Es su última cita del día y Joseph Stiglitz no va a llegar a tiempo. Dentro de dos horas tiene una reservación para cenar y su mujer luce preocupada: a veces él se queda conversando durante horas sobre economía con sus colegas y se olvida de comer. Esperar por Joseph Stiglitz es un ejercicio de fe. Su vida es una vasta colección de momentos que suceden a destiempo. Cuando alguien pide una cita a su asistente para discutir con él sus problemas con el tiempo, la muchacha que debe administrar el caos de su agenda solo atina a reírse. En 2002, cuando un periodista de la revista The Nation debió entrevistarlo varias veces en Manhattan para escribir un reportaje biográfico, todas las entrevistas comenzaban al menos una hora tarde. Cuando era el conferencista principal de un debate sobre el mundo después del 11 de setiembre, estuvo a punto de perdérselo porque había olvidado en qué día estaba. Una vez por fin llegó puntual a una charla en Australia, pero, al no tener tiempo de revisar la presentación que había preparado en el avión, cometió errores durante su discurso. Sus estudiantes enla Universidadde Columbia le preguntan por qué llega tarde y él les explica que, si su impuntualidad fuese real, la clase empezaría sin él. En una disciplina donde el prestigio está en acertar a los pronósticos, todos pueden asegurar que Stiglitz llegará, pero nadie se atreve a predecir cuándo. Que un Nobel llegue con retraso a las reuniones con familia y amigos lo humaniza; que lo haga a las cenas con presidentes, y nadie se enfade con él, certifica su estatus de celebridad: el poder es capaz de esperar por un señor miope que ve las cosas con demasiada claridad. Esta tarde de verano de 2011, el Nobel de Economía más rebelde de la historia entra al lounge ejecutivo de un lujoso hotel en Washington con el paso apurado de los que han aprendido a llegar tarde. Stiglitz mueve su metro setenta y cinco con agilidad, y como si la almohada que tiene por barriga fuera de plumas. Viste un traje azul oscuro y una camisa celeste de algodón que se afana por salirse del pantalón. Se ha sentado en el filo de un sillón de terciopelo borravino con filigranas doradas y ha depositado el codo sobre el apoyabrazos y el mentón sobre su puño derecho con la tranquilidad de los que tienen todo el tiempo del mundo. Pero no es así: pronto deberá cenar, y antes tendrá que descansar, ver correos, darse un baño. No parece importarle. Su trabajo es pensar el futuro del mundo pero no suele tener en mente sus próximas dos horas.
The Fairmont es un hotel para poderosos como Joseph Stiglitz. En los años noventa, Bill Clinton lo puso al frente de sus asesores enla Casa Blanca, y él luego recibió el siglo como el economista jefe del Banco Mundial. Stiglitz también es el Nobel de Economía del año en que los talibanes aprendieron a estrellar aviones, y antes fue el mejor economista joven de Estados Unidos el año en que los talibanes se fueron a las montañas de Afganistán a combatir a los soviéticos. En los últimos veinte años, Stiglitz se peleó con todos sus poderosos empleadores de Occidente y se ganó el cariño de naciones en miniatura como Indonesia y Ecuador, los globalifóbicos yla Chinaposcomunista. The New York Times dijo que era el economista teórico más influyente de su generación solo para que una década después Newsweek lo llamara el hombre más incomprendido por el poder en Estados Unidos. Para llegar al hotel The Fairmont, esa tarde Stiglitz tomó un taxi en el centro de Washington DC hacia el noroeste de la ciudad a la hora en que los burócratas y los diplomáticos se suben a sus autos y escapan del verano de una capital que se derrite en un país que se derrite. Anya Schiffrin, su mujer, lo llamó a mitad de camino para planificar la cena. Quería que descanse, pues asumía que se sentaría a conversar, un ejercicio al que se lanza con la determinación de los clavadistas. El hombre más esperado del mundo estimó que llegaría en diez minutos. Lo hizo en media hora, y con la camisa a punto de salirse del cinturón.
Joseph Stiglitz ha hecho de la impuntualidad un método. Si no llegó tarde a ser investido porla Academiasueca era porque el premio Nobel lo estaba esperando, y ese miércoles de octubre de 2001 un transporte pasó a buscarlo temprano por su hotel. Cuando lo conocí en su oficina dela Universidadde Columbia, en Nueva York, una mañana de primavera de 2011, Stiglitz venía de su casa con el periódico bajo el brazo y llegaba, por supuesto, tarde. Había postergado una entrevista previa y la siguiente y, cuando concluyó, la agenda de sus asistentes ya era un calendario viejo. En un momento de la reunión, Stiglitz levantó el brazo para rascarse la cabeza y la manga de la camisa dejó asomar el reloj: eran las 11.30, pero marcaba las 10.30. Stiglitz es un iconoclasta que parece creer que los relojes, las agendas y los calendarios no son más que productos perecederos. Para él su tiempo personal resulta una abstracción de importancia efímera, un recurso que dista de ser una ventaja competitiva. Pero cuando le preguntan si siempre llega tarde, no tarda un segundo en responder:
—Por supuesto que no: lo consigo si me lo propongo.
