Los niños toreros de Francia solo sueñan con matar

Publicado: 22 enero 2009 en Renée Kantor
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Ninguno de los veinte niños reunidos esta mañana ha sentido el placer de matar. Todavía no. Pero es seguro que pronto, en algunos años, varios de ellos verán con placer a sus adversarios tendidos sobre un charco de sangre. Para eso se entrenan y obedecen a su instructor. Son aprendices de toreros y como tales aún no están en condiciones de tener una víctima. Ser adultos y poder perseguir un animal y matarlo con arte y recibir aplausos por ello es todo lo que desean por ahora. Hoy es un sábado de noviembre en el ruedo de Nimes, en el sur de Francia. Uno de los estudiantes de la Escuela de Tauromaquia de la ciudad, que funciona en este lugar, se inclina mientras deja caer a un costado la capa; luego se adelanta con los brazos y sortea la embestida de unos cuernos de mentira. Da un giro leve, adelanta la pierna derecha y vuelve a alzar en vuelo el paño rosado con el que esquiva a otro niño que embiste como un toro enfurecido. El sol graba un instante dorado en las gradas semivacías de la plaza, mientras los niños y adolescentes de entre siete y veinte años practican el toreo de salón, una imitación del arte taurino que consiste en torear sin un toro. En matar de mentira. Al menos por ahora.

El instructor alza la voz y le ordena al aprendiz de torero que se quede quieto, sin levantar los pies del ruedo. Antes le ha pedido que cambie el paño rosado (capote) por una muleta, ese palo de madera unido a una tela roja que se despliega por el aire creando la forma de un corazón. Todo el secreto se encuentra allí –explica el instructor–: en el arte de provocar al toro y guiarlo sólo con la muleta, logrando que éste pase de largo, como una ráfaga filosa que sólo debe rozar el abdomen. El aprendiz se llama Steven Lenfant, tiene once años y está inmóvil como una estatua de mármol. Su muleta dibuja un agujero de sombra en la tierra cuando Thomas Ubeda, un compañero de siete años, se acerca dando zancadas como una pulga, mientras sostiene un par de cuernos entre los puños. En el ruedo hay otras ocho parejas que practican, alternativamente, a ser el toro y el torero. En lo alto de las gradas, durante tres horas, algunos padres observan una y otra vez la representación. Son sólo una muestra escasa del público que en el futuro podría estar aplaudiendo a rabiar el espectáculo de verdad. Cuando sus hijos, por fin, puedan llamarse matadores.

Ahora los alumnos se toman un descanso. Thomas, el aprendiz que hacía de toro hace un rato, apoya los cuernos en la arena y acomoda sus gafas antes de salir corriendo a abrazar a su padre. Es flacucho, se parece al mago Harry Potter y se hace llamar El niño de la plaza. Su padre le acaricia los hombros y cuenta que a los cuatro años Thomas ya se interesaba en los toros. Ahora tiene unos espléndidos trajes de luces que le cose su abuela. ¿Qué es lo que le puede atraer a un niño de las corridas de toros? La respuesta de Thomas es un simple no sé. Le cuesta explicarse.

Steven Lenfant, el compañero de once años que hacía de torero, está a unos metros acomodando el capote sobre la barrera que separa las gradas de la arena.

–A mí me encantan los toros –dice–, su bravura, su coraje.

–¿No te da un poco de pena que haya que matarlos? –le pregunto.

–No, porque no me pasa a mí. No soy el toro, y no me da pena porque nosotros también recibimos cornazos.

