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Ahora no lo parece, pero esta historia tiene final feliz.

Dentro de unas dos horas LA fotografía estará en Washington, desde allí se enviará a todo el mundo, el fotoperiodista se habrá calmado, y mañana será portada de The New York Times y The Washington Post. Pero ahora no. Ahora el fotoperiodista –un salvadoreño llamado Chico Campos– maldice, se tensa, por ratos quiere que se lo trague la tierra. Acaba de cometer un error del tamaño de una catedral: se ha distraído en el revelado, ha puesto los rollos en el químico equivocado y ha arruinado el trabajo de toda la mañana.

Hoy es 16 de enero de 1992 y faltan menos de dos horas para el mediodía, la hora a la que el material debería estar enviado. Chico Campos, el responsable gráfico en San Salvador de la agencia Associated France Presse (AFP), acaba de echar a perder todas las imágenes sobre las celebraciones por los Acuerdos de Paz.

Faltan menos de dos horas y aún no ha sido tomada LA fotografía.

Hay tiempo, piensa Chico Campos. Prepara de nuevo los químicos, sale disparado de la oficina –ubicada cerca del redondel Baden-Powell, en la colonia Miramonte–, se sube en su vespa y gira el acelerador rumbo a plaza Gerardo Barrios, a ver si puede al menos salvar el día.

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Desde que la imagen y la palabra se aliaron para bien del periodismo, los grandes acontecimientos de la historia –las guerras en particular– tienden a cristalizarse en una fotografía que, para la conciencia colectiva de un país o de la humanidad entera, se convierte en LA fotografía. Sin concursos ni encuestas ni votaciones. Simplemente sucede. Una niña asiática que corre desnudada por el napalm remite a la Guerra de Vietnam. El pelotón de soldados que clava en Iwo Jima el mástil con la bandera estadounidense condensa cuatro años de encarnizados combates en las islas del Pacífico durante la II Guerra Mundial. El miliciano captado por Robert Capa cuando recibía un balazo simboliza toda la Guerra Civil Española.

—Chico, ¿vos cuál creés que es LA foto de la Guerra Civil de El Salvador?
—Por toda la repercusión que tuvo, creo que la foto de la Paz sí es esta –me dice Chico Campos 20 años después, sentados en un puesto de tortas a apenas tres cuadras del lugar donde tomó la fotografía–, pero LA foto de la guerra… No, no creo… Ni las que tomaron los fotoperiodistas extranjeros… No creo que haya una que todo el mundo la vea y diga: ah, la guerra de El Salvador, ¿va? Que yo recuerde, no hay.

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Este 16 de enero no es una sorpresa para nadie. Las negociaciones entre el Gobierno y la guerrilla del Frente Farabundo de Liberación Nacional (FMLN) cuajaron el 31 de diciembre pasado, y desde hace días se sabe que el presidente de la República y los comandantes guerrilleros firmarán hoy los Acuerdos en el castillo de Chapultepec, en México DF. En El Salvador los bandos en contienda han organizado actividades conmemorativas, sin corbatas, y la más significativa sin duda es la masiva concentración de simpatizantes efemelenistas en la plaza Gerardo Barrios, el corazón de la capital.

Chico Campos se reunió días atrás con dos de sus compañeros: Pedro Ugarte, enviado por la agencia desde Nicaragua para reforzar la cobertura; y Yuri Cortez, el stringer, al que se le paga por foto. A los dos les dijo que el jefe regional en Costa Rica había sido muy explícito: El Salvador sería este jueves plato fuerte de la agenda internacional, y las imágenes debían enviarse antes del mediodía, para que los diarios europeos las tuvieran antes de su cierre. Con esta orden como premisa inamovible, el plan de los fotoperiodistas se simplificó: Yuri al cerro Guazapa, a Las Moras, el campamento guerrillero más cercano, para poder regresar a tiempo; y los dos más experimentados, a la Gerardo Barrios.

Son las 9:15 de la mañana, y Chico Campos ha gastado dosquetrés rollos. Busca a Pedro, le pide su material y se retira tranquilo para revelarlo. Va sobrado de tiempo. Cuando pasa frente al parque Infantil, al ver que sobre la 7.ª calle poniente viene una manifestación de efemelenistas rumbo a la plaza, parquea la vespa en cualquier lado –sin cadena, sin candado, son otros tiempos– y dispara unos cuadros más.

Ya en la oficina, en la oscuridad del cuarto oscuro, Chico Campos mete los cuatro rollos en el químico fijador sin haberlas revelado aún. Sus fotos y las de Pedro se desintegran.

—Naaaada, de ahí no se rescataba naaaada –me dirá 20 años después–. ¿Y qué me quedaba? Pues comenzar de nuevo.

Faltan menos de dos horas para el mediodía.

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Francisco Javier Campos Sosa nació el 2 de enero de 1954. Tiene 38 años, y cree que ya va siendo hora de asentar tantito su vida. Se ha casado hace pocos meses con Ana Delmy, y viven juntos en una modesta casita en la colonia Jardín de Mejicanos. En 1993, el próximo año, nacerá Mónica, la que será su única hija.

El gusto por la fotografía le viene desde niño, pero fue a partir de 1979 cuando empezó a tomárselo en serio. Voluntario en Comandos de Salvamento, consiguió una camarita de 8mm y comenzó a fotografiar accidentes y rescates, para facilitar luego los negativos a los periódicos locales y promocionar así la labor de la oenegé. En esas conoció a un fotógrafo del diario El Mundo que logró abrirle puertas, y en 1981 publicaron su primera foto: un incendio.

Hace 10 años, cuando la guerra comenzaba, Chico Campos renunció a su bien remunerado trabajo de jefe de control de producción en IMSA, una empresa que fabricaba estructuras metálicas. Ganaba como 900 colones al mes y en El Mundo empezó con 200 colones.

Durante la primera mitad de la guerra tomó fotos y escribió notas para El Mundo; también hizo radio en una emisora llamada Radio Sonora, y comenzó a estudiar Periodismo en la Universidad de El Salvador. Uno de sus profesores fue Iván Montecinos, el corresponsal de la AFP, que lo llamó para trabajar como stringer apenas se desocupó esa plaza. Fue solo cuestión de tiempo que le ofrecieran un contrato para incorporarse de lleno en la agencia.

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La vespa vuela hacia la plaza Gerardo Barrios. La parquea en cualquier lado –otros tiempos–, y Chico Campos sube directo a la generosa tarima que han instalado frente a la entrada principal del Palacio Nacional. En ese momento no hay ningún otro periodista. Contra el reloj, su idea es tomar una panorámica de la multitud, para que al menos se sienta la celebración, pero estando ahí parado ocurre algo que no está en ningún guión.

—Yo no estuve mucho tiempo en la tarima, 10 o 15 minutos –me dirá 20 años después–. La cosa es que unas mujeres empezaron a bailar algo folclórico, y me dije: tomo un par de cuadros más para terminar el rollo y me zafo. En el baile las mujeres caminaban para atrás y para adelante, y saludaban al público con las manos abiertas. Les sacaron unos canastos, no se veía qué tenían, pero por cómo iba la cosa entendí que iban a agarrar algo para ofrendarlo. Cuando vi que eran palomas, me preparé, busqué la composición y disparé cuatro o cinco veces. Solo en la que fue publicada están las palomas así.

No que tiene LA fotografía, obvio, pero Chico Campos cree tener una buena foto. Se lo dice el instinto. Busca de nuevo a Pedro, le pide su material y vuela de regreso a la oficina.

Revela, esta vez sin inconvenientes, y envía a Washington unas ocho o diez imágenes de los tres fotoperiodistas. La foto de las palomas la envía de un solo en color. Ha visto el negativo y le tiene confianza.

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El éxito de LA fotografía quizá radica en su simpleza: en primer plano, las dos mujeres de blanco con los brazos extendidos porque acaban de soltar unas palomas de Castilla –grises, no blancas– que se desviven por alzar el vuelo; en un segundo plano, amontonados en la plaza, se ve a centenares de simpatizantes del FMLN con muchas banderas rojas y pocas azul y blanco, y adelante, media docena de fotógrafos en el lugar equivocado; de fondo, el alma de la imagen, el esqueleto de una Catedral metropolitana aún sin terminar, un feo armazón de concreto sin azulejos de Llort ni cúpulas en las torres, recubierta por incontables pancartas políticas, tosca, ruda, ofensiva, la metáfora de un país consumido por una guerra civil; detrás, el cielo luce limpio y caluroso.

—Hubiera sido aún mejor si toda la gente hubiera estado celebrando, con las banderas levantadas –me dirá 20 años después.

La imagen también traspira pureza: sin apenas edición, sin fotosops que realcen las palomas –a las que cuesta identificar en una primera mirada– o para avivar colores. Es una foto de lugar indicado en momento preciso, sin conservantes ni colorantes.

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Mañana, cuando Chico Campos llegue a la oficina, comenzará a leer los faxes con las felicitaciones llegadas desde las principales oficinas de la AFP en todo el mundo. Desde París: “Felicitaciones por su cobertura de los Acuerdos de Paz en El Salvador, que fue muy rápida, abundante y muy variada”. Desde Washington: “Francisco, felicitations por tu excelente trabajo de ayer, comencé mi día por ver tu foto de las palomas en la primera página del New York Times y del Washington Post”. Desde Buenos Aires: “Muchas felicitaciones y deseos de que este buen comienzo de año perdure”. Desde San José: “Sobran las palabras cuando las imágenes son elocuentes de su excelente trabajo”.

Su fotografía, que con las prisas bautiza como Dos mujeres sueltan palomas, terminará convertida en LA fotografía, la imagen que los salvadoreños asociamos con los Acuerdos de Paz, mucho más que cualquiera de las que se tomaron en Chapultepec. Imposible saber cuántos periódicos la publicarán en todo el mundo, pero con los días Chico Campos logrará tener una carpeta con recortes y fotocopias de diarios estadounidenses, españoles, franceses, japoneses, colombianos, argentinos… Quizá nunca el trabajo de un salvadoreño haya sido tan difundido en tan poco tiempo.

—De los recortes que tengo solo el USA Today puso mi nombre –me dirá 20 años después, mientras estemos comiendo una torta mexicana de $1.50 en el centro de San Salvador–; en todos los demás el crédito que apareció fue solo AFP.

