Crónica de una fuga incompleta

Publicado: 11 septiembre 2011 en Adolfo Ruiz
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―En esta guardia nos vamos, Negro. Son tan borrachos como los otros, pero éstos se quedan todo el fin de semana sin el auto.

El Loco Mariano miró una vez más por entre la celosía de la puerta de chapa. Entraba la luz del sol que pegaba desde el oeste, en pleno atardecer. Ya habían perdido la cuenta de la cantidad de planes de fuga nunca ejecutados que llevaban descartados en esos largos 68 días de cautiverio.

Pero esta vez parecía distinto. El Negro Montero escuchaba atento la descripción de los planes, mientras asentía con la cabeza. Cuando se dio cuenta de que las cosas estaban dadas como para irse esa misma noche, no pudo evitar un brinco, que sacudió la pierna y el brazo izquierdos de su compañero de celda.

Ambos estaban esposados entre sí por sus miembros superiores e inferiores desde hacía más de dos meses. Tal vez por eso ya sentían y pensaban como si se tratara de un solo cuerpo.

Poco más de un mes atrás habían sido llevados hacia esa enigmática casona a la vera del lago. Venían de padecer celdas iguales de crueles en la alcaidía policial de calle Mariano Moreno y 9 de Julio, adonde había sido llevado el Departamento de Inteligencia de la Policía, conocido como el D2, después de hacer crujir centenares de cuerpos en el Pasaje Santa Catalina, detrás del Cabildo.

En realidad el nombre del Loco Mariano era Carlos Palacios. Por esas cosas de la subcultura del hampa, este ladrón de 24 años se había quedado con su apodo delictivo, dejando de lado su propio nombre, como si fuera una serpiente que cambia de piel. Era un tipo corpulento, fibroso y bien mantenido. Piel clara, ojos grandes y muy redondos, y dos entradas en su frente que presagiaban una inminente calvicie, pese a su edad.

Y en realidad el Negro Montero se llamaba Miguel Ángel, un morocho escurridizo de largo cabello negro azabache y no más de un metro setenta, habitante de barrio Colonia Lola, al este de la ciudad.

Se conocían de la calle, de haberse cruzado en alguna comisaría y de tener amigos en común que participaron de distintas bandas. El destino quiso que cayeran presos juntos, a mediados de marzo de 1978.

­―¿Ya está listo muchachos?
―Sí, oficial, ya terminamos. Pase nomás.

El Flaco González no vio nada raro. Era la rutina de todos los días. Los dos presos que tenía a cargo su guardia habían pedido una escoba para limpiar la celda y el baño, y un par de trapos para borrar las manchas de sangre que dejaban en las paredes cada vez que entraban molidos.

Estaba cayendo la tarde sobre el Chalet de Hidráulica y no habría mucho más por hacer, salvo comerse el asadito de los sábados, y tomarse esos buenos tintos que compraban en los boliches junto al paredón del Dique San Roque.

El guardia desenganchó el barrote que cerraba la puerta de chapa, entró al calabozo y repitió lo de siempre: esposó a los prisioneros pierna con pierna, brazo con brazo, y verificó que la limpieza estuviera realizada. Como no vio nada que le llamara la atención, salió airoso y regresó al minuto con un pedazo de costilla asada que había quedado del mediodía. Con eso los dejaría tranquilos toda la noche, se convenció.

Aunque los años más duros de la dictadura militar argentina ya habían pasado, básicamente por el exterminio de la casi totalidad de los militantes de grupos revolucionarios y combativos, todavía las estructuras de la represión seguían armadas y vigentes. El centro clandestino de detención de La Perla ya casi no tenía prisioneros, y los que aún permanecían, gozaban de algunos “privilegios”, como salidas transitorias y libertades vigiladas. El resto habían sido todos asesinados.

En la Penitenciaría de San Martín de la ciudad de Córdoba, centenares de presos políticos sobrevivían como podían, bajo un cruel régimen de detención dictado por el general Juan Bautista Sasiaiñ, aislados de todo el mundo, y atravesando rigores absolutos y tratos barbáricos. Pero al menos ya no seguían padeciendo los pavorosos fusilamientos que -invocando falaces fugas-, terminó con la vida de 31 luchadores sociales, entre abril y octubre de 1976.

