Una semana en Ciudad Juárez

Publicado: 28 noviembre 2011 en Jacobo G. García
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“Ya ni los gringos vienen por putas”, protesta el cantinero apoyado sobre la barra vacía de un local desierto que huele asquerosamente a limpiasuelos. Está cabreado y lleva así muchos meses. “Qué se arreglen de una vez, pero que vuelva a correr la lana”, se lamenta mientras abre una Tecate tras otra, bajo un ventilador de techo que solo mueve la mugre que acumulan sus aspas. Echa de menos los tiempos en que tenía cierto sentido el letrero que hay colgado en la puerta: “Prohibida la entrada a cholos, menores, militares y perros”. Hoy no puede permitírselo y daría la bienvenida a cualquiera que traspase la puerta con intención de hacer gasto. Si encima es algunos de los gringos que vienen a coger y a comprar viagra barata, mejor que mejor.

El zumbido de los helicópteros forma parte del bullicio junto al puente fronterizo que conduce a El Paso (Texas). Una banda sonora con la que conviven diariamente los casi 2 millones de habitantes que viven en Ciudad Juárez, y que incluye los gritos de vendedores y cambistas de dólares con muchos gramos de oro en dedos y dientes. Una banda sonora que incluye el sonido de las ráfagas de AK-47 (el famoso cuerno de chivo) y el de las sirenas. Muchas sirenas.

Nuestro cantinero habla a pocos metros del local al que se le atribuye la creación del primer margarita de la historia. El mismo bar en el que un día se sentó Marilyn Monroe para probar el cóctel de tequila, licor de naranja y limón, y a pocos pasos de un decrépito cabaré donde muchas décadas atrás se presentaron Frank Sinatra o Pedro Infante. Pero esos eran otros tiempos. Fue la época dorada de una ciudad acostumbrada a convivir desde su fundación con el vicio, las drogas y los excesos, pero que a día de hoy atraviesa una cacería sin precedentes. Si pocos recuerdan los días de vino y rosas de esta ciudad, menos aún la ola de pánico que se vive.

Una situación que, según los expertos y con muchos matices, se puede resumir así: los cárteles de la droga tienen cada vez más problemas para mover la droga e introducirla en Estados Unidos. El Gobierno de Felipe Calderón ha hecho de la “guerra” contra el crimen organizado el eje central de su mandato y para ello ha desplegado más de 40.000 soldados en algunos de los estados calientes del país lo que ha convertido la plaza en un avispero. Paralelamente Estados Unidos ha reforzado su control fronterizo y en el vecino del norte la demanda de cocaína ha caído.

La versión oficial dice que Juárez es el suculento objetivo de la guerra que sostienen los sicarios de Vicente Carrillo, jefe del cartel de Juárez, y del Chapo Guzmán, jefe del cartel de Sinaloa. Desde aquí, casi en el centro geográfico de los más de 3.000 kilómetros de frontera entre México y Estados Unidos, es fácil distribuir la droga hacia cualquier punto del país vecino. Pero la realidad es que desde hace tiempo, a los cárteles del narcotráfico que se pelean la plaza ya no le vale con matar, si no que hay que hacerlo con saña, descuartizando al contrario, metiéndole los testículos en la boca y colgándolo de un puente. Hay que salir en televisión. Igual que aquí no existe el clima templado, y se pasa de la nieve al sofocante calor en pocos meses, tampoco existen los heridos. Al que no muere en la primera ráfaga, se le remata en el hospital.

La paradoja es que para hablar de la vida, y la fuerza que esconde Ciudad Juárez, es necesario irse a la morgue temprano, visitar la cárcel, tomar un tequila en el famoso Kentucky o hablar con quienes se ríen de los que dicen que jamás pondrían un pie en un lugar como este. Y nos ponemos manos a la obra.

La vida se explica en la morgue

Será porque la muerte es algo tan habitual como ver amanecer, la morgue de Ciudad Juárez es tan fría como un centro comercial. Su aspecto nada tiene que ver con el de un sórdido lugar donde venir a morir, sino con un lugar de tecnología de punta donde médicos y científicos coinciden cada noche con madres desesperadas que llegan para reconocer cadáveres. Quizá porque ser forense en Juárez es como tener un master en literatura francesa en la Sorbona, aquí las matanzas se llaman “eventos” y jamás diferencia entre buenos y malos.