—¿Nadie le dice nada por sus demoras?
Anya Schiffrin, la esposa, que lleva la estadística de sus tardanzas, sí.
—Joe olvida una cosa importante cada día.
Stiglitz bebe de la copa de agua Perrier que su mujer ha depositado sobre la mesa de centro en The Fairmont. Elige una uva de un plato con quesos y panecillos y la lanza a la boca sin mirar.
—¿Cómo define su relación con el tiempo?
Juega con la uva, la mueve de un lado al otro y parpadea.
—Yo diría que es más bien relajada.
Stiglitz tiene los ojos mínimos y azules, y mira con la intensidad de un búho. Uno de sus amigos dice que es la encarnación del Profesor Tornasol de Las Aventuras de Tintín, un genio que se distrae por experimentar en todos los campos posibles del conocimiento. Un sibarita de la curiosidad que goza pensando en la misma economía que a otros los tiene con los dientes apretados. El hombre relaja el nervio: a su lado parece que el capitalismo no se desmoronará jamás. La sonrisa de Stigtliz es breve, de labios finos como vainas que dejan asomar los dientes blancos, odontológicamente perfectos. Mientras escucha, la sonrisa está siempre a punto de soltarse, temblando en los labios, pero cuando habla se ensancha y se contrae en un solo movimiento; ese gesto dubitativo que los tímidos muestran cuando parecen recordar una picardía. Stiglitz, que se gana la vida resolviendo complicadas fórmulas matemáticas y traduciéndolas para que el resto de los mortales entiendan las leyes que gobiernan los bolsillos es un bromista sutil que oculta lo que ríe. Tiene la voz suave de los astutos.
Joseph Stiglitz ofrece esperanza para los menos favorecidos en un lenguaje que todos pueden entender. Sus palabras taciturnas se reproducen en las naciones emergentes y el mundo más pobre. Es un descastado voluntario y, para muchos, un traidor. Su exuberancia no soporta el corsé retórico de los gobiernos y las instituciones, y sus peleas han sido grabadas en la memoria de quienes siguen los chismes de académicos como si fueran fenómenos de las guías de espectáculos. En 1999 el Banco Mundial lo despidió por criticar abiertamente sus políticas. Él, un justiciero de marcadores indelebles, ha declarado apoyar el cobro de un impuesto estilo Robin Hood a las actividades de la banca especulativa para aliviar las dificultades de los pobres. En 2002 Kenneth Rogoff, ex jefe del departamento de investigaciones del Fondo Monetario Internacional (FMI), le escribió una carta abierta en la que cuestionaba su autopromocionado estilo de lanzador de piedras. Rogoff recordaba una conversación de ambos cuando enseñaban enla Universidadde Princeton, en la que Stiglitz le había preguntado sobre Paul Volcker, ex jefe dela Reserva Federal(FED) durante las presidencias de Jimmy Carter y Ronald Reagan. “Ken, tú trabajaste para él” –le dijo Stiglitz–. “Dime, ¿es realmente listo?”. Rogoff había trabajado para Volcker y creía que había sido el mejor presidente dela FEDen todo el siglo veinte. Stiglitz insistió: “Pero ¿es listo como nosotros?”. Después explicó que con esa pregunta sólo había querido indagar sobre la capacidad de Volcker como teórico, no sobre su inteligencia. Stiglitz también ha declarado que las políticas del Departamento del Tesoro de Estados Unidos son sentencias de muerte y ha sido severo con sus ex colegas del Banco Mundial, a quienes acusó de imponer a las naciones más débiles recetas económicas como si fueran manuales de tormentos. Su blanco preferido ha sido el FMI, el financista de los gobiernos con problemas de dinero. Stiglitz lo ha comparado con un hospital donde los enfermos empeoran que contrata estudiantes de tercera categoría en universidades de primera. Un día le preguntaron qué debían hacer los países en desarrollo con los consejos de los técnicos del FMI sobre sus economías.
—Juntarlos y tirarlos a la basura –respondió.
