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En honor del pirata

Publicado: 21 agosto 2013 en Cristian Valencia
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La última vez que se vio estaba en Cartagena y contaba 34 años. Era Yamal un hombre grande y corpulento, apuesto como una estampa de turcos conquistadores, con un diente de tigre de Bengala colgado al cuello, de pelo largo y piel aceituna, descamisado, pantalones bombachos y cimitarra al cinto. Se paseaba por Cartagena como un personaje de las mil y una noches, de esos que roban princesas y atesoran joyas. Llegó al Corralito de Piedra en un día soleado de 1995 procedente de Curazao. Parado en el bauprés de un velero azul de velas hinchadas, timoneado por alguien recién conocido en las Antillas. Un tal capitán Morgan, inglés que nada sabía sobre barcos y huía de sus familiares porque querían meterlo en un ancianato.

Morgan y Yamal, en un velero, llegando a Cartagena, con la mirada ansiosa de marinos viejos, fueron sin duda los personajes más increíbles que hayan arribado a puerto alguno. Y esto, sabiendo que a los puertos pueden llegar cíclopes y se atienden con la misma naturalidad que a un boticario recién desembarcado de un trasatlántico. Pero no era posible que un piloto de la Real Fuerza Aérea de Inglaterra, setentón y curtido por el sol caribe, se acercara en compañía de un antiguo traficante de chinos a Cartagena. Porque esa fue una de las profesiones de Yamal: llevaba chinos desde Macao hasta Port Essington, pequeño puerto en el oeste canadiense, desde donde podrían llegar con relativa facilidad a Edmonton o Calgary. Cobraba por chino la suma de tres mil dólares con todo incluido: salida furtiva, alojamiento en el barco, comida, y entrada directa en el país desarrollado. Eso hizo durante algún tiempo hasta que su sangre turca le fue volteando el compás y su GPS (Geographical Position System) lo enviara directo hacia las huracanadas aguas del Caribe.

Yamal y Morgan arribaron al Club Náutico del barrio Manga en Cartagena. Hicieron la transacción para amarrarse al muelle con el dueño, un marino australiano que años atrás había decidido quemar las naves en esa bahía y formar hogar con una india momposina de nombre Candelaria, mujer de muchas cumbias, poseedora de toda la dignidad de los Xinúes. Morgan desembarcó con ese aire de haber llegado a Itaca y fue directo al bar. Una linda nativa lo atendió primero con una sonrisa y luego con una cerveza helada. Morgan le propuso matrimonio de inmediato. Y Wendy se contoneó, le blanqueó los ojos, sonrió, relució su piel morena y le prometió pensarlo. El viejo capitán inglés bebió lo que pudo en esa tarde sin mostrar ningún interés por salir a conocer esa ciudad que prometía bacanales.

Yamal sí estaba sediento de tierra después de los cuatro días de dura navegación que habían puesto distancia con su confinamiento en una cárcel de Curazao. Allí había conocido a Morgan. Nadie supo nunca qué clase de delitos había cometido cada uno por separado, pero ese fue el cruce de caminos que los juntó. Luego de conversar animosamente y de un par de tragos triples del licor local, mandados con apuro pendenciero en la barra, Yamal se largó a las calles con la intención de encontrar lo que esa ciudad le tenía preparado. Salió del club Náutico recién bañado, oliendo a pachulí. A pie, como mandan los cánones del viajero, puso rumbo a la ciudad vieja. Quién sabe qué clase de epifanías tuvo al entrar por la torre del reloj y ver esa cambada de mestizos bisneros y negras hermosas que se saludan con la temeraria cortesía de estamos vivos, compañero. Lo cierto es que apareció a las tres de la mañana con dos chicas y varias botellas de ron a despertar al viejito Morgan para incitarlo a la parranda. De alguna parte de su velero sacó instrumentos musicales raros que interpretó ante el asombro de sus vecinos. Bebió lo que pudo con la resistencia de Sandokán y se fumó toda la yerba comprada a algún jíbaro de la Calle de la Media Luna, y se inhaló lo que los diarios internacionales le habían vaticinado. Morgan lo siguió a regañadientes más por las caderas de la negra Tomasa1 que por simpatía hacia su compañero de quien ya tenía quejas de convivencia en altamar. Si Morgan estaba loco por la vida, Yamal lo estaba triplemente de por vida.

A la mañana siguiente, qué decir, al medio día siguiente despertó Yamal desnudo sobre la cubierta, atado en un abrazo canicular a la Julieta de la noche anterior, a medio cubrir ella con una vaporosa tela egipcia de las que usaba Yamal para compartimentar su barco. Ese fue el primer escándalo en la marina, porque allí no sólo llegan piratas sino que acuden también las damiselas de la alta sociedad local, hijas o esposas de ejecutivos con yate. Y Yamal, dando por sentado que esa tierra era suya, se desperezó en cubierta como Dios lo trajo al mundo y le hizo una venia al sol acompañada de palabras en su idioma. Una actitud que no tardó en llegar a las oficinas del australiano, que lo llamó al orden en un tono conciliador pero claro. «Aquí no se puede hacer eso, Yamal», le dijo en su inglés particular, sin pasarse de tono, por si la sospecha de que era un turco excéntrico lleno de dólares resultaba ser cierta.

Una semana después ya todos en la marina estaban enterados de la capacidad adquisitiva de los nuevos inquilinos del muelle, porque Morgan oficiaba de mecánico de motores diesel de cuanta embarcación le diera trabajo. Y el dinero ganado lo gastaba invariablemente en cigarrillos Pielroja y cervezas compradas en la barra del club para seguir endulzando la oreja mestiza de Wendy. Eso era lo único que deseaba Morgan, casarse con una mestiza hermosa y vivir de cualquier cosa. Lejos de sus hijas, que le habían perdido el rastro en Curazao, cuando intentaron hacerlo regresar a Inglaterra prometiéndole la tranquilidad de un hogar geriátrico con canchas de críquet. «Imposible», decía Morgan cuando recordaba el futuro que le tenían preparado, mientras le pegaba profundas caladas a su cigarro sin filtro. No sobra decir que Wendy sí quería casarse con un extranjero pero para llevar una vida de extranjera, en otro país, de esposa de un rubio con yate, dándose la gran vida en un mar azul con camisita guayabera, pero no deseaba casarse para seguir de lo mismo, cocinándole y haciéndole el amor a un inglés viejo con apellido de pirata, borracho y fumador.

Yamal pagó el primer mes del muelle en dólares. Doscientos cincuenta, con derecho a luz y agua. Pero al vencerse el segundo caminó con determinación hacia la oficina de Olafo (así le dicen algunos al australiano), y se metió allí con una botella de ron. Para discutir de negocios», dijo. Salieron a eso de las Cuatro de la tarde con síntomas de algún mareo y una buena amistad de por medio. A la mañana siguiente, con ayuda de algunos advenedizos que esperaban propina, Yamal desmontó la vela mayor y la génova, y las vio partir para siempre en una carretilla empujada por los fortachones brazos del hermano de Candelaria, estibador bien pago encargado también de bucear los muertos y los cabos para las maniobras de atraque. En eso consistió el negocio de la tarde pasada con Olafo: ocho meses de muellaje a cambio de los trapos del Sanri. Y con ello también quedó al descubierto una de las tantas maneras que tenía el turco para sobrevivir. No era del tipo de personas que se aferraban a las cosas porque sabía, y esto se le notaba en la mirada, que siempre tendría un barco para navegar, uno para vivir, uno para negociar, uno para amar, uno para traficar. En su vida siempre habría un barco. Y siempre lo había tenido, como dan fe las diferentes versiones de su lugar de origen, atravesadas todas por historias del mar. Algunos decían que Yamal les había dicho que había nacido en un humilde hogar de pescadores muy cerca de Ankara, a orillas del río Kizilimak, y que tardó mucho en llegar a conocer la vastedad del océano. Otros dicen que dijo, que eso era falso porque fue arrojado por su madre en un cesto de basura en el populoso puerto de Trebisonda, recogido por una familia de gitanos que lo llevaron a recorrer Armenia, Georgia y Azerbaiján hasta que, harto de pasar trabajos, emigró a Odessa en busca de oportunidades. Pero la más probable es que fue niño en Istambul y que a muy temprana edad ya estaba surcando los mares en pesqueros griegos con quienes comerció hasta que pudo hacerse a su propio barco aceitunero.

