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Acá.

José Mujica, presidente de la República Oriental del Uruguay, vive acá.

En la entrada del rancho hay una cuerda donde cuelgan las ropas de un niño –pobre-; una casucha de ladrillo gris a medio hacer –pobre-; un desmadre de plantas –juncos, pastos crecidos, yuyos-; una hectárea de tierra recién surcada; y perros, muchos perros. Chuchos que circulan con el paso lerdo de los animales viejos y que cada tanto buscan esquinas de sombra allá en el fondo, pasando unos arbustos, en la casa de José Mujica.

Allá. José Mujica, presidente de la República Oriental del Uruguay, descansa allá: en cuatro ambientes de paredes desconchadas donde hay una cocina, un sillón rojo, una perra de tres patas –la mascota de Mujica es tullida- y una estufa a leña. Desde ese bajofondo austero, casi marcial, este hombre emergió infinitas veces –primero como legislador nacional, luego como candidato presidencial- a recibir a la prensa.

Y “recibir”, en el planeta de Mujica, es un verbo imperfecto.

Mujica ha recibido periodistas recién bajado del tractor, sin la dentadura puesta, con el pantalón arremangado hasta las rodillas y con una gota de sudor colgando de la nariz.

Mujica ha recibido periodistas con un afectuoso cachetazo y con esta frase:

—Cortala con el bla bla y andá a laburar, que es lo que necesita el país.

Mujica ha recibido periodistas en días preelectorales, con alpargatas pero sin dientes –bueno, ha dado conferencias de prensa enteras sin dientes-, jugando con su perra manca y haciéndose cortar el pelo por un desconocido que había ido a pedirle trabajo.

Mujica ha recibido periodistas la mañana misma de los comicios presidenciales y los ha recibido en pijama, con la barba crecida y con las encías rumiando esta única frase:

—A pesar del ruido, el mundo hoy no va a cambiar.

Era, ese entonces, la mañana del 29 de noviembre de 2009. Y aunque el mundo no cambió, ese día el Uruguay torció su propio rumbo: con el 52% de los votos –ganados a Luis Alberto Lacalle en un ballotage-, Mujica se convirtió en el presidente más impensado del Uruguay y probablemente de la tierra. No sólo por su austeridad llevada hasta el paroxismo sino por su pasado, que no es otra cosa que el origen de todo lo demás.

Mujica militó en el Movimiento de Liberación Nacional–Tupamaros (MLN-T, una guerrilla que nació y se fortaleció al calor de la revolución cubana); estuvo dos veces preso en una cárcel que hoy –maravillas de la globalización- es un shopping; huyó de ese penal en uno de los escapes más espectaculares que tiene la historia carcelaria universal; vio demasiados amigos morir y esperó demasiadas veces la muerte propia; estuvo diez años aislado en un pozo –durante la dictadura militar de 1973-, donde sobrevivió a la posibilidad de la locura; y llegada la democracia festejó esa sobrevida del único modo posible: arando y militando. Esta vez, desde un marco legal.

En 1995, Mujica devino el primer tupamaro en ocupar un puesto como diputado nacional. Luego fue senador. Después fue ministro. Y a fines de 2009 se transformó en el primer “ex guerrillero” en llegar a la presidencia del Uruguay y en completarle el sentido a una lucha ideológica por la que se inmoló buena parte de América Latina.

—El Pepe llegó, primero, porque sobrevivió –dirá días después José López Mercao, compañero de Mujica en la cárcel de Punta Carretas–. Segundo, porque el movimiento armado salió muy honrado frente a la población: siempre estuvo esa idea de que los tupamaros eran buena gente. Y por último, porque Pepe siempre fue un tipo muy humano, muy enamorado, muy zorro y muy austero.

Hoy, Mujica se traslada en un Chevrolet Corsa más bien viejo. No usa corbata. No tiene celular. No tiene tarjeta de crédito. Prohíbe a los empleados de gobierno usar Facebook o Twitter o cualquier cosa parecida. Tiene una esposa –la senadora Lucía Topolansky- tan asceta como él. Y no vive en la residencia presidencial sino en esta chacra de huesos flacos en Rincón del Cerro: un páramo rural -a veinte minutos de Montevideo- donde el campo es más un esfuerzo que un vergel.

Mujica pasa aquí sus días desde mediados de la década de 1980, cuando salió del pozo carcelario con la certeza de que –todo junto- volvería a la política y se compraría una granja. Lo acompañan Lucía Topolansky –también tupamara, y tercera en la cadena de mando de Uruguay-; Manuela –su perra de tres patas-; dos familias que, por no tener lugar mejor donde caerse muertas, fueron a hablar con Mujica y recibieron a cambio un pedazo de tierra dentro de esta misma estancia (por eso la construcción gris a medio hacer; por eso las ropas de niño colgando de una cuerda); y dos hombres uniformados que ahora se interponen en la entrada y dicen, amablemente, lo que vinieron a decir:

—Pida una entrevista en la torre presidencial.

Desde que asumió su cargo, Mujica –famoso hasta entonces por su disponibilidad mediática- dio sólo tres entrevistas y todas fueron a un único medio. La razón: sus jefes de prensa saben que Mujica habla del mismo modo en que vive -sin cortesías y con la casa en construcción- y, ahora que es un mandatario, quieren cuidarlo. Para eso ponen infinitos filtros y para eso, entre otras cosas, está esta guardia: dos tipos de pecho hundido, acompañados por un perro labrador que se tira panza arriba y recibe mis caricias.

—Esta es la casa del presidente –dice uno de ellos.
—Además el presidente no está –dice el otro.
—Ah –digo yo.

Nos miramos en silencio.

Atrás de estos dos hombres se ve la ropa gastada pendiendo de una soga, la casa a medio hacer, los juguetes de niño entre los pastizales. Pero lo que no se ve es lo otro: el inmenso cúmulo de duda que se yergue sobre este escenario de insólita simpleza.

Porque José Mujica vive acá, eso está claro.

La pregunta es cómo eso es posible. La pregunta es por qué.

***

—Yo no quería que Pepe fuera presidente.

Julio Marenales es uno de los líderes históricos del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T) y es visto por Mujica como “un hermano”. Militaron juntos, juntos cayeron en el penal de Punta Carretas, juntos también se fugaron, y juntos –aunque separados en distintos establecimientos- padecieron diez años de encierro en los pozos cuartelarios. La distancia entre Marenales y Mujica llegó recién en este último tiempo: Mujica fue avanzando en el terreno político, mientras que Marenales –si bien respalda a Mujica- se quedó en la organización. Hoy representa el ala radical y se ha transformado en una suerte de guardián de la pureza ideológica del Movimiento.

—El Pepe no puede hacer una presidencia con las ideas que tenía como tupamaro. Ha tenido que adaptarse. Se amoldó al pensamiento general del Frente Amplio, que es una fuerza donde hay trabajadores pero también empresarios, y a los empresarios les gusta el sistema capitalista. Por tanto las ideas que sustentó el compañero Mujica años atrás las tiene, supongo, en el congelador. Es decir: el Pepe no va a hacer la revolución. Lo que no quita que este sea, por lejos, el mejor gobierno que tuvo este país.

Marenales sonríe: tampoco tiene demasiados dientes. Algo pasa con los tupamaros y sus dientes. Quizás sea el paso del tiempo, pero tampoco: el tiempo se ha vuelto una forma cortés de explicar las cosas. A Marenales, en cualquier caso, siempre le dijeron El Viejo. Ahora tiene ochenta y un años pero arrastra ese apodo desde que tenía treinta y tantos. En ese entonces, junto a Raúl Sendic (máximo líder de la organización, ya muerto y hoy mítico) fundó el Movimiento que luego albergó a Mujica y a buena parte de la cúpula que hoy gobierna el Uruguay.

Una historia muy breve –puerilmente breve- del MLN-T sería, más o menos, así: los tupamaros surgieron públicamente en el año 1966, en apoyo a una revuelta de cañeros de azúcar –los asalariados más pobres del Uruguay- y en un contexto de presión social fuerte: el fin de la posguerra europea había traído aparejado una mayor producción industrial en el Primer Mundo, y eso significaba que América Latina había empezado a llenarse de productos importados y a ver la debacle de su industria nacional. Hacia 1968, Uruguay dejó de ser “la Suiza de América” y se metió de lleno en el fango latinoamericano: empezó a tener despidos, problemas gremiales, militarización de los espacios de trabajo y un endurecimento del Estado que hacía flamear el fantasma de un golpe militar.

En ese contexto surgió el MLN-T: una organización armada que –alentada por el triunfo de Fidel Castro en Cuba- creía que la revolución era un destino posible y cercano, y que en cuestión de meses logró crear su propia mística. Cada vez más gente simpatizaba con el MLN-T. Esto se debe a que los tupamaros no tenían el gatillo fácil y a que empezaron a emprender maniobras delictivas que muchas veces favorecían a las clases bajas. Además de los procedimientos estándar (robo de armas, de bancos, vaciamiento de financieras, secuestro de algún embajador, etcétera) cada tanto detenían un camión de mercadería y la repartían entre los asentamientos de la zona.

Esa propaganda hizo que la organización creciera de un modo exponencial. Hacia 1971, el Movimiento –que había nacido con 200 miembros- llegó a tener 5000 integrantes activos, con un radio de influencia de 30 mil personas, y eso lo transformó en el fenómeno de más rápida acumulación de fuerzas en la historia de cualquier asociación política.

Fue ese crecimiento –y lo dicen ellos mismos- lo que los arruinó. A más gente, empezó a haber también más errores. Para el momento en que llegó la dictadura militar –que en Uruguay sucedió entre 1973 y 1985, con el golpe de estado de Juan María Bordaberry- el Movimiento estaba débil, con demasiadas muertes a cuestas –propias y ajenas- y con muchos miembros en la cárcel. La cúpula militar aprovechó esa flaqueza y le asestó el mayor golpe a la organización: identificó a los nueve cabecillas del MLN-T y los confinó durante diez años en calabozos subterráneos ubicados ya no en cárceles, sino en cuarteles. A esos hombres se los llamó “los nueve rehenes”; eran el recurso que tenían los estrategas de la dictadura para asegurarse de que el MLN-T no siguiera accionando: cualquier movimiento en falso y les mataban un líder.

Los nueve rehenes fueron Mauricio Rosencof (escritor, actual director de la división de Cultura de la Intendencia Municipal de Montevideo), Eleuterio Fernández Huidobro (hoy senador), Raúl Sendic (muerto en París en 1989), Henry Engler (experto en neurociencias), Adolfo Wassen (muerto de un cáncer de columna meses antes de que pudiera salir en libertad), Jorge Zabalza (hoy distanciado del Movimiento), Jorge Manera (también distanciado), Julio Marenales y José Mujica.

De todos ellos, se dice que Henry Engler y José Mujica fueron quienes salieron más perturbados. Engler, hoy establecido en Suecia, fue candidato al Nóbel de Medicina y protagonizó un documental –El Círculo- que cuenta su proceso de locura en el encierro. Y Mujica, bueno, él dice que llegó a hablar con ranas y hormigas.
Marenales tiene una explicación para esto:

—Si pasás doce años en un espacio de un metro cuadrado, las experiencias son tan limitadas que tenés que hacer un gran esfuerzo por distinguir si las cosas las pensaste, las viviste o las soñaste. Todo el movimiento se hace con la mente y eso es peligroso. Todo, en un punto, puede volverse ficción.

Marenales jadea cuando habla: es apenas una aspiración de más, el comienzo de una asfixia que luego se apaga. Sus manos son grandes –ha sido carpintero- pero el resto de su cuerpo se ve pequeño, delgado, incluso joven. Los años de confinamiento deben significar algo en el aspecto de este hombre: hay un tiempo muerto en el rostro de Marenales; un velo invulnerable.

La última vez que lo detuvieron –en 1972- Marenales arrojó sobre su captor una granada que no explotó. En respuesta recibió catorce tiros de metralla.

—Sobreviví de milagro –dice.

Todos, agrega, han sobrevivido de milagro.

A unos metros de distancia, un ventilador echa aire sobre una bandera de los tupamaros. La casa huele a papeles viejos. Todo acá parece más viejo que sus años. Este lugar existe desde 1986, cuando terminó la dictadura. Y ya en 1989 se decidió que el MLN-T seguiría funcionando y mantendría este local, pero se integraría al sistema político con otro nombre, el Movimiento de Participación Popular (MPP), al que Mujica pertenece. El MPP, a su vez, pasó a integrar el Frente Amplio: la coalición de partidos de izquierda que desde hace dos períodos –primero con Tabaré Vázquez y ahora con Mujica- gobierna el Uruguay.

En un rincón de la sala principal hay un cesto de basura forrado con un afiche de Mujica. Se lo ve peinado, limpio: presidenciable.

—Al Pepe lo bañaron para esa foto –bromeará después Eleuterio Fernández Huidobro.
—Al Pepe lo pusimos nosotros –dice ahora Marenales-. Siempre trabajamos como colectivo. Más allá de las características personales de cada compañero, nosotros no creemos que la historia avance sobre la base de hombres brillantes.
—¿Pero por qué eligieron a Mujica y no a otro?
Marenales se acomoda la montura de los lentes –dorados- sobre los huesos –finos-, se reclina hacia delante, habla:
—Porque el Pepe tenía una ventaja. A nosotros en el Frente Amplio no nos querían mucho. Decían que éramos unos palurdos. Pero Pepe tenía tres apoyos: el de nuestras espaldas, porque en el Movimiento lo hemos sostenido como hemos podido. El de su propia historia, porque Pepe viene de trabajar la tierra y nunca sintió la bota del patrón arriba, siempre trabajó más o menos por cuenta propia. Y el de los de abajo. Fueron ellos los que lo llevaron a la presidencia. Por eso el Pepe tiene un gran compromiso con la gente humilde. Y tenemos que ayudarlo a que lo cumpla. Porque no lo está cumpliendo.

Marenales no ha querido ocupar cargos en el gobierno. Hay quienes dicen que esta negativa responde a que está clínicamente loco -un oportuno sinónimo de “inadaptado”- pero quizás exista otra forma de verlo: para que haya un Mujica dirigiendo el país, debe haber un Marenales diciéndole al oído: no olvides.

—No olvides lo que alguna vez fuimos. No olvides el objetivo. Eso le digo. Lo que pasa es que lo veo cada vez menos.

En las casi inexistentes fotos de esa época, hay una imagen que lo tiene a Marenales de perfil. Es el año 1968, lo están llevando preso a Punta Carretas, y lo que se ve es un hombre de nariz recta, pelo renegrido, ceño fruncido y rostro hermético. El hombre sólido que Marenales fue y sigue siendo.

Un hombre planeando, en ese mismo instante, su fuga.