Es el precio que se paga por trabajar para una agencia internacional. Pero quién sabe, quizá dentro de 20 años alguien se tome la molestia de detallar cómo y quién tomó LA fotografía de los Acuerdos de Paz, esta imagen que hoy se está distribuyendo por las redacciones de medio mundo y que de alguna manera también contribuirá a que este 16 de enero de 1992 termine siendo en un día tan especial en la historia de El Salvador.

Foto Francisco Campos.

Foto Francisco Campos.

El hombre que cae

Publicado: 4 febrero 2014 en Tom Junod
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En la fotografía, él parte de esta tierra como una flecha. Aunque no ha escogido su destino, parece como si en los últimos instantes de su vida se hubiera abrazado a él. Si no estuviese cayendo, bien podría estar volando. Parece relajado, precipitándose por los aires. Parece cómodo en garras del inimaginable movimiento. No parece intimidado por la succión divina de la gravedad o por lo que le espera más abajo. Sus brazos están a los costados, sólo ligeramente abiertos. Su pierna izquierda está doblada en la rodilla, casi de manera casual. Su camisa blanca –o casaquilla o sotana– se ondula libremente fuera de sus pantalones negros. Todavía tiene sus zapatillas de bota alta en sus pies. En todas las demás fotografías, la gente que hizo lo mismo que él –es decir, saltar– resulta insignificante ante el telón de fondo de las torres, que asoman como colosos, y ante los sucesos propiamente dichos. Algunos están sin camisa. Sus zapatos salen volando mientras ellos se agitan y caen. Parecen confundidos, como si estuvieran tratando de nadar por el costado de una montaña, colina abajo.

El hombre de la fotografía, en cambio, está en perfecta posición vertical, y también lo está de acuerdo con las líneas de los edificios detrás de él. Él los separa, los divide en dos. Todo lo que queda a la izquierda de la foto es la Torre Norte del World Trade Center. Todo lo que está a la derecha es la Torre Sur. Aunque no es consciente del balance geométrico que ha logrado, él es el elemento esencial en la creación de una nueva bandera, un estandarte compuesto sólo por barras de acero que brillan al sol. Algunas personas que miran la foto ven en ella estoicismo, fuerza de voluntad, un retrato de la resignación. Otras ven algo más, algo discordante y, por lo tanto, terrible: libertad. Hay algo casi subversivo en la posición del hombre, como si una vez frente a lo inevitable de la muerte hubiera decidido seguirle el paso. Como si él fuera un misil, una lanza, decidido a alcanzar su propio fin.

Quince minutos después de las 9:41 a.m. EST [1], en el momento en que se tomó la foto, él está, en términos de física pura, acelerando a una velocidad de novecientos ochenta centímetros por segundo elevado al cuadrado. Pronto estará viajando por encima de los doscientos cuarenta kilómetros por hora, y aparece de cabeza. En la foto está congelado. En su vida fuera del encuadre está cayendo y seguirá cayendo hasta desaparecer. El fotógrafo no es ajeno a la historia. Él sabe que se trata de algo que sucederá después. En el momento real en que la historia se va creando lo hace en medio del terror y la confusión, de modo que depende de gente como él, testigo pagado, tener la serenidad de asistir a su creación. Este fotógrafo posee esa serenidad y la tuvo siempre, desde que era joven. A los veintiún años estuvo parado justo detrás de Bobby Kennedy en el momento en que le dispararon en la cabeza. Su casaca se manchó con la sangre de Kennedy, pero él saltó sobre una mesa y tomó fotos de los ojos abiertos y abatidos de Kennedy, y luego de Ethel Kennedy agachándose sobre su marido y rogando a los fotógrafos –rogándole a él– que no tomaran fotos.

Richard Drew nunca ha hecho algo así. Aunque ha conservado su casaca manchada con la sangre de Kennedy, nunca ha dejado de tomar una fotografía, nunca ha desviado su mirada. Trabaja para la agencia de noticias Associated Press. Es periodista. No depende de él rechazar las imágenes que aparecen dentro de su encuadre porque uno nunca sabe cuándo se hace la historia hasta que uno la hace. Ni siquiera depende de él distinguir si un cuerpo está vivo o muerto, porque la cámara no se ocupa de tales distinciones y su negocio es fotografiar cuerpos, como todos los fotógrafos. De hecho, él estaba fotografiando cuerpos aquella mañana del 11 de setiembre de 2001. Por encargo de AP, Drew fotografiaba un desfile de modas de ropa de maternidad en Bryant Park, notable, según él, «porque desfilaban modelos realmente embarazadas». Tenía cincuenta y cuatro años. Usaba anteojos. Era de escasa cabellera, barba canosa y cabeza dura.

Durante toda una vida de tomar fotografías, Drew ha encontrado la manera de ser una persona de modales suaves y bruscos al mismo tiempo, paciente y muy, muy rápido. Ese día estaba haciendo lo que siempre hace en los desfiles de modas, delimitando su territorio, cuando un camarógrafo de la CNN con un audífono en el oído dijo que un avión se había estrellado contra la Torre Norte y el editor de Drew llamó a su celular. Él empacó su equipo en un bolso y se las ingenió para tomar el metro hacia el centro de la ciudad. Aunque todavía estaba en funcionamiento, Drew fue el único que lo utilizó. Se bajó en la estación Chambers Street y vio que ambas torres se habían convertido en chimeneas. Caminó hacia el oeste, donde las ambulancias se estaban reuniendo, porque los enfermeros «no suelen echarnos del lugar de los hechos». Luego escuchó los gritos ahogados de la gente. La gente en tierra lanzaba gritos ahogados porque algunas personas estaban saltando del edificio.

Empezó a tomar fotografías con su lente de doscientos milímetros. Estaba parado entre un policía y un asistente de emergencias, y siempre que uno de ellos gritaba «Allí viene otro», su cámara encontraba el cuerpo cayendo y lo seguía hacia abajo durante una secuencia de unas nueve a doce fotografías. Fotografió entre diez y quince de estas personas antes de escuchar el estruendo en la Torre Sur y presenciar su colapso a través de la exclusividad de su lente. Se vio atrapado en una ruina móvil, pero agarró una máscara de una ambulancia y fotografió la parte más alta de la Torre Norte mientras «explotaba como un hongo» y llovían escombros. Entonces descubrió que sí existe aquello de estar demasiado cerca y decidió que había completado sus obligaciones profesionales. Richard Drew se unió a la horda de cenicienta humanidad rumbo al norte y caminó hasta llegar a su oficina en Rockefeller Center.

No había terror ni confusión en la agencia Associated Press. En vez de eso se impuso la sensación de estar fabricando la historia. Aunque la oficina estaba tan abarrotada de gente como él la había visto siempre, también podía sentirse «la maravillosa calma que entra en juego cuando la gente realmente está inmersa en su trabajo». De modo que Drew hizo lo siguiente: insertó el disco de su cámara digital en su laptop y reconoció al instante lo que sólo su cámara había visto, algo icónico en el prolongado aniquilamiento de un hombre que cae. No tuvo que ver ninguna otra fotografía de la secuencia: no era necesario. «En la edición de fotos aprendes a buscar el encuadre», explica. «Tienes que reconocerlo. Esa foto saltaba de la pantalla sencillamente por su verticalidad y simetría. Tenía sencillamente esa apariencia». Envió la imagen al servidor de AP. A la mañana siguiente apareció en la página siete de The New York Times. Se publicó en cientos de periódicos en todo el país, en todo el mundo. El hombre dentro del encuadre, el hombre que cae, no estaba identificado.

***

Ellos empezaron a saltar poco después de que el primer avión se estrellara contra la Torre Norte, poco después de que empezara el incendio. Siguieron saltando hasta que la torre se derrumbó. Saltaban por las ventanas que ya estaban rotas y luego, más tarde, por las ventanas que ellos mismos rompían. Saltaban para escapar del humo y del fuego. Saltaban cuando los techos caían y los suelos colapsaban. Saltaban sólo para respirar una vez más antes de morir. Saltaban continuamente de los cuatro costados del edificio y de todos los pisos que estaban por encima y alrededor de la herida fatal del edificio. Saltaban de las oficinas de Marsh & McLennan, la compañía de seguros. De las oficinas de Cantor Fitzgerald, la compañía comercializadora de bonos. De Las Ventanas Sobre el Mundo, el restaurante ubicado en los pisos ciento seis y ciento siete, la cima. Durante más de una hora y media, las personas que se lanzaban fueron un torrente que manaba del edificio. Una después de otra, consecutivamente más que en masa, como si cada individuo necesitara ver a otro individuo saltando antes de reunir el coraje para saltar él mismo.

Una fotografía, tomada a la distancia, muestra a la gente saltando en una secuencia perfecta, como paracaidistas, formando un arco compuesto de tres personas cayendo en picada y distanciadas por el mismo espacio. De hecho, hubo historias sobre algunos que intentaron hacer paracaidismo antes de que la fuerza generada por su caída arrancara de sus manos las cortinas, los manteles, las telas desesperadamente unidas. Todos estaban obviamente vivos en su camino hacia abajo, y su camino hacia abajo duraba cerca de diez segundos. Todos estaban no sólo obviamente muertos a la hora de tocar el suelo, sino destrozados en cuerpo –aunque recemos para que no lo estuvieran en alma. Uno cayó sobre un bombero y lo mató. El cuerpo del bombero fue ungido por el sacerdote Mychal Judge, cuya propia muerte, tiempo después, fue tomada como ejemplo de martirio luego de que la foto –el cuadro redentor– de los bomberos cargando su cuerpo en medio de los escombros diera la vuelta al mundo.

Desde el principio, el espectáculo de la gente destinada a saltar desde los pisos más altos del World Trade Center se resistió a convertirse en un acto de redención. Esas personas fueron llamadas saltadores o los saltadores, como si representaran una nueva clase. La difícil prueba que cientos soportaron en el edificio y luego en el aire se convirtió también en una prueba para las miles de personas que los miraban desde el suelo. Nadie pudo acostumbrarse jamás: nadie que haya visto esas escenas habría querido verlas de nuevo, aunque muchos –por cierto– hayan vuelto a verlas. Cada saltador, sin importar cuántos hubiera, traía consigo horror fresco, provocaba pánico, era una prueba para el espíritu, asestaba un golpe definitivo. De cualquier forma, aquellas caídas a través del espacio eran espeluznantemente silenciosas. Los que gritaban eran aquellos que estaban en tierra.