La vida de Joseph Stiglitz es hoy la de una personalidad global con una armada de detractores y seguidores en cada rincón del planeta. Han fracasado las ideas más conservadoras –lo que él llama el fundamentalismo de mercado–, y la heterodoxia de Stiglitz ocupó su espacio a la par que nuevas naciones –desde China a Brasil, desde India a Sudáfrica– suben como espuma para desafiar a Estados Unidos y Europa. La aburrida y reservada existencia de los economistas se ha convertido en una asamblea pública en la que el nombre de Joseph Stiglitz crece en los pasillos creando bandos. El Nobel es cándido y humano para tirios y un intolerable arrogante para troyanos. Un ingenuo bienintencionado o un teórico puro incapaz de gestionar. Un intelectual insurgente, alborotador y tirabombas o un intelectual insurgente, alborotador y tirabombas. Amigos como Barry Nalebuff, un colega en Yale que sabe de su trato amable de abuelo tranquilo, no dudan.
—Joe es un perrito hogareño.
Anya Schiffrin, la esposa, asegura que cuando sus padres querían saber quién era ese hombre veinte años mayor que ella y con un Nobel en su vitrina, les dijo de Stiglitz: “Es igual que nosotros, pero buena persona”. Para sus enemigos, en cambio, Joseph Stiglitz, la mascota del hogar, muerde.
Cuando Stigliz propuso reemplazar el dólar como moneda global por una nueva, el eje del planeta se movió, pues los chinos giraron los oídos hacia sus oficinas de Nueva York. Robert Johnson, un economista del Senado de Estados Unidos que ha viajado con él, dice que en Asia lo reciben como si fuera un dios. Cuenta que gracias a sus ideas de una economía con los ojos en los pobres, algunas personas en Asia y Sudamérica lo reconocen en la calle. No hay movimiento anticapitalista que no lo cite –sin saber qué hace– ni presidente sudamericano que no desee fotografiarse con él –sin saber qué es capaz de hacer–. Hugo Chávez tiene sus libros en el Palacio de Miraflores y los exhibe en sus mítines políticos como si fueran un recetario de cocina. Stiglitz puede sentarse a dos mesas distintas con la misma muda de ropa sobre el cuerpo. Allí está el primer ministro de China, Wen Jiabao, influido por todo su trabajo, y allí también el premier británico, Gordon Cameron, quien lo hizo viajar de Sudáfrica a Londres para que lo ayudara a prepararse para una reunión de las naciones más poderosas del mundo. La economía global vive en el mundo al revés, donde el Partido Comunista de Mao celebra a un liberal estadounidense y los conservadores herederos de Margaret Thatcher piden consejos al rebelde que los azota. Sin proponérselo, Stiglitz ha atado a Carlos Marx y a Adam Smith: todas las ideologías quieren tomarse una foto con él. Hay un mundo según Joseph Stiglitz y un mundo para Joseph Stiglitz. Menos, por supuesto, en Estados Unidos.
—El apellido Stiglitz no nos consigue mesa en los restaurantes de Washington o Nueva York –se ríe su mujer.
En alguna medida, Stiglitz se ha ganado a pulso el rechazo en Estados Unidos. El presidente Barack Obama ha tratado a Stiligtz con pinzas. Dice escucharlo con atención, y a última hora lo ha invitado a cenar ala Casa Blancacon otros economistas, pero no ha logrado que el Nobel guarde el garrote. Obama nunca le ofreció un puesto en el gabinete pero sí a sus adversarios, y Stiglitz ha sido especialmente crítico por su fracaso para controlar a los financistas que desataron la crisis y para dotar de músculo a una economía paralizada. La crisis de hoy –piensa Stiglitz– reclama un rol más decidido del gobierno, que gaste más dinero para reactivar el crecimiento de los países. Las teorías clásicas dicen que el mercado puede arreglar los problemas por sí solo, sin necesidad del Estado: la “mano invisible” de la oferta y la demanda asigna los recursos con mayor eficiencia. Esta forma de pensar, que Stiglitz califica de fundamentalismo de mercado, ha dejado a los Estados reducidos a quioscos en los últimos treinta años y ha conducido al tren bala de la economía global hacia un murallón. Antes de que se desplomaran las economías más poderosas, el Nobel ya había advertido que la “mano invisible” se parecía más a una mano negra. Los estados pequeños han dejado sin regulación los fondos de inversión y permitido el alegre dispendio de créditos hipotecarios que ahora son imposibles de pagar. Para Stiglitz el mundo debería aprender a equilibrar un mercado sin trabas ni control del gobierno. Pero quienes no quieren a Stiglitz en Estados Unidos, y son muchos, aseguran que sus ideas son inaplicables por la dimensión de los intereses en juego: el poder puede corregirse a sí mismo, pero como ejercicio de cosmética no con cirugía integral. Las primeras medidas después de la crisis no ayudan al Nobel: las corporaciones se salen con la suya, el Estado termina rescatándolas y pierde. Stiglitz gana en la tribuna, pero no en el campo de juego.