Por su parte, la patota del D2, un grupo de inteligencia policial especialmente entrenado en el terror para colaborar con el Ejército (incluso en los fusilamientos de la cárcel), comenzaba a desviar el destino de su barbarie. Ya no había subversivos que liquidar. Entonces sería el turno de los delincuentes comunes: ladrones, prostitutas, traficantes, quinieleros, estafadores. Todo aquél que hubiera osado sacar los pies del plato, habría que “cepillarlo”.

―Ya no se escucha nada, Negro, están viendo la tele. Tenemos que apurarnos.

Los dos tipos se levantaron en un mismo movimiento. Estaban acostumbrados a caminar acompasados. Entraron al bañito de la celda y de atrás de la puerta sacaron la escoba de paja que expresamente habían omitido devolver.

Sin dudas, ellos no eran como los cientos de malaventurados que ya habían pasado por esa celda. Miembros de grupos revolucionarios, sindicalistas, grupos de resistencia, militantes estudiantiles y hasta de grupos religiosos. Ellos eran “choros”, como se dice en Córdoba. Gente astuta que le busca la vuelta al encierro y se pasa las 24 horas del día pensando en cómo escaparse.

Por eso el Loco Mariano aprovechó la ventaja que le dio esa guardia, y en cuestión de segundos desarmó la escoba robada. Con el alambre que sujetaba la paja, improvisó una ganzúa que rápidamente le permitió destrabar las dos esposas que los sujetaban.

No había tiempo que perder. Separaron el cabo de la escoba y lograron introducirlo por el tajo de la celosía metálica, para hacer palanca y abrirla un par de centímetros, lo suficiente como para que alguien sacara la mano.

Del otro lado de la puerta de chapa, un grueso barrote de hierro impedía su apertura. De una punta, estaba fijado a la estructura metálica con un bulón. De la otra, se sujetaba contra una oreja de hierro asegurada con una esposa. Por ahí ingresaban los guardias cada vez que debían esposarlos o acercarles alimentos. Pero para ahorrar esfuerzo, dejaban la esposa en su lugar, y lo que hacían era destrabar el barrote de hierro, desajustando el bulón con la mano. Mucho más sencillo.

De esto también estaban al tanto los prisioneros. Y era parte clave del plan.

El Negro Montero asomó la mano cuidadosamente, y girándola hacia la izquierda alcanzó el bulón, logrando desajustarlo casi sin esfuerzo. Como al perder el sustento el barrote se hubiera caído, el muchacho ingresó la otra mano y lo sostuvo, mientras extraía el bulón y se lo alcanzaba al autor del plan. Ahora habría que dejar caer el barrote silenciosamente, para abrir las puertas con el mismo sigilo y entonces enfrentarse a la antesala de la libertad.

Pero las cosas no salieron como lo habían pensado. Uno de los perros que cuidaba la casa percibió el movimiento extraño y, a puro ladrido, corrió hasta la puerta y alcanzó a lanzarle un tarascón al concentrado Montero, que en el acto tuvo que soltar el barrote, provocando una imprudente estampida.

―¡Qué hacemos, Loco! ¡Se me cayó el fierro!
―¡Rajemos ya mismo! –contestó el compañero.

Los dos fugitivos salieron disparados, saltando desde el balcón de la casa hacia un terraplén que morigeraba la pendiente. Con los perros corriéndolos, no volvieron la vista atrás. Era escapar o morir.

Montero tomó envión y, así como venía, alcanzó a treparse por la alambrada y saltar del otro lado. Por detrás, el Loco corría con el pastor alemán prendido a la lona de su pantalón e intentó hacer lo mismo, pero la tela de alambre lo devolvió hacia dentro. Desesperado pateó la cabeza del único ser que intentó impedirles la escapatoria, y logró sacárselo por un segundo de encima, para volver a correr hacia la alambrada, y esta vez sí lograr sortearla.

Al caer del otro lado, se dio con los quejidos de su amigo que en el aterrizaje se había sacado el hombro. De un tirón se lo logró ubicar nuevamente, y los dos salieron corriendo en dirección al paredón.

Era noche cerrada, con una luna en cuarto menguante. Los cuatro tipos que debían cuidarlos (los hermanos Carabante, el Flaco Giménez y Ramón Calderón) recién se percataron de la fuga cuando ya todo estaba consumado. Hasta hacía minutos reían a las carcajadas, pegados a la televisión, con un programa mejicano que estaba haciendo furor: “El Chavo”. Sin querer queriendo, los dos tipos que habían sido llevados a la “Casa del Embudo”, se les escurrieron de entre las manos.

