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La voz –un insecto enhebrado en los párpados de la estática llega a través del teléfono.

–Yo… ocho idiomas… después… shock… 1978… Mi hija… mi mujer… avión… me olvidé de hablar.

En algún lugar, al sur de la provincia de Buenos Aires, un auto atraviesa la ruta y un hombre masculla –la voz sedosa, monocorde lo que ha dicho tantas veces, con el tono de quien lo dice por primera vez: quien lo revela.

–Perdí… vista… sillón de ruedas… dos años.

La voz, pulverizada entre los dedos de la interferencia, dice llámame, dice viernes, dice Buenos Aires.

–Llámame… viernes… Buenos Aires.

Alguien –el conductor: alguien– advierte «Se va a cortar, Facundo».

Y, efectivamente, la comunicación se corta.

***

Viernes. Buenos Aires. El hombre –camisa de jean, saco azul, gafas marrones, bastón de madera tiene setenta años y manos cálidas, jóvenes.

–Decirme si hay algún pozo. Yo sólo puedo mirar hacia adelante. No puedo ver hacia abajo o hacia arriba.

El bastón de madera palpa las baldosas de la Plaza San Martín, una de las zonas más elegantes de la ciudad.

– ¿Me acompañas a pagar el teléfono?

El teléfono. El hombre, que vive a tres cuadras de esta plaza, en un cuarto de hotel que compró veinte años atrás, sólo puede llamarse dueño de alguna ropa, de algunos libros, de este teléfono.

–No me gusta tener cosas que cuidar. Soy muy egoísta. Por eso vivo en un hotel. Tengo 24 horas para mí.
–Disculpe, ¿usted es de Tandil? –pregunta una mujer que pasa.

El hombre dice sí.

–Sí

***

Facundo Cabral era un feto fornido, formidable, y llevaba nueve meses en el vientre de su madre, Sara, cuando su padre, Rodolfo, decidió dejarlo todo –hogar en la ciudad de La Plata, provincia de Buenos Aires, seis hijos y otro en camino e irse sin dar explicaciones. A Cabral le gusta decir que llevaba un día de nacido cuando su madre (que lo bautizó Rodolfo Enrique aunque lo llamó Facundo, toda la vida) se marchó, sola y su prole, hacia donde no pudieran verla o preguntarle nada. Emprendió la ruta del sur hasta Ushuaia y, cuando llegaron, cuatro hijos habían muerto en el camino.

–No tengo recuerdos de esa época. No me interesaba nada. Sólo quería dormir y morir durmiendo. No quería vivir. Despertarme era una tortura. Me parecía que la vida iba a ser así siempre.

Pero la vida fue otra cosa.

***

–¿Usted es Facundo Cabral? –pregunta la mujer. Usted vivió en Tandil, ¿no? Yo soy de Tandil.
–Entonces usted conoció a mi madre.
–Claro. Vivía a tres cuadras de mi casa. Y usted tenía una noviecita a la vuelta. En la calle Chacabuco.
–Cómo me voy a olvidar si empecé a saber lo que era una mujer por ella. Mirna se llamaba.
–Sí, señor. La hija del zapatero. Qué tal –dice la mujer, orgullosa, y sigue su camino.
–Mirna –dice Facundo Cabral, y mira al cielo como si lo viera. Yo tenía trece años, y ella veintiuno. Un pedazo de mujer. Yo la seguía siempre y un día se paró y me dijo «Pibe, vos me estás siguiendo». Y le dije «Estoy enamorado de usted. Me imagino que le hago el amor». Y me dice «Se te está yendo la mano, sos un nene». Y le dije «¿Le puedo pedir un favor? ¿Podemos hacer el amor?». Y se quedó mirándome extrañada. Para llegar a la casa había que pasar por un pasillo. Era una tarde de verano y ella empezó dándome una clase, medio en broma. «A ver, hace esto, hace lo otro». Terminamos haciendo el amor todos los días, a lo bestia. Ella se recostaba sobre un sillón verde, gastado, y yo la miraba con una vela.

La desmesura. La pompa y la sentencia.

El signo que, a veces, mejor dibuja.

***

En galpones, en baños públicos, en la calle: en esos sitios vivieron en Ushuaia. Los vecinos cambiaban de vereda cuando veían a esa familia de rotos, de pobres descosidos, y Facundo alimentaba su odio con desesperación y alevosía.

–Una madre sola o abandonada era peor que una leprosa. En un momento alguien dijo que Perón, que era Presidente, daba trabajo, y yo me fui a Buenos Aires. Tenía nueve años y tardé tres meses en llegar. Cuando llegué, me dijeron que Perón iba a estar en la catedral de La Plata. Fui, y cuando pasaba el auto me escabullí y le grité: «¿Hay trabajo?». Le llamó la atención a Eva, que me dijo «Por fin alguien que pide trabajo y no limosna. Sí que hay trabajo, mi amor, siempre hay trabajo».

Dos días más tarde regresaba a Tierra del Fuego, en avión y con oferta de trabajo para su madre como celadora en un colegio de Tandil, sur de la provincia de Buenos Aires. Así, Facundo empezó a vivir en una ciudad donde, cuatro años después y a la luz de una vela, empezaría a vislumbrar el sexo de la mano de Mirna, la hija del zapatero, sobre las telas gastadas de un sofá muy verde.

O eso –y así– le gusta contar.

***

En la oficina de pagos de la empresa de celulares, Facundo Cabral espera en la fila frente a una de las ventanillas.

–Adelante –dice una mujer, y Cabral avanza.
–Hola. ¿Cómo es tu nombre, mi amor?
–Ivana.
–Ivana, eres la luz de mi ventana, para mí la vida sin Ivana no es nada. ¿Cuánto es, Ivana?
–Ciento once pesos, señor.
–Ivana, Dios te perdone por cobrarme.

Ivana sonríe, chequea algo en su computadora y pregunta:

– ¿Usted es Cabral, Rodolfo Enrique?
–Si. Pero llámame táiguer. Yo supe ser el sex symbol de este barrio.
–Señor, mire, acá dice que esa factura ya está paga.
–Ah. Bueno. ¿Entonces no tengo que pagar nada?
–No.
–Bueno. Chau, querida. Gracias.

Desanda el camino y susurra, a quienes todavía esperan:

–Si le cantás, la cajera no te cobra.

***

Cuando llegaron a Tandil, Facundo Cabral era analfabeto, ladrón, violento: un infierno con rulos dispuesto a acabar con el mundo.

–Nunca había ido al colegio, vivía peleándome. Odiaba a mi padre. Quería matarlo por habernos abandonado.
–¿Y sus hermanos?
–No aportaban nada. Unos pobres tipos. Ahora no sé si sobrevive uno. Creo que no. Casi no los conozco. Cosa que agradezco. Para mí nunca fue una buena idea la familia. Para mí, mi familia es la humanidad. Yo siempre fui raro. Y para mis hermanos debo haber resultado un descastado. Sin embargo, vivieron siempre de mí. Materialmente, que parece que es lo que importa, fui el que aportó.
–¿Eso le produce rencor?
–No. Nada. O tal vez lo disimulé. Debo ser buen actor. Me dolía llevar libros a mi casa, que no leían. Libros escritos por mí. Hay un dolor en eso. Pero hay una frase de Macedonio Fernández: «¿Quién cree que es esa entrometida, la realidad, para arruinarme la vida?». A mí la realidad no me va a arruinar la vida.

Aprendió a leer a los catorce y a los diecisiete caminaba por las calles de Tandil cuando un mendigo le gritó: «¡Príncipe!». A él, que sólo aspiraba a despertarse muerto.

–Pensé que me estaba tomando el pelo. Le dije: «Viejo, a usted lo salva la edad». Y me dijo «¡Príncipe! ¿O cómo llamas al hijo del rey del universo?». Simón se llamaba ese viejo. Y me dijo «Hace muchos años pasó por aquí nuestro hermano mayor, Jesús, y trajo la gran noticia». «¿Y cuál es esa noticia?». «Que uno solo es el Padre». Al viejo Simón le debo la gran noticia de que yo no era huérfano, de que yo tenía un Padre grandioso.

La epifanía. La vida sin transiciones. De momentos terribles a momentos perfectos. De momentos perfectos a momentos terribles.

***

El local es apretado, gélido. Venden bolsos, y Facundo Cabral busca un bolso: un bolso con un cierre solo.

–Entremos acá. Perdí un bolso y necesito un bolso con un solo cierre. Buenas, ¿se puede mirar sin comprar?

Un hombre dice sí, claro, qué está buscando.

–Un bolso con un solo cierre, porque tengo mucho pleito con la vista y si tiene muchos cierres meto las cosas en cualquier lado y no las encuentro. ¿Sabés cuáles usaba yo? Unos de marca Rosen tal. Me dicen que ya no se hacen.
–Sí, se hacen, pero la calidad ya no es lo que era.
–Nada es lo que era. Ni yo soy lo que era, flaco. ¿Vamos a comer?

Renguea hasta la esquina. Levanta el bastón y un taxi se detiene. Sube con dificultad, primero el cuerpo, después las piernas. Los problemas de su pierna derecha tienen diversos orígenes: en los años 80, se debían a un accidente automovilístico; en los 90, a una debilidad congénita. Ahora, a dos balazos, gentileza de un marido despechado en Santo Domingo.

–Nunca llegues a esta edad, flaco –le dice al taxista. Yo daba miedo. Ahora doy lástima.

***

La furia, allá en Tandil, no se detuvo. Cabral consiguió una guitarra, empezó a componer canciones y a trabajar como cosechero.

–Me echaban de todas partes. Bebía mucho. Pero leía, y quería ser historietista como Hugo Pratt, el autor del Corto Maltés. Siempre dibujé. Y quería hacer la revolución. Leía a Proudhon, a Malatesta. Pero quería ser Hugo Pratt.

Y para ser Hugo Pratt no encontró mejor camino que viajar a Buenos Aires e inscribirse en la Escuela Panamericana de Arte donde daban clases los mejores ilustradores e historietistas de la época. Era junio de 1960.

–Pero una cuadra antes de llegar a la escuela vi un cartel de la discográfica Odeón. Crucé la calle. Había una chica en la recepción y le dije «Buenas, vengo a grabar un long play». Y me dijo «Pero usted no es artista de la compañía». Y le dije «No, elegí este sello por tus senos». Se armó un escándalo, y en ese momento entran tres tipos, uno de ellos el director del sello. Le digo «Vengo a grabar un disco y no me dejan pasar». Y el tipo me dice «Ah, no me diga que nos eligió, maestro». Y los mira a los otros dos como diciéndoles: «Síganle la corriente al loquito». Y dice: «¿Cómo es su nombre, maestro?». «Cabral». «Ah, qué bueno, pase por acá. ¿Cuándo podemos empezar a grabar?». Le digo: «Ahora». Y me ponen una silla y un micrófono, y se disponen a matarse de risa del loquito. Y yo canto Vuele bajo, que la había compuesto en esa época. «Vuele bajo porque abajo está la verdad, eso es algo que los hombres…» Bajó volando el tipo y me dijo «¿Cuántas tenés?».»¿Cuántas quieres?». Me quedé una hora y grabé un long play. Al mes era el número uno en ventas en la Argentina.

Entre 1960 y 1965, Facundo Cabral fue, bajo el seudónimo del Indio Gasparino, un éxito de ventas. Le compró casa a su madre y creyó que esa vida era todo lo que quería hasta el fin de los días.

–Pero eran los sesenta y me acordé de que quería hacer la revolución. Así que dejé todo y me fui a recorrer el mundo. En jeep, en moto, en avión. Me fui por curioso.

Uruguay, Chile, Perú, Bolivia, Ecuador, México. En 1969 llegó a Estados Unidos, en 1970 a Europa, y su vida devino lo que es: una iconografía extravagante en la que convergen Eva Perón y George Brassens, Rainiero y la viuda de Pancho Villa; Krishnamurti, a quien conoció en un parque de San Francisco; la madre Teresa, que lo llamó durante un programa de televisión en México invitándolo a orar con ella al día siguiente, y, claro, Borges.

–Yo había grabado un disco en Roma y se lo dediqué a Borges. Vuelvo a la Argentina, voy caminando por la calle y me para alguien y me dice: «Señor Cabral, soy Carlos Frías, editor de Borges. Lo acompañé al maestro a Inglaterra y un crítico italiano le regaló un long play suyo que está dedicado a él, y él está encantado y me dijo: «Si un día lo encuentra a este señor, por favor déle las gracias e invítelo a casa». Yo me quedé paralizado. Frías lo llamó desde un teléfono público y le dijo «Maestro, estoy aquí con el señor Cabral». Y fui a la casa y me fui a las tres de la mañana. Él decía que yo era un optimista a priori. Un día me dijo: «Señor Cabral, me conmueve su inocencia. Yo conozco su forma de vivir. Usted no es un artista popular, usted adhiere a lo popular. Usted, camino a la cancha de Boca, se detiene en la Biblioteca Nacional». Y es verdad. Uno sabe que no es eso, pero adhiere.

***

El restaurante, en plena Recoleta, está casi vacío, pero hay, todavía, una mesa con mexicanos que piden saludarlo. Cabral se acerca y se escuchan risas eufóricas, celebraciones. Cuando regresa dice:

–¿Viste qué hermosa la mujer que está con los mexicanos?

La mujer es una de esas bellezas artificiosas, el pelo alzado, el maquillaje, cejas sibilinas: una telenovela de las cuatro de la tarde.

–Le dije que si yo era presidente de México, no la dejaba salir del país.

Comerá bife jugoso, helado de vainilla, vino rosado. En un rato, cuando la mexicana pase junto a la mesa –porte de reina con carroza él mirará con descaro y un hiato de admiración.

–Los Cabral somos todos medio sexópatas. Yo siempre creí que por mis venas corre semen, no sangre. ¿Vos usas tanga?
– ¿Tanga?
–Tanga. Esa cosa finita. ¿Quieres helado? ¿Vamos a tomar un café por ahí?

***

Barbra es, de todas las mujeres, la única a la que llama suya. Ella tenía dieciocho cuando él cuarenta.

–La vi en un restaurante. Estaba almorzando con los padres. Me acerqué y les dije: «Miren, esta mujer se tiene que ir conmigo porque es mi mujer». Y ella vino.

Princesa en el concurso Miss América, tapa de Play boy, póster desplegable: era linda. Viajaron por el mundo –dice que vieron ballenas con Jacques Cousteau, que estuvieron en Vietnam los últimos meses de la guerra invitados por un comediante de la BBS, que fueron de misión con la Cruz Roja y se correspondieron con un amor enfebrecido y una infidelidad muy mutua, consentida.

–Ella me dijo «Sospecho que te voy a amar mucho, pero quiero que sepas que yo no soy fiel». Y yo le iba a decir lo mismo. Los dos tuvimos otras historias, pero nada nos divertía tanto como estar juntos. «¿Podemos salir el martes, en vez del miércoles? Porque conocí a un alemán». Nunca conocí a un ser tan libre, tan sano. Un día me dijo: «¿Arreglaste lo del concierto de esta noche?». Y le dije «Sí, el empresario siempre tiene un lugar para vos, mi amor». Y me dijo «No, pero ahora somos dos». Estaba embarazada. Me pareció la cosa más increíble del mundo. ¿Yo, padre? Inconcebible. Y después vino el accidente. Ella tenía que tomar un avión en Chicago, y yo no llegaba pero le dije: «Anda, mi amor, que yo voy más tarde, en otro vuelo». Era 1978. Mi hija tenía un año.

Cayó el avión, cayeron Bárbara y la niña, y todo fue borrado por una furia majestuosa que venía del mismo sitio del que vendría, dirá después, toda belleza.

–Yo hablaba ocho idiomas, pero me los olvidé todos. Bajé treinta kilos, perdí la vista. Estuve dos años así. Un día fui a ver a Krishnamurti. Le conté lo que me había pasado y me dijo: «Te envidio». Te envidio, me dijo. «Siempre te quita lo que más amas. ¡Cómo te envidio! Qué tarea debe tener pensada para vos. Toda pérdida es una liberación. La vida no te quita cosas. Te libera de cosas». Mi madre murió hace 21 años. Y no tuve dolor. Sentí liviandad. Era tan grande el amor que sentía por mi madre, que era una cadena. Cuando uno siente tanto amor por alguien, llega un momento en que dice bueno, ya está bien.

