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El hambre

Publicado: 8 abril 2015 en Martín Caparrós
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El rascacielos del Chicago Tribune, construido en 1925 en el centro del centro de Chicago, es una idea del mundo. Sube, alto y audaz, más pisos que los que entonces solían tener los edificios, pero tiene, a ras del suelo, la puerta de entrada de una catedral gótica: la tradición como base de la audacia moderna. Y un concepto del poder: empotrados en su frente hay trozos, piedras de otros edificios, como si éste se los hubiera deglutido – y digerido mal. Esos trozos dibujan un reino de este mundo: el Taj Mahal, la iglesia de Lutero, la Gran Muralla china, el muro de Berlín, el castillo de Hamlet en Elsinoor, el Massachussets Hall de Harvard, la casa de Byron en Suiza, la abadía de Westminster, el fuerte de El Álamo en Tejas, el Partenón en Atenas, el castillo real de Estocolmo, la catedral de Colonia, Notre Dame de París, la torre de David en Jerusalén. Son trocitos: los bocados del monstruo. Esos mordiscos armaron el Imperio Americano.

Se me cruzan respuestas: a veces se me cruzan intentos de respuesta pero, fiel a mí, prefiero hacerme el tonto. Cien, doscientas palomas revolotean en banda a buena altura: van, vienen, se cruzan, se confunden. No saben dónde ir; sus alas brillan en el aire, sus movimientos son una ola perdida, tan bella sin querer. De pronto aparece una paloma que llega de más lejos; las muchas se abren, la dejan pasar; la una se pone a la cabeza; las muchas vuelan tras ella, la siguen como si fueran una sola.

Chicago, tarde de invierno fiero, el viento revoleando.

Aquí, en estas calles, en alguna de estas calles, nacieron personas que admiro o que no admiro. Aquí, entre otros: Frank Lloyd Wright, Ernest Hemingway, John Dos Passos, Raymond Chandler, Ray Bradbury, Philip K. Dick, Edgar Rice Burroughs, Walter Elias Disney, Orson Welles, Charlton Heston, John Bellushi, Bob Fosse, Harrison Ford, John Malkovich, Robin Williams, Vincent Minelli, Kim Novak, Raquel Welch, Hugh Hefner, Cindy Crawford, Oprah Winfrey, Nat King Cole, Benny Goodman, Herbie Hancock, Patti Smith, Elliot Ness, John Dillinger, Theodore Kaczynski (a) Unabomber, Ray Kroc (a) McDonald’s, George Pullman, Milton Friedman, Jesse Jackson, Hilary Rodham Clinton –y siguen tantas firmas, que recuerdan que también somos made in Usa.

—Es muy simple, hermanos, es muy fácil: todo está escrito en este libro, y alcanza con aprender y obedecer lo que dice este libro para tener la mejor vida posible, aquí y en la eternidad, toda la eternidad.

Grita, parada en la vereda, una señora negra treinta y tantos, pelo largo planchado, bluyín y chaquetón, anteojos grandes, culo grande, la sonrisa tremendamente compasiva. La señora habla y habla pero nadie se decide a escucharla.

—Miren, vengan: alcanza con aprender y obedecer para tener la mejor vida…

Aquí, en estas calles, hay miles de personas apuradas, hay viento, hay un gran lago que parece un mar y alrededor, más homogéneo, más poderoso aún que en Nueva York, el capitalismo concentrado y refulgente bajo forma de edificios como castillos verticales: superficies de piedra, acero, vidrio negro que colonizan el aire, lo fragmentan, lo transforman en un tributo a su poder. El aire, aquí, es lo que queda entre esas fortalezas, y las calles anchas, limpias, tan cuidadas, son el espacio necesario para que se luzcan. No sé si hay muchos lugares donde un sistema –de ideas, de poder, de negocios– se haya plantado con semejante imperio. Chicago –el centro de Chicago– es una ocupación brutal, absoluta del espacio. Durante muchos siglos ésa era la tarea del rey, que erigía su palacio o fortaleza, y de su Iglesia, que una catedral, para marcar de quién era el lugar: para imprimir en el espacio su poder. En cambio aquí son docenas de empresas poderosas las que llenan el aire con sus edificios, y nada desentona.

Chicago es un festival de la mejor arquitectura que el dinero puede comprar: cuarenta, cincuenta edificios corporativos construidos en los últimos cien años, cada uno de los cuales calificaría como el mejor de Buenos Aires, dos o tres de los cuales calificarían entre los diez mejores de Shanghái –porque así está el mundo. Uno de los primeros diseñadores de la ciudad, Daniel Burnham, escribió en 1909 la idea básica: “No hay que hacer planes modestos, porque no tienen la magia necesaria para calentar la sangre de los hombres”. Aquí los edificios tienen la magia necesaria, la labia requerida: explican, sin la sombra de una duda, quiénes son los dueños. Entre las fortalezas no hay edificios modestos, negocios de chinos transplantados, restos de otro orden, callejones, basura: todo es la misma música. Money makes the world go round, canta Liza Minelli –su padre nació aquí–, y Pink Floyd le contesta: Money,/ it’s a crime./ Share it fairly/ but don’t take a slice of my pie.

La señora negra treinta y tantos se toma un respiro: debe ser duro hablar sola tanto rato. Entonces un hombre blanco de 50 o 60, sucio, barba descuidada, chaqueta de duvé verde muy gastada –un sinhogar, les dicen–, se le acerca y le pregunta si está segura de que con aprender y obedecer alcanza:

—Si no estuviera segura no lo diría, ¿no lo cree?
—No, yo no.

En estas calles las veredas están limpias impecables, las vidrieras brillan; pasan señores y señoras que llevan uniforme de trabajo: trajecito de pollera o pantalones para ellas, sus tacos, sus carteras; traje oscuro con camisa clara para ellos. El hombre blanco –se ve– no quedó satisfecho con la respuesta de la mujer negra y vuelve a su refugio, diez metros más allá: su refugio es un cartón en el suelo y sobre el cartón un bolso reventado, una manta marrón o realmente sucia, un plato de plástico azul con un par de monedas. Al costado de su refugio tiene un cartel que dice que tiene hambre porque no tiene trabajo ni nadie que le dé de comer: “Tengo hambre porque no tengo trabajo ni quién me dé de comer”, dice el cartel escrito con marcador negro sobre otro pedazo de cartón. Su cartel no pide; explica.

Las veredas están limpias impecables, vidrieras brillan y abundan los mendigos: cada 30 o 40 metros hay uno sentado en la vereda limpia etcétera, dos, tres, cuatro por cuadra sentados en la vereda limpia etcétera con carteles que dicen que no tienen comida.

—Todo está escrito en el libro, mis amigos. Si ustedes no lo leen, si ustedes no lo siguen, la culpa es toda suya. La condena será toda suya, mis amigos.

Grita la mujer negra.

Cuando funciona es cuando más me deprime. En Calcuta, en Madaua, en Antananarivo siempre se puede pensar en la falla, en lo que queda por lograr. Ésta es una de las ciudades más exitosas del modelo más exitoso del mundo actual: Chicago, USA. Y todo el tiempo la sensación de que no tiene gran sentido: tanto despliegue, tantos objetos, tanto reflejo, tanta tentación tonta. La máquina más perfecta, más inútil. Gente que se esfuerza, que trabaja muchas horas por día para producir objetos o servicios relativamente innecesarios que otras personas comprarán si consiguen trabajar muchas horas por día produciendo objetos o servicios relativamente innecesarios que otras personas comprarán si consiguen trabajar muchas horas por día produciendo objetos o. Como si un día fuéramos a despertarnos amnésicos –por fin amnésicos, gozosamente amnésicos– y preguntarnos: ¿y para qué era que era todo esto?

(Lo necesario –lo indispensable– es un porcentaje cada vez menor de lo que nuestro trabajo nos provee. Más aún: el grado de éxito de una sociedad se mide por la proporción de mercaderías innecesarias que consume. Cuanta más plata gasta en lo que no precisa –cuanta menos en comida, salud, ropa, vivienda–, suponemos que mejor le ha ido a ese grupo, ese sector, ese país.

Aunque, también: ¿qué pasaría, en un mundo más igualado, con todas esas cosas bellas que sólo se hacen porque hay gente a la que le sobra mucha plata? Aviones coches barcos casas de vanguardia relojes finos grandes vinos el iphone los tratamientos médicos personalizados. ¿Un desarrollo igualitario siempre es más lento y más oscuro?).

Aquí supo haber mártires. Durante muchos años, para mí, Chicago fue un nombre con dos significados: el lugar donde Al Capone y sus muchachos mataban con ametralladoras primitivas en películas que se veían en blanco y negro aunque fueran color; el lugar donde miles de trabajadores encabezaron las luchas por la jornada de ocho horas y, en 1886, cuatro fueron colgados por eso: los Mártires de Chicago se volvieron una figura clásica de los movimientos obreros, y la razón por la cual el 1º de Mayo se convirtió en el Día del Trabajo en casi todo el mundo –salvo, faltaba más, en los Estados Unidos de América.

Treinta y ocho años antes, en 1848, mientras el señor Marx publicaba en alemán y en Londres su Manifiesto Comunista, mientras Europa se rebelaba contra sus varias monarquías, aquí en Chicago capitalistas entusiastas veían en esa confusión grandes oportunidades de negocios. Aquí en Chicago, ese año, se inauguraba el canal fluvial y los primeros trenes que la conectarían con la costa y la convertirían en el gran centro del comercio de carnes y cereales del norte; ese año se terminaban de construir los primeros elevadores de granos a vapor, unas máquinas ingeniosas que permitían usar silos de un tamaño nunca visto; ese año, también, se abrió una sala donde los granjeros que vendían sus productos y los comerciantes que los compraban se reunían a negociarlos: el Chicago Board of Trade, el ancestro del Chicago Mercantile Exchange o, dicho de otro modo: el mercado que ahora decide los precios de los granos en el mundo.

—Todo está escrito en el libro, mis amigos.

Grita la mujer negra.

El edificio tiene 200 metros de alto; es una masa maciza, impenetrable, de piedras grandes y ventanas chiquitas y arriba, en lo más alto, una estatua de diez metros de Ceres, la diosa romana de la agricultura: maíz en una mano, en la otra trigo. Abajo, junto a la puerta, unas letras talladas dicen Chicago Board of Trade; el edificio fue inaugurado en 1930, mientras los Estados Unidos caían en la crisis más bruta de su historia. A sus lados, dos edificios del más riguroso neoclásico, de cuando los americanos descubrieron que eran un imperio –y quisieron parecerse al más famoso–: el edificio neoclásico de un viejo Banco Continental que ahora compró el Bank of America; el edificio neoclásico de la Reserva Federal, sucursal de Chicago. Las banderas de estrellas están por todas partes: el poder hecho piedras y banderas.

—Bienvenido.

Me dice Leslie, la mejor sonrisa, una chaqueta rosa, de un rosa muy rosado. Leslie –llamémoslo Leslie– es corredor de una de las cuatro o cinco grandes cerealeras del mundo, una empresa que mueve decenas de miles de millones de dólares por año, y va a llevarme a conocer la Bolsa a condición de que no diga su nombre ni el nombre de su empresa. Leslie –llamémoslo Leslie– se da cuenta de que lo miro raro y me explica que la chaqueta es, cómo decirlo, un accidente:

—Es el mes de concientización sobre el cáncer de mama, la usamos para hacer que la gente piense en el cáncer de mama.

Me dice, y que es una buena causa y que siempre es bueno colaborar con una buena causa. Después me dice que entremos, que tenemos mucho por recorrer: que la Bolsa es un mundo, dice, todo un mundo.

—Esto es un mundo con sus propias reglas. A primera vista pueden parecer raras, difíciles, como si quisiéramos que los de afuera no supieran lo que pasa acá adentro. Pero yo te las voy a explicar hasta que las entiendas.

Me dice, me amenaza.

El piso –se llama “el piso”– de la Bolsa de Chicago tiene más de 5.000 metros cuadrados, media hectárea de negociantes y computadoras y tableros electrónicos. El piso de la Bolsa de Chicago es como una catedral: una gran nave vagamente redonda de techos altísimos y, justo bajo el techo, muy arriba, en el lugar de los vitrales de los santos, una guarda de luz que la rodea: miles de cifras en marquesinas de diodos verdes, rojos y amarillos, cotizaciones, cantidad de compras y de ventas, subas y bajas, pérdidas y ganancias: la razón comerciante hecha cifras que cambian todo el tiempo.

Más abajo, aquí abajo, el piso de la Bolsa de Chicago está dividido en pozos –pits– con funciones distintas: hay pozo de maíz, de trigo, de opciones de maíz, de opciones de trigo, de aceite de soja, de harina de soja. Cada pozo es un círculo de diez metros de diámetro rodeado por tres filas de gradas. Adentro, de pie, tres o cuatro docenas de señores, muchos con su chaqueta rosa, parecen aburridos: unos miran la pantalla que les cuelga de la cintura, otros leen un diario, alguno mira el pelo del de al lado, la ropa del de al lado, el tedio del de al lado, otro la punta de sus zapatos relucientes; muchos miran el techo, miran las cifras de las marquesinas o sus tabletas donde tienen más cifras, más cotizaciones –hasta que, de pronto, alguien grita algo que nunca logro entender, y se despiertan. Gritan y se miran: un gallinero sin gallinas, puro gallo educado pero gallo. Enarbolan talonarios en blanco, se hacen gestos con las manos y los dedos, miran nerviosos las pantallas de cintura, los números del techo. Por un minuto, dos, todos cacarean, lanzan manos al aire, ensayan aspavientos; después, tan súbito como empezó, el movimiento se vuelve a disolver en catatonia.

—Acá todo tiene un sentido. O, por lo menos, nos gusta creerlo.

Dice Leslie –llamémoslo Leslie–, y me explica que los meneos de las manos –la palma hacia afuera o hacia adentro, los dedos juntos o separados, a la altura del pecho o de la cara– quieren decir compro o vendo, cuánto, a cuánto, y que se entienden.

—Pero la mayor parte del tiempo parecen aburridos.
—Bueno, porque ahora casi todo se hace en las pantallas. Hace unos años había días que acá no se podía ni caminar de tan lleno que estaba.

Ahora se puede. Las tormentas intermitentes de los gallos son como un dinosaurio bipolar, una mímica en honor al pasado venturoso. Todo parece un poco forzado, como fuera de lugar; así era este negocio hasta hace diez o quince años. Ahora todo esto es una parte muy menor. La mayoría –más del 85 por ciento en estos días, y la cifra avanza– se hace en otro lugar, en ningún lugar, en las pantallas de las computadoras del mundo, en los rincones más lejanos. Chicago ya no es Chicago; es otra abstracción globalizada.

Después le pregunto a Leslie –llamémoslo Leslie– si cree que este lugar, el templo, va a durar:

—En algún tiempo esto va a desaparecer, ¿no?
—Es difícil pensar que puede desaparecer. Ya lleva más de 150 años, y yo me he pasado la mitad de mi vida acá. ¿A vos te parece que puedo pensar que no va a estar más?
—No sé. ¿Pero creés que va a desaparecer?
—Sí. Supongo que a mediano plazo sí.

Pero, todavía, en los pozos de cada grano –en las pantallas de las computadoras– miles y miles de operaciones incesantes van “descubriendo” el precio a través de la oferta y la demanda. Chicago ya no es el lugar donde todo se compra y se vende pero sigue siendo el que fija los precios que después se pagarán –se cobrarán– en todo el mundo. Los precios que definirán quién gana y quién pierde, quién come y quién no come.

Recuerdo, de pronto, tardes en Daca, noches en Madaua pensando cómo sería este lugar, donde tanto se juega. Y supongo –pero es injusto o no tiene sentido o no tiene sentido y es injusto– que aquí nadie pensó nunca en Daca ni en Madaua.

—El mercado es el mejor mecanismo de regulación para mantener los precios donde deben estar. Nadie puede controlar un mercado, ni siquiera los especuladores más poderosos.

Me dice Leslie.

—Este lugar ayuda a bajar los costos de la comida en todo el mundo.

Me dice otro corredor, un señor bastante gordo que transpira copioso. Yo intento no juzgar lo que me dice: le pregunto cómo.

—Creando un mercado transparente que provee liquidez a todos los involucrados. Se necesita que haya gente y empresas que arriesguen su dinero para que el mercado pueda funcionar. Eso es lo que hacemos. Y, por supuesto, ganamos plata con eso, si no no lo haríamos.