Huir a campo traviesa

“Fue terrible lo que vivimos esos meses”. Carlos Palacios, o el Loco Mariano como todos lo conocen, corre la cortina de la puerta de su celda y deja pasar la luz para que su historia emerja. Han pasado 32 años de aquella fuga. Una fuga incompleta.

Desde 1999 que está nuevamente preso. O también podría decirse que entre el 97 y el 99 interrumpió su casi eterna vida en cautiverio. La misma que había interrumpido entre el 78 y el 82. Hoy en pleno año 2010 está alojado en el pabellón 4 de San Martín, esa misma cárcel de los fusilados.

“Sabíamos que nos llevaban para liquidarnos. ¿Qué te creés, que nos iban a dar una caña para pescar en el lago?”, pregunta en voz alta este hombre de 56 años y varias historias en su haber.

Tres décadas atrás, seguramente pesara en su contra un dato que llegó a la patota del D2: tenía vinculaciones con el ERP. Y tres décadas después, el tipo lo reconoce: “Yo trabajaba para la guerrilla. No era militante, sino que les conseguía autos robados para el ERP”. Pero nadie logró que “cantara” este dato mientras era torturado.

Su contacto dentro de la orga era René Mourkazel, el “Turco”, un joven médico santiagueño, militante del Partido Revolucionario de los Trabajadores, que moriría estaqueado en un patio de la Penitenciaría, la fría noche del 5 de julio de 1976.

Ni bien lograron escapar, según recuerda el Loco Mariano, su camino y el de su compañero se bifurcaron. “El Negro Montero corre por el puente para hablar con unos muchachos que estaban pescando ahí. Les dijo que nos acababan de asaltar, pero los tipos no le dieron bola”, cuenta, afirmando que él se quedó en la punta del paredón.

Entonces ambos salieron en dirección al Camino de las Curvas, que conduce a La Calera. “Hicimos como doscientos metros, pero yo tenía terror de que nos agarraran. Por eso empecé a subir por la montaña, mientras el Negro seguía por la ruta”, recuerda el Loco, agregando que a los pocos metros alcanzó a vislumbrar que lo levantaba un camión. Nunca más volvería a verlo.

El escape a la libertad fue mucho más esforzado para Mariano, que caminó dos días y dos noches por la sierra, atravesando nada menos que los terrenos del Tercer Cuerpo de Ejército, institución y autoridad que hasta ese momento invocaban los tipos que lo atormentaban con la picana desde hacía dos meses.

Así atravesó valles y colinas, campos sembrados y caminos de tierra. Se alimentó como pudo de algunos frutos silvestres de la serranía y bebió de pequeños arroyos. En total fueron más de 15 kilómetros de andar errático, hasta que llegó a la localidad de Yocsina, ubicada sobre la ruta 20 que une Córdoba y Carlos Paz, y que en aquel entonces no era más que una simple carretera de dos manos.

El frío del mes de mayo y una tenue llovizna complicaban aún más la situación del andrajoso prófugo, que se acercó tímidamente hasta la fábrica de cemento para buscar ayuda en un grupo de camioneros que estaban partiendo con sus vehículos cargados hacia la ciudad. Con ellos aplicó su ingenio de delincuente avezado:

“Oiga tío, ¿Me puede llevar a Córdoba? Mire, estaba trabajando haciendo un alambrado, y mi patrón me cagó. No me vinieron a buscar ni me pagaron”, recuerda textualmente el protagonista de la historia.

Seguramente el camionero se compadeció y le hizo señas para que subiera. En menos de media hora estaban entrando como por un tubo a la ciudad de Córdoba. Ni siquiera los férreos controles militares sobre la ruta los detuvieron, porque el camión tenía vía libre para llegar a destino. “No te preocupés porque a nosotros no nos paran”, lo calmó el chofer, que llevaba cemento para la obra del Estadio Chateau Carreras. Allí se estaba trabajando en los últimos detalles de la construcción de aquel escenario mundialista, inaugurado sólo cinco días después, el 16 de mayo de 1978, con el triunfo 3 a 1 de la selección de Menotti venciendo a un combinado de la Liga Cordobesa.