Ha dicho nosotros. Nosotros los toreros, claro. Steven parece un niño con prisa por ser mayor, y ya demuestra esa indiferencia profesional ante la suerte del toro. Como si se le preguntara si le mortifica aplastar a una mosca. ¿Es que alguien se pregunta si es correcto matar un insecto? En todo caso, Steven se hace llamar Angelito. Fue su hermana quien, a su pedido, lo ayudó en la búsqueda de un apodo español. La creatividad de los toreros para inventarse apodos es una tradición que viene de lejos. Este hábito –según escribió el ex matador y periodista taurino, André Viard– se debe al universo familiar y cercano en el que se vivía antes de la globalización. Entonces, era sencillo identificar a las personas con sobrenombres que hacían referencia a sus cualidades físicas, lugar de nacimiento u oficios. En el siglo XVIII los toreros comenzaron a hacerse llamar de modos tan divertidos como ridículos. Cagancho, Lagartijo, Frascuelo, Perrucho o Cara ancha son ejemplos del empeño teatral de la fiesta. Una corrida de toros es un espectáculo: hay un escenario, un torero con seudónimo llamativo, un público que aplaude o calla para aprobar o desaprobar la función y, por supuesto, está la burbuja de fama que envuelve a las celebridades, cada vez más precoces. De todo ese sistema, los aprendices de esta escuela apenas tienen el sobrenombre, que es como empezar a poseer esa versión adulta de sí mismos.

Fin del recreo. Thierry Vau, el instructor, se dirige al centro de la arena y ésa es la señal para que comience un ballet monótono y repetitivo. Otra vez los alumnos conforman parejas; uno es el toro, otro el torero. Sin toros ni becerros ni vaquillonas de verdad el entrenamiento es de un aburrimiento atroz. Para un espectador profano, los movimientos de estos dúos infantiles son como los aleteos de los pájaros bebé, que intentan aprender a volar por cuenta propia. El instructor Vau tiene el cabello graso que cae a los costados de su rostro como una letra V invertida, lleva lentes, camiseta verde y un pantalón deportivo. Para los más pequeños, me explica en el centro del ruedo, las clases se tratan de un juego. El talento, dice, se ve en la prestancia, el porte; y luego alza un brazo en dirección de un adolescente de catorce años llamado Alexandre Dumas, como el autor de Los Mosqueteros, y a quien quizá ya no le hace falta un apodo. El muchacho es el ejemplo de aquello que el instructor llama «elegancia», pero sus acciones sólo parecen ademanes disforzados. Por allí hay un joven rubio y esbelto. Su nombre es Arthur Pons, tiene dieciséis años y dejó París un año antes para hacer realidad su sueño de convertirse en matador, como se llama a los toreros. Su pasión taurina tiene un origen extraño: una fotografía. Pons tenía trece años cuando vio en una revista la imagen del torero español Enrique Ponce y supo que quería ser como él: bello y valiente. Lo que parece entusiasmar a todos los aprendices es la extravagante combinación de hombría enfrentada al instinto animal, mezclada además con la coquetería en la manera de vestirse y adornarse como un príncipe pomposo de los toreros consagrados.

Salir malheridos o morir en el ruedo es un riesgo aún inexistente, propio de los matadores adultos. El dolor no es materia de esta escuela de aprendices. Para sufrir está la vida real.

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Hay que tener más de dieciséis años para poder matar a un toro en Francia. Pero esta ley «humanitaria» puede jugar en contra del entrenamiento de un profesional de este país. El Juli, en España, fue un torero precoz favorecido por otras circunstancias: tenía ocho años cuando mató a su primer toro en un criadero privado. Michelito, en México, tiene apenas diez años y ya ha dado cuenta de cincuenta animales. El primero de ellos, cuando tenía apenas seis años. Michelito es el hijo de un antiguo torero francés y es capaz de lidiar animales de hasta doscientos cincuenta kilos. En agosto del 2008, cuando visitó Francia, un frente antitaurino le impidió torear un animal de esa envergadura con el argumento de que ningún menor de edad puede trabajar. Al final, el niño sólo se lució ante novillos de setenta kilos. A pesar de sus trayectorias extraordinarias, los ejemplos de Michelito o El Juli son imposibles de reproducir en un país como Francia, donde las leyes son más severas y establecen una carrera contra el tiempo en los egresados de las cuatro escuelas de toreros que existen en el país. Estos centros de enseñanza, lejos de estar prohibidos, son subvencionados por el Estado, que invierte medio millón de euros en la formación de matadores. De esa manera, los alumnos pueden estudiar esa profesión pagando cien euros al año. El precio de una entrada a un partido de fútbol en cualquier país de Europa.