Lo escucho, no hago muecas. La Bolsa de Chicago sirvió –dicen– para estabilizar los precios. Su gran invento, mediados del siglo XIX, fue el establecimiento de contratos a futuro –los “futuros”–: un productor y un negociante firmaban un documento que los comprometía a que en tal fecha el primero le vendería al segundo tal cantidad de trigo por tanto dinero, y la Bolsa garantizaba que ese contrato se cumpliría. Así los granjeros sabían antes de cosechar cuánto cobrarían por sus granos, los compradores que los procesarían sabían cuánto tendrían que pagarlos. Era –se suponía– una función muy útil del famoso mercado.

La explicación más clara me la dará, tiempo después, en Buenos Aires, Iván Ordóñez, que entonces trabajaba como economista de uno de los mayores sojeros sudamericanos, Gustavo Grobocopatel.

—¿Qué es la agricultura, en el fondo? Es agarrar un montón de plata, enterrarla, y en seis meses desenterrar más plata. El problema es que en el momento de plantar yo sé cuánto me cuesta la semilla, el trabajo, el fertilizante, pero no sé a cuánto se va a vender el grano en el momento de cosechar. Como tengo incertidumbre respecto del ingreso, porque el resultado depende del clima y eso lo hace muy volátil, lo tengo que asegurar. Y lo mismo le pasa al industrial que necesita mi soja para transformarla en harina, o al criador que necesita esa harina para alimentar sus animales. Entonces lo que podemos hacer es ponernos de acuerdo, sobre la base de una serie de datos pasados y presentes, sobre un precio para cuando se coseche. Ésos son los contratos a futuro: obligaciones de compra y venta de algo que hoy no existe. Por eso se dice que éste es un mercado de “derivados”: porque los precios a futuro derivan de los precios actuales de esos mismos productos. Eso me ayuda a estabilizar el precio. Como el mercado necesita volumen, no solamente participo yo que produzco soja y vos que la comprás, sino también un chabón que cree que el precio que nosotros pactamos es poco o es mucho. Ese tipo, que se llama especulador, lo que hace es darle volumen y liquidez al mercado, y consigue que los precios de esos futuros sean confiables.

Cuando escucho la palabra confiable, decía el otro, saco mi revólver.

Hay quienes sostienen que el mercado de las materias primas alimentarias funcionó con esas normas durante mucho tiempo. Pero algo empezó a cambiar a principios de los noventas; nadie, entonces, lo notó; muchos, después, lo lamentaron.

—Ahora hay jugadores nuevos, bancos y fondos que se involucraron en todo esto; antes era un mercado para productores y consumidores, y ahora se ha vuelto un lugar para el juego financiero, la especulación.

Estados Unidos salía de los años de Reagan, cuando millones de puestos de trabajo habían desaparecido –y millones de trabajadores habían sido despedidos– para que las grandes corporaciones pudieran “relocalizar” sus fábricas en otros países, cuando el salario de los trabajadores que quedaban se estancó aunque su productividad subió casi un 50 por ciento, cuando los impuestos a los más ricos bajaron a la mitad. Cuando esos ricos tenían, por todas esas razones y un par más, mucho dinero ocioso y querían “invertirlo” en algo que les sirviera para tener más.

—A mí no me gusta mucho, pero qué puedo hacer. Tengo que seguir jugando, es mi trabajo.

Leslie – llamémoslo– me explica los mecanismos del asunto. Al cabo de un rato se da cuenta de que no termino de entenderlos y trata de tranquilizarme:

—Todo esto se puede sintetizar muy fácil: todos estos muchachos quieren ganar plata. ¿Cómo hacen para ganar plata? Ahora hay muchísimas maneras. Hay que conocerlas, ser capaz de manejarlas: tomar posiciones a mediano plazo, a largo plazo, entrar y salir de las posiciones en dos minutos. Cada vez hay más formas de ganar plata con estos asuntos.

Hay países del mundo –como éste– donde se puede decir que uno hace algo sólo para ganar plata. Hay otros donde no. Pero, en general, es duro decir que uno hace subir el precio de los alimentos sólo para ganar plata. Entonces hay justificaciones: que en realidad los granos suben por el aumento de la demanda china, la presión de los agrocombustibles, los factores climáticos. Leslie –llamémoslo Leslie– es una persona encantadora, henchida de buenas intenciones. Sus amigos –los corredores que me presenta en el piso de la Bolsa de Chicago– también lo parecen. Algunos trabajan para las grandes corporaciones cerealeras, otros para los bancos y fondos de inversión, otros son autónomos que juegan su dinero comprando y vendiendo –y deben tener el respaldo de una financiera que les cobra comisiones por todo lo que hacen. Todos amables, entusiastas, personas tan preocupadas por el destino de la humanidad. Personas que me hacen preguntarme para qué sirve hablar con las personas. O dicho de otra manera: para qué sirve la percepción que las personas tienen de lo que hacen. Para qué, más allá de la anécdota.

—¿Y a veces piensan cuál es el costo de lo que hacen en el mundo real?
—¿A qué tipo de costo te referís? ¿El costo económico, el costo social? ¿De qué costo estás hablando?

2

“La historia de la comida dio un giro ominoso en 1991, en un momento en que nadie miraba demasiado. Fue el año en que Goldman Sachs decidió que el pan nuestro de cada día podía ser una excelente inversión.

“La agricultura, arraigada en los ritmos del surco y la semilla, nunca había llamado la atención de los banqueros de Wall Street, cuya riqueza no venía de la venta de cosas reales como trigo o pan sino de la manipulación de conceptos etéreos como riesgo y deudas colaterales. Pero en 1991 casi todo lo que podía convertirse en una abstracción financiera ya había pasado por sus manos. La comida era casi lo único que quedaba virgen. Y así, con su cuidado y precisión habituales, los analistas de Goldman Sachs se dedicaron a transformar la comida en un concepto. Seleccionaron 18 ingredientes que podían convertir en commodities y prepararon un elixir financiero que incluía vacas, cerdos, café, cacao, maíz y un par de variedades de trigo. Sopesaron el valor de inversión de cada elemento, mezclaron y cifraron las partes, y redujeron lo que había sido una complicada colección de cosas reales a una fórmula matemática que podía ser expresada en un solo número: el Goldman Sachs Commodity Index. Y empezaron a ofrecer acciones de este índice.

“Como suele pasar, el producto de Goldman floreció. Los precios de las materias primas empezaron a subir, primero despacio, más rápido después. Entonces más gente puso plata en el Goldman Index, y otros banqueros lo notaron y crearon sus propios índices de alimentos para sus propios clientes. Los inversores estaban felices de ver subir el valor de sus acciones, pero el precio creciente de desayunos, almuerzos y cenas no mejoró nada la vida de los que intentamos comer. Los fondos de commodities empezaron a causar problemas”.

Así empezaba un artículo revelador, publicado en 2010 en Harper’s por Frederick Kaufman, titulado ‘The food bubble: How Wall Street starved millions and got away with it’.

—La comida fue financializada. La comida se volvió una inversión, como el petróleo, el oro, la plata o cualquier otra acción. Cuanto más alto el precio mejor es la inversión. Cuanto mejor es la inversión más cara es la comida. Y los que no pueden pagar el precio que lo paguen con hambre.

Yo había buscado una foto suya en internet, para reconocerlo en el bar de Wall Street donde me había citado; en la foto, Kaufman tenía una camiseta blanca, barba de cuatro días, el pelo alborotado y la sonrisa ancha: un grandote levemente salvaje. Pero esa tarde vi llegar a un señor casi bajito envuelto en traje azul atildado correcto con su camisa impecable y su corbata, llevando de la correa a su caniche blanco. Después me dijo que venía de un almuerzo y que lo disculpara por el perro pero estos días andaba tan ocupado presentando su último libro, Bet the Farm, y que en algún momento tenía que sacarlo. Fred Kaufman se sentó y me dijo que teníamos una hora.

—A principios de los noventas los ejecutivos de Goldman Sachs estaban a la búsqueda de nuevos negocios. Y su filosofía de base, la filosofía de base de los negociantes, es que “todo puede ser negociado”. En ese momento tuvieron la astucia de pensar que las acciones y bonos de deuda y todo eso quizá no tendrían tanto valor en el largo plazo; que lo que siempre tendría valor era lo más indispensable: la tierra, el agua, los alimentos. Pero estas cosas no tenían volatilidad, y eso era un problema para los traders. Toda la historia de los mercados de alimentos, y la historia de la civilización, consistió en tratar de dar cierta estabilidad a los precios de un producto muy inestable. La comida es fundamentalmente inestable, porque hay que cosecharla dos veces por año, y esa cosecha depende de una serie de cuestiones que no podemos manejar: la meteorología, sobre todo. Pero la historia de las civilizaciones depende de esa estabilidad. La civilización se hizo en las ciudades; allí aparecieron la filosofía, las religiones, la literatura, los oficios, la prostitución, las artes. Pero la gente de las ciudades no produce comida, así que había que asegurar que pudieran comprarla a un precio más o menos estable. Así empezó la civilización en el Medio Oriente. Y, muchos siglos después, en América también fue así. Durante el siglo XX los precios del grano fueron muy estables –salvo en breves períodos inflacionarios– y este siglo fue el mejor para este país.

El caniche era paciente, educado. Mientras su dueño hablaba él lo miraba, quieto como si no lo hubiera escuchado tantas veces. Fred Kaufman era un torrente de palabras:

—Los banqueros no entienden los beneficios de tener un precio estable para los alimentos; lo que entienden, al contrario, es que si hay más volatilidad ellos van a hacer más dinero a lo largo de mucho tiempo, porque la demanda de alimentos nunca va a desaparecer; al contrario, va a aumentar siempre. Entonces les interesaba crear las condiciones para atraer grandes capitales a estos mercados y, sobre todo, para mantener esos capitales allí y hacer mucha plata manejándolos. Eso es lo que querían: plata. A ellos no les importan los mercados, no les importan los alimentos; les importa la plata. Para eso debían convertir ese mercado, que durante un siglo sirvió para mantener la estabilidad de los precios y la seguridad de los productores y consumidores, en una máquina de producir volatilidad y, por lo tanto, de producir dinero: para eso crearon su Índex, que les permitió atraer los capitales de muchos inversores y manejarlos. Y eso produjo un aumento sostenido de los precios. En unos años triplicaron los precios del grano; sí, lo triplicaron, y millones de chicos se murieron, felicitaciones. Todos los especuladores predicen que los precios de los alimentos se van a duplicar en los próximos veinte años; si eso sucede, y los habitantes de los países pobres tienen que gastar el 70 u 80 por ciento de sus ingresos en comida, la primavera árabe será una fiesta de quince al lado de lo que va a pasar en el mundo. Hay gente que cree que eso no va con nosotros, que no es nuestro problema. Acá estamos a dos cuadras del Ground Zero: creo que ya nos dimos cuenta de que en el mundo hay gente que está muy enojada con nosotros y que pueden hacer cosas que pueden afectarnos.

Dijo Kaufman, y su caniche blanco lo miró preocupado.

Pero ahora, en Chicago, en pleno piso, Leslie trata de explicarme el mecanismo. Me cuesta; pasa un rato largo hasta que creo que entiendo algo:

Supongamos que quiero hacer negocios. Yo, por supuesto, no he visto un grano de soja en mi vida, pero puedo vender ahora mismo una tonelada para entregar el 1 de septiembre de 2014 –un futuro– al precio del mercado: digamos que 500 dólares. Todo mi truco consiste en esperar que el mercado se haya equivocado y la tonelada de soja valga, fin de agosto, 450 dólares. Porque yo, que nunca tuve soja, podré comprar entonces por ese precio la tonelada que debo entregar –y me habré ganado 50 dólares. O, mejor, vender mi contrato para que otro lo haga –y quizás, entonces, gane 49. O, si soy impaciente o quiero alfombrar mi baño o dedicarme full time a la pintura prerrafaelista, podría venderlo en cualquier momento entre ahora y septiembre 2014. Mañana, por ejemplo, si la “soja septiembre 2014” sube un dólar y tengo ganas de hacer plata rápida.

Pero también, me explica Leslie, podría ser que la soja septiembre 2014 termine a 600 dólares y yo habré perdido 100, por ejemplo. Para evitarlo, me dice, podría ser más sofisticado y comprar, en lugar de un contrato a futuro, una opción. Una opción es un contrato que me da el derecho –pero no la obligación– de vender una tonelada de soja a 500 dólares la tonelada en septiembre próximo. Por eso le voy a pagar al que se compromete a comprármela a un precio –digamos 20 dólares. Si llega octubre y la soja está a 450, habré ganado 30, porque el tipo que me vendió la opción está obligado a comprarme a 500 dólares la soja que yo podré comprar a 450; menos 20 que me costó ese derecho, son 30. Entonces puedo vender mi opción a 30, o 29, y ganar ese dinero directamente, sin hacer la operación. Y el que me la compra especula con que una semana después la soja esté a 445 y entonces en esa semana habrá ganado 5 dólares más, y así de seguido. Y si la soja termina a 600 yo habré perdido sólo 20: no ejerzo mi opción y ahí se acaba todo.

—Uffff.

Ésa es la teoría, que no tiene nada que ver con la práctica. En la práctica esas opciones se compran y se venden todo el tiempo, sin parar: en última instancia, el precio de la soja en septiembre 2014 o pasado mañana o el mes próximo es sólo un número que hay que prever con la mayor precisión posible para poder apostar con éxito sobre sus variaciones, pero sería lo mismo que fuera la temperatura de St. Louis Missouri a lo largo de las próximas 24 horas o la cantidad de eructos en una cena de negocios de catorce vendedores de cilicio líquido. Podría ser cualquiera de esas cosas y tantas más, pero si fueran no cambiarían las vidas de millones: aquí el precio de los granos es la base para un juego de especulaciones; fuera de aquí, es la diferencia entre comer y no comer.

Aquí, mientras tanto, el negocio está en sacar provecho de las pequeñas diferencias diarias u horarias o minuteras en la cotización; esas ínfimas variaciones, si las cantidades son importantes, producen diferencias sustanciales. Y todo gracias a los errores de cálculo del mercado que, para fortuna de sus cultores, siempre se equivoca.

Es curioso: los que trabajan en el mercado, los que cantan las más encendidas loas al mercado, los que viven tan pingües gracias al mercado, trabajan con los errores del mercado. Y ninguno dice –con sus whiskies en el bar, en sus artículos de The Economist, en sus clases de las escuelas de negocios– lo que me gusta del mercado es que siempre se equivoca.

Pero el error del mercado es condición de sus negocios. Si no se equivocara, si la soja futura septiembre 2014 negociada esta mañana a 500 costara 500 en septiembre 2014, este templo estaría desierto, no habría forma de hacer negocios con todo esto. Nadie lo dice: cantan sus Panegíricos, difunden la Palabra, te dicen que el Mercado es la cura para todos los males.

Viven de sus errores.

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Este texto pertenece al libro El Hambre, que publicado la editorial Anagrama.

—Esto del número uno es una tontería, una verdadera tontería.

Dice Joan Roca, enfático y risueño, y no lo dice por despecho: hace tres meses, su restaurante, El Celler de Can Roca, fue proclamado el mejor del mundo por el ranking que todos repiten y/o respetan. Joan Roca tiene las primeras canas, las manos cuidadas, la sonrisa fácil, el gesto fácil, ese brillo en los ojos. Un día de estos va a cumplir 50 años.

—Tiene razón mi madre. Ella es la primera que nos dice que esto es una tontería. ¿A quién se le ocurre hacer un orden de los mejores restaurantes del mundo? Un despropósito. Si fuéramos coches de Fórmula 1, hay uno que llega primero y gana, es indiscutible; pero la comida es la cosa más subjetiva: ¿cómo decir que tal restaurante es mejor que tal otro? Lo acepto: una serie de gente se pone de acuerdo y vota. Vale, okay. Pero que nadie se lo crea demasiado ni se lo tome demasiado en serio y menos el que está ahí…

Hay poca gente que lo logra: en un momento, Joan Roca te hace sentir como si te conociera desde siempre y, más, como si le gustara hablar contigo. Entonces le digo que cuando te dicen que eres el mejor debe ser difícil no tomarse en serio.

—No. Esto es un barrio obrero de una pequeña ciudad del norte de España y sus vecinos son nuestros vecinos y nosotros vamos cada día a comer al restaurante de nuestros padres el menú de diez euros, y ahí te topas con la realidad, con tus orígenes. Eso es un buen antídoto.

—Pero el veneno es poderoso, supongo.

