos locos, menos tenaces o simplemente menos hombres.

Pero hay versiones menos épicas. Un veterano de la pandilla Playboys cuenta, por ejemplo, que en los primeros años 80 el Flaco, palabrero de la clica Playboys Normandie Locos, que controlaba el cruce entre Normandie Avenue y la 8th street, recibió una grave herida de bala en la espalda y tuvo que someterse a varias operaciones. Cuando al cabo de algunos meses el Flaco salió del hospital, atado para siempre a una silla de ruedas, algunos de sus homeboys se habían dispersado por la ciudad y su clica estaba deshecha. La Mara Salvatrucha, antes sometida, huesped en territorio Playboys, heredó ese cruce de calles sin dueño e hizo suyo el nombre de la desaparecida clica de los Playboys para alumbrar una de sus clicas más poderosas: la Normandie Locos Salvatrucha.

Fueron meses de crecimiento y de cambios frenéticos para la Salvatrucha. Quienes se integraron a la Mara en la segunda mitad de los 80 cuentan que la mayoría de las pandillas chicanas no aceptaba a aquel grupo de recién llegados y los condenó a un constante acoso, a una evidente enemistad. Como si pensaran que discriminar al recién llegado, al nuevo migrante, otorgara al victimario un carné de no-migrante. Como si uno tuviera que discriminar como un estadounidense para ser estadounidense.

Los mareros eran ridiculizados en las cárceles y en las calles por utilizar palabras como cipote, cerote, vergo y mara, que los chicanos consideraban vulgares. Pero esa reivindicación de origen, de carácter, los fue consolidando. Solos, se unieron más. Golpeados, se fortalecieron. La Mara Salvatrucha no gustaba pero cada vez pasaba menos desapercibida. Pronto se ganó fama de brutal. Mientras otros grupos peleaban con cadenas y cuchillos, la MS comenzó a utilizar cumas; antiguos miembros de la Playboys dicen haber conocido a mareros que caminaban armados con hachas.

A medida que algunos de sus miembros eran detenidos por pequeños delitos y enviados a las prisiones juveniles, su identidad metalera fue quedando en un segundo plano y su carácter de pandilla callejera cobrando forma. Con las melenas afeitadas a la fuerza nada más ingresar al penal, aislados de sus compañeros en las calles e indefensos frente a grupos enemigos más numerosos en los patios , los salvatruchos fueron aprendiendo los códigos carcelarios del Sur de California y se vieron en la necesidad de asumir la estética de los cholos para tratar de diluirse en el grupo.

Si la calle fue en los primeros años de la Salvatrucha un espacio relativamente libre en el que abrirse camino, la cárcel se convirtió en el verdadero espacio de socializac ión para esos nuevos migrantes. Como una procesadora de carne que te convierte en lo que el sistema te dice que eres, la cárcel acabó de educar en la lógica pandilleril de Los Ángeles a los miembros de la Mara.

Si el sistema te dice que eres como los demás, un pandillero latino, tú lo asumes y te vistes como lo que te han convencido que eres: un pandillero latino.

Para 1985 la mayoría de clicas de la MS habían dejado atrás la estética, la identidad y el apellido stoner y en los años siguientes se fueron integrando en la rutina de la venta de drogas a pequeña escala, o extorsionaban a los dealers de su zona. Dominar la calle no tenía sentido si no se podía obtener beneficio económico por ello. Competir con otras pandillas era querer ganar en todas las categorías: presencia, control, violencia… dinero. La Chele recuerda cómo los homies que salían de la cárcel iban aleccionando a los nuevos en las artes de la intimidación y el poder, aprendidas en largas conversaciones de celda. Ella misma, a la salida de una breve estancia en un penal, se encargó de poner orden en su clica, que según ella perdía dinero porque solo cobraba el impuesto a los vendedores de droga una vez a la semana.

─El homie que había estado encargado me dijo: “¿Como venís de la pinta creés que podés mejorar la teoria?”, y yo le dije: “Simón, la renta se cobra cada dia, y además los traqueteros te miran a leguas llegar con esa troca roja tuya, se te esconden y por eso no apañas nada.”
─¿Explicaron las nuevas reglas a los dealers?
─Ellos ya sabían cómo era la onda. Pero se les dejó decidir: si querían vender droga en territorio de la pandilla debían pagar renta, o se podían ir a otro territorio. Siempre tiene que haber más de una opcion; sin eso el ser humano no dispone de, digamos, voluntad. Y la voluntad es lo que realmente nos separa de las bestias.
─¿No hubo quién se resistió a pagar a diario?
─Siempre lo hay, pero cuando alguien abre un negocio sin registrarse en el Ministerio de Hacienda tarde o temprano llega alguien a pedirle el tributo. Hubo que dar algún castigo ejemplar, claro, de la misma manera que un padrote cachetea una prostituta para dar un ejemplo o que una monja en un orfanato golpea las manos de un huerfano con la biblia… Creeme, todo en las pandillas es un reflejo de la sociedad.
─¿La mara mató a alguien para dar ejemplo?
─Eso te lo puede contestar mejor la Policía… La violencia es mala para el negocio, pero nadie dijo que estos locos tenían un MBA (Master in Business Administration).

La Mara había conservado el símbolo de los cuernos metaleros, al que ahora los salvatruchos llaman “la garra”, pero sin tiempo apenas para disfrutar su adolescencia era ya una pandilla adulta. Tenía al menos 12 clicas en el Centro-Oeste de Los Ángeles, entre las que destacaban la Normandie, la Hollywood, la Leeward y la Western.

Había cultivado en el vecino Valle de San Fernando una clica más, especialmente díscola y desafiante, la Fulton, que rápidamente creció y se ganó respeto entre sus iguales. Esa clica que algunos años después iba a liderar Ernesto Deras, Satán.

La Salvatrucha tenía ya incluso un primer mártir, asesinado ese mismo año, 1985, en el parqueo posterior del Seven Eleven de la James M. Wood Street. En ese mundo, matarte es de alguna manera aceptarte, dejar claro que se te considera parte del juego de la guerra por las esquinas. El apodo del primer MS muerto en las guerras entre pandillas, un apodo todavía stoner, era Black Sabath.

Miembros de la pandilla Playboys de Los Ángeles. Durante los años 80, las pandillas sureñas más antiguas solían usar vestimenta de “pachuco” en las noches de fiesta. Abajo a la derecha aparece El Flaco, antiguo palabrero de la clica Normandie Locos.

Miembros de la pandilla Playboys de Los Ángeles. Durante los años 80, las pandillas sureñas más antiguas solían usar vestimenta de “pachuco” en las noches de fiesta. Abajo a la derecha aparece El Flaco, antiguo palabrero de la clica Normandie Locos.

Un paseo por gangland

El edificio Curacao no va a aparecer nunca en un atlas de arquitectura. Al menos en ninguno sobre obras bonitas, o construidas para adornar nada. Es un monstruo gordo de cemento y vidrios oscurecidos, con el mismo encanto de un general golpista parado en medio del distrito de Pico Union, en la frontera sureña del West Side de Los Ángeles.

La única virtud de esa mole –al menos si uno no tiene que pasar en ella ocho horas diarias- es la fragancia única que despide la sucursal de Pollo Campero que perfuma los primeros pisos. Esta cadena guatemalteca de pollo frito se ha convertido en el centro de las nostalgias estomacales de los salvadoreños y quizá ese perfume, que recuerda a la tierra dejada, pueda darle a este edificio duro algún ligero baño de ternura.

El Downtown angelino no consigue sacudirse aún la mala fama que le dejaron las décadas de los años 80 y 90. En aquel tiempo se le presuponía un lugar lleno de chusma, de malolientes mendigos negros que arrastraban carretas de supermercado llenas de basuras acaso más malolientes que ellos mismos; de hordas de enloquecidos latinos matándose entre sí por cualquier esquina mugrosa; de lugar de despacho de drogas, de robos, de balaceras. En otras palabras, los gringos lo presuponían un lugar lleno de migrantes ilegales. Y tenían razón.

Con la llegada de nuevas oleadas migratorias, los barrios poblados de indocumentados fueron corriéndose hacia las periferias del Downtown, arrastrando con ellos el sonido molesto que hacen los marginados al llegar. Uno de esos lugares es el distrito de Pico Union, epicentro de la migración salvadoreña de aquellas décadas. Ahí está ahora la torre Curacao perfumada de Pollo Campero.

En el séptimo piso de ese lugar, en medio de un pasillo en el que las apretujadas oficinas comparten un baño, está la sede de Homies Unidos, que preside un salvadoreño pequeño y de barriga pronunciada llamado Alex Sánchez.

Una hoja de vida no oficial de Alex Sánchez diría algo así: llegó a Estados Unidos a los siete años huyendo de la guerra civil. Siendo muy joven ingresó a la Mara Salvatrucha y asegura que tiene el abolengo de haber sido stoner. Fue deportado a El Salvador en 1994. Volvió a entrar ilegal a los Estados Unidos un año después para fundar la organización de prevención y reinserción juvenil que aún dirige.

Homies Unidos goza en Los Ángeles de alta credibilidad, algo que en los últimos años ha perdido su homóloga salvadoreña.

En 2002 Alex Sánchez consiguió convencer a un jurado de estadounidenses de que en El Salvador su vida corría peligro debido a su pasado pandilleril y se convirtió en uno de los pocos casos en los que ese gobierno concede asilo humanitario. En 2009 una embestida del FBI en contra de la MS se lo llevó entre las patas: fue sacado de su casa y acusado de llevar una doble vida, como activista por la rehabilitación de pandilleros y como líder de la Mara. Junto a otras 24 personas fue acusado de una larguísima lista de crímenes, entre ellos el de asesinar y el de conspirar para asesinar. Estuvo dos años en la cárcel y tras un masivo movimiento civil en su favor fue puesto en libertad con la condición de que no abandone el estado de California, de que no beba alcohol y de que no tenga ninguna relación –eso incluye hablar- con miembros de la Mara Salvatrucha. Hasta la fecha, el caso sigue vivo en las cortes de California y su juicio está programado para 2013.

Habrá que decir que no encontramos a nadie en Los Ángeles, luego de hablar con funcionarios públicos, pandilleros activos y retirados, investigadores académicos y expertos, que creyera que Alex Sánchez es culpable de esos cargos. Él dice al que quiera oírlo que ha sido víctima de un complot tramado por policías vengativos.

En resumen, la vida de Alex Sánchez ha estado cruzada, como una cicatriz en la cara, por las pandillas; y cuando le pedimos que nos explicara algo importante sobre ese mundo nos dijo lo siguiente:

─El de las pandillas es un juego en el que, desde el momento en que te brincas, autorizas al enemigo a matarte en el momento en que te vea, por el solo hecho de ser de la pandilla que eres. En realidad, ser pandillero es, esencialmente, autodestructivo. Es solo una forma de suicidio.

Alex dejó la pandilla hace 10 años. En sus propias palabras dejó de suicidarse cada día hace 10 años.

─¿Por qué crees que las pandillas latinas se matan entre sí? Mira el rostro de un mexicano, de un salvadoreño, de un hondureño, un guatemalteco. ¿Qué ves? El mismo color de piel, y restos de los mismos rasgos aztecas, mayas. Y no ves a las pandillas latinas matando a blancos, ni peleando por el territorio de las pandillas afroamericanas, aunque sean enemigas.
─¿Qué quieres decir?
─Que la violencia de las pandillas nace de no querer ser quien eres. Es una lucha contra uno mismo, contra el espejo.

***

En los años 80, el mejor espejo de la Mara Salvatrucha era la veterana pandilla 18, que ya tenía 30 años de vida. Mientras otras pandillas de raigambre chicana rechazaban a los migrantes no mexicanos, o incluso se negaban a recibir a los nacidos en México, decididos a enarbolar únicamente la bandera chicana, la Eighteen Street se definió por ser una pandilla abierta a migrantes latinos de origen diverso, lo que le permitió convertirse rápidamente en una de las mayores pandillas de Los Ángeles. Todavía hoy, entre sus miembros, se usa el término “la grandota” para referirse a la 18.

La coincidencia geográfica de ciertas clicas de ambas pandillas, cierta visión paternalista de la 18 hacia los recién llegados, y la fuerte presencia de salvadoreños entre sus filas, facilitaron la afinidad entre la 18 y la Mara Salvatrucha. Las dos pandillas caminaban juntas. Miembros de una y otra acudían a las mismas fiestas y peleaban juntos frente a enemigos comunes.

Algunos dieciocheros con sangre salvadoreña admiraban, en secreto, la identidad de la Salvatrucha, que se negaba a ser igual que el resto. Si cuando llegué hubiera existido una pandilla salvadoreña como la MS, pensaban, yo ahorita no sería 18.

Muchos, para entrar en pandillas como la Playboys, habían ocultado y siguieron ocultando durante años que eran de San Julián, Chinameca o Santa Rosa de Lima. Otros, incluso en la plural pandilla18, habían borrado su acento para no ser menos, para ser uno más. Los salvatruchos no se obligaban a sí mismos a hablar como chicanos ni renunciaban a su origen: lo llevaban en el nombre de su pandilla.

Una antigua pandillera de la 18 recuerda que en los primeros 80 coincidía habitualmente en fiestas con los miembros de la MS y les ordenaba en son de broma que se cortaran el pelo, que vistieran mejor, que dejaran atrás su apariencia de vagos con pantalones rotos.

─Les decía que olían mal, y a alguno que me trató de conquistar le dije que ni se le ocurriera que iba a amarrar con uno de ellos. -dice- Pero éramos aliados. Y aunque se prohibía a las chicas de la 18 andar con chavos de otros barrios, varias homegirls mías acabaron de novias con homies de la MS.

Las barreras entre ambas pandillas eran tan porosas como la piel humana. Incluso ahora que la frontera entre la MS y la 18 tiene como centinela a la muerte, hay casos de dieciocheros que forman familia con chicas tatuadas con la M y la S, y viceversa. En aquellos días el cruce de miradas era normal. El lazo de afectos, tolerado.