¿Pero qué se puede aprender en una escuela de toreros además de lidiar al animal? La directora de la Escuela de Tauromaquina de Nimes, Brigitte Dubois, observa la clase a un costado del redondel y dice que la tauromaquia puede enseñarles a los muchachos el coraje, el respeto y el valor de las cosas. ¿Y respecto al caso del precoz Michelito? A los seis años se es muy pequeño para lidiar toros. «Pero si hay talento –reconoce ella con un suspiro de resignación– son los padres los que deben decidir». Poco después, llega un hombre rubio y, desde atrás, empuja levemente a Dubois como un toro amansado. Mientras ella lo reta con amabilidad, él alza los brazos hacia mí y exclama: «Eres de la liga anticorridas». Se llama Maxime Ducasse y es un antiguo torero cuyos ojos azules ahora están ahogados en un pozo de arrugas. Él aclara que sólo se trataba de una broma. Dice que comprende a aquellos a quienes no les gustan las corridas, pero no entiende que quieran prohibirlas. Ahora es Dubois quien se esfuerza por ilustrar su pasión.

–Usted no se imagina cuánto amamos a este animal. Hay una relación entre el hombre y el toro que es extraordinaria.

Puede sorprender ese sentimiento amoroso: el amor de los amantes de las corridas por un animal que el torero somete a un ritual que terminará con su muerte. Pero es un sentimiento bastante real.

–El hombre –dice ahora la directora de la escuela– mata al animal porque la muerte es el final inevitable: todos vamos a morir. Lo mata, pero lo respeta. Se lo mata noblemente. El torero va a dignificar la muerte del toro.

¿Es que en menos de veinte minutos una bestia desangrada, mareada, rodeada de picadores, puede morir con dignidad? La escritora Rosa Montero, cuyo padre fue un torero en España, me dijo a través de un correo electrónico: «Estoy completamente en contra de la fiesta taurina, desearía con todo mi corazón que la sociedad hubiera aumentado su intransigencia ante la violencia hasta el punto de que un ritual tan cruel no resultara admisible ni fuera considerado una fiesta. Sobre los niños toreros, me parece simplemente una atrocidad y una barbaridad». Ajena a este debate, una mujer pequeña se esconde detrás del callejón del ruedo de la escuela –el espacio entre las localidades y la barrera de las plazas de toros–. Es la mamá de Steven, el pequeño aprendiz de torero a quien el maestro daba instrucciones. Ella nunca está demasiado lejos de su hijo. Se llama Marie Lenfant. Su apellido, curiosamente, quiere decir el niño. Tiene una sonrisa luminosa y cada vez que se le nombra la palabra toro suspira un poco y sus ojos se vuelven chispeantes. Lenfant vive en Arles, una ciudad a treinta kilómetros de Nimes. Todos los sábados recorre ese trayecto con la esperanza de que un día Angelito se convierta en una leyenda.

–Ya verá –dice invitándome a visitar su casa–. Su cuarto es un altar taurino.