***
Los primeros dos premios Nobel de Economía del siglo XXI nacieron en el mismo lugar, Gary, Indiana, una ciudad industrial del medio oeste americano, a unos cuarenta kilómetros al sur de Chicago. Stiglitz creció en el ambiente donde los Estados Unidos de posguerra creían que el sueño americano era una casa, un auto, mil millones de cachivaches y un empleo a perpetuidad. Tolstoi llamó a pintar la aldea propia para descubrir lo que sostiene al mundo. Gary fue el mundo tosltoiano de Stiglitz. En su autobiografía cuenta que fue en esa ciudad donde los inviernos congelan el pensamiento que aprendió a preocuparse por quienes la pasan peor. Fundada a principios del siglo XX alrededor dela US Steel, una de las mayores corporaciones siderúrgicas de Estados Unidos, Gary creció rápidamente hasta dejar la llanura pinchada de chimeneas y cuadriculada por tuberías, cables de alta tensión y autopistas que producían dinero. Pero esa pintura ideal de su aldea se revelaba distinta al levantar la alfombra: debajo de Gary corría un tajo con pus de la historia norteamericana. Los mejores trabajos eran para los blancos. Stiglitz creció rodeado por una fauna metalúrgica de obreros sometidos a empleos sulfurosos y empresarios que engordaban sus cuentas de dólares con el mismo afán con que llenaban sus bocas de espíritu patriótico. Una de las imágenes más viajadas dela Chinamás moderna muestra a cada ciudad industrial, desde la septentrional Guangzhou a la norteña Shenyang, hundida en un flan de hollín. En los años ochenta, antes de que ser verde estuviera también de moda entre los economistas, Stiglitz ya conocía esa postal. Parida por un horno de fundición, Gary respiraba nubarrones de plomo, y cuando no era una magnífica aurora boreal de polución eran las lenguas de fuego de la cama de petróleo y químicos sobre las aguas del Calumet River las que iluminaban la ciudad. El Nobel insurgente supo desde muy temprano que el progreso puede ser tóxico e intragable.
—¿Tuvo que luchar viniendo de allí? –le pregunto en el aire acondicionado de The Fairmont.
Suena el teléfono y Stiglitz se disculpa un segundo. Va hasta el bolsillo del saco y extrae un Motorola Razor despintado. Se resiste a comprar un teléfono más actual por sentido práctico: no tiene idea de cómo recuperar mensajes de un contestador y pierde los aparatos con demasiada frecuencia. Stiglitz tiene un iPad cuyos mecanismos desconoce, y en su oficina, donde conserva un teléfono de tubo inservible, la pantalla y el teclado de su computadora Dell compiten para obtener primero la jubilación.
—No –dice cuando regresa de la llamada telefónica–. Yo tuve suerte.
La suerte, en la vida de Stiglitz, asume tres formas. Sus padres, que lo impulsaron a estudiar y le dieron una buena vida. La escuela pública de Gary, que segregaba por raza pero reunía a los hijos de inmigrantes sin preguntar si sus padres fundían acero o atendían una consulta médica privada. Y sus maestros, gente de un magisterio en una época en que dedicaban tiempo personal a sus estudiantes. Stiglitz se crió en una familia de clase media interesada por la política y gustosa de la conversación. Su madre, una maestra de inglés afiliada al Partido Demócrata, y el padre, un vendedor de seguros, lo formaron en la escuela del compromiso personal y la autoconfianza. A los diecisiete años, cuando salió de Gary, Stiglitz se dio con un supermercado de ideas liberales en el Amherst College de Massachussets. Allí se convirtió en el hombre que es ahora. Fue una estrella del club de debates, donde aprendió un esgrima de verbos ácidos y argumentos. Sus maestros le enseñaron el método socrático y él organizó su vida para responder preguntas con nuevas preguntas. Si el joven humanista creció rodeado de metales, el economista adulto germinó en un jardín de profesores de ideas clásicas. Allí recibió dos de sus principales influencias: las ideas de John Maynard Keynes, el gran teórico moderno que creía que el Estado debía intervenir en la economía para corregir los desequilibrios generados por los privados, y de Robert Solow, un genio que construía modelos econométricos como quien hornea pasteles cada fin de semana. En su autobiografía, Stiglitz escribió que debía haber algo en el aire de Gary –además de polución– que orientaba a sus habitantes a la economía: Paul Samuelson, uno de los primeros economistas en adoptar las ideas de Keynes a la práctica política y el Nobel que lo precedió, era, como Stiglitz, nativo de la ciudad. Pero la mundana singularidad de Gary es todavía mayor. Cuando Stiglitz era un adolescente de quince años, en un hospital de la ciudad se escucharon los primeros berridos del octavo hijo de Katherine Scruse y un obrero metalúrgico de los barrios pobres. El chico se llamó Michael Jackson y dejó ese pueblo para ser el Rey del Pop. Con su particular sentido del tiempo, Stiglitz también es un rock star.