Cuando la democracia volvió a la Argentina, en 1983, Cabral regresó al país y presentó un espectáculo llamado Ferrocabral. Estructurado en diversas estaciones –la estación de la Partida, la de la Ignorancia, la de la Verdad, la de la Naturaleza con su tono elegíaco y sus aires de pastor hereje, decía cosas como «Éste es el viaje más extraordinario/. Vean qué espectáculo/: a la derecha los reaccionarios/, a la izquierda los revolucionarios/. En el medio, los hombres/, los que deciden su propia vida/, es decir, tres o cuatro». Y cerraba con una canción que había compuesto en Uruguay, en 1968, y que se transformó en su sello de fábrica, su marca en el orillo: No soy de aquí ni soy de allá. Hizo varias funciones en un teatro de la avenida Corrientes, llamado Astral, y allí, cuarenta y seis años después de no haberlo visto nunca, encontró a Rodolfo Cabral: su padre.

–Me fue a ver y yo lo reconocí enseguida. Mi madre me había dicho: «Vos, que caminas mucho, algún día te lo vas a cruzar». Nos dimos un gran abrazo, me invitó a su casa. Lloré en su biblioteca. En un momento me dejó solo y vi que él leía lo que yo había leído. Nunca le pregunté nada, ni a qué se dedicaba ni por qué nos había dejado. Nunca hablamos nada porque no es de caballeros. Mi madre me había dicho: «Cuando lo encuentres, no cometas el error de juzgarlo. Ese hombre es el hombre que más amó, más ama y más amará tu madre. Dale un abrazo y las gracias porque por él estás en este mundo». Y así fue. Él tenía mujer, hijos. Una alemana deliciosa. Hacía treinta años que vivía con ella. Mi padre murió en 1993. Tuve una amistad de diez años con él.
–¿Y cómo se explica usted que él se haya ido sin explicar nada?
–No sé. La vida es así. Otra frase de Krishnamurti: la vida no es como debería ser, la vida es como es.

Pasados los 90, con decenas de discos grabados –Cabralgando, Pateando Tachos, Entre Dios y El Diablo, Ferrocabral–, una gira exitosa con Alberto Cortez –Lo Cortez No Quita Lo Cabral– y varios libros escritos –Ayer soñé que podía y hoy puedo, No estás deprimido, estás distraído, Cabral volvió a un segundo plano discreto y a una carrera que, todavía hoy, lo lleva por toda Latinoamérica: Chile, Uruguay, Perú, Ecuador, Colombia, México, y un etcétera abrumador para alguien que tuvo cáncer, problemas glandulares, óseos, dos desprendimientos de retina y una pierna que no funciona.

-Yo no tendría que trabajar más. Pero emocionalmente no puedo. Económicamente sí, podría. Un tipo que a los setenta años no tiene solucionado lo económico es bastante estúpido. Estoy becado. Subo al escenario y me dan un café, dulce de leche, spaghettis, una botella de vino, un hotel, un avión. Vivo fenómeno. Pero mi salud es más que endeble, aunque soy de la clase de gente que no se queja. Me parece una vulgaridad quejarse. Para mí la muerte nunca fue un tema serio. Más bien es excitante la idea de la gran hembra, la muerte. Yo me imagino que el paso final debe ser como el silencio en el teatro, antes de que se encienda la luz. El paso al otro lado debe ser así. Ese silencio.

***

En el shopping hay las marcas –Max Mara, Lacroix– y señoras y señores que las compran. Allí Facundo Cabral va cada día, o cuando puede, a mirar librerías, a tomar café, a deleitarse mirando gente bien vestida.

–Amo a la gente que se viste bien. La gente cree que yo soy un hippie, pero a mí me gusta el refinamiento. Beber y comer bien, vestir bien. Me gusta la gente refinada. Yo pensé que a mi edad iba a viajar con un valet que me iba a llevar las valijas con los trajes. Mirá, ¡ahí hay bolsos!
–Son de mujer, Facundo.
–Ah.

Afuera cae la noche.

–Ven, sentémonos ahí. ¿Quieres café? ¿Tenés papel y lápiz?

Papel, lápiz.

–Hace años yo escribí un libro en el que especulaba dónde me encontraría la muerte. Ahora es muy fácil saber dónde va a ser el final, porque queda muy cerca. No sé si son tres, cinco años más, pero si no es acá en Buenos Aires…

Traza un círculo sobre el papel blanco.

–…será acá, en Quito.

Otro círculo.

–…o acá, en Chicago.

Otro más.

–…o puede ser Mar del Plata. Pero es por acá. Y seguramente en un hotel frecuentado, conocido por mí, o en una clínica de alguna de esas ciudades. No me preocupa, pero pensé que a los setenta años iba a tener una casa en el sur de la provincia de Buenos Aires, y a esta hora iba a estar tomando mi primera copa de vino frente a un hogar, leños ardiendo, y un montón de niños jugando por ahí. Y yo contando historias. Nunca lo tuve ni lo tendré. Tampoco hice nada para eso. Pero creí que, naturalmente, se terminaba así. Que la soledad y el vagabundeo eran un juego hasta llegar a ese final. Una vez fui a Medellín. Todos los verdes del mundo y curvas, curvas. En la ladera de una montaña había una casita y dos viejitos de la mano, tomando sol. Destrozaron toda mi idea del mundo. Pensé: «qué imbécil, yo creí que sabía qué era la felicidad. Y tengo razón, pero si sacan a estos dos de acá». A esa edad debe ser lindo ir a una casa en la montaña, tomar una copa de vino, hablar tonterías. «¿Viste qué humedad?» «Escuché en la radio que mañana va a haber menos humedad».

Las palabras, separadas por hilos de respiración, caen como ácido sobre el velo frágil del lugar común.

–»Ah. ¿Llamó mi ahijado?». «Sí, dice que lo llames, que va a estar en la casa de la madre». «Ah». «Conseguí ese pan que te gusta». «No me digas». «Sí. Don Fermín lo trae de nuevo». «Me parece que me voy a ir a acostar». Vivir así. Es una posibilidad, ¿no?

Cruza las manos sobre la empuñadura del bastón.

Después suspira y dice:

–No.

Hay una habitación de hotel, hay una ventana, hay un edredón tiñéndose de rojo con la luz del atardecer. Hay una ciudad llamada Columbus, en el estado americano de Ohio y hay, en la habitación, un hombre que escribe: un hombre joven que escribe una de las cartas que, durante esos días, intercambia con la experta en arte contemporáneo Lynne Cooke y que, tiempo después, formarán parte de un texto llamado Letters (Cartas, 15/7/1994-10/10/1994). El hombre escribe –en esa carta– que está sentado frente a una ventana en una habitación de hotel y que, por la ventana, ve la ciudad de Columbus, en el estado americano de Ohio: “A lo largo de los años he coleccionado metáforas sobre el arte basadas en fragmentos de canciones, películas o poemas, en anécdotas o situaciones de la vida cotidiana. Pero estoy lejos de casa y tu pregunta me sorprende en este hotel de Columbus, Ohio. Tengo la cabeza vacía. Estoy sentado frente a esta enorme ventana, por la que se ve toda la ciudad. Todo ahí afuera parece pedir: ‘Desciframe’; exigir: ‘Haceme mejor, más oscuro, más simple, más osado… haceme lo que sea, pero haceme algo que sea tuyo’. Ahora, yo solo ruego: llevame de regreso a casa”.

Y cuando Guillermo Kuitca –pintor, argentino– escribe la palabra casa piensa en una casona de tres pisos en el barrio porteño de Belgrano donde viven él y un perro. Y eso, para Guillermo Kuitca, es el hogar: un sitio vertical habitado por un perro, por un hombre solo.

*****

El estilo señorial está contrariado por un frontis plano y dos puertas de madera cruda, altas. La casa, en el corazón elegante del barrio de Belgrano, Buenos Aires, tiene rejas y, sobre las rejas, grafitis y, detrás de las rejas, un jardín. Es una mañana de fines de junio de 2008. Cuando las puertas se abren aparece Daniela, la mujer uruguaya que junto a su marido, Sergio, se ocupa, desde que Kuitca vive aquí –1994– de que la casa funcione: pague sus impuestos, degluta sus mensajes telefónicos, alimente a su dueño.

–Pase. Ya le aviso a Guillermo que llegó.

El recibidor es así: un espacio con paredes verdes donde hay un baúl con la inscripción White Chappel Art Gallery y, sobre el baúl, un teléfono, un cuaderno en el que Daniela anota mensajes (“Llamó su papá. Pregunta si recibió el mail”; “Llamó el señor Javier. Está en México. Lo va a volver a llamar”) y la foto de un perro. Hay un cuadro –un Kuitca– y, por lo demás, no hay adornos ni muebles ni objetos caros, nada que indique que aquí vive un hombre de 47 años cuya obra es las más cotizada entre la de los pintores argentinos vivos y que ha sido exhibida en el MoMa, en el Reina Sofía.

El taller está junto al recibidor y es un espacio grande lleno de cuadros y lienzos y estanterías y libros y brochas y pintura –seca y no tanto– y pinceles –secos y no tanto– y pilas de cedés y un equipo de música y un piano de cola y, sobre el piano, más libros y más pinceles y ejemplares del New Yorker.

Cuando Guillermo Kuitca aparece –bajando las escaleras que llevan a los pisos superiores– no tiene el aspecto de ser alguien que fue desaforado. Usa un suéter claro, pantalón amplio, el pelo corto, la voz suavísima y lejana cuando dice miren quién llegó.

–Miren quién llegó.

Y entonces se agacha y sonríe y tiene el gesto de franca alegría cuando acaricia a Don Chicho, el otro habitante de esta casa donde viven el hombre solo, el perro.

*****

Hijo de Jaime, contador, y de María –Mary–, psicoanalista especializada en niños, hermano menor de una hermana llamada Rut –Ruty– nació Guillermo David en el año 1961 y se crió en un departamento –en este departamento– de La Recoleta, el barrio elegantísimo de Buenos Aires.

–Íbamos a la playa –dice Mary Kuitca, que cumplirá ochenta en unos meses– y Guillermo tenía dos años y alisaba la arena y dibujaba casitas con puertas y ventanas y chimeneas. Yo veía ese nivel de dibujo, que era de un chico de unos siete años, y decía bueno, hay que prepararse, acá hay una personita.

Por sugerencia de alguna maestra del kínder sus padres lo inscribieron en un taller de dibujo, pero el pequeño Kuitca era un dibujante limitado: alguien incapaz de copiar un jarrón o el rostro de un héroe de historietas. De modo que le fue mal y peor, en ese y otros talleres, hasta que, a los nueve años, dio con quien sería su maestra: Ahúva Slimowicz, una mujer que –al ver los arañazos, los dedos mutilados, los rostros en torsión que el niño era capaz de arrancar a su mundo sumergido– lo puso a compartir clase con señoras y señores de cuarenta. Después de una infancia que no recuerda tortuosa –en la que odiaba, sobre todo, ir al analista– el alumno precoz decidió exhibir su obra, de modo que salieron –él y su padre– a buscar galería. No fue fácil: en todas aducían que, a edad temprana, una muestra podía aniquilar cualquier carrera promisoria. Pero Kuitca insistió hasta que una galería llamada Lirolay dijo que sí y, el 16 de septiembre de 1974 –regordete, rulos, ropa negra–, el artista cachorro inauguró la muestra propia. Vendió seis cuadros, fue invitado a un programa de televisión (al que se negó a ir) y un diario publicó una reseña: elogiosa. A los trece años era eso que no volvería a ser en mucho tiempo: un éxito.

*****

Sentado a una mesa redonda, junto a una de las ventanas del taller, Kuitca dibuja –garabatea mientras habla– no sobre un papel sino sobre la mesa: sobre el lienzo que la cubre. Este y otros lienzos forman una serie de cuadros llamada Diarios, que se construye precisamente así: con las cosas que Kuitca garabatea mientras habla.

–Yo recuerdo que cuando era chico me encantaba el colegio. Lo que no me gustaba era ir al analista. Pero en esa época, estornudabas y en vez de mandarte al clínico te mandaban al analista. Hace años, a la inauguración de una muestra, llegó un hombre y me dijo “Yo fui tu primer analista”. Y me dijo que a mí no me gustaba dibujar, que lo que me gustaba era verlo dibujar a él. Fue una revelación. Porque el mito familiar dice que a mí siempre me gustó dibujar. Y pensé que es probable que todos armemos nuestra historia en torno a un origen que en verdad nunca es tan puro como se supone. Yo creo que era un chico muy tímido y que pintando no lo era tanto. Y que mis viejos me mandaron a los talleres por eso: porque les habrán dicho que me iba a hacer bien.

En el centro del taller hay una columna y, en la columna, papeles adheridos y, en los papeles, palabras sueltas, frases, posibles títulos de cuadros y de muestras: Mi soledad es una grieta, Deshielo, Desenlace, Farsa, Evasión fiscal, Desesperación y aislamiento.

–Pero la gente no tiene sentido del humor. Desesperación y aislamiento a todo el mundo le pareció fatal.

Y, cuando levanta la cabeza –los ojos claros–, tiene una mirada que tendrá otras veces: compungida, enteramente triste. Pero se ríe: como quien dice –como quien quiere decir– no me hagan caso.

*****

En el último piso de la casa hay un pequeño estudio. Una biblioteca armada con estantes de los que se compran en el supermercado recorre las paredes y en los estantes hay objetos abandonados por una marea distraída: catálogos de Christie’s, una bufanda, una cámara de fotos, cables. Desde un placard, mal cerrado, asoman bolsos y valijas. Por estos días Kuitca pasa, aquí, más horas que en su taller. Revisa las propuestas para la tapa del catálogo de Plates Nº 01-24, la muestra que su galería europea, Hauser & Wirth, organiza en sus dos sedes de Londres; trabaja en el diseño del telón para la Winspear Opera House de Dallas, un edificio que lleva la firma de Foster & Partners y que abrirá en otoño de 2009; corrige su biografía y elige fotos de infancia para el catálogo de la muestra itinerante que comienza el 9 de octubre de 2009 y continúa hasta el 30 de enero de 2011 con el título Everything: Guillermo Kuitca, Paintings and Works on Paper, 1980-2008, que pasará por el Miami Art Museum, la Albright-Knox Art Gallery de Buffalo, el Hirshhorn Museum and Sculpture Garden de Washington, y terminará en The Walker Art Center, Minneapolis.

–Mirá, encontré esta foto para el catálogo de Everything, mi hermana y yo de chiquitos.

En el original su hermana aparecía con los ojos cerrados, de modo que Kuitca le aplicó ojos abiertos y el resultado es pavoroso: el rostro agradable de Rut parece el de alguien con un terrible padecimiento psíquico y un lejano parecido a un axolotl: los ojos anormalmente separados, no ensoñados sino arrasados por alucinaciones.

–Me parece que le puse dos ojos izquierdos. ¿Se nota mucho?

Se ríe. Después, es igual: su risa se retira, como un mar reservado y discreto, no se sabe si triste.

–Es la una. ¿Vamos a comer?

Cada día, a la una de la tarde, Kuitca y sus dos asistentes, Jorge Miño y Mariana Slimowicz (hija de Ahúva, ya fallecida) se reúnen en la cocina de la planta alta (un lugar angosto, una isla de mármol rodeada de bancos altos: un sitio para un hombre solo, un perro), disponen la comida que Daniela deja preparada, y almuerzan. Y así fue, y así es, y así será mientras se pueda.

–No estoy seguro de cuál es la ventaja de cambiar –dice, sorteando el cuerpo dormido de Don Chicho, bajando las escaleras hacia la cocina–. A mí la falta de rutina me inquieta.