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Toda escuela es una burbuja a salvo de la crueldad del mundo, y el mundo suele ser cruel con los toreros de verdad. Muchos los detestan. Por eso, la Escuela de Tauromaquia de Nimes parece un remanso aislado del universo de personas que luchan por que se cierren las plazas y se prohíban las corridas. El movimiento antitaurino (un entramado mundial que incluye a vegetarianos, defensores de animales, adeptos de la ecología, entre otros) aumenta cada día sus soldados. Siete de cada diez españoles desaprueban el espectáculo taurino, según una encuesta de la empresa Gallup, y entonces España, el país de los toreros más famosos, pronto podría no serlo más. En las islas Canarias, las corridas ya han sido prohibidas. Barcelona fue declarada en el 2004 una ciudad antitaurina y, tres años después, cinco mil personas se manifestaron en sus calles en contra de ese espectáculo que por siglos ha formado parte de la identidad de ese país. Ser o no ser. Matar o no matar. Aplaudir o dejar aplaudir el espectáculo por cientos de años aplaudido. Ése es el dilema.

Pero la prohibición de las corridas podría significar también el final de la raza de animales que participan en ella. Parece un contrasentido, una ironía, pero el argumento de los grupos taurinos es así de simple: sin corridas no habría toreros, ni espectáculo, ni muerte, pero tampoco existirían los toros de lidia. Las corridas, dicen ellos, pueden ayudar a preservar esa pequeña parte de la fauna del planeta cuyo único fin es luchar. Se dice que el toro de lidia desciende del uro salvaje, una especie bovina que habitaba Europa y que solía soltarse en los circos romanos. Ahora sus descendientes requieren los preparativos propios de un concurso de belleza antes de ser arrojados a la arena como fieras temerarias y sensuales. El ganadero Olivier Riboulet dice que el toro con trapío –aquel animal que causa respeto al margen de su tamaño– debe tener la musculatura y las carnes firmes propias de un atleta; el pelo brillante, limpio y bien parado; las patas finas, las pezuñas redondeadas y pequeñas; los cuernos limpios, la cola larga y los ojos negros y vivaces. Durante una corrida, el toro de lidia no sufre –explica ese criador a través del teléfono–. «Si lo hiciera no lucharía hasta el final. Por el contrario, en un matadero siente la sangre, se estresa y pierde fuerza. Los toros de lidia son capaces de matarse entre ellos. El toro bravo es un toro que nos merece respeto porque puede matar». Las corridas son el destino de esos animales furiosos, dice. Han sido criados, desde la antigüedad, para ese fin.

Criarlos no sólo es una práctica tradicional y popular sino un negocio. Cada año, se matan mil doscientos toros en los ruedos de Francia. En España, doce mil. Hay que sacar una calculadora para saber lo que ganan los criadores al vender cada unidad: entre mil y dieciocho mil euros, por cada cabeza, cuando se trata de las razas más exclusivas. Pero incluso esas cifras resultan insignificantes si se piensa en el millón y medio de toros que la industria de la carne sacrifica todos los años en Francia. Allí, encerrados en cubículos, rodeados de sangre y ruidos de sierras, esos animales mueren de un golpe seco sin que, a lo largo de su vida, puedan gozar de la libertad que tiene un toro de lidia, criado durante cuatro años al aire libre, en fincas donde se les reserva hasta una hectárea por cada espécimen. ¿Qué es mejor? ¿Qué es peor? ¿El espectáculo público de un toro muerto a banderillazos o la matanza privada de un animal que jamás ha podido correr al límite de sus fuerzas?

Las relaciones que unen al hombre con el toro han sido siempre complejas. Pablo Picasso realizó en 1935 la Minotauromaquia, un aguafuerte dedicado al minotauro, aquel ser mitad hombre, mitad toro, que es el símbolo de esa misteriosa relación de atracción. Goya también fue un gran aficionado a los toros y hasta le dedicó una serie de grabados: La tauromaquia. También cayeron seducidos ante este espectáculo el poeta García Lorca y el escritor Ernest Hemingway. El mundo taurino y el arte se entrelazan y esta relación suele ser una especie de coartada para todo aficionado que se siente obligado a defender su pasión. Allí donde algunos ven un espectáculo ramplón y cobarde, otros encuentran belleza. Hay quienes creen que el matador –como Hércules al cruzar el mar con el toro de Creta en sus hombros– es un héroe hermoso y trágico. Otros, en cambio, lo consideran un farsante que se menea desafiante ante la bestia y, con impunidad, la asesina para el aplauso de la multitud. Hay lugares, como el Perú, donde las corridas fueron importadas desde Europa y ahora son parte de sus fiestas tradicionales: cada día hay por lo menos una corrida en algún pueblo de este país. En ese mundo disperso de las corridas, las celebridades son los toreros consagrados, que pueden llegar a ganar más de trescientos mil euros por cada participación. Una cantidad cercana al sueldo de un futbolista consagrado. ¿Acaso no hay buenas razones para soñar con ese oficio tan rentable?