Clicas de ambas pandillas llegaron a compartir territorio. Los MS de la Leeward y los dieciocheros de Shatto Park llegaron incluso a rifar barrio juntos, haciendo con la mano un gesto que unía en una sola seña la E de la Eighteen Street, la 18, y los cuernos de la joven MS. La Salvatrucha y el Barrio 18 juntos en una sola mano y unidos en el gesto por el que en una pandilla se grita, se mata o se puede morir.

Si alguna vez la Mara Salvatrucha tuvo un hermano en Los Ángeles se llamó Barrio 18. Tal vez por eso allí las dos pandillas colocan hoy su enemistad por encima de las que mantienen con el resto de grupos callejeros. El odio es siempre más profundo cuando se ha querido, cuando se ha estado cerca, cuando el sentimiento de traición esconde un dolor más íntimo: la vergüenza de haber confiado.

***

Alex Sánchez aprendió las reglas del odio primigenio por las malas y siendo un niño recién llegado a una jungla donde las normas ya estaban puestas: si tu acento y tus palabras suenan raras serás el bufón, a menos que tengás los huevos de marcar una raya a fuerza de puños.

A los ocho años propinó su primera paliza a un chicanito que le rompió un avión de papel. Fue suspendido de la escuela, pero su padre tenía dos trabajos y su madre estaba empleada en una fábrica a tiempo completo. De todos modos ninguno hablaba inglés, así que cuando llegó la notificación escolar, él mismo la firmó y asunto arreglado.

Los años le fueron borrando el acento salvadoreño y aprendió a desaparecer, a mimetizarse, a sentir vergüenza por el lastre heredado de sus padres: ese acento de mierda, esas palabras ridículas, ese país que era solo una sombra borrosa que no dejaba de perseguirlo. Con el tiempo descubrió que no era el único salvadoreño que iba por la vida disfrazado de chicano, que había otros muchachos que incluso habían conseguido colarse en algunas de las pocas pandillas que permitían el ingreso a personas de dudosa procedencia, como la Eighteen Street, o la Playboys.

Hasta que conoció al Cuyo.

Alex tenía 14 años cuando el Cuyo le presentó a la Mara Salvatrucha, una agrupación de adolescentes a la que la palabra pandilla aún le quedaba grande, como cuando los niños juegan a ponerse las corbatas y los zapatos de los adultos. Pero aquel grupo de jóvenes tuvo para Alex Sánchez un brillo genuino, abrazador: hablaban como lo que eran, un puñado de chavitos salvadoreños plantando cara a un mundo de chicanos y ganándose el derecho a estar ahí sin esconderse de nadie y levantando bandera. Claro que se sumó. Al poco tiempo él mismo se había embarcado en levantar las primeras clicas infantiles con estudiantes de la Berendo Middle School, cercada por las calles Berendo y Catalina. Fue parte de la clica Catalinos Locos, que luego, al descubrirse en conflictos abiertos con otras pandillas, tuvo que diluirse en una más grande, la Normandie, donde había muchachos un par de años mayores que él.

─Alex, ¿cómo comenzó entonces la guerra contra la pandilla 18?
─Esas primeras clicas de la MS se estaban defendiendo contra las otras pandillas que estaban en el área, sin embargo con la 18 siempre hubo una amistad, porque la pandilla 18 ya existía, y para muchos antes que la MS existiera, la 18 era la única pandilla que aceptaba inmigrantes centroamericanos. Entonces ya había pandilleros salvadoreños adentro de esa pandilla, y se mantuvo una relación con la 18 por muchos años. A veces los problemas suceden porque los muchachos acá se empiezan a pelear y ya van los malos acuerdos, los malos entendidos y de una pelea se llega a una enemistad y termina alguien muerto y empieza todo.
─Pero ¿cómo comenzó la guerra?
─Con la 18 se mantuvo una relación íntima.
─¿Íntima?
─O sea que la 18 y la MS tenían muchos enemigos y amigos comunes, con algunas excepciones como por ejemplo la pandilla Easy Riders, que siempre mantuvieron una relación buena con la MS pero no se llevaban con los 18. Pero en general la MS y la 18 nos defendíamos juntos en todo lugar. También a veces en las cárceles nos defendíamos entre todos contra otras pandillas. Pero el problema fue que había una clica de la MS que se llamaba King Boulevard Locos y ahí fue cuando hubo una pelea.
─¿Qué? ¿Llegó un 18 a matarlos?
─No… O sea, no, porque se llevaban… pero hubo una pelea parece que por una jovencita, y entonces el muchacho que perdió la pelea, de la 18, parece que no quedó satisfecho…
─¿Eso fue en la calle?
─Fue en un callejón, ahí donde se juntaban los MS entre King Boulevard y la Normandie.
─ (Tomando nota en la libreta) En-tr-e Ki-ng Bo-u-le-vard y la Nor-man-die.
─Mirá, si querés nos vamos a verlo.

***

Salimos del edificio Curacao en el Mazda compacto recién alquilado, con Alex Sánchez como copiloto, por el West Olimpic Boulevard, que conecta el Downtown con el West Side. Avanzamos hasta la calle Alvarado y doblamos a la izquierda. Pasamos el cruce con el Boulevard Pico, legendario en la nomenclatura pandilleril. Justo en la intersección de ambas calles hay un restaurante muy bien montado, que a simple vista parece una sucursal de cualquier cadena gringa de comida rápida y que en grandes letras rojas tiene escrito: “pupusería”.

Seguimos recto por la calle Alvarado, hasta que se convierte en Hoover, que corre paralela a la calle Bonnie Brea; atravesamos el Boulevard Venice –en la intersección hay otra ostentosa pupusería-, hasta cruzar a la derecha en el ancho Boulevard Washington. Durante todo el recorrido los rótulos son en español y mientras se van sucediendo las “lavanderías”, “taquerías” y ventas de autos –no cars, no vehicles- Alex Sánchez va pronunciando, como en una lotería, los nombres de las pandillas que reclaman cada cuadra: “Drifters”, “Playboys”, “Mid City”, “Harpies”, “Easy Riders”…

En el ecosistema angelino las pandillas tienen más de una preocupación. Generalmente sus territorios son estrechos, apenas divididos por callejuelas delgadas o, con suerte, por boulevares o avenidas que permiten mayor certeza acerca de quién controla cada acera. Algunas veces, dos pandillas vecinas se ven obligadas a rotular la misma esquina y a poner flechas en direcciones opuestas para que haya alguna seña que clarifique las fronteras. Otras veces –las más- simplemente viven en pleitos potencialmente mortales con sus vecinos más próximos. No siempre la 18 es la principal preocupación de la MS y viceversa. Se pelea con el que se tiene a la mano.

Los orígenes de este abanico de pandillas son muy variados: las hay que fueron un club de carros, o equipos de fútbol americano barriales, o no tan barriales, o agrupaciones de grafiteros… Actualmente se calcula que hay en Los Ángeles aproximadamente 400 pandillas latinas. Más de 700 en el Sur de California. Por no contar las pandillas negras, asiáticas, caucásicas…

Avanzamos sobre el Boulevard Washington, y aparece en paralelo, de forma intermitente, la calle 18. Un semáforo nos obliga a detenernos al lado del inmenso Angelous Rosadale Cementery. Ahí están sepultados cuatro hermanos amigos de nuestro guía. Los cuatro eran Easy Riders. Los cuatro murieron en las guerras pandilleriles de antaño. Un rótulo azul anuncia, justo después del cementerio, que esa calle ancha que atraviesa el Boulevard Washington es la avenida Normandie. Estamos entrando en territorio de la Mara Salvatrucha. Bajamos por la Normandie, que se introduce en una zona residencial de calles menos transitadas.

Durante los 80 y 90 aquí se libraron auténticas guerras. Las calles estaban rotuladas con la marca de sus dueños y los homeboys más jóvenes patrullaban las calles con armas de fuego, listos para defender el territorio que reclamaban. Los extraños eran de dos tipos: compradores de drogas o enemigos. En ambos casos había que estar listos para dar la respuesta adecuada.

Todo ese panorama cambió con las leyes conocidas como gang injunction, que aun hoy prohíben que tres o más pandilleros fichados por la policía como miembros de una organización delictiva estén juntos en la vía pública, so pena de ser arrestados y de pagar una multa de mil dólares. Sumado, siempre, el riesgo de ser deportados. Desde finales de los 80 y, sobre todo, durante la segunda mitad de los 90, las gang injunction hicieron a las pandillas cambiar de hábitos.

Ahora las calles del suroeste de Los Ángeles lucen como las de cualquier vecindario pacífico, donde los residentes pasean diminutos perros y las ancianas conversan en las aceras. De tanto en tanto, tatuadas en un árbol, o tímidas, sobre el propio suelo, se leen las iniciales de alguna clica. No hay pandilleros en las esquinas. Sin embargo, ojos desconfiados observan desde los balcones de los edificios.

El recorrido por este paisaje de calles con nombre de clica está por terminar. Dejamos la Normandie para entrar en el boulevard Martin Luther King Jr, donde Alex Sánchez nos da instrucciones de detenernos para entrar en un estrecho callejón, en el que el pequeño Mazda cabe justo. Es difícil en Los Ángeles encontrar una callejuela de tierra como esta. Sobre el piso se acumulan los charcos lodosos y a los lados crecen matorrales sin dueño al pie de cercas de madera. Unos mendigos negros han construido una champa de plástico al lado de la pared en la que alguna vez estuvo escrito “Rest in peace Shaggy”. Aquí fue donde todo comenzó.

Mural de la clica Leeward Locos de la Mara Salvatrucha situado en la parte trasera de Leward Avenue de Los Ángeles, entre las calles Westmoreland y Hoover. Fotografía tomada en la segunda mitad de los años ochenta.

Mural de la clica Leeward Locos de la Mara Salvatrucha situado en la parte trasera de Leward Avenue de Los Ángeles, entre las calles Westmoreland y Hoover. Fotografía tomada en la segunda mitad de los años ochenta.

La venganza del Shaggy

El cruce de Normandie Avenue con Martin Luther King Jr. Boulevard es territorio de la clica Western Locos de la Mara Salvatrucha. Y el largo callejón que se esconde a pocos metros, paralelo a la King Jr. y a Browning Boulevard, era en los 80 un lugar habitual de reunión para la MS. Todas las casas de la cuadra tienen todavía hoy dos pisos con ventanas de madera, una cochera y un pequeño jardín con puerta trasera al callejón. Dicen que la fiesta, aquella noche a finales de 1989, fue en una de esas casas.

En reuniones como aquella, pandilleros de la Salvatrucha y de diversas clicas de la 18 solían compartir cerveza y licor mientras en la atmósfera flotaba el olor alegre de la marihuana. La gente entraba y salía, y siempre había alguien nuevo a quien conocer en aquella telaraña de relaciones que era la estructura de clicas a lo largo y ancho de todo Los Ángeles. En la calle y en las casa de los vecinos resonaba con descaro la música a todo volumen: rock y hip-hop del momento, intercalado con algunos oldies de James & Bobby Purify, o de Mary Wells. Los dieciocheros insistían en pedir música de los 60, en llevar ellos trajes amplios de pachuco y sombrero, en hacerse ellas altísimos peinados. Vestir como pandilleros old school era una suerte de reivindicación de su historia, porque la tenían.

La Salvatrucha estaba apenas empezando a escribir la suya y solo respiraba el momento presente.

Nadie parece recordar el nombre de la chica por la que inició la discusión, pero la mayoría de versiones coinciden en que aquella noche la fiesta se rompió en una pelea entre el Shaggy, de la Western, y un dieciochero que acabó yendo por una subametralladora UZI y resolvió la disputa en el callejón, a balazos. Así lo cuentan, sin más. Como si las muertes nacieran de la nada, la memoria ha reducido aquel episodio trascendental a la imagen de un arma siendo disparada. Como si aquel estallido no necesitara explicación porque se diera por sobreentendido que la fiesta estaba bañada en pólvora. Dicen que el cuerpo del Shaggy quedó tendido sobre el suelo de tierra de ese callejón, en el que hoy duermen los vagabundos.

Pero ni siquiera eso es seguro. La génesis de la religión del odio es confusa.

El investigador estadounidense Tom Ward, que desde hace 20 años pregunta a pandilleros de los dos bandos cómo comenzó su guerra, ha recogido otros testimonios que hablan de un drive by, un ametrallamiento desde un carro en movimiento, en el que pandilleros de la MS quisieron matar a miembros de una pandilla rival, los Harpies, y por error alcanzaron a un dieciochero que se encontraba con ellos. Según esta versión, el Barrio 18 pidió a la MS una compensación económica por la muerte de su homeboy, un gesto habitual entre pandillas para demostrar arrepentimiento o pedir perdón. Pero la Mara no quiso pagar. Lo consideró una humillación y reclamó a la 18 por permitir que sus miembros se reunieran con los Harpies, enemigos de sus amigos.

Nadie cuenta, en ninguna de las versiones, quién apretó aquel primer gatillo. El nombre de quien desencadenó la guerra entre la Mara Salvatrucha y el Barrio 18 ha desaparecido hasta de los rumores.

***

Alex Sánchez cuenta que la noche que mataron al Shaggy él estaba con amigos en su cancha, cerca de la esquina de Normandie con la 8th, cuando llegó alguien a darle la noticia. “Ya se reventó”, le dijeron.

No le extrañó. En los últimos años los roces con la 18 se habían ido haciendo más y más habituales. Por disputa de negocios, por enemistades personales, porque la calle engendra odios. Pero por encima de todo, la lenta pero constante migración hacia las filas de la Salvatrucha de dieciocheros salvadoreños ansiosos por dejar de fingir que eran chicanos, que se toleró en un principio, se había tornado cada vez más incómoda para los líderes del Barrio 18, inquietos por ver crecer a su hermano pequeño e indignados porque lo hiciera a costa de ellos, robándoles.

─Sentían que la Mara Salvatrucha les estaba faltando al respeto. -dice Alex Sánchez.