*****

Tenía dieciséis años cuando sus padres le alquilaron un taller, un pequeño departamento donde empezó a dar clases mientras intentaba lo que parecía natural: volver a exponer. Pero no pudo: ahora, extrañamente, su obra parecía no interesar a nadie. Y, si infancia no fue del todo mala, adolescencia fue feroz: a los diecisiete descubrió que todos sus amigos, menos él, tenían un plan. Ingresó a la Escuela de Bellas Artes, asistió a una clase –de filosofía– y la abandonó para siempre. Era 1979 (y plena dictadura militar en la Argentina) cuando, un día de tantos, vio una obra de Pina Bausch en el teatro. El ascetismo lacerante de la puesta, los gestos severos y económicos, cayeron sobre él como una revelación y supo que eso quería para sus cuadros: esa peligrosa austeridad. “El teatro de Pina Bausch –diría en una entrevista con Hans-Michael Herzog en el libro Das lied von der Erde (Daros Latinoamérica) me pareció lleno de violencia y de enorme verdad. Pina Bausch había dicho […] que en la danza con caminar era suficiente […] Y eso hizo que me preguntara cómo hacer mi obra desde esa perspectiva. […] en mi pintura yo no había hecho nunca eso. Me había pasado todo el tiempo dando saltos”. Pero, por entonces, era un pintor joven y un joven frustrado, y no pudo hacer, con la centella de ese deslumbramiento, nada. Lo creía todo perdido cuando, en 1980, Jorge Helft –coleccionista y flamante dueño de un espacio llamado Fundación San Telmo– llegó a su taller y vio su obra. Poco después, Kuitca y sus cuadros desembarcaron en la Fundación San Telmo con una muestra llamada Cómo hacer ruido en la que vendió tres dibujos, una pintura y ganó cinco mil dólares. Con ese dinero se fue a Europa: a seguir los pasos de Pina Bausch. En Wupper tal, donde la coreógrafa tenía la base de su compañía, se quedó dos semanas. Y lo que vio allí –una obra llamada Bandoneón– lo dejó peor: paralizado. Cuando regresó a la Argentina era 1981, tenía veinte años y estaba arrasado por la fuerza del despojo: no tenía qué ni cómo pintar.

Es viernes. En la casa no hay ruidos ni música: apenas el teléfono que suena cada tanto, la respiración leve de Don Chicho, la voz suave de Kuitca que, sentado frente a la mesa del taller, dice:

–Tenía la sensación de que mi obra no iba ni para atrás ni para adelante. No tenía idea de lo que podía o quería hacer. Estaba paralizado. Un día dije “Voy a trabajar con lo que tenga a mano, no voy a comprar materiales”. Había un pote rojo de témpera seca que disolví con agua y que apenas podía mover. Tenía pinceles muy secos. Y había un par de puertas viejas, un mueble que yo había desmontado. Me puse a pintar sobre esas cosas: puertas, pedazos de muebles. Y la primera imagen que apareció fue la mujer de espaldas.

La mujer de espaldas es una figura de pocos trazos, siniestra en su agobio, que apareció por primera vez en 1982 y trajo consigo la serie Nadie olvida nada, un puñado de cuadros con los que Kuitca comenzó a ser Kuitca y en los que, en medio de espacios abrumadores, hay figuras humanas pequeñas (la mujer de espaldas es una de ellas) que parecen sorprendidas en el minuto exangüe y tenso de una tragedia que acaba de empezar y que podría no terminar nunca.

–Cada vez que hacía a la mujer, el cuadro me devolvía una imagen muy potente. Y siempre tenía la sensación de que estaba desmembrada o tenía una enorme carga psicológica. Estaba tan conectado. Yo creo que es un momento que te pasa una vez en la vida.

Kuitca empezó por esos cuadros, y ya no se detuvo. A esa serie siguieron otras: Si yo fuera el invierno mismo, Siete últimas canciones, El mar dulce. En todas hay camas vacías, cochecitos de bebés rodando por escaleras tremebundas en claras citas al Acorazado Potemkin, camas en las que duermen niños a punto de ser aplastados por un garrotazo de madre, sillas tumbadas, figuras humanas diminutas rodeadas por paredes del tamaño de olas de tsunami, parejas enredadas en cópulas estériles. “Esos cuadros producen el mismo pavor que producen las cercanías en la oscuridad –escribe el crítico de arte Jerry Saltz en Un libro sobre Guillermo Kuitca, editado por la Fundación de Arte Contemporáneo de Amsterdam y el ivam, de Valencia–: hay en ellos algo ciego, algo que tantea, algo visto solo a medias”.

En 1984, Kuitca mostró esos cuadros en la galería del Retiro, de Julia Lublin. Dos años más tarde la misma galería organizó la muestra Siete últimas canciones. Después de eso, la crítica empezó a llamarlo “el joven Kuitca” y a aplicar, a lo que hacía, el adjetivo de prodigio.

Él, mientras tanto, vivía en casa de sus padres, estaba en el centro exacto de un vórtice oscuro y, aunque no podía saberlo, Siete últimas canciones sería la última muestra que haría en su país durante los próximos diecisiete años.

–Se especuló mucho con eso de que yo no exponía acá y no fue nada pensado. Empezó a pasar el tiempo y cada vez tenía más compromisos afuera, y de pronto pasaron cinco, diez años. Yo no especulé hasta que en un momento pensé “Esto no está tan mal, esto interesa”. Me gustó la idea de que el artista esté en un lugar y su obra afuera.

Afuera la mañana es azul, impávida. En el taller, semana tras semana, pocas cosas cambian: los dibujos siguen allí; las pilas de cedés siguen allí; el piano de cola sigue allí, cubierto de todas las cosas que siguen allí. El cambio, en el taller, es apenas.

–¿Te molesta si pinto mientras hablamos?

Se sienta frente a un lienzo. Fondo blanco, recorrido por una pérfida corona de espinas. El pincel hace un ruido seco sobre la tela: raspa. Después de aquellos cuadros de los años ochenta, las figuras humanas desaparecieron de su obra y los temas fueron, de pronto, otros: una planta de departamento (la misma enloquecedora planta de departamento cuyo perímetro está formado por huesos o jeringas o la frase gimme shelter,entre otras cosas), planos de ciudades, mapas, mapas pintados sobre colchones de camas liliputienses (“La cama y el mapa –dice en Guillermo Kuitca, conversaciones con Graciela Speranza, Grupo Editorial Norma– eran para mí imágenes de dos espacios extremos –la cama como el espacio más privado y el mapa como el espacio más público posible– y pienso que, cuando pinté los mapas sobre colchones, esos extremos, la cama y el mapa, se reunían”), cintas transportadoras de equipajes, plantas de prisiones, plantas de cementerios, plantas de teatro, coronas de espinas.

–Empecé a trabajar en una planta de departamento y entonces pensé en una suerte de zoom en el que la cama está en una habitación, y luego la habitación está en una casa, y después la casa en una ciudad. El primer mapa fue un mapa de Praga que hice en 1987. Y fue tan fascinante la idea del mapa que no la abandoné más. Fue como si lo hubiera encontrado en la naturaleza: como si hubiera excavado y lo hubiera descubierto: “Oh, un mapa”.

Desde 1985 y hasta fines de los ochenta expuso en Bélgica, São Paulo, Rio de Janeiro. En 1991 hizo una muestra individual en la serie Projects del MoMa e implementó la beca Kuitca (que implica su asesoramiento personal, espacio de trabajo y dinero para materiales). En 1992 fue el único artista latinoamericano en la IX Documenta Kassel. En 1993 su muestra antológica –Guillermo Kuitca, Obras 1982-1992– se exhibió en el IVAM de Valencia y en el Museo Rufino Tamayo de México. En 1994 Burning Beds, otra muestra antológica, se exhibió en el Wexner Center for the Arts en Columbus, Ohio, y viajó el año siguiente al Miami Art Museum y a la Whitechapel Art Gallery de Londres. En 1995 uno de sus cuadros de la serie El mar dulce se vendió en un remate por 156.000 dólares: un récord para un artista local contemporáneo.

Kuitca se pone de pie, se aleja un par de pasos, mira lo que pinta, vuelve a sentarse.

–¿Sabés tocar el piano?

–No. Era de un dealer que yo tenía, y que también arreglaba pianos. Me lo dejó acá porque no tenía dónde ponerlo. Cada tanto venía él y tocaba. Y un día se murió. Se llamaba El Colo.

Empezó a tomar cocaína en 1983, un año después de haber iniciado la serie Nadie olvida nada, y siguió tomando, en forma sostenida y creciente, hasta 1987. Cuatro años de consumo impiadoso, entre los 22 y los 26: los años en los que Kuitca se hizo Kuitca.

–Estar en el taller, tomar, pintar, tenía algo que no pasaba de otro modo. La serie de Siete últimas canciones la hice completamente drogado. Había algo en la cocaína que no era lo que te dejaba hacer, sino lo que no te dejaba. Los estados de bajón eran horribles y te daban una sensibilidad tremenda. Ahora veo esos cuadros y están llenos de un desgarramiento enorme. Y detrás de ese desgarramiento está el bajón de merca. La cocaína no servía para nada, excepto cuando no estaba. Me iba a una casa en las afueras, a pintar, y le pedía a tal que me mandara un libro y adentro del libro venía la merca. O si no tomaba anfetaminas. Picaba anfetaminas en el mate. Me estaba empezando a ocupar de eso: compraba cápsulas, ponía la anfetamina ahí. La muestra de Siete últimas canciones fue un hit total. Después de eso me tenía que ir a España. Llegué, hice dos o tres intentos de probar heroína y vomité como una bestia. Y largué todo. No volví a tomar nunca. Creo que la cocaína tenía esa especificidad: pintar. Me hacía una raya, ponía a los Rollings, corría y pintaba, eufórico, y lo que quedaba en el cuadro era una imagen depresiva y bajoneada. Los cuadros de Tres días y Tres noches fueron pintados en ese estado.

Los cuadros de Tres días y Tres noches: parejas unidas en cópulas secas, una bruma lechosa sobre todo. El rastro violento de la felicidad cuando se acaba.

–Seguramente era lo que duraban esos días. Tres días y tres noches.

Afirmado en el respaldo de la silla, el rostro de quien dice esto también pasó: yo fui también el hombre que hizo eso.

–Aguantaba hasta que me caía.

*****

Sonia Becce conoció a Guillermo Kuitca cuando Guillermo Kuitca era ya un artista formado, conocedor autodidacta de la pintura y del cine. Eso quiere decir que Guillermo Kuitca tenía catorce años. Desde entonces, Sonia es su mano derecha, su amiga, su asistente, la curadora de algunas de sus muestras.

–Era tan joven y sabía tanto y todo lo había aprendido por su cuenta. Un día lo estaba viendo pintar. Hizo así, un solo trazo, un zapato rojo de taco rojo. Y ya estaba. Y tuvo una elegancia para hacer eso. Todo tan precioso, tan precioso. Y quedó tan bien y era lo que le faltaba. Cuando se hizo el homenaje a la muerte de Van Gogh él fue a Holanda, a participar, y me acuerdo que bajé en el aeropuerto y estaba la postal que había hecho él, en medio de los artistas más famosos del mundo. Y cuando vi eso lloré mucho. Él es una persona encantadora, generosa. Claro que de recatado y de santo, nada. Hubo una época, sobre todo en los ochenta, que íbamos a bailar cuatro veces por semana. Caíamos en lugares complicados. Recorrimos todo Rio buscando un disfraz de cura para él, y uno de monja para mí, para ir disfrazados a la inauguración de una muestra suya. Eran años… desaforados.

–Fui un desaforado –dirá Kuitca después–. Puedo serlo todavía. Pero ahora la temeridad está puesta en los cuadros. No en la vida cotidiana. Creo que es el lugar donde ser valiente tiene sentido.

Rut Kuitca tiene tres hijos, un marido, es licenciada en Educación. Aquí, en el living de su casa, tiene un par de cuadros de su hermano, un enorme mueble repleto de retratos de familia, gran televisor.

–Jugábamos a recortar del diario los avisos de ventas de departamentos, donde salían las plantas dibujadas. Las recortábamos, las pegábamos en hojas y jugábamos a la inmobiliaria. Él siempre estaba dibujando, mamarracheando. Siempre fue generoso con nosotros. Cada vez que necesitamos, estuvo. Yo casi no voy a la casa. Es muy reservado. Me imagino que debe llevar una vida social muy activa. Una sola vez le pregunté si no tenía ganas de tener una pareja, de casarse. Y me dijo que para él sería un caos. Muchas veces mi mamá me toca el tema a mí: “¿Por qué será que no tiene pareja?”. Y le digo “Tendrá otros intereses”.

*****

Una vez a la semana o cada veinte días, Guillermo Kuitca cena con un grupo de amigos: cinco o seis cineastas, artistas, galeristas a los que conoce desde hace muchos años. A esas cenas las llaman Copas y el grupo de las Copas es un grupo ritual: se reúne regularmente, nadie puede irse antes de la una de la mañana y, hacia el final, Kuitca y un amigo cantan a dúo la misma canción –“Voyage, voyage”– imitando uno a Mercedes Sosa, el otro a una mujer llamada Nacha Guevara. Y así fue y así es y así será mientras se pueda.

Porque Kuitca es puntual. Kuitca no se toma vacaciones excepto una semana de tiempo compartido en Punta del Este en baja temporada. Kuitca no tiene caprichos culinarios: Kuitca come lo que le ponen delante. Kuitca alquiló, durante quince años, el mismo departamento en Nueva York, y tiene los mismos asistentes –Jorge, Mariana– desde 1989. Kuitca no tiene electrodomésticos caros ni muebles de estilo ni auto lujoso: Kuitca tiene un Peugeot que compró después de dos años de pensarlo mucho y los únicos objetos caros de su casa son sus propios cuadros. Kuitca almuerza todos los sábados con sus padres y le gusta mirar televisión (y eso incluye realitys y programas de chimentos), no va a fiestas ni a muestras y come, siempre, a la una de la tarde.

Kuitca pintó cuadros de ambientes ominosos, y después pintó plantas de departamentos y después planos de ciudades y después mapas y después cintas transportadoras de equipaje y coronas de espinas y plantas de teatro y –ahora– abstracciones.

En su pintura, Kuitca hizo, del cambio, una extraña forma de fe.

Pero, en todo lo demás, Kuitca no cambia.

En todo lo demás, Kuitca permanece.

*****

Horacio Dabbah es empresario textil, dueño de una galería de arte –Dabbah-Torrejón– y amigo de Kuitca desde hace veinticinco años.

–Yo lo adoro. Tiene como una melancolía, una especie de tristeza alegre. ¿Te contó que fue a Disney cuando tenía 30 años? Es como un chico. Cuando se mudó a la casa de Belgrano no tenía idea de dónde comprar sábanas, toallas. Él no tiene una vida burguesa, no tiene idea de esas cosas. Con los objetos tiene una relación muy distante, como con el dinero. En las Copas paga muchas veces él. Es muy generoso con sus amigos. Cuando uno conoce mucho a alguien, ve su obra y ya sabe qué le pasa. Y yo vi su retrospectiva en Miami y vi toda la serie de Nadie olvida nada junta y… me aterra esa serie. Me produjo mucho dolor.

*****

En febrero de 2003, cuando un cuadro suyo (La consagración de la primavera, 1983) compartía espacio en el Museo Nacional de Bellas Artes junto a los de los pintores más importantes del siglo XX en la Argentina y cuando su obra de los mapas pintados sobre pequeñas camas había sido comprada por la Tate de Londres, el Museo Reina Sofía, en Madrid, organizó una muestra retrospectiva: Guillermo Kuitca, Obras, 1982-2002. Un video muestra aquellos días: Kuitca en las salas todavía desnudas, parado frente a enormes cajas de madera, viendo cómo su obra, dispersa por el mundo, llegaba hasta él. Pocos meses más tarde la misma muestra desembarcaba en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA) y miles de personas se amontonaban para ver el regreso del pródigo. Así, después de diecisiete años de ausencia sin haberse ido, Kuitca volvió a exponer en su país y supo –por primera vez– cómo era aquello de salir de una muestra propia y no irse a dormir a un hotel.

*****

–La muestra del malba fue maravillosa, pero me quedé sin lo que más me gusta, que es el contacto con artistas locales. Por algún motivo la muestra llegó como una especie de ovni, y yo no pude estar rodeado de colegas que me dijeran lo que les parecía mi trabajo. Me gustaría hacer una muestra acá, alguna vez, que no llegue como si llegara el circo de Moscú.

En el primer piso de la casa, en una biblioteca enorme, mezclados con libros de Sebald, Carver, Deleuze, Stevenson, Salinger, hay objetos, algunos identificables: entradas a recitales, fotos de Don Chicho, casetes despanzurrados. Abajo suena el teléfono, una y otra, y otra vez. La voz de Daniela pregunta de parte de quién, y dice no, no está. Kuitca, sentado en el primer piso, se ríe. Con esa risa –un poco amarga– que –quizás– quiere decir no me hagan caso.