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«Su cuarto es un altar taurino», me dijo Marie Lenfant invitándome a conocer la casa donde crece su hijo Steven, el aprendiz de torero. Así que he llegado a Arles para ver cómo vive un niño que sueña con ser matador. En la ciudad, el cielo arroja agua a cántaros. Lenfant se ha tomado parte del día y ha ido a buscarme a la estación de tren. Es un jueves a media mañana y, mientras recorremos la ciudad en su impecable automóvil blanco, ella me cuenta que se dedica a limpiar casas y que pertenece a la quinta generación de una familia de arlesianos. Así se llama a los habitantes de esta ciudad fundada por los conquistadores romanos, cuya plaza de toros es el mayor anfiteatro clásico de Francia y ha sido declarado Patrimonio de la Humanidad por ese motivo. Aquí el toro y su fiesta son parte de la vida cotidiana de las personas. Es decir, la diversión de fin de semana no es el fútbol, sino las corridas.

Marie Lenfant vive en Place Toscane, en Barriol, un suburbio de edificios algo vetustos de donde han salido ocho matadores (de los cincuenta que han obtenido la alternativa, el rito que consagra a un aspirante como verdadero matador) de Francia. En el edificio donde vive ella, el ascensor de metal gris despintado se detiene en el séptimo piso. Allí nos espera Steven. Hoy faltó a la escuela porque le duele un poco el estómago, pero de todos modos su madre lo habría dejado ausentarse para esta entrevista. En la sala sólo hay una cómoda, un sofá y el televisor, y es evidente que se trata de una familia humilde. Allí, sin embargo, Lenfant, ha dejado un amplio espacio para que el aprendiz de matador pueda entrenar. Las paredes de la habitación de Steven están tapizadas de fotos y afiches de sus ídolos. Uno de ellos es Mehdi Savalli, la última gloria del barrio. Savalli obtuvo su alternativa en septiembre del 2006, a los veintiún años, una edad que en España es propia de un torero ya curtido. En Francia, claro, la precocidad no está bien vista. El retrato de Savalli, dice la mujer, está en las paredes de todos los dormitorios de los chicos del barrio, junto con otras imágenes de matadores célebres como El Juli o El Fandi. Con sólo once años, Steven está decidido a seguir los pasos de Savalli, su célebre vecino. En el afiche desplegado en la pared de su cuarto, se ve a un joven moreno, espigado y de nariz prominente. Savalli –número setenta y cuatro de la lista mundial de toreros– no tiene los méritos de celebridades internacionales como El Cid o El Cordobés, pero a escala local su trayectoria es remarcable. Savalli, cuyo origen es ítalo marroquí, pasa varios meses al año en México, donde cobra unos quince mil euros por corrida. Steven, que admira a ese vecino, no atesora automóviles de juguete, como pueden hacerlo otros niños de su edad. Él colecciona orejas. Casi se puede decir que en su dormitorio acaba de ser destazado un animal. Sobre un armario hay cuatro orejas de toro y un rabo. De una pared cuelgan unos cuernos que parecen recién encerados.