Igual daba para todos que Yamal hubiera sido lo que decía en su versátil forma de comunicarse. No hablaba buen español, ciertamente, pero entendía a la perfección los ademanes e interjecciones de los costeños más barriobajeros de Cartagena. Y se hacía entender por ellos en una mezcla de griego, turco, francés, catalán, portugués, italiano y español. Y en todos los idiomas las palabrotas eran las primeras que sonaban sin importar si su interlocutor era un capitán holandés o su novia Julieta. Groserías que irritaban a Morgan hasta obligarlo a usar la palabra shit. Palabra que jamás decía en público y se la guardaba para sus abluciones matutinas en las duchas del muelle: servicio que Olafo muy cortésmente no le había suprimido amén de su mala situación económica y de que Yamal lo hubiera corrido del Sanri por anciano decrépito, disociador y agua fiestas.

El viejo capitán de aviación sí hablaba mal de Yamal a sus espaldas. No lo consideraba un buen hombre y en muchas ocasiones trató de enemistarlo con los dueños del muelle. Pero Yamal tenía un don difícil de opacar. Así como escandalizaba a la gente de bien «amuellada» en la marina, propasándose en bacanales a bordo del Sauri, igual los podía encantar con su simpatía de cirquero traga fuegos, sus melodías musicales y su gruesa voz gritando palabras de otros tiempos. Tenía un aparatico de shawarma y con él hacía las delicias de los comensales cuando le daba la gana. Preparaba el cordero con especias de ultramar y lo enrollaba con suma paciencia en el eje del asador. Y luego, mientras bailaba y se emborrachaba, hacía una suerte con dos cuchillos, trenzándolos en el aire en figuras marciales, y cortaba delicadas lonjas para cada uno. Nadie podría resistir el número de Yamal y su asador medioriental. No quedaba menos que abandonarse a los devaneos del turco y dejarse encantar el oído con esas melodías que en segundos transformaban esa marina caribeña sobre la bahía de Cartagena en un rústico estadero sobre el mar Egeo, de esos con cabezas de toro ensartadas en la pared, donde mujeres de piel aceituna se abandonan a los placeres paganos. Porque Yamal era Odiseo y Circe y las sirenas y el Cíclope al mismo tiempo. No tardaron estas hecatombes en hacerse famosas en Manga, barrio cartagenero notable por sus construcciones moriscas, con solares inmaculados que alguna vez fueron calabozo de princesas raptadas por una horda de moros bullangueros, presas de amor en este mar lejano, y comenzaron a llegar las ninfas de sociedad al club Náutico a instalarse en las sillas del bar para amansar los calores tropicales bajo la techumbre de paja, con el recóndito cometido de admirar y ojalá conocer a ese macho altanero que desatendía con vitalidad las frágiles normas de comportamiento en sociedad.

Es Soledad una mujer de cincuenta y largos años, gerente de una agencia de viajes en el barrio Bocagrande. Le había tocado sufrir una tragedia en los Estados Unidos, cuando se fue de la mano de su enamorado gringo con la ilusión de formar un hogar estable en un país sin problemas. Lo cierto fue que apenas llegó a suelo ‘americano’ el mozuelo destapó un as de oros que se había guardado hábilmente en la manga. Era casado, y todo lo que ofrecía era un modesto apartamento, al que acudiría una vez a la semana. Su trabajo sería de concubina escondida, latina en celo, sedienta de sexo, cosa que hizo a cabalidad durante el mes que soportó su dignidad. Se devolvió para Colombia con el vientre cargado de un niño que jamás conoció la tragedia de su madre ni a su padre. En esas condiciones la encontró Yamal. Aunque de eso hubiera pasado mucho tiempo, Soledad tenía en sus ojos dos lágrimas atrapadas de por vida. Trabaron amistad sin recato y más de una tarde la pasó el turco en su compañía, en el pequeño departamento junto al club. Al principio Soledad se dio a la tarea de rememorar y sufrir, pero con el paso de los días el encantamiento de Yamal y sus cuidados de hombre de un sólo día fueron surtiendo efecto. Comenzó a sonreír con soltura, a vestirse de flores y a divertirse con poco, como lo hacía Yamal. Ella insiste en que no hubo amoríos de por medio, pero que Yamal la sacó de una pena de tantos años y le enseñó a no sentirse avergonzada por el mal pasado.

Yamal tenía la palabra perfecta para cada una de sus admiradoras. Era capaz de seducir a la mujer barbuda convenciéndola de su original belleza, y pasearse con ella de la mano como si estuviera junto a la más hermosa que hubiera conocido. En esto era sincero. Cuando salía con Julieta, una mujer con tan pocas carnes que apenas le cubrían los huesos, no soportaba que nadie (fuera policía, banquero o vendedor de pescado) la mirara. Y si lo hacían sacaba su cimitarra y amenazaba con todos los idiomas para defender el honor de su doncella. Le fue fiel mientras duraron de novios, así le gritara a veces, en momentos de iracundia. «muñeca maldita», como si fuera el alcahuete de un burdel de baja estofa. Pero Julieta fue cayendo en desgracia en la medida en que aumentaron sus excesos junto al turco. Si bien se consideraba una mujer rumbera y criada en la calle desde muy chica, no aguantó la marcha de Yamal y con los días su mirada se fue perdiendo en un vaho narcótico del que sólo salía para seguir bebiendo y fumando lo que se le pusiera enfrente. Yamal, por el contrario, se hacía más fuerte cada día y es muy probable que ya viviera en el delirio cuando decidió echar a su muñeca maldita para siempre. Cayó en una especie de depresión sedienta que agotó las arcas en rones primero, aguardiente después, alcohol etílico con colombiana más tarde, y cuando ya no le quedaba ni para el chirrinche, se comenzó a beber las lociones de los barcos vecinos.

Del Sanri ya no quedaba nada que valiera la pena. Quedó convertido en una tina flotante llena de telas colorinches, una vez vendido lo último que lo identificaba como velero: el mástil, la cruceta y la botavara. Lo demás había salido de acuerdo con sus necesidades, como si se tratara de un banco acuático que, fuera como fuere, caminaba hacia la quiebra. Vendió la rosa, el timón de viento y el automático, el GPS, la sonda electrónica, el radio de VHF y el SSB, los backstays, los stay, los obenques, las jarcias, la roldana, las pastecas, los tres winches, las escotas y cabos, el spinaker, el barbotín del ancla, el ancla, las cornamusas, la nevera, dos baterías, el alternador, las bombas de achique, la pipa de gas y la estufa, dos lavamanos, los únicos tres mamparos, la mesa, todas las cartas de navegación, la herramienta, el generador, el zodiac con su motorcito de quince caballos, un juego de remos, siete salvavidas, tres juegos de bengalas y chalecos de seguridad. Las luces de navegación se las encimó a los que compraron el mástil.

La mañana del 4 de febrero de 1996 un grupo de hombres pertenecientes a extranjería del DAS (Departamento Administrativo de Seguridad) arribaron al club en siniestra redada. Se acercarían a todos los veleros para verificar que los permisos de Capitanía de Puerto estuvieran vigentes. Los extranjeros que se enteraron con anterioridad se habían desamarrado del muelle y se encaminaban hacia Puerto Obaldía en Panamá con la intención de regresar con un nuevo zarpe que les posibilitara tres meses de extensión a su regreso. Morgan intentó salir en distintos barcos sin éxito alguno y a la hora de la pesquisa se había logrado esconder en las sentinas del Dragón, velero vecino del Sanri. Salió al anochecer con claros síntomas de lumbago, porque nadie le avisó que la redada había terminado cuando los detectives encontraron a un hombre descamisado que les amenazó con unas cimitarras mientras cantaba y gritaba consignas en otro idioma. Se llevaron a Yamal preso y delirante, luego de un feroz combate de palabras, y de que algunos marineros amigos del turco lo convencieron de bajar las armas y entregarse a la autoridad. «Me voy a quejar a mi consulado», gritó, mientras salía por el pantalán de la marina, dueño de una seguridad espeluznante. En el club todos quedaron preocupados porque sabían que mientras Yamal encarara los policías de esa manera llevaba todas las de perder y que, en el mejor de los casos, sería deportado luego de una tremenda paliza. Pero nadie estaba dispuesto a presentarse en el DAS a interceder por Yamal, no fuera a ser que los vincularan de alguna manera con un extraño caso policiaco internacional, posible en la medida en que todos conocían la incalculable capacidad que tenía Yamal para meterse en problemas.