—Sí, lo es. Pero te pilla en un momento de la vida, ya maduro, en que es más fácil. Si te pilla a los 30, te puede dar la vuelta y te lo crees, y te vuelves gilipollas. Ahora espero que no.

Es raro esperar el primer plato del mejor restaurante del mundo: ese temblor. Ahora, en El Celler, el primer plato no es un plato sino un gran taco de madera que ofrece cinco cosas: cinco objetos comestibles no muy identificados, según la mejor tradición contemporánea. El primer plato-taco se llama Países: México es una gran gota con sus sabores de guacamole, semilla de tomate, agua de tomate y cilantro; Japón es una bola con un núcleo de miso, dashi de nata y tempura de nyinyonyaki; China es un cucurucho crocante, dulce, con verduras encurtidas con crema de ciruelas; Perú es una esfera llena de caldo de cebiche; Marruecos es masa fila con almendra, miel, rosa, azafrán, ras el hanout, yogur de cabra.

Cada una —cada preparación compleja, razonada, trabajada— es un bocado único: el alivio de no tener que componer el trozo, que decidir —decisiones que se hacen sin pensarlas— cortar ese trozo de carne de manera que incluya algo de grasa y agregarle una pizca de mostaza y, quién sabe, un trocito de tomate. Aquí —por ahora— todo viene compuesto, el comensal come como le dicen. Y pasea: cada bocado, un mundo; todos juntos, el mundo.

Para, enseguida, volver a las raíces: nos traen un olivo bonsái del que cuelgan sus aceitunas caramelizadas rellenas con anchoas. Un gusto fuerte, rudo, casa. Y, ya en casa, más tapas: un pétalo de flor de higo chumbo sobre una espuma de blanco de limón y, al lado, un bombón de chocolate negro relleno de vermut Carpano con pomelo y sésamo negro. El recuerdo de cualquier aperitivo en la barra de un bar, un jueves a la salida del trabajo, una explosión de sabor y memoria en un bocado.

En 1964, cuando nació Joan Roca, sus padres todavía no habían abierto su fonda en ese paraje que llaman Taialá, en las afueras de Gerona.

—Yo recuerdo cuando no teníamos para comer todos los días. La otra vez, mi hijo me dice: “Tienes que ir a ver esa película Pan negro, que habla de aquellas cosas de la guerra”, y yo le digo: “Pero pa’ qué, si yo tanto tiempo no lo he comido blanco. Yo ya no quiero ver pan negro”.

Dice ahora la señora Roca, la mamá Monserrat, y se ríe: la señora Roca se ríe, cuenta, se divierte. La señora Roca está encantada.

—Por eso, cuando nacieron mis hijos, yo quería que hiciéramos algo para que no tuvieran que salir a buscar la faena, para que tuvieran algo en casa. Porque yo hice de todo, a los 13 años ya me iba a trabajar al campo, a coger aceitunas, a segar el trigo. Y luego ya me empleé en un hotel y allí aprendí a trabajar, pero a trabajar: desde las ocho de la mañana hasta las once de la noche.

Y se casó a los 20 y su marido, el señor Roca, quería cambiar, salir del pueblo, ser su propio patrón. El señor tenía veintitantos y conducía un autobús suburbano que daba vueltas por los alrededores de Gerona. Un día le llamó la atención el cartel de Se vende en un local medio bar medio barbería junto a un campo de trigo; habló con su señora —cocinera probada—, consiguieron un pequeño préstamo familiar y se lanzaron. Lo llamaron Can Roca: la casa de los Roca. Sus clientes eran los inmigrantes andaluces que se habían instalado en ese peladal para trabajar en los campos y talleres de los alrededores.

—Y los míos me decían: “Pero cómo vais a vivir allí, cómo se os ocurre”. Y yo les decía: “Pero, bueno, allá habrá gente igual que aquí. ¿Que hablarán castellano? Vale, pero yo ya lo sé hablar, no pasa nada”.

Dice ahora la señora, feliz.

El comedor de El Celler de Can Roca es como un claustro aéreo: vidrio y luz y mucho espacio alrededor de un pequeño jardín de invierno triangular, también vidriado, con sus pequeños árboles. Las mesas son sobrias, los manteles planchados con denuedo, todo blanco; en el centro de cada mesa hay tres rocas: Joan, Josep y Jordi Roca, tres hermanos que lo hacen todo juntos.

—La gran suerte que hemos tenido de que los tres nos entendamos y estemos de acuerdo y trabajemos bien juntos, eso sí que es raro de cojones. Y para colmo, los tres vivimos de la misma manera, con la misma pasión. Y como no ganamos mucho dinero, no tenemos el problema de quién se lo lleva, y como ninguno de los tres quiere tener un Ferrari sino un restaurante mejor, pues no hay peleas. Si algún día ganamos mucho, esto puede complicarse…

Dirá Joan. Pero ahora el camarero —joven, sonriente, como todos ellos, vestido de negro, como todos ellos— nos muestra una bandeja para que elijamos unos panes.

—¿Pan?

Le pregunto.

—Pan.

Me contesta, firme, porque siempre es grato asegurar lo obvio. Pero lo obvio es sorprendente: en restaurantes mucho menos encumbrados que El Celler, cocineros privan a sus clientes del pan, so pretexto de que interfiere con sus creaciones. Aquí, ahora, pienso que debe ser una forma de reafirmar las tradiciones, porque Joan me había dicho que era uno de sus puntos:

—La cocina catalana es la cocina de una sociedad bastante rica y muy curiosa, que comparte la mesa, que festeja comiendo, que tiene una gran cultura gastronómica y productos de mucha calidad. Y sí, se puede decir que nuestra cocina tiene un origen bien local, siempre que aceptes que la cocina catalana también es la fusión de tantas otras, griega, romana, árabe, los productos que llegaron de América. Y nosotros seguimos con ese proceso de fusión: vamos a Perú y nos llevamos la esencia de un cebiche, vamos a México y nos llevamos la idea del mole, de Corea nos llevamos la forma de fermentar las verduras… De todos lados nos llevamos cosas y las hacemos nuestras. La cocina tiene que ser local y global al mismo tiempo, glocal. La nuestra es una cocina que, siendo catalana, no quiere ser fundamentalista.

Entonces supongo que dar pan es una forma de reanudar lazos con esas tradiciones pero más tarde, cuando se lo pregunte, me explicará que no es un homenaje a la tradición sino al sentido común.

—Siempre había algún cliente que lo pedía. ¿Y quién soy yo para negárselo?

El rasgo proverbial de Cataluña es el seny, el sentido común. Ferrán Adriá, en El Bulli, se lo pasó gloriosamente por el gorro; los Roca lo recuperaron. Ya hablaremos de vanguardia amable.

El bar del señor y la señora Roca abría todos los días a las seis de la mañana para servir el café o el carajillo a los vecinos que salían a trabajar; a la mañana les daba desayuno; al mediodía, de comer; a la tarde, cafelitos y cervezas y unas tapas, más comida a la noche. La señora cocinaba estupendo; su marido atendía el bar; sus dos hijos jugaban y estudiaban en la sala.

—Joan y Josep eran pequeños, se pasaban aquí todo el día. Imagínese, el comedor era su casa. Y después, como doce años después, llegó Jordi. Se ve que hacía falta pa’ los postres.

Dice ahora la señora. Y que Joan no había cumplido 10 años cuando le regaló una chaqueta de cocinero chiquitita: el chico se pasaba horas jugando a ser como ella. Veía que las personas se iban contentas y pensaba que quería hacer eso. Una de las dos escuelas gastronómicas oficiales de España estaba en Gerona; Joan anunció que cuando terminara el ciclo básico quería hacerla.

—Mis profesores intentaron disuadirme, me decían que yo era una persona inteligente, que tenía buenas notas, que por qué me iba a desperdiciar en eso. Y ahora resulta que los cocineros somos como estrellas. Eso sí que es muy raro.

Joan empezó la escuela; su hermano Josep, dos años menor, lo siguió en su momento. A Josep todos le decían —le dicen— Pitu, y la cocina le gustaba menos; sus padres lo recuerdan pelando cebollas —bolsas y bolsas de cebollas— en el fondo de la fonda con snorkel y máscara de buzo para no llorar. En cambio, cuando chico, nada le divertía más que rellenar las jarras con el vino a granel del Ampurdán: también estaba dibujando su destino.

Joan terminó la escuela, cumplió 20, se marchó al servicio militar, fue cocinero de un capitán general, perdió casi dos años, se volvió. Josep lo esperaba para empezar algo: pegada a Can Roca había una casita que sus padres habían comprado para que vivieran los chicos cuando fueran grandes. Joan y Josep les pidieron que les dejaran instalar allí su propio restaurante: no querían cambiar el de sus padres, pero tampoco querían pasarse la vida cocinando arroz a la cubana los lunes, canelones los martes, calamares los viernes.

—Os pegaréis un tortazo.

Dice Joan que les dijo su padre —pero los ayudó. En agosto de 1986 abrieron un lugar muy pequeño, decorado a los ponchazos, con una cocina diminuta, que se llamaba El Celler —la bodega— de Can Roca, y prometía “comida gastronómica”.

Todo está en ese punto. El punto puede ser, digamos, untuoso, espeso, rojo oscuro. El punto puede ser casi líquido y estar, por ejemplo, en medio de una pequeña teja de maíz y aún allí, en medio de una pequeña teja de maíz, parecer muy chiquito. El punto sabe parecer muy chiquito: es uno de sus trucos más vulgares. Pero el punto es el resultado de varias manos, horas de trabajo, ideas, instrumentos: cocineros que pelaron y prepararon gambas, las mezclaron con verduras y especias, las cocieron durante vaya a saber cuánto en quién sabe qué máquinas, a dios sabe qué temperaturas hasta llegar a esta reducción, esta concentración extrema del sabor de una gamba convertido en un punto que te llena la boca y todo el resto. Como el punto, cada ingrediente, cada bocado de los cientos de bocados que forman esta comida son un proceso y un esfuerzo, el resultado de una ética del trabajo a ultranza. En el punto está la diferencia: la razón por la cual El Celler de Can Roca es, dicen, el mejor del mundo.

Los platos de aquel primer Celler eran derivados de la cocina francesa más clásica, la que se enseñaba en las escuelas —y que, en esos años, nadie en Gerona hacía. Joan los preparaba con pocos instrumentos y menos ayudantes; el entusiasmo sin fisuras. De a poco fueron haciéndose una fama: cada vez más clientes del centro se atrevieron a cruzar la frontera simbólica y aventurarse a comer en ese barrio obrero. En 1989, Joan se pasó unas semanas trabajando —aprendiendo— en el vecino Bulli, que apenas empezaba a ser lo que sería. En 1991, los dos hermanos se lanzaron a una gira por algunos de los mejores restaurantes de Francia —y fue una revelación: los platos tenían otro nivel de elaboración, la sala otra elegancia, el servicio otro garbo. Los hermanos tenían un objetivo y se dedicaron a tratar de cumplirlo. Contrataron alguna gente más, mejoraron los equipos, se apiñaron en su cocinita como sardinas industriosas. Ya preparaban cosas raras. Su abuela Angeleta, que también era cocinera, se sorprendía, los miraba con cariño y desconfianza, y preguntaba:

—¿Y tus clientes salen contentos?

Cuatro años más tarde, El Celler conseguiría su primera estrella de la famosa guía Michelin. Pero lo que realmente los haría conocidos en su ciudad fue que algún funcionario de la Casa Real decidió contratarlos para que cocinaran en la boda de la infanta Elena de Borbón. Eso sí era llegar a lo más alto.

O este bombón de trufa negra con esta brioche de trufa blanca, la gloria del sabor perfecto. Y después, para seguir el orden de las cosas, sopas. El consomé vegetal a baja temperatura de brotes, flores, hojas y frutas es la versión Roca de una sopa de verduras: clara pero untuosa, los aromas del huerto, las esferitas de guisante y menta. Y después llega otra: la infusión de saúco con cerezas al amaretto, cerezas al jengibre, cerezas heladas y anguila ahumada es una cumbre. Un líquido translúcido sobre un fondo de dorado agrietado, un gusto que no existía en ninguna parte, un plato puro sueño, recuerdo de lo que nunca sucedió.

—Son nuestras concesiones poéticas.

Dirá Joan y nos explicará que descubrieron que, en estos días, el saúco daba flor en la montaña y frutos en el llano, y que querían combinar esa anomalía, usar la flor y las semillas en un mismo plato: es el estilo de sus búsquedas, obsesiones botánicas de Pitu Roca que se convierten en bocados deslumbrantes.

Y, enseguida, un plato que remite a un recuerdo auténtico: un helado de espárragos blancos y trufa negra, pura delicia, presentado en un bloque blanco y negro igual que unos helados que llamaban contessa y que aquí, parece, todos comieron cuando chicos. Es la opción más íntima de la cocina Roca: huellas de la memoria.

—A la hora de cocinar, nos gusta recuperar nuestra memoria personal, experiencias vividas, para servirlas en un plato. Y utilizamos los recuerdos como punto de partida de ciertas recetas. No te olvides de que crecimos en un restaurante…

En 1997, el triángulo Roca se completó con el tercer hermano. Jordi había llegado un poco tarde: doce años menor que Joan, fue el hijo consentido y despistado que se pasó la adolescencia sin saber qué hacer. No quería estudiar, no tenía más vocación que salir y divertirse. Pero a los 18 empezó a trabajar de camarero en El Celler: salía a las tres de la mañana después de recoger los últimos platos y manteles. Y veía que, en cambio, en la cocina, la gente se iba poco después de medianoche: decidió que eso sería lo suyo. Aquel año, ayudando a un maestro pastelero galés, entendió que los postres serían su territorio. En los años siguientes, Jordi Roca desarrollaría varias líneas que nadie había intentado antes; la más original son los postres que remedan perfumes. El primero: con crema de vainilla, gelatina de agua de azahar, gelatina de jarabe de arce, salsa de albahaca, granizado de mandarina y helado de bergamota armó en el plato el aroma del Eternity de Calvin Klein. O, con una máquina que inventó para sacar el humo de un habano, creó el Puro helado de Partagás. O, muchos años después, el famoso Gol de Messi.

—Sí, ese plato era una de esas cosas que están en esa línea delgadísima entre lo genial y lo freaky.

Dirá ahora Joan. El Gol de Messi es, quizá, el mejor ejemplo de la irrupción actual en la cocina de un elemento que nunca había formado parte de ella: el humor.

—Un día, Jordi apuntó en la pizarra donde vamos dejando nuestras ideas “¿A qué sabe un gol de Messi”. Era una idea loca, como muchas, y ahí quedó. Nosotros le dijimos: “Tío, olvídate, no bebas más de eso”. Y entonces él se picó y siguió, le encargó a un diseñador industrial amigo un plato que tuviera forma de medio balón reglamentario con una cavidad para encajar un bol donde se construía el postre, y alrededor le puso césped con aceite esencial de césped recién cortado para que oliera a césped. Y en el bol, el diseñador hizo como un zigzag, como un regate, donde había tres puntos para poner tres merengues. Cuando el postre llegaba a la mesa, escuchabas la retransmisión de ese gol que le marcó Messi al Getafe, el gol maradoniano, y a cada regate te tenías que comer un merengue y al último, cuando ya escuchabas el gol, cogías el balón, que era un helado de dulce de leche, y lo tirabas sobre una red de azúcar y clara que estaba sobre la portería y la rompía, y estallaba sobre todo lo que había allí, petapetas, cremas, cítricos, balsámicos, sabores y aromas que relacionamos con la alegría. Fue un postre que se vendió muchísimo pero nunca estuvo en la carta, para evitar que algún merengue se lo tomara a mal, los malos rollos.

A mediados de los noventa, los hermanos Roca se compraron un caserón antiguo a pocos metros de Can Roca para hacer, alguna vez, el restaurante que siempre habían soñado. Lo pagaron con un crédito que les costó mucho devolver.

—Por eso decidimos no reformarlo mientras no tuviéramos todo el dinero, no queríamos que hubiera bancos de por medio. Entonces todavía no sabíamos todo lo malos que podían ser, pero algo sospechábamos.

Se esforzaban: de lunes a viernes trabajaban en su viejo local, los sábados y domingos usaban el nuevo para bodas y banquetes; en diez años sin francos juntaron lo que necesitaban. En 2006, justo antes de que empezara la crisis española, iniciaron las obras. Y lo abrieron en 2007, cuando todo estaba a punto de caerse. En los meses siguientes hubo momentos de terror, en que creyeron que no resistirían.