***

“Shopping Punta Carretas”: eso se lee en la entrada. El nombre está tallado sobre el ingreso al centro comercial, en un frontis de principios de siglo XX, en el mismo lugar donde antes decía “Cárcel de Punta Carretas”. Antes todo esto era gris, pero ahora tiene el color que la imaginación neoliberal reserva para estos casos: beige. Todas estas mierdas siempre son beige.

A la izquierda del ingreso hay un Mc Café, a la derecha un restaurante que dice Johnny Walker, y al fondo está el shopping, que es igual a todos los shopping de la tierra: pisos relucientes, bolsas con moño y el vapor de una música que no llega a ser fea: es fría.

Cuesta imaginar en qué parte de este lugar habrá estado Mujica; en qué parte estos tipos habrán tramado su fuga. ¿En el local de Lacoste? ¿En el de medias Sylvana? Ahora hay un techo de vidrio y se puede ver el cielo, ¿pero antes? ¿Qué tamaño tenía el cielo de antes? En la sede del MLN-T, a espaldas de Julio Marenales, había una maqueta de la cárcel: se veía –en corte transversal- un penal de casi cuatrocientas celdas divididas en dos planchadas de cuatro pisos cada una, separadas por un patio central.

Allí –aquí-, en 1970, llegó Mujica con el cuerpo cosido a balazos, luego de haber pasado tres meses en el Hospital Militar. El derrotero había empezado tiempo atrás en el bar La Vía, el lugar al que había acudido Mujica –junto a otros tupamaros- para planificar el robo a una familia millonaria de apellido Mailhos. Esa noche un policía reconoció a Mujica acodado en la barra y llamó para pedir refuerzos. Cuando llegaron, Mujica ayudó a escapar a sus compañeros pero no pudo zafar. Un policía lo encañonó; estaba nervioso.

—Ojo, que se te puede escapar un tiro –le dijo Mujica.

Y el tiro se escapó.

Mujica llegó al Hospital Militar con seis balas en el cuerpo. Pero vivo. Y tres meses después fue enviado a Punta Carretas: un lugar que -en comparación con lo que vendría después- se parecía bastante a una escuela de adolescentes pupilos.

Allí -¿aquí? ¿se puede seguir diciendo “aquí”?- los militantes formaban nuevos compañeros (delincuentes comunes que terminaron sumándose al Movimiento) y entrenaban su costado estoico para hacer la revolución: sus celdas estaban limpias, sus cuerpos eran atléticos, y sus cabezas, en fin, a esta altura se entiende cómo trabajaban las cabezas de estos tipos.

—Yo daba cursos de táctica y enseñaba a hacer explosivos –contó Marenales en la sede del MLN-T-. El nivel de exactitud de los dibujos era muy alto. Si en una parte había que hacer un tornillo y el compañero dibujaba un redondel, entonces yo le decía: esto no es un tornillo. Es un clavo. El tornillo tiene una ranura para el destornillador. A ese nivel de detalle. Había que ser prolijos. Con los explosivos te equivocás y es la única vez que te equivocás.

Cada vez más presos comunes empezaron a ver en los tupamaros un grupo admirable, y algunos ladrones sumaron su conocimiento a la causa: enseñaron, por caso, a hacer un boquete en la pared en apenas un minuto, trabajando ya no sobre los ladrillos sino sobre la mezcla que los une. Gracias a eso, todos los muros del penal –e incluso algunos techos- tenían su agujero y todas las celdas estaban secretamente conectadas entre sí. Esa ingeniería permitió la histórica huída del 6 de septiembre de 1971.

—Queríamos armar un plan de fuga que no sólo significara volver a la libertad, sino que fuera un duro golpe para el gobierno –dijo Marenales-. Queríamos abochornarlos.

El 13 de agosto de 1971, a las siete de la mañana, tras el primer control de presos en las celdas, los internos empezaron a cavar debajo de una cama. Metían la tierra en bolsas confeccionadas previamente con las sábanas del penal, y esas bolsas iban debajo de la cucheta. Cuando esa superficie se llenaba, se abría el boquete que conectaba las celdas y se pasaba las nuevas bolsas a la cama del cuarto de al lado. Así, en absoluto silencio, dos pisos del penal se saturaron de escombros. La requisa de pisos sucedía cada 23 días, y es por eso que los tupamaros tenían poco más de tres semanas para hacer 40 metros de túnel.

José López Mercao, celda contigua a la de Mujica, luego recordará esta anécdota:

—Una vez el Pepe agarra y dice: “¡Rápido! Tapen todo que el penado de arriba que es terrible ortiva está golpeando y dice que hay ruido acá abajo, ¡tapen que se nos cae todo!!!”. Nos pusimos locos. Metimos escombros, encajamos yeso, lo pintamos arriba, le pusimos secante y después nos quedamos esperando; nunca en mi vida hice algo tan rápido. Y cuando terminamos ese viejo hijo de puta nos dijo: “No, era pa’ver qué tiempo llevaba tapar todo nomás”.

Luego de trabajar más de quinientas horas sin parar –y de atrasarse un día-, en la noche del 6 de septiembre de 1971, 111 hombres (106 guerrilleros y 5 presos comunes) se dieron a la fuga en un operativo que ellos mismos denominaron “el abuso”.

—El abuso –dirá López Mercao- porque lo que hicimos fue un abuso.

Los uruguayos tienen ese humor.

***

—El abuso se le ocurrió a Mujica. Había varios planes de fuga, pero la más famosa nació en una idea de Pepe. Él tuvo la idea de perforar todas las paredes. Y luego esa idea era como la invención de la rueda: abría varios planes de fuga; servía para muchas cosas más.

Eleuterio Fernández Huidobro es, aparte de senador nacional, el otro tupamaro al que Mujica denomina “hermano”.

—Pepe siempre fue pragmático. Estaban los teóricos, que para hacer una cosa la complican, y estaba Pepe, que venía de trabajar la tierra. Como dice el aforismo, el Pepe piensa como Aristóteles pero habla como Juan Pueblo.

Huidobro está acodado sobre una mesa de bar. Su forma de mirar –esquiva- sumada a la gordura y el cansancio de su rostro –flojo- hacen pensar que este hombre alguna vez estuvo más entero. Hay años que duran para siempre: tal vez sea eso.

Hay años que no terminan nunca.

Al igual que Mujica, Huidobro estuvo en Punta Carretas, salió con “el abuso”, pasó por la Cárcel de Libertad (insólitamente ubicada en un pueblo llamado Libertad) y terminó en los cuarteles: sótanos con celdas de 1,80 x 0,60 donde los nueve rehenes debieron pasar diez años de su vida. Esa última etapa fue brutalmente distinta de las anteriores: los rehenes eran separados en grupos de tres –cada terna iba a un cuartel distinto-; los presos estaban completamente aislados entre sí; prácticamente no percibían comida ni bebida; no los dejaban ir al baño; y menos aún recibían cartas o visitas.

Huidobro compartió cuartel con Mauricio Rosencof y Mujica. Apenas podían comunicarse, pero a lo largo de los años lograron ponerse de acuerdo en un punto: no había que enloquecer.

Rosencof empezó a escribir mentalmente: eran poemas de versos cortos, a veces de una única palabra, para que fueran más fáciles de memorizar.

Yo
no
estoy
loco,
digo.
¿Por qué
me miras?
Yo
no
estoy
loco,
digo.
Ronda
el cuervo,
dice.
Miro
su nido.

Cosas así escribía Rosencof, quien consiguió entablar largos diálogos con su calzado y al salir del penal publicó su bello, inolvidable libro de poemas Conversaciones con la alpargata. Huidobro, por su parte, pasó años enteros imaginando que corría por la playa y meaba en cualquier lado. Y Mujica se hizo amigo de nueve ranas y comprobó que las hormigas, si se las oye de cerca, se comunican a gritos.
En Mujica, la completa biografía escrita por Miguel Ángel Campodónico, Mujica sintetiza de este modo su paso por los cuarteles:

—Yo no soy afecto a hablar de la tortura y de lo mal que lo pasé. Incluso, me da un poco de bronca porque he visto que a veces ha habido una especie de carrera medida con un torturómetro. Gente que se complace en repetir “ah, qué mal la pasé”. Y lo que yo digo es que la pasé mal por falta de velocidad, por eso me agarraron. En definitiva, la vida biológica está llena de trampas tan inconmensurables, tan trágicas, tan dolorosas, que lo que me pasó a mí fue una pavada.

Y lo dice: una pavada.

A partir del tercer año de encierro, los nueve rehenes empezaron a recibir material de lectura. No había permiso para ciencias sociales o novelas, pero daba igual: todas las palabras a esa altura eran ficción. Mujica se dedicó a las matemáticas y a la revista Chacra.

—Después, el Pepe me ponía al tanto de sus lecturas y me hablaba de la Pampa húmeda –dice Huidobro. Pero cuando dice “hablar” en realidad se refiere a otra cosa: con el paso del tiempo, Rosencof, Huidobro y Mujica idearon un sistema de diálogo mediante golpes en la pared. De acuerdo con este modelo, las letras del abecedario estaban divididas en grupos de cinco. El primer golpe identificaba el grupo, y el segundo golpe daba el orden de la letra dentro de ese grupo.
—Cuando le tomábamos la mano, hablábamos hasta por los codos. De eso no te olvidás más. Es como un segundo lenguaje que te queda para siempre.
—¿De qué hablaban con Mujica?
—Él generalmente me hablaba de agro, de cómo mejorar la productividad del campo. Igual, cuando tenés mucha hambre, hambre por años, no hay comunicación que no empiece o termine en comida.

Con Pepe hablábamos de boñatos, chanchos, vacas, pero en realidad estábamos hablando de chuletas.

Por falta de bebida y alimento, Mujica se enfermó gravemente de la vejiga y los riñones. No queda claro qué tenía, pero sí se sabe que necesitaba ir seguido al baño, que no lo dejaban salir de su celda y que hoy tiene un solo riñón. Para curarse debía tomar dos litros de agua por día. Pero en las buenas rachas los militares apenas le daban una taza. Con esa taza Mujica terminó haciendo lo único posible: recicló sus propias existencias. Bebió su pis. Todos allí bebieron su pis.

Años después, cuando en los cuarteles advirtieron que la situación de Mujica era clínicamente grave, los carceleros empezaron a hidratarlo con una cuchara de té y permitieron que su madre, Lucy Cordano, le llevara una pelela.

Era una pelela rosa.

Desde ese momento, Mujica llevó su pelela bajo el brazo cada vez que lo cambiaron de cuartel –eso sucedía cada seis meses-, y también lo hizo en 1983, cuando las presiones de organismos internacionales lograron que los nueve rehenes fueran trasladados al Penal de Libertad.

—Cuando después de diez años nos devolvieron a Libertad, asunto por el cual peleábamos, para nosotros fue un paraíso –dice Huidobro-. Nosotros éramos felices, a los más altos niveles de felicidad que tú te puedas imaginar, porque teníamos medio paquete de cigarros y un lugar donde ir a mear.

En Libertad había media hora de recreo por día, los reos discutían de política y hasta se jugaban partidos de fútbol. Pero Mujica no mejoraba. Nada lo sacaba de su propio encierro. Finalmente lo vio un médico y se tomó la decisión: Mujica trabajaría en el cantero floral del penal.

Algo volvió a Mujica, cuando Mujica volvió a la tierra.

—He dicho por ahí que soy casi panteísta –dijo en la biografía de Miguel Ángel Campodónico-. Y cuando digo que hablo con las plantas, por supuesto que no estoy diciendo que realmente hable con ellas, sino que trato de interpretarlas. Hay una multitud de lenguajes, de señales, que naturalmente a partir del momento que los conozco me despiertan admiración. Son todas formas organizadas por la naturaleza para mantener la lucha por la vida. Un terrón debe ser un laboratorio entero, tan complicado que el hombre no está ni en condiciones de remedarlo. Se puede ser religioso por analfabeto. Pero también se puede tener una actitud religiosa cuando se empieza a saber y se comprende que no se sabe nada.

El 14 de marzo de 1985, cuando cayó la dictadura y Luis María Sanguineti asumió la presidencia de Uruguay, los nueve rehenes fueron amnistiados y puestos en libertad.

Mujica salió del penal con la pelela en la mano, florecida de caléndulas.

***

Un hombre llega en moto Vespa al Parlamento. Tiene el pelo alborotado por el viento, un pantalón de jean, campera negra, bigote. Deja la moto estacionada en la entrada.

—¿Cuánto piensa quedarse? –le dice el guardia.
—Si no me rajan antes, cinco años –contesta el hombre.

Esto –dice una leyenda que nadie niega con mucho énfasis- habría sucedido el primer día en que José Mujica, primer tupamaro diputado, llegó al Parlamento. Era 1995 y en esa misma jornada –transmitida por cadena nacional- tomaba juramento como presidente por segunda vez Julio María Sanguinetti, por lo que el prescinto estaba lleno de embajadores, mandatarios invitados, jerarquías de la iglesia y solemnidades varias.

Pero Mujica entró así: pelos revueltos, jeans, ninguna corbata.

—Yo pensé: van a creer que es una maniobra publicitaria –dijo Huidobro en el bar, días atrás-. Ellos no saben, como yo sé, que la campera es nueva. Que el vaquero es nuevo. Que se peinó. Y que nunca más volverá a estar tan arreglado. Como le decía Sancho al Quijote: cada quien es como dios lo hizo, y aún peor muchas veces. Aún peor.

La llegada de Mujica al Congreso significó un cambio para la política uruguaya. Primero, porque se modificaron los usos y costumbres de la cámara –por ejemplo, llegó el mate a las sesiones legislativas-, y en segundo lugar porque esa formalidad arrastraba una modificación de fondo: Mujica usó su banca para recorrer el país e incorporar a sus discursos lo que ya tenía, desde chico, incorporado a su vida: la presencia de los sectores rurales.

Mujica -hijo de una floricultora y de un padre ganadero que se fundió y se murió pronto- dio su primera disertación en el Palacio Legislativo sobre el tema del pasto.

Y del pasto pasó a la vaca que se comía al pasto.

Y de la vaca pasó al país ganadero.

—Los que creían que el Pepe era un problema de comunicación pasajero, un producto efímero, erraron –dijo Huidobro-. Pepe fue uno de los mejores diputados de esa legislatura, un brillante orador. Él le ha dado voz a todo el interior uruguayo y ha tenido una especie de noviazgo entrañable con el público.

La llegada a Diputados fue sólo el comienzo. Cinco años después, Mujica fue electo senador. Y en 2004 su figura resultó clave para que la izquierda, comandada por el moderado Tabaré Vázquez, llegara por primera vez al poder. Mujica participó del gobierno de Vázquez como ministro de Ganadería, Agricultura y Pesca, y emergió airoso de ese cargo. Tanto que en el 2009 ganó por paliza las internas del Frente Amplio para ser candidato presidencial, y encaró las elecciones nacionales con propuestas impensables para cualquier candidato del siglo XXI.