Y en el mundo de las pandillas cuando desaparece el respeto no queda nada que preservar y se esfuma la hermandad. Roto ese himen simbólico, en las pandillas solo queda el diálogo escueto y brutal de la violencia.

La noche que mataron al Shaggy, según cuenta Alex Sánchez, hubo quien propuso de inmediato buscar una solución pactada, tratar de ahogar el eco de las balas ya disparadas, antes de que se confundiera con el sonido de las balas de respuesta.

─Dijimos que había que hablar de lo que había pasado, tratar de ver una solución. No se podía empezar una guerra así con esta gente porque… porque no.
─¿Por la amistad? ¿Para que la Mara no sumara un nuevo enemigo?
─No me crean, pero en la Normandie éramos diferentes, porque en la zona de la Normandie estaban todavía los Playboys y mi clica en esos años todavía se llevaba muy bien con los Playboys, aunque eran enemigos de la 18. A nosotros de cierta manera no nos caían muy bien los 18. Pero otras clicas estaban bien atadas a ellos, y esa era la relación que se tenía que mantener.
─¿Y qué hicieron para solucionarlo?
─Nada. Se iba a tratar pero no dio tiempo. Los muchachos de la Western y los amigos íntimos de Shaggy no dieron oportunidad, y al amanecer ya había como cuatro muertos.

Engrasar la maquinaria de la venganza después de aquello fue fácil. El Barrio 18 y la Mara Salvatrucha eran tan cercanas que cada pandilla conocía los escondites de la otra y dónde vivían sus miembros. En los años que siguieron, cuando a un enemigo se le encendía una luz verde, una condena de muerte, siempre había alguien que sabía dónde encontrarlo. Y los nombres de los muertos nuevos fueron haciendo olvidar a aquellos primeros.

─A los pandilleros no les importa la historia. Si les importara, estarían estudiando historia en la escuela. -dice Alex Sánchez.- Yo conocí al Shaggy. Cuando lo mataron tenía más o menos mi edad, 17 años. Solía verlo pasar la tarde en un Taco Bell cerca de aquel callejón, junto a su novia. Pero ahora casi nadie en la Mara se acuerda de él. Viene la gente, se va… y solo quedan leyendas.

***

─¿De verdad crees que todo esto empezó solo por una mujer?

Sentada en la terraza de un bar en San Salvador, con su segunda cerveza delante, la Chele lanza una mirada de cansancio y repite lo que nos ha dicho ya otras veces: que la gente inventa historias, que agarra los hechos y les pone orejas y rabo, que en este mundo de las pandillas los homies hablan como si lo supieran todo pero casi nadie sabe de verdad qué o quién pasó por la historia de la Mara. La Chele suele presumir de feminista y ha apuntado con una pistola a la cabeza de hombres que la quisieron mirar de menos, pero repite que la guerra entre la Mara Salvatrucha y el Barrio 18 empezó por algo más importante que el cariño de una chica.

─Pues eso dicen: que esa noche comenzó el pleito y que a la mañana siguiente ya había cuatro muertos. -le insistimos.
─Pues sí, pero la cosa no pasó de un día para otro. Venía de antes. La onda es que por esos días tres salvadoreños de la 18 se habían brincado a la Mara, pero por decirlo de algún modo no se habían salido de la 18 primero. Y dos de esos se habían brincado a la clica Western Locos.
─¿Y estaban en esa fiesta?
─Parece que sí. La cosa es que en esa fiesta se discutió por eso, y ahí viene lo de la UZI. Al Shaggy las balas le volaron una mano y lo mataron. Pero no fue planeado. Y el siguiente muerto no fue esa noche. Fue días después, esa misma semana.
─¿Quién fue?
─El Funny, de la 18. El Funny pasaba por el territorio de la Normandie sin saber nada de lo que había ocurrido, y los homies de la Mara lo llamaron. En una casa lo tuvieron horas haciéndole de todo, hasta que lo mataron.
─¿Para vengar al Shaggy?
─Sí. Iban uno a uno. Ahora se ha perdido la cuenta. Pero no fue por una mujer.

Una mujer es, en la pandilla, un ser insignificante. Hay veteranas pandilleras en Los Ángeles que dicen que a ellas, en su barrio, se les ha respetado, que han sido un igual, que su barrio es diferente a los otros, pero en la mayoría de pandillas latinas de Los Ángeles y especialmente en sus ramificaciones centroamericanas, hoy una mujer es un ser insignificante que no vale nada.

En Los Ángeles, desde hace años, clicas de la Mara Salvatrucha como la Fulton -la clica de Satán- no brincan a mujeres y las condenan a caminar a su lado con un rango menor al del pandillero. Temen que sean más propensas a delatar a sus homies o que causen conflictos internos. La pandilla 18, en El Salvador, tampoco acepta ya a mujeres en sus filas. La mujer da apoyo logístico, colabora en los negocios, es concubina de uno o de varios pandilleros, pero no tiene voto ni voz, ni merece la venganza que el honor exige cuando el enemigo mata a un homeboy. La mujer es prescindible.

Hay aguerridas excepciones. Como la misma Chele, que en Los Ángeles acumuló y conserva respeto. O como La Reina, una agresiva líder de la Mara Salvatrucha en Honduras a la que pandilleros en varios países atribuyen el control de buena parte del negocio de la droga y las armas en San Pedro Sula. Mujeres con más hombría que sus propios hombres. Eso: excepciones.

Por eso resulta extraño, retorcido casi, que pandilleros de los dos bandos enemigos aseguren, tanto en Los Ángeles como en Centroamérica, que el odio entre la Mara Salvatrucha y la pandilla 18 se originó en una pelea por una chica.

─El tema de fondo es que ellos no querían que los salvadoreños de la 18 se hicieran de la Mara. -insiste la Chele.- Querían que estuviéramos siempre a la sombra del grupo hispano más dominante.
─…
─¿De verdad crees que por un pleito por una mujer alguien iba a torturar a un hombre durante horas? ¿Que por una mujer le iban a introducir a un infeliz un palo de escoba por el ano, como le hicieron al Funny? No, hombre… fue algo más importante.

***

No cambia nada saber si alguna vez existió esa Helena de Troya de los callejones de Los Ángeles por la que dicen que se desató la guerra entre la MS y la 18. No importa si tuvo un nombre y se ha olvidado. Hay pandilleros que aseguran incluso que el Shaggy no fue el primer muerto de la guerra, que poco antes la 18 había matado a otro homie de la MS apodado el Boxer. No importa. Veintitrés años después de la fiesta en el callejón de King Jr., el rencor entre la Mara Salvatrucha y el Barrio 18 no depende ya de a quién recuerdes.

Especialmente en Centroamérica, adonde ambas pandillas bajaron a comienzos de los 90 ya odiándose, ha habido tantos muertos, tantas decenas de miles de muertos, que cada pandillero tiene su propia razón para vengar. También se han deformado las dimensiones y límites de lo que se considera respeto.

Un antiguo pandillero del Barrio 18 cuenta que en la cárcel salvadoreña de Mariona, en 1995, hubo cursos de informática para presos que tuvieron que suspenderse porque sus antiguos homeboys de la 18 se negaban a usar computadoras cuyo sistema operativo era MS DOS. No es broma. Y las hebras envenenadas del conflicto son cada vez más imprevisibles y voraces. Una mala mirada puede importar lo suficiente como para matar, y una vida lo bastante poco como para canjearla por una palabra inoportuna.

Un veterano miembro de la MS en El Salvador, con más de 15 años en la pandilla, recuerda haber estado a finales de 2011 tomando con otros homies cuando uno más se incorporó al grupo. Le ofrecieron algo de beber y lo rechazó, con esta frase: “No, no quiero beber, ayer me puse una gran peda”. La reacción de la mayoría del grupo fue violenta, radical. Uno le dijo: “¿Cómo que una gran peda? Aquí uno se pone pedo, no peda. Solo los chavalas (los miembros de la pandilla 18) se ponen peda”.

─Y lo picaron, lo mataron. -dice con cierta repugnancia. Hace una década él pensaba que formaba parte de una fraternidad unida en una tradición y unos enemigos comunes. Pero uno de sus homeboys dijo una palabra en femenino y sus hermanos de clica, sus compañeros, lo condenaron por traición y lo mataron a puñaladas. Le repugna. Pero no revela asombro. En las pandillas salvadoreñas que alguien muera en nombre de un odio difuso, sin origen, no genera asombro.

***

Alejandro Alvardo tiene 38 años y fue pandillero de la 18. Aunque es guatemalteco lleva tanta vida en Los Ángeles que le cuesta hablar español. Hace años que está calmado, alejado de las armas y las calles, y trabaja en Homies Unidos, como Alex Sánchez, tratando de que otros pandilleros se calmen también. De eso habla mientras come sin ganas un sandwich en la planta baja del edificio Curacao: de la forma de romper el círculo de violencia en el que te mete la pandilla.

Le comentamos que en El Salvador la Mara Salvatrucha y la 18 acordaron el pasado marzo una tregua, que aseguran que ya no se van a matar entre ellos y han logrado una reducción drástica, casi increíble, de las cifras de homicidios. No parece sorprendido. A Alejandro Alvardo, que habla despacio y mira como si hubiera regresado hace solo unos minutos de un viaje de vida agotador, parece que nada de lo que le digamos o mostremos lo puede sorprender ya.

─Pues sí, se puede llegar a un acuerdo, pero también se necesita que haya más gente, porque ¿de qué sirven las paces si no hay recursos, si no hay alternativas? ¿Me entendés?
─Claro.
─Aquí también hubo un tiempo, por el año 93, en el que trataron de hacer paces, y no andar, you know, no andar balaceándose y todo eso. Funcionó por un rato. Pero comenzó a venir la función más antigua, la que dice que no puede ser así, porque somos enemigos y siempre va a haber algo muy adentro que no va a permitir que eso siga. Es como si esas paces fueran un refugio, como si tú pusieras vasos de agua en el desierto, ¿me entendés? Pero si alguien viene y quita esos vasos, como tu vida depende de tomar agua vas a regresar a lo mismo, porque la pandilla viene siendo como el agua para darte vida.
─¿Esa paz ya se rompió?
─Sí, ya se rompió. Sí.
─¿Por qué?
─Pues porque siempre hay alguien que va a comenzar algo. Porque en las pandillas no quiere decir que porque una persona cambie todos tienen que cambiar. Yo paré de tomar hace 12 años. No tomo, no fumo, y fumaba toda mi vida. Dos policías mataron a mi hermano y a mi primo, y yo no pienso ahora que todos los policías son malos, fíjate. O sea, yo soy un testimonio que una persona puede cambiar hasta esos extremos. Pero cada persona tiene su punto, cada persona tiene, you know, su check point para saber que hasta acá llegó.
─¿Entonces nadie te puede ordenar que te calmes?
─¿Y cómo? ¿Cómo si vienes herido, te han violado, te han maltratado, te han dañado físicamente y mentalmente? ¿Cómo vas a aceptar todo eso? ¿Me entiendes? Es como que le digas al borracho “ya no puedes tomar”. ¡Tu madre! Va a seguir tomando. Va a encontrar la manera de tomar, ¿tú me entendés?

Capítulo II. La letra 13.

El zumbido del helicóptero es una bendición. Si hubiera silencio la espera entre cada serie de golpes sería más estremecedora y los impactos parecerían más brutales todavía. Si hubiera silencio, el espectador lo llenaría imaginando el sonido de la porra al chocar con las rodillas, el torso y los brazos de ese hombre negro que rueda por el suelo lentamente mientras tres policías le vapulean. Uno de ellos abre las piernas como un bateador de beisbol para bajar su centro de gravedad y apalear con más fuerza y control. Un porrazo, otro, otro; una pausa; y de nuevo a la carga con una sucesión de tres golpes más en las piernas de ese saco de carne que se trata de incorporar desorientado; y otra pausa para respirar, y siete golpes más.

En las imágenes de televisión se pueden contar un total de 56 golpes. Si en la grabación no estuviera ese helicóptero para llenar el silencio con su atronador zumbido, uno imaginaría incluso el rechinar de los huesos a punto de romperse.

***

El video de la paliza a Rodney King dio la vuelta al mundo en 1991. Los bastonazos a aquel hombre negro de 25 años, un ex convicto por robo que esa noche de marzo se había negado a detener su carro pese a las órdenes de la policía, porque estaba bebido y temía regresar a prisión, fueron grabados por un videoaficionado y aparecieron en noticieros en los cinco continentes.

De inmediato se convirtieron en un símbolo de la brutalidad y el racismo de la policía de Los Ángeles, que desde la exitosa limpieza de calles del 84 había gozado de protección política para golpear o disparar con casi total impunidad. En el lugar de los hechos había quince agentes de uniforme que no movieron un dedo para detener la descarga de bastonazos, que duró más de diez minutos. Solo cuatro policías, los que usaron la porra y su sargento inmediato, fueron a juicio.

La sentencia para ellos se conoció un año y dos meses después, la tarde del 29 de abril de 1992: inocentes. Un jurado en el que diez de los doce integrantes eran blancos consideró que el video no era prueba suficiente de abuso de fuerza y desestimó los cargos.

En las calles de Los Ángeles, especialmente en los suburbios de Central South y South West, la noticia fue una inyección de furia. Primero fueron pequeños grupos de vecinos negros que gritaban en alguna esquina; después, descontrolados que apedreaban vidrieras e insultaban a los conductores blancos que atravesaban sus barrios. Al cabo de pocas horas el Suroeste de la ciudad ardía, literalmente. En los tres días que siguieron, la Policía tuvo que retirarse de barrios enteros y se generalizaron los saqueos y la violencia callejera. Gasolineras, comercios, edificios enteros fueron pasto de las llamas. Los bomberos registraron durante los disturbios un total de 7,000 incendios en todo el condado de Los Ángeles.