–Esta casa parece la KGB. Viene poca gente. A mis viejos les digo que salgo mucho. Sería cruel decirles que me quedé mirando televisión y hacerles entender, además, que lo pasé bien. Acá mis viejos vienen poco. Y cuando vienen, son una máquina de decir boludeces. Mi viejo dice siempre lo mismo: “Uh, qué trabajo”. O “A mí me gustaban las camitas”. No entienden nada, y la verdad no puedo creer que no entiendan nada.

A metros, algunas de las pequeñas camas sobre las que pintó mapas y, bajo una ventana, sobre un zócalo, un cuadro ínfimo: la camita amarilla. En los años ochenta, durante las muestras en la galería de Julia Lublin, uno de los cuadros de la serie Nadie olvida nada –este cuadro– desapareció.

–Un día me llama un tipo y me dice “Yo tengo la camita amarilla. Si querés te lo devuelvo porque me dijeron que sos un buen tipo”. Vino con la camita amarilla envuelta en papel de diario. Cuando lo desenvolví vi que tenía una mancha de tuco. Y le dije “Che, comiste arriba del cuadro”. Y me puteó. Era un arquitecto que estaba muy loco. Se llevó el cuadro porque se había enojado con las dueñas de la galería.

–¿Y cuánto vale ese cuadro?

–Un montón de plata. Pero ya ves dónde está. Mi obra está más protegida en las manos de otro que en mis manos. En mi casa no son objetos de culto. Son cuadros, nada más.

Un día de tantos la casa quedará sola. En el estudio, en el taller, en las habitaciones: nadie. En los baños, en el pequeño cuarto donde se amontonan cuadros, en la cocina y en la biblioteca: nadie. La camita amarilla estará arriba. Sola.

Arriba y sola, y la puerta de la calle con la llave puesta.

Jaime Kuitca tiene ochenta años y está sentado frente al escritorio de su estudio, en la casa de La Recoleta.

–Siempre supo que quería ser pintor. Y nosotros pensamos que si él hubiera querido ser abogado o médico le hubiéramos financiado la carrera, así que había que hacer lo mismo con esto. Pero una vez tuve que ir a retirar un cheque en el Bank of America. Cuando vi un cheque de 5.000 dólares a nombre de mi hijo quedé impresionado. Empezaba a ver resultados económicos mucho más rápido de lo que pensábamos. Y esas cifras empezaron a transformarse en rutina y a crecer, a ser muy diferentes. Yo le llevo la contabilidad, y un día no sé qué comentario hizo mi señora, acerca de cuidar el dinero. Y yo le dije “Mary, él hizo en un año lo que nosotros no hicimos en toda la vida. Así que callémonos”. Lo que a uno le gustaría es verlo en una estructura familiar. Yo me imagino que su vida debe ser socialmente muy activa, que debe salir bastante. Porque es feo comer solo. Pero no sé. Se habrá casado con la pintura. Pero cuando pienso que… bueno, que va a estar en los museos del mundo, y por ahí uno no va a poder ver…

Jaime Kuitca titubea. Se humedece.

–Perdonemé. Es un gran hijo.

*****

Desde 2003, Kuitca hizo muestras en Cartagena, Nueva York, Zurich, París. En 2003, además, montó en el Teatro Colón la escenografía de El holandés errante. En 2007 su muestra Stage Fright se vio en la Gallery Met, del MET de Nueva York. Ese mismo año fue invitado a la 52 Bienal de Venecia donde compartió espacio en el pabellón central con Sophie Calle, Sol Lewitt, Félix González Torres y, en vez de llevar su obra de siempre, llevó cuatro enormes pinturas abstractas. “No hace falta decir que fue un momento alto en su carrera –dice desde Nueva York Angela Westwater, de Sperone Westwater, su galería desde hace 15 años que también maneja a artistas como Bruce Nauman y Richard Tuttle y vende obra de Andy Warhol y De Chirico–. Y, en vez de ir a lo seguro, Guillermo decidió presentar cuatro pinturas muy dramáticas, de gran escala, de estilo cubista”.

En las subastas de arte contemporáneo la obra de Kuitca aparece, hoy, junto a la de Basquiat o la de Félix González Torres y puede alcanzar –dicen quienes saben– precios de 400.000 dólares.

*****

En un cuarto rojo, en la última planta de la casa, hay un sofá, un proyector, películas, una heladera para vinos tintos desenchufada que guarda geles descongestivos. En la habitación de Kuitca, contigua al cuarto rojo, hay zapatos amontonados junto al colchón que está en el piso. Entre el colchón y el vestidor hay una cinta de correr sobre la que se acumulan bolsas vacías, pilas, toallas. La cinta tiene ropa colgada en las manijas. Es viernes, de mañana. Hay sol, las ventanas están abiertas y la casa parece la casa de alguien que acaba de mudarse o la casa de alguien que está a punto de irse de allí.

–Nunca me imaginé casado, ni viviendo con nadie. Creo que probablemente nunca tenga una pareja estable y viva rodeado de la gente con la que trabajo, mis amigos, los perros. Y creo que acepto eso con cierta… resignación. Me gusta mucho estar solo y soy muy inestable. Tuve novias cuando era más joven. Tuve una novia por un tiempo más largo con quien pensé que en algún momento iba a tener una vida en común, pero me parecía que no era muy honesto seguir una relación con una mujer cuando yo tenía más bien otra inclinación sexual. A veces pienso que no encontré a la persona. Y a veces pienso que no quiero algo muy distinto a lo que tengo.

Un día, cuando sea de noche, cuando llegue a la cocina y abra la heladera y encuentre la tarta de pollo que le gusta y descubra que tiene el crucigrama del diario todavía sin hacer. Un día, cuando se siente solo en la isla negra de la cocina y cene solo haciendo el crucigrama, sentirá crecer dentro del cuerpo un brote de felicidad. Un brote de felicidad perfecta. Y se preguntará si es bueno: que la felicidad sea así. Que la felicidad pueda ser eso.

*****

Formas de recorrer un museo.

Encontrarse con Guillermo Kuitca una noche lluviosa en el MALBA. Dejar los abrigos en el guardarropas. Subir una escalera mecánica hasta la planta alta. Caminar. Detenerse, aquí y allá. Escucharlo hablar con cariño de Frida Kahlo. Con horror de Pettoruti. Sentarse frente a una pantalla y ver un video en el que un hombre altísimo y varias ovejas giran en torno a un mástil. Deliberar acerca de si la oveja es la misma o si son varias. Quedarse mucho rato. Volver a caminar. Hablar de televisión: de realitys de televisión, de programas que venden objetos absurdos a altas horas de la madrugada por televisión. Caminar. Detenerse. Escucharlo decir, frente al cuadro de alguien que no suele hacer cosas horribles, “Esto es horrible”. Escucharlo, después, decir “Una vez el New York Times dijo que en una muestra mía en Nueva York había cosas really awful. Y yo pensé que mi carrera se había terminado ahí”. Bajar las escaleras mecánicas. Entrar al bar del museo. Elegir una mesa junto a la pared de vidrio porque llueve: para que no deje de llover. Sentarse. Pedir un té. Hablar de psicoanálisis. Hablar de la posibilidad de abandonar el psicoanálisis. Hablar de la posibilidad de conseguir un psicoanalista que haya estudiado por correspondencia o que haga terapias de vidas pasadas o que trabaje como panelista de programas de televisión. Escucharlo decir “Entregarle la mente a un tránsfuga. Qué lindo”.

Dejar correr el tiempo. Después reír. Después pagar. Y después irse.

Y verlo irse, también, bajo la lluvia.

Un hombre sin hogar, tratando desesperadamente de volver a alguna parte.

El mago manco

Publicado: 28 agosto 2009 en Leila Guerriero
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Al acto de cortar y separar del cuerpo humano un miembro o una porción del mismo se lo conoce como acto de amputar, y solo se realiza en casos extremos, cuando la vida del paciente corre peligro.

Las lesiones producidas por aplastamiento, sin embargo, generan traumatismos tan graves que la amputación resulta inevitable, ya que el tejido necrosado penetra en el torrente sanguíneo, deviene altamente tóxico y, si no se actúa con rapidez, el sujeto puede morir como consecuencia de una falla renal.

La operación no es una operación compleja: se cortan primero la piel y los músculos, se ligan los vasos y los nervios por detrás del tajo para evitar la formación de un neuroma –un tumor nervioso que provoca dolores extremos– y, con una sierra oscilante, se secciona el hueso. Una vez separado el miembro del cuerpo, se liman las partes óseas y se las recubre con tejido blando muscular para obtener un muñón acolchado. Lo que sigue –esculpir el muñón– es un trabajo quinésico que dura meses.

El síndrome del miembro fantasma –una figura mental que puede ser dolorosa o no y provocar picazón o sensibilidad en una extremidad que ya no existe– ocurre solo cuando la amputación se produce en miembros inferiores. La amputación de miembros superiores, en cambio, presenta otras dificultades. La principal, la resistencia de los pacientes. Puesto que las manos tienen un efecto gestual, perderlas equivale a sufrir la amputación del rostro: a vivir con una máscara. En cualquier caso, y como se trata de una operación de carácter mutilante, en la Argentina la Ley Nacional de Ejercicio Profesional número 17.132 exige el consentimiento explícito y firmado del paciente.

No se sabe si alguien pidió el consentimiento del niño cuando, a los 9 años, fue amputado de la mano derecha y equipado con un muñón de 11 centímetros a partir del codo.

No se sabe, tampoco, cómo empieza una vocación pero es probable que haya sido así: el día de sus 9 años en que el niño levantó la toalla con que su madre le impedía ver las curaciones y, allí donde recordaba una mano, el niño no vio nada.

Nada por aquí. Nada por allá. Ahora la ves. Ahora no la ves.

***

La casa es así.

Pero primero hay que llegar a la casa.

Pero primero hay que llegar a la ciudad de Tandil, 375 kilómetros al sur de Buenos Aires, y atravesarla, salir de ella, recorrer caminos de tierra, doblar, doblar otra vez, doblar otra vez más y ver, a mano derecha, una cabaña en medio de un parque, un cartel que reza Milagro Verde, un tinglado de enredaderas bajo el cual hay un Audi nuevo impecable, árboles, árboles, los árboles, un hombre sentado frente a una mesa frente a la cabaña bajo el tirante sol de la mañana, un hombre que bebe vino tinto, viste camisa clara, usa corbatín, pantalones beige, zapatos blancos y enormes ojos acuosos –uno de párpado caído–, cejas profusas y un bigote. La mano derecha –la mano– dentro del bolsillo del pantalón.

La casa es así: una cabaña de troncos con una puerta estrecha a la que se accede por dos, tres, cuatro escalones. Adentro, después del comedor –la mesa larga, el candelabro de una sola vela–, después de la sala –sillas, sillones, un enorme panel de vidrio fijo– hay un espacio pequeño y estas cosas: un paragüero con decenas de bastones, y en la pared sombreros –boinas, texanos, gorras de cuero–, y en el piso compactos –Beethoven, Mozart, Vivaldi, Bach–, y una mesa redonda cubierta por un tapete verde y, sobre la mesa, mazos de cartas. Y, en todas partes, dibujos y fotos de una mano izquierda y del hombre que, sentado frente a una mesa frente a la cabaña bajo el tirante sol del mediodía, bebe vino tinto. A sus espaldas, sobre la puerta de entrada a la cabaña, este cartel: “Podría vivir en una cáscara de nuez y sentirme rey del universo infinito”.

—Shakespeare –dice el hombre.

Pero la frase de Shakespeare es así: “Podría vivir en una cáscara de nuez y sentirme rey del universo infinito, si no fuera por mis malos sueños”. Claro que el hombre conoce las ventajas: una pequeña mutilación puede transformar algo en otra cosa. Puede transformar, por ejemplo, a un niño común en un hombre extraordinario. A Héctor René Lavandera, nacido en septiembre de 1928 en Buenos Aires, en René Lavand, habitante de Tandil, experto en close up –magia de cerca: magia hecha con naipes y objetos pequeños–, uno de los mejores del mundo en la especialidad de ilusiones con cartas y, si no el mejor, al menos único. Porque, para hacer lo que hace, René Lavand tiene una sola mano. La mano izquierda.

—Venga. Vamos a conversar a mi laboratorio.

El hombre se pone de pie, y lleva la mano derecha en el bolsillo: la mano.

***

Hijo único de Antonio Lavandera y de Sara Fernández, viajante de comercio él, maestra ella, el niño Héctor René Lavandera vivió con su familia en diversas direcciones de la capital argentina. En alguna de todas su padre montó zapatería. En el año 1935, cuando el niño tenía 7, llegó a Buenos Aires un mago llamado Chang y allá fue él, de la mano de su tía Juana. Cuando apareció Chang sobre el escenario el niño quedó mudo y deseó que su padre fuera Chang, que Chang fuera su padre, para aprender de él todos los trucos. Durante semanas, durante meses, no se habló en esa casa de otra cosa: durante el desayuno, Chang; durante el almuerzo, Chang; en la merienda y en la cena, Chang. Un amigo de la familia se apiadó y le enseñó un juego de cartas que el niño obseso empezó a practicar con unción. Poco después, la zapatería del padre se fundió y la pequeña familia se mudó a Coronel Suárez, un pueblo de la provincia de Buenos Aires donde esperaba, al padre, otro trabajo. En febrero de 1937 tenía 9 años. Era carnaval, hacía calor, jugaba a media cuadra de su casa cuando sus amigos dijeron “Vamos a cruzar la calle”. Era un desafío menor: no era un río, no era un abismo, no era subir una montaña: eran cinco metros de asfalto. A él, al niño, le tenían prohibido cruzar la calle solo. Pero sus amigos cruzaron y él pensó “También voy a cruzar”. Y cruzó. Y entre él y el resto de su vida se interpuso un varón rampante, 17 años a bordo del auto de su padre. Hubo maniobra brusca, niño caído, neumático aplastando –aplastando: lesión gravísima– el antebrazo derecho contra el cordón de la vereda. Sara, su madre, escuchó el golpe y pensó esto: “Héctor cruzó la calle”. Llegó corriendo. Cuando lo vio –niño caído– los vecinos la ayudaron a no gritar, a llevarlo a la clínica que estaba justo enfrente. El médico de guardia quiso amputarlo ya –lesión gravísima– a la altura del hombro. Una mujer, una vecina, protestó: “Hay que esperar al doctor Patané”. De modo que esperaron. El doctor Patané llegó y le salvó el brazo: cortó la mano y dejó, a partir del codo, un muñón de 11 centímetros. El niño era diestro. La mano perdida: la mano derecha.

***

El parque es así: senderos que se bifurcan, árboles, setos. Al fondo, una casa de huéspedes. En uno de los laterales, un vagón de tren antiguo, de madera. En la cabaña principal, de troncos, un cartel –otro cartel– declama “La Strega: soñada, concebida y diseñada por Nora y René”. El hombre de ojos acuosos está, ahora, sentado en el interior de esa cabaña, en el espacio con paragüero y mesa redonda cubierta por un tapete verde.

—Este es mi laboratorio. Aquí paso horas mirando el parque, escuchando música.

El codo izquierdo sobre la mesa, la mano erguida, anillo en el meñique: un timador que quiere parecer un timador.

—A veces repaso mis composiciones, veo cómo puedo mejorarlas. Yo he logrado, y discúlpeme el yo, aquello de que, aún si se ha escuchado la séptima sinfonía de Beethoven mil veces, cada vez que se la escucha es la misma apoteosis.

Se pone de pie, camina hasta la ventana. Dice algo acerca de esos árboles: que son árboles viejos.

—Antes vivíamos en el centro, pero hace años que nos mudamos aquí con Nora. Ella fue la que marcó el camino a la felicidad. Llevamos 25 años de luna de miel.

En el parque, un auto se detiene. Alguien abre una puerta, entra en la cabaña, atraviesa el comedor, la sala. Una mujer alta, rubia, camisa blanca, anteojos de sol: Nora.

—Querida, ella se va a quedar a comer con nosotros.

—Sí, ya me dijiste, querido. Cuántas veces me lo vas a decir.

—Qué carácter tenés, que parece que no se te puede repetir nada.

La mesa se pone afuera, bajo los árboles. Lavand come con un implemento que es, a la vez, tenedor y cuchillo. Alguien dirá algo sobre el polen –sobre el exceso de polen– y acabarán, entre los dos, una botella. Ella se irá a su trabajo como inspectora de colegios rurales. Él, a dormir la siesta. Dos horas, por reloj.