El único que realmente se preocupó por la suerte del turco fue Julio César, una especie de asistente esporádico que a veces le llevaba encargos que traía de las Ollas del Corralito. Joven caleño, de unos 27 años, su conexión con la realidad había colapsado en una nebulosa de marihuana mucho tiempo atrás. Era lo que se dice un marigüanista profesional y sin duda un existencialero también. Cuando se enteró del arresto de Yamal pidió una bicicleta prestada y salió con premura de estafeta hacia las dependencias del DAS. En la marina la ocurrencia de Julio César divirtió a todo el mundo, al imaginar la cara del comandante de guardia cuando se presentara el único acudiente de Yamal, lleno de argumentos extrañamente legales, recitados con el fervor de un político de izquierda. Hubo apuestas de por medio. La mayoría se inclinaba a pensar que Julio César sería arrestado antes de pronunciar la primera palabra. Había otros, los más pocos, que consideraban al defensor tan absurdo como el defendido, y que por eso mismo bien podrían salirse con la suya. A las once de la noche regresó Julio César con su mirada segura de ojos bien abiertos y se fue directo hacia el Sanri para sacar la maquinita de shawarma. Yamal lo había mandado por ella. Muchos se sorprendieron y le preguntaron si se había visto con el turco. «Claro», dijo Julio César, y no dijo más, dando a entender que sus habilidades de abogado de oficio no eran cualquier pendejada. La hipótesis que se barajó en esa ocasión fue que tratarían de cambiar ese objeto por la libertad. Pero Julio César también cargó la bicicleta con todos los instrumentos musicales, de tal suerte que cuando partió su imagen no daba para pensar que pudiera recorrer más de dos cuadras sin ser detenido por alguna autoridad. Y es que parecía una mezcla del flautista de Hammelin con un bufón medieval montado en una absurda y tercermundista máquina del tiempo.

Y al otro día, cuando la situación de Yamal y Julio César no pasaba de ser un rumor lejano, aparecieron en la marina los dos juntos, montados en la bicicleta con todos sus cacharros, cortando todavía retazos de rancheras y vallenatos, manifestaciones tardías de una gloriosa noche de farra. Hubo aplausos más aterrados que sinceros, acallados súbitamente con un gesto obispal de Yamal.

—La vida… —dijo, mientras destapaba una botella de aguardiente Tapa Roja del Tolima—es una belleza.

Luego apuró un trago y le ofreció uno a Julio César sin que nadie musitara nada. Y aunque todos creían que hacían silencio para escuchar las anécdotas de los dos, lo cierto es que el turco inspiraba respeto cuando hinchaba sus pulmones, así fuera con aguardiente.

—Les presento al vicecónsul de Turquía, señores —dijo mientras señalaba con su mano abierta a Julio César, que a su vez hizo una venia diplomática de lo más acertada y se ubicó junto a Yamal como si estuviera a punto de ser condecorado en su primer día de trabajo.

La noticia de verdad dejó impávidos a todos los asistentes, mucho más cuando se enteraron de que era un proyecto serio y que iban a exigir al Ministerio de Relaciones Exteriores colombiano un Consulado de Turquía en Cartagena.

—Y ahora ¡A celebrar que la vida es corta!—gritó con un fajo de billetes en la mano que tiró sobre la barra—. One drink for me and for all my .friends.

Luego se supo que Yamal había hecho su show de encanta serpientes en medio de las cobras, y que cuando ya era libre, a eso de las cuatro de la mañana, lo convencieron con dinero para que continuara divirtiéndolos. Hubo chicas y rones y música y cordero gracias a Yamal, el único hombre capaz de convertir un arresto en una dicha y un calabozo en un burdel.

Y Julio César, que tan perdido estaba antes del encuentro con el turco, quedó mucho peor después del nombramiento. Un Sancho Panza de corazón que no necesitó de muchas pruebas para convencerse de la hidalguía de su señor, despojado de su trono con la misma rapidez con que lo había obtenido gracias a la habilidad verbal de Carlos Mayolo, director de cine que vacacionaba por allí, que lo apodó como El Viciocónsul de Turquía.

A todas estas, Morgan había recibido un telegrama de sus hijas, avisándole que en menos de dos semanas llegarían por él para que disfrutara de las bondades del primer mundo. Y culpó a Yamal de esa infidencia. Sólo estaba esperando el momento oportuno para cantarle la tabla en un lenguaje soez que jamás había utilizado con otra persona. Sus días de gloria estaban contados, a no ser que la promesa hecha por unos marinos holandeses resultara cierta. Por ahora se encontraban recorriendo Colombia por tierra pero a su regreso enrumbarían hacia la isla de Cuba con la intención de hacer un documental sobre la situación. Y allí, querido capitán Morgan, le habían dicho, usted encontrará con facilidad la mujer de sus sueños.

Muchos dicen que la buena estrella del turco desapareció cuando, en un enfrentamiento de palabras con Morgan, perdió los estribos y le dio una tunda que casi acaba con el viejo.

Desde ese momento la rueda de la fortuna le mostró su amarga cara. No tenía dinero ni forma de conseguirlo, su alcoholismo tocaba los límites, le daba el síndrome de abstinencia. Tomaba alcohol etílico de farmacia y no comía nada. Hasta que la situación lo obligó a pararse junto a una pizzería donde lo conocían a media cuadra del muelle y pedir monedas a cambio canciones. Los dueños del negocio recogían los sobrados de los almuerzos corrientes y se los entregaban para que comiera en el traspatio, junto a un enorme mango centenario. Y cuando caminaba por las calles, una bandada de mariamulatas, pájaro símbolo de la ciudad, lo sobrevolaban, lo asediaban, se le mandaban encima graznando con fiereza, como si de su peor enemigo se tratara. Yamal las enfrentaba con valentía, sacaba su cimitarra y se defendía mientras les gritaba improperios. Les cantaba, las retaba a duelo y deliraba por las calle como cualquier demente escapado de un frenocomio. Entretanto los lugareños comenzaron a desconfiar del turco, lo dejaron de saludar. Se cambiaban de acera y evitaban a toda costa el roce con ese personaje. Todo porque un agüero popular reza que cuando las mariamulatas se ensañan contra alguien es seguro que tiene pactos o deudas con el diablo. Y así las cosas, Yamal se fue quedando solo.

Cuando ya nadie daba cinco centavos por el turco, apareció de nuevo en el muelle, se dirigió a la oficina de Olafo y canceló los meses que adeudaba. Después fue al bar y pagó con dólares una botella de whisky. Hizo una llamada desde la barra, sonriente. Colgó el auricular y se dio cuenta de que había por lo menos ocho bocas abiertas mirándolo de soslayo.

—Los negocios —dijo.

Antes del anochecer, el rumor era que unos tipos le habían entregado 20.000 dólares para que alistara el Sanri y se dispusiera a viajar a Curazao. Un marinero lo vio conversando con la gente de una camioneta roja, con vidrios polarizados, estacionada en un rumbeadero cercano al club de Pesca. Con eso bastó para que Yamal se ganara de nuevo el respeto de todos y se llenara de asistentes que le traían cosas desde el Corralito. Gastaba en dólares a mano suelta. Pagaba los taxis con billetes de 20 y le dejaba el cambio al chofer. Hacia bacanales en el Sanri, donde los vicios y las mujeres estaban a pedir de boca. A veces salía con Julio Cesar rumbo al mercado de Bazurto a comprar provisiones que luego regalaba a familias desconocidas de barrios populares. Había vuelto más poderoso, con ganas de comerse el mundo a dentelladas.