Quien esperaba encontrar un lugar sórdido, oscuro y macabro se encontrará un moderno complejo en el que trabajan medio centenar de personas en las áreas de criminología, balística, química y genética, antropología y administración. Todo para intentar saber el quién y el cómo de los 14 muertos que entran diariamente.

“Hasta 2004 esta era una ciudad normal y aquí sólo llegaban muertos por accidentes de coche, armas blancas…pero desde hace algunos años esto se ha disparado y las matanzas son en lugares públicos, transporte colectivo, centros comerciales…”

―¿Le afecta tanta violencia?
―Desgraciadamente se acostumbra uno pero los descuartizados siempre son impactantes –señala un médico embutido en un traje de plástico blanco, como si fuera un astronauta.

En la camilla metálica el último cuerpo que entró a la morgue espera para la necropsia envuelto en una bolsa negra de la que se escapan dos dedos. Y sobre el plástico negro unos enigmáticos datos escritos a tiza: SAC 35. En la radio suena la música de El Buki mientras comienza la disección, de quien hace unas horas era Omar. No hay más datos.

Precisamente desconocer todo lo que rodea los cadáveres está la clave para la supervivencia de este centro y su personal. “Nosotros no hacemos labor de investigación, eso pertenece a la Procuraduría y la Policía. No nos importa saber qué hizo ni por qué lo hizo. Mi obsesión es que los médicos traten los cadáveres como les gustaría que los trataran ellos”, explica sentada en su despacho Alma Rosa Padilla, coordinadora del servicio médico forense (Semefo): “El servicio médico forense hace el levantamiento del cadáver y aquí entran con un folio que dice fecha, donde se encontró, quien lo encontró y los rasgos físicos más importantes: tatuajes, cicatrices, trabajos dentales, amputaciones… Si no hay posibilidad de saber su nombre se mete en una bolsa negra, se le clasifica como No identificado y se conserva su cuerpo en el refrigerador hasta que algún familiar pase a reconocerlo”.

De los 14 cuerpos que entran diariamente, 12 ingresan por muertes violentas y solo 2 lo hacen por accidentes de tránsito, suicidios o intoxicaciones. Después de unas semanas, si nadie viene a retirar el cuerpo, todos ellos acabarán en una fosa común a la afueras de Juárez. El gigantesco congelador tampoco distingue el origen de los muertos, y en las estanterías metálicas, envueltos en sabanas blancas, se acumulan decenas de cadáveres de jóvenes, policías y sicarios a la espera de la necropsia. A falta de más datos, los sociólogos ya definieron a la mayoría de sicarios que llegan hasta aquí como Ni-ni-ni-ni, ni estudios ni trabajo ni esperanza ni remordimientos.

El olor a carne y sangre se mete en la nariz y la ropa mientras recorremos las instalaciones. Una sala, otra sala, un laboratorio, un refrigerador, dos despachos… Interrogo, apoyado en una caja de cartón que parece contener documentos, a la jefa de la morgue más activa del mundo.

―El trabajo se dispara los fines de semana y por las noches. Además hay un cambio importante de patrón y las muertes son más violentas: decapitados, torturados, quemados…impresiona mucho analizar el cuerpo por un lado y por otro la cabeza. Eso no se te olvida nunca –explica.
―¿Cuánta gente trabaja aquí ?
―Diez médicos, diez prodisectores, un radiólogo, un odontólogo, 12 camilleros, cinco secretarios, arqueólogos, antropólogos…
―¿Y para qué un arqueólogo o un antropólogo?
―Pues para investigar huesos como estos, aparecidos en estado de descomposición.

La doctora abre la caja en la que me apoyo, una sencilla caja de cartón con algunos datos escritos en el lateral donde se acumulan varias osamentas.