Fue el panorama de los saltadores el que instó al alcalde Rudy Giuliani a decirle a su jefe policial: «Ahora estamos en aguas desconocidas». Fue el panorama de los saltadores el que instó a una mujer a gemir: «¡Dios, salva sus almas! ¡Están saltando! ¡Oh, por favor, Dios, salva sus almas!». Y fue, por último, el panorama de los saltadores el que proporcionó la medida correctiva para esos que insistían en decir que aquello que estaban presenciando era «como una película», pues era un final tan inimaginable como insoportable. Eran estadounidenses respondiendo al peor ataque terrorista de la historia del mundo con actos de heroísmo, con actos de sacrificio, con actos de generosidad, con actos de martirio y, por una terrible necesidad, con un prolongado acto (si estas palabras pueden ser aplicadas a un asesinato masivo) de un suicidio en masa.

La mayoría de periódicos estadounidenses publicó la fotografía que Richard Drew tomó del hombre que cae una sola vez. Diarios de todo el país, desde el Fort Worth Star-Telegram hasta el Memphis Commercial Appeal y The Denver Post, fueron forzados a defenderse contra los cargos que se les imputaba por explotar la muerte de un hombre, quitarle su dignidad, invadir su privacidad y convertir la tragedia en una pornografía de miradas lascivas. La mayoría de cartas de quejas señalaba lo obvio: alguna persona que viera la imagen podría saber de quién se trataba. Aun así, la fotografía de Drew se convirtió de inmediato en algo icónico y prohibido: el sujeto que caía no fue reconocido.

Un editor del Toronto Globe and Mail envió a un reportero llamado Peter Cheney a resolver el misterio. Al principio, Cheney se sintió abatido ante su tarea. Después de todo, la ciudad completa estaba empapelada con volantes mostrando los rostros de los desaparecidos, de los perdidos y de los muertos. Luego se afanó y envió la fotografía digital a una tienda que la hizo más clara y la mejoró. En ese momento empezó a surgir la información: él pensaba que era probable que no se tratara de un hombre negro, sino de una persona de piel oscura, posiblemente alguien de origen latino. Tenía una chiva. Y la camisa blanca que salía de sus pantalones negros no era una camisa, sino que parecía una especie de túnica, el tipo de casaquillas que usan los empleados de los restaurantes.

Las Ventanas Sobre el Mundo, ese restaurante ubicado en los pisos ciento seis y ciento siete de la Torre Norte, perdió a setenta y nueve empleados el 11 de setiembre, así como a noventa y un clientes [2]. Era muy probable que el hombre que cae estuviera entre ellos. ¿Pero cuál de todos podía ser? Después de comer, Cheney pasó una noche discutiendo el asunto con unos amigos, luego se despidió y caminó a través de Times Square: fue pasada la medianoche, ocho días después de los ataques. Los afiches de los desaparecidos todavía estaban por todas partes, pero Cheney logró concentrarse en uno que parecía surgir ante él: un afiche con el retrato de un hombre que trabajaba en Las Ventanas Sobre el Mundo de chef de pastelería, vestido con una túnica blanca, que usaba una chiva y era latino. Su nombre era Norberto Hernández. Vivía en Queens. Cheney llevó la impresión mejorada de la fotografía de Drew a la familia y se concentró en el hermano de Norberto Hernández, Tino, y en su hermana Milagros. Ellos dijeron que sí, que era Norberto.

Milagros había visto imágenes de gente saltando aquella terrible mañana, antes de que las estaciones de televisión dejaran de transmitir las escenas. Había visto que uno de los saltadores se distinguía por la gracia de su caída (por su parecido a un clavadista olímpico) y supuso que debía ser su hermano. Ahora lo vio y lo supo. Todo lo que quedaba por hacer era que Peter Cheney confirmara su identificación con la esposa de Norberto y sus tres hijas. Pero ellas no querían hablar con él, sobre todo después de que los restos de Norberto fueran encontrados e identificados por el sello de su ADN, un torso y un brazo. Entonces Cheney asistió al funeral. Llevó consigo la impresión de la fotografía de Drew y se la mostró a Jacqueline Hernández, la hija mayor de Norberto. Ella miró la foto brevemente, luego miró a Cheney y le ordenó que se marchara. Lo que recuerda que le dijo, en medio de su ira, de su ofendido dolor, fue: «Ese pedazo de mierda no es mi padre».

** *

La resistencia a la fotografía, a todas las fotografías, empezó de inmediato. Empezó en el suelo. Una madre susurraba a su distraído niño una mentira piadosa: «Quizá sean sólo pájaros, cariño». Bill Feehan, el segundo al mando del departamento de bomberos, capturó a un peatón que estaba filmando vistas panorámicas de los saltadores con su cámara de video, le exigió que la apagara y le espetó: «¿Es que no tiene ni un poco de decencia humana?». Luego él mismo murió cuando el edificio se vino abajo. En el día de la historia del mundo más fotografiado y grabado, las imágenes de gente saltando fueron las únicas que se convirtieron por consenso en tabú: las únicas imágenes sobre las cuales los estadounidenses se sentían orgullosos de desviar sus ojos. En todo el mundo la gente vio cómo surgía la corriente humana desde la cima de la Torre Norte, pero aquí, en Estados Unidos, lo vimos sólo hasta que las cadenas de televisión decidieron no permitir esas imágenes terribles, por respeto a las familias de aquellos que morían de manera tan pública.

La CNN mostró las imágenes en vivo, antes de que la gente que trabajaba en la sala de redacción supiera lo que estaba sucediendo. Pero luego, después de lo que Walter Isaacson (por entonces director de la sala de redacción de esa cadena) llama «discusiones agonizantes», sólo las mostraron cuando las personas de las imágenes aparecían borrosas y eran imposibles de identificar. Finalmente dejaron de mostrarlas del todo. Y así continuó. En 9/11, un documental extraído de una cinta de video filmada por los hermanos franceses Jules y Gedeon Naudet, los realizadores incluyeron un sampling acústico del estruendo, de las explosiones veloces que los saltadores hacían al momento del impacto, pero editaron y dejaron afuera lo más perturbador de aquellos sonidos: la extrema frecuencia con la que ocurrían. En Rudy, el docudrama protagonizado por James Woods en el papel del alcalde Giuliani, las imágenes de archivo de los saltadores fueron incluidas al principio, pero luego las retiraron. En Here is New York, una extensa exhibición de fotos del 11/9 seleccionadas del trabajo de fotógrafos tanto amateurs como profesionales, la sección titulada «Víctimas» presentaba una sola imagen de los saltadores tomada a una respetuosa distancia. Junto a ella, en la página web de Here is New York, un visitante hace el siguiente comentario: «Esta imagen es lo que me alegró de la censura (sic) en la interminable persecucióncobertura mediática». Más y más, los saltadores –y sus imágenes– fueron quedando relegados a la parte más débil de Internet, esos sitios web provocadores que también trafican con fotos de la autopsia de Nicole Brown Simpson [3] y la cinta de video de la ejecución de Daniel Pearl [4], donde es imposible mirar las imágenes sin tener sentimientos de vergüenza y culpa.

En una nación de voyeuristas, el deseo de enfrentar los aspectos más perturbadores de nuestro día más perturbador fue adscrito de alguna manera al voyeurismo, como si la experiencia de los saltadores fuera, en vez de la parte central del horror, algo tangencial, un espectáculo secundario que debería ser olvidado. Y no fue un espectáculo secundario. Los cálculos más respetados de gente que saltó hacia la muerte fueron preparados por The New York Times y USA Today. Ambas cifras difieren drásticamente. El Times, reconocidamente conservador, decidió contar sólo lo que sus reporteros vieron en las imágenes que recolectaron, y obtuvo la cifra de cincuenta personas. El USA Today, cuyos editores utilizaron historias de testigos y evidencia forense, además de lo que encontraron en video, llegó a la conclusión de que al menos doscientas personas murieron al saltar.

Ambos cálculos de pérdidas humanas son intolerables, pero si el número suministrado por USA Today es acertado, entonces entre el siete y ocho por ciento de aquellos que murieron en Nueva York el 11 de setiembre murieron saltando de los edificios. Esto significa que si consideramos sólo la Torre Norte, de donde proviene la vasta mayoría de saltadores, es probable que el promedio sea una de cada seis personas. Sin embargo, si llamamos al Medical Examiner’s Office de Nueva York para obtener sus propias cifras, no recibiremos una respuesta sino una admonición: «No nos gusta decir que saltaron. Ellos no saltaron. Nadie saltó. Fueron forzados hacia el exterior». Y si buscamos a través de Google con las palabras «¿Cuántos saltaron el 11/9?», caeremos en una especie de trampa, «Fuera. No hay saltadores aquí», en la que la carnada es la necesidad que tiene uno de saber: «Tengo al menos tres entradas en mi computadora que me muestran si alguien está investigando en Google cuántas personas saltaron del World Trade Center. Mi correo del 11 de setiembre hizo mención a ese terrible acontecimiento (sic), de modo que ahora cualquier pervertido que esté buscando eso recibirá el URL de mi página web. Estoy enojado. Lo intenté, pero no puedo encontrar ninguna razón para que alguien quisiera saber algo como eso. Lo que sea. Si es por eso que estás aquí, te fregaste. Ahora lárgate».

Eric Fischl no se largó. Tampoco se dio la vuelta ni desvió sus ojos hacia otro lado. Un año antes del 11 de setiembre había tomado fotografías de una modelo haciéndola rodar por el suelo en un estudio. Pensaba utilizar las imágenes como base para una escultura. Luego había perdido a un amigo que quedó atrapado en el piso 106 de la Torre Norte. Y ahora, mientras trabajaba en su escultura, buscaba la manera de expresar los puntos extremos de sus sentimientos con un monumento a lo que él llama «los puntos extremos de elección» que tuvieron que afrontar las personas que saltaron. Trabajó nueve meses en una escultura de bronce más- grande que- la-vida a la que llamó Tumbling Woman [5], y al transformar a una mujer rodando por el piso en una mujer que rueda a través de la eternidad, logró transfigurar el horror local de los saltadores en algo universal. Logró redimir una imagen considerada irredimible.