En el mundo de las corridas, las orejas y los rabos se comenzaron a usar como medida para pagarles a los toreros por el trabajo realizado en el ruedo. Ahora son el premio que un jurado decide entregar al matador cuando éste ha realizado una faena admirable. Las orejas que Steven sostiene entre sus manos las obtuvo durante unas corridas protagonizadas por El Fandi y Mehdi Savalli. El rabo, en cambio, lo fue a buscar al matadero. «Tócalo, es muy suave», me dice su madre mientras me lo ofrece con talante triunfador. Lo arrima a su nariz y, mientras lo acaricia una y otra vez, explica que para obtener su brillo y suavidad hay que peinarlo y luego colocarlo en un recipiente con abundante agua y sal, dejándolo reposar durante dos meses. Para las orejas, en cambio, tres semanas de remojo son suficientes para que queden con el pelaje lustroso y rígido. Esos fragmentos de animal parecen requerir los cuidados de una mascota viviente.

Steven está sentado frente a su computadora, donde archiva las fotografías de sus ídolos. Allí también hay imágenes de sus presentaciones en doce capeas, esas fiestas en las que se lidian becerros o novillos, y donde no hay derrame de sangre ni se pica a los toros. Luego el niño se pone de pie y con gesto triunfante me muestra los trofeos que ha recibido. Uno como ganador de una capea y otro como el mejor alumno de la escuela taurina de Arles. Paquito Leal, un antiguo torero de cuarenta y siete años, era una suerte de hermano mayor de todos los niños del barrio, y los entrenaba en la arena del Patio, un pueblo gitano creado por Chico, uno de los miembros del grupo de música Gipsy Kings, que servía como terreno de juego para los muchachos de la zona. En 1988, Leal fundó la Escuela Taurina de Arles. Él recuerda a su ex alumno Steven como un niño con talento pero al que le faltaba coraje. «Eso no se aprende –me dijo otro día a través del teléfono–. Pero aún puede cambiar». A pesar del afecto que el instructor siempre sintió por Steven (fue él quien le prestó un primer traje de luces cuando el niño tenía sólo tres años), a Marie Lenfant no le cayó nada bien esa crítica. Entonces decidió trasladar a su hijo a la escuela de Nimes, aun cuando eso le supone recorrer sesenta kilómetros cada semana. Hay orgullos más fuertes que las distancias.

Steven estaba a punto de chatear en la computadora, pero su madre le ha pedido que busque sus tres trajes camperos. Más modestos que los trajes de luces, éstos son conjuntos que se utilizan en las becerradas. Marie Lenfant elige uno de ellos, compuesto por una chaquetilla gris y un pantalón negro rematado en la botamanga con caireles plateados. Así vestido, el rostro pícaro del niño adopta un rictus serio adecuado para las fotografías. Steven posa erguido como un soldado. Luego se pone una gorra mientras su mano extiende una espada que le ha entregado su madre. La estampa es desafiante y la puesta en escena parece divertirlo. En la solapa el niño lleva la única muletilla de la buena suerte que le entregó su madre. Es un prendedor diminuto con la imagen de San Cristóbal, el patrón de los viajeros.

Desde un rincón de la sala, Lenfant observa a su hijo y hace cuentas en voz alta. Entre los trajes, la muleta, el capote, las banderillas, las botas y la espada, ha invertido más de mil euros. Un gasto que realizó sola ya que el padre de Steven, de quien ella se divorció hace años, no quiere ni oír hablar de las corridas. De hecho, el año anterior no dio la autorización para inscribir al niño en la escuela y lo matriculó en un curso de fútbol. Steven aguantó seis meses dando aburridos pelotazos, y después lo dejó. Su padre cedió, firmó su ingreso al centro taurino, pero no participa ni acompaña a su hijo a ninguna actividad relacionada con los toros. En cambio, a la madre no le interesa ninguna otra cosa que no esté relacionada con el mundo de los matadores.

–¿No le da miedo que Steven se haga daño?

Marie Lenfant gira un brazo de un modo panorámico y señala un retrato que cuelga encima de la cómoda de la sala. Es la fotografía de un joven rubio, de sonrisa fresca.