Marisol, lo más vivo de Juárez

En la avenida principal de Ciudad Juárez, varias patrullas de la Policía Federal esperan a que el semáforo cambie de color encapuchados, con el arma apuntando a los vehículos y el dedo en el gatillo. En el informativo que sale por la radio del carro el presidente Felipe Calderón habla de contundencia y de que jamás negociará o mirará hacia otro en su lucha contra el narco como hicieron los gobiernos anteriores. En sus últimos discursos ha bajado el tono y ha sustituido la palabra “guerra” por “lucha”, y “narco” por “crimen organizado. Miles de policías patrullan la ciudad desde hace meses pero el número de muertos, lejos de descender, alcanza cifras récord. A la detención de Tony Tormenta, por ejemplo, le sucedió una matanza de siete jóvenes en Ciudad Juárez durante una reunión familiar. En Ciudad Juárez a cada buena noticia le sigue siempre una masacre mayor que la anterior.

Pero son ya muchos años oyendo hablar de las “muertas de Juárez” (que hicieron tristemente célebre esta ciudad) y muy poco de las “vivos de Juárez”, así que la satisfacción es doble al ir a ver a Marisol, conocida como “la mujer más valiente de México”.

Es joven, es mujer y es jefa de policía del polvoriento Práxedis, un pequeño pueblo del Valle de Juárez, epicentro de la guerra que sostienen los sicarios del cartel de Juárez y del cartel de Sinaloa. Un lugar donde la estadística dice que si compras lotería, como Marisol, casi siempre te toca. Pero lo dicen las estadísticas, lo publican los periódicos (que hablan del 2010 como el año más sangriento de la historia de Juárez) y lo confirma su antecesor en el cargo, acribillado de nueve disparos, o los 18 policías que estaban a sus órdenes, la mitad asesinados y la otra mitad declarados en deserción cuando la cabeza de uno de ellos apareció en una hielera.

Y aquí es donde habría que explicar de qué pasta está hecha Marisol. Explicar que, a mediados de octubre, como si fuera una película de vaqueros, una joven de 20 años, coqueta y con cara de no haber roto un plato, empujó la puerta del despacho del alcalde para decir “aquí estoy yo” y hacer lo que ningún hombre se atrevía: asumir la jefatura de la policía de un municipio de 3.400 habitantes situado a 75 kilómetros de Juárez, y junto a la alambrada que los separa de Estados Unidos.

Y ahí está ella, tranquila, en una oficina que tiene tres balazos en la puerta, y moviendo con soltura sus barrocas uñas rosa sobre el teclado para redactar los primeros informes de su vida. “Tengo que contar al alcalde lo que la gente necesita. Es lo que él me ha pedido”, explica mientras escribe.

Contar que se levanta sobre las 6:30, que le gusta arreglarse y que tras las gafas de pasta esconde una sonrisa tan dulce que parece salida de otros paisajes. Que le vuelven loca las alitas de pollo, que está casada y tiene un bebe, que terminó la carrera de Criminología con un expediente plagado de notables y sobresalientes y que el último libro que leyó fue Drácula. También que, como solo había dos policías cuando llegó al cargo, decidió crear un equipo sólo con mujeres “porque me siento mejor con ellas. Son más humildes, más sencillas y conocen mejor cómo se lleva una casa y lo que es una familia”.

―Claro que tengo miedo, todos tenemos miedo ahorita, pero necesitamos que el miedo no nos venza. Me arriesgué porque quiero que mi hijo viva en un pueblo diferente a la que hoy tenemos. Mi proyecto se basa en corto, mediano y largo plazo. En el corto, visitar cada una de las familias del pueblo para conocer sus problemas; en el medio, involucrar a los habitantes en el proyecto y que todos trabajemos por la seguridad; y en el largo, acabar reduciendo los delitos con la ayuda de todos –explica con un entusiasmo que le brilla en los ojos–. Queremos recuperar los valores de la familia, de la cultura, del deporte… dar a los jóvenes otras alternativas.
―¿Quién provoca la ola de terror que se vive en el pueblo?
―Prefiero no decir nada.
―¿Cómo se llama tu pequeño?
―Prefiero no decirlo.