—Recuerdo aquel mes de enero que empezó a haber menos gente… Y este comedor si no está lleno se ve mucho. Nos dio un ataque de pánico.

Pero los críticos siguieron mimándolos, y el negocio se recuperó. Estaban por llegar: pasar desde una fonda de suburbio al mejor restaurante del mundo también es el recorrido de España desde el fondo del franquismo al centro de Europa, al dizque Primer Mundo.

—Esta explosión de la gastronomía española está ligada a la libertad, al comienzo de la democracia en España: un momento en que todo se mueve, en que empiezan a pasar cosas en todos los ámbitos, y también en las cocinas.

Dice Joan Roca, y que este lugar es un sueño realizado.

—Nos pasamos 20 años trabajando en condiciones difíciles, espacios más pequeños, menos organizados, y todo el tiempo pensando cómo sería el lugar ideal. Tardamos tanto en poner este que cuando lo pusimos ya teníamos la experiencia, ya sabíamos perfectamente qué era lo queríamos. Y aquí lo tenemos.

Joan Roca nos lo muestra con el orgullo con que se muestra un hijo o una obra:

—Nuestro gran objetivo era tener este restaurante. Todo lo que venga después está de más. Que si Michelin, que si número dos, que si número uno del mundo, está de más. Todo eso cuando no lo tengamos no lo echaremos en falta, porque no era el objetivo.

—Optimista te veo.

—No, de verdad. Eso no importa. Lo que nos importa es poder hacer esto tanto tiempo como queramos. Aunque uno nunca sabe, claro…

Esta mañana, cuando llegamos al Celler, el aire olía a sardina asada. No es lo que uno espera del mejor del mundo, pero ahora, en el plato, la cuestión se aclara: unas “cocochas de sardinas” yacen en una salsa verde basada en aquellas sardinas hechas en la parrilla.

—Nos importa no seguir ese escepticismo que te da la técnica moderna a ultranza, donde harías unas sardinas a la plancha que estarían bien pero no tendrían el punto del humo, de la brasa. Hay mucha gente que tiene en la memoria las sardinas a la parrilla. Por eso para nosotros es muy importante combinar la supertecnología y la tradición. Estamos convencidos de que los canelones, las croquetas de jamón y el gazpacho pueden convivir con la esferificación y los artificios miméticos.

Es la hora del mar: después de todo, la sucesión aparentemente caprichosa de los 18 platos del menú —160 euros— es la reproducción más o menos velada del orden más tradicional: entradas frías y calientes, sopas, pescados, carnes, postres. Aunque algunos platos sean sueños imposibles: la “anémona” es una composición que imita a esos animales-flor que viven en el fondo de los mares, hilos de vaya a saber qué sobre un bol de metal muy repujado. Una ilusión: en un mundo tan lleno de certezas-chasco, es bueno no saber lo que uno, en general, supone que sabe: qué estoy comiendo ahora. Después me explicarán que son ortiguillas, navajas, espardeñas y algas escabechadas y, al fondo, una cocción de auténticas anémonas. No quiero entender, salvo un detalle: la anémona es un alarde, el intento de hacer comestible lo que no lo es. Para completar el movimiento: hacer lo que no es, deshacer lo que es.

Por eso la gamba a la brasa con sus patas deshidratadas fritas y su cabeza en un jugo con algas: la disección completa de un animal conocido para comerlo de formas que no conocías y que te hacen decir ah, este era el gusto. Seguramente no lo es —es el gusto del animal más una docena de otras cosas más horas de trabajo más años de experiencia—, pero resulta una ficción perfectamente convincente.

Y la cigala al vapor de vino amontillado, velouté de bisque y caramelo de Jerez, donde la cigala está en una rejilla sobre un bol lleno de piedras muy calientes, y cuando el camarero echa el amontillado sobre las piedras, su vapor se huele y llena el aire e impregna la cigala, que uno come amontillada antes de completarla con ese velouté y, por fin, otro punto: un caramelo concentradísimo oloroso de Jerez. Y el lenguado a la brasa con ajo negro fermentado, ajo blanco, jugo de perejil y limón, y el bacalao bajo un aire de pimienta blanca con miso y garbanzos y avellanas, con sus dos garbanzos crocantes como dos avellanas, sus dos avellanas tiernas como dos garbanzos —y su sabor a mandarina y maravilla. Y tal.

Más tarde, Joan Roca nos dirá cómo inventan: cómo una película o un libro o una charla o un paseo pueden darle una idea, cómo conversa con sus dos hermanos en cualquier rincón del restaurante o de sus casas y ahí, dice: “Es cuando más inventamos, casi sin querer”. O que otras veces son más deliberados y exploran todas las posibilidades de un producto —esa cigala, dice, una alcachofa— hasta que de pronto les descubren un uso, una preparación que nadie había pensado.

—Claro, para eso necesitas tiempo y equipo: aquí hay gente liberada del servicio diario para colaborar en esas búsquedas, les vamos lanzando ideas, prueba esto, mira esto otro. Y ahí es donde empieza todo.

—¿Y cómo sabes que un plato ya está listo?

—Esa es la clave: cuando a los tres nos gusta. Y no es fácil, somos muy exigentes. No solo con el sabor sino también con el concepto, con la idea, con que tenga un discurso, con que lo podamos defender ante una reunión de mil cocineros. Las cosas ya no solo tienen que estar buenas; también tienen que identificarse con tus valores, tus principios, tu manera de entender la cocina. Todo tiene que tener un discurso, un porqué. No se vale poner esto porque queda bonito.

—¿Es nuevo que se le exija a un plato que encaje en un discurso?

—Ya lleva unos años. En la cocina, como en casi todas partes, hay épocas en que se reproduce lo anterior y momentos de ruptura. Ahora estamos en un momento de ruptura, donde los cocineros piensan por sí mismos, rompen los esquemas. Entonces cuando haces algo nuevo tiene que ser muy bueno y estar muy bien defendido.

Dirá Joan Roca, y que “el Bulli representó una revolución técnica, también conceptual, aunque a veces quizá era más un Cirque du Soleil, un papapá, pasaban cosas, la necesidad de demostrar… pero fue importantísimo para romper, para mostrar que era posible hacer una cocina con libertad”.

—Luego hubo esa etapa de Noma, de valorar el kilómetro cero, el producto local, lo verde. Si El Bulli fue la revolución tecnológica y Noma fue la revolución verde, nosotros quizá representamos la revolución emocional, en el sentido de que la gente quiere sentir, emocionarse, jugando con la memoria, con todo lo hecho hasta ahora. Nosotros aglutinamos esos aportes de El Bulli, de Noma y de todos los demás en un momento en que importa la hospitalidad, la generosidad. Y, sobre todo, dando muchísima importancia al sabor. Para esta revolución emocional, el sabor tiene la mayor importancia, incluso por encima de la estética. Ha habido momentos en que parecía que la estética era todo, y es importante, pero nosotros volvemos a darles muchísima importancia a las esencias del sabor.

Se diría que los Roca usaron la revolución Bulli, la aparición de técnicas y máquinas completamente nuevas, para recuperar una forma de comer más parecida a la tradicional, sin serlo en absoluto. No es una restauración de las viejas maneras; es el momento de realizar ganancias, consolidar lo novedoso.

La tercera estrella Michelin les llegó en 2009; al otro día, al caer la tarde, docenas de vecinos se juntaron en la puerta de El Celler para aplaudir a los hermanos: Joan dice que nunca recibió un homenaje más bonito. En el ranking de la revista Restaurant estaban cuartos; dos años después llegarían al segundo puesto. Ya entonces las mesas se reservaban con varios meses de anticipación. Pero la locura llegó con el número uno.

—El problema que tenemos ahora es que hay demasiada gente que quiere venir, así que con la prensa casi que intentamos decir no, no nos saques, calla. Pero somos el secreto peor guardado del mundo. Entonces generamos frustración tras frustración, porque a la gente que llama para reservar ahora le tenemos que decir mire, llame este primero de septiembre que se abrirán las reservas del mes de agosto de 2014. Pero ya hemos visto cómo es: después resulta que el primero llaman y colapsan los teléfonos y a las cuatro de la tarde ya no queda más sitio, entonces la gente se frustra más y nos insulta y nos mandan correos y…

—Adriá me decía una vez que él se había metido en esto para dar de comer y de pronto lo que más hacía era decir que no.

—Puede parecer un chiste, pero de verdad es frustrante. Es maravilloso, pero muy frustrante.

Los rankings son una enfermedad moderna: públicos amplios, levemente ignorantes, que ya no quieren que les digan qué es bueno o malo sino qué es mejor o peor: que requieren la claridad del número. Y el ranking organizado por la revista inglesa Restaurant y el agua italiana San Pellegrino —y votado por los mejores críticos— es, como todos, opinable: entre los 15 primeros lugares no hay ningún francés, entre los 50 no hay ningún cultor tradicional de aquella gran cocina ni de cocinas nacionales clásicas —china, india, mexicana. El ranking es una puesta en orden y en valor de la cocina pos-Bulli: formas de la modernidad que, pasado su momento de ruptura, vuelven sobre sus bases para buscar un equilibrio.

—Ahora el restaurante de mis padres también tiene cola. Y los periodistas le dicen a mi madre que por qué no sube el precio, que 10 euros por día es muy barato, que podría sacar bastante más. Y ella les dice: “¿Qué culpa tienen mis clientes de que mis hijos se hayan hecho famosos”. Ella tiene a la gente del barrio, el pintor, el carpintero, el mecánico que van a comer cada día.

Y también los cincuenta y tantos cocineros y camareros de El Celler que van en procesión cada mañana a las 12 en punto a almorzar a lo de la señora Roca.

—¿Y te cobra?

—Pues desde hace tres años le pagamos. Hemos estado más de 20 años sin pagarle, pero ya no se podía, ¿no?

—¿Y usted está muy orgullosa?

—Claro. Esto es demasiado. Cuando estábamos segundos ya era bastante. Pero esto de estar arriba de todo… más arriba de aquí no se sube. De aquí solo queda bajar, ¿no?

Dice la señora Roca, cortando cerdo en su cocina. El señor sigue abriendo cada mañana poco antes de las seis; la señora sigue guisando cada mediodía.

La comida tradicional está hecha para que el comensal, al cabo de un par de bocados de lo mismo, se distraiga, se dedique a otra cosa. La comida pos-Bulli es exigente: ir a comer a un restaurante como este no es ir a charlar con los amigos ni a cerrar un negocio ni a levantarse una señora o un señor; es ir a comer, con todos los sentidos y la concentración más absoluta, bocados que casi nunca son lo conocido y nunca se repiten.

Y ahora son las carnes: una ventresca de cordero y mollejas de cordero sobre berenjena a la brasa de regaliz, que llega al rojo y sigue perfumándola en la mesa. A veces, el trabajo de los Roca consiste en descubrirte que nada es del todo como lo suponías; otras, en convencerte de que si el mundo fuera perfecto, el cordero —lenguado, gamba, cigala, trufa, espárrago— debería tener el sabor que tiene aquí. O, peor, confirmarte que el mundo no es perfecto, que vivimos extrañamente equivocados: esto se parece tanto a lo que cené ayer en casa —yo ceno bien en casa— como una paja de apuro en el baño de la estación de buses se parece a esa gran noche al fin con ella.

Y eso por no hablar del parfait de pichón con nueces caramelizadas al curry, enebro, piel de naranja y hierbas. Serían solo palabras. La fiesta sigue; las palabras no alcanzan, los sentidos se alborotan. Llevamos más de tres horas comiendo, descubriendo. Pero esto no es una comida; es un relato, una obra de teatro portentosa. Y esto no es comer: es construir una memoria. Sé, por experiencia alborozada, que no me voy a olvidar de esta comida, de este día. Y sé, por experiencia triste, que hay pocas cosas de las que pueda decir eso.

En la cocina de El Celler son muchos y casi todos hombres y todos muy jóvenes y cada cual trabaja en lo suyo, como si no necesitara interactuar: como si ya tuviera muy claro qué debe hacer, cómo, en qué momento. No se ven corridas, gritos, desplantes; Nacho, el jefe de cocina, dirige el tráfico discreto, sus pinzas de médico en la mano: ajusta un trozo aquí, saca una mota allá, corrige un error que nadie ve. La eficiencia es extrema, pero los hermanos quieren darle un tono familiar: lo dicen, se dice que lo hacen. Anoche, por ejemplo, una camarera cumplía años y a medianoche en punto apareció Jordi en la cocina con un dulce, y Josep y Joan, con una botella de cava y la abrazaron y brindaron.

—Nosotros entendemos esto como una forma de vivir, como mucha gente entiende un hobby. Para nosotros la línea es tan delgada entre hobby y trabajo que, de la misma manera que podríamos comprarnos un barco y navegar, nos compramos un restaurante para disfrutar de él.

—Cuando dijiste hobby, pensé obra.

—Bueno, es una manera de vivir, una forma de vida.

—Pero es como una obra en el sentido en que un artista produce una obra.

—Nosotros nos resistimos a considerarnos artistas. Pensamos que somos artesanos, o más bien orfebres, unos artesanos de calidad, pero no artistas. El arte es otra cosa… Es muy bonito, es muy halagador cuando alguien sale de comer y te dice esto es arte. Pero un artista es otra cosa.

Joan Roca se pasa el día de un lado para otro. Tiene reuniones, llamados, clientes que lo buscan, fotos por sacarse, conferencias por dar, publicidades por filmar, entrevistas por responder, propuestas de todas formas y colores.

—Tienes que intentar ser feliz en este camino, porque las metas pasan muy rápido. Te dan una estrella y al día siguiente tienes que ir a trabajar. Te dan la segunda y es lo mismo, te dan la tercera y es igual. La vida sigue.

Joan Roca vive aquí mismo, encima de su restaurante, con su mujer y sus dos hijos. Cada día entra a trabajar a las nueve de la mañana y se va a las dos y media o tres de la mañana siguiente. En el medio corta un rato, de seis y media a ocho y media para cenar con su familia; los domingos, lunes y martes al mediodía cierran. Cada noche, cuando todos se han ido, Joan Roca da su última vuelta por la cocina apagando alguna placa que quedó caliente, una luz encendida.

—Siempre algo hay. Claro, si quedara no pasaría nada, pero…

Dice, como quien sabe y se disculpa.

Con las tapas bebimos un cava del Penedés; con las sopas un blanco de Tarragona, con el Contessa un blanco del Mosela, con los pescados un blanco de Borgoña, con las carnes un tinto del Priorato: algunos de ellos se mezclaban tan bien con la comida que parecía milagro —y era, en realidad, la elegancia del hermano Pitu, el sommelier y sus 40.000 botellas. Y ahora el primer postre es un helado de masa madre con pulpa de cacao, liches y macarrones de vinagre balsámico. La definición, como suele pasar, define poco: el primer postre es un raro corazón blanco que respira en su fuente, un alien que, si no fuera tan dulce, podría ser de terror. Y después una esfera de canela y violetas con coco y toffee de miel, y otro que se llama Violetas y que es, en realidad, una construcción complejísima hecha para recordar a un perfume famoso, el Shalimar de Guerlain. Con un alarde: después de comerlo, hay que oler en un cartón el verdadero Shalimar, comparar, darse por convencido.

—Pero nosotros también debemos usar esta nueva posición en la sociedad para lanzar mensajes que sean realmente útiles: ser más solidarios que nunca, ayudar, devolver a la sociedad lo que te ha dado. Esto lo deberíamos tener todos muy presente. Y tratar de incidir en cómo come la gente, qué va a comer y qué no, qué es bueno para la sostenibilidad del planeta y qué no. Dar ejemplo para que la gente entienda estos mensajes.

Dice Joan Roca. Alrededor, clientes ahítos vienen a despedirse, a agradecer, a hacerse fotos.

—¿Tú miras las caras de tus clientes cuando se van?

—Siempre, a todos.

—Debes ser una de las personas que ve más caras de felicidad…

—Sí. Felicidad y agradecimiento: una de las mejores cosas de este oficio es que el retorno de nuestro esfuerzo es directo, inmediato.

Dice Joan Roca, y yo le digo que a veces, cuando la vida no me parece lo suficientemente amable, me voy un rato a un aeropuerto —que es el lugar en que uno ve más gente que se quiere, se abraza, se besa, se jura cosas raras.

—Pero quizá me resulte mejor venir a pararme aquí a tu puerta.

—Cuando quieras.