Dos meses después llegaron al muelle unos hombres que se bajaron de una camioneta roja, con vidrios polarizados. Se instalaron en el bar y se hicieron servir whisky. Llevaban un casete de música ranchera que cantaron a voz en cuello mientras se emborrachaban. Yamal llegó a las cinco de la tarde. Venía acompañado de dos mulatas caderonas.

—Caballeros —gritó cuando los vio. Les hizo señas a las chicas para que lo esperaran en el barco y se sentó a tomar whisky con ellos. Cantaron rancheras, bailaron vallenatos, echaron chistes gruesos. Y antes del anochecer se marcharon. Yamal iba con ellos. Estaba sobrio, según dicen.
—Negocios –dijo, cuando se dirigía a la camioneta. Eso fue en los últimos días del mes de septiembre del año de 1997 y jamás se volvió a saber de Yamal en el muelle. A los seis meses la marina colombiana se llevó el Sanri y lo amarraron a la base naval durante dos años. Luego se supo que lo remataron como chatarra.

Morgan logró viajar a Cuba y casarse con una linda cubana. Se separó pronto y continuó un incierto itinerario hasta Grenada, desde donde escribió una carta en la que agradecía las atenciones y contaba de los sitios donde estuvo después de Colombia: Panamá, Ecuador, Venezuela, Trinidad, Tobago y Saint George. El Vicecónsul vagó por el muelle durante unos meses, hasta que se convenció de la desaparición de Yamal, Procónsul de Turquía, y se marchó a Popayán. Wendy se ennovió con un gringo de yate, pero en una salida al Tayrona, cuando atravesaban el cabo de la Aguja, una mareta los lanzó contra las piedras y el barco se hundió. Por suerte se salvaron, aunque se acabó el noviazgo. Hoy vive feliz en Estados Unidos con otro.

En Agosto de l998 Soledad se acercó a una mesa de marineros que departían al son de unas cervezas en la pizzería.

—¿Alguno de ustedes sabe idiomas? –preguntó.
—¿Qué idioma? —preguntó uno de ellos.
—Muchos –dijo ella—. Para que me ayude a traducir esto.

Desdobló un papel y lo puso sobre la mesa. Eran seis líneas escritas en todos los idiomas que dejaban entrever a un hombre en problemas en la isla de Saint George. Lo único que se entendía con claridad era “cien dólares please”. Uno de ellos miró el papel de arriba abajo y murmuró.

—Eso parece escrito por Yamal.
—¿Tu lo conociste? —preguntó Soledad con entusiasmo mientras tomaba asiento.

Y esa noche brindaron muchas veces por la memoria del pirata, recordando cada momento de su vida en Cartagena, como queriendo alimentarse de toda esa vitalidad que se le escapaba por los poros a Yamal.

Uno de los marinos era yo.

Cree llamarse Giselle Campoalegre. Cree tener cuarenta y cuatro, y ser bogotana. Y cree, también, que sobrevivió a un accidente aéreo pero no sabe a cuál. Todo eso dice que cree, y está convencida de que algo ha de ser cierto. Sus compañeros de camino le dicen La siempreviva. De camino, digo yo, para nombrar esa horda de miserables que deambulan por la ciudad con la casa al hombro como cangrejos ermitaños. Mientras me cuenta El Cuento, sentados en un andén del centro de la ciudad, al menos cinco indigentes más se han arrimado a escucharla. La conocen, claro está, pero quieren oírla una vez más por el sólo placer de alucinar con la historia de nuevo, de salirse con la imaginación de su desdichado destino de legionarios del fin del mundo. Todos están tan concentrados y divertidos con las palabras de Giselle que es fácil adivinar que se sienten en cine, viendo una película de Jacky Chan, por ejemplo. Como niños en el teatro, aferrados a sus sillas, que de vez en cuando se atreven a conversar con el héroe o el villano. Porque aquella historia tiene acción, drama, dolor e injusticia, tamizado todo aquello por un cedazo tejido con fino humor negro, inclemente, que a veces raya en la perversidad. Lo más impresionante de semejante cuento es la urdimbre literaria que lleva implícita. Porque Giselle construye y reconstruye esa historia con retazos de recuerdos, o trozos de la imaginación, de tal suerte que jamás afirma nada.

— No puedo asegurarlo, porque tengo amnesia. Eso dicen los médicos —dice, y es lo único que dice con absoluta certeza.

Una escuela literaria debería usar la infalible técnica narrativa de Giselle para enseñar a nóveles narradores. Y si así fuere, supongo que alguno de los relatos sería más o menos así:

***

Los médicos me han dictaminado amnesia el día de hoy. Creo que tienen razón. Ignoro si lo que les voy a contar es producto de la imaginación, o de algunos pequeños relámpagos de memoria que insisten en construirme un pasado. Como es obvio, la mayoría de los detalles se me escapan, cosas circunstanciales que sin embargo no logran alterar el drama central de mi relato. Lo único que puedo decir es que tengo, o creo tener, recuerdos muy vívidos de un accidente aéreo del cual salí ilesa. Ahora mismo no podría decir si haber sobrevivido fue mi bendición o mi condena. A veces me sorprendo a mí misma por la cantidad de palabras que manejo y la información que tengo. Me sorprendo porque desde que me acuerdo vivo en la calle: soy una indigente más de esta ciudad fría e inclemente, que si en el pasado tuvo una vida con más comodidades, hoy en día prefiere la calle por elección. Es el único lugar que me ha recibido con amor y me ha aceptado con mis problemas, mis saltos al vacío y mis incongruencias.

Lo que contaré a continuación, lo sé porque me lo han referido personas de la calle que me vieron aparecer repentinamente en su mundo. Esa versión, aunque no tenga certeza de ella, es la más consistente de todas cuantas he tejido y por eso quiero atenerme a ella. Confieso que hoy poco me importa la veracidad de tales hechos, pero no deja de divertirme el juego de construir un pasado novelesco que, además, podría resultar cierto. Al fin de cuentas, nadie hasta el momento ha aparecido para desmentirme o reconocerme. Poco me importa ya lo que pasó porque me habitué a la calle. Tengo un compañero que me ama y con él disfrutamos andando como gitanos en esta metrópoli de sorpresas. Así que, a los que piensen que soy una oportunista, les digo que no estoy buscando retribuciones de ningún tipo. Hace tiempo dejé de vivir con la ilusión de encontrarme de frente conmigo misma; desistí porque no podía seguir viviendo el presente en busca de un pasado incierto, porque en la búsqueda de mi identidad fui maltratada como ser humano, y porque me enamoré de las únicas personas que me brindaron su apoyo.

Pepe me dijo que me encontró llorando, sentada en un andén cerca del cementerio Central. Él pasaba por allí porque estaba recogiendo rosas del piso, para luego arreglarlas un poco, envolverlas en celofán y tratar de venderlas a los enamorados en la noche. Trataré de reconstruir los diálogos que dice Pepe que tuvimos, y para ello tendré que recurrir al obligado y necesario Dice que dijo, Dice que dije, aunque suene odioso y le quite ritmo a la narración. Pueden ustedes, amables lectores, omitirlo mentalmente al final de cada acotación, si con ello se sienten más tranquilos.

— ¿Qué le pasa señorita? ¿Por qué llora? —dice que dijo Pepe cuando me vio, tratando de encontrar mi rostro con la mirada.

Dice que cuando levanté la cara para verlo mis ojos se iluminaron, cosa que creo verdadera. Porque puedo imaginar a una mujer como yo, sumida en la más rotunda tristeza y desolación, a la que una voz le pregunta qué le pasa, y cuando ella lo mira descubre que esa voz pertenece a un hombre que lleva en sus brazos, con extremo cuidado y dedicación, un cargamento de rosas rojas al borde de la muerte que piensa resucitar.

— No sé quién soy, señor. Ni por qué estoy aquí ni de dónde vengo. No sé nada, señor. Lo único que dice algo sobre mí es este papel —dice que dije, y que luego se lo extendí para que lo viera.