Frente a ella tiene una bolsa de papas fritas, un bombón que alguien le regaló y varios folios escritos a mano con una caligrafía de un recién salido del colegio.

Pero en los cuatro meses que lleva al frente de la policía algunas cosas han cambiado: los vecinos han visto a una jovencita recorriendo casas e interesándose por sus problemas, el pueblo apareció por primera vez en las televisiones de medio mundo y Hermila García ya no está en su puesto. Ella, también mujer, joven y jefa de policía de un pueblo cercano, fue asesinada cuando sólo llevaba un mes en el cargo al frente de la Policía de Meoqui. Murió acribillada el 30 de noviembre, cinco minutos después de haber salido de su casa. Un grupo de sicarios la seguía en dos camionetas y le dieron alcance a la altura del poblado de Los García, a unos 10 kilómetros de su oficina. Allí, la obligaron a bajar de su coche, un Nissan Sentra color plata, y le descerrajaron al menos tres disparos sobre la banqueta. Sucedió en menos de dos minutos frente a una tienda de importaciones y no hay testigos. Marisol ha rechazo escolta y tampoco quiere llevar armas, “porque sin pistola en el bolso me siento más segura”, dice.

Después de una fría noche, dejo Práxedis y emprendo camino a Ciudad Juárez. Antes de partir el único hombre, sentado en un banco de la plaza del pueblo, parece querer impresionarme.

―El pueblo se quedó desierto, aquí los que mandan son ellos (el narco) y hasta los perros tienen miedo. ¿Ve ese perro cojeando? Se llevó un plomazo rebotado en la pata en la última balacera.

El famélico animal es un montón de huesos y piel arrastrándose por los primeros rayos de sol de una región sin medias tintas, ni el clima ni en la violencia.

El Samurái, líder de Los Aztecas

La celda en la que hablamos es de las sencillas. Seis literas, manchas de humedad, un aparato de música, una televisión, fotos de vírgenes y familiares, algunas velas prendidas, un váter sin tapa, una ducha y la reja, siempre la reja. En los patios de la prisión murales prehispánicos con dibujos de Cuauhtémoc, de la mítica ciudad de Tenochtitlán o de Quetzalcoatl, la serpiente emplumada de los aztecas. Son las señas de identidad de Los Aztecas, una banda nacida en los noventa en las cárceles de Estados Unidos, pero que hoy trabaja a destajo para los cárteles de la droga.

El golpe del cerrojo al cerrarse deja en los pasillos de la prisión un eco que se prolonga con cada vuelta de llave del funcionario. Ni ropa azul ni cinturones ni paquetes de tabaco abiertos. Esas son las condiciones para poder entrar. Una puerta, otra puerta, un pasillo, otro puerta más y por fin, en el patio central, El Samurái.

―¿Eres el líder de Los Aztecas?
―Digamos que soy el portavoz.
―¿Por qué estás aquí?
―Por homicidios.
―¿Cuántos?
―Unos cuantos…
―¿Por qué?
―Era parte de mi trabajo
―¿En qué consistía tu trabajo?
―En entregas… y en ejecuciones.

El Samurái prefiere no entrar en detalles sobre el delito que lo condenó a la cárcel, y menos si entre los homicidios está parte de su familia. Le cayeron 20 años, se llama Jesús, y está considerado el líder de Los Aztecas en la cárcel de Ciudad Juárez, pero le llaman El Samurái porque cuando se pone hasta arriba de marihuana se le achinan los ojos. Pero hoy no hay ni rastro de marihuana, ni en su mirada ni en sus respuestas, sino un tipo calmado, con tatuajes en el cuello y la piel desfigurada, que lanza respuestas como disparos de AK-47, tan breves como secas, sentado sobre la cama de la celda.

Moreno de piel, voz grave, espigado y fibroso. Sin voces ni estridencias, reparte órdenes a sus soldados con un movimiento de cejas. Tiene el cargo de sargento dentro de la estructura de Los Aztecas y con él me han remitido los propios presos para saber qué pasa aquí dentro. Aunque lleva varios años a la sombra, la banda que lidera es uno de los brazos ejecutores del cártel de Juárez.