–Es mi hijo mayor. Se mató en un accidente de autos –dice con un gesto de desgano y dolor.

La pregunta, por supuesto, no tiene sentido.

*****

En la mesa de la cocina, la otra hija de la familia hace sonar sus labios como un resoplido de caballo. Se llama Claudia, tiene dieciocho años y está aburrida. Desde hace años su madre siempre tiene los mismos planes para los fines de semana: ver toros. Marie Lenfant sonríe y se recuerda a sí misma cargando a su prole en el automóvil para ir a alguna corrida. Una de las actividades que más la entusiasman son los llamados encierros, que consisten en correr delante de una manada de toros. También disfruta de las llamadas toro-piscinas, un juego en el que los toros tienen sus cuernos cubiertos por unas bolas protectoras. ¿A qué se debe este amor por el toro y las corridas? Ella dice que se trata de la adrenalina que le provoca presenciar un momento exuberante, de ver a un animal poderoso. Pero en verdad se trata de una pasión que ella no logra explicar.

Steven apenas traga las pastas que su madre cocinó. «Lo único que come son las hamburguesas de McDonald’s», se queja Lenfant. A través del amplio ventanal de la cocina se oye la lluvia, la torpeza del tránsito. Steven ahora está tratando de comer un pedazo de pan. Tal vez le conviene realizar algún régimen dietético –le digo–, no porque sea gordo sino por la necesidad de tener un estado atlético para enfrentar a los toros. Como adivinando lo que piensa su madre, muestra sus dientes de perfil y me dice que él no engorda. Luego me habla de los estudios: el año anterior lo repitió. Falta de concentración, dice.

–Soy muy bueno en matemáticas y cuando sea grande, si no llego a torero, me gustaría ser contador.

Su madre sonríe ante la inesperada vocación de su hijo.

–El hará lo que quiera, yo no lo obligo a nada.

Steven, entretanto, se ha marchado a la sala y ha colocado un DVD donde está registrada una entrevista que le hicieron para el noticiero de una canal de televisión. Allí se lo ve el primer día de su inscripción a la escuela taurina de Arles, a los nueve años. Se lo nota inquieto. Las imágenes también lo muestran durante una novillada que él presencia desde el burladero, ese trozo de valla situado delante de la barrera como refugio del torero. En un momento, se ve un becerro que se acerca en su dirección mientras él se esconde muerto de miedo. Pero eso fue hace una eternidad. Ahora Steven confiesa que a lo único que le teme es a las serpientes.

–¿A qué torero quisieras parecerte?

Piensa unos segundos y responde:

–A El Juli.

Luego dice que la plaza de toros que le hace soñar no se encuentra en España sino en México.

–¿Por qué México?

–Porque allí dejan que los niños maten toros.

Pero por ahora él debe conformarse con herir el sofá de la sala de su casa. Steven levanta la funda que cubre ese mueble y muestra unos pequeños agujeros en el cuero, resultado de las banderillas que él le clava durante sus prácticas caseras de toreo de salón. A los tres años, él se entretenía jugando a ser un torerito usando unos trapos de la cocina. Ahora, en la sala, también juega secundado por su madre. Una vez que ha finalizado la entrevista en el DVD, ambos se preparan para una demostración. Ella sostiene un palo a media altura mientras Steven practica algunos pases. El capote se eleva y la madre lo esquiva. Steven es el torero; ella, el toro. Se mueven como en un baile agitado. La capa rosada pasa como un rayo por la cabeza de Marie Lenfant. Sus omóplatos casi le tocan las rodillas de lo inclinada que se encuentra. El capote se pasea exageradamente hinchado para una sala tan pequeña. Ella avanza un poco sonrojada. La escena parece una postal irreal, pero es una imagen tierna y cómica a la vez. Madre e hijo, frente a frente, jugando el juego que más les gusta. Ella es la víctima. Él, el matador.

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