Es posible que Tumbling Woman haya sido la imagen redentora del 11/9. Sin embargo, no sólo generó resistencia, sino que fue rechazada. El día en que se exhibió en el Rockefeller Center de Nueva York, Andrea Peyser, del New York Post, la denunció en una columna titulada «Vergonzoso ataque del arte», en la que argüía que Fischl no tenía ningún derecho a sorprender a los neoyorquinos con la destilación de sus tristezas. Argumentaba, en esencia, el derecho a mirar hacia otro lado. Ya que fue basada en una modelo que rodaba por el suelo, la estatua fue tratada como una evocación del impacto, un retrato de violencia literal más que figurativa. «Estaba intentando decir algo sobre lo que todos sentimos», explica Fischl, «pero la gente pensó que yo buscaba quitarles algo que sólo ellos poseían. La gente pensó que yo estaba intentando decir algo sobre las personas que sólo ellos han perdido». Esa imagen no es mi padre. Usted ni siquiera conoce a mi padre. ¿Cómo se atreve a tratar de decirme lo que siento por mi padre? Fischl tuvo que pedir disculpas. «Sentí vergüenza de haber contribuido a intensificar el dolor de alguien». Pero nada importó. Jerry Speyer, un miembro del directorio del Museo de Arte Moderno que dirige el Rockefeller Center, puso fin a la exposición de Tumbling Woman después de una semana. «Le rogué que no lo hiciera», cuenta Fischl. «Yo pensaba que si podíamos mantener la exhibición, emergerían otras voces y saldríamos airosos. Él me dijo: “No lo entiendes. Estoy recibiendo amenazas de bombas”. Le respondí: “La gente que ha perdido a sus seres queridos por el terrorismo no va a bombardear a nadie”. Pero él replicó: “No puedo correr el riesgo”». Y ahí quedó todo.

***

Las fotografías mienten. Incluso las grandes fotografías. Sobre todo las grandes fotografías. El hombre que cae en la imagen de Richard Drew cayó como lo sugería la foto sólo durante una fracción de segundo. Luego siguió cayendo. La fotografía funcionó como un estudio de la verticalidad perdida, una fantasía de líneas rectas con una figura humana que se astillaba en el centro como una púa. Sin embargo, el hombre que cae cayó en realidad sin la precisión de una flecha ni la gracia de un clavadista olímpico. Cayó como el resto, como todos los demás saltadores: tratando de aferrarse a la vida que estaban dejando. Es decir, cayó de forma desesperada, sin elegancia alguna. En la famosa fotografía de Drew, su humanidad concuerda con las líneas de los edificios. En el resto de la secuencia, otras once tomas, su humanidad es una cosa aparte. El hombre no está engrandecido por la estética. Es simplemente un ser humano, y esa humanidad, asustada y en algunos casos en posición horizontal, destruye cualquier otra cosa de ese encuadre.

En la secuencia completa de las fotos, la verdad está subordinada a los hechos que emergen despacio, sin piedad, cuadro por cuadro. En esa secuencia, el hombre que cae muestra su rostro a la cámara en dos cuadros anteriores al que fue publicado, y después de eso hay un develamiento, casi un descascaramiento, como si la fuerza generada por la caída le desgarrase de la espalda su casaquilla blanca. Los hechos que aparecen en la secuencia completa sugieren que Peter Cheney, el reportero del Toronto Globe and Mail, tenía razón en algunos aspectos relacionados con sus esfuerzos por resolver el misterio presentado por la foto publicada de Drew.

El hombre que cae tiene la piel oscura y una chiva. Probablemente se trata de un empleado del servicio de comidas. Parece desgarbado, con la largura y delgadez de su rostro, a manera de un Cristo medieval, posiblemente acentuadas por el empuje del viento y la fuerza de la gravedad. Pero setenta y nueve personas murieron la mañana del 11 de setiembre cuando fueron a trabajar a Las Ventanas Sobre el Mundo. Otras veintiuna murieron mientras trabajaban en Forte Food, un servicio de catering que servía comida a los negociantes de Cantor Fitzgerald. Muchos de los muertos eran latinos y hombres negros de piel ligeramente clara, hindúes o árabes. Muchos tenían pelo oscuro y corto. Muchos tenían bigotes y chivas.

De hecho, a cualquiera que intente imaginar la identidad del hombre que cae, las pocas características que pueden discernirse de las series originales de fotos le generan tantas posibilidades como las que excluyen. Existe, sin embargo, un hecho decisivo. Quienquiera que sea el hombre que cae llevaba una camiseta de color naranja brillante debajo de su camisa blanca. Es ese hecho indiscutible el que revela la fuerza brutal de la caída. Nadie puede saber si la túnica o la camisa, abierta por la parte posterior, está saliéndose de su cuerpo por la fuerza, o si la caída sencillamente está desgarrando la tela y haciéndola pedazos. Pero cualquiera puede notar que lleva una camiseta naranja. Si vieran estas fotografías, los miembros de su familia podrían comprobar que llevaba una camiseta naranja. Podrían recordar incluso si tenía una camiseta naranja, si era el tipo de persona que usaría una camiseta naranja o si usaba una aquella mañana. Seguramente lo sabrían. De seguro alguien podría recordar qué llevaba puesto cuando fue a trabajar esa última mañana de su vida.

Pero ahora el hombre que cae está cayendo a través de algo más que el puro cielo azul. Está cayendo a través de los vastos espacios de la memoria y está tomando velocidad. Neil Levin, director ejecutivo del Port Authority de Nueva York y Nueva Jersey, desayunó en Las Ventanas Sobre el Mundo de la Torre Norte del World Trade Center la mañana del 11 de setiembre. Nunca volvió a su casa. Su esposa, Christie Ferer, no habla de nada relacionado con su muerte. Ella trabaja para el intendente de Nueva York como enlace entre las oficinas del municipio y las familias del 11/9. Y ha volcado en su trabajo toda la energía provocada por un dolor que, antes del primer aniversario del ataque, la hizo visitar a ejecutivos de televisión para pedir que en las emisiones conmemorativas no fuesen a utilizar las escenas más perturbadoras, incluyendo las de los saltadores. También es amiga cercana de Eric Fischl, tal como lo era su marido, de modo que cuando el artista se lo pidió, ella consintió echar un vistazo a la escultura Tumbling Woman. Según sus palabras, la escultura le «revolvió las entrañas», pero sintió que Fischl tenía el derecho de crearla y exhibirla.

Ahora Christie Ferer ha llegado a la conclusión de que la controversia podría haber sido cuestión de tiempo. Quizá fuese demasiado temprano para mostrar algo como aquello. Después de todo, antes de que su esposo muriera, ella había viajado con él a Auschwitz, donde se exhiben rumas de anteojos confiscados y de dientes extraídos en los campos de concentración nazi. «Hoy se pueden mostrar esas cosas –dice– porque aquello ocurrió hace mucho tiempo. Por entonces no hubieran podido mostrar algo así». Sin embargo, sí lo hicieron. Al menos en formato fotográfico, las imágenes de los campos de la muerte en Europa fueron tratadas como actos esenciales de atestiguamiento, sin una consideración especial a las sensibilidades de las personas que aparecían en ellas o de las familias sobrevivientes de los muertos. Fueron mostradas como las fotografías de Richard Drew del recién asesinado Robert Kennedy. Como las fotografías de Ethel Kennedy rogando a los fotógrafos que no tomaran fotos.

Fueron mostradas también como las fotografías de la niña vietnamita corriendo desnuda después del ataque con napalm. Como las fotos del sacerdote Mychal Judge, gráfica e inconfundiblemente muerto, y aceptadas como una suerte de testamento. Fueron mostradas como todo lo que es mostrado, porque al igual que la lente de una cámara, la Historia es una fuerza que no discrimina a nadie. Lo que distingue a las imágenes de los saltadores de las otras que se tomaron antes es que a nosotros –los estadounidenses– se nos pide discriminar en nombre de ellos. Lo que distingue a estas fotos en términos históricos es que nosotros –como patriotas de este país– nos hemos puesto de acuerdo para no mirar dichas imágenes. Docenas, veintenas, quizá cientos de personas murieron saltando de un edificio en llamas, y nosotros hemos asumido sus muertes como indignas de tener testigos.

***

Catherine Hernández nunca vio la fotografía que el reportero llevaba bajo el brazo en el funeral de su padre. Tampoco lo hizo su madre, Eulogia. Su hermana Jacqueline sí lo hizo, y su indignación aseguró que el reportero tuviera que marcharse –quizá fue expulsado– antes de causar más daño. Pero la imagen ha seguido a Catherine y a Eulogia y al resto de la familia Hernández. Para Norberto Hernández no había nada más importante que la familia. Su lema era: «Juntos para siempre». Pero los Hernández ya no están juntos. La fotografía los separó. Aquellas personas que supieron desde el principio que la imagen no correspondía a Norberto –su esposa y sus hijas– se han alejado de otras que contemplaron la posibilidad de que se tratara de él, para beneficio del cuaderno de notas de un reportero. Cuando Norberto vivía, toda su familia, más allá de su esposa y sus hijas, vivía en el mismo vecindario de Queens. Ahora Eulogia y sus hijas se han mudado a una casa en Long Island porque Tatiana, que tiene dieciséis años y se parece a Norberto (cara ancha, cejas oscuras, labios gruesos y oscuros, ligeramente sonrientes), sigue teniendo visiones de su padre en la casa y escuchando en un susurro las insinuaciones de que murió saltando desde una ventana.

–Él no pudo haber muerto saltando desde una ventana.

En todo el mundo, la gente que leyó la historia de Peter Cheney cree que Norberto Hernández murió saltando desde una ventana. La gente ha escrito poemas sobre Norberto saltando desde una ventana. La gente ha llamado a los Hernández y les ha ofrecido dinero, ya sea como caridad o como el pago por una entrevista, porque leyó sobre Norberto saltando desde una ventana. Pero él no pudo haber saltado desde una ventana, eso lo sabe su familia, porque él no hubiera saltado desde una ventana: papi no. «Él estaba intentando volver a casa», comentó Catherine una mañana, en una sala decorada esencialmente con retratos enmarcados de su padre.

–Él estaba tratando de volver a casa con nosotras, y sabía que no lo lograría saltando desde una ventana.