Unas mil quinientas invitaciones para hablar en conferencias en todo el mundo llegan cada año a la oficina del profesor Joseph Stiglitz en el octavo piso del edificio Uris Hall, la sede de Columbia Business School, en Nueva York. Cuando la economía del mundo empieza a toser, los teléfonos de su oficina y su casa suenan histéricos por el asalto de la prensa internacional en busca de sus recetas de botica. En los últimos diez años, Stiglitz ha acumulado tantas millas de vuelo como para dar la vuelta al mundo varias veces. Solo quince días después de su estancia en The Fairmont, visitaría Angola, Egipto y Grecia. Como parecía sobrarle el tiempo, escribió entre un país y otros dos ensayos sobre la crisis de Occidente para Project Syndicate y sobre el desmoronamiento europeo para The New York Times. En medio, viajó a España. En Madrid, Stiglitz suele visitar a la familia de su mujer, Anya Schiffrin, nieta de un general republicano exiliado. La rutina incluye salir de paseo por la Plaza Mayora beber una horchata y detenerse en el Café Gijón a comer churros. Pero esta vez Stiglitz cambió de ruta y se apareció a dar un discurso callejero por el Parque del Retiro, donde se reunió con una fracción de los Indignados, el gran movimiento juvenil que levanta campamentos para exigir más democracia y menos atención a los intereses de los grupos de poder, tal como Stiglitz demanda en su libro Cómo hacer que funcione la globalización. Su aparición en la calle sorprendió a algunos de los jóvenes, pero la improvisación es parte del protocolo de Stiglitz. Horas antes unos asistentes a su conferencia en el Palacio de El Escorial de Madrid se acercaron a invitarlo. Un rato después, un Stiglitz, en pantalones caquis y tenis, continuaba su revuelta personal en el Retiro, un antiguo parque de señores y reyes que esa tarde andaba alborotado por muchachos en chancletas sentados en el césped quemado por el sol del verano.
—Joe es una de las pocas personas en el mundo que podría ser excusada de comportarse como una prima donna –dice por correo electrónico Ha-Joon Chang, un profesor de la Universidadde Cambridge que prologó sus ensayos de El Rebelde Interior–. Y lo es, pero jamás actúa como tal.
En el parque El Retiro, Stiglitz, quien cree que el capitalismo de este siglo será conducido por las personas y no por las corporaciones, tomó un megáfono con la misma naturalidad que utiliza en el podio del Foro Económico Mundial que reúne a los empresarios y presidentes más poderosos del planeta. Stiglitz repitió su discurso habitual que reclama por un Estado regulador y convocó a la solidaridad frente al sálvese quien pueda de las ideas conservadoras.
—No se pueden reemplazar malas ideas por “no-ideas” –dijo al final–, sino por ideas mejores.
Fue una frase común e intrascendente en un discurso sin nada del énfasis teatral de los políticos. Pero fue efectiva. Los Indignados aplaudieron y teclearon en sus teléfonos celulares con furia. Unas horas después la noticia ya estaba en su biografía de Wikipedia, y Twitter, YouTube y Facebook contagiaban los videos de los celulares a todo el mundo. Stiglitz, el rockstar de los economistas pop, lo había hecho otra vez.
Hasta hace unas décadas, los economistas teóricos eran señores de traje y corbata pasados de moda que se peinaban para atrás y envejecían en los departamentos de estudios de las universidades. Hoy el Nobel Paul Krugman da cátedra a amas de casa y jubilados desde uno de los blogs de The New York Times y Nouriel Roubini, quien predijo la crisis de las hipotecas tóxicas que desataron el colapso global, es invitado al programa de humor Saturday Night Live. ¿Por qué habría de sorprender que la economía haya ido del libro de texto a la televisión si un grupo de estudiantes de Física son las estrellas de una serie de TV como The Big Bang Theory y la biopic del fundador de Facebook es candidata al Oscar? El siglo XXI ha hecho carne la película La venganza de los nerds: la tecnología y la educación ampliarán más la brecha entre quienes tienen conocimiento y quienes solo tienen manos para trabajar. Algo de eso está en los estudios por los que Stiglitz obtuvo el Nobel en coautoría. Su teoría de las asimetrías informativas es una idea tan obvia que parecía raro que nadie la hubiera visto antes. Una explicación simple es ésta: en toda relación hay alguien que sabe más que otro, y eso genera desequilibrios de poder y oportunidades. La teoría de Stiglitz, que puede aplicarse a todo tipo de relación, desde una transacción de negocios hasta los noviazgos, refuta la idea de los economistas clásicos, que asumen que todos los tomadores de decisiones tienen información perfecta. La última crisis financiera comprueba sus ideas: los banqueros ofrecían hipotecas a gente poco informada; Wall Street maquillaba su riesgo y vendía las deudas entre especuladores ávidos de ganancias rápidas. La burbuja se infló hasta que explotó y, como no había regulaciones, las ganancias quedaron en manos de privados y los costos fueron absorbidos por los gobiernos, algo que habían advertido Stiglitz y otros nerds. Un nerd como Stiglitz, que ha dedicado su existencia al cálculo aritmético y no tiene interés por asuntos tan humanos como los deportes o la ficción, puede explicar la vida de la sociedad moderna, su pasado y los días por venir. La nueva especie dominante escribe el mundo con lentes de aumento.