Mujica propuso discutir la propiedad privada de las grandes extensiones de tierra, levantar el secreto bancario, “importar” campesinos de Perú, Bolivia, Paraguay y Ecuador para que trabajen las zonas rurales “porque los montevideanos pobres acá no lo hacen” y resolver el tema de la drogadicción “agarrando a los adictos del forro del culo y metiéndolos p’adentro de una chacra”.

Propuso, en fin, tomar el toro por las astas. Lo que traía dudas operativas -¿cómo se haría?- y dilemas coyunturales. Conforme Mujica empezó a hablar, se entendió que el mayor contrincante no estaba en otro partido, ni siquiera en otro cuerpo: el mayor peligro de Mujica era, en parte, su mayor capital político: su desusada franqueza. La honestidad de Mujica llegó a su punto cúlmine en octubre -a días del ballotage que definiría la presidencia a favor suyo o del liberal Luis Alberto Lacalle- cuando salió a la venta el libro Pepe Coloquios: una extensa entrevista donde Mujica –sólo por dar un puñado de ejemplos- dice que la Argentina «no es un país de cuarta, no es una república bananera», pero tiene «reacciones de histérico, de loco, de paranoico”; que «en Argentina tenés que ir a hablar con los delincuentes peronistas, que son los reyes»; que “los porteños tienen la manía de venir a bañarse acá y les gusta, porque es un paisito parecido al de ellos, pero más suave, más decente»; y que “los radicales son tipos muy buenos, pero son unos nabos».

Es decir: Mujica no dijo nada que nadie piense. Pero el mundo de la política impone sus cortesías y así fue que Mujica relativizó la mayor parte de sus dichos, salió a pedir disculpas de inmediato, bajó drásticamente sus encuentros con la prensa –una medida que aún se mantiene- y logró ganar el ballotage con un 52,53% de los votos.

—Este mundo es puro maquillaje: que esto no se puede decir, aquello tampoco… ¡La libertad está hipotecada! Una de las ventajas que tiene ser viejo es decir lo que uno piensa. Pero eso parece armar un revuelo de la puta madre que lo parió.

Eso dijo Mujica días antes de la primera vuelta electoral, en una entrevista con la revista mexicana Gatopardo, cuando ya se estaba hablando del desastre del Pepe Coloquios.

Serán, entonces, las ventajas de ser viejo.

El próximo 20 de mayo, Mujica cumplirá 76 años.

***

—Cómo le va, Rosencof, estoy en Montevideo. ¿Se acuerda que habíamos quedado en vernos?
—Nena…
—…
—Vos sabés que estoy en el hospital. Se me desacomodó el marcapasos, no sé qué lío de cables hicieron estos tipos…
—…
—…
—¿Está internado entonces?
—Sí, nena, esto… estamos en la era de la ortopedia. Me estoy desintegrando.

***

Renguea. Caminando por el pasillo del Palacio Legislativo, Lucía Topolansky, sesenta y seis años, la senadora más votada del Parlamento, tercera en la línea de sucesión a la Presidencia, tupamara, compañera –ella no dice “esposa”, no dice “mujer”, dice “compañera”- de José Mujica, avanza con un moderado desacomodo en la cadera. El Parlamento está desierto; es febrero. Los pasos resuenan de otro modo.

—Entrá –dice Topolansky. La sigo. Su despacho es pequeño: nueve metros cuadrados donde hay algunas carpetas, una ventana, un escritorio. Sobre la mesa de trabajo hay papeles, una caja con té de uña de gato y una pequeña tortuga de madera verde que mueve la cabeza como diciendo “sí”. Topolansky –cabello corto, blanco, discreto- acaricia suavemente la tortuga.

—Decime –dice. Y le digo. Le hablo de la revista. De nuestras buenas intenciones. Topolansky escucha con una sonrisa que viene acompañada de algo más: de una amable escenificación de la distancia. Todo el mundo dice que esta mujer es dura. En tiempos de militancia clandestina la apodaban “la tronca” por lo macizo de su cuerpo, y probablemente no sólo del cuerpo.

Entre los años 1970 y 1985, Topolansky estuvo presa casi todo el tiempo. Cree que ese encierro fue necesario.

—El pueblo apreció mucho que los dirigentes del MLN no se exilaran, se quedaran en Uruguay jugando la suerte de su pueblo. Toda nuestra dirigencia estuvo presa y eso a la gente le cayó bien. Esos hechos generaron prestigio. Puede parecer muy sujetivo, pero son esas razones del alma que quedan grabadas en la gente.

Topolansky es hija de una familia de clase media acomodada del barrio Pocitos y estudió en el Sacre Coeur, una escuela de monjas que se hizo conocida –entre otras cosas- por su insigne caligrafía conocida como “letra Sacre Coeur”. De ahí que no quede claro por qué dice “sujetivo”. Ni por qué más adelante dirá “produto” o “adatarse”. Hay quienes dicen que podría tratarse de una pose, pero esa hipótesis anula –o deja en un segundo plano- la posibilidad de la culpa.

Lo cierto es que Topolansky -pantalón color crema, camisa de gasa blanca- dice “sujetivo” y después, a diferencia de cualquier sindicalista argentino, se aguanta vivir del modo en el que habla. Y eso sucede desde hace mucho.

Y eso, quizás, deba ser suficiente.

Topolansky se alistó en el MLN-T a los veinte años, y desde el comienzo dio muestras de un carácter. Era 1969 y en ese entonces trabajaba en Monty: una financiera que, descubrió Topolansky, llevaba la contabilidad en negro de prácticamente todo el gabinete de ministros y de los capitostes de la oligarquía uruguaya. Cuando supo la verdad, Topolansky se preguntó qué grado de complicidad tenía con eso y qué debía hacer: si irse o denunciarlos.

Tomó las dos opciones. Se enroló en el MLN-T con su información privilegiada y junto con el Movimiento logró que todas las fotocopias de los libros contables terminaran en la puerta de la casa de un juez y desataran un escándalo político que se llevó puesto a un ministro de Hacienda. Además, claro, se fue de su trabajo.

—Cuando sos una gurisa pensás las cosas con otra cabeza. De repente, a la edad que tengo ahora le hubiera puesto más reflexión al asunto. Pero pertenezco a la generación sobre la que impactó la revolución cubana y las cosas hay que verlas en ese contexto. Estábamos convencidos de que podíamos hacer la revolución. Convencidos. Y cuando tú estás motivado, obviamente el riesgo se ve de otra manera.

En esos tiempos, en alguna de las tantas reuniones clandestinas, Topolansky -dicen que era hermosa- conoció a José Mujica. Estuvieron juntos unos meses, pero luego ambos terminaron en la cárcel: ella en Punta Rieles (desde donde se fugó, aunque luego volvió a caer presa) y él en Libertad y luego en los cuarteles. Más allá de alguna carta en los primeros tiempos, el resto del noviazgo estuvo marcado por un largo, interminable silencio.

También a eso sobrevivieron.

Cuando habla de su compañera –en el libro de Campodónico- Mujica lo hace de esta forma:
—Como los dos andábamos solos terminamos juntándonos. En la formación de nuestra pareja hubo un factor de necesidad, fue una especie de mutuo refugio. Nos reencontrmaos en una época bastante particular, bien diferente a la que habíamos dejado atrás. Creo que alguna vez se lo dije en una carta: cuando uno se aproxima a los 50 años piensa que una compañera debe ser una buena cocinera. El amor tiene entonces mucho de amistad, de cosas que faciliten la convivencia. Y creo que todo eso es lo que nos ha mantenido juntos, encajamos fenómeno.

Una necesidad, un refugio: el amor para ellos era esto.

—En aquellos años en que andábamos las corridas todo era “ya” –dice Topolansky-. Era muy difícil el después. Todo era hoy, ya, porque mañana no sé si voy a estar, y toda relación humana quedaba atravesada por esa urgencia.
—¿Pero no había flechazo?

Algo se ablanda –se aclara- en el rostro de Topolansky.

—Por supuesto que existe la afinidad, el amor, el flechazo, la química o ponele el nombre que quieras.
—O sea que podía existir, entre militantes, un pensamiento como “qué lindos ojos tiene”.
—Claro. Eso es lo único que te sostiene. Te aferrás a esas cosas. La relación con Pepe pasó por tres etapas: la de los ojos lindos, luego una larga etapa de separación donde el recuerdo de eso te sirve como un oxígeno, y después una etapa que es ésta, en la que logramos reencontrarnos y reconstruir todo.

En el año 2005, Topolansky y Mujica se casaron en la cocina de su chacra. Los testigos fueron los vecinos –unos que viven en el mismo terreno, y otros que tienen un quincho en la esquina- y el evento duró poco más de una hora. Esa misma noche, el 8 de octubre, Pepe fue a un acto del MPP y mostró la libreta.

—Sí. Un día a Pepe se le ocurrió casarse y nos casamos.
—¿Pero te gustó la idea?
—Ehh… psé… en realidad en concreto no me varió en nada, ¿no? Yo siempre fui medio anarquista desde chica, veía cómo mis tías y mis primas se complicaban la vida para casarse, así que siempre tomé opciones de andar media libre. Sin ninguna atadura. Y bueno, yo no tuve ataduras de ningún tipo.
Silencio.
—No sé qué habría pasado si hubiera tenido un hijo en esa época. Pero no tuvimos.

Ni en esa época ni en ninguna otra.

Mujica y Topolansky no han tenido hijos.

Les duele.

***

Este es el quincho de la esquina. Acá celebró José Mujica cuando ganó las elecciones. Acá reunió a su gabinete de ministros. Acá trajo al venezolano Hugo Chávez cuando quiso agasajarlo, en el año 2007. Y acá, en tiempos preelectorales, montó su despacho. El lugar se llama “El quincho de Varela”, queda a cien metros de la chacra de Mujica y consiste en una construcción rectangular, con techo de paja y paredes de ladrillo, ubicada frente a un campo recién arado.

El lugar pertenece a Sergio El Gordo Varela, también apodado “el mugriento”: un comerciante mayorista de alimentos que no da declaraciones a la prensa y que durante la campaña se encargó de comunicarse con distintas empresas del Centro de Almaceneros para pedirles fondos que financiaran el acto de cambio de mando.

El interior del quincho de Varela luce así: hay un piso de layota desgastado, un techo del que cuelgan dos banderas –una del Frente Amplio, otra del Uruguay-; varias imágenes del Che, Neruda, Allende y Chávez, mesas hechas con tablones donde alguien pintó “Pepe presidente”, un puñado de perros astrosos, y juguetes de niño tirados por el suelo.

Una mujer gruesa y de ropas desteñidas se acerca, espanta los perros, se limpia el sudor de la frente y dice:

—Bueno, esto se arregla un poquito más cuando vienen ellos.

***

Los funcionarios del gobierno que pertenecen al Movimiento de Participación Popular (MPP) tienen tope salarial. Lo máximo que pueden ganar son 37 mil pesos (1900 dólares), y eso significa que la mayoría –entre ellos Huidobro, Mujica, Topolansky y el ministro Eduardo Bonomi- cobra en mano apenas el 35 por ciento de su sueldo. Los excedentes van al Fondo Raul Sendic (donde se otorgan microcréditos a proyectos –en su mayoría cooperativos-, sin tasas de interés, sin papeles firmados y sin la exigencia de pertenecer al Movimiento) y a un Fondo Solidario con el que se auxilia a los militantes del MPP que estén pasando por una urgencia económica.

En su despacho, Eduardo Bonomi, ministro del Interior, considerado la mano derecha de Mujica en el gobierno, explica el tope salarial de esta manera:

—Es muy fácil dar lo que te sobra. La cuestión es dar lo que no te sobra.
—¿Pero nunca te da ganas de comprarte un plasma?

Bonomi se masajea el labio inferior.

—Eh… Yo vivo en una cooperativa de viviendas. A esta altura terminamos de pagar la cuota entonces sólo pagamos los gastos comunes. Tenemos un auto del 94… A ver: la austeridad de Pepe es única, pero que Pepe haya llegado no es casual.
—¿Nada cambió en Mujica?
—Operativamente Pepe tiene más responsabilidad. Pero es la misma persona. Sigue levantándose y haciéndose el mate y escuchando los pajaritos. Pero casi todos somos así. Yo me levanto a las 6, escucho las noticias…
—¿Pero no hay ninguna pose por parte de Mujica?
—No, es así. Es así. Él es así. Qué pose. La vida del Pepe es muy sencilla y pasa por la tierra. Cuando uno sale de licencia y se va al monte o a la playa, Pepe se va a trabajar la tierra. Y los domingos, mientras todos descansamos, él madruga para trabajar la tierra. Si no hace eso, no descansa. La tierra es el lugar donde Pepe ordena sus ideas. Cada cual es como es.

Otra vez se toca: su labio inferior es –se ve- mullido.

—El problema es que Pepe tiene una cultura mucho más alta y grande de lo que representa su forma de hablar.

El despacho de Bonomi es ministerial pero austero: hay maderas lustrosas, muebles fuertes, sillones y cortinas de pana. Si cruzara la puerta de su oficina, Bonomi saldría a la galería del ministerio y vería un edificio igualmente fuerte y medido: apenas cuatro pisos balconeando sobre un patio central, y en el medio un obelisco con la inscripción “Homenaje a los caídos”. Dispuestas sobre el monumento, distintas placas de bronce recuerdan el nombre de los agentes policiales muertos en servicio.

Alguien tiene que haberse reído de todo esto.

Bonomi fue acusado hace veinte años de matar a un policía. El 27 de enero de 1972, el Inspector Rodolfo Leoncino, jefe de seguridad del penal de Punta Carretas, esperaba el colectivo cuando recibió un fogonazo de disparos. La orden, dicen las acusaciones, la habrían ejecutado cuatro tupamaros, entre ellos Bonomi. Pero la habrían dado, desde la cárcel, tres militantes entre los que estaba José Mujica.

—Cuando salí en libertad, amnistiado, fui a parar con unos jueces y lo primero que me preguntaron fue si tal día a tal hora había hecho tal cosa, y respondí: “Me siento políticamente responsable de todos los hechos realizados por el MLN”. “Pero no le estamos preguntando eso, sino si tal día a tal hora…” “Bueno: yo le estoy respondiendo que me siento políticamente responsable de todos los hechos realizados por el MLN”. Cinco veces preguntaron y dije lo mismo.

El labio. Vuelve a tocarse el labio.