En medio del caos, la misma tarde del veredicto un helicóptero de un canal de televisión se encargó de responder a las imágenes de la paliza a King con una metáfora gráfica del ojo por ojo: los estadounidenses pudieron ver en directo, desde sus casas, cómo en el cruce de Florence Avenue y Normandie Avenue seis hombres negros detenían a pedradas un camión cargado de arena y sacaban de él a la fuerza al conductor, un hombre blanco llamado Reginald Denny. Lo tumbaron y se turnaron para molerlo a patadas, le golpearon en la cabeza con un martillo y, cuando ya estaba inconsciente, uno de los atacantes le aplastó el cráneo con un ladrillo de hormigón. Después de hacerlo, comenzó a danzar alrededor del cuerpo de Denny, que milagrosamente sobrevivió a las heridas.

Al macabro bailarín no le importaba ese detalle. Era un profesional de la violencia. Vestía una enorme camiseta blanca, pantalones anchos y un pañuelo azul en la frente. Era miembro de la pandilla Eight Tray Gangster Crips, una de las muchas bandas afiliadas a la gran federación Crips en Los Ángeles.

Mientras las autoridades desplegaban a la Guardia Nacional y convertían su sorpresa en un plan de reacción a los disturbios, los tres días consecutivos de estallido racial se convirtieron en el parapeto perfecto para quienes, en Los Ángeles, ya vivían al margen de la ley. No solo las principales pandillas negras -Crips y Bloods- se hicieron dueñas absolutas de sus territorios y se unieron para atacar a grupos de otras etnias; pandilleros latinos y blancos de toda la ciudad encabezaron acciones de pillaje y aprovecharon para saldar cuentas pendientes con bandas enemigas sin la incómoda presencia de la Policía. Cuando el día 2 de mayo el Ejército logró recuperar el control de las calles, ya se habían cometido 53 homicidios. Un tercio de las víctimas eran latinos.

También fueron latinos la mitad de los detenidos durante los disturbios. Uno de ellos, capturado por participar en uno de los miles de saqueos de esos días, era el pandillero fibroso y de mirada fría que dirigía la Fulton, la clica de la Mara Salvatrucha en el Valle de San Fernando. Su nombre era Ernesto y su apodo Satán.

***

Frosty y Silent, miembros de la pandilla Playboys de Los Ángeles mostrando armas de fuego. La imagen fue tomada entre los anos de 1993 y 1995.

Frosty y Silent, miembros de la pandilla Playboys de Los Ángeles mostrando armas de fuego. La imagen fue tomada entre los anos de 1993 y 1995.

Era la primera vez que iba a la cárcel, pero Satán sabía lo que le esperaba allí. Y sabía quiénes le esperaban.

Desde hacía algunos años, la Mara Salvatrucha vestía en su nombre un número que entre las pandillas del Sur de California lo significa casi todo: el 13. Muchas otras pandillas de Los Ángeles y sus alrededores, incluso algunas de las más antiguas -Florencia 13, Artesia 13, Norwalk 13- cierran hoy su nombre con esas cifras, que simbolizan la decimotercera letra del abecedario castellano: la M. Se trata de una cifra de lealtad. Y de sometimiento.

A finales de los años 50, en el correccional juvenil Deuel, en Tracy, muy cerca de San Francisco, una docena de adolescentes de diferentes pandillas, chicanos la mayoría, decidieron crear lo que concebían como una pandilla de pandillas, una banda integrada por los delincuentes juveniles de peor reputación y destinada a controlar por la fuerza ese y cualquier reclusorio al que los enviaran. Aunque todos eran menores de edad y muchos habían sido condenados solo por pequeños delitos, se bautizaron a sí mismos, con ambición desmedida, la Mafia Mexicana.

Pronto sus expedientes judiciales estuvieron plagados de asesinatos cometidos en cada cárcel a la que fueron destinados. Para inicios de los años 70 la fama, la brutalidad y el control de la organización se había extendido ya a todo el sistema penitenciario de California. Aunque apenas tenía una treintena de integrantes provenientes de distintas pandillas latinas del Sur de California, la Mafia Mexicana reinaba en los patios carcelarios y atemorizaba desde allí a casi todos los pandilleros latinos del Estado, que se sabían predestinados a pasar en algún momento por sus dominios amurallados.

Era como si en la cárcel te esperara el juicio final y la Mafia Mexicana se hubiera apropiado de las llaves del infierno. Para nombrarla y conjurar su influencia, en los ambientes pandilleriles comenzó a bastar con mencionar su inicial, la M, o la eMe.

Las cárceles californianas son además, desde hace casi un siglo, un hervidero de odios raciales en los que las pandillas encontraron la extensión de su guerras callejeras. Para gozar de la protección de la Mafia Mexicana ante las poderosas pandillas negras, por ejemplo, las pandillas latinas del Sur de California comenzaron paulatinamente a identificarse como Sureñas, a incorporar a su identidad el número 13 y a pagar tributo a los Señores. La cárcel manda en la calle porque la calle teme a la cárcel. También la Eighteen Street, el Barrio 18, es una pandilla 13, aunque por tener ya otro número no lo exhiba en su nombre.

Diferentes clicas de la Mara Salvatrucha comenzaron a considerarse a sí mismas sureñas y a rendir lealtad y tributo a la eMe desde mediados de los 80, a medida que sus líderes iban cayendo en manos de la ley y pasando por los penales juveniles, del condado o estatales. Los primeros en entrar a los dominios de la eMe sufrieron las violentas consecuencias de la indefensión, pero para finales de la década toda la pandilla había entendido que necesitaba el blindaje del 13.

En palabras de la Chele, que vivió la convulsión de aquellos años en la Mara, “fue como un proceso de difusión de innovaciones. Nadie dio una orden, ni hubo un meeting general para acordarlo. Simplemente, en unos pocos años, las clicas fuimos incorporando el 13 y haciéndonos todos sureños.”

En 1992 la Fulton ya era sureña y Satán sabía que en la cárcel lo esperaban los Señores. Como palabrero de su clica, era de hecho el encargado de recoger cada mes el dinero que se iba a tributar a la eMe, salido de los negocios de extorsión o venta de droga de los miembros de la clica, y de entregarlo en un meeting general de la Mara a la persona encargada de hacer llegar a la Mafia Mexicana el pago de toda la pandilla. Mes a mes, sin falta, como un diezmo que se entrega mirada al suelo. La violencia es solo uno de los dos idiomas de la pandilla, el que los extraños escuchamos más fuerte. El otro es el dinero.

Pero Satán también sabía que, pese a ser sureño, era un mal momento para entrar en el territorio de la eMe.

La teoría dice que iba a tener garantizada su seguridad física entre los muros porque, bajo la autoridad de la eMe, en la cárcel rige una tregua entre todas las pandillas sureñas, incluso entre aquellas que en la calle son enemigas. En las cárceles californianas, bajo la mirada paternal y estricta de la Mafia Mexicana, miembros de la Mara Salvatrucha y del Barrio 18, por ejemplo, comparten celdas y patios sin problemas. Es lo que se conoce como correr El Sur.

Pero El Sur tiene excepciones. La Mafia Mexicana protege pero también castiga. Y la MS-13, a principios de las 90, era sometida a continuos castigos por contravenir alguna orden, por atrasarse en un pago, por matar a quien no se debía o en el lugar que no se debía. La luz verde que autoriza u ordena a los sureños castigar en nombre de la Mafia Mexicana se encendía a menudo, en aquellos años, contra la díscola MS-13. Unas veces contra una clica en específico; otras, para la Mara Salvatrucha al completo.

Cuando Satán entró a la cárcel por primera vez, la Mara tenía encendida una de esas luces verdes que en las calles te buscan para golpearte o matarte y que con suerte puedes esquivar, pero que en la cárcel te alumbran con toda su fuerza, sin escapatoria. Ya en la estación de policía otros pandilleros detenidos, de otras pandillas sureñas, le habían dado una primera golpiza. El primer mensaje de parte de la eMe. Cuando llegó a la cárcel del condado la cosa fue peor.

“En esas luces verdes no es que te digan ‘ok, ya te dimos, te dejamos con los brazos quebrados y ya estuvo’. Si te madreaban, los guardias te sacaban de la celda y te ponían en otra, pero en esa también te tocaba. Así hasta que te mandaban al hospital. Llegó un momento en que a todos los homeboys de la Mara los ponían en una sola celda; pero a todos ibas a verlos con los ojos morados, con las manos quebradas…”

Él solamente tuvo que aguantar dos meses esa rutina de castigo. A principios de julio, un oportunísimo sarampión le regaló pasar en el hospital el tercer mes de condena mientras sus homeboys seguían recibiendo golpizas todos los días en la cárcel del condado.

Tres meses después, el 7 de octubre, un partido de fútbol iba a complicar aún más las cosas para los miembros de la Mara. El Salvador jugó un partido amistoso contra México en el Coliseo de Los Ángeles, el orgulloso estadio donde en el 84 Reagan había inaugurado los Juegos Olímpicos. Tres meses antes, el 26 de julio, en otro amistoso en el estadio Cuscatlán de San Salvador, los mexicanos ya se habían impuesto por 2 a 1, y en este juego volvió a ganar “El Tri”: 2 a 0. Pero lo más importante no fue el resultado ni ocurrió en la cancha. Durante el partido, en las gradas, ante las omnipresentes cámaras de televisión, un hincha salvadoreño quemó una bandera de México. Ese hombre con 15 minutos de fama era un homeboy de la MS-13 y se apodaba Ardilla.

A la Mara le salió cara la fama del Ardilla. La eMe, que presume de pureza azteca -se dice que desde los años 60 solo admite entre sus miembros a pandilleros de sangre mexicana-, se sintió directamente ofendida por ese gesto y respondió encolerizada. Desde la cárcel de máxima seguridad de Pelican Bay, donde la mayoría de los Señores cumplen pena, encerrados 23 horas al día en pequeñas celdas de aislamiento, se enviaron órdenes inapelables: la Mafia Mexicana ponía luz verde a todos los salvadoreños del Sur de California. No solo a los miembros de la Mara Salvatrucha, sino a todos los salvadoreños de la región. Aunque solo durara unos meses, la quema de esa bandera provocó la mayor luz verde que se haya puesto nunca en California.

“Nos ponían luces verdes por tonteras para que todos los sureños se fueran contra nosotros, pero fueron formando un monstruo. Ahora ya no tan fácil nos ponen luces verdes, porque ahora somos fuerza, fuerza para los mismos Señores, pero saben que si esa fuerza se les rebela automáticamente pierden fuerza, y la Mara Salvatrucha ya es muy reconocida.”

A Satán y a otros miembros de la MS-13 en Los Ángeles les gusta decir hoy que aquella época, aquella constante sucesión de luces verdes, los hizo más fuertes.

Stranger, pandillero de la clica Adams Locos, frente a un mural de la MS-13 situado en los alrededores de la calle Norton de Los Ángeles. La Adams se fundó a principios de los años 90. Fue una de las últimas clicas de la Mara Salvatrucha surgidas en Los Á

Stranger, pandillero de la clica Adams Locos, frente a un mural de la MS-13 situado en los alrededores de la calle Norton de Los Ángeles. La Adams se fundó a principios de los años 90. Fue una de las últimas clicas de la Mara Salvatrucha surgidas en Los Á

***

Una mañana de 1988 al ex campeón de kickboxing William “Blinky” Rodríguez lo despertó una llamada inesperada. Era Danilo García. Big D, como lo conocía todo el mundo, era un veterano miembro de la Mafia Mexicana -hay quien lo nombra incluso como uno de los fundadores de la eMe- que había pasado la mayoría de los últimos 31 años entre rejas. Hacía solo unos meses que había salido de la cárcel del condado de Los Ángeles.

Blinky le conocía bien. Aunque Big D era 13 años mayor, ambos habían crecido en el Valle de San Fernando y alguna vez habían coincidido en fiestas y bares. Se habían seguido la pista mutuamente. Blinky cuenta que en los años 70 tuvo un sueño en el que aparecía Big D. Un sueño en el que el mafioso se convertía al cristianismo y se unía a él en una especie de cruzada evangelizadora. Unos meses después le contó su sueño a Big D, que se encontraba en las calles con libertad condicional. El mafioso se limitó a mirar con desconfianza al ex campeón. Blinky se conformó con un silencio como respuesta. Probablemente agradeció que Big D no lo mandara matar.

Pasó más de una década antes de que uno volviera a saber del otro. Por eso aquella madrugada de 1988 a Blinky Rodríguez le costó reconocer la voz al otro lado del teléfono.

─Soy Dano… This is the Big D, man!
─Hey, Big D… What happens? -alcanzó a preguntar, todavía adormecido.

Desde el otro lado del teléfono, exaltado, eufórico, el mafioso le respondió:

─Jesus Christ happens!

***

─¿El de la silla del centro es (Augusto) Pinochet?
─¡Sí! Se llamaba Pinochet Ugarte. Aquí estamos en el palacio de Pinochet en Chile. Benny, Fumio Demura y yo. ¡Era el campeonato mundial de Karate, man, y recorrimos todo el país haciendo exhibiciones!

El recorte de periódico de El Mercurio está bien conservado para ser de 1982. En la fotografía en blanco y negro aparece el sonriente dictador chileno, vestido de civil y con las gafas oscuras bajo las que solía esconder sus ojos pequeños y mortecinos. Está en un salón del palacio de La Moneda, sentado junto a tres hombres corpulentos enfundados en trajes y corbata. El titular de la nota los llama “los karatecas invencibles”, y el pie detalla: “El presidente de la república de Chile Augusto Pinochet recibió a los campeones de karate Blinky Rodríguez, Fumio Demura y Benny Urquides”.

La fotografía ha salido de una carpeta atestada de otros recortes, de carteles, de revistas enteras en las que Blinky es portada o se hace referencia a su carrera como karateka y como experto en artes marciales mixtas. Es evidente que en los años 70 y 80 William “Blinky” Rodríguez fue una celebridad.