El Loco pidió que lo dejaran bajar a la altura de Barrio Rosedal, y desde allí corrió hacia la casa de su cuñado. En pocos días, ya estaba “exiliado” en Buenos Aires, y haciendo nuevamente de las suyas.

La recaptura

Pegado al pabellón cuatro, donde el protagonista de esta fuga cumple los últimos meses de su condena, el que cuenta la misma historia es Ramón Roque Calderón. Se trata de uno de los guardias que se “tragaron” la escapatoria, aquella noche de mayo de 1978.

Condenado a perpetua por un crimen de 1994 que asegura no haber cometido, Calderón ocupa la habitación que fuera “patrimonio” del múltiple asesino Roberto Carmona. Su claustro y el del prófugo están paradójicamente espalda con espalda. Y si bien la historia los sigue enemistando, Calderón y el Loco son capaces de contar -cada uno por su lado- una misma historia, asombrosamente coincidente.

“Ahí se los llevaba para cepillarlos. Eran tipos jodidos que habían tenido problemas con la policía”, cuenta Calderón, recordando sus tiempos como guardia en el Chalet de Hidráulica. “Entonces las brigadas lo resolvían así. Los chupaban, los llevaban, se fijaban si podían cantar algo y después los hacían mierda”, agrega.

Por eso no llama la atención que la doble fuga de aquella noche cayera como bomba dentro del D2. Es que dos presos comunes, sin apoyo de organización alguna, habían logrado vulnerar por primera y única vez en la historia la seguridad de un campo de concentración del Tercer Cuerpo en la provincia de Córdoba. Un verdadero ataque al orgullo de la dirección de inteligencia.

La bronca se la comieron los cuatro guardias, pero no hubo tiempo para dejarlos en arresto, ya que había que salir urgente a encontrarlos “donde fuera”, según recuerda Calderón.

Los comisarios Romano y Britos, que en aquel entonces conducían el D2, los obligaron a recorrer cielo y tierra, barrer con los lugares que los prófugos frecuentaban, apretar gente, pagarle a buchones, y no dejar rincón sin revisar. Y tal como se lo habían propuesto, la estrategia funcionó.

“Nos mandaron a la Terminal de ómnibus, disfrazados de colectiveros”, recuerda Calderón, contando que se sabía que Montero tenía parientes en Santiago del Estero y podría buscar salir de la provincia. Allí se pasaron varios días, hasta que alguno vino con el dato.

Esa historia vuelve a entrecruzarse con la versión del Loco Mariano. “Años después me encuentro en la Cárcel de Encausados con Lalo, el hermano del Negro Montero”, recuerda el delincuente. Apenas lo vio, le preguntó por su compañero de fuga. Era el año 1987.

“Esa misma noche se vino para casa”, le contó el hermano que aún vive en Colonia Lola, hoy una de las “zonas rojas” del narcotráfico en la ciudad. “El fin de semana estuvimos comiendo un asado con los amigos del barrio; era la despedida porque a la noche se iba a Santiago del Estero”, continuaba el relato.

Lalo quería asegurarse que su hermano estuviera a salvo. Por eso le pidió a una vecina que le hiciera la permanente. Sus lacios cabellos, negro azabache, pasaron a ser motosos. Estaba irreconocible.

Al día siguiente del asado, acompañó a su hermano hasta la Terminal de Ómnibus, lo subió al colectivo, y se lo encomendó especialmente al chofer, diciéndole que era su hermano discapacitado, que iba a Santiago del Estero. Incluso tuvo la precaución de preguntarle el nombre al conductor, y averiguar cuándo volvía por Córdoba para preguntarle si había llegado bien.

A los dos días, Lalo regresó a la Terminal. Quería escuchar que todo había salido como estaba planeado. Pero el relato del chofer lo sorprendió: “Mirá, se nos cruzó un auto en el camino, antes de llegar a Santiago del Estero. Subieron dos tipos y lo llevaron de los pelos”. Para Lalo ya no había nada más que preguntar. Para el Loco Mariano, tampoco.

Volver para ser muerto

La versión del único sobreviviente de esta fuga termina ahí. Ése fue el último capítulo que escuchó de esta historia, presumiendo su final. Pero Calderón tenía bastante más para contar.