—Y cada vez que me preguntan respondo: me siento políticamente responsable de todos los hechos realizados por el MLN.
Bonomi –saco azul, pantalón gris, corbata- tiene lentes, una barba espesa y una voz profunda: todos estos tipos tienen la voz honda, encallada en algo que debe ser el pasado y su aspereza.
—Cuando durante la campaña de Mujica se rumoreaba que, de ganar, yo sería Ministro del Interior, por acá circulaban mails acusándome de esto y de cosas nuevas también. Así que cuando asumí, en la Escuela de Policía, me tocó hablar y dije que yo sabía que habían circulado mails y que no me quería hacer el bobo y que entendía que los votos que había tenido el Frente Amplio no eran un apoyo a eso que se acusaba sino mirando el futuro con un modelo de Nación con participación de los trabajadores, los productores y los intelectuales. Y les cayó bárbaro.

Bonomi vuelve a masajearse el labio.

Treinta años atrás, un tiro le partió la mandíbula y hoy no puede abrirla demasiado.

***

Costumbres de la época: cuando José López Mercao se resistió a un arresto, los militares le metieron cinco tiros y lo remataron en el suelo con un sexto balazo que le atravesó la boca. Lo creyeron muerto pero no murió: los médicos navales lo encontraron y lo llevaron al Hospital Militar. Allí recibió cuatro litros de sangre y se enteró de la presencia de Mujica: el cuadro político del que sólo conocía el nombre.

Era mayo de 1970.

—Me acuerdo que un día vino un médico con el uniforme militar puesto y me dijo: “Qué huevos que tiene Mujica, se afirmaba en la camilla y decía ‘no me dejen morir, yo soy un combatiente’. Le dimos trece litros de sangre, que huevos tiene”.

López Mercao recuerda y sonríe: tiene un rostro macizo, oliváceo, y una sonrisa por la que asoman dos dientes levemente recortados en su vértice interno: López Mercao sonríe –cuando sonríe- como un niño. A su lado está Isabel Fernández, su compañera, y por la casa rondan sus dos hijas. Todos viven en un departamento muy austero de El Cilindro, un barrio de clase trabajadora de Montevideo. En las paredes hay reproducciones de Modigliani y Van Gogh. En los rincones hay grandes ceniceros que acunan los cigarros fumados. En el living hay muebles de caña y una computadora culona. En los aparadores hay fotos recientes tomadas con una sencilla cámara de rollo: hasta las fotos nuevas parecen viejas.

López Mercao, quien alguna vez se pensó que sería el jefe de prensa de Mujica –finalmente no fue- hace el relato de toda la historia que se cuenta en estas páginas: habla de Punta Carretas, del abuso, del Penal de Libertad, de la incertidumbre de los nueve rehenes, de la llegada al poder como un baño de sentido. Y lo cuenta con un hablar grave y pausado: el Negro –le dicen “el Negro”- tiene la voz endurecida por el humo.

—¿Y vos has soñado con todo esto? ¿Te han llegado estos recuerdos en sueños?
—No –dice-. Yo no sueño.

Afuera está oscuro y llueve; suenan los grillos. Una de las hijas se acerca y busca música en la computadora del living.

—Bueno –dice Isabel-, cada vez que él da alguna nota o se reúne con compañeros en un asado y recuerdan cosas, yo después lo noto distinto. Con los años la cosa se fue apaciguando pero yo noto que te quedás mal, Negro. Yo noto que te quedás como triste. Noto que soñás.

La hija –Evelina- pone un tema de la banda uruguaya Cuarteto de Nos. El tema se llama “El día que Artigas se emborrachó”, hace alusión al primer libertador uruguayo -mítico héroe nacional que murió exiliado en Paraguay- y termina con esta estrofa: “Se emborrachó, porque la guerra perdió / y se emborrachó, porque alguien lo traicionó / se emborrachó, y la patria se lo agradeció / ¡Whisky para los vencidos!»

En términos generales la letra es graciosa y encima aquí hay cerveza, así que todos reímos. Pero el Negro, a través de sus lentes de montura fina, con el codo en la rodilla, cavila.

—La historia uruguaya es rarísima, los héroes históricos son todos derrotados con honor –dice-. Para la historia ser un triunfador no trae réditos. Miralos a Artigas, Aparicio Saravia, Leandro Gómez, Battle Ordóñez. En general, vos vencés acá y cagaste. Pero te transformás en ídolo. Miralo al Pepe sinó. Poné la otra que me gusta a mí.

Evelina obedece y pone otra. Afuera la lluvia sigue y en algún momento el Negro se levanta, tira una colilla por la ventana y se va a buscar el auto para llevarme al hotel.

—Yo te quiero contar algo, porque él nunca lo cuenta –murmura Isabel cuando su marido se va. Y luego dice esto: que al Negro le llegó una indemnización por veinte mil dólares. A los muy heridos parece que les llega, y el Negro y su mandíbula tienen puntaje suficiente para entrar en ese club. Pensando en el futuro –en sus hijas, en las operaciones maxilares- el hombre mandó los datos. Y desde que los envió empezó a dormir mal.

Una noche, Isabel encontró a su marido diciendo “no puedo”.

—No puede aceptar ese dinero. Me dijo: si lo aceptara, si buscara una compensación, sería como arrepentirme. Y yo le dije Negro, es tu cuerpo, son tus huesos, la mandíbula rota es tuya. Yo no puedo meterme en eso. No aceptes la plata si no querés aceptar la plata. Y ahí se habrá sentido liberado, porque se puso a llorar.

Isabel tiene cuarenta y seis años, ojos celestes, cabello rubio: si cada edad iluminara con una luz propia, podría decirse que a esta mujer la alumbra una luz de veinte años. En eso pienso –en la nobleza de su rostro- cuando el Negro toca el timbre para avisar que está en la entrada, esperando en el auto.

El regreso al hotel es en silencio.

La avenida 18 de julio, el asfalto mojado, el ritmo menguante de las calles céntricas: la ciudad parece una película muda; sólo se oyen los neumáticos.

—Bueno –el Negro detiene el coche-. Lo último que puedo decir es que fueron los años más lindos de la vida nuestra. No especulamos con nada. Lo dimos todo. Y ahora vivimos en un ejercicio de interpelación periódica con aquel gurís que fuimos a los veinte años. Yo no quiero hacer a los sesenta cosas que me hubieran avergonzado a los veinte. Quiero irme de la vida sin amputar partes de mí. Quizás a los otros compañeros le pase lo mismo.

Eso es lo último que dice el Negro antes de despedirse con un ademán seco –apenas una palmada- y de dejar abierta una pregunta: si esta historia debía ser sobre José Mujica, o sobre la maravilla colectiva que permitió que exista, con sencillez absoluta, José Mujica. Este texto es, de algún modo, una larga respuesta.

El presidente improbable

Publicado: 11 diciembre 2010 en César Bianchi
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A Pepe no hay cosa que le guste más que reflexionar sobre la naturaleza. Pero no tiene todo el tiempo que quisiera para dedicarle a la floricultura y las cuestiones agrarias. A la fuerza, dice, lo obligaron a “agarrar una changa” y como se comprometió, se va hacer cargo. La “changa”, como se llama a los trabajos de ocasión en el Cono Sur, es ser el candidato de la izquierda a presidente de Uruguay. José Pepe Mujica está en camino de hacerle ese favor al oficialismo: triunfó ampliamente en las elecciones internas partidarias del Frente Amplio, una coalición de partidos de izquierda, el 28 de junio de 2009.

Es un hombre de 74 años, feliz cuando trabaja en su chacra, llamada Puebla: plantando forraje o alfalfa, cosechando habas o arvejas en invierno o esperando tomates, zapallos y maíz en verano.

Con los pantalones arremangados que dejan ver las pantorrillas del ciclista que alguna vez fue, las medias rotas, un buzo raído y una boina de otra época, vuelve a confesar que no tiene muchas ganas de ser presidente de un país que alguna vez definió como “un país gil (pendejo)”, porque más de 90% de las semillas que produce, las exporta sin procesar. En otra oportunidad ha dicho que “Uruguay es viable y tiene porvenir, lástima que esté lleno de uruguayos”.

No tiene más remedio que “agarrar la changa”: es el único que puede asegurarle la permanencia en el gobierno al Frente Amplio, que llegó al poder por primera vez en 2004 con el presidente Tabaré Vázquez, el político más popular del país pero fuera de concurso, porque en Uruguay no existe la reelección.

Mujica mismo se definió una vez como “un terrón con patas”. Con 54% de las preferencias le ganó cómodamente en las internas a Danilo Astori (38%), un atildado ex ministro de Economía que fue rector de la Universidad de la República a los 32 años. Astori —delfín del actual presidente Vázquez— es un amante del jazz, un intelectual que en su juventud siguió la corriente estructuralista de la Cepal. En la interna Mujica también venció a Marcos Carámbula, uno de los gobernadores municipales más exitosos del primer gobierno de izquierda, pero que apenas obtuvo ocho por ciento.

“Sigo teniendo más ganas de estar en la chacra, claro. Presidente voy a ser… pero el que tenemos es médico y a él le gusta mucho más ser médico que presidente”, me dijo en su casa, al lado de la estufa, en una entrevista que concedió a desgano, y antes de triunfar en las internas. Estaba malhumorado porque se le había roto el tractor y debió interrumpir sus tareas para ir a la ferretería del barrio a comprar filtros nuevos.

Lucía Topolansky, su compañera, se fue hasta la huerta a persuadirlo para que hablara con la visita. Este hombre tiene mucho de espontáneo pero es un brillante estratega de la comunicación. Con un lenguaje didáctico, pero poco ortodoxo para un político, matizado con malas palabras y metáforas campesinas, logró seducir al “pueblo” hace un lustro, cuando fue el legislador más elegido con 330 mil votos y él solo superó al histórico Partido Colorado.

El Colorado es el partido acostumbrado a gobernar Uruguay desde 1830, cuando el país logró su independencia. En 1836, los que apoyaban al primer presidente, Fructuoso Rivera (1830-1834), y los que adherían al entonces mandatario Manuel Oribe, se enfrentaron en la Batalla de Carpintería: allí surgieron las divisas colorada y blanca. Los blancos (Partido Nacional) cortaron la hegemonía en 1958 y el Frente Amplio —primera manifestación de izquierda en el poder— recién quebró el bipartidismo en el siglo xxi, hace cinco años.

Pepe Mujica y Lucía Topolansky son, por ahora, senadores del Movimiento de Participación Popular (mpp) y tienen una modesta casita junto a su chacra en Rincón del Cerro, un barrio rural en la periferia de Montevideo, la capital del país. Viven como anacoretas, entre proyectos de ley y las legumbres de su quinta. Desde Puebla piensa gobernar si accede a la Presidencia de la República. El chacarero que prefiere su huerta a la banda presidencial, dice que tiene un puñado de ideas para aplicar “de entrada nomás”. Algunas de éstas le pusieron los pelos de punta a Astori, el ex ministro de Economía, hoy compañero de Pepe en la fórmula como candidato a vicepresidente. Mucho más horrorizaron a blancos y colorados.

Mujica ha propuesto discutir la propiedad privada, terminar con el secreto bancario, “importar” peruanos y bolivianos para que trabajen la tierra en el Uruguay rural “porque acá nadie quiere hacerlo”. Propuso que médicos y docentes recién recibidos se radiquen en el interior para ejercer y afirmó que a los adictos a las drogas duras “habría que agarrarlos del forro del culo y meterlos p’adentro de una chacra”, sin consultarlos. Otras ideas fueron más consensuadas: multiplicar las escuelas de tiempo completo, llevar la universidad pública fuera de la capital.

Pepe, que cuando jovencito tuvo una formación ecléctica —fue un anarquista precoz, comunista fugaz, joven allegado a los blancos hasta que fue guerrillero— hoy se dice más cerca de Marx que de Lenin, pero ya no reniega del capitalismo. “En ninguna parte el tipo [Marx] dijo que se iba a construir una sociedad mejor a partir de una sociedad pobre. Eso fue un invento que vino después. Él lo veía como la maduración de una sociedad capitalista recontra abundante y rica. A Lenin lo pongo en la picota”.

Analiza el politólogo Adolfo Garcé: “De despreciar la democracia burguesa a valorarla, de subestimar el camino electoral a convertirse en maestro en la competencia política, de sostener un antiimperialismo radical a admitir que puede ser positiva para el desarrollo nacional la inversión extranjera directa y la instalación de grandes empresas multinacionales”. Tales son las piruetas de un transformista al que “la calle” viene empujando para avanzar con más determinación hacia el socialismo.

Mujica mira fijo y levanta el tono de voz para decir que él no es un revolucionario domesticado que se pasó al capitalismo, como otros que creen que es el reino de la libertad. “¡Qué va a ser! Si tiene cada injusticia brutal. Hay que luchar por recrear otros caminos. Pero tampoco estoy pa’ cometer los mismos errores que cometimos, porque si no, no aprendimos nada”.

Se acomoda la boina, muestra sus uñas sucias de tierra. Dice que quiere que todos los pobres sean cultos y por eso quiere masificar la enseñanza terciaria, que se ve como un sembrador de dudas, que conforme ha envejecido se ha vuelto escéptico y que como no está “gagá”, puede ver “más lejos”.

“Una de las ventajas que tiene ser viejo es decir lo que uno piensa. Y eso parece armar un revuelo de la puta madre que lo parió, porque este mundo es puro maquillaje: ‘que esto no se puede decir’, ‘aquello tampoco’. ¡La libertad está hipotecada!”.

Se ríe cuando se le pregunta si se siente preparado para el cargo. “Sí… de eso hacen un misterio. Ser buen presidente es saber elegir un grupo de ministros. Los que laburan, los que andan con un plumero en el culo son los ministros. Y no me vengan a encajar pacos [mentiras], porque voy a empezar a deschavar ex presidentes”.

***

Mujica encarna una de las reconversiones políticas más asombrosas de América Latina. Fue secretario de un ministro del derechista Partido Nacional cuando tenía 24 años y fue uno de los principales guerrilleros del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (mln-t) en la década de 1960, cuando abrazó la lucha armada como forma de hacer la revolución. En 1962 armaron una infraestructura para defenderse ante un golpe de Estado que se les antojaba inminente. Las crisis financiera y bancaria del país de aquel momento, sumadas a la escasa credibilidad en el sistema político, fueron el caldo de cultivo para el accionar revolucionario de los tupamaros.

“El golpe se veía venir, estaba en el aire”, dice Mujica en su casa, entre pausas que hablan y a las que apela con frecuencia para darle más énfasis a lo dicho.

Pero el golpe de Estado del colorado Juan María Bordaberry se dio 11 años después del nacimiento del mln, y cuando la organización ya estaba desarticulada por los militares.

En 1964, Mujica fue detenido en un atraco frustrado a una fábrica textil. Se hizo pasar por un delincuente común para proteger a la organización y estuvo un año preso por tentativa de rapiña. “Ahí ya palpé las delicias de la represión. Anduve tres meses durmiendo boca arriba porque me dieron una biaba [golpiza], que casi me matan”.