Tenía un estilo de pelea desgarbado, bravucón, poco técnico, pero en aquellos tiempos en los que las disciplinas de lucha y las reglas oficiales de las artes marciales se confundían entre sí y variaban de una pelea a otra en plena fiebre de innovación y mestizaje, se hizo un nombre. Junto con su cuñado, Benny “The Jet” Urquídez, para algunos el mayor campeón de artes marciales mixtas de todos los tiempos, Blinky recorrió medio planeta para participar en exhibiciones y combates. Holanda, Japón, Brasil…

Las paredes de su despacho en la sucursal de Communities in Schools para el Valle de San Fernando, la ong especializada en prevención e intervención en pandillas que él mismo abrió en 1995 en los suburbios de Los Ángeles, están plagadas de recuerdos de aquellos buenos tiempos. “Tenía más pelo”, bromea a sus 58 años, con la cabeza completamente afeitada.

Las fotos y los trofeos del despacho de Blinky no son solo adornos. Tienen algo de declaración de identidad. Los pandilleros que se calman, que dejan de delinquir y matar, que se alejan de su clica y de los negocios de su clica, los que lo logran, suelen mantener cierta apariencia de luchadores en letargo, capaces de subirse a la guerra cuando haga falta. Conservar la fiereza es como un salvoconducto. Blinky nunca fue pandillero pero conecta con esa filosofía. Es un luchador retirado que trabaja con expandilleros, con hombres que se ven a sí mismos como luchadores retirados.

También es un hombre religioso. Extremadamente religioso.

El 3 de febrero de 1990, alrededor de la 1 de la madrugada, pandilleros de la zona de Pacoima dispararon desde un vehículo en marcha al joven Bobby Rodríguez, de 16 años, y lo mataron de un tiro en el pecho. Bobby era mejor atleta que estudiante y solía vestir como un pandillero. Muchos en su escuela aseguraban que lo era, aunque no tenía antecedentes policiales. Era uno de los de hijos de Blinky.

La noticia de la muerte de Bobby no salió en los périódicos, pero sí fue noticia que Chuck Norris, compañero de entrenamiento de su padre en los años 80, cubriría parte de los gastos del sepelio. Al funeral llegaron excampeones de lucha, estrellas de cine y palabreros de varias pandillas del Valle de San Fernando, compañeros de instituto y de las andanzas callejeras del chico. Allí, frente al ataúd de su hijo, se acercaron a Blinky y le ofrecieron venganza. El luchador dice que se aferró a su fe para decidir qué pasos dar. Los frenó y les invitó a visitarlo unos días después en su casa. Para rezar.

Quién sabe si por compromiso o fascinados por aquel hombre corpulento que había logrado con sus puños prestigio y dinero, seis de aquellos pandilleros llegaron a la cita. Eran miembros de diferentes barrios, es decir, de diferentes pandillas. Fue la primera de muchas reuniones que se celebrarían en los meses siguientes, en las que Blinky predicaba pero tambien había tiempo para hablar de la vida en las calles y de los problemas de cada pandilla. Sin saberlo, Blinky se estaba empezando a convertir en un mediador. Actualmente, cuando habla de la muerte de su hijo, la llama “la semilla”.

***

Cuando sus reuniones con pandilleros comenzaron, Blinky Rodríguez llamó a Big D y le pidió ayuda. Tras su conversión religiosa, el mafioso había logrado algo que aún hoy parece imposible: retirarse de la Mafia Mexicana y seguir vivo. En honor a sus años entregados a la causa de la eMe, los Señores le habían dado el pase; es decir, le habían permitido alejarse sin rencores. Pese a ser ahora un predicador, Big D todavía atesoraba un enorme respeto en el mundo pandilleril del Sur de California.

Justo lo que Blinky necesitaba. El exluchador sabía que para seguir su labor no bastaría con rezar más intensamente. No podía dar pasos más ambiciosos sin tener al lado a alguien que hablara a los pandilleros en su mismo idioma. Y lo más importante: sin alguien que explicara a la eMe que las intenciones de Blinky no eran perjudicarla. Las pandillas de Los Ángeles y sus alrededores son el agua en la que navegan los intereses económicos de la Mafia Mexicana. Cualquier viento que haga olas en ese mar atrae la mirada de los Señores.

Big D hizo consultas, logró avales y las reuniones se trasladaron de la casa de Blinky al Jet Center, el enorme gimnasio que el exluchador había montado a principios de los años 80 con su cuñado Benny “el Jet” Urquilla. El número de pandillas participantes creció. El impacto de lo que allí se hablaba tambien.

Blinky recuerda una vez que un chico, un pandillero de unos 25 años, llegó a una de las reuniones con hematomas en el rostro y golpes por todo el cuerpo. Decía que un grupo de pandilleros de otro barrio le había dado una paliza. Sus homies le acompañaban. Querían saber quiénes y por qué lo habían hecho. Hablaban fuerte. Querían justicia callejera. El sentimiento de irrespeto les causaba un hueco en el pecho y lo querían llenar con el dolor de alguien. De repente, desde el fondo del gimnasio, un pequeño pandillero se abrió paso entre el resto, avanzó y dijo: “Hey, no te brincaron, yo te hice eso”.

El culpable confeso medía menos de metro sesenta y aparentaba unos 16 años. Alegó que el otro pandillero le había faltado al respeto, que lo había insultado delante de su novia. “Yo solito te partí el queso”, dijo. Y dice Blinky que al otro se le vio en la cara que era verdad.

─Los de su barrio se lo llevaron. Pero si esa situación no se hubiera aclarado, ¡matazón! -dice Blinky- Por una mentira de alguien que no quería quedar como cobarde, man. Antes de que hiciéramos esas juntas, si algo pasaba, se montaban en un carro, iban y ¡pum!, pegaban a cualquier persona, porque no había comunicación. No me importa si hay celulares, si hay periódicos… ¡No hay comunicación! En las calles aún hoy se cae la casa sin que se comunique uno con el otro.

Durante dos años, el Jet Center fue el epicentro de la vida pandilleril del Valle de San Fernando, un enjambre de distritos residenciales y suburbios en el que habitan más de un millón 800 mil personas. Cada domingo, Blinky y Big D resolvían conflictos puntuales y sermoneaban a los pandilleros: “Mirá, no es lo que estás haciendo al resto, sino lo que te estás haciendo a ti mismo. Tienes a tu propia madre secuestrada, man. Tu madre y la de tus homeboys se tienen que esconder detrás de las cortinas y vuestras hermanas no pueden salir a jugar a la calle, man.” Acuñaron un lema: “No mothers crying no babies dying”. Ni madres llorando ni hijos muriendo.

Lograron que las pandillas del valle alcanzaran un acuerdo de no agresión entre ellas. Una tregua.

Desde 1992 parecía haberse desatado una epidemia de treguas entre pandillas callejeras en el Sur de California. Después de los disturbios por el caso Rodney King, las dos grandes agrupaciones de pandillas negras del Estado, Crips y Bloods, habían abierto un proceso de diálogo y logrado que muchas de sus pandillas afiliadas cesaran los enfrentamientos entre ellas. Además, en parques de Los Ángeles y sus alrededores se venían celebrando también meetings esporádicos de pandillas latinas en los que importantes miembros de la Mafia Mexicana llamaban a la unidad de la raza y pedían paz entre los barrios Sureños. La eMe prohibió a las pandillas latinas hacer drive-by, es decir, disparos desde vehículos en movimiento, y atentar contra la familia de pandilleros enemigos. La policía desconfiaba y estaba desconcertada. Casi tanto como los palabreros de muchas de esas pandillas, que tras décadas de guerra entre ellas veían ahora a los Señores hablar de cesar el fuego, de darse mutuo respeto.

En el Valle de San Fernando, ya con una paz firmada, también las reuniones se trasladaron a un espacio abierto. El día de la noche de Halloween de 1993, el 31 de octubre, cerca de 300 pandilleros entre los que estaban los líderes de más de 70 pandillas diferentes del valle se reunieron por primera vez en Pacoima Park, ante los ojos de sus vecinos. Y ante los de la Policía, que no disolvió la reunión de ese día ni las siguientes, ni hizo detenciones pese a que estaban en vigor diversas gang injuction, las leyes antipandillas que prohibían la reunión en lugares públicos de tres o más pandilleros con ficha policial.

Blinky advirtió a las autoridades de lo que estaba haciendo y, con el apoyo de otras organizaciones como YMCA o iglesias de la zona, logró de los jefes policiales una promesa tácita de tolerancia.

En las siguientes semanas, en el parque de Pacoima se celebraron todos los domingos partidos de baloncesto, fútbol, béisbol y tacofútbol, una especie de fútbol americano sin protecciones al que en Estados Unidos se suele jugar en familia. Las diferentes pandillas formaban equipos y se enfrentaban. Sin armas. Sin golpes. Como si se hicieran realidad los spots televisivos de una asociación de boy scouts.

En esos torneos deportivos había representantes de todas las grandes pandillas del valle menos de la Mara Salvatrucha. El resto de barrios, todavía impregnados del racismo chicano, no la querían allí. Pero Blinky y Big D insistieron. Sabían que si la MS-13 no estaba en los meetings tampoco la alcanzaría la tregua, y una bala suya o para ellos acabaría por romper la paz del resto. Tardaron semanas en reblandecer a los palabreros de pandillas de la zona como Langdon Street, Dead End Boys o de la misma Eighteen Street Northside, la clica del Barrio 18 que opera en el Valle de San Fernando. Las pandillas sureñas sabían, además, que solo un año antes la eMe había prendido luces verdes contra todos los salvadoreños del condado de Los Ángeles. Se podría decir que odiar a la MS-13 estaba bien visto.

Al final prevaleció el argumento de la necesidad de unir a la raza latina y Big D habló con Satán, el palabrero de la Fulton. Le tendió la mano en nombre del resto de pandillas. Le aseguró que los meetings en Pacoima Park tenían el visto bueno de la eMe. Le convenció de que la tregua era buena para todos. Satán, receloso, accedió a consultar a sus homeboys. Llamó a un meeting de la clica y propuso ir a la reunión, unirse a la tregua. La primera respuesta que recibió fue desafiante: “Con otros barrios puede haber paz, pero nunca con los 18”. Le costó convencer a sus homeboys: Pactarían pero no se estaban rindiendo. No estaban renunciando a sus odios.

Acudieron. Llegaron armados y desafiantes. Mientras 10 de sus homies esperaban fuera listos para disparar, Satán entró sin pistola, acompañado de un pequeño grupo de salvatruchos. Llevaba un gorro con la leyenda “Fuck everybody” -”Jódanse todos”- que había elegido especialmente para la ocasión. Los organizadores le rogaron quitarse el gorro que llevaba porque insultaba a los otros pandilleros presentes y lo hizo. Avanzó por el pasillo que le abrían sus enemigos, devolviendo miradas y llegó al frente, dispuesto a escuchar. Satán sabía que ni siquiera a la batalladora Fulton le interesaba estar completamente sola y en guerra abierta con el resto de pandillas del valle.

“Hicimos la tregua. La cosa era algo así como: ‘Ok, si mis homeboys llegan a tu barrio y tú los llegas a golpear o algo por el estilo esto se va a terminar, automáticamente vamos a ir para atrás. Pero si tú miras a mis homeboys y le das el respeto les vamos a dar el respeto a tus homeboys también cuando los encontremosʼ. Porque la onda es que tampoco vas a dar respeto a uno que llega a tu territorio con la camisa abierta, mostrando tatuajes, todo felón. Si te dan respeto tú respetas. Así es la cosa.”

En aquel meeting en Pacoima Park alguien trató de reclamar a Satán por una pelea en la que un marero había participado días antes. El palabrero de la Fulton lo paró en seco. “Hablame de lo que suceda de hoy en adelante”.

Blinky asegura que después de esa reunión, durante un año entero, no hubo en el Valle de San Fernando ni un solo asesinato relacionado con pandillas. Pero eso no es del todo cierto.

La noche del 17 de septiembre de 1994 fue asesinado un joven de 25 años llamado Daniel Pineda. Regresaba a casa tras ver por televisión cómo Julio César Chávez derrotaba una vez más a Meldrick Taylor por el campeonato mundial de los superligeros, y se estacionó junto a un parque para tomar las últimas cervezas con sus amigos. Una pareja de pandilleros se acercó, le reconoció como un enemigo y lo acuchilló. Pineda, al que apodaban Droppy, trabajaba como pintor y era miembro activo de los San Fers, una pandilla del valle. Y era esposo de una sobrina de Blinky. Fue como si un guionista hollywoodense hubiera decidido cargar de ironía familiar la historia del fin de la tregua.

Blinky defiende que la de su sobrino fue la primera muerte en 11 meses desde la tregua de Pacoima Park, pero los registros policiales dicen que para entonces ya se habían cometido ese año, en el valle, nueve asesinatos relacionados con pandillas. Menos, en todo caso, que los 15 cometidos en el mismo periodo del año anterior.

La tregua había dado algunos frutos pero comenzaba a perder fuerza. A la reunión dominical de la semana siguiente solo llegaron representantes de 18 pandillas. Aunque Blinky y Big D siguieron celebrando encuentros en Pacoima Park hasta abril de 1995, sabían tan bien como los pandilleros del valle que el sueño se estaba desmoronando. Nadie lo dijo nunca abiertamente en un meeting, pero todos tenían señales de que la Mafia Mexicana, cansada de supervisar desde la lejanía, quería tomar control absoluto de sus asuntos en el Valle de San Fernando.

Disparos con silenciador

René “Boxer” Hénriquez, originalmente miembro de la pandilla Artesia-13 fue elegido para ser “carnal” de la Mafia Mexicana en los años 80. En su pecho luce el tatuaje de una mano negra reservado solo para los que alcanzan ese estatus.

René “Boxer” Hénriquez, originalmente miembro de la pandilla Artesia-13 fue elegido para ser “carnal” de la Mafia Mexicana en los años 80. En su pecho luce el tatuaje de una mano negra reservado solo para los que alcanzan ese estatus.