***

La rehabilitación del niño duró un año. No hay precisiones al respecto, pero se sabe que la baraja lo entretuvo. Primero, las cartas se caían en tropel de aquella mano torpe, tan izquierda. Insistió con tesón, se impuso disciplinas arduas: jugar ping pong, pelota paleta. Pero lo de las cartas le costaba sangre. Aferrar, evadir, dar, levantar, ocultar, esconder, escanciar: sangre. Creció. Tenía 14 cuando su madre consiguió un puesto de maestra lejos de Coronel Suárez y se mudaron, entonces, a Tandil. No hay recuerdos tristes de aquella adolescencia. Colegio, amigos; un padre que le dijo “Al primero que le diga manco de mierda le rompe la cara, que yo lo saco de la comisaría”; un hombre llamado Leonardi, aficionado a la magia, que le enseñó algunos trucos y le regaló el libro Cartomagia, de Joan Bernat y Fábregas, en el que confirmó lo que sabía: las técnicas, todas, eran para magos de dos manos: nadie había pensado que podía haber, alguna vez, un mago de una mano sola. Pero insistió y, para cuando terminó el colegio, su mano respondía más o menos dócil y obediente. En 1955, cuando tenía 18, su padre murió de cáncer y el peso de las deudas, de la casa y de la madre cayeron sobre él. Salió a buscar empleo y consiguió uno en el Banco Nación. Pasó allí los siguientes 10 años de su vida. En algún momento conoció a una mujer llamada Sara Dellaqua y se casaron. Tuvieron dos hijas: Graciela, Julia. En 1960 ganó una competencia de ilusionismo y le ofrecieron debutar en Buenos Aires. Dos teatros –Tabarís, El Nacional– lo incluyeron en sus espectáculos de varietés. Se rebautizó René Lavand, con una sofisticación un tanto demodé que por entonces tenía sentido: lo francés era, de lo elegante, lo mejor. Se calzó el frac, el moño al cuello, bigote fino y, reclinado sobre su lado izquierdo, con el aire provocador y displicente que le daba la mano derecha siempre en el bolsillo, hizo furor. En 1961 viajó a Estados Unidos y se presentó en el Ed Sullivan Show y en el programa de Johnny Carson. En 1965 ya era imparable: hizo una temporada en Ciudad de México y sus giras latinoamericanas empezaron a ser frecuentes. El público se rendía ante esa mano que acometía los lomos de los naipes como si fueran vértebras, que arrancaba ases de las honduras de los mazos, que reinaba sobre aquellos bordes y dominaba las cartas difíciles, las profundas cartas, mientras una voz magnética en la que tremolaban el coraje, la violencia o la emoción ahogada contaba la historia de un viejo tramposo del sur de Estados Unidos, de un mago oriental encerrado en una mazmorra, de un tahúr obligado por su mujer a ganar una fortuna antes de la medianoche.

Su fama creció en el círculo áulico de ilusionistas del mundo. Dai Vernon, el mago canadiense que fue uno de los mejores del mundo, lo llamó “La leyenda”. Y Channing Pollock, uno de los ilusionistas americanos más exquisitos, le regaló una foto dedicada que decía “Dios debe quererte mucho, por eso te hizo hermoso”.

***

—Yo no digo que no exista dios. Digo que, si existe, es un jodido.

Son las cinco de la tarde y René Lavand repasa sin ganas un álbum de fotos: se lo ve de frac, galera, mezcla de David Niven y Mandrake, sosteniendo barajas, un cigarro. Se lo ve, después, mayor, mirando con malicia, ni rastro de inocencia, corbatín de gánster, el traje blanco.

—Todas las técnicas que uso son técnicas de tahúr. Jugué, por plata, entre mis 18 y mis 22 años. Pero cuando empecé a aprender técnicas de jugador de ventaja, dejé.

El álbum pasa: fotos de Lavand en Japón, en Alemania, en el río Mississippi, en México, en España, en Nueva York, en Venecia.

—Yo podría vivir en cualquier lugar del mundo, pero todo hombre debe tener un lugar al que volver. Y Tandil es mi vértice. Y Nora. Nora es la labradora de mi alma, como decía Ortega y Gasset. La conocí cuando yo tenía 55 y ella 35. ¿Vamos a caminar al parque? Los árboles son más importantes que la baraja.

Cuando camina –cuando se sienta, cuando conduce–, lleva la mano en el bolsillo y, por causa de esa mano en el bolsillo, parece estar en otra parte, pensando en otra cosa.

—A mí no me gusta estar solo. He pasado algunos momentos de soledad, entre una mujer y la siguiente. Fueron momentos terribles, pero los he olvidado. El olvido es la mejor condición del ser humano.

Se detiene, levanta algo del suelo. Un diente de león que se deshace. El parque está, como siempre, tranquilo.

***

Graciela Lavandera es la hija mayor de Lavand. Tiene 51 años, es psicóloga. Está tendida en una reposera, en el parque.

—Él y mamá se llevaban pésimo. Mamá era muy difícil. Y papá fue el héroe de mi infancia. Es un hombre de una valentía enorme. Nunca lo oí quejarse del accidente. Quizás porque por la pérdida de la mano devino René Lavand y entonces quejarse de la mano sería como quejarse de su vida.

René y Sara se divorciaron después de 18 años de matrimonio. Para entonces, él ya había renunciado al banco, vendía seguros en los ratos libres y era un ilusionista de porte. Meses después de aquel divorcio conoció a Norma, una modista con la que estuvo cuatro años y tuvo, con ella, dos hijos más: Lauro, Lorena. Norma ya no vive en Tandil. Sara, su primera mujer, nunca se fue de allí y, seis años atrás, se suicidó.

***

Cuando José Fosco era chico –tiene 27– solía pasar en bicicleta por la puerta de Milagro Verde, fascinado por aquel hombre. Tímido y sin vocación aparente, este varón joven de modos antiguos encontró hace 11 años la excusa para acercarse a él.

—Vine a hacerle una nota para una revista local. Y nunca dejé de venir. Él me llama su discípulo. Me gusta pensar cosas para él, estar en el laboratorio viendo cómo se puede mejorar una composición, un juego.

Durante años, René Lavand practicó esgrima. Suele decir que eso fue lo que le dio elegancia sobre el escenario. José Fosco prefiere pensar que eso fue lo que lo hizo implacable.

—Puede dudar, pero cuando da una estocada, mata. Es un escorpión. Infalible.

***

Lavand va y viene del comedor a la cocina, enciende una vela. Todos los días, a la hora del almuerzo y de la cena, enciende una vela, pone la mesa y descorcha un vino.

—Discípulos he tenido pocos. Lo primero que hago, cuando viene alguien a verme para que le enseñe, es escucharlo, ver cómo camina, cómo se sienta, cómo saluda. Pero yo no puedo enseñarle nada. Solo mostrarle. Andrés Segovia estaba tres meses para sacar un acorde. Esto es lo mismo.

Le gusta citar nombres como esos: Segovia, Beethoven, Rubinstein, Pavarotti. Y como estos: Borges, Unamuno, Ortega y Gasset, José Ingenieros, autores de los que no ha leído casi nada, nombres que están ahí, intercalados en sus historias, para crear la ilusión de que es un gran lector, hombre cultísimo.

—La verdad es que yo leo muy poco. De hecho, leo poquísimo.

Pero si toda percepción es verdadera, y si la clave de todo ilusionista consiste en sacar provecho de esa frase, Lavand –su corbatín, su casa de madera, su candelabro de una sola vela, su ropa clara, sus zapatos blancos– es el ilusionista perfecto: el que deviene, él mismo, la ilusión.

***

Son las dos de la mañana de un lunes, Buenos Aires. En un cabaré de la calle Corrientes un hombre se levanta la camiseta hasta el cuello, muestra la espalda y dice:

—Mirá.

Lo que se ve es un tatuaje que ocupa buena parte de su lateral izquierdo: el rostro de René Lavand sobre su espalda.

—Me lo hice en 2005. Para mí, él siempre fue el mejor.

Diego Santos es ilusionista, y uno de los pocos discípulos de Lavand.

—Es limpio. No se ve nada turbio en el juego. Y su técnica es increíble. Bajando el ritmo de los juegos al mínimo, hace que el movimiento siga siendo indetectable.

Hace años, René Lavand modificó un clásico juego de close up llamado “Agua y aceite”: tres cartas rojas y tres cartas negras que, dispuestas una y otra vez de forma alternada, terminan siempre juntas, enfiladas: rojas por un lado, negras por el otro. Si el lugar común que sostiene a la magia dice que es posible que sucedan cosas como esas porque la mano es más rápida que la vista, Lavand metió el dedo en esa llaga e hizo lo contrario: exacerbó la lentitud de esa composición de apariencia sencilla, llamó a esa técnica “lentidigitación” y logró algo que los ilusionistas consideran una obra de arte: su versión de “Agua y aceite”, llamada “No se puede hacer más lento”, en la que, con una sola mano y lentitud de iglesia y de incensario, hace que las tres cartas negras y las tres cartas rojas terminen magnéticamente unidas entre sí, una y otra vez, y cada vez más lento. Por dentro, mientras lo hace, Lavand es una máquina certera, un engranaje, un centurión sudando por su vida. Pero lo que se ve es esto: su mano líquida, reptante. La infinita gracia.

***

—La belleza de lo simple. Tic, tac. Y si podemos hacer tic, mejor. Hay quien dijo que cuanto más suave la caricia, más penetra. Yo digo que cuanto más lento el movimiento, más impacta.

Sobre la mesa con tapete verde, Lavand despliega un maletín con lo que necesita para viajar por el mundo: 30 gramos de barajas, poco más.

—En este maletín está toda la composición de “No se puede hacer más lento”. El talco, la glicerina para cuando se seca la mano. Y la baraja española. Eso es todo.

En su libro “René Lavand, la belleza del asombro” escribe respecto a sus cartas dadas (aquellas que, como dice la palabra, se dan): “No sé si yo hubiera podido aprender esta técnica leyéndola en un libro. Tampoco sé si hubiera llegado a creer en el autor respecto a la posibilidad de su realización. Brindo por tu voluntad y, si lo logras con una sola mano, llegarás a prescindir de la otra. Tu cerebro ordenará a un solo brazo”.

—Las cartas dadas son más difíciles que nada. La mezcla y las dadas mías no las hace nadie en el mundo. Para hacerlas, hay que perder una mano primero.

De pronto, un ruido: la cabaña se estremece. Lavand camina hasta la sala, pausado, como quien sabe qué va a encontrar.

—Una paloma. Pobrecita.

Parado frente al enorme panel de vidrio dice que les pasa siempre.

—Les pasa siempre. No lo ven, y es tan grande que se lo chocan.

El vidrio tiene ahora un rastro licuefacto, una baba de sangre.

***

Atardece así: las primeras luciérnagas, un perro, los ruidos de las cosas cuando las cosas se retiran. Cuando el sol evapore las copas de los árboles, cuando el parque sumerja sus copas en las trompas tumefactas del final de la tarde, Lavand hablará de París en invierno, de los amigos, que casi ya no quedan, de su madre, que antes de morir pidió los aros.

—Los aros.

Después, llorará dos veces. Breve, casi seco: el pañuelo, del bolsillo a sus ojos, una medusa en la tarde que apenas ilumina. Llorará, primero, recordando a su padre: el modo en que su padre temía un destino cruel para ese hijo empeñado en lo imposible: en ser el mago de una mano sola. Llorará, después, recordando a una mujer que no eligió. Que dejó ir.

—Bueno, así son las cosas. Mire, yo no tengo nada de macho.

La voz cae: cae sobre el césped encendido, bajo el polen profuso.

—Pero creo que soy un hombre. Un hombre fuerte.

Bajo el polen fecundo: la voz cae.

***

En torno a la cabaña hay pequeñas estatuas de gnomos. Hay, también, dos mandíbulas de ballena, un sector de pasto impecable, un banco. Nora se sienta en ese banco y dice:

—Hablemos. ¿Qué me querés preguntar?

Ojos entrecerrados, la camisa blanca. Sobre su falda, un gato.

—No, no me grabes. Tomá notas.

Dice, apenas, esto:

—Él era un manco que hacía trucos y me sedujo. Es un hombre demandante, pero se arregla solo. Ni te acordás que no tiene una mano.

Ojos entrecerrados, camisa blanca, sobre su falda el gato: adormilado por la caricias lentas.

—¿Algo más?

Eso es todo.

***

Lavand conduce el Audi rumbo al centro. Para poner los cambios cruza el brazo por delante del cuerpo. El gesto es rápido, preciso.

—Soy muy blasfemo. Estoy todo el día “Me cago en la virgen, me cago en dios”. Ahora hace dos meses que no blasfemo. No sé cuánto me durará.

Durante la espera en un semáforo saca un papel del bolsillo: su lista de tareas: fotocopias, un quiosco, farmacia. La lista no toma mucho tiempo: media hora por el centro y una blasfemia –breve– a la hora de sacar el auto del estacionamiento porque ha quedado difícil: encajonado.

—¿Vio? Ya soné. La verdad es que yo soy un cascarrabias.

Hace una pausa, dobla, dobla otra vez. A 20 metros, la entrada a su cabaña. Entra por el camino estrecho, estaciona debajo del tinglado de enredaderas.

—Soy un hombre de reacciones, un paranoide. Soy un hombre que ha tenido un accidente duro, que ha tenido una castración a los 9 años y reacciona en consecuencia.

Inclinado sobre el volante, Lavand mira todo eso: los árboles, los setos, los caminos. Todo eso: las flores, las plantas, los senderos: lo que podría no haber tenido nunca.

—Colecciono sombreros, también.

—¿Como consecuencia de la paranoia?

—No. Para cambiar de tema, porque el tema del accidente me agota.

La risa llena el auto como una cosa diáfana.

Después, el último almuerzo de todos estos días.

Sueños de libertad

Publicado: 24 marzo 2009 en Leila Guerriero
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Una mujer antigua, el rostro roto de furia, lleno de pecas, grita perra, perra, perra, hija de perra, perra, perra. La empujan, la sacan a empujones de la sala.

Eso ya pasó. Ahora sólo se escucha el tironeo doloroso de la respiración de una mujer de veinte años vestida de beige, y la voz:

—En la ciudad de San Salvador de Jujuy, República Argentina, a los 10 días del mes de junio de 2005 y siendo horas 13 y 30 minutos, la Sala Segunda de la Cámara Penal de Jujuy…

La voz describe a los allí presentes: los vocales, el juez, la fiscal, la procesada.

—En el expediente numero 29/05, “Romina Anahí Tejerina, homicidio calificado, San Pedro”, luego de producidas las deliberaciones y por unanimidad fallan:

La voz respira en los dos puntos, y cae sin ímpetu sobre la siguiente frase:

—Punto uno: condenando a la procesada, Romina Anahí Tejerina, a cumplir la pena de 14 años de prisión por resultar ser autora material y responsable del delito de homicidio calificado por el vínculo, mediando circunstancias extraordinarias de atenuación…

Romina Anahí Tejerina, veinte años, vestida de beige, busca, entonces, la cara de la mujer antigua, Elvira Baños de Tejerina, su madre. Pero su madre no está: la han sacado de la sala por gritarle “perra” a la fiscal que pidió, para su hija, una pena de 25 años de prisión. Romina Anahí Tejerina busca, entonces, la cara de su hermana, Mirta Tejerina, de 46 años, docente, militante gremial. Pero su hermana tampoco está: la han sacado de la sala por gritar en contra de los jueces, de la fiscal. Romina Anahí Tejerina busca, entonces, lo único que le queda allí de familiar y encuentra a un hombre con sequedad de máscara que baja la cabeza y aprieta los ojos. Y cuando Romina Anahí Tejerina ve a su padre, empieza a llorar.

Diez minutos después, frente a micrófonos y cámaras de televisión, Elvira Baños de Tejerina dice, la voz agudizada por el llanto:

—La justicia divina me tiene que hacer justicia a mí. Mi hija… Nos han castigado como ellos han querido… Por Dios y la Virgen.

Mirta despotrica contra los jueces, contra la fiscal, y llora. Erica, la hermana del medio, llora. Florentino no dice nada.

Eso es todo. Es 10 de junio de 2005.