Cuando salió, volvió a dedicarse a los bulbos de sus flores y a su chacra, comenzó a leer sobre biología y bioquímica, y a manipular revólveres mientras militaba en el legal Movimiento de Izquierda Revolucionaria (mir) de día y en el mln, ilegal, de noche.

Los “políticos con armas”, según los definió Mujica, ya operaban con fuerza: construían “cárceles del pueblo” donde alojaban a los secuestrados y “tatuceras” donde refugiarse y guardar pistolas y escopetas.

Los tupamaros robaron, secuestraron, organizaron atentados con bombas contra instituciones de la “oligarquía” y también mataron. El tupamaro Pepe ha reconocido que quizás-haya-tomado-decisiones-que-desembocaron-en-ejecuciones. No tiene muy claro si él mató o no.

Vistos en un principio como los Robin Hood criollos, los tupamaros empezaron siendo un puñado, a fines de 1969 ya eran dos mil y dos años después, cinco mil. “Nosotros fuimos creciendo hasta que quedamos desbordados. Fuimos prisioneros del éxito, lo que en la guerra se llama saturación”.

Ya clandestino, José Mujica se llamó Facundo y Ulpiano. En 1970, después de un intenso tiroteo, fue a tomar unas copas con dos “tupas” a un bar de Montevideo. Lo vieron acodado al mostrador y llamaron a la policía. Cuenta el ex tupamaro Mauricio Rosencof: “Pepe se aseguró el raje de los otros cuando cayó la cana, pero él no se pudo zafar. El policía que lo encañonaba estaba nervioso y Pepe se puso a tranquilizarlo. ‘Ojo, que se te puede escapar un tiro’, le decía. Y se le escapó un tiro. Pepe fue a parar al Hospital Militar”.

Había tantos tupamaros y allegados camuflados en la sociedad que a Mujica lo salvó un “compañero” cirujano. “Me sacó del cajón”.

Como guerrillero, Mujica era ejecutivo y pragmático, según la evocación de Eleuterio Fernández Huidobro, uno de los cabecillas. “Estaban los teóricos, que para hacer una cosa la complican, y estaba Pepe, que venía de trabajar la tierra. Era del tipo ‘al pan, pan, y al vino, vino’ y no le daba muchas vueltas”.

El 6 de septiembre de 1971 protagonizó una de las fugas carcelarias más espectaculares del siglo xx. Junto a 105 tupamaros y cinco presos comunes se escapó del Penal de Punta Carretas —devenido hoy curiosamente en shopping center— por un túnel de 40 metros. Fue una proeza de proporciones épicas inmortalizada en el libro Guinness con el sugestivo nombre de “El Abuso”. Dos meses antes, su joven compañera Lucía se había fugado junto a 37 tupamaras de la cárcel de mujeres. La libertad le duró poco a José Mujica; días después fue detenido de nuevo.

Estuvo, en total, 14 años preso en cárceles y cuarteles donde fue torturado sistemáticamente por ser considerado uno de los líderes de la inédita guerrilla urbana, desaconsejada por el propio Che Guevara en visita diplomática del gobierno cubano a Punta del Este. Pepe fue uno de los “nueve rehenes” del gobierno militar. Tres de esos años de reclusión los pasó en un calabozo, donde para no enloquecer se hizo amigo de nueve ranitas y comprobó que las hormigas gritan al acercar su oído a ellas.

Sufrió torturas físicas, pero siempre contó las psicológicas. Se debió conformar con ir una sola vez al baño encapuchado y esposado en los mejores días de arresto. En los peores, se orinó y defecó encima.

“Podría relatar las historias de Santa Clara, del cuartel donde estuve siete meses bañándome con una tacita, pasándome un pañito. O podría hablar de que me daban un paquete de tabaco cortado a la mitad y no me daban más durante un mes, aunque me decían que sí me daban, simplemente para generar la desesperación por la necesidad, al punto que para no dar el brazo a torcer un día les dije que no fumaba más —narró para la biografía que escribió Miguel Ángel Campodónico—. O podría recordar a un alférez que se levantaba a las cuatro de la mañana y nos ponía de plantón hasta que comenzaba la vida de cuartel. Podría hablar del acoso, de no dejarnos dormir y buscar todas las formas de “mortificarnos” inútilmente cuando no se precisaba nada”.

Cuando estuvo “sucuchado”, como él dice, en un sitio similar a un aljibe en Santa Clara de Olimar, departamento de Treinta y Tres, las condiciones de su encarcelamiento eran tan deplorables que llegó a enfermarse gravemente de los riñones y la vejiga. Debía tomar dos litros de agua por día, pero los militares apenas si le daban una taza diaria. Llegaron a darle de comer en cucharita cuando advirtieron que se les había ido la mano en el escarmiento.

Según Fernández Huidobro, en algún momento extremo no tuvo otra alternativa que beber su propio pis. “Pis”, dijo Huidobro hace un mes en un acto del Frente Amplio. “Tal vez tengamos un presidente que se tomó su propio pis”, le advirtió a los votantes intentando conquistarlos.

Vale el flashback: la madre de Pepe, Lucy Cordano, le había llevado una pelela [bacinica] rosada pero los soldados no se la querían dar. Como sufría de incontinencia la reclamó, pero le dijeron que no estaban autorizados por el Comando General de las Fuerzas Armadas. Y porque una de las torturas era no permitirle ir al baño. Recién cuando llegó la autorización, con la intermediación del presidente estadou-nidense Jimmy Carter, se apiadaron y le entregaron la pelela.

Lo pasearon por cuatro cuarteles del interior uruguayo como uno de los guerrilleros más temidos por el Ejército, y él siempre cargó con su pelela entre el precario equipaje. “La llevaba de un lado pa’l otro, la blandía como un trofeo. Fue una lucha gremial que gané. Era una lucha por el derecho a mear”, recuerda 26 años después.

En 1983, en el Penal de Libertad, por fin lo vio un médico. Entre la Cruz Roja y las autoridades de la cárcel le encomendaron la tarea de trabajar el cantero floral del penal, para que rumiara sus cavilaciones. Cuando en marzo de 1985, después de 13 años, obtuvo la libertad definitiva salió de la prisión con la pelela rosada florecida de caléndulas.

He ahí el segundo momento de su vida en que Pepe se sintió plenamente consciente de qué significa la libertad, según confesó en el viejo sillón rojo, en el living donde recibió a Gatopardo. “Fue cuando llegué al barrio y el frente de mi casa estaba lleno de amigos esperándome”.

El primero, paradójicamente, fue cuando todavía estaba preso: “Veníamos de los cuarteles y me llevaron al Penal de Libertad”. En Uruguay la cárcel más grande se conoce con ese nombre, porque está situada en la localidad Libertad del departamento de San José. “Me tiraron de un helicóptero tres o cuatro metros pa’ abajo, junto a otros. Sentí alegría porque iba a ver a los compañeros que hacía tiempazo que no sabía nada de ellos. Me llevaron a Libertad. Fue antes que arrancara la dictadura, cuando estábamos en los prolegómenos. Estábamos… como te digo una cosa, te digo la otra: una democracia atadita con alambre”.

Se fue de la “cana” sabiendo dos cosas: que volvería a militar y que algún día se dedicaría a su propia huerta por tiempo completo. Había anotado en un cuaderno sus ideas para formar una cooperativa de vecinos que trabajen la tierra y que puedan autoabastecerse con lo que produzcan.

La militancia política comenzó al día siguiente de estar en la calle. Dio su primer discurso en el Club Atlético Platense y para empezar a financiar el movimiento organizó una colecta entre los asistentes. Decidió meterse en el sistema político para cambiarlo desde adentro.

Así, a instancias de Pepe, los tupamaros instrumentaron las “mateadas”: salieron a recorrer los barrios de la capital y el interior para reunirse con los vecinos y conocer sus preocupaciones mientras compartían el mate, una infusión caliente, amarga y bien uruguaya, a base de yerba.

“En asambleas con compañeros que recién salían de la cárcel y otros que sobrevivieron calladamente la dictadura decidimos darnos un baño de pueblo. Había pasado el tiempo y el Uruguay era otro, teníamos que reconocer al país y el país nos tenía que reconocer a nosotros”, cuenta Lucía Topolansky.

Pepe estaba delgado, rapado y con la barba crecida. Todavía tenía aspecto de preso. Empezó a estrechar un contacto directo con la gente y a mostrarse como un orador con un discurso rústico pero entendible para el uruguayo común. El Mujica de hoy, con posibilidades ciertas de ser primer mandatario, hizo de su forma de comunicarse un arte.

El Movimiento de Participación Popular (mpp), la organización política que parieron los tupamaros, se integró al Frente Amplio en 1989, luego de un virulento debate intestino.

En 1995, el veterano ex guerrillero ingresó al Parlamento como diputado de la República. Cuenta la leyenda que el primer día de trabajo como legislador, Pepe —sin traje, con una campera usada y palillos de la ropa en el ruedo de sus pantalones— estacionó su moto Vespa frente al Palacio Legislativo. Cuando estaba entrando, un guardia se le acercó y le preguntó si pensaba estar mucho tiempo adentro. Mujica le contestó: “Si me dejan, cinco años”.

El destino todavía le tenía reservado un par de sorpresas. Con el gobierno del Frente Amplio, en 2004, fue nombrado ministro de Ganadería, Agricultura y Pesca.

Fernández Huidobro y Rosencof, hoy reconocidos escritores, también se adaptaron al statu quo. El primero es senador por el mpp desde 1999. Rosencof es el director de la división de cultura de la Intendencia Municipal de Montevideo desde 2005. Ambos, en cada una de sus oficinas, tienen el busto de Raúl Sendic, el líder de aquel mln revolucionario.

El columnista político Tomás Linn no tiene claro cuánto hay de genuino y cuánto de simulado en el discurso de Mujica, eso de comerse las eses, decir “espetativa” en vez de “expectativa”, “pa” en lugar de “para” y hasta conjugar mal los verbos, una forma de hablar que le redituó en empatía con el uruguayo de a pie, y el pobre en particular. “Tampoco importa”, opina Linn.

“Cuando los políticos descubren que tienen posturas auténticas que seducen a la gente, las transforman en pose porque deben mantenerlas siempre a la vista y eso hace difícil determinar dónde está la frontera. El tema es que Mujica creó una ‘ola’, un ‘fenómeno’, y ningún argumento racional o fundamentado que pretenda cuestionarlo tendrá efecto”.

Hasta Fernández Huidobro —la gente le dice Ñato o lo llama por su segundo apellido— lo reconoce: “Siempre fue así, pero al darse cuenta de que su discurso caminaba, lo cultivó… ¡No lo iba a cambiar!”.

Y vaya si le dio resultado. Mujica es un político rara avis, uno de los más exóticos entre los de primera línea del Cono Sur. El 31 de octubre del año pasado, cuando celebraba el cuarto aniversario de la histórica victoria de la izquierda, cerró su oratoria en la localidad de Rosario, departamento de Colonia, en un escenario donde antes había hablado Danilo Astori.

Esa noche, ante tres mil adherentes del Frente Amplio, Astori se bajó del estrado y se fue hasta su auto acompañado por un hombre de su agrupación; en el coche, lo esperaba su mujer, que es también su secretaria. En dos minutos llegó al auto y se volvió a Montevideo. A Mujica le llevó 15 minutos llegar hasta su coche: fue acosado por decenas de militantes de todas las edades que se le tiraban encima, lo alentaban, le refregaban banderas tricolores por la cabeza, le ponían micrófonos sobre el bigote y no paraban de sacarle fotos con teléfonos celulares y cámaras digitales. Fue ovacionado por una multitud que le gritaba: “¡Pepe presidente!”, a un año de las elecciones nacionales. Y se dio el lujo de no hablar de política. En un discurso de Mujica, como el de aquella noche, se pueden distinguir distintos Pepes. Está el viejo sabio que aconseja: “¡Hay que decirle sí a la vida!”, “Las mujeres deben resucitar este país, nada es más importante que las mujeres. ¡Porque este país necesita coraje!” o cuando contó esta anécdota imperdible: “En un acto del Che me encontré con una gurisita con un pedo como para cuatrocientos. Me la agarré con las amigas: ‘¿Qué mierda tienen en la cabeza? Cuando una mujer está en ese estado tienen que darle una mano y llevarla a la casa a dormir. ¿A ustedes les parece que esto es homenajear al Che? ¡Qué va a ser libertad que se estropeen la vida así…!”. También se puede ver el poeta: “Cuando me toque mirarme en el espejo de la muerte, quiero estar conforme y haber cumplido conmigo mismo”, el antipoeta (“Este país no vive de poesía, vive de guiso de arroz o porotos”), el filósofo de la vida, el hombre de la calle: “Los que somos de izquierda somos filosóficamente distintos. El hombre es el problema, pero es también la esperanza. No vinimos a la vida pa’ explotar a los demás, pa’ chuparle la sangre a otros, ¡vinimos a convivir! […] No dejen que les afanen [roben] la vida. No dejen que se cambien los sentires [sic]”.

Ese mismo día, pero antes, durante un almuerzo con productores queseros de Colonia, me confesó —mientras se tomaba un whisky y se desabrochaba el cinto— que no tenía “ni idea” de qué hablaría en la noche, pero no iría a resaltar los logros del gobierno que él mismo había integrado como ministro. “Para eso está Astori”, dijo.

Después de tomar distancia del perfil académico de su oponente interno, dijo un par de cosas.

—¿Qué es lo que necesita el país, Pepe?

—Precisa todo. Precisa quien hable muy bien el inglés y tenga buena relación con los organismos internacionales, y precisa tener buena relación con la barra de “los astrosos” de América Latina. Ésa es mía: yo me llevo bien con Chávez, Lula, con Evo, con Correa…

—Pero también hay que llevarse bien con Estados Unidos…

—¡Claro! Hay que hacer filo con los de arriba y llevarse bien con los que te dije (y se estiró los ojos como achinados), que son los patrones de pasado mañana.

Recién comenzaba la carrera. En cada acto a donde fue Pepe en los últimos 10 meses se repitieron el tumulto, las aglomeraciones que no lo dejaban caminar, las fotitos desde los celulares, los autógrafos. Con la apariencia de un campesino, tiene la popularidad de una estrella de rock o un héroe latino del reggaeton.

El pico de su popularidad llegó a fines de 2004. Para entonces, su pintoresca figura había provocado un boom editorial con impronta revisionista. Entre 2002 y 2009 se editaron dos biografías sobre él, otro libro que es una larga entrevista dividida en tópicos y dos recopilaciones de sus frases más ocurrentes, ingeniosas, frívolas y serias. Muy oportunas, las editoriales publicaron libros sobre la historia de los tupamaros, sus sueños frustrados y documentos anquilosados en los sesenta.