***
Joseph Stiglitz ha aprendido a vivir con la fama como si no fuera él a quien le toca. En The Fairmont, mientras acaba con los bocadillos, un vecino de otra sala mira a Stiglitz con fijación, mientras se rasca la barbilla. Va, viene y se peina el cabello, uno de esos gestos usuales de quien no se decide a interrumpir. El merodeo dura unos diez minutos, hasta que el desconocido se desanima y el Nobel parece no notarlo. Está hablando de sus problemas con el tiempo. Stiglitz, un economista neoclásico, es el mejor vendedor de la economía pop. En su más reciente viaje a China, uno de los vicepresidentes del Congreso Nacional del Pueblo se le presentó con una de sus primeras publicaciones en la mano. La había leído quince años atrás, cuando no era más que un economista de nivel medio. Era una edición en papel económico y tenía las páginas amarillentas y curvadas, y estaba subrayada y escrita en los márgenes.
—Fue conmovedor –dice de repente, y parpadea rápido; sonríe otra vez, y se disculpa por salir.
Estos días, millones de copias de sus dos docenas de libros recorren el mundo. Stiglitz ha tenido la habilidad de convertir en bestsellers temas de aridez desértica, como la macroeconomía, las regulaciones financieras y el comercio internacional o la propiedad intelectual y las privatizaciones. Para El malestar en la globalización se sentó a escribir varios meses durante jornadas de siete o más horas, de las que emergía con los ojos rojos. Su mujer, una ex redactora de finanzas, es también su consejera y editora. Llegó a corregirle doce borradores. Anya Schiffrin dice que fue agobiante, pero ese libro llevó a su marido a otro nivel de popularidad y justo a tiempo, pues, cuando el mundo explotaba con la crisis, Stiglitz se convertía en protagonista de una película: la suya.
Jacques Sarasin fue trabajador humanitario en África, circunstancial emprendedor en Argentina y vendedor de botes en su Suiza natal hasta que un día decidió convertirse en cineasta. Sarasin leyó El malestar en la globalización, llamó al Nobel, lo invitó a ver una película, fueron a cenar y, a la vuelta de una larga conversación, lo convenció de hacer Alrededor del mundo con Joseph Stiglitz. El filme repara en los fracasos y desafíos de la globalización para hacer al mundo más rico –o menos pobre– y se grabó en Estados Unidos, Ecuador, India, China y Botswana. En los primeros fotogramas, Stiglitz llega a Gary en un tren plateado y baja del vagón en un andén de deprimente concreto gris. Una estación vacía, viejas pipas echando humo blanco, la congestión de cemento y hierro hecha fábrica bajo una telaraña de cables de electricidad. El tren de Stiglitz deja la estación y la sirena de una patrulla se despega del sonido de fondo: Gary es una ciudad que boquea como un pez sin agua, un cementerio de óxido, un escombro en el derrumbe de Estados Unidos. En un momento, Stiglitz visita al alcalde del pueblo, Rudy Clay. El experto en globalización quiere saber cómo la globalización afectó a Gary y de qué modo respondió la ciudad. Clay viste un delicado terno gris, una camisa blanca y corbata color uva para recibir al hijo pródigo de la que hoy parece una ciudad fantasma. Stiglitz lleva también traje, pero el suyo es negro, como si asistiera a un velorio. Con tono pausado, Clay explica que se ha reunido treinta veces con inversores de China para convencerlos de montar en Gary las líneas de ensamblaje de los productos que fabrican en Oriente. Es una fotografía triste. Gary, cuando ascendía hacia las estrellas, fue llamada La ciudad del siglo. Hoy la ciudad natal de Stiglitz ruega clemencia al mundo.
—Eso es lo opuesto de lo que debiera estar pasando –dice Stiglitz al alcalde, que buscaba una ayuda y encontró sarcasmo.