* * *

Es 2008 y hace dos meses que llueve en la provincia de Jujuy. El camino que lleva hasta la Unidad Penal Número 3, una cárcel de mujeres que comparte predio con la Unidad Penal Número 2, de varones, es barro puro. A un lado y otro hay alambre, y un paisaje que insiste en la inocencia: eucaliptus, árboles frutales. La Unidad 3 es una cárcel chica: hay 21 mujeres, algunas con sus hijos. El edificio tiene forma de U, celdas en torno a un patio con altar donde podría estar la Virgen, donde quizás esté. La entrada es un portón de rejas verdes, candado y pasador. Adentro, a la izquierda, hay una sala chica con tres ventanas. Dos dan al exterior y una hacia la prisión. Todas tienen rejas. La sala se llama “la sala de la televisión” y tiene un televisor.

—¡¡¡Tejerinaaaaaaaaaa!!! –grita una celadora vestida de gris plomo.
—Hola.

Romina Tejerina tiene los modos de las misses: da un beso y se acomoda el pelo detrás de la oreja.

—Uy, mirá qué lindo pajarito.

Al otro lado de la ventana, sobre la enredadera apretada a la reja, hay un zorzal.

* * *


Roberto Fernando. Así se llama el perro de Romina que Mirta Tejerina cuida en la casa de Alto Comedero, el barrio de las afueras de San Salvador donde vive con su hermana Erica desde 2004.

—Ahí lo tenemos al Roberto, para cuando la Romina salga.

La casa es la más coqueta de la cuadra, con plantas, toldo a rayas verdes y auto blanco en la puerta. Mirta es profesora de filosofía y psicopedagogía, tiene 46 años, el pelo corto rubión. Sus padres, Elvira y Florentino, se conocieron en el ingenio Río Grande. Allí vivieron durante años y tuvieron a los dos primeros hijos: Mirta y César.

—La vida en el lote del ingenio fue hermosa, pero difícil. Yo no me olvido de los cañazos de mi papá. Me daba cañazos por cualquier cosa. Igual, la de los golpes era más la mami. Mi papi lo que hacía era la agresión verbal. Si usaba tacos, si me ponía maquillaje. Por todo me decía que era una prostituta.

Mirta ya era adulta cuando la familia se mudó a San Pedro, la segunda ciudad más importante de la provincia. Allí su padre consiguió trabajo como recepcionista en el hotel Vélez Sarsfield, y nacieron dos hermanas más: Erica y, un año y siete meses después, el 24 de junio de 1983, Romina. Todos vivieron bajo el mismo techo hasta que Mirta cumplió casi 40.

—Sentí que tenía que crecer, que independizarme. Así que salí a buscar casa.

Y la encontró: en el barrio Santa Rosa, en la esquina de Polonia con República del Líbano. Era un chalet blanco con jardín al frente, adosado a otro exactamente igual donde vivía una familia de apellido Vargas. Se instaló allí y, para dar a sus dos hermanas lo que ella no había tenido (la posibilidad de una adolescencia leve) las invitó a vivir con ella. Las dos dijeron que sí.

—La Romi era negociadora. Decía “te hacemos esto si nos dejás ir a tal lugar, o al baile”. Yo me pregunto si no pude haber incidido en lo que hizo. Yo decía: “Si alguna de las tres sale embarazada, ese niño va a nacer”.

* * *


Romina Tejerina tiene pelo lacio brillante ala de cuervo natural que insiste en teñir de chocolate oscuro. Los dedos morenos de gestos elongados, los zapatos de charol negro, la camiseta azul eléctrico.

—De chiquita era muy tímida. En el jardín me hacía la pis y mi mamá me llevaba a mi casa a coscorrones. Después me solté, pero ya no soy la misma de antes. Ahora cocino, lavo. Por eso digo, capaz que Dios me puso acá por algo. Yo me escapaba del colegio y me iba a los videojuegos. Pero mi papá era tremendo. Decía que si salen a bailar son putas. Y estaba todo el día con qué dirán los vecinos si ustedes vienen embarazadas.

* * *

San Pedro es una ciudad de ochenta mil habitantes y fama de cierto peligro. La casa donde viven Florentino y Elvira, los padres de Romina, está lejos del centro. En el living hay un aparador, una heladera, un sofá con dos muñecas de ojos tiesos. Florentino ya no lleva el pelo cano, sino pintado en una espuma negra y sólida. A sus 73, trabaja como recepcionista de hotel, de 22 a 8.

—Con la Romina mucho gasto tenemos, y con la jubilación no alcanza.
—Uno por darle el gusto, ¿ve? –dice Elvira–. Esa chinita es terrible. Siempre con la ropa. No le importa otra cosa. Medio vaguita era. A veces yo le decía: “¿Cuántas materias te llevás?” Y dice no, dos, tres. Y a veces le mirábamos el boletín y todas las materias se llevaba.
—Sí, pero no es como dicen que somos violentos. Yo nunca lo golpié. Mi mujer, a veces. No le dejábamos salir, eso sí. Ahora, ya cuando vivían con la Mirta, a mí me parece que por a lo mejor, puede ser que se escapaban para ir a bailar. A pesar de eso yo jamás le dije a la Mirta “vos sos la culpable, por descuido tuyo”. Porque si ella hubiera estado acá, eso no ocurría. Pero ya pasó.

* * *

Jujuy no es cualquier lugar. Un informe de la Secretaría de Planificación del Gobierno de la provincia dice que está un 74% por encima de la media nacional en el rubro de delitos contra la integridad sexual y que tiene la mayor tasa de mortalidad materna del país: 16 por mil, seguida por Chaco (13 por mil), Misiones (12) Formosa (11) y La Rioja (10), según datos del Indec. El resto de las provincias tiene tasas por debajo del 7 por mil: eso significa que Jujuy produce más del doble de muertes que la mayor parte, y no precisamente como consecuencia de un parto. Ricardo Cuevas, jefe de la Unidad de Ginecología del hospital Pablo Soria de la ciudad de Jujuy, dijo al diario electrónico Jujuy al día que “muchas de las causas de la mortalidad materna en la provincia son debidas a muertes por abortos”. En ese hospital, hasta 2007 se atendían 3.000 casos por año relacionados con esa práctica, pero ese año entraron 1.500. Apenas cuatro mujeres a punto de morir por día. 

* * *

La luz se cuela como una baba fina en la sala de la televisión. Afuera, el cielo parece una bolsa ominosa, a punto de rasgarse.

—Qué flaca sos vos. ¿Qué talle tenés? A mí me encanta la ropa. ¿Vos ya desayunaste? –dice Romina.
—Sí.
—¿No querés comer algo?

Romina sale y regresa con una pila de pasta frola. Corta trocitos con los dedos y se los pone en la boca con elegancia de pájaro suntuoso.

—Mi peso normal era 48 kilos. Ahora peso 51. En el embarazo casi igual estaba. Cuando le conté a la Erica, mi hermana, le dije que no le cuente a nadie. Yo medio como que la tenía sometida. Ahora cambió, porque antes era como una esclava mía. Pero no aumenté mucho. Lo que sí tenía era mucho deseo de sandía. Por eso es que la bebé sale limpita. ¿No ves que dice mi mamá que estaba relimpita? Porque la fruta te limpia.

* * *

Es de noche; la lluvia cae con furia. Al barrio de Alto Comedero, donde viven Mirta y Erica, no llegan los remises cuando llueve, así que Erica ha bajado hasta el centro en colectivo y no tiene una brizna de barro en la ropa, melena lisa y negra, ajustada como un casco.

—Ahora estoy más responsable. Antes dejaba todo por salir a divertirme, a joder con Romina. Yo era tímida. Era como su sirvienta, su esclava. Pero cambié. Ya no es como aquellos años de San Pedro, que era bailar, bailar, bailar. Cuando la Romina me dijo lo que le pasaba no sabíamos qué hacer. Nos habían dicho de un médico que le podía hacer un raspado, pero cuando lo fuimos a ver nos dijo que era menor y que necesitaba la autorización de un adulto. Y después no se le notaba nada. Si ella iba al gimnasio con la Mirta hasta el último momento.

Erica estudia enfermería en la Cruz Roja. Allí, dice, ha visto cosas inimaginables. Pero, así y todo, cuando le vienen imágenes de esa noche –ella abrió la puerta: fue la primera que las vio– las aparta.

—Y mirá que yo he visto cosas.

* * *

Cada 1° de agosto el noroeste argentino celebra la fiesta de la Pachamama y, en toda la región, se ofrenda a la madre tierra para que prospere ganados y cosechas durante el resto del año. El día que Romina siempre ha mencionado como el día en que empezaron todas sus desgracias es uno de esos días de fervor: 1° de agosto de 2002. 

* * *

El comedor del penal es grande, con la acústica helada de los gimnasios de colegio. Romina está acodada sobre una mesa, mirando los árboles, la lluvia. Después de una infancia tímida y una primera adolescencia difícil, empezó a tener una vida distinta: igual a la que tenían sus compañeras de colegio.

—Me llevé todas las materias. Con la Erica salíamos a bailar, tomaba cerveza, pero ya cuando me sentía un poco mareadita trataba de dejar.

El 1° de agosto de 2002, cuando todo Jujuy celebraba Pachamama, dice que pasó lo que pasó: que fue a buscar a Erica a un boliche llamado Pacha, que no la encontró, que en cambio un hombre la sacó a la fuerza y que, después de llevarla a un descampado, la habría violado. El hombre habría sido Eduardo “Pocho” Vargas, por entonces su vecino y habitante del chalet contiguo a la casa en la que ella vivía con sus hermanas.

—Volví a mi casa llorando, pero no dije nada. Después no quería salir, de miedo a que me agarre de nuevo el tipo. Todos piensan no, que Romina salía a bailar, usaba polleras cortas, pantalón ajustado. Pero eso no quiere decir que uno quiera… Pero la mayoría de la gente no lo ve así.

El atraso llegó cual alarma lejana. Como era irregular, pensó que podían ser los nervios o la primavera. Después, a medida que pasaron las semanas, un pánico sordo empezó a reclamarla desde el fondo del tiempo para decirle que, ahora sí, lo que más temía estaba sucediendo.

—Entonces le dije a la Erica. Yo veía que me crecía la panza, pero no tomaba conciencia.

Su vida no cambió mucho: salía a bailar, trataba de vestirse con ropa amplia. Los dolores empezaron el sábado 22 de febrero, a la noche, en casa de su hermana Mirta.

—Pensé que no podía ir al baño. Siempre fui seca de vientre. Así que a la madrugada del domingo, como a las seis, le pedí a la Erica que me acompañe a comprar chicles laxantes.

Tomaron un remise, fueron al centro. De regreso, Romina se comió, entera, la tableta de chicles.

—Y eso fue peor. Eso apuró más. Tenía los dolores igual. Horribles. Por Dios, no sabés lo que era. Caminaba así en la habitación y Erica me miraba y yo le decía: “Me voy a matar”. Me estaba enloqueciendo, era horrible.
—No pensaron que podía ser el parto.
—No. Ninguna de las dos. No sabía nada yo de esas cosas. Y ahí fui al baño, porque yo pensaba que iba a defecar. Pero ni ahí. No era eso.

Entró, cerró la puerta, se sentó en el inodoro, parió una niña, la puso en una caja y, cuando se le cruzó la cara de su violador, con un cuchillo le dio no se sabe cuántas puñaladas.

—Lo único que me acuerdo es el llanto de la bebé, y después la imagen de la cara del violador que se me cruza. Ahí es cuando yo agarro ese cuchillo y empiezo… No me acuerdo ni dónde fue ni cómo fue. Totalmente ida. Por eso tengo imágenes así que se me vienen a la cabeza, de sangre, pero trato de no pensar. Erica llegó y dice que yo estaba pálida, ensangrentada.

Mirta pensó que habían abandonado un bebé en la puerta de su casa: entredormida, escuchó el llanto.

* * *

El cielo deja pasar los rayos de un sol licuado, enfermo. En el living de su casa, en San Pedro, Elvira y Florentino dicen que la criatura era blanca blanca.

—Ahora vemos a las criaturas de dos, tres años, y decimos mirá como nos hubiese venido de bien la criaturita –dice Florentino.
—Nosotros la hemos puesto en un cajoncito –dice Elvira–. Que han dicho que nosotros la hemos tirado como un perro. Nosotros la hemos puesto en un cajoncito, con vestido y todo. Y la pusimos en un terrenito.
—Yo fui a retirar el cuerpito. Los ojos bien verdosos. Y el color de piel blanca. Bonita.
—Uno ha hecho lo correcto. Y lo correcto, peor es.
—Mucha gente nos dice: “¿Ve?, usted no tendría que haber hecho eso”.
—Claro. Hasta ahora a veces me siento culpable. Porque fui yo que llevé, que agarré con un toallón y llevé y en el hospital me recibieron.
—No, pero yo digo que se ha hecho lo correcto. Hay miles de casos que lo llevan a un cementerio de esos viejos o lo entierran en el patio. Nosotros no.
—Y dicen que tenía 24 puñaladas. Pero en el cuerpito no tenía mucho. La cabecita, nomás, tenía así, pelito y como lastimadito. Y después han dicho que dependía de ella, de la bebé. Que si ella se salvaba la Romina se salvaba.

* * *

Cuando Erica abrió la puerta del cuarto de Mirta y le dijo que Romina había tenido su bebé, Mirta corrió sin entender por qué corría. Después vio un charco rojo y a Romina atrás de la cortina del baño.

—Corrí a llamar por teléfono a la vecina de mi mami para que mi mami venga urgente.
—Chillaba fuerte la bebé –dice Elvira–. Y la envolví en toallones; dice que iba con la placenta, y nos hemos ido con la Mirta al hospital.
—Nos fuimos al hospital. Y ahí surge el nombre de la bebé, Milagros Socorro.
—Yo me quedé higienizándola a la Romi, y ella decía que se quería ir, como que sospechaba algo –dice Erica–. Decía: “Vamos, vamos”. Y yo le decía: “No sé, mamita, dónde te vas a escapar”. Y no dijo nada más. Y después volvió mi hermana y la llevaron al hospital.

Mirta y Elvira llamaron a Florentino, que, si le quiso pegar, no tuvo cómo: cuando llegó al hospital, Romina ya estaba detenida, con custodia.

—Cuando le pregunté a la doctora –dice Mirta– me dijo que había tenido que actuar bajo deber y que por eso llamó a la policía. Mi hermanita me ha echado en cara, sí, como diciendo que porque nosotros hicimos lo que hicimos ella está ahí. Pero hay que entenderla. Eso lo decía en momentos de mucho dolor. Ahora ya no.

Milagros Socorro Tejerina murió el 25 de febrero. Romina Tejerina permaneció dos semanas en el hospital y fue trasladada a una comisaría de San Pedro. A mediados de abril la llevaron a la Unidad Número 3, donde estuvo los últimos cinco años.

* * *

—En la causa de violación nosotros pedíamos producir determinadas pruebas –dice Mariana Vargas, la abogada defensora de Romina Tejerina–, pero ellos nos planteaban que eran inconducentes y presentaban otras, en general menos científicas, con el fin de probar que Romina mentía.

En el mes de agosto de 2003 el hombre a quien Romina señaló como su presunto violador fue detenido durante 23 días y, en el juicio que se inició en su contra, fue sobreseído.

El juicio oral por la causa de homicidio comenzó el 5 de junio de 2005 y se extendió hasta el día 11. La perito de parte María Teresa Fernández determinó que Romina no era consciente de sus actos porque padecía estrés postraumático, producto del ataque sexual, y que, al momento del nacimiento, estaba en estado de psicosis aguda; la fiscal Liliana Fernández de Montiel consideró que no había “prueba alguna que sostenga que la beba haya nacido producto de una violación”, sostuvo que Romina había actuado en pleno dominio de sus facultades y pidió 25 años de prisión. La defensa pidió la absolución.

—El eje de la fiscal –dice Mariana Vargas– fue que una piba que iba a bailar, que se ponía una pollera corta, en realidad provocaba una violación. Y toda piba que haga eso, que es la mayoría de la juventud, si la violan, que se joda.