En 2005, la moda (eme)pepista llegó al carnaval “más largo del mundo” (en Uruguay dura todo febrero). La murga “joven” más exitosa del país, Agarrate Catalina, le dedicó un cuplé el año que Vázquez asumió como presidente. Algunas de sus estrofas decían: “El Pepe tiene una quinta/un perro y un buzo gris/una moto calandraca/y el pelo de un puerco espín/un fusquita sin bocina/y el orgullo de saber/‘¡que a los votos colorados, yo solo los dupliqué!’/Pepe Mujica, qué jugador/desde el boliche a senador/sueño de muchos y de otros no/la pesadilla que se cumplió”.

Lucía Topolansky dice que a Pepe le ha ido bien porque es llano cuando habla, porque con un lenguaje sencillo dice cosas profundas. En buen romance: el pueblo lo entiende porque él es uno de ellos. Es sincero, “agarra el toro por los cuernos” y cuando de algún tema no sabe, lo admite. Por eso, cree Topolansky, se ganó la confianza de esa entelequia llamada “la gente”.

Mujica dijo alguna vez que “la gente te perdona si te equivocaste de buena fe. Lo que no te perdona es que la jodas y la cagues”.

“El discurso de Pepe tiene un componente filosófico”, afirma su esposa. Y eso que no lee filosofía, poesía ni ficción, prefiere la antropología y la agronomía.

A la izquierda universitaria, urbana y socialista Mujica le mostró que había un interior rural que contenía el adn oriental: su matriz agroexportadora.

En el ministerio de Ganadería charló de tú a tú con un peón rural y con el más encumbrado dirigente de la Asociación Rural del Uruguay. Por eso, opina Topolansky, puede ser un buen presidente.

Sus hinchas —Pepe no tiene simpatizantes, tiene hinchas— lo votarán porque confían en que se encargará de repartir mejor la riqueza y la justicia. Cuando fue Ministro de Ganadería forzó a los empresarios cárnicos para que pusieran en el mercado un corte de asado más accesible para la población de menos recursos. El corte se llamó “el asado del Pepe” y así fue vendido desde los pizarrones de las carnicerías. Otros comerciantes siguieron su idea: rebajaron productos y los bautizaron “del Pepe”.

Para muchos analistas, fue una táctica populista y la llamaron “pobrismo”. El periodista Gustavo Escanlar escribió: “Incomible pero barato. Así es ‘el asado del Pepe’, lo peor que le pasó a la cultura uruguaya en los últimos 20 años. Los productos del Pepe promueven el infraconsumo. Establecen el engaño del ‘liberalismo de la pobreza’: nos hacen libres para consumir cosas de cuarta categoría. El barrio, agradecido”.

Pobrismo o solidaridad con los más débiles, Mujica y su sector, el mpp, crearon a principios de 2006 el Fondo Raúl Sendic, una iniciativa de préstamos a proyectos, en su mayoría cooperativos. Son cesiones de dinero sin cobrar intereses, sin pedir garantías ni preguntarle el partido político, a quienes lo necesiten para salir adelante. El fondo se forma con los excedentes de los salarios de los legisladores, ministros y el intendente capitalino, todos del mpp, que topearon su sueldo en 29 mil pesos a la fecha (1 260 dólares), cuando como senadores ganan 3 500 dólares.

Mujica y Topolansky quisieron predicar con el ejemplo al conformarse con 40% de sus salarios. “Es probable que la enorme cantidad de años de cárcel en los que uno tuvo que vivir con lo mínimo hace que no necesitemos mucho para ser felices, en una sociedad muy consumista, con mucho de superfluo y pseudonecesidades”, argumentó la senadora.

Con los préstamos del “Tupa Bank” pudieron hacer viables más de un centenar de proyectos de albañilería, carpintería, agro, pesca, gastronomía, costurería y servicios varios. El propio Mujica, apelando a la sensibilidad de la izquierda, exhortó a otros sectores del Frente Amplio a que lo imitaran. No tuvo eco.

Tres semanas antes de ganar las internas del 28 de junio, Mujica hizo un alto en su agenda repleta de visitas a pueblitos del interior y recorridas por la capital para quedarse una mañana en su chacra. Mientras la senadora Topolansky hablaba, el presidenciable lidiaba con el tractor.

La entrevista fue pactada con ella porque los encargados de la campaña del Pepe no encontraban horas disponibles. Los tiempos en su chacra eran intocables, dijeron. Por mail, Topolansky explicó qué debía hacer para llegar a la casa, donde piensan seguir viviendo en caso de ser presidente y primera dama: “Tiene que tomar la Ruta 1, pasar los accesos hasta Camino Tomkinson, seguir hasta Camino O’Higgins, que es el único asfaltado a mano derecha. Por O’Higgins, después de que pase el tercer repecho va a ver una carnicería, un almacén y una cooperativa de viviendas; el primer camino a la derecha es Camino Colorado. En la esquina hay una garita de ómnibus que dice Pepe Presidente”.

Un par de ironías deliciosas, pensé: el Camino “Colorado” queda a la derecha y en la garita que dice “Pepe Presidente” había que doblar a la izquierda para llegar a lo de Mujica. Ni que lo hubieran hecho a propósito.

La senadora del mpp contó que conoció a su compañero en la militancia. Ella trabajaba en la agencia financiera Monty, estudiaba en la Facultad de Arquitectura y hacía obras sociales. Así, recolectó fondos para enviar a los trabajadores de caña de azúcar de Artigas, en el norte del país, y se solidarizó con la Revolución Cubana. Cuando en 1969 descubrió que la financiera estafaba a sus clientes, optó por quedarse sin empleo y se enroló, con su información privilegiada, al mln. La operación de los tupamaros fue de un éxito rotundo: revelaron la corrupción reinante, hicieron caer al Ministro de Hacienda y se congraciaron con el pueblo. Ahí Lucía conoció a Pepe. Con el alias de Ana se puso a trabajar en la interna de la organización. Luego fue detenida y enviada a la cárcel de mujeres. Se reencontraron en democracia y decidieron continuar juntos. Ambos organizaron las “mateadas”, llegaron al Parlamento, pensaron el proyecto de escuela agraria en el fondo de la casa. Por las peripecias de la militancia no hubo tiempo para hijos propios.

El año pasado un grupo de vazquistas comenzaron una recolección de firmas para promover una reforma constitucional que habilitara la reelección del presidente actual; Mujica dijo que iba a apoyar la iniciativa, porque le ahorraría dolores de cabeza al partido. “Pero eso no fue posible y empezó a cobrar fuerza lo de Pepe, aunque no estaba en los planes”, confesó Lucía.

“La gente empezó a presionar y se generó un compromiso. No podía fallarle a esos militantes. Hubo una percepción de que si no aceptaba, podía dejar un hueco y dejar tirado a un lote de gente. Después que se ha dicho que sí, hay que jugar la partida hasta las últimas consecuencias”, afirmó la legisladora.

Mujica se levanta a las 6:30 para cebarle mate a su mujer, y en plena campaña ha descuidado su despacho parlamentario para recorrer el país y los programas periodísticos. Cuando viaja al interior a ofrecer discursos hasta la noche, intenta dormir una hora de siesta. En tiempos de campaña, sólo sigue los diarios para ver qué dicen de él. A medio leer en su mesa de luz tiene un libro sobre antropología que se llama El mono que llevamos dentro, una investigación del holandés Frans de Waal sobre las especies anteriores al homo sapiens. No usa celular, no tiene tarjeta de crédito, no escribe él mismo en el blog que ahora muestra su imagen retocada por el Photoshop. Garabatea las ideas de sus columnas cibernéticas en un cuaderno y los encargados de la comunicación del mpp lo suben editado a la página de internet http://www.pepetalcuales.com.uy

El hogar rural no tiene cuadros importantes, muebles Luis XV ni platería importada; es una casita de clase media empobrecida. En un estante petiso tiene unos 70 libros. El diario del Che en Bolivia, Historia de los orientales de Carlos Machado, La rebelión de Tupac Amaru, de Boleslao Lewin, La economía uruguaya de 1880 a 1965, de Carlos Quijano, El Uruguay del Siglo xx, La economía, Patria en el exilio. Exilio en la patria, de Ernesto Kroch, Deuda externa del Tercer Mundo, de Eric Toussaint y El arte ético de vender mejor, de Alberto Tortorella, son algunos de ellos.

El que aparece por la puerta desvencijada de su propio hogar no es el Pepe peinado con gel, un jopo estético y la cara lisita que se ve en los carteles que promocionan su candidatura. “¡Al Pepe lo bañaron para esa foto!”, bromeó Fernández Huidobro. “Está tan prolijo… Parece que se bañó”, comentó con más sarcasmo que humor el opositor precandidato colorado Luis Hierro en un acto en el interior.

Si Mario Benedetti fue el abuelito bueno, José Mujica es el abuelito gruñón y cascarrabias, que a muchos les cae simpático y a otros tantos les genera rechazo.

Después de tantos años de afirmar que su discurso y su vestimenta no eran impostadas (“Ya conocéis mi torpe aliño indumentario’”, ha dicho, citando a Antonio Machado), Mujica tuvo que reconocer que cedió ante las presiones de los asesores de su campaña y hasta se probó un terno. La foto de Mujica poniéndose el saco estuvo en la agenda informativa del país y hasta fue noticia en el El Nuevo Herald. “Eso sí, no me pongo corbata ni que lo pida Mandrake”.

Este hombre que terminó la secundaria y apenas concurrió a algunas clases universitarias de Letras en la Facultad de Humanidades, cita La Ilíada para recordar que el discurso más esperado no era el de Aquiles o el de Agamenón, sino el del anciano Néstor, que por ser añoso era el más sabio. Sigue ejemplificando con el respeto que se ganó Winston Churchill o el general ruso octogenario que planeó la estrategia para derrotar a Napoleón. “¡Hay ejemplos a patadas de esos en la historia! Ahora, si usted va a pensar que el presidente tiene que ser un atleta… ahí estoy jodido”.

José Mujica puede llegar a ser Presidente de la República Oriental del Uruguay con 74 años, un pasado como guerrillero, “la panza hecha un mapa”, un lenguaje más propio de un campesino que de un mandatario. Es difícil concebir un coctel más pintoresco y curioso en la dirigencia política de este continente.

Hace rato que América del Sur viene evidenciando cambios profundos que despavilaron a los politólogos. El desfile comenzó con un dirigente gremial metalúrgico en Brasil, y siguió con mujeres, indios aymaras, curas y simpatizantes de Montoneros. Por si faltaba algo más excéntrico, asumió un negro en América del Norte. En este contexto, si Pepe Mujica se consagra presidente de los uruguayos, podrá ser el capitán de la selección de “los astrosos”.
Según los analistas políticos, si no logra ganar las elecciones nacionales del 31 de octubre con más de 50% de los votos, tendrá que competir contra el ex presidente blanco Luis Alberto Lacalle —neoliberal, fan de las privatizaciones— en la segunda vuelta de noviembre.

Fernández Huidobro reveló algo: “Antes de dar luz verde a su candidatura, cuando el Pepe dudaba, me dijo: ‘Mirá Ñato, tengo un pasado a cuestas jodido y un problema por mi edad. ¿No debimos haber colgado los botines cuando ganó el Frente hace cinco años? Ahora nos dicen que tenemos que llegar a la Presidencia… ¿Y si perdemos? Vamos a ser los padres de la derrota…”.

Si así fuera, dejará la actividad política para dedicarse a sus flores y hortalizas, como ya anunció en conferencia de prensa. Si pierde, Pepe será plenamente feliz. Podrá ser un chacarero full time.

Es un domingo de verano y en el sótano del hotel Renaissance de Washington DC se asoman las huellas de una batalla. Sobre unas mesas hay banderitas de Estados Unidos y los rostros de Barack Obama y John McCain sonríen desde algunos folletos olvidados. Ambos vinieron dispuestos a pelear el voto de siete mil latinos congregados en una conferencia nacional. La mayoría ya se retiró y los demás abarrotan una fiesta de despedida donde se sirve guacamole y se escucha música de mariachi. En la habitación vecina se escuchan voces: un hombre con la cabeza afeitada, metido en un traje color canario, suda y se conduce con la energía descontrolada de un adolescente aficionado a los videojuegos. Es la primera vez que lo veo en acción y me parece que su actitud es la de esos seres obsesivos que sólo pueden ser descifrados por medio de la pasión que los mueve. Desactiva el aire acondicionado, pide a los camareros que por favor no lleven agua ni café a la habitación y poco falta para que cierre la puerta con llave.

“Aquí no hay sándwiches, no hay café ni cerveza, no hay aire acondicionado ni música. Pero tenemos un plan, y si lo siguen ustedes llevarán a Barack Obama a la Casa Blanca”. Cuauhtémoc Figueroa despliega una sonrisa que se encuentra con las miradas de unos cien hispanos que lo ven y lo escuchan casi sin respirar ni pestañear. Están acomodados en una habitación del tamaño de la sala de una casa modesta. Hay decenas que no alcanzaron una silla y ocupan los pasillos. Otros encontraron un espacio en el suelo.

Figueroa hace una breve pausa y apunta con la mano a una pizarra que se asoma a sus espaldas. Un reflector dispara una leyenda que antes de alcanzar un fondo blanco le ilumina el cráneo sin cabello. Más que una simple frase, parece una fecha fatal: “129 DÍAS PARA LAS ELECCIONES DEL 4 DE NOVIEMBRE”.

“No hay mucho tiempo para despertar al gigante”, dice Figueroa en inglés y camina sin pausa por los pasillos de la habitación, deteniéndose con frecuencia como para asegurarse de que la gente reunida aquí no sólo lo escucha, sino que entiende lo que desea transmitir: “No importa cuántas manos debamos estrechar, cuántas llamadas telefónicas debamos hacer y cuántas puertas debamos tocar, el gigante latino de este país se va a levantar para votar y convertir a Barack Obama en presidente de Estados Unidos”.

Baja el tono de la voz y vuelve a sonreír. Sus ojos se dirigen a los extremos del salón, en busca de hacer contacto con las personas que asisten para conocer el plan de la campaña de Obama para ganar el voto hispano. Aquí están simpatizantes del candidato, ciudadanos comunes, curiosos y hasta un par de funcionarios con pedigrí demócrata. Hay decenas de mujeres de veinte y pocos años que llevan en los brazos carteles de “Latinos con Obama”, jóvenes en jeans y camisetas de verano y hombres de traje y corbata. Sentada en una de las últimas filas está Mary Herrera, una mujer a la que todos tratan con cortesía. Es la secretaria de Estado de Nuevo México, la funcionaria más poderosa después del gobernador de ese estado, Bill Richardson, y que desertó de la campaña de la senadora Hillary Clinton para unirse a la causa de Obama.