Las entrevistas para la película sumaron seis horas y media de grabación entre Estados Unidos y China, y un Stiglitz entusiasta nunca perdió el tiempo en mirar su reloj.
—Joe quiere que lo entiendas y se toma el tiempo para explicar –dice Sarasin a través del ojo de Skype–. Te hace sentir que eres importante, no un estúpido.
Las crisis son momentos para profetas, y Stiglitz tiene feligresía. El mundo ha perdido la brújula, y él es de los pocos economistas con fondo para arriesgar un tratamiento a los desequilibrios entre quienes saben y no saben, tienen y no tienen. Su mérito es más que paradójico: puede criticar el discurso único dominante porque participó en las organizaciones que lo inocularon. Compartió el nido de las serpientes y, cuando se revolvió contra ellas a denunciar el veneno, las multitudes lo abrazaron. Quienes lo odian le gritarían traidor. Quienes lo aman, aliado.
—La globalización abrió oportunidades para encontrar nueva gente a la que explotar su ignorancia –dijo él, una vez, a Newsweek–. Y la encontramos.
Stiglitz admite que podría haber empezado a tirar de la frazada mucho antes para descubrir al FMI y al Banco Mundial, y que los abusos de las grandes empresas y gobiernos han llegado demasiado lejos. Pero es un profesor, no un político en busca de votos, y recién habló cuando las evidencias fueron irrefutables, como cuando el FMI y el gobierno de Estados Unidos recomendaban a las naciones asiáticas enfrentar su crisis de fin de siglo recortando gastos. Ahora ha adoptado una costumbre muy temprano, a la hora del desayuno: buscar las bombas de tiempo que esconde la economía mundial en las páginas de finanzas de The Wall Street Journal, Financial Times y The New York Times y en las columnas escritas por Paul Krugman y Martin Wolf, otros dos viudos de Keynes que piden al gobierno de Estados Unidos que salve al país gastando dinero mientras los conservadores proponen serruchar las patas de las camillas de los hospitales para ahorrar.
—Joe lee y dice: “Esto va a ser un problema” –cuenta su esposa, relajada en el sofá del President’s Club de The Fairmont–. Y acaba siendo un problema.
—¿Así de simple?
—Así de simple –sentencia Schiffrin–. Joe sabe cómo funciona el mundo.
Entender al mundo es una buena razón para excusar demoras.
Joseph Stiglitz comienza el día temprano: a las siete y media baja de su departamento con vista al río Hudson en el Upper West Side, en Manhattan, a una cuadra de la iglesia de Saint Paul & Saint Andrew y a unos minutos a pie del Museo de Historia Natural, y camina un buen rato por Central Park. Regresa a la casa por un café, que marea durante cuarenta y cinco minutos mientras desanda los periódicos, y allí agota la mañana escribiendo, sentado en el sillón con las iniciales «J.S.» que se llevó del Banco Mundial, rodeado de libros y papeles. Por la tarde, asiste a reuniones y, si le corresponde, da clases en la Universidadde Columbia. La noche es para una cena con su mujer o con amigos si es fin de semana. Antes de dormir, leerá y conversará otro tanto. Dejará sus gafas sobre la mesa de noche, junto a la pila de libros y las vitaminas. Stiglitz aborrece la televisión: al economista pop le parece una pérdida de tiempo, pero sí ve en DVD 30 Rock la serie donde la cadena de TV NBC está patas arriba y en manos de Jack Donaghy, el director ejecutivo protagonizado por el actor Alec Baldwin, un hipócrita adorable que añora a Ronald Reagan y esclaviza al personal para ocultar que en realidad es sensible. En 30 Rock, el personaje preferido de Stiglitz es el pasante multiuso Kenneth Parcel, un chico ingenuo y amable hasta el abuso. El pasante es hijo de un granjero que cría cerdos en un pueblito de Georgia y tiene una abnegación de misionero. En un episodio, su jefe lo encierra en un elevador con nueve personas, le informa que sólo hay aire para ocho y el bueno de Parcel se ofrece a volarse la cabeza de un disparo. Es un voluntario al sacrificio ante el problema básico del que se ocupala Economía: la escasez de recursos. En otro episodio de la serie favorita de Stiglitz, un sacerdote le pregunta a Donaghy si tiene fe.
—Por supuesto; tengo fe en cosas que pueda ver y comprar y desregular –dice el personaje dela NBC–. Mi religión es el capitalismo.
Stiglitz se ríe de las devociones de los conservadores.