Lo que siguió a continuación, si fue o no fue tal cual, sin duda fue tramado por esos dioses griegos cuando se ensañaban contra uno de sus héroes. Pepe no sabía leer, y le daba igual ver o no ver el papel. Dice que se lo leí y que recuerda que pronuncié mi nombre, el nombre que llevo hoy en día: Giselle. Del apellido y los demás detalles poco recuerda, tan sólo que leí algo de una indemnización, y lo demás es producto de sus propios delirios. Para entonces Pepe estaba colgado en el bazuco pero todavía tenía vestigios de humanidad. Hacía acopio de sus últimas energías para resistirlo, creía como todos que no estaba en el fondo, que saldría de la calle, y se llenaba de mentiras con su precario trabajo. Hoy en día Pepe apenas puede respirar, la tristeza insondable de la droga lo ha convertido en un remedo de hombre, un fantasma que no sabe dónde penar porque todavía no se ha enterado de su muerte.

Aquel día me propuso hacer la ronda con él, y dice que primero arreglamos las flores y que luego caminamos hacia el norte de la ciudad para venderlas en los bares. Que nunca antes había vendido tantas como esa noche porque yo entraba con un ramillete de rosas, les mostraba a los clientes el único documento de identidad que llevaba, y les suplicaba que leyeran. Nadie lo hacía, como es obvio, porque en esta ciudad hay batallones de desposeídos que llevan papeles similares como única comprobación de su penoso estado, como si el infortunio escrito fuera evidencia contundente de una verdad. Llevan recetas médicas, diagnósticos macabros de salud, cuentas por pagar en un hospital de maternidad, narraciones desafortunadas de la guerra, títulos de propiedad de una tierra perdida, lista de útiles escolares, boletas de una recién adquirida libertad; de todo y para todos los gustos. Pero es que son tantas las notas tristes dándole la vuelta a la ciudad, y desde hace tanto tiempo, que es comprensible la actitud de quienes deberían condolerse. Se conduelen antes de leer, cuando lo hacen, sonríen piadosamente y entregan una moneda. ¿Qué tendría mi nota para ser única entre ese extenso libro que camina inédito por la ciudad?

Me dice que cuando terminamos comimos pollo en Cali mío, y que luego me llevó a la pensión donde se quedaba, en la calle 23 debajo de la décima. Recuerdo con vaguedad lo del pollo y la llegada al edificio. Aquello bullía de gente como si no fueran las cuatro de la mañana sino la primera hora hábil de un juzgado. Cuatro pisos inundados de personas en las escaleras, en los pasillos; salían de lo que parecían apartamentos pero todo el edificio era una enorme pensión habitada por trabajadores de la calle: hablo de jíbaros, de prostitutas y homosexuales, de vendedores y pedigüeños, de rateros y otros criminales que saludaban a Pepe con naturalidad. En el piso tres estaban los más íntimos, que comenzaron a preguntar por mi presencia. Pepe les contó nuestro encuentro, les dijo que a partir de ese día yo sería su socia porque la prosperidad estaba conmigo y con “ese papelito que tiene”. Entonces saqué el papel, que me fue arrebatado por los más interesados, dando comienzo a una tormenta de conjeturas sobre mi procedencia. Pepe dice que fue un hombre apodado Pinocho quien pudo hacer una versión aceptable de cómo había sucedido mi extravío. Dice Pepe que Pinocho dijo que cuando llegué a El Dorado hice algo que no estaba en el plan. A lo mejor entré al baño antes de llegar a migración, y me perdí de las personas que estaban al tanto de la situación. Que luego salí del baño sin saber por qué estaba allí y fui caminando por donde no debía hasta llegar a la calle; y que entonces, lamentablemente, había cortado para siempre con el pasado y los hechos que me produjeron la amnesia.

La conmoción que causó mi presencia en aquel edificio duraría una hora, no más. Una hora de especulaciones, de risas, de fantasías y de planes con el dinero de la supuesta indemnización. Luego se fueron armando grupitos que comenzaron a conversar sobre otros asuntos más importantes para ellos. Y después de aquella barahúnda ya no quedó nada para mí. El bendito papel había desaparecido. A partir de entonces recuerdo mi vida con absoluta claridad. No dejo de pensar en los dioses griegos, en los mismos que enloquecieron a Ajax hasta hacerlo tomar venganza contra un pocotón de reses indefensas pensando que lo hacía contra el ejército de Aquiles. Como si con la pérdida de la última evidencia de mi pasado hubieran quedado satisfechos de su deber cumplido, con una sonrisa de soslayo y algo de compasión para mí. “Desde ahora que lo recuerde todo”, habrán dicho. De ser cierto todo aquello, esto que les he contado según la versión de Pepe antes de caer en Gamínedes para siempre, la única explicación que tendría para lo que le pasó a esa pobre mujer, a esa Giselle que recién despertaba de un estado de shock, supuestamente a mí, es que soy un experimento de los hados.

La desesperación que me embargó cuando supe irremediablemente perdida mi identidad logró conmover la tensa tranquilidad que se vivía en aquella guarida.

— No sé quién ni para qué se robó mi papel, pero tiene que aparecer —grité en la mitad del pasillo.

Pepe hizo algunas indagaciones en todos los pisos, pero en la medida que aparecían los supuestos culpables de tan infame robo, brotaban peleas malditas a cuchillo, gritos de espanto y amenazas, tropeles de puños estrellándose rabiosos contra el aire, como si fueran elocuentes palabras de un jurista de la Corte Suprema defendiendo la honradez de un inocente. Uno de aquellos sospechosos, que se había defendido como una bestia acorralada, la emprendió contra mí con palabras que no quisiera transcribir textualmente:

— Mire, señora, el único avión que usted conoce se llama Pepe y usted ni cuenta se ha dado todavía —dijo, más o menos así, y todo el escenario estalló en carcajadas.

Pepe me llevó a su cuarto, bajó de la cama una de las espumas que hacían de colchón y tendió las dos camas. En ese momento me di cuenta del cansancio que llevaba encima. Ignoro cuántas horas llevaba despierta.

Si era verdad lo del papel, que ahora no sé si existió, entonces yo venía de un país extranjero en donde me atendieron como una víctima; a lo mejor estuve en un hospital por dos o tres días y luego me empacaron para Colombia con ese bendito papel y un par de chaperonas encargadas de todos los trámites necesarios. Me dormí pensando que no debía tener familiares ni amigos, porque nadie fue por mí hasta esa otra ciudad, que ignoro si se trata de Nueva York o Madrid, como suelen hacer con víctimas de un accidente aéreo. A lo mejor era una comerciante solitaria, apenas conocida de un puñado de socios comerciales. Pensaba que la hipótesis de Pinocho podría resultar cierta, porque es fácil salir de cualquier aeropuerto por un lugar distinto a migración. Es fácil querer equivocar la salida, o equivocarla por torpeza, y de repente estar caminando por la pista, por ejemplo, cosa que durará un minuto a lo sumo porque la seguridad se encargará de sacarlo a uno a la calle mientras se clavetean por el radio que una loca burló las barreras. También he pensado que todo aquello es una invención mía, que yo misma diseñé ese laberinto infranqueable, esa trampa perfecta de la imaginación. Que ni siquiera me llamo Giselle, que me volé de un sanatorio a donde me internaron familiares pobres que no podían hacerse cargo de mí. Y que había enloquecido en una covacha con piso de tierra, en alguna ladera tugurial por donde surcaban el firmamento diariamente los aviones. Seguro soñé con viajar desde muy niña, y siempre que pude leí sobre las ciudades, revisé mapas y estuve colada más de una vez en el aeropuerto, en la zona internacional, de donde ya habrán perdido la cuenta de cuántas veces me han tenido que sacar. Seguro seré La loca de la pista. Porque de otra manera no me explico mi conocimiento del tejemaneje de un aeropuerto, ni mi recuerdo sobre ese pasillo largo que precede a los funcionarios del DAS que sellan la entrada al país; ni esos destellos primaverales sobre el lago artificial del parque El Retiro en Madrid, o la vitrina en forma de hangar de la estación de Atocha.