Catherine es una chica encantadora, de piel oscura, ojos marrones, veintidós años, vestida con una camiseta, una sudadera y sandalias. Está sentada en un sofá al lado de su madre, que tiene la piel color caramelo, el pelo cobrizo y tirado hacia atrás, y lleva un vestido de algodón que tiene el color del cielo. Eulogia habla la mitad del tiempo en resuelto inglés, y luego, cuando se frustra con el nivel de las revelaciones, lanza palabras en español disparadas rápidamente al oído de su hija, que traduce: «Mi madre dice que ella sabe que cuando él murió estaba pensando en nosotras. Dice que pudo verlo pensando en nosotras. Sé que suena absurdo, pero ella lo conocía muy bien. Ellos estuvieron juntos desde los quince años». El Norberto Hernández que Eulogia conocía habría soportado cualquier dolor en lugar de saltar desde una ventana. Y cuando murió el Norberto Hernández que ella conocía, sus ojos quedaron fijos en lo que él vio en su corazón: los rostros de su esposa y de sus hijas, y no en la terrible belleza de un cielo vacío.

¿Cuán bien lo conocía, Eulogia? «Yo lo vestía», dice la mujer en inglés, mientras una sonrisa aparece en su rostro al mismo tiempo que una brillante capa de lágrimas. «Todas las mañanas. Recuerdo aquella mañana. Llevaba calzoncillos Old Navy verdes. Tenía medias negras. Tenía un pantalón azul, jeans. Tenía un reloj Casio. Tenía una camisa Old Navy. Azul. A cuadros». ¿Qué usaba cuando ella lo llevó a la estación de metro, como siempre hacía, y lo vio despedirse con la mano mientras desaparecía escaleras abajo? «Él se cambiaba de ropa en el restaurante», dice Catherine, quien trabajaba con su padre en Las Ventanas del Mundo. «Era chef de pastelería, de modo que usaba pantalones blancos o pantalones de chef, usted sabe, blanco y negro a cuadros. Usaba una casaquilla blanca. Debajo tenía que usar una camisa blanca». ¿Y qué tal una camiseta naranja? «No», dice Eulogia. «Mi marido no tenía camisetas naranjas». Hay fotografías. Hay fotografías del hombre que cae mientras caía. ¿Las quieren ver?

Catherine responde que no a nombre de su madre: «Mi madre no debería verlas». Pero luego, cuando sale y se sienta en las gradas del portal delantero, dice: «Por favor, muéstremelas. Apúrese. Antes de que venga mi madre». Cuando mira la secuencia de las doce imágenes deja escapar un llamado ahogado a su madre, pero Eulogia ya está mirando por encima de los hombros de su hija, estirando sus manos hacia las fotografías. Las mira, una después de otra, y luego su rostro queda fijo en una expresión de triunfo y desprecio. «Ése no es mi marido», dice, devolviendo las fotografías. «¿Lo ve? Sólo yo conozco a Norberto». Vuelve a agarrar las fotografías y entonces, después de estudiarlas, sacude su cabeza con un gesto vehemente y definitivo. «El hombre de estas imágenes es un hombre negro». La mujer pide copias de las fotografías para mostrárselas a la gente que cree que Norberto saltó desde una ventana, mientras Catherine sigue sentada en las gradas, con la palma de su mano extendida delante de su corazón.

–Decían que mi padre iría al infierno por haber saltado –dice–. En Internet. Decían que se llevarían a mi padre al infierno, junto con el diablo. No sé lo que hubiera hecho si hubiera sido él. Creo que hubiera sufrido un ataque de nervios. Me hubieran encontrado en alguna institución para enfermos mentales, en algún lugar.

Su madre está de pie en la puerta de enfrente, a punto de entrar en la casa de nuevo. Su rostro ha perdido el beligerante orgullo y se ha convertido otra vez en una máscara de tristeza serena, melancólica.

–Por favor –dice mientras cierra la puerta en una soleada mañana–. Por favor, limpie el nombre de mi marido.

***

Un teléfono suena en Connecticut. Contesta una mujer. Un hombre al otro lado de la línea busca identificar una foto que apareció en The New York Times el 12 de setiembre del 2001. «Dígame cómo es la foto», dice ella. Es una foto famosa, responde el hombre, la famosa foto de un hombre que cae. «¿Es la que llaman la zambullida del cisne en rotten.com?», pregunta la mujer. Podría ser, dice el hombre. «Sí, podría tratarse de mi hijo», dice la mujer. Ella perdió a sus dos hijos el 11 de setiembre. Ambos trabajaban para Cantor Fitzgerald, en la oficina de acciones comunes. Trabajaban espalda con espalda. No, dice el hombre en el teléfono, el hombre de la fotografía es probablemente un empleado de un restaurante. Lleva una casaquilla blanca. Está de cabeza. «Entonces no es mi hijo», dice ella. «Mi hijo tenía una camisa negra y pantalones caquis». Ella sabe lo que su hijo llevaba puesto por su voluntad de saber lo que había sucedido con sus hijos aquel día. Por su determinación de buscar y mirar.

Pero no empezó con esa determinación en absoluto. Ella dejó de leer el periódico después del 11 de setiembre, dejó de ver televisión. Hasta que en Año Nuevo agarró una copia de The New York Times y vio, en una recopilación de fin de año, una fotografía de los empleados de Cantor Fitzgerald apiñándose al filo del precipicio formado por un edificio agonizante. De modo que llamó al fotógrafo y le pidió agrandar y aclarar la imagen. Le exigió hacerlo. Y entonces supo, y supo tanto como era posible saber. Sus dos hijos están en la foto. Uno estaba parado en la ventana, casi con descaro. El otro estaba sentado en el interior. Ella no necesita decir lo que pudo haber pasado luego. «A lo que me aferro es a que mis dos hijos estaban juntos», dice mientras unas lágrimas instantáneas hacen que su voz se alce una octava. «Pero a veces me pregunto cuándo lo supieron. Se ven desconcertados, inseguros, están asustados. ¿Pero cuándo lo supieron? ¿Cuándo llegó el momento en que perdieron las esperanzas? Quizá todo haya sucedido muy rápido». El hombre del teléfono no le pregunta si ella piensa que sus hijos saltaron. Él no tiene que poner las cosas en claro y, de todos modos, ella ya le ha dado una respuesta.

Los Hernández consideraban la decisión de saltar como una traición al amor y como esa condenación al infierno de la que acusaban a Norberto. La mujer de Connecticut considera la decisión de saltar como la pérdida de la esperanza, como una carencia con la que nosotros, los seres vivientes, tenemos que vivir. Ella opta por afrontar los hechos buscando, mirando, tratando de saber qué pudo haber sucedido, realizando una pesquisa bajo la forma de un testigo privado. Ella podría haber optado por quedarse con los ojos cerrados. De modo que ahora el hombre del teléfono le hace la pregunta por la cual la llamó en primer lugar: ¿Cree que usted ha tomado la decisión correcta?

–Tomé la única decisión que podía tomar –responde la mujer–. Nunca podría haber elegido no saber.

Catherine Hernández creyó reconocer al hombre que cae apenas vio la serie de fotografías, pero no pronunció su nombre. «Él tenía una hermana que ese día estuvo a su lado –dice–, y él le dijo a su madre que la cuidaría. Jamás la hubiera dejado sola saltando». Ella explica, sin embargo, que el hombre era hindú, de modo que era fácil imaginar que su nombre fuera Sean Singh. Pero Sean era demasiado pequeño para ser el hombre que cae. Estaba completamente rasurado. Trabajaba en Las Ventanas del Mundo en el departamento de audiovisuales, de modo que probablemente estaría usando camisa y corbata en vez de una casaquilla de chef. Ninguno de los otros empleados de Las Ventanas Sobre el Mundo que fueron entrevistados antes pensaba que el hombre que cae pudiera parecerse a Sean Singh en lo más mínimo.

–Además, él tenía una hermana. Él jamás la hubiera dejado sola.

Un gerente de Las Ventanas Sobre el Mundo miró las fotografías una vez y dijo que el hombre que cae era Wilder Gómez. Luego, unos días después, las estudió con mayor detenimiento y cambió de parecer. No era su pelo. No era su ropa. No era su tipo de cuerpo. Lo mismo sucedió con Charlie Mauro. Lo mismo con Junior Jiménez. Junior trabajaba en la cocina y habría llevado puestos pantalones a cuadros. Charlie Mauro trabajaba en el área de suministros y no tenía por qué usar una casaquilla blanca. Además, Charlie era un hombre muy grande. El hombre que cae parece bastante corpulento en la foto publicada de Richard Drew, pero su figura es casi alargada en el resto de la secuencia. Los demás empleados de la cocina, como el propio Norberto Hernández, fueron eliminados considerando su vestimenta. Los mozos de banquetes podrían haber estado vestidos de blanco y negro, pero nadie recuerda a ningún mozo de banquete que se pareciera al hombre que cae.

***

Forte Food era la otra compañía que brindaba servicios de comida y que perdió gente el 11 de setiembre de 2001. Pero todos sus empleados hombres trabajaban en la cocina, lo que significa que usaban pantalones a cuadros o blancos. Y nadie hubiera podido usar una camiseta naranja debajo de la casaquilla blanca. Pero alguien que solía trabajar para Forte Food recuerda a un hombre que solía aparecer por allí, llevando comida para los ejecutivos de Cantor. Un hombre negro. Alto, con bigote y una chiva. Usaba una casaquilla de chef, abierta, con una camiseta de color llamativo debajo.

Nadie en Cantor recuerda haber visto a alguien así.

Por supuesto, la única manera de descubrir la identidad del hombre que cae es llamar a las familias de cualquiera que hubiera podido ser el hombre que cae y preguntarles lo que sabían de sus hijos o de sus maridos o de sus padres el último día que estuvieron en esta tierra. Preguntarles si alguno de ellos fue a trabajar con una camiseta naranja. ¿Pero deberían hacerse esas llamadas? ¿Deberían hacerse esas preguntas? ¿Añadirían sólo dolor a la angustia que ya aquejaba a aquellas personas? ¿Serían preguntas consideradas como un insulto a la memoria del muerto, tal como la familia Hernández consideró la imputación de que Norberto Hernández era el hombre que cae? ¿O serían consideradas como un paso hacia algún acto de testigo redentor?