Hace unos días, uno de los mejores críticos gastronómicos, A.A.Gill, del Sunday Times, supo sintetizar lo que yo no: “¿Este es el mejor almuerzo del mundo? Quién sabe, pero sí sé que no hay otro que hubiera preferido comer hoy”.

Son las cinco y media de la tarde: llevamos más de seis horas en El Celler y habría que empezar a irse. Joan Roca parece tan tranquilo, tan contento, que intento un tiro tonto:

—¿Qué no te gusta de ser cocinero?

—En otras épocas te hubiera dicho las largas jornadas, que tus amigos te esperan para salir y tú llegas tarde, cuando ya no queda más juego. Hay un momento de tu vida en que dices uy pero qué mierda, qué rollo este, y vas perdiendo a tus amigos por el camino. Pero ahora mismo no te sabría decir, no veo nada que no me guste. Estamos viviendo un momento mágico, dulce, increíble, donde tengo la suerte de haber construido un mundo muy a medida. Cuando llegas a este punto culminante y además, sin tú buscarlo, resulta que hay gente que dice que tienes el mejor restaurante del mundo, ¿qué más quieres, no? ¿Qué puedes encontrar de negativo en todo esto?

Los monjes llegaron cantando, vestidos de naranja: los presagios anunciaban que quizás en ese pueblito vivía la reencarnación divina del decimotercer Dalai Lama, que acababa de morirse. Iban esperanzados: mientras lo velaban, el cadáver del Lama había movido la cabeza para señalar en dirección al este. El pueblito, Takster, quedaba vagamente para ese lado.

Los monjes no decían qué estaban buscando, y tenían preparada una trampita: el jefe iba vestido de sirviente, y un sirviente de jefe. En la puerta de la casa de adobe y piedras, el dueño, un campesino los saludó según las apariencias.

Pero Tenzin Gyatso, su hijo de 2 años no se dejó engañar y saludó primero al jefe travestido. Decididamente ese chico era el Lama reencarnado. Al rato, los monjes revelaron su verdadero propósito y hubo fiesta de tambores en el pueblo: en el Tíbet nadie cree que los Reyes Magos sean los padres.

En 1940, cuando cumplió 5 años, el niño Gyatso fue instalado en el Trono del León como Reencarnación de Buda, 14º Dalai Lama, Dios y Rey del Tíbet. La ceremonia fue bonita y cansadora. A veces, el niño G. se aburría en las mil habitaciones de su palacio de Lhasa: sólo podía jugar con su hermano y sus mecanos y se pasaba las horas espiando con un telescopio a la gente que caminaba allá afuera. Sabía que cualquiera de sus deseos sería una orden, pero en general no se le ocurría nada, y encima tenía mucho que estudiar. A veces, ser dios puede hacerse un poco largo. Sus súbditos lo llamaban La Presencia –Kundun– o la Gema que Concede Todos los Deseos –Yeshe Norbu– o, más familiarmente, Dalai Lama, que significa Océano de Sabiduría. En Tíbet, nunca nadie ha visto un océano.

Tenzin Gyatso tenía 15 años cuando los chinos invadieron el Tíbet. Un par de años después, el joven Lama viajó a Pekín, para negociar con Mao Tse Tung; era lo que le habían ordenado los espíritus a través de su Oráculo Personal. Pero en marzo de 1959 los tibetanos se hartaron de tanto chino y se lanzaron a la guerrilla y la revuelta. Mientras los masacraban, el Lama volvió a consultar a su Oráculo: a través de él, Nechung, su espíritu protector, le diría qué tenía qué hacer.

El problema fue que el Oráculo se había vendido a la CIA –según contó, hace unos meses, un artículo de la revista George–. La CIA estaba fomentando la rebelión; cuando supieron que los chinos pensaban secuestrar al Lama o bombardear su palacio, decidieron que lo mejor era alejarlo del lugar. Entonces le prepararon un plan de fuga e instruyeron a Lobsang Jime, el monje que hacía de Oráculo, para que se lo dijera a su rey en nombre de Nechung:

—¡Vete, vete!

Gritó Jime, en trance oracular, y le pasó una hoja con el plan americano. El Lama se escapó a caballo acompañado por un agente de la CIA; desde Washington, el presidente Eisenhower supervisaba toda la operación por radio.

Tras dos semanas, el Dios ex-Rey cruzó la frontera de la India. Mientras tanto, los chinos bombardearon su palacio y aplastaron a los rebeldes. “El Dalai Lama –terminaba George– se había salvado, pero el Tíbet se había perdido.”

Desde entonces, el Lama vive en Darhamsala, en el Himalaya indio, con su corte de monjes, adivinadores, curanderos, astrólogos y el encargado de hacer llover. Y, durante muchos años, siguió recibiendo dineros de la CIA: en documentos desclasificados hace poco, constan los 180.000 dólares anuales asignados al Lama durante los sesentas. Eran una parte del millón y medio por año que la CIA les pasaba a los exiliados tibetanos en sus esfuerzos para debilitar al gobierno comunista chino. Además, la CIA daba apoyo a las guerrillas tibetanas con base en Nepal, las entrenaba en Colorado y pagaba cursos e infraestructura para los exiliados. Todo lo cual duró hasta que, a principios de los setentas, Nixon y Kisinger descubrieron que podían aliarse con China contra la Unión Soviética, y dejaron de pagar. Debe haber sido triste para los exiliados. De hecho, después el Lama se quejó de que sólo lo usaban para desestabilizar gobiernos comunistas. Ahora su gente sigue recibiendo plata americana, pero les llega a través del Congreso: cada año, los seguidores del Dios-Rey en la India reciben un par de millones para que sigan luchando por la democracia en el Tíbet.

Todos –los países, los grupos de amigos, los equipos de voleibol, los grupos de tareas– necesitan tener un bueno: un modelo, un ser impoluto, alguien que les muestre que no todo está perdido todavía. Hay buenos de muchas clases: puede ser un cura compasivo, un salvador de ballenas, un anciano ex-cualquier cosa, un perro, un médico abnegado: en algo hay que creer. En la Argentina, ahora, no tenemos, y por eso se inventaron a Sábato, que no es bueno pero no para de llorar por los males del universo y sus alrededores.

El bueno es indispensable, una condición de la existencia. Y el mundo se las arregla para ir buscando buenos, entronizarlos, exprimirlos todo lo posible. El año pasado se murió la Buena Universal, la señorita Agnes Gonxha Bojaxhiu, también llamada Teresa de Calcuta. Todavía me acuerdo de la cara de espanto que puso en esos días Lalo Mir, en su programa de televisión, cuando le dije que me sorprendía que todos lloráramos tanto por la muerte de Diana y Teresa, representantes de las dos organizaciones más retrógradas y autoritarias que quedan, la monarquía y la Iglesia Católica. Mir no es un niño de pecho y dijo, bueno, Diana puedes ser, pero la madre Teresa…

Algo me había molestado desde el principio. Yo llegué al moritorio de la madre Teresa de Calcuta, en Calcuta, sin mayores prejuicios, dispuesto a ver cómo era eso, pero algo me molestó. Primero, supongo, fue un cartel que decía “Hoy me voy al cielo” y, al lado, en un pizarrón, las cifras del día: “Pacientes: hombres: 49, mujeres: 41. Ingresados: 4, Muertos: 2”: En el pizarrón no existía el rubro “egresos”. En el moritorio de la madre Teresa, su primer emprendimiento, la base de todo su desarrollo posterior, no hay lugar para curaciones.

La sala de los hombres tiene 15 metros de largo por 10 de ancho. Las paredes están pintadas de blanco y hay carteles con rezos, vírgenes en estantes, crucifijos, y una foto de la madre Teresa con el papa Wojtyla. “Hagamos que la iglesia esté presente en el mundo de hoy”, dice la leyenda.

En la sala hay dos tarimas de material con mosaicos baratos, que ocupan los dos lados largos: sobre cada tarima, 15 catres, en el suelo, entre ambas, otros 20. Los catres tienen colchonetas celestes, de plástico celeste, y una almohada de tela azul oscuro; no tienen sábanas. Sobre cada catre, un cuerpo flaco espera que le llegue la muerte.

El moritorio de la madre Teresa está al lado del templo de Khali y sirve para morirse un poco más tranquilo. La madre Teresa lo fundó en 1951, cuando un comerciante musulmán le vendió la mansión por muy poco dinero porque la admiraba y dijo que tenía que devolverle a Dios un poco de lo que Dios le había dado. Desde entonces, los voluntarios recogen en la calle moribundos y los traen a los catres celestes, los limpian y los disponen para una muerte arregladita.

—Los de las tarimas están un poco mejor y puede que alguno se salve.

Me dice Mike, un inglés de 30 con colita, tipo bastante freakie, que se empeña en hablarme en un mal francés.

—Los de abajo son los que no van a durar; cuánto más cerca de la puerta, peor están.

En la sala se oyen lamentos, pero tampoco tantos. Un chico –quizás sea un chico, quizás tenga 13 o 35– casi sin carne sobre los huesos y una bruta herida en la cabeza grita Babu, Babu. Richard, grande como dos roperos, rubio, media americana, maneras de cura párroco en Milwaukee, comprensivo pero severo, le da unos golpecitos en la espalda. Después le lleva un vaso de lata con agua a un viejo que está al lado de la puerta. El viejo está inmóvil y la cabeza le cuelga por detrás del catre. Richard se la acomoda y el viejo repta con esfuerzo para que le cuelgue otra vez.

—Este está muy mal. Entró ayer, lo llevamos al hospital pero no lo aceptaron.

—¿Por qué?

—Dinero.

—¿Los hospitales no son públicos?

—En los hospitales públicos te dan cama para dentro de cuatro meses. No sirve para nada. Nosotros tenemos una cuota de camas en un hospital privado cristiano, pero ahora las tenemos todas ocupadas, así que cuando fuimos nos dijeron que no. Acá no estamos en América; acá hay gente que se muere porque no hay cómo atenderla.

Richard me cuenta sobre uno que entró hace un mes con una fractura en la pierna; no lo pudieron atender y se murió de la infección. Y está dispuesto a seguir con más casos. Parece que acá no es tan raro que alguien se muera antes de los últimos esfuerzos.

—No podemos curarlos. No somos médicos. Tenemos un médico que viene dos veces por semana, pero tampoco tenemos equipos ni ciertos remedios. Lo que hacemos es confortarlos, cuidarlos, darles afecto, ofrecerles que se mueran dignamente.

Hay algo que me suena raro en todo esto. Richard le acaricia la cabeza al que insiste en colgarla; más allá, Mike le sostiene la mano a uno con un vendaje que le atraviesa el pecho. Los acompañan: no pueden hablarse, o quizás no ganarían nada con hablarse. Richard va a buscar una sábana para tapar al viejo de cabeza colgante. Hace sólo 35 º y el viejo tiene frío. En Chicago, Richard estudia medicina, pero ahora dice que no sabe si va a poder volver a soportar aquello. Y dice que tampoco podría soportar esto todo el tiempo, pero que no soportaría ser doctor y no atender a estos tipos. A veces llega un punto en que soportar es muy difícil. Richard es un Clark Kent buenazo con mentón imponente y es muy católico, familia de irlandeses, y dice que dios le va a decir qué hacer.

—O sea que no hay ninguna posibilidad de que lo atienda un médico.

—No.

—¿Y entonces?

—Y entonces se va a morir hoy o mañana.

Richard lo dice como quien dice: llueve. O incluso: quizás llueva. Debe ser difícil pronunciarlo así.

La señorita Agnes Gonxha Bojaxhiu, también llamada Madre Teresa de Calcuta, consiguió en las últimas décadas una fama y un apoyo internacional extraordinarios. Le llovieron medallas, donaciones, premios, subvenciones, todo tipo de dinero para que ayudara a los pobres del mundo. La señorita Bojaxhiu nunca hizo públicas las cuentas de su orden, pero se sabe, porque ella se jactó de eso muchas veces, que fundó, con ese dinero, alrededor de quinientos conventos en cien países. Pero no fundó una clínica en Calcuta.

Hay un par de ideas fuertes detrás de todo eso. La idea de que la vida es un camino hacia otra, mejor, más cerca del Señor: si no fuera así, a nadie se le ocurriría dedicarse a que esa gente muriera mejor y, quizás, pensarían en mejorar sus vidas. Y la idea de que el sufrimiento de los pobres es un don de Dios: “Hay algo muy bello en ver a los pobres aceptar su suerte, sufrirla como la pasión de Jesucristo –dijo la madre Teresa–. El mundo gana con su sufrimiento.”

Por eso, quizás, la religiosa les pedía a los afectados por el famoso desastre ecológico de la fábrica Union Carbide, en el Ghopal indio, que “olvidaran y perdonaran” en vez de reclamar indemnizaciones. Por eso, quizás, la religiosa fue a Haití en 1981 para recibir la Legión de Honor de manos de Jean Claude Duvalier –que le donó bastante plata– y explicar que Baby Doc “amaba a los pobres y era adorado por ellos”. Por eso, quizás, la religiosa fue a Tirana a poner una corona de flores en el monumento de Enver Hoxha, el líder stalinista del país más represivo y pobre de Europa.

Pero quizás no fue por eso que salió a defender a Charles Keating. Keating era un buen amigo de los Reagan –que recibió a la religiosa más de una vez– y uno de los mayores estafadores de la historia financiera norteamericana: el fulano que se robó, por medio de una serie de maniobras bancarias, 252 millones de dólares de pequeños ahorristas. Keating le había donado a la religiosa 1.250.000 dólares y le solía prestar su avión privado. Cuando lo juzgaron, la religiosa mandó una carta pidiendo la clemencia del tribunal para “un hombre que ha hecho mucho por los pobres”. Fue enternecedor. Pero cuando le fiscal le pidió que devolviera la plata que Keating le había dado –robada a los pequeños ahorristas–, la religiosa no se dignó a contestar.

La religiosa nunca se privó de dar sus opiniones. En Irlanda, por ejemplo, en 1995, un referéndum sobre el divorcio encendía pasiones. Irlanda era el último país de Europa en prohibir el divorcio, y los márgenes se anunciaban estrechos. Entonces la religiosa –que no tenía nada que ver con Irlanda– participó de la campaña pidiendo el voto en contra. Los divorcistas ganaron con el 50,3 por ciento. Pocos meses después, su nueva amiga, lady Diana Spencer, se divorció, y una periodista le preguntó qué opinaba. La religiosa no tenía problemas. “Está bien que ese matrimonio se haya terminado, porque nadie era realmente feliz”, dijo.

La religiosa sabía aprovechar el halo de santidad que había podido conseguir; los santos pueden decir lo que quieran, donde y cuando quieran. Todo está justificado por el halo. Y ella usaba esa bula para llevar adelante su campaña mayor: la lucha contra el aborto y la contracepción. Ya lo dijo en Estocolmo, 1979, mientras recibía el premio Nobel de la Paz: “El aborto es la principal amenaza para la paz mundial” y después, para no dejar dudas: “La contracepción y el aborto son moralmente equivalentes”.

En setiembre de 1996, el Congreso norteamericano le dio el título de ciudadana honoraria. Era la quinta persona en la historia que lo conseguía. Dos años antes había organizado, en ese mismo recinto, una “plegaria nacional” ante Clinton, Gore y compañía. Ese día, su discurso fue belicoso: “Los pobres pueden no tener nada para comer, pueden no tener una casa donde vivir, pero igual pueden ser grandes personas cuando son espiritualmente ricos. Y el aborto, que sigue muchas veces a la contracepción, lleva a la gente a ser espiritualmente pobre, y esa es la peor pobreza, la más difícil de vencer”, decía la religiosa, y cientos de congresistas, muchos de los cuales no estaban en contra de la contracepción y el aborto, la aplaudían embelesados.

“Yo creo que el mayor destructor de la paz hoy en día es el aborto, porque es una guerra contra el niño, un asesinato del niño inocente. Y si aceptamos que una madre puede asesinar a su propio hijo, ¿cómo podemos decirle a otras gentes que no se maten entre ellos? Nosotros no podemos resolver todos los problemas del mundo, pero no le traigamos el peor problema de todos, que es destruir el amor. Y eso es lo que pasa cuando le decimos a la gente que practique la contracepción y el aborto”.

Las jerarquías católicas lo dicen siempre, pero dicho por ella es mucho más eficaz. Aquella tarde, el cardenal James Hickley, arzobispo de Washington, lo explicó clarito: “Su grito de amor y su defensa de la vida nonata no son frases vacías, porque ella sirve a los que sufren, a los hambrientos y los sedientos…”. Para eso, entre otras cosas, servía la religiosa.