Finalmente, los jueces Antonio Llermanos, Héctor Carillo y Alfredo José Frías consideraron que la joven había vivido una “infancia plagada de violencia tanto física como moral”, que “se encontraba sola esperando un niño sin padre [conocido]” y que “no tenía apoyo familiar”. Gracias a esos atenuantes la condenaron a 14 años de prisión. Desde entonces, diversas organizaciones feministas de la Argentina y del mundo organizaron marchas por la liberación de Romina Tejerina. En 2005, León Gieco incluyó en su álbum Por favor, perdón y gracias la canción Santa Tejerina , y Miguel Míguez Agraz, abogado defensor de Eduardo “Pocho” Vargas, acusó a Gieco de “apología del delito”. Actualmente, la causa está siendo revisada por la Corte Suprema. Al cierre de esta edición, aunque era inminente, aún no se conocía con certeza el resultado. Las posibilidades eran tres: la absolución y la libertad inmediata; la reducción de la condena y, por tanto, la libertad inmediata; la confirmación de la condena.

* * *

—Así es.

Romina mira el suelo. Son las cinco de la tarde y ella, como todos los días, ha dormido la siesta, larga.

—Ahora ya estoy acostumbrada, pero acá lo pasé mal cuando llegué. Yo venía con una valija que pensaba que esto era, no sé, a la casa de Gran Hermano. Me dieron una manta llena de chinches, y al otro día me desperté hecha un monstruo. Yo, que nunca había hecho nada, me mandaban a lavar las ollas, cortar el pasto con machete. Y de “guasa” no me bajaban. Acá, a las que están presas por matar a sus hijos les dicen “guasa”. “Asesina”, “comeniños”, me decían. Me habían puesto en el pabellón de las madres para ver cómo yo me relacionaba con los chicos. Y las madres me miraban raro. No me querían dejar con los chiquitos. Yo les decía “no soy un monstruo, no soy mataniños”. Yo hice lo que hice porque me pasaron muchas cosas. Pero no porque hice eso ahora voy a matar a todos los niños que encuentre.

El nene es cilíndrico, simpático. Se llama Tomás, tiene un año y corre hacia Romina, sentada sobre un tapial en el patio de la Unidad 3. Grita “ma, ma, ma, ma” y se estrella contra las piernas de Romina, que lo alza y le da besos en los mofletes enrojecidos.

—Es el hijo de la chica que está conmigo en la celda. A veces me lo deja y viene mi familia y mi papá se va a jugar a la pelota con él, y yo lo miro y digo “chu, cómo cambió todo”. La verdad que me hubiera gustado tener a la bebé y que todo hubiera sido diferente. Y yo le digo a mi mamá que cuando salga seguro me hago un bebé para que tenga un nietito.
—¿Tu mamá qué te dice?
—“Vos tenés que estudiar.” Me da bronca cuando hablan mal de mi familia, porque yo antes le planteaba a la Mirta por qué había hecho eso, que si no fuera por eso yo no estaría acá. Y ella dice: “¿Pero vos qué querías?, ¿que quede como que no pasó nada?, ¿sabés el cargo de conciencia mío y tuyo y de toda la familia?” Tiene razón. Mi familia intentó salvarle la vida, y eso muchos no lo ven. Uy mirá.

Al otro lado del alambre, sobre los árboles de frutos que no tienen fruta, un rayo blanco: una paloma.

—Acá tenemos una superstición. Que cuando viene una palomita blanca es que alguien va a salir en libertad. Ojalá esa paloma sea para mí. Yo reconozco que hice las cosas mal, pero lo tendrían que haber detenido también al violador. Y yo no merecía la cárcel, porque lo que hice fue por todo lo que me había pasado. ¿Vos tenés hijos, sobrinos? Mi hermana Erica tiene su novio, ¿te contó? Yo le pregunto cuándo te viene, le digo cuidate, que si lo hacés con preservativo, ¿ves? Si mi hermana la Erica se queda embarazada, y ella no se anima a decirle a mi mamá, yo de una le digo.
—¿Y si ella te pide que no cuentes, ¿no te parece que la vas a traicionar?
—Sí, pero es mejor que sepan ellos antes de que mi hermana haga cualquier locura. Aparte, me encantaría.
—¿Qué cosa?
—Tener un sobrino. Yo le digo a la Erica: “Andá acelerando eso, mamita, porque se te van los años, eh”. Hace falta un baby en la casa. Me da miedo tener otro hijo a mí. El dolor ese es horrible. Me da miedo por el dolor y por la reacción mía. Porque no sé si estoy preparada para ser madre. Pero a mí me parece que va a ser completamente diferente tener un bebé con la persona que yo quiero que tener un bebé con un persona que te agarra a la fuerza. ¿Mañana volvés?
—Sí.
—Mañana te muestro el libro que estoy escribiendo.

* * *

El libro es un cuaderno de colegio. En la tapa, una jirafa amable, y sobre su rostro amarillo, el nombre en lapicera: Romina Anahí Anahí Anahí. En los márgenes, la misma frase escrita con diversa caligrafía: “La libertad es un lujo que no muchos se pueden dar”

—¿Lo querés leer? –pregunta.
—¿En voz alta?
—Sí.
—Bueno. “Soy Romina Anahí Tejerina. Nací el 24 de junio de 1983. Tengo 23 años. Era una niña muy timida…”
—Era un desastre. Me hacía la pis. Mirá, pasá más adelante.
—“Tenía unas ganas de decirle a mi padre que iba a ser abuelo, pero a su vez también tenía miedo, no me animaba porque siempre decía que si nosotros llegábamos a estar embarazadas nos iba a echar de casa. Ese 23 de febrero, estaba con mi hermana y ya estaba con un poco de dolor de panza. Hasta que en un momento le digo a la Erica que me acompañe a comprar chicles laxantes. Para mí era porque estaba seca de vientre. Llegué a mi casa, tomé una tableta para ir al baño, me moría de dolor, luego me senté en el inodoro y expulsé. Sentí el llanto pero lo sentía lejos de mí. Miré hacia abajo y…”
—¿No tenés caramelito?
—Chicles de menta tengo.
—Bueno.
—“Miré hacia abajo y se me cayó la bebé y inmediatamente se me puso la cara del violador. Agarré un cuchillo y pensé…” ¿Qué dice acá?
—A ver… No sé.
—“En ese momento me puse detrás de la cortina del baño. Luego la llevan a la beba al hospital y después me volvieron a llevar a mí. Cuando entré a la maternidad yo sentí el llanto del bebé. Va a verme mi mamá al hospital y me dice que mi bebé ya había fallecido. Me puse mal. Eso ya implicaba muchas cosas.”

Hay páginas arrancadas, una lista de compras (espiral, guantes, pasta dentífrica, una máquina de afeitar, dulce de leche, una pinza de depilar, azúcar, jugo, yogur, bizcocho, jabón de tocador), y una anotación: “Anoche tuve una pesadilla muy fea de un gato que me quería sacar de la cama”.

—Horrible. Yo gritaba: “Sálvame, mamá”. Pero no me salía el grito.

* * *

Hasta 1994, el infanticidio estaba previsto en el artículo 81, inciso 2 del Código Penal, que atenuaba la pena a la mujer que asesinaba a su hijo dentro de los 40 días posteriores al parto, considerando los delitos sexuales contra las mujeres como una mácula en el honor de sus esposos. Por reclamo de varias legisladoras el artículo fue abolido. Eugenio Zaffaroni, hoy ministro de la Corte, fue el primero en advertir sobre el riesgo que implicaba la abolición, quizá porque sabía que lo que en Palermo o Barracas ya no es deshonra, sigue siéndolo en buena parte del territorio nacional. Sea como fuere, la figura de infanticidio quedó derogada, el delito se tipificó como homicidio calificado por el vínculo, la condena trepó de tres años a cadena perpetua y Romina Anahí Tejerina está donde está –o estuvo donde estuvo–, entre otras cosas, por eso: porque lo que hizo lo hizo después de 1994.

* * *

—Ayer con mi mamá hablábamos del tema del cementerio. Yo estaba pensando si lo pueden trasladar, me entendés, a la nena, al cementerio de la Mendieta. Porque si yo salgo, que ojalá que sí, en el cementerio de San Pedro, donde está, me voy a encontrar con cada una cuando vaya.

Mi hermana me dice que me van a tener que poner una guardia, que me voy a tener que disfrazar. Pero yo no quiero entrar disfrazada. Yo quiero ir tranquila. Yo quiero estar un rato ahí tranquila. Yo sé que eso me va a tranquilizar un montón. Porque, sea como sea, salió de mí, salió de mi vientre, y yo necesito ir al cementerio para pedirle perdón y muchas cosas.

Mira los árboles, dice “mirá la paloma, ojalá sea para mí”, pregunta si esas botas son caras, si “me prestás cinco pesos para una gaseosa”.

—Hay un viejito que cuida el cementerio, y dice que le pide a la bebé, y es remilagrosa. Y por ahí me pongo a pensar y digo me hubiera gustado que ella estuviera conmigo, o pienso que podría haber tenido cinco años, estaría caminando y estaría yendo al jardín.
—¿Te cuesta llamarla por el nombre?
—No. Milagros Socorro. ¿Ves?
—Sí.

El clon de Freddy Mercury

Publicado: 10 diciembre 2008 en Leila Guerriero
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Hace dos horas, cuando todo comenzó, la gente no gritaba.

Nadie levantaba los puños ni cerraba los ojos ni miraba el escenario con arrobo. Hace dos horas todos hacían un ensayo general de histeria de bajo voltaje allá en la calle cuando ellos cinco –gafas oscuras, pantalones de cuero- bajaban de la limousina -alquilada, polarizada, vieja- entre el humo de los chorizos que se asaban en los puestos callejeros. Hace dos horas, cuando todo comenzó, la gente aplaudía un poco, y nada más. La gente gritaba un poco, y nada más. La gente bailaba un poco, y nada más.

Pero ahora que sobre sus cabezas ha goteado la miel de Love of my life, los corcoveos sinfónicos de Bohemian Rhapsody y los susurros de Somebody to love, ya no hay defensa posible. Y cuando él arranca con aquello de réidío gága/ réidió gagá, más de mil personas levantan  los puños y braman porque ahí, en ese club de barrio de la ciudad de La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires, República Argentina, entre carteles que anuncian que Acindar es el nombre del acero y que Imacoya es imbatible a la hora de proveer materiales de construcción, en un escenario montado sobre lo que durante el día es una cancha de basquet, vestido con un short a rayas blancas y rojas, completamente descalzo, completamente lampiño, el mayor de los Busetto, el médico de todos, se abre en cruz como quien se ofrece y canta ruge transpira salta enloquece para que la gente ruja cante transpire salte enloquezca.

Porque él es Freddie Mercury.

Porque Jorge Busetto es Freddie Mercury.

 

 

 

Los datos filiatorios son fáciles: One, la banda que lidera Jorge Busetto, médico cardiólogo nacido en La Plata el 7 de julio de 1971, se formó en el año 2000, y es un tributo a Queen, la formación inglesa cuyo cantante, Freddie Mercury, murió de sida un día de noviembre de 1991.

Los datos filiatorios siempre son fáciles.

Pero hay otras cosas.

Las cosas difíciles.

 

 

 

Son las dos de la tarde. La ciudad de La Plata se evapora en la siesta del invierno austral.

Jorge Busetto –lunar en la mejilla, pelo castaño, bigote rubio y una barba de tres días sobre la piel con 35 años de uso– devora sandwichs de jamón en el gimnasio que es propiedad de su familia y que está frente a la casa de sus padres.

—¿Siempre quisiste ser cantante?

—No. Nunca. En el viaje de egresados a Bariloche nos pusieron un video de Queen y yo me quedé dormido, pensando “Mirá estos putos”.

—¿Y qué querías ser cuando eras chico?

—No sé. Es que era chico, pero no sé si alguna vez fui un nene.

Porque las cosas difíciles empezaron temprano: con las primeras sopas de la infancia.

 

 

 

Jorge Busetto tenía cinco años y no era esto que es sino el primer hijo de Norma y Jorge –estudiante de medicina ella, cardiólogo él–, nieto de la abuela Ema y sobrino del tío Osvaldo. La abuela Ema –ojos azul de fuego impío– se ocupaba de él durante el día, y el tío Osvaldo, hijo de esa abuela –arquitecto, rubiedad de cristo– era el tío mejor, el más querido: jugaba con el sobrino, hacía las tareas del amor de las que dejan huella: las que provocan fatal adoración. Pero el tío Osvaldo era también militante del ERP, Ejército Revolucionario del Pueblo, y fue secuestrado en 1976 por los militares de la dictadura que comenzaba ese año en la Argentina, encerrado en un campo de concentración clandestino y torturado de formas diversas, todas salvajes. Tenía 30 años y nadie ha vuelto a saber de él. Cuando su sobrino preguntó por el tío, sus padres le dijeron lo que decir se podía a un niño de cinco años: que Osvaldo había marchado a la provincia de Córdoba, a construir casas. Y fue la abuela Ema, los ojos azul de fuego, la que se encargó de poner las cosas en claro. Con las primeras sopas de la infancia.

—Me lo contaba como un cuento –dice Jorge.

Lo sentaba a la hora del almuerzo, le ponía su sopa y su cuchara, y empezaba a contar: Caperucita Roja y el Lobo o el cuento del tío rubio. Caperucita Roja por el bosque o la historia de cómo al tío le envolvían la cabeza en una bolsa. Caperucita Roja y su canasta o el tío reventando bajo la picana eléctrica.

—Me decía que en ese momento lo estaban torturando, que lo habían llevado a un campo de concentración clandestino. Que le hacían el submarino: que le metían la cabeza en el agua hasta ahogarlo.

El niño no dijo nada y hasta los trece años mantuvo viva ante sus padres la ilusión de su inocencia. Cada vez que nacía una hermana –y fueron cinco– enviaba cartas en las que escribía: “Querido tío, ya nació mi hermanita Jessica. Ojalá puedas venir a conocerla pronto”.  

El tío, claro, nunca pudo venir.

 

 

 

A los 13 años Jorge era líder en el barrio, y tenía una vocación extraña: la de ser héroe, alguien capaz de salvar a la humanidad del fin del mundo. Para eso –para entrenarse por la humanidad– iba al gimnasio todos los días y, total autodidacto, aprendía el arte de arrojar estrellas ninjas y pelear con palos.

—Siempre digo que cuando tenga plata me voy a comprar unos trajes antibalas y a tener una central oculta con computadoras, para monitorear los crímenes de la ciudad y salir a defender a las personas. Con mi viejo siempre nos llevamos mal, pero él para mí es Superman. Los pacientes me decían “Tu papá me salvó la vida”. Para mí era un héroe. Y yo siempre me creí un poco Superman. Una de mis fantasías es hacer una fortaleza subterránea, con comida, agua, porque creo que en algún momento se viene el fin del mundo. Siempre que veía esas películas del anticristo pensaba que  yo iba a tener que salvar al mundo. Entonces empecé a entrenarme y aprendí a tirar estrellitas ninjas y a pelear con palos.

Pero no fue ninja ni –todavía– salvador del mundo: aterrizó en la Facultad de Medicina, se recibió a los 24 años y, para entonces, todo había cambiado: tenía un hijo de nombre Franco, una mujer Karina y era, ya, fanático de Queen.

 

 

 

Por ese lunar, o por esa hendidura en la mejilla, o por otra cosa, Jorge Busetto siempre tuvo un éxito voraz con las mujeres.

—Es más fácil ir a la guerra que ser fiel toda la vida a una mujer. Ser tan mujeriego es uno de mis grandes demonios. Igual, tengo reglas. A las hermanas de los amigos no las miro, a las novias de los amigos no las miro, a las fanáticas no las miro.

Y aún así, el cálculo le da unas cuatrocientas. Karina fue la cuarta, y el año en que la conoció, un año pleno de sucesos.

Era 1991 cuando la vio y la vio hermosa, y la quiso para él y para él la tuvo. Y era ese mismo año cuando cumplió sus veinte y su mejor amigo, un hombre apodado El Colo, le hizo el regalo que le cambiaría la vida: un casette de Queen.

—Me hice fanático. Sabía todo de la banda, salvo que Freddie era gay. Me lo dijo El Colo. Y un mes después, me dijo que Freddie tenía sida. Fue una cosa muy dura porque yo era remacho. Y tenía prejuicio, odiaba a los putos. Pero qué iba a hacer. Y en noviembre de ese año, Karina me dijo que estaba embarazada. Y le dije que nos casáramos.

Para explicar la situación viajaron a Necochea, la ciudad de la costa atlántica donde vivían los padres de Karina.

—Pero el padre dijo que no, que ella era muy chica para casarse. Entonces Karina dijo “Si mi papá no quiere, no me caso”. Me fui corriendo a la terminal, solo, de regreso a La Plata. 