Jonathan Briley trabajaba en Las Ventanas Sobre el Mundo. Algunos de sus colegas, al ver las fotografías de Richard Drew, pensaron que podría tratarse del hombre que cae. Era un hombre de piel ligeramente negra. Medía más de un metro noventa y cinco. Tenía cuarenta y tres años. Tenía bigotes, una chiva y pelo muy corto. Tenía una esposa llamada Hillary. El padre de Jonathan Briley es predicador, un hombre que ha dedicado toda su vida al servicio de Dios. Después del 11 de setiembre, reunió a su familia para pedirle al Señor que le dijera dónde estaba su hijo. Se lo exigió y utilizó estas palabras: «Señor, exijo saber dónde está mi hijo». Durante tres horas seguidas oró con su voz profunda, hasta terminar de gastarse la gracia que había acumulado durante toda una vida con la insistencia de su petición.

Al día siguiente, el FBI lo llamó. Habían encontrado el cuerpo de su hijo. Estaba milagrosamente intacto.

El hijo menor del predicador, Thimothy, fue a identificar a su hermano. Lo reconoció por sus zapatos: un par de zapatillas negras. Thimothy le sacó una y se la llevó a casa y la guardó en el garaje, como una suerte de conmemoración. Thimothy sabía todo sobre el hombre que cae. Era policía en Mount Vernon, Nueva York, y la semana después de que su hermano murió, alguien había dejado un periódico del 12 de setiembre abierto en el vestuario. Vio la fotografía del hombre que cae y, con rabia, se rehusó a volver a mirarla. Pero no pudo tirarla. Al contrario, la guardó en la parte inferior de su casillero. Allí, al igual que la zapatilla negra en el garaje, se convirtió en un objeto permanente.

La hermana de Jonathan, Gwendolyn, también sabía acerca del hombre que cae. Ella había visto la fotografía el día en que la publicaron. Ella sabía que Jonathan tenía asma, y en medio del humo y el calor habría hecho cualquier cosa por respirar. Ambos, tanto Thimothy como Gwendolyn, sabían qué usaba casi siempre Jonathan cuando iba a trabajar. Usaba una camisa blanca y pantalones negros, junto con las zapatillas negras. Thimothy también sabía lo que Jonathan solía llevar debajo de su camisa: una camiseta naranja. Jonathan Briley usaba esa camiseta naranja para ir a cualquier sitio. Usaba esa camiseta naranja todo el tiempo. La usaba tan a menudo que Thimothy solía burlarse de su hermano: ¿Cuándo te librarás de esa camiseta naranja, flaco?

Pero cuando Thimothy identificó el cuerpo de su hermano, no pudo reconocer su ropa, a excepción de sus zapatillas negras. Y cuando Jonathan Briley fue a trabajar aquella mañana del 11 de setiembre de 2001, salió de casa temprano y se despidió de su esposa mientras ella todavía dormía. Ella nunca vio la ropa que llevaba puesta. Después de enterarse de que su marido estaba muerto, empacó sus cosas, se libró de ellas y nunca hizo un inventario de los artículos específicos que podrían haber faltado. ¿Será Jonathan Briley el hombre que cae? Podría serlo. Pero quizá no saltó desde la ventana como una traición al amor o porque perdió la esperanza. Quizá saltó para cumplir con los términos de un milagro. Quizá saltó para acercarse a su familia. Quizá no saltó en absoluto, porque nadie puede saltar a los brazos de Dios.

Sí, Jonathan Briley podría ser el hombre que cae. Pero la única certeza que tenemos es la que teníamos al empezar la búsqueda: quince minutos después de las 9:41 a.m. del 11 de setiembre de 2001, un fotógrafo llamado Richard Drew tomó una fotografía de un hombre cayendo a través del cielo, cayendo a través del tiempo y del espacio. La imagen dio la vuelta al mundo y luego desapareció, como si hubiéramos renunciado a ella. Una de las fotografías más famosas de la historia de la humanidad se convirtió en una tumba sin nombre, y el hombre enterrado dentro del encuadre, el hombre que cae, se convirtió en el Soldado Desconocido de una guerra cuyo final no hemos visto todavía. La foto de Richard Drew es todo lo que sabemos de él y, sin embargo, todo lo que sabemos de él se convierte en una medida de lo que sabemos sobre nosotros mismos. La fotografía es su cenotafio y, como todos los monumentos dedicados a la memoria de los soldados desconocidos en todas partes, nos pide que la miremos y hagamos un simple reconocimiento.

Es decir, que hemos sabido todo el tiempo quién es el hombre que cae.

Hola, Sara, ¿cómo estás?

No hay pausa -ni ironía ni queja ni suspiro- en la voz que, al otro lado del teléfono, dice:

-Acá. Viviendo. ¿Y vos?

***

La puerta tiene dos placas: una reza «La Azotea. Editorial fotográfica»; la otra, «Sara Facio. Fotografías». Es un departamento en planta baja sobre la calle Paraguay, en la ciudad de Buenos Aires. Adentro reina una pulcritud austera: escritorios, bibliotecas, todo luce limpio, sólido, autosuficiente. Al final de un pasillo hay un despacho. Allí una mujer se pasa los dedos por el pelo y dice, con una sonrisa tibia y feroz: «No sé de qué vamos a hablar. No soy interesante. Nunca me han violado ni torturado ni tengo parientes desaparecidos».

Es alta, lleva una remera azul cielo, el pelo blanco. «Dejé de teñirme porque, cuando María Elena se enfermó, me empezó a parecer absurdo pasarme toda la tarde en la peluquería.» Sara Facio es fotógrafa, fundadora de la editorial La Azotea, autora de los retratos definitivos de Julio Cortázar, Pablo Neruda, Manuel Mujica Lainez, y creadora de la Fotogalería del Teatro San Martín, entre otras cosas. Y, por si hiciera falta aclararlo, María Elena es María Elena Walsh.

***

Sara Facio nació en 1932 en San Isidro. Es hija de Florencio Facio, criollo de varias generaciones, y de María Ana -Anita- Paraveccia, hija de inmigrantes de Sicilia. «Mi abuelo, José Parraveccia, ahorró las propinas que recibía como mozo en el barco que lo traía y con eso instaló un carrito en la Costanera -recuerda-. Después consiguió que le dieran la concesión, por cincuenta años, de la zona donde está el Sheraton. Ahí vivía y tenía restaurante.»

Cree que fue allí donde su madre y su padre se conocieron: ella, cajera; él, comensal. Se casaron y marcharon a San Isidro a poner restaurante propio, con vivienda, en la esquina de Diego Palma y Haedo, donde nacieron Carlos, Sara, Mario. «No sé si fue una infancia feliz o infeliz. Yo me sentía cómoda. Tenía una libertad absoluta.»

Con su madre leía y escuchaba ópera. Con su padre metía mano en la electricidad, en la carpintería. Era sociable, abanderada, líder, gran dibujante. Cuando terminó la escuela primaria, quiso estudiar Bellas Artes y le dijeron, como a todo, que sí. Se recibió en 1953 y entonces una profesora de Historia del Arte le dio un consejo. «Decía que una persona no se podía formar viviendo con su familia, que me tenía que ir de mi casa. Me postulé a una beca para ir a París y la gané. También la ganó Alicia D’Amico, compañera en Bellas Artes. Le avisé a mi papá: ‘Papá, me gané una beca para ir a París, vengo a pedirte permiso pero te advierto que, si no me lo das, me voy igual’.»

-Perdón, Sara.

Mariana Facio, joven, pelo oscuro -su sobrina-, anuncia que ya está aquí el chico de los martes que viene a digitalizar la biblioteca.

-Decile que pase. Nos vamos a tener que ir de acá.

Sara Facio camina hasta otro despacho, cierra la puerta. Sobre el escritorio hay una regla rotulada con su nombre.

-Digitaliza mi biblioteca de fotografía. La voy a donar al Museo Nacional de Bellas Artes. Tengo que pensar en cuando yo no esté. Mis herederas más directas serían mis sobrinas: Mariana, que es fotógrafa, y Claudia. Ellas quedaron solas y yo las crié. Pero a ninguna de las dos les interesa la lectura.

-¿Vos criaste…?

-Sí. Como si fueran mis hijas.

Mariana Facio entra, deja dos vasos con agua tónica sobre el escritorio. Sara Facio le pregunta: «¿Quién es mi hija?». «¿Yo?», le contesta Mariana. Un par de semanas más tarde Mariana confesará que la desconcertó que su tía le hiciera esa pregunta. Que nunca le había dicho nada así delante de un desconocido.

***

Era 1955 y el barco Bretaña, de la Société Générale, tardó veinticinco días en llegar a Marsella. Desde allí Sara y Alicia tomaron el tren a París, donde alquilaron un cuarto ínfimo, sin baño pero con kitchenette.

-A ese cuartito invitábamos a comer a los amigos. Al otro día, a las ocho de la mañana, venía el cartero con una tarjeta de agradecimiento. Mirá cómo funcionaban las cosas.

-¿La educación?

-Sí, pero además, el correo.

-¿Con quiénes se veían?

-Muy pocos. Pintoras, escultoras amigas que recién empezaban. Y María Elena, que estaba haciendo su espectáculo con Leda Valladares. Nos habremos visto dos veces, porque ellas laburaban todos los días.

Pasaron por Italia, por Austria, por Inglaterra, pero fue en Alemania donde todo cambió. Allí, esas dos chicas, que habían ido a Europa para escribir un libro sobre la historia del arte, compraron dos cámaras y vieron, por primera vez, una muestra de fotos.

-Era de un teórico alemán, Otto Steinert.

Ahí me di cuenta de que la fotografía podía ser un arte.

Cuando regresó a la Argentina, en 1957, Sara Facio ya no era, ni quería ser, pintora.

-¿No sentiste que dejabas algo importante atrás?

-No. Yo estaba encantada de volver porque se había ido el peronismo.

***

Sara Facio. Con voz de maestra de jardín de infantes puede declarar esto: «A mi abuela, que estaba al frente del restaurante, la mató el peronismo cuando pusieron el laudo». O esto: «Hace años fui a un encuentro de fotógrafos en México. El invitado especial era Mario Benedetti. Empecé mi conferencia diciendo que no entendía por qué si tenían a Juan Rulfo, que además de ser un gran escritor era fotógrafo, el invitado era Mario Benedetti, que nunca había sacado una foto en su vida».