La señorita Agnes Gonxha Bojaxhiu, también llamada Madre Teresa de Calcuta, era una militante muy eficaz de una causa muy antigua: la de la ortodoxia católica. En estos años, siempre estuvo al lado del papa Juan Pablo II contra la Teología de la Liberación y cualquier otra desviación de la norma romana. Instituida como el representante sobre la tierra del viejo mito de la bondad absoluta, todas sus acciones y sus palabras eran perfectas, dignas de ser seguidas. Aunque nunca dijeran nada nuevo. La madre Teresa era, si acaso, una versión mediática y actual del viejo modelo de la dama de caridad: aquella que se dedica a moderar los males causados por un orden que nunca cuestiona o que, en realidad, refuerza.

Y ahora se murió, y todos la celebramos. Siempre recuerdo otra frase de Bertolt Brecht, que ponía en escena a su Galileo Galilei discutiendo con un amigo:

—Desdichados los pueblos que no tienen héroes.

—Desdichados los pueblos que necesitan héroes.

Supongo que este mundo todavía necesita héroes. Pero, de vez en cuando, sería bueno escucharlos, a ver quiénes son, qué dicen cuando hablan.

El Dalai Lama sintetiza en una sola persona las dos organizaciones más retrógradas: él es dios y rey –depuesto– al mismo tiempo. Como también es un señor muy educado, a veces le da un poco de vergüenza y dice que no es para tanto, pero sus súbditos lo reverencian como tal, y nadie lo eligió: su único título de legitimación viene de aquellos monjes que decidieron que él era la reencarnación de un cadáver que les había hecho señas. A veces me sorprende cómo los grandes líderes del mundo –y los intelectuales y los periodistas y tantos otros–, que se bañan en democracia todas las mañanas, hablan con semejante respeto y entusiasmo de un dios-rey. En principio parece ser otro efecto de uno de los mitos más difundidos de estos años: el de la Sabiduría del Oriente Milenario.

Tantos occidentales creen en esa Sabiduría Milenaria; especialmente la hindú. Y es extraño: el hecho de que sólo los Gandhis (Mahatma, gran líder nacional; Indira, primer ministro; Rajiv, primer ministro) sean asesinados cuando están en la cima no hace de la India un país especialmente no violento. Ni el hecho de que no más de la mitad de la población sea analfabeta lo hace especialmente educado. Ni el hecho de que cuatro de cada cinco indios pasen hambre lo hace especialmente espiritual. Pero muchos occidentales siguen considerando sabiduría lo mismo que en sus países llamarían superstición, ya hora el Dalai Lama –dios y rey de un pueblo de montañeses supersticiosos– es su máximo exponente. Premio Nobel, gran conferencista, amigo de todos los poderosos bienpensantes, consejero del mundo, Bueno Universal de nuestros días. Un dios verdadero.

Hace poco, cuando pasó por Manhatan, quise ir a escucharlo, pero su agente de prensa me dijo que no, que su aparición sería sólo “photo opportunity”; la oportunidad para sacarle fotos.

—De todas formas, no se preocupe –me consoló–, Su Alteza Sagrada viene mucho a Estados Unidos, le gusta mucho venir por acá.

Y cada vez que viene es un alboroto. El Dalai Lama llena estadios de quince mil personas con sus charlas espirituales, los Clinton lo reciben en la Casa Blanca, Hollywood lo reconoce como su héroe favorito.

—Es tan espiritual, tan puro –me dijo un fotógrafo que sí estuvo–. Es como si tuviera un aura alrededor. Se le ve que es un santo.

Tenzin Gyatso es, ahora, el paradigma de la tolerancia, el pacifismo, la democracia. Ha alcanzado, como dice Christopher Hitchens, el “mayor éxito de las relaciones públicas modernas: que la gente no juzgue quién es una persona por sus actos y palabras, sino a sus actos y palabras por quién es esa persona”.

Así, el maestro de la tolerancia pudo condenar –por ejemplo– toda una serie de maneras sexuales: “Incluso con la propia mujer, usar la boca o el otro agujero es mala conducta sexual. El sexo entre hombres o entre mujeres es mala conducta sexual. Y usar la propia mano es mala conducta sexual”, escribió hace dos años en su libro “Más allá del dogma”. Aunque, tolerante, aclaró que “tener relaciones sexuales con una prostituta pagada por uno mismo, y no por una tercera persona, no es una conducta inapropiada”.

Así, el maestro del pacifismo pudo decir, hace unos meses, cuando los indios detonaron bombas atómicas, que no estaba tan mal. “India no debería aceptar la presión de las naciones desarrolladas que quieren que se deshaga de sus armas nucleares”, dijo. “La India ya no es un país subdesarrollado y debería tener el mismo acceso a las armas nucleares que los países desarrollados”.

Así, el maestro de la democracia pudo prohibir una de las sectas de su religión. Dorje Shugden es uno de los dioses menores que, durante siglos, fueron adorados por los Lamas y sus seguidores. Pero el Dalai empezó, hace unos años, una campaña contra los seguidores de Shugden so pretexto de que eran “fundamentalistas que coartaban la libertad religiosa”. Después los trató de “peligrosa secta de seguidores del demonio”, sedientos de oro y sangre, responsables por todos los males que se abaten sobre el Tíbet. Obviamente, los Shugden lo niegan; dicen que el Lama está celoso de su desarrollo en Occidente, y lo tratan de “dictador supersticioso que se basa en oráculos y adivinaciones”, que vive “en una corte medieval llena de intrigas, favoritos y hechiceros que tratan de manipularlo”. Ni tanto, seguramente, ni tan poco. Pero aparecen episodios de violencia. En Nueva Delhi, seguidores del Lama atacaron a un monje Shugden. Y, en febrero del año pasado, tres monjes de la corte de Darhamsala fueron apuñalados en sus habitaciones. El Lama acusó a los Shugden; ellos dicen que son disputas por el poder en la corte exiliada.

—Los escritos del Dalai Lama confirman que toma sus decisiones a través de los presagios de los oráculos, la interpretación de sueños y otras formas de adivinación. Considerando que sus actividades políticas, internas y externas, se basan en estos métodos, no debe sorprendernos que en todos estos años de exilio sólo haya conseguido convertirse en un ídolo de las estrellas de Hollywood. Además, su espíritu protector, Nechung, es conocido por sus errores. El 13º Dalai Lama murió porque Nechung le dio un veneno por error. Dijo un monje Shudgen en una entrevista reciente.

En las películas, es cierto, le va muy bien. Kundun, de Scorsese, y Siete años en el Tíbet, de Annaud, fueron muestras de este amor hollywoodiano por el Lama. Pero su política tibetana es otro asunto, cada vez más discutido por sus compatriotas. Muchos se quejan de que claudicó ante los chinos, que ya no pide la independencia sino la autodeterminación, que su “parlamento” en Darhamsala no tiene nada de democrático, que se pasa los días de gira por el mundo en lugar de ocuparse de su país, que su discurso no-violento es una concesión al enemigo.

Entre la confrontación militar y no hacer nada hay una cantidad de opciones para dificultarles la vida a los chinos. Agitación, boicot, huelgas de hambre. Pero el Lama está preso de su propio personaje. Escribió hace poco un tibetano crítico. Quizás por eso, últimamente, el premio Nobel de la Paz endureció el discurso:

—Si hubiera un solo lama vivo, una persona cuya muerte impidiera que el Tíbet mantuviese su estilo de vida budista, se podría, para protegerlo, justificar la eliminación de diez enemigos.

Dijo el Lama en una entrevista reciente, y después habló mucho de que en realidad lo único que le importa es la verdad: “no el dinero, no el poder, no la técnica: la verdad”. Ngari Ripoche, su hermano menor y colaborador de muchos años, está preocupado:

—Temo por el futuro de nuestra comunidad. Muchos de nuestros lamas están corrompidos, nuestros jóvenes no tienen trabajo y toman drogas, nuestro parlamento no responde ante nadie. Tengo miedo.

Son problemas internos: los tiene cualquier político, y el dios-rey verá cómo arreglarlos. Mientras tanto, para el resto del mundo, sigue siendo un maestro de la paz, la tolerancia, la religiosidad, la democracia, la reencarnación, la sabiduría. Sigue siendo el más bueno de los Grandes Buenos, y el mundo lo reverencia y prefiere no enterarse. Sería molesto; parece que no sabemos bien cómo vivir sin esa gente.

La ciudad de las viudas

Publicado: 6 julio 2012 en Martín Caparrós
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Amanece en Vrindavan, corre una brisa todavía: no más de 35 grados. Las calles son angostas y sinuosas y sucias como calles indias; al alba, son de los animales. Es la hora de los monos. Las vacas comen de la basura, los perros comen de la basura, los chanchos, las cabras, las ratas que no veo comen de la basura, pero los monos se despliegan: copan el suelo y las alturas. Es su momento; de a poco, con el calor, las personas van a recuperar su territorio. Para empezar, pasan tres hare krishna cantando con megáfono; pasa una moto, la primera bocina. Los monos tienen los culos rojos como culo de mono.

El olor no es tan fuerte todavía. Dos muchachos con escobas de ramas hacen como que barren, pero no quieren engañar a nadie. Pasa un grupo de diez o doce peregrinas cantando como si su dios se hubiera ido. Un señor, más allá, quema su montoncito de basura: el humo es negro y graso. Los monos gritan, trepan, mandan. Cuatro señores empiezan el día con sus tes con leche; el kiosco es una tarima de madera donde se sienta el dueño con las piernas cruzadas: a su izquierda tiene una olla grande donde hierve el té sobre un calentador de querosén; alrededor varias ollitas para recalentar y los cuencos de arcilla: el dueño es como un dios menor en medio de sus trastos. Una mona con monito pide un té; el dueño no la mira. El aire es perezoso.

De pronto pasa algo: un mono acaba de robarse la cartera de una peregrina; después del manotazo, rápido, preciso, sale chillando y se sube a una pared de tres metros de alto, se sienta sobre el borde, mira. La señora y sus amigas gritan todas; el mono las mira. Uno de los señores del té dice que lo que quiere el mono es negociar: que hay que darle otra cosa para que entregue la cartera. Una mujer le da un billete de diez rupias —20 centavos de dólar— y el señor le compra al dueño de los tes dos paquetes de galletitas dulces. Vuelve, se los tira al mono, que las atropa como quien no quiere la cosa, sentado en su pared, desdén de mono. El mono come, llega una mona, le convida; guarda en su mano izquierda muy firme la cartera. Las diez señoras miran desde abajo, comentan; la mona lo mira; el mono se pavonea con sus galletas, su cartera; la mona le ofrece el culo rojo, el mono se lo husmea. No parece dispuesto a entregar nada. Abre la cartera, la husmea, saca estampitas que deben ser de Krishna; tira una estampita y las señoras gritan. Las señoras empiezan a desesperar. El señor pide otras diez rupias, compra más galletitas. Se las tira: el mono ve pasar y caer un paquete; agarra el otro más desdeñoso todavía y lo abre para romper las galletitas en pedazos. Los pedazos van cayendo a la calle: se juntan pajaritos, los dispersa un cuervo. El mono sigue hurgando en la cartera; las señoras gritan. Entonces aparece un mono más grande, más culirrojo que el ladrón; el mono huye a los saltos, la cartera en la mano. Las señoras gritan más y mejor, un perro ladra pero no quiere galletitas, un pájaro precioso de cuerpo gris, cabeza roja y antifaz naranja persigue a dos gorriones. Se ve que la belleza no le alcanza. Al fin llega otro perro que sí come galletas.

Trato de no pensar que todo es una metáfora de nada.

Vrindavan es una de las ciudades más sagradas del hinduismo: el lugar donde, cuentan, el señor Krishna pasó buena parte de su infancia, preparándose para ser un gran dios. Vrindavan está en Uttar Pradesh, a 100 kilómetros de Agra y su Taj Mahal, a 200 de Delhi. Vrindavan tiene 50.000 habitantes y docenas de templos: algunos en sus calles retorcidas, otros en las afueras entre campos, otros junto al río con escaleras que bajan hasta el agua; algunos hacen de templos, otros de conventillos.

Como todo en la India, Vrindavan rebosa de gentes y animales. Abundan, por supuesto, vacas, pero lo realmente peligroso son los monos. Los chanchos y las cabras están en minoría, y los perros, por alguna razón, se ven gordos y prósperos. Las viudas no, pero también están por todas partes. Busco el templo donde se reúnen y sigo a dos, una más vieja y una casi joven. Camino 30 metros detrás; ellas hacen como que no lo notan. Con el sol, los olores aumentan, recrudecen. Al doblar una esquina un mono se me tira encima, la boca bien abierta, los colmillos: es fea la sensación de dejar de ser comedor y ser comida. Las viudas se dan vuelta, alertadas por los gritos –del mono–. La más vieja me pregunta en una especie de inglés si necesito algo. Le digo que querría hablar con ellas. El mono se retira derrotado.

Aruthi dice que a ella no le importa:

—A mí no me importa, me voy a morir pronto, así que no me importa.

Dice Aruthi, viuda, y no suena triste o asustada: más bien orgullosa.

—Pero la pobre Moubani todavía no se tranquiliza. Acaba de llegar, lleva unos meses; todavía se acuerda demasiado.

Moubani tiene un sari blanco gris clarito, las manos cuidadas todavía: se ve que viene de otra vida. Pero no habla —es lo habitual— una palabra de inglés: no nos entendemos. Aruthi sí habla, aunque no tanto. Aruthi tiene la cara puro hueso escondida dentro de su chal blanco —que fue blanco—. Tiene algún diente, labios muy oscuros, pero una chispa de picardía en los ojos: que la otra todavía se acuerda demasiado, dice, y acá nos traen para olvidar. Podría decir para olvidarnos pero –creo, la traducción siempre traiciona– que no: dice para olvidar.

Aruthi y Moubani son dos viudas de Vrindavan: dos de las quince, veinte mil viudas que recorren las calles de esta ciudad antigua buscando un plato de comida. Su hambre tiene un origen raro.

En la India es malo, entre tantas otras cosas, ser una viuda. Lo fue, brutalmente, durante muchos siglos: cuando moría un señor, los indios solían cremar con él a la señora. La costumbre se llamaba satí, y cuando los malvados colonizadores ingleses decidieron prohibirla, hacia 1830, hubo sublevaciones. Hasta bien entrado el siglo XX siguió habiendo casos, más o menos clandestinos, de quemazón de viudas; es probable que todavía quede alguno. Pero, aún sin fuego, ser viuda sigue siendo un mal destino: se supone que fue el karma de la mujer que mató a su marido, y eso las condena al ostracismo. No pueden casarse de nuevo, no pueden trabajar, no pueden nada. Muchas se quedan solas, sin recursos, y otras, peor, tienen familia pero la molestan.

—Pobrecita, ella creía que su hijo la iba a cuidar hasta su muerte. Vos sabés cómo era, cómo sigue siendo en muchos casos: la madre del esposo es la verdadera dueña de la casa, impone su poder a la nuera, la obliga a hacer lo que quiere. Así fue durante mucho tiempo. Ahora todo eso está cambiando; ahora, cada vez más, ganan las nueras.

Me dijo, en Delhi, la amiga que me habló por primera vez de las viudas de Vrindavan. Me hablaba de una viuda de una familia de campesinos pobres: que vivían en una choza —propiedad de la viuda— con un solo cuarto, el matrimonio y sus tres hijos, y que la viuda dormía afuera para no molestar, pero igual molestaba. Hasta que un día, su hijo le dijo que juntara lo que necesitara para un viaje largo, porque la iba a llevar a conocer a Krishna. Y que la trajo aquí, a Vrindavan, porque es un privilegio morirse aquí, y la dejó aquí para siempre.

Más o menos así son todas las historias: algunas, pocas, vienen por propia voluntad; a las demás las dejan. Quince, veinte mil mujeres abandonadas para morirse en una ciudad vieja. Quince, veinte mil que la recorren como almas en pena, como panzas vacías.

Esperando. Quien muere en Vrindavan no es tan privilegiado como quien muere en la ciudad todavía más sagrada de Benares, pero habrá avanzado mucho en su intento de llegar al moksha, el final de la rueda de las reencarnaciones, la disolución en la Unidad divina, la forma hindú del paraíso: la muerte más definitiva. Morir aquí es un privilegio; morir, aquí, es un privilegio. Para morir vinieron.