―¿Cómo es el sicario de ahora?
―Son personas jóvenes e inmaduras que no han estado nunca en el negocio. De ahí vienen las órdenes ahora. Chicos de familias humildes y descompuestas que tienen ganas de cosas, de comer bien, de vivir bien. Son jóvenes y tienen sueños. La lástima es que duran muy poco porque en este mundo nuestro a vida es corta y todo se queda en sueños.
―¿De dónde salen?
―Muchos son jóvenes, pero otros son padres de familia que hasta ahora trabajaban en la industria ensambladora y de repente les ofrecen diez veces más de lo que ganaban. Sólo por vender o informar.
―¿Cómo se ha llegado a la situación actual?
―Ahora se mata a los hijos, a la familia y se les cortan las cabezas. Se mata por gusto
―¿Por gusto?
―Sí, la mitad de las muertes en las calles son por gusto. Hay que gente cansada y enrabietada y cualquiera tiene un arma.

Con Margarito recorro el resto de la cárcel. Es bajito, gordito, usa gafas y huele a colonia fresca. A pesar de un nombre y un aspecto que nada tiene que ver con las películas de Hollywood, es otro de los pesos pesados de la cárcel de Ciudad Juárez, fiel escudero de El Samurái, y el hombre que le cuida las espaldas, dice.

Margarito me enseña la huerta, la granja y los gallos de pelea que están criando. Nos explica que Los Aztecas están obligados a ducharse y afeitarse cada día, a mantener limpia la habitación y a cuidar su aspecto. Los que venden chucherías o artesanías en el patio pagan impuestos a esta pequeño Estado creado al interior de la cárcel y que utiliza los recursos para adecentar el lugar, arreglar el campo de fútbol o pagar los atuendos para las celebraciones religiosas.

Pero Margarito sólo puede acompañarnos unos metros, hasta donde comienza un gigantesco muro, porque más allá están Los Mexicles, al servicio del cártel del Golfo y los Artistas asesinos (AA), brazo ejecutor del cártel de Sinaloa. La prisión está dividida en tres zonas de enemigos irreconciliables que ni se ven ni se tocan, en una cárcel para 1.600 presos que está al doble de su capacidad.

Nada más traspasar el muro y entrar en el área de Los Mexicles, las palabras jerarquía, respeto y orden de Los Aztecas toman sentido. Se nota en su aspecto físico y en que solo quieren sacarme unas monedas y unos cigarros. “Todo esto se terminaría acabando con aquellos”, “Una foto por favor, una foto” “¿Y usted de qué parte viene?”, preguntan Los Mexicles. Aquí no hay granja, huerta ni talleres. Parecen más un grupo de drogadictos abandonados a su suerte.

El recorrido termina en el bar más viejo de la ciudad de la ciudad, el Kentucky, un local con la barra de madera más espectacular de la zona. Una barra que llegó en barco desde París en la década de los veinte. El lugar respira elegancia, maderas finas, espejos y lámparas y risas a media luz. Aunque hoy está de capa caída grandes personalidades en su día artistas como John Wayne, Steve McQueen, Elizabeth Taylor o Richard Burton se echaron muchos tequilas y margaritas apoyados en este espectacular trozo de madera llegada de París. Fueron los últimos en dar esplendor a un lugar al que ya ni los gringos vienen por putas.

comentarios
  1. aníbal farías dice:

    De Truman Capote, Roberto Arlt, Bolaño, y por què no de Piglia, tiene lo tuyo.Son lo que me encuentro seguido en el Peiodismo Narrativo, muy buenos «textos», lo tuyo , si permites el tuteo, està entre ellos. Tengo debilidad por aquello que en escritura «respira», oxigenado y fluído, sin rebusques. No espro que la «putas vuelvan» como tu cantinero, pero sì que el personal se calme…porque si «entre hermanos nos peleamos nos devoran los de «ajuera». Un abrazo, sencillo pero sentido. aníbal farías- ginebra-ch- anibalfarias@yahoo.fr

  2. elena dice:

    Malandrín.. No había visto esto tuyo. Tremendo arranque. Y el resto. Me encantó. Besos. Elena.

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