Era el 25 de noviembre y en el ómnibus de regreso se topó con un hombre que leía un periódico cuya portada anunciaba que había muerto Freddie Mercury.

—Mi vida y la de él coincidieron pocos meses. En cuatro meses me hice fanático de un tipo que era puto, y que se murió.

Volvió a La Plata, llorando todo el camino, y semanas después, cuando ya estaba decidido a no casarse, se casaba con Karina.

—Vino a verme, me dijo que había sacado turno para casarnos. Le dije que yo no la quería. Y se puso a llorar, a gritar, empezó a vomitar y a mí me dio miedo que perdiera el bebé. Entonces le dije “Bueno, quedate tranquila, nos vamos a casar”. Así que me casé porque vomitó.

Del día en que nació su hijo, Jorge recuerda poco: que fue luminoso. Intensamente azul.

 

 

 

Ya tenía mujer e hijo, pero su primer sueldo de médico lo gastó, entero, en un aparato de karaoke. Sin haber estudiado canto ni saber inglés, empezó a entonar sobre la voz de Mercury y descubrió que era afinado. Pero todo quedó en eso. Morisquetas en el baño. Cantos caseros. Mientras, en casa, las cosas en casa se pusieron bravas.

—Karina se empezó a poner violenta. Era muy celosa y yo nunca fui de pegar con el puño cerrado, pero sí de darle un empujón, un cachetazo.

Un día una de las hermanas de Jorge le dijo “Los vi al Colo y a Karina. Besándose”. Jorge no dijo nada, pero la siguiente pelea fue a lo grande.

—Se armó una discusión y le dije a Karina: “Voy a ir a buscar el revólver y le voy a pegar un tiro en la cabeza a tu novio”. Ella me quiso ahorcar y yo la agarré del cuello. Diez segundos más y la mataba. Y me fui a buscar al Colo en el auto, con el revólver. Pero cuando lo vi dije “no, si le pego un tiro voy preso y ese hijo de puta va a criar a mi hijo”. Tiré las balas, y lo llamé al auto. Le dije: “¿Es verdad que estás con Karina?”. Y me dijo “Y qué querés que haga, Jorge. Me enamoré de tu mujer”. Yo esperaba que me lo negara, y empecé a llorar como un loco. No pude pegarle, nada. Estuve cinco minutos llorando sin parar y después me fui.

Empezó a vivir en el auto: llevaba la ropa en el baúl, trabajaba en el hospital, lavaba la ropa en un lavadero. No dijo a nadie en su familia que se había separado. Por un tiempo, sus sueños de fanático cesaron para dar paso a lo único de lo que podía ocuparse entonces: sobrevivir. Daba clases de Farmacología, atendía en un consultorio, trabajaba en el gimnasio de sus padres. Y en 1998 conoció a Olga Surkan, una rubia descendiente de ucranianos. La vio hermosa, la quiso para él, y para él la tuvo. Se casaron, se fueron a vivir a una casa alquilada,  tuvieron una hija. Jorge, mientras, cantaba en algunas fiestas privadas e informales, en festejos entre colegas.

Recién en el año 2000, con el médico Luciano Monti que ya no está en la formación y que también era fanático de Queen, pensaron que, quizás, podían hacer algo con su gusto en común –la música de Queen–, formaron una banda, la llamaron One.

—Freddie le puso Queen por su reina, y yo fui más lejos. Pensé en ponerle One porque es el  principio de todo. Yo siempre dije “Yo soy el número uno”.

One debutó en La luna, un club nocturno de La Plata.

Y allí, ante seiscientas personas, Jorge Busetto empezó a mostrar su herencia: el tóxico indeleble del amigo traicionero: su propio fanatismo.

 

 

En los primeros tiempos no salía vestido como Freddie: se limitaba a cantar con esa voz que aún hoy permanece sin haber tomado clases. Un día decidió pintar bigotes, y ya no se detuvo. Compró una tela amarilla y se la llevó a Norma, su madre, para que le cosiera una imitación de la que Freddie había llevado en uno de sus shows. Siguieron el traje rosa de satín, los shorts rayados en blanco y rojo, la capa de rey, una corona.  

—Empecé a exigirles a los músicos que se vistieran. Yo soy autoritario. Esta es mi banda. Si no te gusta, andate a otra.

Desde que se formó, más de 25 músicos pasaron por One. El guitarrista Álvaro Navarro Kahn y el baterista Andrés de Charras son quienes más tiempo llevan: cinco años Álvaro, dos Andrés. Pero, para ingresar, tuvieron que hacer sus concesiones. Andrés de Charras, que tenía el pelo rizado y oscuro, tuvo que alisarlo y teñirse de rubio para parecerse a Robert Taylor, el baterista de Queen. Álvaro Navarro Kahn, que hace las veces del rizado Brian May, tuvo que ir a la peluquería para hacerse permanente.

A los primeros shows siguieron los teatros: en La Plata, en Buenos Aires. El noticiero de Canal 13, uno de los canales de televisión abierta más importantes de la Argentina, hizo una nota sobre la banda en la que Jorge fue bautizado como Doctor Queen, y así quedó. Hoy, One y el doctor Queen tienen su fama: la banda está en gira por la Argentina, tiene dos CD editados, va por otro que incluye temas propios, y Jorge empezó a ser esto que es: el clon perfecto.

O casi.

—Para ser como Freddie, solo me falta ser puto. La gente diría “¡No sabés qué show! Y además es puto, igual que Freddie”. Me lo aceptarían con alegría.

 

 

 

—El compró muchas cosas de manera muy compulsiva –dice Olga Surkan, rubia natural, los ojos inmensos, azules–. Un día llegó un camión a casa y empezaron a bajar cajas. Había comprado el lavarropas, la heladera, el microondas, la computadora. Terminaron embargándole el sueldo por un año y medio. Después compró un auto cero kilómetros y nos embargaron el auto. Hasta hace un año dependíamos de sus padres. Ahora le está yendo bien con la música, pero a mí no me gustaría que abandone la medicina. En muchas cosas es como un chico. Ayer estaba en la casa de mi suegra y vi el traje de Superman que iba a usar en un show y pensé “Es un chico”. En el fondo él no creció.

Para poder ocuparse de la banda,  Jorge abandonó su trabajo en el gimnasio familiar, el consultorio y las clases de Farmacología.  Y cuando le quitaron el auto y todos sus electrodomésticos, dejó la casa que alquilaba y marchó, con su mujer y su hija, a vivir en los fondos de la casa de la abuela Ema. Ojos de fuego. De azul impío.

 

 

 

El mediodía ha dejado el hospital vacío, mudo.

La luminiscencia de los tubos fluorescentes se arroja con desesperación a rincones a los que, de todos modos, no llega luz. De aquí, de este hospital del que su padre es director,  proviene, ahora, su principal y casi único ingreso: 2000 pesos, menos de 700 dólares por mes. Su consultorio es pequeño como el camarote de un barco: un metro y medio por tres. Una camilla, un estetoscopio, una mesa repleta de historias clínicas y de fotos: Jorge en su bautismo, Olga embarazada, sus hijos, los shows.

—Quería ser Freddie Mercury y fui Freddie. Buena parte del día yo pensaba que era Freddie. Una vez, cuando estaba cantando Rapsodia Bohemia, la gente empezó a cantar y cantar y no me dejaban cantar a mí, y fue tan fuerte la emoción que dije “hey, yo no soy Freddie Mercury”,y me di vuelta porque me estaba por poner a llorar. A mí me gusta esto. Porque al fin de cuentas, ¿cuál es el sentido de la vida? Entretenernos, para olvidarnos de que nos vamos a morir. Yo sé que se van a morir mis abuelos. Sé que se va a morir mi padre. Sé que me voy a morir yo. Y es más…

Hace una pausa sin dramas. Como quien ha pensado en eso muchas veces.

—Yo sé que se van a morir mis hijos. Entonces trato de buscarle un sentido a la vida. Y no sé cuál será, pero no estaría mal que fuera pasarla bien y hacer que otros lo pasen bien.

 

 

 

El living de la casa de los Busetto es grande, y la casa enorme, de dos plantas. Sería más grande todavía si no fuera porque, en la parte delantera, construyeron un departamento para Carolina, la hija que está separada y tiene un hijo pequeño. Y habría más espacio para las otras dos hijas menores que todavía viven en la casa si no fuera porque en el primer piso Norma guarda el vestuario completo que usa Jorge en los shows.

—A mis hijos les dimos demasiado –dice Norma–. Son muy dependientes. Nosotros nos hacemos cargo económicamente de todos.

—¿De Jorge también?

—Si. El está todavía bajo el ala nuestra. Cuando empezó con la música dijimos “bueno, ya se va a olvidar”. Pero no. Siguió. Nosotros le decimos que no abandone la medicina. El único freno que yo le puse a Jorge es no hacerle una casa. Lo puse a vivir en un departamento del fondo de la casa de su abuela, un lugar chiquitito, para que reflexione. Él cuando vio que empezaba a tener público enloqueció. Compró un aparataje carísimo, y llegó un momento en que le sacaron todo y terminó ayudándolo su padre. Yo le digo: “Jorge, ¿no te parece que es muy tarde para empezar? Ya vas a tener cuarenta años y tu carrera artística va a tener un ocaso”. Es que vos ves que tu hijo está tirando por la borda una carrera y no podés alentarlo.

 

 

 

El auto se desliza despacio por el vecindario. Jorge recuerda que esas calles eran de tierra, que en esa casa vivía tal o cual vecino. Entonces, al doblar la esquina, dice mirá, ahí está:

—Mi abuela y mi abuelo.

Parados en la vereda, un hombre y una mujer. La mujer tiene la cara surcada de arrugas blandas, buenas. Los ojos azul impío. Jorge empieza a frenar, y dice:

—Mi vieja se casó embarazada. Mi abuela no quería que mi papá se casara, porque mi mamá era muy pobre. Y cuando yo nací fui un trofeo de guerra. Es como que mi abuela dijo “Está bien, lo tuviste, ahora va a ser mío”.

La dama ya está allí y se acoda en la puerta, a palmos de narices de su nieto que despliega sonrisa de franco cariño:

—Mirá los ojos que tiene. Esta es la mujer más mala del país.

—Desgraciado –dice ella, riéndose–. Buscá una abuela como esta.

Después, le dice que ahora en más quiere que sea él, su nieto, el que le dé la inyección con el remedio para el asma.

—Una inyección de estricnina te va a dar –dice el abuelo.

Y de pronto la mujer pone los ojos peores, y dice, en tono jocoso y mirando a su nieto:

—¿Sabés qué me tenés que dar, sabés qué quiero? A tu hijo, tu hijo Franco. Eso es lo más grande que hay. Dame a tu hijo.

Se ríen: Jorge, los abuelos.  Después los viejos caminan hacia la casa. Y cuando Ema atraviesa la reja de la entrada el abuelo hace su broma:

—Ahí la tenés: enjaulada. La leona del barrio.

 

 

 

Es sábado en la noche.

En la puerta de la casa de los Busetto espera una limousina blanca. Es tarde, y se está haciendo cada vez más tarde. En el living, Norma sufre por la ausencia del hijo. Nadie sabe dónde está y faltan dos horas para que empiece el show del Majestuoso Doctor Queen en el estadio Atenas de La Plata. Norma sirve galletas, se preocupa porque el niño no aparece pero la preocupan mucho más otra cosa: las catecolaminas.

—Me da miedo este chico. Que un día haga un infarto y se muera. Esta descarga de catecolaminas… Las catecolaminas son las que te producen estrés, y él tiene una vida de sobresaltos.

Entonces la puerta se abre y llegan Jorge y sus catecolaminas: a salvo.

—Estaba en el estadio –explica.

Jorge es Freddie pero también su manager, su productor, su escenógrafo, su coreógrafo, su chofer, su vestuarista y tuvo que ocuparse de organizarlo todo: la decoración, wl escenario, los videos, los instrumentos, el vestuario.

—Mami, me voy a bañar. ¿Me llevás la ropa al baño? –dice y toma un vaso de gaseosa.

—No tomes eso que te da gases –le advierte Norma.

Después eleva los ojos al cielo, como diciendo ay, este chico.

 

 

 

Quince minutos más tarde, Jorge grita desde el primer piso:

—¡Maaa! ¡La ropa!

Norma sube, apurada, con un atillo de ropa: cueros, cuerinas, algo muy rojo, y después Jorge baja, anteojos rayban oscuros, el torso desnudo bajo una chaqueta de cuero negra, pantalones de acrílico rojo.

Ya han llegado todos: baterista, bajista, guitarrista, el chico de los teclados. Jorge saluda a sus músicos, les hace bromas. Andrés de Charras, el baterista, pide pasar al baño.

—Sí, querido, pasá –le dice Norma–. Estás muy desabrigado vos. ¿No tenés un abrigo?

–Sí, un saquito –grita el baterista antes de desaparecer.

Después, desde el primer piso, llega su llamado de angustia:

–Jooorgeee.

Jorge sube. Y después baja.

–Mamá, voy hasta mi casa a buscar pastillas de carbón. El baterista tiene diarrea.

 

 

 

La limo no es una limo cualquiera. La luces tienen bajo voltaje y faltan varias, en la mesa hay dos gaseosas a medio llenar, y olor a felpudos ácidos. Jorge, amontonado entre el bajista y la puerta, recuerda que olvidó las letras que adornan el pecho del traje de Superman que usará en una parte del show y llama por teléfono a su madre.

—Hola, mamá, llamá a papá, decile que agarre las eses que quedaron en el comedor y que las lleve al estadio.

En la puerta del  club Atenas donde hay varias parrillas en las que se asan chorizos, señores voceándolos a dos pesos y una fila de gente esperando para entrar.

Cuando ellos cinco bajan del auto nadie se les tira encima. Nadie aúlla, nadie corre. Pero ellos fingen que sí, y atraviesan el patio mirando el piso como hacen los famosos, y entran al club. Allí, el escenario espera, cubierto de globos  celestes y blancos.

—Uh, quedó buenísimo –dicen todos, admirados ante la escenografía escolar.

El camarín no es en plural, sino uno solo: una habitación grande, sin espejos. La capa de rey que usará Jorge, por la que pagó mil quinientos dólares hace seis años, está desplegada sobre una silla. La corona de hojalata que completa el atuendo está guardada en una bolsa que dice Carrefour. Olga, pequeña y dócil, custodia el vestuario. Jorge no saluda ni mira alrededor cuando pide:

—Olga, ¿hay medias blancas?

 

 

 

Entre el público hay señoras añosas y no tanto, sus maridos, chicos muy jóvenes, parejas de edad mediana.  

En el camarín, Jorge se viste de completo blanco. Lleva el pelo con fijador, los bigotes teñidos de negro. Álvaro Navarro Khan se calza un capote blanco, Andrés de Charras unas calzas de leopardo.

—Boludo,  ya empieza, vamos –le dice Andrés a Álvaro, y ambos caminan hacia el escenario.

Jorge no escucha, no mira, no responde. Es una herramienta eficaz: alguien que es, profundamente, otro.

—Vamos –le dice a nadie.

Y sale del camarín y se acerca al escenario y oculto todavía, al pie de la escalera, mientras nadie lo ve, cierra los ojos, levanta el micrófono.

Empieza a cantar.

 

 

 

Son las doce de la noche. Hace dos horas, cuando todo comenzó, la gente no gritaba.

Nadie levantaba los puños ni cerraba los ojos ni miraba el escenario con arrobo. La gente aplaudía un poco, y nada más. La gente gritaba un poco, y nada más. La gente bailaba un poco, y nada más.

Pero ahora los temas corren y Jorge corre: baja del escenario, se cambia de ropa, pide agua, pide a Olga, pide medias blancas, pide su traje rosa satín, su campera amarilla, va del camarín al escenario y del escenario al camarín, productor, sonidista, modisto y maquillador, se disfraza de Superman y canta Mother of love, se calza pechos de mujer y canta I want to brake free, y al final, cuando sale con su capa de rey de armiño que es peluche y canta We are the champions y se envuelve en una bandera argentina, el rey que es reina, el hijo mayor de los Busetto, el médico de todos, se abre en cruz y siente que es cierto: que sucede. Que ha sucedido una vez más.

Que él es Freddie Mercury.

Que Jorge Busetto es Freddie Mercury.