Annya Schiffrin sugiere que, cuando su marido se concentra, se separa del mundo. El economista no deja de hacer una tarea hasta que la concluye, y en la red de la concentración pierde la noción del tiempo. Cuando comenzó a estudiar en el Massachusetts Institute of Technology, se convirtió en la estrella de la camada de doctores en Economía de su año encerrándose a estudiar y dormir en la oficina. Schiffrin insinúa que el Nobel tiene más parecido con un dinka del África que con un habitante de Kansas City. Los dinkas son una etnia de la cuenca del Nilo que vive de criar ganado: un dinka toma sus vacas y las lleva a pastorear en los campos ribereños, se sienta a esperar hasta que los animales terminan de comer y no hace nada más. Recién comenzará algo nuevo después de regresarlos a los corrales. Schiffrin dice que esa misma dedicación es evidente en su marido, los primos de su marido, los hijos y los nietos de su marido. Stiglitz viene de una tribu cerebral que agota las horas sin dar una respuesta por definitiva. Cuando piensa, el profesor que llega tarde es un velocista que pulveriza cronómetros y agota al tiempo por extenuación.
—Joe puede ser el máximo ejemplo de –profesor distraído–. En una discusión, él ya ha resuelto lo que otros tratan de entender –dice Ha-Joon Chang, el economista de Cambridge–. Se traslada a un argumento similar, resuelve ese, y está pensando en el siguiente paso lógico, así que cuando expresa sus pensamientos los demás quizás no entiendan de qué está hablando.
Después de estudiar en el MIT, Stiglitz siguió concentrado en pasarse las luces rojas de los formalismos y tomando todas las verdes del éxito académico. En las dos décadas siguientes cubrió posiciones en Cambridge, Yale, Oxford, Stanford y Princeton, la crema de la academia. Sus largas tardes y noches dedicadas a macerar ideas le pusieron en el pecho la medalla John Bates Clarke, que todavía hoy se entrega cada año al economista joven más influyente de Estados Unidos. Stiglitz tenía entonces treinta y cuatro años, y, a la par que no perdía el tiempo, construía el mito que asegura que él no es una persona común. Mientras sus colegas cuidan sus formas, él se pasea sin zapatos por su oficina, usa las mismas camisas celestes o blancas y los mismos pantalones caquis. Sus pelos se despeinan por nada y puede pasarse el día en reuniones con VIP sin notar que los cristales de sus anteojos de aumento están sucios de sebo.
A Stiglitz lo domina el afán de conocer, y para saber es preciso tiempo: perderlo hoy para ganarlo luego. Stiglitz ha estudiado y estudia mucho: él mismo es la premisa de su teoría de la información asimétrica que gana por acumulación de poder y acceso. Tiene reuniones de largo aliento para discutir nuevos modelos y teorías. Conversador nato, sus charlas de sobremesa pueden romper un récord y sus reuniones de media hora en la universidad nunca duran media hora. Stiglitz llega tarde para adelantarse al futuro. En su universo, la importancia de las cosas no está determinada por el reloj. Para saber arreglar la economía, en la que el tiempo es uno de los bienes más escasos y complejos de administrar, Stiglitz ha debido aprender a perderlo. Le ha robado horas con impunidad a la trivialidad del calendario para entender los mecanismos que mueven al poder y encontrarles una solución. Llegar tarde es su modo de estar a tiempo, de ser el hombre indicado en el momento correcto.
Ahora, en The Fairmont, Stiglitz come sus últimas uvas cuando su mujer regresa de hacer llamadas de un pasillo del President’s Club. No hay tiempo para más. Una mesa los espera en Ris, un restaurante de autor en Washington DC, muy cerca del hotel, luego debe descansar. Schiffrin lo apura. Stiglitz se disculpa con la mirada. Mañana espera otro viaje, otra batalla por el mundo por el que Joseph Stiglitz va a seguir perdiendo el tiempo. Stiglitz se embucha una última uva. De salida, dice ser optimista, muy a pesar de la crisis. En su mente, el capitalismo del siglo XXI va a ser más democrático, pero las naciones que deseen crecer deben educarse más y tomar decisiones por sí mismas. Volverse adultos es un asunto que siempre excede al tiempo. Stiglitz toma su saco y Schiffrin le cuenta que, de regreso a la sala, se había cruzado con Jack McBryer, el actor que interpreta al pusilánime Kenneth Parcel en 30 Rock. El actor esperaba a alguien frente al escritorio de la concierge del President’s Club. Schifrrin dice que McBryer es idéntico –idéntico– a su personaje. Stiglitz festeja el hallazgo, ríe y se acomoda los pantalones.
—¿Le dijiste que somos sus fans? –le pregunta.
Como es que Indonesia, un país con casi 300 millones de Habs. y poco menos de 2 millones de km2, sea considerado un país «minúsculo» (junto con Ecuador)?