“Necesitamos hombres y mujeres que estén decididos a saltar a nuestro barco para cambiar al país de la mano de Barack Obama”, dice Figueroa, como quien suplica y exige a la vez. Pero sólo suma como voluntarios de la campaña a los que sabe que soportarán el calor, la nieve, el hambre o caminar durante horas tocando puertas en las casas de los votantes. Por eso antes del inicio de cada junta desactiva el aire acondicionado y pide a los camareros que no sirvan ni agua. “Es una prueba para saber quiénes sobrevivirán en la guerra”, me contará después.

Todos lo escuchan en silencio y en el aire caliente se perciben las tensiones de una elección que mantiene en suspenso a este país. Habla con el convencimiento de un profeta contemporáneo cuya misión es hacer comprender a los latinos que llegó el momento de vaciar la habitación de cenicienta que han ocupado en este país, y pasar al salón para decidir quién será el próximo presidente de Estados Unidos.

Cuauhtémoc Figueroa es el director nacional para el voto latino en la campaña de Barack Obama, el carismático candidato del Partido Demócrata que en una reciente gira internacional por Irak, Israel, Francia, Gran Bretaña y Alemania logró reunir a más fanáticos que un concierto de U2: 200 mil personas lo vitorearon en Berlín; pero su enorme popularidad internacional y el fenómeno mediático en el que se ha convertido en Estados Unidos parecen no ser suficientes para aclarar el futuro de una elección muy competida: es un enigma la forma en la que reaccionarán los estadounidenses a la hora de estar frente a las urnas, votando por un candidato negro.

Por primera vez en la historia existe una probalidad —no una posibilidad retórica ni utópica como en el pasado— de que los latinos decidan una elección: con 45 millones de habitantes representan a la minoría poblacional más grande y con el crecimiento más rápido en el país: cada 30 segundos un hispano se suma a la población de Estados Unidos. Más de 18 millones de ellos pueden votar. Además, hay indicios de que los latinos están enterrando en el pasado su escasa participación electoral: en las primarias demócratas de 2004 participaron alrededor de 950 mil hispanos y cuatro años después lo hicieron más de tres millones.

Una epidemia de campañas recorre el país para registrar a los latinos en edad de votar. El Partido Demócrata invirtió 20 millones de dólares en una iniciativa para incorporar a las listas de votación a todos los hispanos que sea posible. Obama y el republicano John McCain están inmersos en una disputa diaria por la conquista de los electores y una de las peleas más feroces ocurre en el territorio de los votantes hispanos.

Tres semanas más tarde en San Diego con miles de líderes del Consejo Nacional de La Raza, una de las organizaciones latinas más importantes del país, Obama dijo: “No se equivoquen: el resultado de la elección está en manos de los latinos”. John McCain también llegó hasta la frontera con México a cortejar el voto hispano y en busca de lograrlo se arriesgó a pronunciar algunas palabras en español. En el verano, ambos candidatos destinaron tres domingos consecutivos a celebrar actos de campaña con las organizaciones latinas más importantes de Estados Unidos.

***

En su familia se dirigen a él como Temo; Figueroa recuerda que no pudo pronunciar su nombre completo —Cuauhtémoc fue el último emperador azteca— hasta el tercer grado de secundaria. En la campaña seguro todos deben tener el mismo problema con la pronunciación de ese nombre que en náhuatl significa “águila que cae” y, comenzando por Obama, han optado también por llamarlo Temo. Ahora Figueroa es capaz de repetir su nombre con un ligero acento gringo. Debe medir un metro con 75 centímetros, tiene 44 años, un cuello ancho, manos fuertes y un pequeño estómago de bebedor de cerveza. Nació en una ciudad llamada Blythe, en California, cerca de la frontera con Arizona, y creció en El Cuchillo, un barrio de inmigrantes mexicanos que en los años sesenta cosechaban sandías y melones en condiciones que los convertían en los esclavos de esa época.

Es el sexto de siete hermanos en la familia formada por Miguel Figueroa, un hombre que trabajó 32 años en el servicio postal y fue el primer presidente del sindicato en Blythe. El abuelo, un indígena mojave nacido en Caborca, México, fue un minero que toda su vida organizó sindicatos. La madre, Eloísa León, nació en Rice, un pueblito cerca de San Bernardino, California, hija de un trabajador ferrocarrilero. Alfredo Figueroa, hermano de su padre, fue compañero de lucha de César Chávez, aquel hombre nacido en Arizona en la época justo poco antes de la gran depresión de los años treinta. Chávez, sus padres y cinco hermanos se convirtieron en campesinos itinerantes que viajaban de un lugar a otro de California en busca de trabajo. Con el paso de los años se convirtió en líder del primer gran movimiento hispano en Estados Unidos; defendió a los campesinos explotados de California y en 1962 fundó la Asociación Nacional de Trabajadores Campesinos. Lideró varias huelgas contra los productores de uva y después un boicot nacional a la uva de mesa que fue apoyado por millones de estadounidenses. Hizo varias huelgas de hambre y terminó una de ellas cuando Robert Kennedy asistió a una misa con ocho mil campesinos. Cuando murió en 1993, encabezaba otro boicot campesino, y su funeral reunió a más de 40 mil personas.

“El sindicato siempre ha sido un miembro más de la familia. Mi papá nos llevaba a las reuniones, asistíamos a las marchas y mi madre siempre cocinaba platillos para los líderes sindicales que nos visitaban. Crecimos escuchando las historias de César Chávez y Bert Corona (otro líder chicano)”, me contó Alfredo Figueroa, 10 años mayor que Cuauhtémoc, un hombre de barba entrecana que es responsable del programa de estudiantes mexicoamericanos en la Universidad de California en Riverside.

Cuando sólo tenía seis años, Cuauhtémoc recibió su primera misión: repartir agua a un grupo de hombres que protestaban a las puertas de Safeway, un supermercado estadounidense. Reclamaban que la tienda vendiera lechuga de productores que no pertenecían a la asociación de campesinos fundada por César Chávez. Dos años más tarde, Cuauhtémoc vivió en casa una lucha realizada con los mismos métodos pacíficos que Chávez había seguido décadas atrás: su hermano mayor, Miguel, se declaró en huelga de hambre para exigir que los maestros y consejeros de la escuela secundaria fueran latinos que hablaran español y se identificaran con la comunidad inmigrante del barrio. Los Figueroa ganaron esa batalla y en 1972 se fundó la Escuela de la Raza Unida.

Cuando había cumplido la mayoría de edad, tuvo su primer empleo: locutor de radio en la estación XROP de Brawley; un día llamó a su hermano Alfredo y le dijo que el trabajo no lo hacía feliz. Pronto se mudó con Alfredo, comenzó a estudiar en el Riverside City College y más tarde se graduó en historia por la Universidad de California, en Los Ángeles. Después trabajó con el congresista George Brown, un demócrata liberal, que tuvo en él una influencia política vital. “Para mí fue un maestro, más que un jefe: me enseñó de qué manera las cosas pueden cambiar para mejorar si trabajas duro y con pasión por lo que haces”, me dijo Figueroa en una de nuestras conversaciones. Años más tarde ocupó altos cargos en la Liga de Ciudadanos Latinoamericanos Unidos (LULAC, por sus siglas en inglés), una organización de defensa de los derechos de los hispanos, y en la Federación Americana de Empleados Estatales, de Condados y Municipales (AFSCME, por sus siglas en inglés), que es el sindicato más grande de trabajadores del servicio público.

“La vida sindical es una vena que corre en la familia desde los tiempos de mi abuelo y se ha extendido con mi papá, con mis tíos y ahora con el Temo. Es un organizador natural y está formado en la idea que nos infundió mi abuelo, el minero, que nos decía: ‘Hijos, métanse bien en la cabeza que el peor enemigo que uno puede tener son los patrones’. Así aprendimos lo que significaba la libertad”. Alfredo Figueroa habla con emoción cuando recuerda las luchas sindicales de sus padres y sus abuelos y con orgullo cuando menciona a Cuauhtémoc. Pero hay algo que no deja de inquietarle: “En la familia siempre lo andamos guaseando y le decimos: ‘te vas a quedar solo como la vela’. El Temo sólo se ríe. No se ha casado, no tiene familia, ahora no sé si tiene novia. Siempre fue como el carajo, inquieto, lleno de sueños; desde joven fue de un lugar a otro, hasta que llegó a Washington DC a trabajar con George Brown. Han pasado casi 20 años y no ha parado”.

En sus años en Washington DC con LULAC y AFCSME, Figueroa alternaba el trabajo con otra de las cosas que lo apasionan: la poesía. Era un ávido lector y escribía con tanta frecuencia que un día formó con Jesica Pliego —una novia de aquellos tiempos— y David Ferreira, un amigo cercano, un grupo de 25 personas llamado “Los Poetas del Rumba Café”, que se reunía a leer los lunes en el restaurante que lleva el mismo nombre, un sitio que hasta ahora es punto de encuentro de latinos de distintos orígenes que se juntan para bailar salsa y son cubano. “Es un romántico y esa parte de él ayuda a comprender lo que hace en la campaña organizando a miles de personas que creen que es posible cambiar al gobierno desde abajo, como pensaba Robert Kennedy”, me dijo Ferreira, vicepresidente de asuntos de gobierno de la Cámara de Comercio Hispana de Estados Unidos, un tipo alto, rubicundo y con un bigote castaño y espeso. “Cuauhtémoc es un idealista sin remedio, un Don Quijote latino”.

Hoy, el ritmo de la contienda por la Presidencia casi no le deja tiempo libre ni respiro, pero cuando puede Figueroa lee a los estadounidenses Robert Frost y Walt Whitman, y también a Sandra Cisneros —una latina que creció en México y Chicago— y a sus poetas latinoamericanos predilectos: Neruda y Paz. Su cuartel general está ubicado en Chicago, en las oficinas centrales de la campaña de Obama, pero todas las semanas se desplaza a ciudades con importantes comunidades latinas. Casi siempre viajan con él Carlos Odio, un cubanoamericano de Miami que lo acompañó seis meses en la travesía de Iowa y Stephanie Valencia, su asistente. En cada sitio que visita, Figueroa se reúne con los directores para el voto latino a los que ha nombrado en todo el país, concede entrevistas a periódicos locales y supervisa el entrenamiento de miles de organizadores y voluntarios. Con ellos habla en inglés y suele intercalar frases en español. Una tarde que se encontraba reunido con un grupo de latinos en el hotel Hilton de Washington DC lo escuché decir: “¡Tú eres la–ti–no! ¡Tú eres la–ti–na! and we are going to fight this fight like hell”.

***

Cuauhtémoc Figueroa conoció a Barack Obama en Chicago en agosto de 2006, en una reunión sindical donde la oradora estelar era Hillary Clinton. Pero el discurso del senador por Illinois lo cautivó: Obama narró que Coreta, la esposa de Martin Luther King, marchó con los trabajadores de Memphis de limpia en huelga, un día después de que su marido fue asesinado. Cuatro meses después Figueroa, que ocupaba un alto cargo en AFSCME, fue invitado a sumarse a la carrera de Obama por la nominación demócrata; primero rechazó la propuesta y al final aceptó cuando le dijeron que, más que una campaña, se trataba de un movimiento.

Figueroa fue nombrado director nacional de trabajo de campo electoral. Era necesario que en las elecciones demócratas la gente saliera a votar por Obama, un candidato fresco, carismático y con un idealismo que lo asemejaba a los hermanos Kennedy. Pero hacía falta lo que David Plouffe, el jefe de la campaña de Obama, imaginaría y llamaría más tarde “El ejército de persuasión” de Obama: Una poderosa red formada por miles de voluntarios y organizadores sociales que se encargara de multiplicar el mensaje del candidato. Una estructura sin antecedentes en la historia de las elecciones en este país.

Figueroa se encargó de instrumentar el movimiento y se convirtió en el arquitecto de ese brazo orgánicamente popular. Lo imaginó y lo construyó recordando los años de su niñez, escuchando pláticas de sindicalistas y asistiendo a las marchas. Él mismo preparó a los primeros cientos de voluntarios en un campo de entrenamiento en Chicago, pero de súbito miles de jóvenes comenzaron a registrarse por internet en la página del candidato.

Los campamentos de entrenamiento se extendieron de Nueva York a San Francisco, pasando por Saint Louis, Alabama, Atlanta y Oakland hasta contabilizar 20 ciudades del país. Éstos son impartidos por líderes que Obama y Figueroa conocieron en las calles, trabajando como organizadores sociales, algunos legendarios como Marshall Ganz: un profesor por la Universidad de Harvard que en 1964 abandonó sus estudios para sumarse al movimiento por los derechos civiles y después a César Chávez, con quien compartiría 16 años defendiendo los derechos de los campesinos. En los años ochenta regresó a la misma universidad para obtener un doctorado.

Una tarde Figueroa me explicó la génesis de la red de voluntarios y organizadores. Me dijo que la idea tiene que ver con su padre, con César Chávez, sus luchas sindicales y los relatos que escuchaba cuando era un niño. El deseo de Figueroa era imitar, en la campaña, el espíritu del movimiento de César Chávez, que rebasó las luchas sindicales y provocó un sentimiento de orgullo latino. “Recordaba esas historias y pensaba en un movimiento social más grande que un aparato político, que uniera a la gente alrededor de la idea de un mejor país construido por todos”. La filosofía de Chávez, abrevada por Figueroa al paso de los años, se tradujo en una fuerza social que no tenía como único propósito convencer electores y ganar una nominación, sino aprovechar el entusiasmo suscitado por la candidatura de Obama y lograr que miles de personas que abarrotaban los mítines convirtieran esa energía en acción efectiva.

Para lograrlo combinó algunos métodos tradicionales de entrenamiento en organización, con las tácticas de organización comunitaria que Obama aprendió en los barrios pobres de Chicago. Algo similar a las tácticas de la izquierda latinoamericana, sólo que con una estructura que incorpora los últimos desarrollos de la tecnología.

Lo que el equipo de Obama hizo fue sacudir la estructura de las campañas políticas tradicionales, cuyos pilares son el dinero y los espacios publicitarios en radio, prensa y televisión. El candidato demócrata también ha destinado cientos de millones a esos medios vitales, con una diferencia clave: ha invertido tanto o más para preparar a sus bases de apoyo. Para hacerlo comenzaron por aprovechar las ventajas del internet: utilizaban el e–mail, el Facebook, la página oficial de Obama y decenas de blogs latinos para registrar voluntarios y movilizar a la gente. Los voluntarios se han entrenado para registrar votantes, hacer llamadas telefónicas y recorrer los barrios para explicar las propuestas del candidato. Una vez que la estrategia de las primarias fue definida, Figueroa y un batallón de asesores y voluntarios viajaron a un sitio cuyo nombre se les grabarían en la cabeza los siguientes meses: Iowa. Tampoco era una casualidad que lo hubiesen elegido a él para esa misión: años atrás había estado ahí operando como estratega de campo en la campaña de Al Gore. Figueroa y sus voluntarios despertaban y se iban a la cama planeando la elección primaria en ese estado lleno de simbolismo, porque marca la apertura de la batalla por la nominación demócrata. Cuando los hombres de Obama orinaban en el baño del cuartel general de campaña en Chicago, un gigantesco mapa de Iowa aparecía encima de sus hombros.