Pepe me despertó a las dos de la tarde. Estaba enjuagada en sudor porque mal soñaba con un descampado repleto de cuerpos mutilados, y un reguero de ropa tirada por el piso que se perdía hasta el infinito.

— Pinocho tiene una buena idea —me dijo Pepe.

—  ¿Apareció el papel?

— No, pero Pinocho trajo a un amigo que nos ayudará.

Juan de Dios es un hombre que roza los cincuenta ahora. Había sido administrador de empresas en su temprana adultez y tenía una forma de saber quién era yo. Juan de Dios también vivía de la calle pero no era drogadicto. Lo fue por poco tiempo, dice, pero lo suficiente para salir del establecimiento por el shut de basuras. Poco quiere hablar de su pasado, no le gusta que le pregunten y está lleno de amor. Todos lo quieren de verdad, y a veces no falta quien diga que es un corazón con patas. Juan de Dios quería ir conmigo hasta la registraduría para que me identificaran. Buena idea. Por lo general, las personas de la calle son las menos prácticas, se enredan en cosas diminutas porque desconocen el funcionamiento de casi todo, pero en el arte de la sobrevivencia con poco o nada son los mejores. Cuando salí del cuarto me encontré frente a frente con Juan de Dios que no quiso mirarme a los ojos. Pinocho, en cambio, llevaba su rostro iluminado, completamente feliz de lucir su imaginación para solucionar problemas. Le sonreí agradecida. Pepe me prestó su toalla y me dijo que en el segundo piso estaba la ducha. Para Pepe yo era su programa del día: incluía baño, almuerzo con pescado, visita a la registraduría, identificación positiva, recolección de rosas en el cementerio Central, arreglos florales y distribución a los clientes de los bares del norte.

Pero en la ducha me di cuenta del sello definitivo que ponían los dioses griegos sobre mi pasado. Mis huellas dactilares no existían. Las palmas de las dos manos estaban consumidas por lo que parecían quemaduras recientes. ¡Dios santo! Me acurruqué a llorar sin consuelo, dejando que cayera el agua sobre mi cuerpo, sin poder entender por qué me cerraban tan abruptamente toda comunicación con lo que fue mi vida. Me sentía entonces, y me siento ahora, como alguien que reencarnó; pero quienes tenían a su cargo cerrar la puerta de todos los recuerdos a mi nacimiento lo olvidaron, dejándome a merced de innumerables dejavús y una buena dosis de pesadillas y malos recuerdos que se repiten con cierta periodicidad.

Juan de Dios insistió en que fuéramos pese a la ausencia de líneas y huellas. Me aseguró que había otros métodos para identificar personas, habló de la ciencia, de medicina atómica, reactores nucleares, el mapa genético del hombre, las pruebas de ADN. Cuando terminé de vestirme y salí del cuarto, me conmoví mucho al ver a Pepe, Pinocho y Juan de Dios esperándome juntitos al pie de la puerta. Creo que fue en ese momento que empecé a desinteresarme por saber cosas de La otra, aceptando con resignación, con algo de dicha, la nueva vida que me abría sus puertas con tanta facilidad. Ahora pienso que soy una mujer fuerte, sicológicamente hablando, porque hubiera podido enloquecer para siempre, paseando por la ciudad en busca del tiempo perdido, preguntando a los viandantes si mi rostro les era familiar. O soy una loca muy inteligente, si es que fui yo quien inventó todo este mecanismo tan preciso para lanzarle un portazo a un desagradable pasado.

Entiendo la actitud de los celadores de la registraduría al negarnos la entrada. Nuestro argumento para ingresar era del todo absurdo: “Es que ella sobrevivió a un accidente aéreo en el extranjero, no sabe a cuál ni en dónde porque padece amnesia desde entonces; y por eso tiene que hablar con alguien que la pueda identificar, ¿entiende?”. Mucho menos iban a entender en cuanto los solicitantes parecíamos sacados de una pieza teatral del absurdo. Pinocho, a pesar de su buena apariencia no lucía bien porque insistía en llevar su amuleto de la buena suerte: un vistoso collar hecho con diminutos carritos de plástico; Pepe llevaba la única chaqueta que tenía, llena de huecos, raspones, taches y chuzos, herencia de un amigo punquero que se fue para Medellín; Juan de Dios vestía un traje de paño dos tallas más chico que él, sobre una camiseta naranja desteñida por los hippies; y yo, que vestía con cierta normalidad, no podía parecer menos inadaptada que ellos, porque era la sobreviviente amnésica del argumento y además venía con ellos.

Esa noche fuimos a trabajar juntos al norte. Fui con pleno conocimiento de lo que hacía, sin remordimientos ni angustias, ni siquiera sentía tristeza. Nos dividimos los bares y vendimos todas las rosas que llevábamos antes de la una de la mañana. Estábamos tan contentos que decidimos irnos a bailar. Compramos una botella de brandy y emprendimos para un bar cerca de la calle del cartucho, donde paraba la mayoría de quienes vivían en la pensión de la 23. Varios aplaudieron cuando me vieron entrar, y no sé a quién se le ocurrió gritar que llegó La siempreviva. Desde entonces vivo de la calle y no me da vergüenza decirlo. Me gusta el licor pero no bebo mucho, fumo ocasionalmente y no soy drogadicta: no me gusta ni la marihuana.

Lo que ha pasado conmigo después ya no merece ser contado; al menos no quisiera hacerlo porque he estado presente en cada uno de los momentos que he vivido. Se trata de mi intimidad y la quiero proteger.

Ah, y si alguno de ustedes cree saber quién soy, le ruego el favor de no tomarse el trabajo de decírmelo.

Es todo.

***

Cuando cae el telón nos damos cuenta de que seguimos en la calle. Que hemos pasado más de una hora escuchando el cuento de Giselle. Es obvio que ella lo articula de otra manera y su relato está nutrido por preguntas de los escuchas que súbitamente cambian la línea argumental. Pero Giselle sabe usar el lenguaje, atrapar la atención, generar expectativa, hacer silencios elocuentes como puntos suspensivos en la cornisa de un edificio. Lo que acabo de escribir para ustedes, aunque tenga todos los artilugios necesarios de la ficción, es la verdadera historia de esta mujer contada con la altura literaria que se merece. Es la trascripción adornada de un relato oral sobre una historia que la misma narradora no sabe si es o no verídica. Una historia de la calle, contada en la calle por una mujer dueña de una elegancia que se resiste a ocultarse tras esa facha de recicladora, que una vez termina de hablar se levanta del andén donde hemos asistido al cine para ver una cinta que le hubiera gustado ver al mismísimo Igmar Bergman, y me sonríe con dulzura.

— Ahí le dejo esa inquietud, señor periodista —me dice, ya sobre la marcha, dándome la espalda pero mirándome de soslayo, con cierto devaneo cinematográfico también.

Me dice adiós con su mano sin huellas y se marcha con paso de desgano tropical. Y me quedo allí, alelado como los indigentes que la escucharon junto a mí, pensando en escribir para ustedes todo esto y poder terminar con las palabras de ella: ahí les dejo esa inquietud.

Cuatrocientos burros estacionados a las puertas de la iglesia pentecostal del corregimiento de Planadas, en el departamento del Magdalena, no es una imagen literaria como los cuatrocientos elefantes recorriendo la playa que imaginara Rubén Darío en “Margarita está linda la mar”, pero no deja de ser asombroso para cualquier ser humano que visite esa región. Si bien el burro no es el animal más poético que existe sobre la tierra, al parecer le falta porte, carácter, tamaño y proporciones áureas, en aquella escondida geografía colombiana no se puede concebir la vida sin el burro: no sólo es el sistema de transporte más usado, sino que desde hace cinco años está ligado al conocimiento del universo. ¡Quién lo fuera a pensar!, el animal que más mala reputación tiene, en cuanto a inteligencia se refiere, lleva a cuestas la difícil tarea de educar a cientos de niños de las veredas de los municipios de Nueva Granada y El Difícil, en Colombia.