─Blinky, sabemos que en 1993, al mismo tiempo que ustedes estaban haciendo esto en el Valle de San Fernando, se estaban celebrando reuniones similares en la ciudad de Los Ángeles, reuniones que no coordinaban ustedes sino la eMe.
─Mira, yo tengo cuidado de no pronunciar ese nombre. No lo uso.

En California no se nombra a la eMe. Ni a sus soldados, elegidos de entre los miembros de las pandillas sureñas para que ejecuten órdenes y se manchen las manos matando por la Mafia. Ni a sus carnales, los verdaderos miembros de esta pandilla de pandillas, elegidos en secreto por el resto de carnales de entre los pandilleros más influyentes y de trayectoria más firme en el Sur del Estado. Al igual que sucede en muchas comunidades salvadoreñas, donde a los pandilleros de la Mara Salvatrucha o del Barrio 18 se les llama tímidamente “los muchachos”, para no incomodar, para no invocarlos con la palabra, en Los Ángeles a la Mafia Mexicana y sus hombres se les llama con respeto reverencial “los Señores”, o se elude directamente hablar de ellos.

─No lo usemos, ok.
─Había una diferencia. No quiero parecer un fanático religioso pero sí, soy un fanático. Por esto sigo aquí, en esta labor, 22 años después. Aquí sigo, en el filo de la navaja, todos los días. Mirá, yo no le digo a la gente todo lo que hacemos… -Blinky baja la voz, como diciendo un secreto- porque se celan. Es triste, man. Acá en Los Ángeles el gobierno quiere poner lo que hacemos en una cajita, con un lazo, y lo quiere vender… Porque en estos días este trabajo se ha vuelto bien sexy. Pero esto es una obra, man. Y requiere el sudor de la frente.
─¿Cuál es la diferencia con lo que pasaba en la ciudad de Los Ángeles?
─Lo de aquí (el Valle de San Fernando) para mí era un milagro. Suena sencillo, pero no lo es. Ellos sabían que a mí me mataron a mi hijo y que era un hombre íntegro. Y teníamos el apoyo de dos iglesias: una popular, de calle; y otra grande, la Church on The Way. Sin firmas, sin contratos… Lo que estaba pasando aquí tenía la mano de Dios.
─¿Y lo de Los Ángeles no?
─Allí era diferente programa.
─¿Y por qué terminaron las reuniones de Pacoima Park?
─Ya habían pasado tres años y para seguir adelante necesitábamos fondos. Y estaba el cansancio, man. No había instructores, no había trabajos que ofrecer a los vatos, no había dónde meter a esa juventud y a los adultos para ir a escuelas… Y estaba de por medio la política, porque ellos estaban viendo todo desde la cárcel. Ellos saben siempre más que la gente aquí fuera.

A Blinky le gusta dramatizar con el cuerpo y la voz cuando habla. Más que decir la última frase la ha susurrado. Pero cuesta no creerle. Es decir, uno considera la posibilidad de que parte de que lo que dice no sea cierto o incluya imprecisiones, pero cuesta imaginar que esté mintiendo, que no crea sus propias palabras. Habla de forma apasionada y en su español con acento estadounidense se confunden identidades y argots. “Vatos”, “madrecita”, “commodities”. Se recuesta en la silla y se coloca las manos tras la cabeza. A los 58 años es tan corpulento que sus brazos parecen demasiado cortos para haber sido los de un luchador. De repente se lanza de nuevo hacia adelante, para seguir hablando.

─Mirá, yo no soy tan pendejo como para no saber que estaban pasando otras cosas, pero esos no eran mis asuntos. Mi asunto era parar la violencia. Es como una batería: tiene un polo positivo y otro negativo… ¡pero produce energía, man! La cosa era cómo parar la violencia, cómo hacer que las madres del barrio pudieran dormir bien por la noche, por el barrio, por la raza latina. Cuando empezamos a ver elementos externos tratando de usar lo que nosotros estábamos haciendo dejamos de hacer las reuniones, pero seguimos haciendo el trabajo. Entonces fue que nos convertimos en una ong.
─En el 95.
─Es complicado, porque es gente a la que rechazan adonde vayan: “No valen nada”, “Ustedes son una bola de piratas de cualquier mar”, “Y sus padres igual”… Y está el interés económico: en este país hay muchos que quieren llenar las cárceles, porque las cárceles son privadas, y cobran 55 mil dólares al año por tener a alguien ahí. Ahora la cárcel está en el stock market y han hecho de las vidas un commodity.
─¿No exageras?
─Mira lo de Columbine… Dos chicos entran en el campus y pam, pam, pam… Cuando eso mismo pasa en el barrio, en los noticieros todo es “Mira a estos animales”, “Mira a estos hijos de todos sus… ¿Dónde están sus padres?”. Y por balacear a alguien en el brazo te dan de 25 años a cadena perpetua. Y mira Columbine: estos vatos lo planearon, bien planeado… Entraron en una escuela. Y mataron a gente. Y en la televisión todo era “¿Qué pasó con ellos?”. Y música bien blanda… “¿Por qué pasó esto? ¿Qué podríamos haber hecho nosotros por evitarlo?” Como con el otro que en Arizona atacó a una congresista: “Oh, What did We do wrong?”

***

Ernesto Deras tiene el semblante de los que se toman todas las cosas en serio. Aunque poco después del fin de las reuniones en Pacoima Park dejó de ser palabrero de la Fulton y un año después se calmó y dejó los negocios de la Mara Salvatrucha, todavía camina erguido, casi tenso, como si de sus tiempos del batallón Belloso le hubiera quedado el gesto, o como alguien cuya vida depende de no botar plante, de demostrar que todavía es un hombre firme.

En realidad, así es. Nos recibe en una sala de reuniones en las oficinas de Comunity in Schools, la ong que Blinky Rodríguez fundó cuando fracasó la tregua. Ernesto trabaja aquí desde 2005. Blinky volvió a convencerle. Su tarea es asesorar a jóvenes en riesgo e intervenir cuando hay actos de violencia en las calles, hablar con los palabreros para evitar venganzas, alimentar el diálogo ahora que no son tan habituales las reuniones en parques. Y para eso necesitas que los barrios sepan que tu nombre es Satán y te sigan teniendo respeto. El que fue su supervisor hasta hace unos meses sabía de eso: era Danilo García, Big D, que murió el pasado junio de cáncer.

Ernesto se sienta frente a la mesa y saluda. Es cordial, pero no ablanda la mirada. Clava los ojos en la grabadora aún apagada y nos aclara que ha tenido malas experiencias con periodistas antes. Que unos le han achacado crímenes de guerra y que otros han usado fuera de contexto sus palabras para justificar cosas que no son ciertas. Nos damos por enterados.

─Oíme, ¿por qué se jodió el acuerdo del Valle de San Fernando?

─Mirá, durante un año hubo tregua. Las cosas se dialogaban. Y todo funcionó bien durante un tiempo. Pero en el 94, poco a poco, Blinky y Dano (Big D) se salieron de ahí porque ya no querían meterse en política, por decirlo así. Ya esto no se estaba viendo bien y ellos retrocedieron. Y ya las únicas reglas que quedaron eran prohibir los drive-by y no hacer jales con jefitas (matar a las madres de los pandilleros). Pero la mayoría de cosas volvieron a ser como antes. Lo único es que ahora si querías matar a alguien tenías que bajarte del carro y después pegarle.

─Lo de los drive by fue una norma que impuso la eMe. ¿La tregua del Pacoima Park pudo hacerse sin el aval de la eMe?
─Es muy difícil, muy difícil. Para que llegue a suceder lo que sucedió en ese tiempo… Es muy difícil algo por el estilo a menos que ellos den una autorización, porque casi todas las pandillas tienen un respeto, un temor hacia esta gente, ¿me entiendes? No pueden hacer nada mientras no sea bajo la mano de ellos.

“Esta gente”. “Ellos”. De nuevo el temor a nombrar a la Mafia Mexicana. De nuevo la sensación de que en Los Ángeles todo el que tiene alguna relación con las pandillas se siente observado y amenazado desde la cárcel.

─Ernesto, ¿por qué se teme a la eMe?
─No es que se le tema… Es más como un respeto. Desde el momento en que quieres ser pandillero en el área de Los Ángeles automáticamente tienes que ser Sureño, llevar el trece. Y al hacerlo estás aceptando las reglas. Aceptas quién está encima de ti.
─Y aceptas que te enciendan luces verdes, como a la Mara Salvatrucha en los 90.
─En esos días, ya al ver lo de las luces verdes nosotros nos encendíamos y decíamos “que venga lo que venga”. Pero cuando se trata de cumplir reglas no se piensa en los homeboys que están afuera, sino en los que están adentro, porque digamos que hay unos cinco homeboys de la Mara en una prisión y unos 200 en contra suya, ¿qué vas a hacer? Hay que hacerle huevos acá afuera, por los homeboys que están torcidos.

***

A comienzos de los 90 la Mafia Mexicana era ya mucho más que una pandilla carcelaria. Desde sus celdas pero apoyados en los carnales que salían libres, los principales líderes de la organización extorsionaban a pequeños comerciantes de droga o ya administraban sus propios negocios de venta de crack y heroína.

Ademas, el tributo de las pandillas sureñas estaba prácticamente generalizado. Cada clica y cada pandilla aportaban según su tamaño y la importancia de sus negocios. Como en una espiral que asfixiaba cada vez más a las pandillas latinas, a medida que estas crecían y se involucraban en delitos más graves y lucrativos, más debían pagar y mayor era el poder de coacción que la eMe ejercía sobre ellas. Cuando te arriesgás a una condena de 20 años, tener aliados en la cárcel es mucho más necesario que cuando sos un ladronzuelo que solo teme pasar unos meses entre rejas.

Aun así, miembros retirados de la eMe han admitido durante los últimos años que a comienzos de 1992 la Mafia Mexicana quería consolidar de forma definitiva su control sobre las calles, y el rumbo lo iba a marcar uno de sus carnales: Peter Ojeda.

En enero de ese año Ojeda, al que todos conocían como Sana, convocó a todas las pandillas sureñas del condado de Orange, al sur del condado de Los Ángeles, a una reunión en el parque El Salvador, de la ciudad de Santa Ana. Una vez allí, ante cerca de 200 homeboys, se subió a lo alto de las gradas metálicas de la cancha de beisbol y les arengó en contra de los traficantes de drogas que hacían dinero en las esquinas y comercios del condado sin ser Sureños. Hay grabaciones de aquel encuentro, que lo muestran aquel día diciendo: “Este es su barrio. Ustedes mueren por su barrio. Y ellos deberían pagar por vender drogas en su barrio. Deberían pagar un impuesto”.

Ojeda se acababa de convertir en el primer líder de la Mafia Mexicana que ordenaba a las pandillas de su zona de influencia extorsionar a los comerciantes mexicanos de droga que operaban en territorio sureño.

Después, habló en defensa de la identidad latina frente a las pandillas negras del Sur de California, mostró un documento escrito y les anunció que desde aquel momento quedaban prohibidos los drive-by contra miembros de la raza. Quien rompiera esa regla sería castigado igual que un soplón o un violador.

A muchos de los palabreros presentes les costó entender lo que estaba diciendo aquel hombre de 49 años que vestía una camisa de cuadros tan grises como su cabello. Ojeda era un pandillero veterano, un viejo miembro de F-Troop, la pandilla más fuerte del condado, y tras pasar por penales míticos como San Quintín, Folsom o Pelican Bay, estaba de nuevo en la calle, desde donde controlaba negocios de venta de droga y alimentaba su adicción a la heroína. Todos le conocían. A él y a su reputación como uno de los primeros y más letales integrantes de la Mafia Mexicana. Pero lo que decía no acababa de tener sentido. Nunca hasta ese momento la eMe se había distinguido por ser especialmente pudorosa en las formas a la hora de matar.

Ojeda siguió celebrando reuniones similares durante los meses siguientes y fue doblegando cualquier resistencia a su mandato amenazando desde la cárcel con el puño de la eMe. Además, los disturbios por la sentencia del caso Rodney King fueron un chorro de gasolina sobre su encendido mensaje de reivindicación racial, que entre líneas era un llamado al combate de los latinos contra las pandillas negras. El mes de agosto, Ojeda logró congregar en el Parque El Salvador a más de 500 pandilleros.

Otros miembros de la Mafia Mexicana comenzaron a convocar a reuniones similares en los condados de San Diego, San Bernardino o Los Ángeles. El 18 de septiembre de 1993, el carnal de la eMe Ernest Castro, conocido como Chuco, miembro de una vieja pandilla del este de Los Ángeles llamada Varrio Nuevo Estrada, llegó a reunir a aproximadamente mil pandilleros en Elysian Park, a apenas una cuadra de la sede de la Policía local. Los periódicos reportaron la noticia y cronicaron cómo los organizadores revisaron a los asistentes uno por uno para asegurarse de que no portaban armas y les hacían levantarse la camisa para comprobar por sus tatuajes que realmente eran miembros de una pandilla sureña. Públicamente, miembros de las pandillas involucradas dijeron que el acuerdo de suspender los drive-by era el inicio de una tregua entre ellas.

Los pandilleros se sentían respaldados por la eMe para incrementar su control sobre el territorio mediante el impuesto a los vendedores de droga, pero en realidad se estaban adentrando más y más en la telaraña de tributos de la Mafia Mexicana.

Al mismo tiempo, la Policía de Los Ángeles insistía en denunciar que era consciente de que lo que parecía un llamado a reducir la violencia en las calles era en realidad una maniobra estratégica de la eMe para, mediante la imposición de nuevas reglas, aumentar su control sobre las pandillas sureñas. Además, evitar los drive-by reducía el riesgo de que en un tiroteo hubiera víctimas no pertenecientes a pandillas, y contribuía a que una menor presencia policial. La paz es buena para el negocio de venta de drogas. El teniente Sergio Robleto, jefe del departamento de homicidios del Sur de Los Ángeles, llegó a declarar a Los Ángeles Times: “Estoy a favor de la paz, pero lo que estamos viendo es en realidad el comienzo del crimen organizado”.