La viuda Aruthi, con palabras quebradas, me cuenta que era de un pueblo de Bengala, que nunca fue a Calcuta, que ya lleva 13 o 14 años en Vrindavan, que ya le queda poco, que ahora está tranquila.

—No como Moubani, pobre.

Dice, con una sonrisa desdentada, y me lleva hasta el templo, porque se lo he pedido. Una suerte, al fin y al cabo, el ataque del mono.

Los hindúes adoran a sus dioses como nosotros alentamos a Boca: a los gritos, las manos arriba, saltos, pogos, algarabía completa. Quizá sea porque también es difícil que sus dioses metan algún gol, pero es lindo verlos sin esa rigidez virtuosa satisfecha que se ve en las iglesias del culto de Roma. En todo caso, el templo Banke-Bihari es un quilombo de gritos, chiflidos, rumor, palmas; personas de pie, personas de rodillas, personas sentadas, personas acostadas, personas dormidas, personas pidiendo, personas dando, personas pintándose la cara, personas revoleando flores, personas encendiendo fuegos, ventiladores, fuegos, guirnaldas, carteles luminosos, relojes, más fuegos, personas que se tiran sobre el estrado para darles a unos sacerdotes dulcecitos y guirnaldas de flores para que el dios que está detrás de una cortina los bendiga. Los sacerdotes no paran: son máquinas incansables de bendecir dulcecitos, zelotas del azúcar consagrada. De tanto en tanto descorren la cortina del altar —veloz, tipo exhibicionista pudoroso— y todos gritamos: es el momento del gol del señor Krishna. Al cabo de seis o siete veces, el juego se vuelve aburrido: ellos abren la cortina, nosotros le vemos la cara a dios, levantamos los brazos y gritamos.

La viuda Aruthi me mira satisfecha, yo le pregunto dónde están las demás viudas. Ella me dice ah, ese templo, nuestro templo –y que nos vamos–. No nos habíamos entendido: me trajo al templo equivocado.

En la calle —caminamos un rato— cientos venden de todo, los monos van menguando, los mendigos dicen mucho Krishna. Los caminantes tocan la cabeza de una vaca y se tocan la propia: me imagino que comparten ideas. Mi intolerancia aumenta por momentos, temo que se desborde. Cada vez soporto menos las supersticiones.

En la India se prohibieron, hace casi 20 años, las ecografías prenatales: muchas parejas las usaban para lo que la corrección política llamaba “abortos selectivos”: descartar el feto si era nena. La prohibición se cumple poco: hay muchas clínicas privadas que lo hacen todavía. Hay algo que el progreso indio está consiguiendo como nadie: usar la técnica más moderna al servicio de las costumbres más arcaicas. Los abortos selectivos antes eran asesinatos en los primeros días; ahora son más limpios y mejoran. En 1980 había en todo el país 104 nenes de menos de 6 años por cada 100 nenas; en 2011 había 109, y en los estados más ricos, como Punjab y Haryana, la relación llega a 125 nenes por cada 100 nenas. Es la misma idea del mundo que consigue que en muchas casas indias cuando no hay comida para todos coman los varones.

La costumbre tiene, incluso, sus justificaciones: que los hombres, los que traen comida con su trabajo en el campo, necesitan comer para reproducir esa fuerza de trabajo sin la cual todos se quedarían definitivamente sin comer. La lógica productiva no impide que la costumbre sea brutal: el hambre desnuda muchas cosas, pone sobre el tablero formas de la violencia que en otras circunstancias seguirían escondidas.

Las viudas de Vrindavan son el producto más claro, más perfecto, de esa sociedad. Un digno remate para su vida de mujeres indias: pasaron de ser una posesión de su familia a ser una de la familia del marido, nunca tuvieron ninguna autonomía ni modo de ganarse la vida; cuando su segundo y último dueño se murió, ya no fueron de nadie. O sí: del dios y de la muerte.

Pero solemos creer que tenemos que respetar estas costumbres, igual que nos acostumbramos, en nombre de la diversidad y la tolerancia, a que ciertos musulmanes convenzan a sus mujeres de que solo sus maridos pueden verlas y entonces no salgan a la calle sin taparse hasta los ojos con censuras de tela negra.

Alguien me dijo, en estos días muchas veces que la India es la sociedad más maleable: que los indios consiguen adaptarse a cualquier cosa. Y me quedé sin saber si lo decía como un mérito.

Ahora, media mañana, las viudas están por todas partes: en cualquier rincón, en cualquier calle piden limosnas, ofrecen agua de un cántaro de arcilla a cambio de una rupia, se buscan la vida —mientras esperan que se acabe—. Son mujeres chiquitas, flaquitas, reducidas a su mínima expresión: son un recuerdo —y nadie las recuerda—. Casi todas tienen el pelo rapado, como deben las viudas. Muchas usan el sari blanco que les corresponde; algunas pocas se rebelan o no tienen. Unas caminan tiesas como un palo; otras van encorvadas sobre su bastón o sobre sí mismas o sobre la esperanza que perdieron. Las que pueden viven de a siete u ocho en un cuartito; muchas, en la calle. Y todas las mañanas, miles se reúnen en el templo Sri Bhagwan Bhajan a cantar bhajans para Krishna.

Ahora, miles están sentadas en un patio cubierto, paredes de mosaico blanco sucio, un altar al fondo, otro en el medio; las viudas cantan, tocan los címbalos, dormitan, charlan entre ellas, piensan quién sabe qué. Estas canciones son lo único que las separa del hambre final. Vienen cada mañana y cantan cuatro o cinco horas; a cambio les dan un plato de arroz con un poco de dal. A veces les dan unas monedas: cuatro, cinco rupias. La religión se muestra aquí sin disfraces, demasiado desnuda: vení, cantale al dios; a cambio te damos la comida. El hambre ayuda tanto a la creencia.

El templo, al entrar, parece chico, pero después se extiende: a un costado hay otra nave y otro patio y enfrente una más grande; todo lleno de mujeres de blanco. Las más jóvenes parecen más tristes: miran como si buscaran algo todavía. Las más viejas parecen más allá de cualquier busca. Las que cantan parecen más felices; las calladas se ven enfurruñadas. Una me mira torva, como si la ofendiera, les dice algo a otras dos: tres me miran torvas y se dicen cosas. Me siento en un rincón, escucho un rato: soy el único hombre. El único que puede salir de aquí hacia alguna parte: que tiene adónde ir. Algunas están tan flacas que maravilla que estén vivas; otras se ven tan vivas que maravilla que estén aquí para morirse. Es una eutanasia lenta, prolongada: las traen a un lugar donde la única salida son las llamas de unos pocos troncos, la salvación de disolverse.

La viuda Aruthi me dice, poco más o menos, que las que se quejan son unas desagradecidas:

—¿Dónde se van a morir mejor que acá, tan cerca del señor Krishna?

Dice, y que es cierto que son pobres y no siempre consiguen la comida que quieren, pero que al señor Krishna le gusta más así, que él las va a recibir con los brazos abiertos.

—¿Y no sufren el hambre?

La viuda Aruthi me mira con una especie de desprecio. Para distraerla, le pregunto si sabe dónde puedo encontrar alguna viuda de campesino suicidado –que era, al fin y al cabo, la razón que me trajo– y ella no entiende mi pregunta. Se la repito, la varío; al fin me dice que sabe que hay algunas pero no sabe cómo podría encontrarlas. Me dice que va a ver, que si acaso me avisa. Es una forma amable de desligarse, y yo la acepto. Después me pide diez rupias y yo le doy 50, y me siento una mierda. Monos chillan desde el techo, pero no creo que me quieran decir nada.

Níger

Publicado: 7 septiembre 2011 en Martín Caparrós
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Voy por tierra desde Jos, en Nigeria, hasta Niamey, en Níger: cientos de kilómetros –y la entrada en el país más pobre del mundo. En los rankings de desarrollo humano de la ONU, Níger lleva varios años último: último, detrás de Afganistán, Sierra Leona, la República Centroafricana, Mali: último. Todo es susceptible de algún ranking.

En la frontera entre Nigeria y Níger –polvo, sudor y mugre–, un soldado revisa mi pasaporte en una casilla de adobe –lagartijas surcando las paredes, escondiéndose detrás del cuadro de Mamadou Tandja, presidente de la República del Níger desde hace mucho tiempo– y, al final, anota mi nombre y número en un cuaderno ranfañoso para registrar mi entrada en el país. Afuera, un sargento gordísimo desecho en una silla reventada bajo un techo de cañas, derrumbado, sudando, desbordando, los pies como animales muertos, atendido por dos o tres soldados con uniforme emparchado y hawaianas, pistolas oxidadas, me mira con odio poderoso y me da, para que empiece a acostumbrarme, un gustito del miedo:

–¿Y usted por qué me mira, qué se cree?
–No, yo… No, yo no lo miraba.
–Tenga mucho cuidado.

El sargento resopla, yo respiro.

A primera vista, el país más pobre del mundo es una extensión despiadada de tierra yerma casi arena, con algún olivo aquí y allá, ciertos arbustos, los chicos y mujeres que pasan por los campos secos con sus ramas o su tacho de agua en la cabeza, sus telas de colores y sus velos, los burros y las cabras en los campos secos, camellos flacos como esqueletos de museo, hombres y muchachos que los recorren secos con la mirada baja y una bolsa de plástico en la mano buscando iguanas, caracoles, algo: la sensación de que llevan mil años buscándolos y que lo peor es que a veces, muy de tanto en tanto, los encuentran y, sobre todo: la sensación de que esto no ha cambiado mucho en esos años.

Que muy poco ha cambiado en tantos años.

–Acá no hay que mirar mal a los militares, jefe.

Me susurra el chofer de mi camioneta como quien me introduce en los misterios.

Después de vez en cuando, en medio de los secos, un oasis muy chiquito con su pueblo: veinte casas cuadradas de adobe –tan parecidas a la tierra, tan la tierra– rodeadas por muros de adobe que son corral y defensa al mismo tiempo y su almacén de granos como una piña incrustada en el suelo. Los pocos árboles tienen formas extrañas: están, en general, muy podados o rotos y de troncos antiguos brotan ramas muy jóvenes que no saben cómo acomodarse. Tardo muchos kilómetros en entender que esos árboles son un efecto de la seca: un árbol que muere o agoniza cuando le falta el agua, y que después revive; son, después de todo, otra metáfora berreta.

Ahora recuerdo por qué me gustaban estos viajes.

Níger, el camino de Níger.

Eran tan primitivos que se creían astutos. Los pelos de la nariz les llegaban al coxis y aprendían a sonreírse satisfechos mientras hurgaban con sus deditos cortos uñas negras la calavera de aquel bisonte, buscando últimas carnes. Ninguno decía ug, porque era de salvajes: ahora estaba de moda el provechito suave, terminado en un chillido como de ratón boniato, que era el toque elegante.

–Cruaaaa jiiiii.

Y seguían escarbando. Una hembra de tetas cantimpalos manoteó un ojo y trató de escaparse hacia los yuyos. En segundos, tres machos musculosos chuecos se le echaron encima, le pegaron con ramas y con saña, le sacaron el ojo. La caza estaba difícil, y muchas veces se quedaban con hambre.

En unos pocos milenios habían cambiado mucho. Los bichos escaseaban, así que habían tenido que inventar arcos, flechas, arpones, redes, trampas, y ya no había animal que se les resistiese. El problema era que, a fuerza de cazar y cazar, se había hecho muy dificil encontrar una presa, y había que embarcarse en expediciones interminables para dar con algún mamut desprevenido. La caza estaba en vías de extinción.

–Cruaaaa jiiiiii.

Dijo la hembra con un ojo menos, queriendo significar:

–Ug, kriga bundolo, grande catastrófe ecológico ahora, oh sí, oh sí.

A veces pasaban lunas y lunas sin encontrar presa, y comían raíces y semillas. Pero tampoco era seguro que las encontraran. Fue en esos días confusos cuando a alguien –o a muchos a la vez, quién sabe– se les ocurrió que algunos de esos frutos podían recogerse con cierta seguridad todos los veranos, y el grupo empezó a volver cada año a su trigal salvaje.

–Craaac, bilicundia aj doj.

Dijo la hipertataranieta de la tuerta, queriendo significar:

–Oh, felices tiempos antes, cuando todos animales.

La tribu comía y eructaba cada vez mejor, pero la cosecha silvestre raleaba de año en año, porque crecían las bocas. Alguien volvió a hablar de catástrofe ecológica. Otro descubrió, vaya a saber cómo, que esas semillas podían plantarse y al verano siguiente surgirían con renovados bríos.

–Crc, mí constata que aquesto nunca ya serán como antes y la degradación seríamos eterna como la noche del escuerzo.

Dijo una hipernietísima, que tenía la vocación lírica, y era cierto: a partir de entonces empezó la catástrofe. Para cultivar sus plantas y criar a sus nuevos animales domésticos, los hombres abandonaron la vida errante y empezaron a establecerse en poblados, florearon sus lenguajes, se hicieron unos dioses, supusieron linajes, descubrieron el vino con soda, improvisaron la filosofía, aprendieron a coger cara a cara, se largaron a andar a treinta por hora en sus caballos verdes y, después, inventaron las carpas en la playa, los masajes, los aviones a chorro, los microchips y los chips de pavita. Un desastre. Pero se podía haber evitado. Ningún científico duda de que nada de todo esto habría sucedido si los guarangos de nuestros ancestros no se hubiesen excedido en la caza del mamut y del oso hormiguero. Porque no habría sido necesario buscar otras fuentes de alimentos, y ahora seríamos felices, usaríamos pieles y garrotes, hablaríamos con los pajaritos, no sabríamos qué es el sida y pintaríamos quirquinchos en las paredes de la cueva.

Seríamos tan ecololós.

La ecología supone una idea de fin de la historia, al fracasado modo Fukuyama: hasta acá llegamos, la evolución se acaba acá. De ahora en más todo funcionará según otro modelo: el de la degradación, la decadencia –porque quisimos demasiado. La ecología suele remitir a una edad de oro, un mito tan antiguo: tiempos felices en que la naturaleza podía desarrollarse sin la interferencia de la maldad humana. Había buenos salvajes, pero sobre todo había buena selva: aquella que no había sido corrompida por la sociedad.

Es la misma escena que venimos actuando una y otra vez, de tan diversas formas, desde hace miles de años: natura derrotada por cultura, paraíso perdido, ambiciones humanas destruyendo. Prometeo encadenado, Babel y su derrumbe: no hay religión que no castigue la ambición de la técnica. Cuando el hombre original que vive en el triunfo de la naturaleza más gloriosa comete la tontería de querer saber y come el fruto, rompe el orden natural/divino hecho para la eternidad, armado contra el cambio. El orden y la orden del dios eran muy claros: todo será perfecto mientras aceptes tu sumisión a esa naturaleza que yo inventé para darle mis reglas; todo se va a arruinar a partir del momento en que intentes imponer las tuyas. Todo funciona mientras no trates de cambiarlo: acepta lo que tienes, sé lo que te digo: yo sé lo que te digo. En ese mito el dios o la naturaleza son perfectos, la caída es culpa del hombre que no sigue sus reglas. La Biblia es el primer panfleto ecololó, el relato de todo lo malo que tuvimos que arrostrar por no habernos resignado a la naturaleza –o la obediencia o la ignorancia.

Y lo echó Yahvé Dios del jardín de Edén, para que labrase el suelo de donde había sido tomado. Por cuanto obedeciste la voz de tu mujer, y comiste del árbol de que te mandé diciendo No comerás de él, maldita será la tierra por amor de ti.

La peor catástrofe ecológica.

Querrían retrotraer el mundo a esa soñada edad dorada; como saben que no pueden, tratan al menos de que ya nada cambie. Nostalgia del presente visto como pasado, el miedo ante el carácter eternamente fugitivo, odio del tiempo; los ejemplos rebosan. España, en el siglo XII, era un gran bosque: la frase clásica que dice que un mono podía atravesar la península de Gibraltar al Pirineo sin bajar de los árboles. España rebosaba de madera y la madera era la materia indispensable: con madera se hacían las casas, los carros, las ruedas, los arados, los muebles, las herramientas, las lanzas, los zapatos; con madera se calentaban las personas, se cocían las comidas, se trabajaban los metales escasos. Un mundo sin madera habría sido pensado, entonces, como la quintaesencia del desastre, un espacio invivible. Ante la posibilidad de su desaparición, los ecololós habrían alertado contra “la destrucción de nuestro patrimonio forestal, que condenará a la muerte a las generaciones venideras”. El hombre es la gran amenaza para el medio ambiente: taló, utilizó, gastó esos árboles. En el siglo XII, España daba de vivir a cuatro millones de personas. Nueve siglos después, España era una llanura casi yerma desarbolada capaz de sostener –incomparablemente mejor– a diez veces más personas que vivían más del doble que en tiempos del gran bosque: otros materiales, otros combustibles, otras técnicas habían reemplazado con enorme ventaja a la madera.