 

Alfa y Beto son dos notables burros de la región, conocidos en todas las veredas y corregimientos del valle del Magdalena bajo Pertenecen al maestro de enseñanza primaria Luis Humberto Soriano, quien muy al alba de todos los sábados carga sus animales con enciclopedias, textos escolares, atlas de geografía, cuentos para niños, literatura universal, y sale no sin antes guindar de Alfa el aviso que define este delirio: Biblioburro. Luego se cala su sombrero vueltiao y arranca la procesión del conocimiento. No hay habitante de los trescientos de La Gloria que no tenga algo para decir a semejante quijotada. El asombro permanece intacto luego de cinco años consecutivos de hacer lo mismo. No es para menos. Parece una caravana santa, tan santa como la familia sagrada llegando a Belén. Mientras el mundo de hoy está conmocionado con el anuncio del súper Airbús A3000 que transportará hasta novecientos pasajeros, en La Gloria y El Difícil la conmoción, la risa, el asombro, la fantasía y el delirio están fuertemente ligados al biblioburro de Soriano, porque la tecnología más avanzada que existe en aquellos parajes es una calculadora. Soriano es un hombre calmado que ignora su heroísmo como todo héroe que se respete. Sólo hasta el año pasado comenzó a darse cuenta de que su idea era tan novedosa que ya se está replicando en distintos departamentos de Colombia. Porque Colombia es un país con un relieve dificultoso, porque Colombia sigue siendo subdesarrollado, porque Colombia sigue siendo un país de iniciativas populares que no se ha deshecho gracias al valor y el ímpetu de personas como Soriano. Lo entrevistaron por radio, lo felicitaron del sistema nacional de bibliotecas, lo proclamaron personaje del año en el periódico Portafolio y lo condecoró el presidente Álvaro Uribe en persona. Y pese a tanto reconocimiento, tanta alharaca y tanto bochinche, su biblioteca personal continúa guardada en cajas porque no ha tenido dinero para construir una sede en el lote que le regaló su madre para ese propósito.

 

La Gloria y El Difícil quedan sobre una carretera alterna que une dos panamericanas. Si usted no vive por ahí difícilmente se detendrá, pasará a ciento veinte kilómetros hacia Plato (Magdalena), para atravesar el puente más largo de Latinoamérica. Y punto. Dirá qué bonito paisaje, se morirá de calor, admirará el atardecer, y tendrá la canción de moda en su estéreo digital, mientras allá, lejos de la carretera pavimentada, el conocimiento se sigue moviendo en burro.

 

Sin duda Soriano es un quijote colombiano, que enloqueció como el Caballero de la Triste Figura con los libros. Cuando su tía le leyó Margarita está linda la mar, no pudo dormir en ocho días. Tenía cuatro años y si no lo adivinaba entonces, al menos intuía que su vida estaría íntimamente ligada con la literatura. Es un hombre delicado, con modales y maneras muy propias de la cortesía versallesca, cosa que en sus primeros años le sumaron problemas a los miles que trae la existencia. La costa caribe colombiana, por no decir Colombia entera ni Latinoamérica desde el río Bravo hasta la Patagonia, tienen muchas cosas en común y una de ellas es el machismo. Por el machismo nos vamos a las manos, nos tasajeamos a machete o nos fulminamos a balazos en una taberna ardida de licores pendencieros. Así que Soriano tuvo que soportar las burlas de sus compañeros: un niño que no pateara un balón ni se trabara a coñazos era objeto de burlas malintencionadas. Burlas que lo arrinconaban y lo hacían sufrir, pero también lo alentaban para meterse cada vez más en su mundo personal poblado de princesas cuenta cuentos a punto de ser degolladas si malograban el relato, de cíclopes borrachos e iracundos arremetiendo contra una horda de marineros extraviados, de pueblos enteros que un día olvidaron los nombres de las cosas y tuvieron que rebautizar el mundo, de hombres hastiados que asesinaron por desidia, del tañer desolado de las campanas que lloran los muertos de la guerra. Sin saber se fue metiendo en los millones de mundos posibles que propone la literatura, hasta el punto de que a su tía le recomendaron, como a la sobrina del Quijote, que le prohibiera leer más libros para salvarlo de la chifladura. Y la tía no hizo caso, menos mal, y decidió enviarlo a Valledupar, la tierra del vallenato, para que se educara en mejores colegios. Aquello fue peor porque el pequeño Soriano más se demoró en llegar que en ubicar una biblioteca pública. Y en la biblioteca, El Quijote. Cosa brava.

 

***

 

Soriano sabe que tiene un tocayo escritor pero todavía no ha tenido la fortuna de leer nada de Oswaldo, el que bien pudo imaginar un día a un hombre, a un burro y una tierra caliente, y centenares de libros viajando por veredas tropicales, porque esa era su estirpe de escritor: hacer que el absurdo reinara y fuera posible, como en A tus plantas rendido un león o en Triste, solitario y final. Pero la historia de Soriano, el bibliotecario que por ser de La Gloria es glorioso, tendría que ver más con Pedro Páramo porque de alguna manera carga en sus burros toda la poesía y la tristeza y el abandono de Comala, la ciudad sin presente.

 

Tuve la fortuna de conocer a Soriano y de montar en Alfa, la fortuna de estar en verdadero silencio en la mitad del valle de Ariguaní, y de tener conversaciones largas, de burro a burro, con el mejor bibliotecario que existe después de Borges, para mi gusto. A las siete de la mañana partimos desde su casa, atravesamos La Gloria y buscamos la entrada a las trochas que conducen a las veredas. Cuarenta y cinco minutos después llegamos a la primera casa, un rancho mal levantado que parecía una casa parapléjica. Junto al rancho había una ramada y animales de cuido. Salió a saludarnos un hombre con una sonrisa tan honesta que la sensación era como si un árbol nos estuviera apretando la mano. El saludo de la tierra. Luego aparecieron doña Lilia Ramírez y sus tres hijos. Soriano desmontó con parsimonia y comenzó a desplegar la magia de Melquíades en Macondo. En segundos tenía una escuela improvisada en la mitad de Comala. Mesas plegables, tipo picnic, butacas, y libros que los niños fueron agarrando como si fueran naranjas en su palo. Mientras los niños leían y se engolosinaban con las ilustraciones, Soriano se encargó de la más pequeñita, mostrándole las letras con cariño y dedicación. A este bibliotecario glorioso se le ocurrió la idea de llevar la escuela a las casas en vista de que la disculpa más frecuente que tenían los niños para no hacer los deberes escolares era la falta de libros de consulta. Eso y la precaria infraestructura de las tres escuelas rurales que existen en la zona. A lo largo de su vida ha logrado hacer una biblioteca con tres mil quinientos libros que cuida con esmero. Guardadas las proporciones, las trescientas personas del casco urbano de La Gloria tienen más libros por habitante que la gente de Bogotá, que para llegar a doce libros por persona tendría que tener cien millones de títulos en las bibliotecas. Que no los tiene.

 

Cuando Soriano consideró que ya era tiempo de partir, les preguntó a los niños con cuál libro se querían quedar y ellos hicieron su elección. Entonces apuntó los títulos y le hizo firmar la hoja de préstamos a doña Lilia. Y es que Soriano es todo. El bibliotecario, el mensajero, el prestamista, el conductor de los burros, el jefe de eventos especiales y el maestro.

 

Continuamos el camino por trochas improvisadas entre fincas, abriendo portalones desde el burro, en medio de una sabana hermosa poblada de enormes ceibas y cañaguates con flores tan amarillas como el amarillo de los árboles en un otoño europeo. Y Soriano, mientras tanto, me contaba su historia. Una que para él no es anormal ni fuera de lo común, pero en mí producía el mismo tipo de asombro de Sancho Panza cuando Quijote le señalaba un batallón de gigantes disfrazados, por medio de encantamientos y pócimas, de molinos de viento. En un momento dado pensé que el biblioburrista había enloquecido y se escapaba por entre un bosque de arbustos espinosos y árboles despelucados que lo abrazaban con su follaje.

–Es un atajo –me gritó.