***

A fines de los años 40 la familia Facio se había mudado a Martínez, donde compartían manzana con el general Ramón Alvariño que, en 1946, durante el gobierno de Perón, había sido nombrado presidente de YPF y ofrecido a su vecino, Florencio Facio, un puesto. Florencio se hizo peronista y aceptó. Para cuando Sara volvió de Europa, Perón ya no estaba en el gobierno, pero su padre continuaba en YPF y se había enamorado de una secretaria.

-Mis padres se habían separado y además había muerto la mujer de mi hermano Carlos. Él y sus dos hijas vivían en casa de mi mamá, así que me conseguí un monoambiente en Bustamante y Santa Fe y me fui.

Luis D’Amico, padre de Alicia, tenía una casa de fotografía y Sara, por curiosidad, pidió permiso para meterse en el laboratorio. No pasó mucho tiempo antes de que ella y Alicia formaran sociedad y una clientela grande.

-¿Nunca volviste a pintar?

-Jamás.

***

En un artículo publicado en Leyendo fotos (La Azotea, 2002), titulado «Curadores que… enferman», Sara Facio reflexiona en torno a la figura del curador. Toma como ejemplo tres muestras: una de Mary Ellen Mark en el Palacio de Tokio en París; otra llamada La década del 80, en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires; y Figures & Caracteres, suya y de Alicia D’Amico, en el Centro Pompidou de París. Cada una de las tres curadurías es presentada bajo los subtítulos «La traición», «La mentira» y «La rapiña».

***

«Yo la siento como una maestra-madre que siempre me alentó a ir más a fondo […]. Siempre dijo lo que piensa en voz alta, sin importarle quedar bien o quedar mal con lo políticamente correcto. Con el tiempo uno aprende a valorar esa honestidad aunque no esté de acuerdo con las opiniones. Trabajó para que los fotógrafos nos conociéramos entre nosotros. Inventó formas de enseñar cuando no había escuelas», escribe Marcos López, fotógrafo argentino, cuando se le pide que hable de su relación con Sara Facio.

***

En los años 60 fue asistente de la fotógrafa Annemarie Heinrich, estudió en el Fotoclub Buenos Aires y empezó a colaborar en La Nacion, siempre firmando con Alicia D’Amico, con quien había montado estudio en Juncal 1470. En 1968, la editorial Sudamericana publicó Buenos Aires, Buenos Aires, el primer libro de ambas. «La editorial nos sugirió que Cortázar hiciera el texto, porque por esos años el nombre del fotógrafo no bastaba -cuenta-. Julio pidió ver las fotos, así que dijimos: ‘Se las llevamos nosotras’.»

Era una tarde de primavera de 1967 cuando tocaron a la puerta del departamento de Cortázar, en París. Él vio las imágenes -una mujer con un cardumen de niñas rubias, un hombre sentado frente a su botellería, refinados recortes de vida cotidiana-, lagrimeó y dijo sí. Dos días después Sara Facio hizo una de esas fotos que funcionan como la versión definitiva de una persona: Cortázar con el cigarrillo en la boca, mirando a cámara. El retrato de un hombre pero, también, de una forma de estar en el mundo. A eso siguió una vida de amistad y otro libro, Humanario (una serie tomada en institutos psiquiátricos: Moyano, Opendoor, Borda), para el que Cortázar escribió un texto. «Mirá qué puntería: lo publicamos el 26 de marzo de 1976 -comenta-. Cuando entraron los militares todo tenía que ser agradable y Cortázar estaba recontraprohibido. Con Julio tuvimos una relación de años. Cuando salieron sus cartas en Alfaguara a mí me las pidieron, pero yo no las di. Son cartas personales. Es como si yo diera una carta personal entre María Elena y yo. ¿Qué quiere decir eso?»

A fines de la década del 60, Sara y Alicia pensaron en hacer retratos de escritores latinoamericanos consagrados y sumar a quienes, según ellas, serían los nombres por venir. Así, entre 1967 y 1970, si había un congreso en Viña del Mar al que asistían Onetti, Rulfo, Vargas Llosa, allá iban; si estaban en París y por ahí andaba Alejo Carpentier, se aparecían en su hotel para pedirle un retrato. El resultado fue Retratos y autorretratos, publicado en 1974 por la revista Crisis, que incluía fotos de Pablo Neruda, Miguel Ángel Asturias, Borges, Carlos Fuentes, Cabrera Infante, Vargas Llosa, García Márquez, etcétera, precedidas por un texto inédito de cada uno. «Pero lo que nos daba dinero era la publicidad y, en los años 70, la parte política -confiesa-. Estábamos en la agencia que le hizo la campaña al partido Nueva Fuerza, de Álvaro Alsogaray, y después hicimos las campañas de La Martona, Peugeot, Olivetti, Aerolíneas Argentinas. Siempre lo tomé como un trabajo para ganar plata, pero lo hice a conciencia. Yo nunca hice nada de taquito.»

Mientras fotografiaba autos y máquinas de escribir pasaban, por su estudio y por su casa, todos: Bioy Casares, Manuel Mujica Lainez, Silvina y Victoria Ocampo, Alejandra Pizarnik. «Bioy venía y preguntaba: ‘¿Tienen fotos de Borges?’. Y se las llevaba. Yo le aclaraba: ‘Che, son mías’. Como era millonario, no sabía que el trabajo se paga. Alejandra era amiga. Un día vino a sacarse fotos y justo toca el timbre Silvina Ocampo. Parece, yo no sabía, que Alejandra tenía un metejón que se moría por Silvina Ocampo. Bueno, fue llegar Silvina y acabarse la sesión de fotos. Alejandra había traído un libro para mí que terminó dándole a ella. En fin. Más adelante, supe que se había matado por la carta de una amiga, María Rosa Vaccaro, de la librería Letras. ‘Al final, Alejandra se salió con la suya, se mató’, me contaba en esa carta. Yo estaba en París.»

Por esos años se mudó a Viamonte y San Martín, junto al edificio donde, en otro departamento, Victoria Ocampo dirigía la revista Sur. «A veces nos cruzábamos y Victoria subía a casa a tomar whisky. Entonces vino a Buenos Aires una fotógrafa guatemalteca que vivía en París, María Cristina Orive. Nos hicimos muy amigas. Un día, en una reunión, alguien preguntó: ‘¿Qué harían si se ganaran el Prode?’. Yo respondí: ‘Una editorial de fotos’. Al tiempo, María Cristina me dice: ‘¿Es muy caro eso? Porque yo tengo el capital y me gusta la idea’».

Así fue como, en 1973, la primera editorial argentina de fotografía, La Azotea, se fundó, con sede en el departamento de dos ambientes de una de sus socias. Desde entonces y hasta hoy la editorial ha publicado el trabajo de fotógrafos contemporáneos y clásicos, consagrados y seminales: Luis González Palma, Witcomb, Martín Chambí, Adriana Lestido, Sebastián Szyd, Annemarie Heinrich, Marcos López.

«Mirá. ¿Ves que quedó divino?» Sara Facio sostiene una foto en blanco y negro en la que se ve a María Elena Walsh en una butaca, de espaldas a una biblioteca, frente a un ventanal.

-Ésa era mi parte del departamento, y yo estoy sacando la foto desde lo que era su departamento. La conocí en 1955, en París. En 1965 volvimos a encontrarnos en Buenos Aires y nos hicimos amigas, como podemos ser amigas vos y yo. Recién en 1975 empezamos a convivir. Yo compré el departamento pegado al suyo, en Bustamante y Juncal, tiré la pared del living y unimos los dos. María Elena estaba asustada. Preguntaba: «¿Pero qué vas a hacer?» Y yo le dije: «Vos dejá».

-¿No te costó empezar a vivir con alguien?

-No. Porque éramos muy independientes. A mis amistades las veía en mi estudio porque yo sentía que algunas no le gustaban demasiado. Y ella hacía lo mismo. Además, ella se ocupaba de cosas maravillosas, como atender a la servidumbre. A mí me gusta cocinar, entonces en la cocina mandaba yo, pero que las mucamas lavaran los platos, limpiaran, eso lo organizaba ella.

En su libro María Elena Walsh. Retrato(s) de una artista libre (La Azotea, 1999), Sara Facio dice: «Declaro que la conocí hace casi cincuenta años y cada día me sorprende su lúcida y apasionada visión de los hechos cotidianos, su alegría, su lealtad a las ideas y a los amigos, su adhesión insobornable a todo lo justo, bello y vivo».

***

En 1973 cubrió, para una agencia francesa, el regreso de Perón a la Argentina y, un año después, su funeral. De ese momento son algunas de sus imágenes mejores: el rostro de Isabel Martínez sumido en un mar de granaderos; un hombre que sostiene un diario donde se lee MURIÓ; cuatro jóvenes que miran a cámara mientras una mano entra en cuadro y se apoya sobre el hombro de uno de ellos.

-Las hice de corazón, porque la reacción del público era bárbara. Todos para adentro, muy compungidos. No había nada de muchachada.

«Para mí, una de las fotos que resume la imagen del peronismo es ese primer plano de cuatro o cinco muchachos mojados, a cincuenta centímetros del gran angular de la Leica de Sara, mirando a cámara el día del velorio de Perón. Y la única imagen que tengo de Cortázar en mi memoria es la que ella hizo. Con la cara chanfleada y el cigarrillo a cuarenta y cinco grados. Un ícono parecido a la foto del Che Guevara de Korda. Con esas dos fotos y la cantidad de cosas que hizo organizando exposiciones, colecciones, libros, me alcanza para ponerla en la vitrina de los grandes hacedores de la cultura de este país», escribe Marcos López.

Pero los años 70 fueron, también, años en los que murieron todos.

-Mi padre, mi madre, mi hermano Carlos. Sus hijas quedaron solas, así que me hice cargo, no las iba a dejar en la calle. Lo único que les dije fue que no se hicieran ilusión de que iban a vivir conmigo, porque si yo algo quería era mi independencia y que si quería hijos los tenía yo. Si ya había defendido mi libertad con los muchachos, cómo no lo iba a poder hacer con dos nenas.

-¿Con qué muchachos?

-Con todos los que se querían casar conmigo cuando yo era jovencita. Y cuanto más les decís que no, más se quieren casar. Ahora me hubiesen quemado. Me hubiesen tirado alcohol y un fósforo.