Figueroa vivió ocho meses en ese estado donde casi todos, desde el tendero, pasando por el maestro, el plomero, el político y el empresario, son blancos. Su tarea consistía en reclutar voluntarios para transmitir a los habitantes rubios de Iowa quién era ese candidato negro apellidado Obama y cuál era su mensaje de cambio. Iowa era vital para las aspiraciones de Obama y sus hombres sabían que si derrotaba ahí a Hillary Clinton, sus deseos de convertirse en candidato demócrata dejarían de ser un sueño y se convertirían en un mensaje con un efecto inequívoco en las minorías del resto del país: los negros, los jóvenes, los estudiantes y las mujeres comprenderían que un candidato no blanco podía ganar la nominación.

José Medina es un delegado demócrata de California, es alto, de pómulos robustos y una sonrisa que parece estar colgada siempre de su rostro redondo. En Washington me contó que llegó a la capital de Iowa el 31 de diciembre de 2007 para unirse a Figueroa y sus voluntarios cuando faltaban tres días para las primarias. En su cabeza permanece una imagen: decenas de personas caminando por las calles de la ciudad. Tocaban cientos de puertas llevando el mensaje de Obama. Comenzaban al amanecer y terminaban cuando el sol se ocultaba y los zapatos les mordían los pies.

El último día tocaron más puertas que en todos los anteriores y no dejaron de hacerlo hasta que anocheció. Rodríguez recuerda que caminaban por una calle muy oscura, seguían visitando casas de gente que nunca habían visto antes, hasta que llegó un momento en que le dijo a Figueroa: “Ya no vemos los números, creo que debemos terminar”. Figueroa no le hizo caso: en la penumbra continuó su misión de narrar a los vecinos de Iowa la historia de Obama y sus deseos de cambiar las cosas en Estados Unidos.

Lo que sucedió al día siguiente sorprendió al mundo: Obama, el senador novato, derrotaba en el inicio de las primarias a Hillary Clinton, la candidata que todos pensaban invencible. Entonces todos en el país, desde los periódicos y cadenas de televisión más influyentes, pasando por académicos, políticos y observadores, comenzaron a tener conciencia sobre el ejército de millones de personas que logró movilizar la campaña de Obama.

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Un mes después del triunfo de Iowa, platiqué con él por el teléfono: estaba metido hasta los huesos en la elección primaria de Texas, un estado familiar para los Clinton. “No me importa si los Clinton son hijos predilectos de Texas. Voy a hacer que los texanos sepan quién es Obama y voten por él”, me dijo. Le conté que cubriría la elección en San Antonio y me desarmó su respuesta: “En esa gran ciudad verás lo predecible. Si vas al Valle del Río Grande (Río Bravo), en la frontera con México, podrás ver cómo funciona el movimiento y cómo pelearemos el voto latino en un área muy pobre”. Cuando Figueroa se refiere a la campaña casi siempre emplea el término “movimiento”. Así que un sábado de finales de febrero de 2008 llegué a Brownsville —la población fronteriza más al sureste de Estados Unidos— para verlo en acción.

Un sol despiadado quemaba la piel y en las calles se percibía el fragor de la batalla por el voto latino entre las brigadas de Hillary Clinton y Barack Obama. En 12 días visité siete ciudades y condados, y en algunas tuve la sensación de estar en alguna ciudad extraviada de México o de un país latinoamericano.

Un día visité un sitio en el condado de Hidalgo llamado Las Milpas, que hasta hace unos años fue el vecindario más pobre de Estados Unidos. Era un claro contraste en el país más rico del mundo, una confederación de 50 estados gigantes, donde todo parece multiplicarse en suburbios con céspedes cortados a máquina y centros comerciales que se replican en el paisaje, como propagados por una epidemia.

En una esquina estaba reunido un grupo de unas 15 mujeres y cinco hombres que asaban carne sobre la banqueta. Todos eran latinos, como la mayoría de los habitantes de Las Milpas. “Aquí todos votamos por la Hilaria”, me dijo una mujer con una sonrisa sin dientes, cuando le pregunté si conocía a Barack Obama. Todos los demás dijeron que votarían por ella por una razón: la conocían y el gobierno de Clinton había sido solidario con las familias hispanas.

Esa misma tarde visité un campamento de Obama en McAllen. La encargada era una latina llamada Rubí Zavala, una morena de caderas anchas, hija de padres mexicanos. Siete voluntarios hacían llamadas telefónicas de manera frenética a los hogares hispanos de la zona. Una mujer le dijo a Zavala que votaría por su candidato porque era la mejor forma de tener a su hijo de regreso de la guerra de Irak. Un hombre llegó en una camioneta y se marchó con cientos de cartelones que invitaban a votar por Obama. Me pareció que no se conocían y se lo pregunté a Zavala.
“Nunca lo he visto en mi vida —me dijo mientras marcaba otro número telefónico— y eso es lo que hace común a esta campaña. Somos miles y millones que nunca hemos sabido el uno del otro: nos unifica la urgencia de cambiar este país”.

Me pareció que en Texas chocaban dos fuerzas de naturaleza distinta: la de Hillary Clinton era una campaña más tradicional, apoyada por demócratas mayores de 50 años y la mayoría de los sindicatos, alcaldes y funcionarios del partido. La de Obama parecía un movimiento de fe constituido por jóvenes, estudiantes y hombres y mujeres menores de cincuenta. El caso más paradigmático de la división social y generacional alrededor de la elección demócrata era el de una familia de políticos texanos: Eddie Lucio Jr. —descendiente de mexicanos— es senador estatal desde 1990, rebasa los 60 años y apoyaba a Hillary Clinton. Eddie Lucio III, su hijo, es un diputado estatal de 30 años y un furibundo seguidor de Obama.

Obama perdió las elecciones en Texas por cuatro puntos de diferencia, pero su equipo logró lo que se había propuesto: introducir al candidato a miles de hispanos y arrebatarle a Hillary Clinton una parte del voto latino. Obama ganó el mismo número de delegados que Clinton en las primarias, pero en el caucus —una especie de asamblea efectuada después de las votaciones—, la historia fue diferente.

“En el caucus les pateamos el trasero y en Texas ganamos más delegados que Hillary Clinton a pesar del juego sucio que muchos hicieron diciendo: ‘Nadie en la comunidad latina va a votar por el negro’”, me dijo Figueroa semanas más tarde. Al final, con la suma de los dos procesos, Clinton ganó el voto popular, pero Obama ganó 99 delegados por 94 de ella. Fue así como Obama conquistó la candidatura demócrata: con una milimétrica operación hormiga que consistió en obtener delegados aquí y allá en todas las primarias, hasta que reunió tantos como para que Clinton nunca lo pudiese alcanzar.

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En abril de 2008, Hillary Clinton reconoció su derrota en las primarias internas y Figueroa y su equipo continuaron trabajando en los campamentos de entrenamiento de organizadores y voluntarios, concentrados ahora en los estados latinos y las elecciones de noviembre. Pero no todos han estado de acuerdo con el poder que descansa en las manos de Figueroa. Algunos líderes en el Partido Demócrata se sintieron desplazados. A principios de julio, Maurice Ferre, un ex alcalde de Miami respetado en los círculos demócratas, pidió crear un grupo de consejeros hispanos en el sur de Florida para contrarrestar lo que percibió como un control excesivo en el manejo de la campaña en ese estado, desde el cuartel general de Obama en Chicago.

“No hay nadie en el círculo cercano de la campaña de Obama con un conocimiento profundo y un interés demostrado por América Latina y los hispanos en Estados Unidos”, escribió Ferre, de acuerdo con un texto aparecido en el Miami Herald. Al grupo, encabezado por el ex alcalde de Miami, le preocupaba la posición de Obama —compartidas por los más influyentes sindicatos estadounidenses— a favor de revisar el Tratado de Libre Comercio con México y en contra de suscribir un acuerdo comercial con Colombia.

Cuando traté de indagar la opinión de Figueroa y su equipo sobre estos temas, un vocero de la campaña me dijo que Figueroa se encontraba concentrado en la misión de llevar a los votantes latinos a votar por el candidato, y que de las relaciones con América Latina se encarga otro grupo. Figueroa parece tener claro el papel que desempeña en la campaña: “Soy un organizador y mi trabajo consiste en transformar en acción toda esa energía alrededor de Obama”, me advirtió en una de nuestras conversaciones.

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“En mi cabeza aún giran las elecciones primarias”, dice Figueroa y se palmea la calva. Es un domingo de julio, ahora viste un sobrio traje azul marino y se encuentra con otro grupo de latinos que asiste a la conferencia de la Liga de Ciudadanos Latinoamericanos Unidos, en el hotel Hilton de la capital del país. La pizarra dispara la misma frase en un tono de urgencia, sólo que el tiempo se consume: “119 DÍAS PARA LAS ELECCIONES DEL 4 DE NOVIEMBRE”. Figueroa explica que si Obama ganó las internas demócratas fue porque su equipo comprendió las reglas del juego. Sabían que vencería el candidato que reuniera más delegados y por eso no apostaron a ganar el voto popular en los estados, sino a obtener los votos necesarios para sumar más delegados en cada elección.

Para ganar la elección general las reglas son diferentes: El sistema electoral estadounidense, tan complejo que no lo comprenden ni ellos, dicta que ganará el candidato que alcance la mitad más uno (270) de 538 votos electorales en disputa. En Estados Unidos no existe una elección directa para presidente, sino 51 elecciones en 50 estados y el Distrito de Columbia para definir quiénes conformarán a los miembros de un Colegio Electoral que se encarga de elegirlo.
Cada estado tiene un número de votos electorales asignados y no siempre gana el candidato que obtiene más votos populares. Por eso George W. Bush se convirtió en presidente en 2000: Al Gore obtuvo más votos populares, pero Bush ganó más electores designados al Colegio Electoral. En esos días, cuando el mundo observaba atónito lo que ocurría en la elección estadounidense, Salman Rushdie escribió: “Hemos aprendido que no se necesitan millones de votos para convertirse en presidente de Estados Unidos. Apenas 270, en un Colegio Electoral que consta de 538 miembros. ¿Cuán democrático es un sistema de elección indirecta?”.

En el hotel, Figueroa apunta ahora con el dedo a los territorios de cuatro estados dispersos en un mapa escolar: Colorado, Florida, Nevada y Nuevo México. “Si Obama gana aquí, estos cuatro estados con población hispana le entregarán 102 votos electorales y esos votos, sumados a los que nos darán otros estados que tradicionalmente ha ganado el Partido Demócrata, serán suficientes para ganar la elección. De esa dimensión es la importancia del voto latino en esta elección”. Parece un maestro revelando las claves de un tesoro secreto a sus alumnos.

Dice que Obama invertirá seis veces más dinero en los estados latinos de lo que se ha gastado en anteriores elecciones. Sólo en Florida su equipo contratará a 300 empleados con el propósito de pelear palmo a palmo el voto a los republicanos. “Será una elección muy competida y ustedes nos van a ayudar a pelear esos estados como si estuviésemos en el infierno y quisiéramos escapar de él”, ruge Figueroa. Un largo silencio recorre la habitación antes de que diga: “No hay tiempo que perder, este país nos necesita.”

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Un viernes de mediados de julio volé a San Diego para ver por tercera ocasión a Figueroa, que acompañaría a Obama dos días después en una presentación ante el Consejo Nacional de La Raza. Fuera de la sede se manifestaba una veintena de miembros de Minuteman, esa organización de civiles que decidió perseguir inmigrantes por cuenta propia. Muy cerca de ellos una niña negra vitoreaba a Obama a todo pulmón. Faltaban 113 días para la elección.

El domingo al mediodía Obama ha sido aclamado por miles de latinos en un auditorio gigante y horas después Figueroa sostiene una más de sus reuniones de trabajo. Como sucedió en las juntas de Washington DC, aquí lo acompañan Carlos Odio y Stephanie Valencia, que forman parte del equipo que es complementado por los directores de campaña que Figueroa designó en esos cuatro estados donde ocurrirá la batalla clave por el voto latino. Además, montó oficinas destinadas a promover el voto hispano en los restantes estados del país, incluidos algunos tan improbables como Alaska, Ohio y Pennsylvania. Los miembros de su equipo tienen en común varias cosas: pertenecen a familias de inmigrantes latinos, son jóvenes de entre 24 y 30 años y varios han sido organizadores sociales o sindicalistas.

En el encuentro, Figueroa anuncia que 10 mil organizadores latinos están listos para entrenar a miles de voluntarios. Presenta el plan para ganar el voto hispano ante un nuevo auditorio y pregunta a la gente qué no le gustó del discurso que pronunció Obama unas horas antes.
—Cometió el peor de los errores: no pedirnos votar por él —dice un hombre.
—No mencionó la crisis hipotecaria y cómo resolverla —dispara una mujer.
—¿Y, dónde dejó a los latinos que luchan en Irak? —desea saber otra persona.

Las preguntas se multiplican en distintos temas: economía, pérdida de trabajos, falta de oportunidades para los jóvenes latinos, reforma migratoria, impuestos, las familias hispanas que han perdido sus casas.

Al final, un periodista español y yo nos aproximamos a Figueroa. Le preguntamos cuál es su meta y si terminará con la elección del 4 de noviembre.

“Esto no terminará ese día —dice Figueroa y en su voz se percibe cierta emoción—. Ese día comenzará todo y cuando Obama sea presidente verán a estas personas y a miles más organizándose para debatir los temas y discutir soluciones; y cuando el Congreso se oponga a una nueva reforma migratoria, verán a los mismos ejércitos marchando para exigir a sus congresistas aprobar las reformas necesarias. Esto es el principio de una gran revolución de la gente”.

Cuando le pregunto cómo se imagina dentro de un gobierno presidido por Obama, su respuesta es instantánea: “Soy un organizador y continuaré haciendo lo que disfruto hacer: transferir el poder a otros para que tomen el poder en sus manos”. Entonces sucede lo que parece inevitable y la presencia de César Chávez resurge en Figueroa. “Creo que César estaría orgulloso de ver esta cantidad impresionante de latinos y latinas participando en la elección y organizándose para representar a la comunidad latina”.

Unos minutos más tarde, Figueroa dicta su e–mail al último latino en el salón. “Escribe pronto —le pide—. La próxima vez que escuches un discurso de Barack Obama dirás: ¡Hey, ésa es una de mis sugerencias!”. Después se despide cuando ya no hay nadie más por ahí. Al día siguiente volará a Nevada para reunirse con otro grupo de organizadores y voluntarios: los guerreros de Cuauhtémoc, el ejército de Barack Obama.