 

Mi burro, mañoso burro, se conocía el camino de memoria pero fingía resabio y se resistía a meterse por allí. De haberle hecho caso a su intuición campesina hubiera podido evitar esa sensación de que nos seguían de cerca. Me sentía observado en todo momento. Apuré mi burro al mejor estilo costeño, halándole los pelitos del anca a la altura del espinazo, hasta alcanzar lo que para mí era el salón García Márquez de la biblioteca de La Gloria y preguntarle en voz muy baja
–¿Nos siguen?

–No hombe, qué va. Por acá es mejor no hablar mucho porque se pone nervioso el ganado –contestó, casi susurrando.

 

Eso era. Entre el follaje estaba el ganado bravo, el criollo jorobado de cachos altaneros, mirándonos pasar como si fuera un cordón de seguridad hosco, prestando guardia contra su voluntad, esperando que saliéramos cuanto antes de su territorio. Y al final del pequeño bosque la comitiva general nos esperaba: diez o veinte reses concentradas en los burros. Para ser franco, hubiera preferido ser víctima de un encantamiento en ese momento para ver gigantes a punto de degollarme con pesadas espadas, a tener esa sensación de ser un capote sin torero a la vista. Nada más indefenso que un par de burros, hasta el cuello de libros, pasando en medio de una manada de toros bravos. Soriano punteaba la que podría convertirse en una penosa travesía, haciendo ruidos de vaquero avezado. Y yo tan sólo atinaba a decirle a ese pocotón de cachos, que venía con él, y que llevaba conmigo las mesitas y la sala de referencia de la biblioteca de la zona. Todo esto mientras los toros bramaban y resollaban con vehemencia. Pasamos no sé si gracias a nuestro Dios o al dios del burro, pero pasamos ilesos.

 

***

 

Una de las cosas que me contó a lo largo de la travesía fue que hace dos años asistió a un evento en Santa Marta, organizado para compartir experiencias de bibliotecas comunales.

–Todos los que hablaban se referían a bibliotecas hechas, con infraestructura sólida; hablaban de buses biblioteca y cuanta cosa. Y a pesar de la vergüenza que me producía me paré y dije que la biblioteca de mi pueblo andaba en burro. Podrán imaginar la turbación de aquel auditorio. El desconcierto fue total y la ovación general no se hizo esperar. Desde entonces comenzó una dinámica distinta impuesta por Soriano: de pronto todas las quejas parecieron ridículas y aquello de conseguir recursos para reparar la dirección hidráulica del bus de un municipio pasó para siempre a segundo plano. Porque a este hombre tranquilo todo le ha tocado de pa´rriba. Se licenció de Literatura y Humanidades en la Universidad del Magdalena. Pero se licenció a distancia, con clases presenciales cada ocho días en Plato, que está a dos horas de camino, o en Santa Marta, que está a cuatro, unas veces hospedándose en casas de amigos, y otras durmiendo en los parques.

 

Algo muy extraño pasa en aquella tierra tan hermosa. La palabra tesón parece estar tatuada en el alma de su gente.

 

***

 

Hora y media después de abandonar la casa de Lilia, llegamos a un lugar conocido como El Palacio, que de palacio tenía el nombre o la poesía del nombre, porque en realidad era otro rancho en muletas sostenido por los sueños de los hombres. En aquel lugar, quince niños esperaban la llegada del biblioburro, protegidos del sol bajo el techo de palma, compartiendo espacio con cuatro hombres que pilaban maíz y una horda de animales de cuido paridos. Pasaba mamá pata pidiendo vía para los paticos, y se cruzaba con la gallina y sus pollitos que casi tenían que rodear una marrana recién parida, y alrededor los borricos recién nacidos, los chivatitos berreando por leche y la perra amamantando. El Palacio estaba bendecido. Al encuentro de Soriano salió la maestra de la escuela del Brasil, Madelis Judith España, asombrosa mujer de 27 años que decidió combatir el analfabetismo de su vereda a cuenta propia y fundó la escuela en una ramada de la finca de su padre. Comenzó a educar cuando tenía 17 a cambio de la satisfacción, nada más. Durante los primeros años sus honorarios eran el agradecimiento de los padres de familia, cifrados en gallinas o huevos o chivos o burros o maíz o leche
Estaba vestida con un traje tejido a mano por ella misma, y lucía un hermoso tocado rojo también tejido con sus manos: Penélope en su paciencia santa, que educa, que teje y que sueña con mejores hombres. Madelis España es socia permanente de Soriano en aquella poética labor de educar sin recurso alguno. Es la principal usuaria del servicio de préstamos domiciliario del biblioburro, la mujer más inquieta por el conocimiento, la más preocupada por ofrecer una educación básica con calidad. Lo único que interrumpió el ambiente de Sagrada familia fue una gallina que de pronto saltó sobre la mesa para anunciarnos con mucho cacareo la dichosa puesta de un huevo más en su vida.

–Ya, cállate, que sólo es un huevo –le dijo Soriano a la gallina y los niños inundaron de risas El Palacio.

 

El periplo de aquel sábado terminó dos horas más tarde en Planadas, el lugar donde está la iglesia pentecostal, punto de encuentro más concurrido con el biblioburro. Debido a que los colegios apenas estaban comenzando clases, la afluencia de niños era poca, según dijo Soriano, porque a veces se reúnen hasta doscientos niños. Sin embargo, y pese a la época de enero, lo esperaban cincuenta niños con sus padres, y dos maestras. La algarabía fue total. El biblioburro había llegado a un paraje exótico, y desplegaba todos sus mundos bajo la sombra de muchos árboles, como si fuera un camping de conocimiento. La voz del viento y los trinos de los pájaros constituían las hermosas paredes de esta biblioteca única en el mundo: la prueba viviente de que a veces la montaña se mueve hacia Mahoma. En la medida en que Soriano descargaba de los nobles burros su preciado tesoro, los hombres ayudaban a desplegar las mesas, los niños iban buscando asiento y las maestras formaban pequeños grupos para leerles en voz alta alguna fábula. Luego Soriano se encargó de sacar un atlas para mostrarle a un grupo de señores el lugar exacto que ocupaban en el mundo. Porque la colección que llevaba Soriano en aquella ocasión, era una variada muestra de su biblioteca: rompecabezas, cartillas de lectura, cuentos para niños, fábulas, libros de matemáticas, libros animados, manuales prácticos y atlas geográficos. Cuando Soriano extendió sobre la mesita Colombia inédita, la mayoría de los adultos se acercaron a ver las fotos del país que les tocó en suerte. Miraron de cerca la Sierra Nevada de Santa Marta, la misma que a veces se ve lejana entre la bruma calurosa del Caribe; conocieron la selva del Carare, el sol de los venados en los llanos orientales, selváticos ríos del Chocó, los bosques de niebla de la Sabana de Bogotá, y miraron el mar de San Andrés como si fueran marinos trazando rumbos en una carta de navegación.

 

Una señora que asistía por primera vez al dichoso evento, tomó un rompecabezas y se quedó petrificada ante el juego. En sus sesenta y cinco años de vida era la primera vez que veía uno de esos y no sabía qué debía hacer. Tal vez sea esa la imagen más contundente para entender el tamaño de la empresa de Soriano, que a veces se retira un poco de la multitud para admirar con el corazón semejante prodigio. A su lado, Alfa y Beto que, a pesar del cansancio por la travesía, también parecen satisfechos con su obra. Y alrededor, amarrados a los árboles, al menos treinta burros más compartían el convite, porque todos los asistentes llegaron en burro. El mismo animal que tiene encendida todas las alarmas en España porque en ese país está en vías de extinción. Hasta existen hoy en día ONG dedicadas a la preservación del burro catalán, cosas como Burros sin fronteras y otras instituciones imposibles de concebir en esta región de Colombia, o tal vez imaginables desde la perspectiva de la literatura. Increíble la paradoja: mientras en España nadie creería que existe un biblioburro, en Colombia pasará por loco quien diga que el burro está en vías de extinción.

 

Sin temor a equivocaciones puedo asegurar que El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha va cabalgando un jumento por el valle de Ariguaní, en el Magdalena. En Colombia.