Pero la ecología suele suponer un mundo estático donde las mismos métodos requerirán siempre los mismos recursos naturales, y se aterra porque proyecta las carencias del futuro sobre las necesidades actuales: porque todo lo que imagina son apocalipsis.

Es una de sus grandes ventajas: la ecología es la forma más prestigiosa del conservadurismo. La forma más actual, más activa, más juvenil, más poderosa del conservadurismo. O, sintetizado: el conservadurismo cool, el conservadurismo progre, el conservadurismo moderno. Es, en sentido estricto, un esfuerzo por conservar –los bosques, los ríos y montañas, los pájaros, las plantas, la pureza del aire– y eso, tras tantos años de suponer que lo bueno era el cambio, debe ser muy tranquilizador. Fantástico haber encontrado una forma de participación que no suponga riesgos, beneficie directamente a uno mismo y proponga la conservación de lo conocido. Fantástico poder sentir que uno está haciendo algo por el mundo, defendiendo al mundo de los malos, tratando de que sólo cambie lo necesario para que nada cambie. Fantástico que lleve incluso cierto tinte de insatisfacción con la forma en que el mundo funciona –capitalismo despiadado, grandes corporaciones–, tan ligero que puede ser compartido por los capitalistas despiadados, por las grandes corporaciones. Fantástico haber dado con una causa común, tan aparentemente noble, tan indiscutible –en el sentido estricto de la palabra indiscutible–, tan unificadora que pueda ser enarbolada por una joven nigeriana que cocina con leña o el presidente de los Estados Unidos o mi tía Púpele o la banca Morgan. Fantástico: y sirve, incluso, como materia para enseñarle a los chicos en la escuela –o como material de propaganda y, sobre todo, relaciones públicas.

En 2002 un experto en “comunicación política” republicano duro, el joven dinámico Frank Luntz, escribió unas recomendaciones sobre el tema para la administración Bush. El texto se filtró a la prensa y produjo cierta indignación. Luntz decía que para manejar mejor la cuestión ecológica los republicanos no tenían que definirse como “preservacionistas” o “ambientalistas” –que los “centristas americanos, las personas comunes” asimilaban a una política extremista– sino “conservacionistas”, porque esta palabra “tiene connotaciones mucho más positivas que las otras dos. Supone una posición moderada, razonada, llena de sentido común, en el centro entre la necesidad de restablecer los recursos naturales de la tierra y la necesidad humana de usar estos recursos”.

Y que debían hablar de cambio climático y no de calentamiento global, “porque suena mucho menos catastrófico y aterrador”.

Conservacionistas, dijo: ésa debía ser la palabra.

Aquí lo único que se conserva es la basura: mucha basura, montañas de basura, tanto trozo de plástico, de bolsitas de plástico blancas y sobre todo negras, y cachos de botella y cartones de tetra a los costados de la ruta. Por supuesto no hay luz, agua corriente, ninguna de esas cosas que solemos pensar como presente. Creo –por el momento creo, ya veré– que es el país más primitivo que he visto en una vida hecha de ver países primitivos –o vivirlos.

Níger es un país muy grande lleno de desiertos; sus 15 millones de habitantes –83 por ciento de campesinos– crecen con la tasa de fertilidad más alta del planeta: 7,7 hijos por madre. Níger tiene, también, una de las mayores tasas de mortalidad infantil: 248 por mil o sea, más de dos cada diez. Aquí funciona todavía el viejo mecanismo que la humanidad utilizó milenios: parir mucho para que algunos de esos chicos se conviertan, con suerte, en adultos.

Para intentar cierta supervivencia.

Después –cientos de kilómetros después– entro en Niamey, la capital de Níger: hay ciudades así, destartaladas, con tierra por arriba y por abajo, con sus casas colgadas del pincel, siempre a punto de nada –y unas pocas mansiones detrás de muros largos. Niamey sigue el modelo de las ciudades más contemporáneas en aquello de que parece un suburbio de sí. Pero no un suburbio rico, como quiere el patrón californiano; Niamey es, si acaso, un segundo cordón, el margen de sí misma.

Niger fue colonia francesa: otra vez el idioma colonial como modesta lingua franca.

El representante de Unfpa en Niamey me recibe, protocolar, y al final de la charla me dice que es maliano. Entonces yo le digo que qué casualidad, porque en Mali está el lugar adonde siempre digo que voy a ir y nunca voy, Tombuctú. Entonces él me dice que la próxima vez que venga vamos juntos, sabiendo que ni voy a venir ni va a llevarme, sólo para seguir el protocolo pero, por lo que sea, yo lo rompo y le digo que no estoy seguro porque hace tanto que pienso en ir a Tombuctú pero no voy que me da un poco de miedo lo que podría pasarme si finalmente fuera. Entonces él abre los ojos como si me viera por primera vez y le dice –sin ningún protocolo– a su segundo: Ah, pero éste cree esas cosas. ¡Es uno de nosotros! La superstición acaba de consagrarme africano honorario.

Una ciudad casi perfectamente pobre, con muy pocos errores o manchones. En Niamey no hay luces públicas; cuando llega la noche se hace de noche, y sólo queda, si acaso, el relumbrón de alguna casa, un negocito de esos que se quedan, los faros de una moto.

A partir de cierto punto el ranking de países ya no mide cuán pobres son los pobres –que son todos muy pobres y que hay muchos– sino cuántos ricos hay –200, 1000, 3300– y cuánto pueden acumular y qué pudieron construirse. La riqueza está concentrada en muy pocos, y lo que diferencia al Níger de Etiopía –o Sierra Leona o Burkina Faso– es cuántos son y cuánto tienen esos pocos. El resto, lo que importa, es demasiado parecido.

Pero, además: en una ciudad tan pobre no hay espacios públicos para los ricos. Sólo espacios privados: sus casas, sus refugios –que, por supuesto, hacen todo lo posible por abstraerse del entorno. El espacio público caro –restoranes, bares, lugares de compras– es una conquista de la clase media. Vieja historia: los comederos más o menos elegantes aparecieron en Francia en la época de la revolución, cuando los burgueses más o menos pequeños trataron de acceder –por un rato, una noche, una comida– a los mismos placeres que los aristócratas gozaban todo el tiempo. Lo mismo que sucedió, décadas después, cuando aparecieron los hoteles distinguidos. Aquí, donde no hay clases medias, no hay de eso.

Supongamos por un momento que el mundo tal cual está es maravilloso –lo cual, en Niamey, no resulta tan fácil. Pero, ¿por qué esa convicción nostálgica, conservadora, de que todo lo que venga debe ser peor? Un mundo sin osos polares o arrecifes de coral o tigres de bengala va a ser un poco más pobre, pero en lugar de los tigres hay cien razas nuevas de perros, células madre que pueden formar órganos, la esperanza de vida que aumenta sin descanso, serias chances de poblar la Luna o después Marte. No digo que no sería mejor conservar también lo que hay; digo, sólo, que su eventual desaparición se inscribe dentro de esa lógica evolutiva que sabe que todo no se puede: dinámicas del cambio.

Si una fuerza inexplicable –los famosos dioses– hubiera salvado a los dinosaurios, no estaríamos acá, no existiríamos.

Me compro una cocacola –cosa que sólo hago una vez por año o cada dos, en países muy calientes y en la calle– y cuando la tomo pienso que no está tan fría como deseaba ni tan caliente como temía, y me parece que la frase se aplica a casi todo: ideas sudorosas. Creo que le decían aurea mediocritas, y es lo que parece.

Ni tan fría como deseaba ni tan
caliente como temía, ay vidita.

O sea, la pregunta: ¿qué es lo que está tan bien que queremos conservarlo a toda costa? No saben en qué mundo viven, diría mi tía Berta. No es casual que el ecologismo haya nacido en los países ricos: un reflejo de sociedades satisfechas, personas que viven bien y querrian seguir viviendo así, que temen cambios que les hagan perder comodidades. La conservación, en sentido estricto, de este orden –que los privilegia– frente a los brutos que crearon este orden pero son tan ávidos que podrían destruirlo con su exageración: gobiernos, grandes corporaciones, ambiciosos varios. Moderación, aurea mediocritas: sigamos así, dicen, quedándonos con casi todo, pero no terminemos de agotarlo.

Ni tan fría ni tan,
ay vidita.

Insisto: en todos estos millones de años no hubo peor desastre ecológico que la desaparición de los dinosaurios –sin la cual no habrían podido desarrollarse los mamíferos y, por tanto, nosotros. Sin ese quiebre no existiríamos –y ni siquiera estaríamos discutiendo estas cuestiones. Pero ahora nosotros somos los dueños, los dinosaurios de este mundo. Quizá la clave está en esa explicación de Ed Mathez, curador de la muestra sobre cambio climático en el Museo de Ciencias Naturales de Nueva York: mucha gente dice bueno, si ya hubo grandes cambios climáticos antes, otras veces, ¿por qué deberíamos preocuparnos? La respuesta es simple: porque, a diferencia de esas otras veces, ésta estamos acá.

Es una idea.

Lo dicho: porque es nuestro planeta.

En un mercado donde la mayoría vende telas arcoiris o los restos mortales de alguna vaca triste o radios berretas o perfumes truchos me hizo gracia que el muchacho pasara vendiendo banderitas de una docena de países, y le saqué una foto. Los musulmanes siempre pensaron la fotografía con el verbo sacar: arrebatar, expoliar una foto en el sentido de robarles su imagen –que el corán y el profeta y los ulemas y los marabúes y los imanes y fatwas y madrasas dicen que no se puede reproducir so pena de ofender al más grande. Por eso los musulmanes suelen enojarse con las fotos, pero este muchacho empezó a reírse como loco; señalaba mi cámara, gritaba yo estoy ahí, yo estoy ahí y se seguía riendo. Le mostré su foto –me sigue sorprendiendo que las nuevas tecnologías sean así de instantáneas–; la miró, se reía más, me preguntó si podía dársela. Le dije que no, que no tenía manera; se fue, como apenado. Enseguida volvió: ¿De verdad no hay forma de que me la des? Pensé en la opción de mandársela por mail y por pudor no quise preguntarle si tenía: a veces prefiero el prejuicio a la ofensa. No, me parece que no, que no hay manera. Ah, dijo, ya triste. ¿Y dónde te la vas a llevar? A la Argentina, le dije, por si acaso. Entonces los ojos se le iluminaron otra vez: ¿A la Argentina? ¿Te vas a llevar mi cara a la Argentina? Vaya a saber qué entendió por Argentina. No dijo Maradona, Messi; solamente repetía la palabra –Argentina, Argentina– hasta que se le ocurrió una idea: entonces tomá, anotá mi nombre. Si la vas a llevar, llevala con mi nombre, dijo, y me empezó a decir un nombre complicadísimo, y después cambió: no, mi nombre conocido, el que todos conocen no es ése, es Yaou Yacuba. Si vas a llevarte mi cara también llevate mi nombre que todos conocen, dijo, y se fue tan satisfecho.

Níger y Argentina comparten un honor dudoso: son los dos –¿únicos?– países del mundo bautizados con nombres más o menos latinos, signos culteranos, renacentistas. Dos latines, dos opiniones contrapuestas: Argentina es la plata, lo que vale, blancura realzada por el brillo; Níger es negro, lo opaco, lo sombrío. Sólo que un nombre –Níger– se basó en una comprobación –la negritud de sus nativos– que se sostiene, y el otro –Argentina– en una ilusión –la existencia de plata, de esas minas de plata– que resultó ser un engaño.

El gran mercado de Niamey es otra ruina –casillas derrumbadas, negro de humo en las paredes, pasillos a medio hacer– y me resulta coherente que lo sea porque todo en la ciudad parece así. Ver es mucho más fácil que mirar, más descansado. Mi prejuicio sobrevive hasta que alguien me cuenta que el mercado –el centro de la vida ciudadana– se incendió un mes atrás y estuvo a punto de destruirse por completo pero Dios lo salvó: que cuando más voraces estaban las llamas empezó a llover, porque los imanes llevaban un par de horas rezando para que lloviera y Dios, al final, después de hacerlos esperar un rato, después de llevarlos a arrepentirse de suficientes cosas, después de demostrarles que su voluntad no se adquiere con dos o tres palabras, hizo el milagro de llover para apagar el fuego.

–¿Y acá son todos musulmanes?
–No, sólo el 99 por ciento.
–¿Y el otro uno por ciento qué es?
–Sólo Dios lo sabe.

Decir hola, aquí, es grosería. Cualquier saludo –para poder preguntar dónde vive fulano, por ejemplo– es una larga sucesión de gentilezas bien reglamentadas: salaam aleko, alekum salaam, y cómo está su esposa, muy bien y la suya, muy bien y sus hijos, bien gracias y los suyos, muy bien y cómo están sus animales, creciendo, usted sabe, y los cultivos, ay, dios dirá vamos a ver si llueve, sí, vamos a ver si llueve, digamé: ¿usted sabe dónde vive Mamadou? Todo dicho a la velocidad de una ametralladora medio vieja, en un pingpong perfecto donde no importa la pelota –sino el gesto de la mano en la paleta.

El tema de las microfinanzas es uno de los grandes inventos de las últimas décadas: no realmente asistencialista aunque más o menos, manera de integrar a los pobres en la circulación económica un poquito. En Nigeria ví bancos de microfinanzas por todas partes, y en Níger también son un hit. Pero aquí, en medio de Niamey, un gran cartel anuncia un Salon de la Banque et de la Microfinance, sous le haut patronnage du Ministre de l’Économie et des Finances, y la fecha y el lugar y los sponsors y la foto: en la foto, dos metros por tres, dos señores de traje conversan animados, maletines en mano, corbatas, anteojos de metal, los dos pasablemente jóvenes; uno es alto, espigado; el otro es un enano.

Sigamos hablando de metáforas.

Si éste no fuera un libro correcto, cuidadoso de las convenciones al uso, precavido, modesto, diría que nada hace a las mujeres tan esbeltas, tan airosas como cargar agua: las espaldas tan rectas, los pasos tan ligeros cuando ya no tienen diez litros sobre la cabeza.

Porque llego al pueblo adonde voy a trabajar: Dalweye, a menos de una hora de Niamey, en otro mundo.

Sus calles los espacios que quedan entre casas donde corren chicos cabras gallinas hueso y pluma; un chico pasa rodando una cubierta vieja, otros dos hacen esgrima con sus palos, varios corren sin sentido aparente. Alguien, alguna vez, va a descifrar el sentido de la dirección de las carreras de los chicos de un pueblo cualquiera en un país cualquiera y va a entender el mundo. Mientras tanto, seguimos ignorando; la mezquita en el medio del pueblo es una habitación de tres por tres con su pequeña torre pintada de verde o de celeste, ya hace mucho. Mujeres muelen grano en sus morteros de madera, otras pasan con chicos atados a la espalda; una nena de doce lleva un hijo a la espalda. Otras se juntan alrededor del pozo con cantidad de bidones de colores a lavar o conversar o sólo buscar agua y los hombres se sientan a charlar junto a la carretera sobre un tronco –gastado, pulido por el roce de sus nalgas y de las nalgas de sus mayores y de siglos de nalgas– y al lado está el negocio de uno, otra choza de adobe pero con tres paredes en lugar de cuatro que vende huevos, té, unas latas o bidones usados, cigarrillos. Un hombre joven pasa en un carro tirado por un burro llevando leña y la mujer arriba de la leña, el hombre sobre el burro y su carro, eso sí, tiene ruedas de goma; un pastor peul con su sombrero de paja redondo puntiagudo y su bastón muy largo llega trayendo sus cabras y unas vacas flaquísimas con cuernos largos y finitos; pasa una pick-up con quince o veinte personas amontonadas en la caja, las patas colgando para afuera, los cuerpos en contacto tan estrecho, algunos sentados en unas tablas que sobresalen para que quepan muchos. Es tiempo de la seca, el tiempo en que los campesinos del Níger no pueden hacer más que esperar que las lluvias lleguen, y que el grano que se guardaron el año pasado les alcance hasta el final de la cosecha: lo segundo casi nunca sucede, lo primero a veces.