“A Montero lo agarran en un control de ruta en Santiago del Estero y lo vuelven a llevar a Hidráulica”, asegura. Y una vez allí, tuvo que contar cómo se había escapado: la historia de la escoba, la ganzúa, las esposas, la celosía y el barrote.

Claro que no lo contaría de forma espontánea. “Lo torturaron como loco para que cantara”, cuenta Calderón, señalando que “Romano, Britos y otro de apellido Molina” estaban ensañados.

Era un sábado de principios de junio, y al Negro Montero lo tenían con el torso desnudo en la sala principal de la casona, parado frente a la estufa con su leña crepitando. “Metían el crisol del hogar en medio de las llamas, y cuando el fierro estaba al rojo vivo, lo pinchaban en el pecho”, cuenta el testigo. Obviamente, el Negro habló.

Cuando se sacaron la duda sobre el método usado para escapar, ya no había demasiado más por qué ensañarse. “Lo llevaron caminando con una soga al cuello por la montaña, para matarlo cerca del lago”, asegura el ex guardia. Era de noche, y lo hicieron cavar su propia fosa aún con los brazos atados por delante, mientras le alumbraban con una linterna.

“A ver, probá si entrás en el pozo”, le ordenó Britos, según asegura Calderón, quien dice haber visto todo desde una posición más alta. El preso probó su nicho, pero no entraba. Tuvo que cavar unos minutos más.

Era una zona de gran declive, que caía en picada hacia el espejo de agua que en ese año estaba bastante alejado. “¡Ahí quién lo va a encontrar!”, dijo Romano. Y sin mayores explicaciones, descargó varios disparos sobre su cabeza y luego su cuerpo.

Rápidamente taparon con tierra la fosa y regresaron a la casa satisfechos. Habían vengado aquella humillación de tres semanas atrás. Era hora de festejar con un asadito.

comentarios
  1. Adolfo Ruiz dice:

    Agrego este detalle sobre cómo terminó la historia

    ————–

    Un cuerpo desconocido
    El tiempo quiso que el crimen no fuera perfecto. Una crecida del lago provocó que las aguas taparan la fosa y socavaran hasta hacer resurgir el cuerpo. El 9 de julio de ese mismo año, “empleados de la Dirección de Caza y Pesca, dependencia ubicada a escasa distancia del Chalet”, tuvieron la desagradable fortuna de darse con un cuerpo flotando sobre las aguas.
    El episodio fue registrado por el diario La Voz del Interior, que relató: “El cuerpo, aún no identificado, estaba maniatado a la espalda y los pies. En el hecho intervino la Policía de Villa Carlos Paz, que remitió el cadáver en descomposición a la morgue judicial del Hospital San Roque. El caso pasó al Juzgado de Instrucción de Séptima Nominación, cuyo secretario ordenó la amputación de ambas manos a los efectos de la identificación, pero no se había practicado la correspondiente autopsia para establecer las causas de la muerte”. Lo llamativo es que la crónica se escribió seis años más tarde, el 4 de julio de 1984, cuando recién comenzaban a desempolvarse las más escalofriantes historias del Terrorismo de Estado.
    Durante el juicio por la llamada Causa Albareda, que le valió al ex represor Luciano Benjamín Menéndez su tercera condena perpetua el 11 de diciembre de 2009, Ramón Roque Calderón colaboró en calidad de “testigo clave”, al relatar con escabroso nivel de detalles cómo fue la aterradora castración y muerte del subcomisario Ricardo Fermín Albareda, militante del PRT-ERP. Y así, como al pasar, en ese mismo juicio mencionó la muerte de Montero.
    En la actualidad, el Juzgado Federal N°3 de Córdoba tiene abierto un expediente por esta muerte y varias otras de esa época. Como en esta causa las víctimas son personas marginales –ladrones, prostitutas, quinieleros-, no parece haber ni abogados querellantes entusiasmados en impulsarlas, ni fiscales avezados ni decididos a avanzar hasta las últimas consecuencias.
    Tal vez por eso es que hoy no se sabe dónde está el cuerpo de Montero, uno de los dos únicos fugitivos de un campo del Terrorismo de Estado en Córdoba. Y sus familiares, como tantos otros, no tienen adónde llevarle una flor.

  2. gaston arana dice:

    muy bueno, me lleno mucho la narración

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