La eMe estaba reservándose la potestad de regular las rutinas profesionales del sicariato. Para matar, para hacer una pegada ahora un pandillero tendría que parquear el carro. No era cuestión de evitar muertes, sino de imponer a los pandilleros una nueva regla de tránsito.

Ernesto Deras recibió la orden en 1994 y la transmitió al resto de la Fulton. Fue una de las últimas órdenes que dio como pandillero activo: “La cosa es que el carro no fuera en movimiento. Podías tirar desde el carro detenido. Si no podías bajarte, podías hacer lo que tenías que hacer e irte. Esto evitó muchas muertes que nada tenían que ver con pandillas.”

Aunque durante 1993 la actividad pandilleril pareció reducirse en zonas tradicionalmente violentas como el Este de Los Ángeles o Pico Rivera, las cifras policiales confirman que la supuesta tregua impulsada por la Mafia Mexicana nunca llegó realmente a serlo. En 1993 la cifra de homicidios relacionados con pandillas se redujo ligeramente en el condado de Los Ángeles -724 frente a los 803 registrados en 1992-, pero en los dos años siguientes repuntó de nuevo hasta los 807 cometidos en 1995. Variaciones ligeras en todo caso, casi imperceptibles estadísticamente de no ser porque en esos mismos años la cifra total de homicidios en el área sí iba en descenso. En 2001 las muertes relacionadas con pandillas llegaron a suponer un 54.9% del total en el condado de Los Ángeles.

Al mismo tiempo, la Mexican Mafia se alimentó de aquellos encuentros para entrar en una nueva etapa de relación con las pandillas sureñas para consolidar sus negocios de extorsión y comercio de drogas, pero en Los Ángeles cualquier pregunta sobre los negocios de la Mafia Mexicana se encuentra con el silencio del miedo. Nadie sabe con certeza qué tan grande es hoy la organización.

El palo y la rama

Estamos sentados en una pequeña salita de este hostal, intentando cazar la furtiva señal de Internet que viene y va. Se trata de un pequeño lugar para mochileros en medio del Downtown de Los Ángeles, que parece haber sido decorado muy meticulosamente bajo una sola directriz: si algún objeto tiene colores chillones y es muy feo, ponlo dentro. Las lámparas de la pared están sepultadas en flores de plástico y las sillas tienen la forma de manos inmensas, diseñadas para sostener el trasero del visitante.

El hostalito queda justo entre el pasado y el futuro del centro angelino: unas cuadras hacia el este se apretujan los carritos de hot dogs y tacos callejeros; los tenderetes latinos, bulliciosos y saturados de baratijas; los homeless que duermen en las aceras hasta el medio día, y los chicos con apariencia de cholos que se agrupan en las esquinas. Unas cuadras hacia el oeste los inversionistas remodelan edificios para adaptarlos a los exigentes gustos de una nueva generación de profesionales exitosos; comienzan a abrirse clubs nocturnos de moda, donde las chicas rubias hacen largas colas con sus zapatos caros para conseguir mesa. El centro de Los Ángeles se está transformando y los personajes de dos mundos distintos se mezclan cada día alrededor del hostalito kitsch en el que ahora intentamos hacer una llamada desde Skype.

Durante los últimos días hemos tenido varios encuentros con Ricardo Montano, el Hipster, un palabrero de la Mara Salvatrucha en Los Ángeles al que conocimos casi por casualidad y que se ha mostrado muy interesado en que tomemos nota de que los mareros californianos no miran con buenos ojos lo que sus pares salvadoreños están haciendo «allá abajo». Asegura que pocos homies gozan de tanto respeto como él en Los Ángeles y no ha tenido problema en que lo grabemos despotricando contra la manera en que los que llevan palabra en El Salvador están conduciendo la pandilla.

No solo eso. El Hipster nos ha prometido presentarnos a los palabreros de otras clicas que están interesados en darnos su opinión sobre la tregua pactada recientemente, en El Salvador, entre la MS-13 y la Eighteen Street. Le estamos llamando para acordar el lugar y la hora.

Al fin conseguimos enlazarnos, pero el Hipster suena diferente. Esta mañana ha recibido una llamada desde la cárcel de Ciudad Barrios, cuartel general de la MS-13 en El Salvador, y le habían hablado muy mal de El Faro. El dicharachero y amigable tipo con el que habíamos estado conversando los días anteriores ha desaparecido. Ahora tiene un tono amenazador. Nos queda claro desde un inicio que no habrá ninguna cita con sus homeboys.

─Vaya, mirá, la onda es que ustedes no me habían dicho que ustedes tenían pedo con los locos de abajo. Yo les hice el paro de hablar con ustedes y no quiero tener pedo por eso.
─A ver, Ricardo, ¿Qué te dijeron?
─La onda es que yo ni siquiera le dije al loco de qué medio eran ustedes, solo le dije que iba a hablar con unos periodistas de El Salvador y él me dijo que seguro eran de El Faro y que ustedes tenían sacados del cuadro a los locos de allá abajo, que habían dicho unas mierdas… La onda es que yo no sé qué pedo. Solo les digo una onda: yo sé que ustedes viven allá y que yo estoy aquí, pero si a mí me meten en pedos yo también puedo hacer cosas allá abajo.

Nos acabamos de enterar de dos cosas: la cúpula de la Mara Salvatrucha en Ciudad Barrios ha dejado saber a sus huestes que los tenemos sacados del cuadro, indispuestos, enojados, encabronados; y que este señor no se anda con tonterías para amenazar. Acordamos encontrarnos con él para arreglar las cosas cara a cara.

Unas horas después nos vemos en el parqueo de un Burger King. Nos saluda con un abrazo de medio lado y nos pide que sigamos su carro hacia un restaurante salvadoreño que él conoce. Nos volvemos a subir a nuestro Mazda alquilado. A medida que conducimos nos queda claro que el dichoso restaurante está dentro del territorio controlado por la clica del Hipster.

Dobla hacia el interior de un callejón estrecho que conduce a la puerta trasera de un local. Parqueamos junto a él y entramos en el lugar. A estas alturas la imaginación ya se ha echado a volar y cada uno, en secreto, está convencido de que hemos caído en una trampa.

Era el efecto deseado. Dentro del restaurante no nos aguarda ninguna celada, y el Hipster se destornilla de risa por nuestra cara de susto. “Ustedes creen que los traigo encaminados, jajajajajaja… No hombre. Si hubiera querido hacerles algo, ya lo hubiera hecho”, y se sigue cagando de risa.

Al final, el asunto se arregla más fácil de lo esperado: si hace dos días nos pidió explícitamente que lo citáramos mencionando su nombre, su apodo y la clica a la que pertenece -porque él es un homeboy con palabra y él no tiene que pedirle permiso a nadie para decir lo que le salga de los huevos-, ahora nos pide discreción y nos hace prometer que cambiaremos su nombre y su apodo, y que no mencionaremos su clica. Por eso Ricardo Montano es un nombre ficticio.

***

La relación entre los pandilleros de California y los de El Salvador ha cambiado profundamente desde que los primeros homeboys de la Mara Salvatrucha y del Barrio 18 fueron deportados a Centroamérica a finales de los 80 y 90. Los primeros bajados vivían pensándose en Los Ángeles. Pese a la distancia geográfica, aquellos que levantaron clicas de su pandilla lo hicieron intentando respetar los lazos de jerarquía y los códigos de “allá”.

Luego vinieron otras generaciones y ambas pandillas entraron en un proceso de expansión virulenta. No es extraño que la mayoría de deportados pertenecieran a aquellas pandillas que tras romper con el racismo chicano habían abierto sus puertas a guatemaltecos, salvadoreños y hondureños. El modo de vida y el carisma que irradiaban esos bajados atrajeron rápidamente a cientos de jóvenes que se brincaron en masa a los dos barrios y los hicieron mayoritarios. A la región también llegaron deportados miembros de otras pandillas sureñas como White Fence o Playboys, pero se hicieron casi invisibles ante el rapidísimo crecimiento de la MS-13 y la 18. Si Los Ángeles era un abanico amplísimo de pandillas, Centroamérica se volvió bipolar.

En 1993 las distintas clicas de la Mara Salvatrucha en El Salvador, conscientes de su nueva dimensión, se reunieron para tomar decisiones importantes en una especie de asamblea general que tuvo lugar en el estacionamiento del parque nacional “La Puerta del Diablo”. Aquella reunión cambiaría la historia de la Mara en Centroamérica y, a largo plazo, en Estados Unidos.

Hasta ese momento, cada vez que un homeboy fundaba una clica, por ejemplo, en Sonsonate, la bautizaba con el nombre de su propia clica en Los Ángeles. Por eso un montón de muchachos sonsonatecos aún hoy se consideran de la Normandie, o de la Hollywood. En aquella reunión se autorizó que las nuevas clicas fueran bautizadas con nombres locales, y así surgieron células como los Teclas Locos Salvatruchos, surgidos en Santa Tecla; o los Iberia Locos Salvatruchos, en la colonia Iberia de Soyapango. Fue el primer gesto de autonomía guanaca. Y era también el origen de un conflicto.

En los años siguientes, cuando un muchacho que se había brincado a la Mara en El Salvador migraba a Estados Unidos y buscaba refugio en la pandilla, los mareros angelinos le explicaban que en Los Ángeles no existía ninguna filial de la Teclas Locos, por ejemplo, y que tenía que volver a ser sometido a la golpiza bautismal para ser admitido en una de sus clicas. Del mismo modo, si en aquel grupo ya había alguien con su taca –su apodo pandillero-, el recién llegado tenía que resignarse a buscar una nueva. Así, el que llegaba a Los Ángeles siendo el Shadow de la Teclas Locos, podía terminar siendo el Goofy de la Leeward.

En justa respuesta, los pandilleros en El Salvador también fueron perdiendo el respeto a los deportados que siguieron llegando. Cuando uno de estos aparecía en una clica, altivo, reclamando un lugar de autoridad por su condición de californiano, los locales le explicaban que no señor, que eso ya no era así, y lo obligaban a someterse a las normas y jerarquías salvadoreñas.

El Hipster vivió en primera fila aquel conflicto noventero. Aunque nació en El Salvador y lleva cerca de 20 años indocumentado en Los Ángeles, se considera californiano, y para los pandilleros de su país natal reserva un descuidado “los de allá”, o “los locos de abajo”, o simplemente “los salvadoreños”.

─Hay muchos locos que llegaron deportados a El Salvador y que los mataron los mismos locos de allá.
─¿Por llegar muy felones?
─Simón. Eso creó, tipo 98, 99 y 2000, una mini guerra entre nosotros, porque a los que venían de El Salvador para acá también los reventábamos acá. Y muchas veces eran buenos soldados que traían ganas de aportar.
─¿Entonces hubo gente que vino a Los Ángeles y que aquí se encontró una bronca sin saber por qué?
─O sea que a veces llegaban a una clica queriéndose brincar y con el simple hecho de decir que venían de allá ya era motivo para que el que los recibía… no directamente los iba a matar, pero sí darles verga o no recibirlos en la clica, por el simple hecho de venir de allá. Se recibía mejor en ese tiempo a un civil que viniera de allá, pasmado, chúntaro, indio, paisa… que a uno que ya fuera miembro, por lo que estuvo pasando. Ahorita eso ya no pasa.
─¿Y cómo se calmó esa mini guerra?
─Eso se habla. Por ejemplo, cuando uno ya mira que eso está perjudicando, porque al final de cuentas somos homeboys, entre nosotros mismos no es difícil llegar a un acuerdo, porque siempre hay alguien con quien podés hablar.

***

Al Hipster lo conocimos en medio de un atestado restaurante salvadoreño. Justo un día en el que por enésima vez la selección de fútbol de Honduras derrotaba a la de El Salvador en un partido trepidante… o que al menos le resultaba trepidante a la hinchada salvadoreña que había colmado aquel lugar.

En la ciudad de Los Ángeles las cervezas Regias de litro o las Pílsener, o las pupusas de queso con loroco o los cócteles de conchas dejaron de ser productos nostálgicos hace rato. Desde antes de que en 2004 entrara en vigor el Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos y El Salvador.

Aquella tarde las meseras no eran suficientes para atender a la clientela y pasaban apuradas, arrastrando un montón de miradas y de piropos, con bandejas llenas de cervezas guanacas y de pupusas recién hechas. En una esquina, con los ojos fijos en el televisor, estaba Ricardo Montano vociferando consejos técnicos, maldiciendo a algún defensa.

Estaba parado justo al lado de la única mesa vacía del lugar y parecía custodiarla. Cuando nos vio el gesto de rapiña, nos invitó a sentarnos. En ese momento no lo sabíamos, pero Ricardo Montano no estaba ahí para ver el fútbol. Estaba trabajando. Nos sentamos los tres y nos enzarzamos en un debate futbolero que, según nosotros, era de alta factura técnica. A dos mesas de distancia, el único hondureño en el lugar aprovechó un error en la zaga salvadoreña para pronunciar una ligera burla. Se hizo un enorme silencio. Hasta que alguien se animó:

─¡Mirá hijuelagranputa: la Casa Catracha está allá a dos cuadras, este es un restaurante sal-va-do-re-ño. ¿Por qué no te vas a decir pendejadas allá?!

Y el lugar entero explotó en carcajadas y en insultos, que el hondureño recibió partido de risa. Era un conocido del lugar, amigo de todos en aquel sitio. Solo eso explica por qué salió de ahí gozando de toda su dentadura.

La broma rompió el hielo y Ricardo terminó contándonos cómo llegó a Los Ángeles y cómo su historia se fue complicando. Nos explicó que a los 13 años se había enrolado en una pandilla, y como quien dice una bobada nos contó que esa pandilla se llama la Mara Salvatrucha. Antes de que siguiera despachándose la vida le advertimos que éramos periodistas y que estábamos en la ciudad justo buscando pandilleros. Se le iluminó la cara y decidió probar su punto: en medio de aquella multitud Ricardo Montano se levantó la camisa para mostrarnos unas enormes letras azules que tatuaban su cuerpo: MS. La clientela y el servicio miraron para otro lado y ahí mismo supimos que aquel señor no era un pandillero cualquiera, que al menos era uno con la suficiente confianza para levantar su bandera en público. Uno que se sabía temido.

En el oficio de periodista se aprende que nadie te regala su historia solo porque sí. Que quien cuenta el cuento de su vida quiere que se sepa algo, que se diga algo, que algo quede escrito. Ricardo Montano quería que supiéramos que en Los Ángeles él es alguien importante para la Mara Salvatrucha y quería que dijéramos lo que él piensa sobre cómo está siendo dirigida la pandilla en El Salvador. Quedamos de reunirnos al día siguiente para conversar.

Nos vimos en el mismo sitio, que sin partido de la selecta lucía desierto. Éramos los únicos en el restaurante y Ricardo Montano, que ya se había presentado como el Hipster, nos advirtió que tendríamos que interrumpir la entrevista unos segundos para que pudiera atender a una clienta. Es vendedor de droga.

La clienta había quedado en encontrarse con él en el parqueo del local y mientras ella llegaba Hipster nos mostró el producto: una bolsita pequeña de ziploc con un conjunto de piedritas transparentes dentro, como pequeñas astillas de vidrio. Una droga que está causando furor en Los Ángeles y que algunos carteles mexicanos comienzan a producir masivamente debido a que su elaboración y su traslado implican mucho menos riesgo en comparación de las voluminosas marihuana y cocaína. El producto se llama cristal y el Hipster sacó un pequeño fragmento y jugueteó con él mientras nos daba una cátedra sobre cómo usar esta droga.

─Mirá… ¿y no creés que se pueden molestar los dueños del restaurante porque saqués eso?
─ (Con el rostro cambiado, como si le preguntaras al Papa si Dios existe) ¿¡Y qué putas van a decir!? Si ellos bien saben que no tienen derecho a opinar nada, que si abren la boca ya saben lo que va a pasar.

Salió a despachar a su clienta y volvió abanicándose con un puñado de billetes: “Vaya, 180 dólares en un ratito, jejejeje… vaya pues, pregúntenme ondas”.

***

“En Los Ángeles la Mara, simón, está loca, mantiene la misma reputación, pero las acciones que se hacen en El Salvador no se hacen acá. El estilo en que se cometen allá no es el mismo acá.

Aquí en los Estados Unidos, debido al sistema judicial, tenés que actuar con más cautela, aquí se agarra escuela, clecha, para hacer las cosas. Aquí no se hace un jale o una pegada hasta que uno no está seguro de que la va a librar sin poner en riesgo a nadie, porque aquí te dan años como darte dulces. No es como allá, donde el 90% de acciones queda impune.

Cuando vienen homeboys de allá abajo vienen acelerados, porque vienen acostumbrados a hacer pegadas, ondas, sin ver consecuencias. Se les hace difícil adaptarse acá. Yo he estado varias veces en El Salvador. No es que estén más locos ellos que nosotros, sino que tener más libertad para operar, para hacer las cosas, te da confianza y eso es lo que aquí no podés tener. Aquí hay un sistema de respuesta mucho más rápido, diez a uno comparado con El Salvador.

Como te digo, no es que estén más locos, sino es que, simón, hay locos de allá que vienen con dos o tres calaveras, huyendo porque han reventado gente allá abajo. A veces uno tiene que controlarlos. Hay muchos locos que solo viniendo de allá ya están haciendo tiempo en la cárcel, como uno de (la clica) San Cocos, otro de Prados de Venecia que están torcidos porque vinieron acelerados. Como te repito la diferencia de los locos que vienen de allá para acá es que quieren venir a aportar y quienes van de aquí para allá se quieren ir a calmar.

Nosotros estamos en la misma sintonía con El Salvador, solo que el programa es diferente. Como por ejemplo eso que están usando allá abajo los locos de que si alguien no está activo o no está colaborando con el barrio le están poniendo básicamente una cuota. Básicamente se le está poniendo una renta al que no está activo.

Hay cosas que acá nosotros no respaldamos, pero allá en El Salvador hay homeboys que corren el programa a su manera. Cuando uno habla con ellos de aquí para allá, los locos algunas veces se te rebelan en el aspecto que dicen: “Ustedes no están aquí, nosotros corremos el pedo aquí y ustedes corren el pedo allá”. Nosotros no estamos de acuerdo en que los homies deportados que llegan a El Salvador tengan el deber de aportar allá cuando ellos van de aquí de hacer tiempo en la cárcel y que tengan que ir a someterse a las exigencias de los locos allá… ¡No!

Allá está la clecha de que si traés las dos letras sos de la Mara y por lo tanto tenés que aportar y someterte al programa y que si no aportás te quitan. Ahorita básicamente es la ley de la cárcel. Estos locos de los tabos tienen a los bichos afuera cobrando renta para que los estén manteniendo a ellos y quieren que les manden la feria a la brava y los bichos no pueden agarrar ni diez dólares, porque si el loco de la cárcel se da cuenta de que se lo quitaste, te manda a pegar.

Lo que pasa es esto: los locos te amenazan, te dicen: “simón, ya sabe, hijueputa, que cuando venga aquí lo vamos a mirar, lo vamos a esperar.”

La desventaja es que si no estás de acuerdo con lo que están haciendo en El Salvador es poco lo que se puede hacer, porque no siempre respetan tu palabra, aunque seás un homeboy con palabra. Está el caso de un homie deportado para Sonsonate, que era un loco pegador, con palabra. Salió de la prisión, lo deportaron y la clica que estaba ahí en Sonsonate le estuvo cobrando renta a él y a su mamá. La señora tenía su tiendita, ¿ves que allá la gente acostumbra a tener tiendita en su casa? Entonces el homie llamó desesperado para decir: “¿Qué ondas con estos hijos de puta? A mi jefita le están cobrando renta y me vinieron a amenazar”. Nosotros llamamos de aquí para allá y no quisieron tomar en cuenta lo que dijimos… En un 80% de los casos hay respeto, pero en el otro 20% les vale verga.

En el aspecto de conocer sobre el barrio, sus orígenes, sus políticas, nosotros tenemos más clecha, pero en el aspecto de huevos, de valor, de palabra, ellos tienen mucho conocimiento sobre eso. Esa es la diferencia de la Mara de El Salvador y miembros de la Mara aquí en L.A. nosotros tenemos gente loca, simón… pero con los huevos que aquellos locos allá, unos pocos. Decididos a morir por el barrio, como allá, unos cuantos…

Quiero que quede claro que mucha gente que vino huyendo de la guerra de El Salvador para acá en los 80, 90 tiene una ideología respecto a la MS-13 diferente a la que tienen segunda y tercera generación como la de hoy. La generación de hoy, en su ignorancia, dicen que aman las letras: “Yo estoy loco por la bestia, por La Mara, las dos letras yo represento, la M y la S”; pero ellos se están dejando llevar por sus emociones, porque no saben los orígenes, el principio. No podés querer algo que no sabés lo que es, y no podés morir representando algo que no tiene sentido para vos. Básicamente ahorita lo que ha pasado es que… “Mi primo y mi hermano eran de la Mara, o mi colonia es de la Mara y entones yo me voy a meter”… diferentes motivos. Tal vez quieren respeto, no tienen mamá, papá, están pobres, están solos, quieren alivianarse.

Con los cabecillas en El Salvador tenemos contacto. Cada clica de acá tiene uno o dos miembros deportados o presos en El Salvador; entonces nosotros nos damos cuenta a través de ellos. Ahora: estos locos de allá no están en la obligación de comentarnos a nosotros nada de lo que ellos quieran hacer en El Salvador, como nosotros no estamos en la obligación de decirles a ellos nada de lo que hacemos nosotros en L.A. Pero tienen que entender algo: nosotros somos el palo y ellos son una rama y están conscientes. En L.A. comenzó y se creó y es algo que no les gusta, pero nosotros somos el palo y ellos la rama.

Algo en la Mara está cambiando…

Este año el sistema de inteligencia de la PNC entregó a El Faro un cuadro con imágenes de la estructura jerárquica de la Mara Salvatrucha en El Salvador. Se trata de una lámina de Power Point titulada “Ranfla Nacional pandilla MS13” en la que aparecen 45 rostros, que según la policía constituyen la crema y nata de la elite marera en el país. En la cúspide de esa estructura aparecen Borromeo Enríquez Solórzano, El Diablito, de la clica Hollywood Locos y Ricardo Adalberto Díaz, La Rata, de la clica Leeward Locos, que son presentados como “Líderes Nacionales”.

Tanto El Diablito como La Rata ingresaron a la pandilla en Los Ángeles siendo unos adolescentes. De hecho, en las calles angelinas, al segundo aún se le recuerda como Little Rata, debido a que esa taca la heredó de su hermano mayor, que cayó en las guerras pandilleriles de los 90 abatido por cinco disparos.

A un lado de estos dos rostros la policía ha colocado un pequeño recuadro, el único sin fotografía en la lámina. Sobre el cuadrito sin rostro escribieron: “líder internacional” y abajo se lee: “(a) –de apodo- Comandari”.

Este organigrama parte de la vieja creencia en los organismos de seguridad centroamericanos de que la Mara Salvatrucha es una estructura con unas relaciones de jerarquía férreas, en cuyo trono máximo se sienta una especie de capo capaz de dirigir y de darle cohesión a la estructura.

Resulta que Comandari no es un apodo, sino el apellido de un salvadoreño llamado Nelson Comandari al que la Mara Salvatrucha encendió la luz verde hace años. Es decir que La MS-13 en lugar de obedecerlo más bien quiere matarlo.

Nelson Comandari apareció por las calles de California en los primeros años de este siglo y era un hombre de negocios -negocios no legales- que necesitaba esquinas y pies que movieran su mercancía. Comenzó una relación estrictamente comercial con la Mara; él tenía el producto y los homeboys las esquinas. Pero la posibilidad de mover cocaína no era lo único que hacía atractivo a Nelson Comandari para la Mara. Según varios pandilleros e investigadores -que desde luego pidieron no ser identificados al hablar de este tema- este señor ofrecía también a la MS-13 una conexión muy preciada: su suegro era El Perico, uno de los Señores de la Mafia Mexicana.

Por su herencia salvadoreña, la Mara nunca había conseguido que uno de sus miembros fuera tomado en cuenta dentro de la estructura de la eMe, que exige al menos una gota de sangre mexicana a quienes aspiran a llegar a ser carnales. Mientras que la Mara tenía vetado el paso a las camarillas de poder de la Mafia Mexicana, sus enemigos de Eighteen Street tenían desde hace años a varios de sus miembros ostentando el título de carnal. El vínculo directo de Comandari con El Perico era hasta ese momento lo más cerca que la MS había estado del Olimpo pandillero en California.

Interesados en sus lazos familiares, palabreros de la MS-13 no solo hicieron a Comandari miembro de la pandilla, sino que en poco tiempo le entregaron las llaves del barrio, es decir, lo nombraron corredor general del programa del Condado de Los Ángeles: palabrero de palabreros, un status por encima de los líderes de todas las clicas del Condado.

Pero el matrimonio de conveniencia duró poco. Ocho meses aproximadamente. El padrino de Comandari, El Perico, murió de una sobredosis de heroína dentro de la prisión y, sin su sombrilla, el corredor general perdió influencia. Además, su creciente visibilidad lo colocó en la mira de las autoridades. Al ser arrestado aceptó de inmediato convertirse en soplón del FBI y terminó delatando a varias personas vinculadas con la Mafia Mexicana. Pasó a ser recluido dentro del sistema de Protected Custody, cuyas siglas PC originaron el despectivo peceta que todas las pandillas utilizan para designar a los desertores.

Desde entonces tiene encendida la luz verde y desde entonces el gobierno de los Estados Unidos ha convertido su paradero en un secreto.

Aunque esto ocurrió en 2003, su leyenda sigue generando cuadritos sin fotografía en los organigramas que la policía salvadoreña elabora sobre la cúpula de la pandilla.

***

El viernes 13 de abril de este año, en algún lugar de Los Ángeles, la Mara Salvatrucha convocó a una reunión general de palabreros para discutir el “asunto” de El Salvador. California aún se siente con derecho a estar al tanto y a que su voz sea escuchada, y ha recibido como profunda ofensa que los homies en El Salvador ninguneen su opinión en un “asunto” tan relevante. El “asunto” es, por si queda duda, la inédita tregua entre la MS-13 y el Barrio 18 que ha desplomado la tasa de homicidios en El Salvador hasta fondos que no se creían posibles un año atrás.

Es difícil saber lo que se habló en aquella reunión. Los códigos de la pandilla convierten en rata a cualquiera que lo revele. Alguien que estuvo en ese meeting se limita a ronronear con desprecio unas pocas palabras: “Las cosas se van a poner más serias… De todos modos, en Los Ángeles tenemos cosas más importantes que discutir que lo que hacen los locos de allá abajo”.

La policía de Los Ángeles lanzó en las primeras semanas de junio una nueva embestida contra la Mara Salvatrucha y varios homeboys han cedido a la tentación de convertirse en informantes a cambio de protección judicial. Nadie confía en nadie en la calle, a los meetings se entra sin teléfonos y los pandilleros se miran entre sí con recelo. Algo está cambiando en la pandilla y las autoridades estadounidenses parecen saberlo.

El cambio no tiene nada que ver con lo que se esté tramando en El Salvador o en el resto de Centroamérica. Hace más o menos ocho meses, en un hotel de Hollywood, en la sofisticada parte norte de Los Ángeles, Little One, un pandillero, un muchacho de apenas 29 años, de madre mexicana, fue ungido como carnal de la eMe. Aunque en las calles angelinas aún hay homeboys que desconfían de la seriedad del nombramiento y temen que alguien en las cárceles esté tratando de engañar a la pandilla, otros celebran el hecho de que Little One se haya convertido en el primer miembro de la Mara Salvatrucha en ingresar a la Mafia Mexicana.