***

«Cuando mi papá murió, yo tenía 8 años -cuenta Mariana Facio-. Mi tía nos mandó al colegio Ward, en Ramos Mejía. Nos iba a ver todos los fines de semana. Yo le debo todo. A mí me educó, me dio mi profesión. Sólo tuvimos un enfrentamiento fuerte cuando quedé embarazada, a los 16. Ella estaba furiosa. Su elección había sido no tener hijos y de golpe le caían los hijos de arriba. Yo ya trabajaba con ella y me dijo que no se iba a hacer cargo de mi hijo, pero yo sabía que no me iba a dejar en la calle, y así fue. Ella es la madrina de mi hijo Pablo, le pagó la carrera de perito clasificador de granos. También le pagó la carrera a Vanina, la hija mayor de mi hermana, que estudió administración de empresas en la UADE. Sara ha pagado vacaciones, ropa, colegio, alquileres. Yo vivía en un departamento muy chico y mi hijo no tenía cuarto propio, entonces el año pasado ella y María Elena me compraron un departamento en Belgrano. Me mudé en diciembre. María Elena no lo llegó a conocer.»

***

«‘Estos cabellos, madre/ dos a dos me los lleva el aire’. Tararear la vieja canción española, cuando el pelo se desprendía por mechones, era una de las tantas argucias humorísticas destinadas a enfrentar el paso por ese túnel al que Susan Sontag llamó el reino de los enfermos. Dolor, cáncer; médicos chambones y médicos sabios, ambulancias, quirófanos, tratamientos y mutilación, sólo atenuados por la constancia de los afectos, hasta entrever la luz de salida, aceptar y sobrevivir», se lee en Retrato (s) de una artista libre. Era 1981, cuando a María Elena Walsh le diagnosticaron cáncer óseo. «Fueron dos años de quimioterapia -recuerda-. Pero cuando estuvo bien, empezamos a viajar. Europa, Nueva York. Yo tenía un lema: ‘María Elena, el Tercer Mundo no es para gente de la tercera edad, lo nuestro es el Primer Mundo’».

En 1985, por «diferencias intelectuales», ella y Alicia D’Amico decidieron separarse y Sara compró este departamento donde, desde entonces, funciona La Azotea. Ese mismo año, en el pasadizo que une el Teatro General San Martín con el Centro Cultural del mismo nombre, creó una fotogalería en la que, durante más de una década, montó ciento sesenta muestras de fotógrafos locales y extranjeros. En 1997 renunció y empezó a formar la Primera Colección de Fotografía de Patrimonio Nacional para el Museo Nacional de Bellas Artes.

***

«La primera vez que me encontré con Sara fue en 1987. Había ido a verla con mi serie sobre el Hospital Infanto-Juvenil. En ese momento mucho no se entusiasmó, pero al poco tiempo me invitó a fotografiar el teatro San Martín (inauguraba todos los años la temporada en la Fotogalería con una muestra colectiva sobre el teatro). […] Luego mostré en la Fotogalería Madres adolescentes y Mujeres presas, que había hecho con el apoyo de la beca Hasselblad, a la que ella me presentó. Tengo su imagen mientras enmarcábamos las fotos de las presas, un sofocante día de noviembre. Apasionada, trabajando con frenesí a pesar del intenso calor […]. Más allá de lo difícil que pueda ser a veces la relación con ella, Sara abre, une, tiende redes. Hemos pasado por momentos de distancia y enojos, pero prevalecen el cariño y la gratitud. No es casual que hayamos hecho juntas el libro de madres e hijas. Quizás algo de la relación madre-hija se juegue en nuestro vínculo, con toda su complejidad», escribe Adriana Lestido, fotógrafa argentina, cuando se le pide que hable de su relación con Sara Facio.

***

-Perdón, Sara, vino el señor con los DVD- avisa, asomándose, Mariana Facio.

-Ah, decile si me puede esperar cinco minutos.

Mariana cierra la puerta, Sara explica.

-Tengo el programa La Cigarra, que hacía María Elena, todo grabado. Y debo ser la única que lo tiene porque en la televisión lo borraron. Está en VHS y lo quiero pasar a DVD, pero me cobran carísimo.

-¿María Elena preservaba esas cosas?

-No, quería tirar todo. Yo traía todo al departamento que está al lado.

Cinco años atrás, María Elena Walsh compró el departamento contiguo a La Azotea con la idea de instalar allí su estudio. En 2005, durante el último viaje que hicieron a Europa, estaban pensando en cómo decorarlo.

***

En todos estos años Sara Facio publicó libros de retratos (Neruda en Isla Negra, Borges en Buenos Aires); escribió sobre fotografía (La fotografía en la Argentina. Desde 1840 hasta nuestros días, Leyendo fotos); montó una retrospectiva de su obra (Antológica 1960-2005, en 2008, en el espacio Imago) e hizo series como Actos de fe en Guatemala, De brujos y hechiceras, Metrópolis. En la serie Autopaisajes hay una foto: la pierna de una mujer se apoya indolente sobre una reposera en la playa. La lona de la reposera, azotada por el viento, se alza en una comba que resulta, a la vez, dolorosa y grácil como una espalda que se quiebra. Se ve la arena, el mar. El resto es cielo. La felicidad ocurre fuera de cuadro.

***

Lo que sigue fue rápido. Era noviembre de 2005. Llevaban treinta años juntas. Sara Facio y María Elena Walsh estaban en París, en el Louvre. Sara iba cargada de libros, tropezó, se cayó, se quebró las dos muñecas. «En el avión veníamos María Elena con bastones, y yo con las dos manos enyesadas -recuerda-. Parecíamos una película cómica. Al mes, para Navidad, María Elena ya no se pudo sentar a la mesa porque empezó a fracturarse vértebras, tres o cuatro, de forma espontánea. No era cáncer, era debilidad ósea por una osteoporosis muy avanzada. Cinco años estuvo así. En cama, con mucho dolor. Delante de mí disimulaba, pero la gente que la cuidaba me contaba: ‘Ayer se quejó mucho’. Había gente que no lo aguantaba, empezando por la gente de servicio, que me decía: ‘No, yo no la puedo ver así’ y me largaban en banda. Pasa en la familia. Cuando mi mamá se enfermó, mi hermano no quiso verla porque le hacía mal. Vos viste que los varones son muy sensibles.»

En su libro Fantasmas en el parque (Alfaguara, 2008), María Elena Walsh escribió: «Sara no tiene nada de hermana. Es mi gran amor que no se desgasta, sino que se convierte en perfecta compañía. A veces la obligué a oficiar de madre, pero no por mi voluntad sino por algunos percances que atravesé de los que otra persona hubiera huido, incluida yo. Pero ella se convirtió en santa Sarita».

***

«Cuando yo empecé a hacer fotos -le decía Sara Facio a María Moreno en una entrevista recogida en el libro Vida de vivos (Sudamericana, 2002)- todas las funciones del Colón eran de gala, y los fotógrafos tenían que ir de esmoquin y, si era una fotógrafa, de largo […]. Hoy te avergüenza ver en una reunión de cancilleres en un hotel cinco estrellas a un grupo de zaparrastrosos que son los fotógrafos […]. Creen que están en Sierra Maestra con el Che, pero no, están en el lobby del Sheraton.» En la misma entrevista daba una fórmula para lograr una foto digna de museo: «Hacés una foto grande del mar. A eso le agregás lengüitas de lobos marinos, rociás todo con esperma de ballena y la colgás. ¿No es una foto bárbara?». Por frases como ésas, muchos de sus colegas la cuestionan, la repudian. Ella dice: «En muchos lugares soy persona no grata. Reseñan muestras donde hay fotos mías, pero no me nombran. Una opinión no te la pueden censurar, te la tienen que rebatir. Un intelectual sin sentido crítico no es un intelectual. Es un adulador».

-¿Acá tenés el laboratorio?

-Tenía. Cuando hacía fotos. Ya no hago más.

-¿Desde cuándo?

-Desde que me rompí las dos muñecas. Y después se enfermó María Elena. Pero también por el cambio tecnológico. Me preguntan: «¿Cómo no sacás fotos digitales» y yo contesto: «Porque tendría que aprender. ¿Qué querés, que saque los bodrios que saca todo el mundo?». No tengo ganas de aprender la técnica a los casi 80 años. Tengo muchas cosas que hacer y poco tiempo.

-¿Le contaste a María Elena que ibas a dejar?

-Sí. Dijo que estaba bien. Ella había anunciado en 1978 que no iba a pisar nunca más un escenario y nunca más lo pisó. «Nosotras somos como Greta Garbo: decimos basta y basta», repetía. Yo hoy no tengo ninguna temática que me incite a hacer fotografía. No tengo inspiración. ¿Y hacer lo que me pide un galerista? No. Un galerista te obliga a hacer dos o tres copias de tu foto y adiós, y la fotografía es para que se reproduzca al infinito. Eso no es fotografía, eso es trabajar para un mercado.

***

En el departamento que compró María Elena Walsh, unido a La Azotea por un pasillo, Sara Facio ha enmarcado diplomas, discos de oro, dibujos de y para firmados por Hermenegildo Sábat, Quino, Guillermo Roux.

-El disco de oro lo quería tirar. Éste es el premio Hans Christian Andersen, que María Elena ganó en 1994. También lo quería tirar. Mirá, Manuelita en vietnamita. Quería tirar todo. Las Manuelitas que le regalaban, las notas. Yo traía cosas y ella se reía: «Ya te lo llevás al museo». Ahora acá quiero hacer la Fundación María Elena Walsh, dedicada a promover proyectos culturales entre niños y jóvenes.

En dos cajas de madera guarda tortugas de metal, de malaquita, de marfil, de bronce, de cartón.

-¿No son una divinura? Yo no soy aferrada y María Elena era igual, pero peor. En la época del corralito le afanaron toda la plata del banco. Yo hice juicio, pero María Elena dijo: «No, yo recupero lo que me dé el banco y no pienso más en esto, voy a trabajar». Hizo la película Manuelita, ganó muchísimo dinero, y el libro Hotel Pioho’s Palace. Ella tenía más entradas que yo, por supuesto.

-¿Y eso nunca fue un problema entre ustedes?

-No, jamás. Al contrario, pienso que ganaba más porque merecía más que yo.

-¿Por qué?

-Porque lo que hacía era mucho más. De talento, de repercusión. Era lógico que ganara más que yo. Si vos estás casada con un Beatle, ¿no es lógico que gane más que vos?

***

«Sara es una pionera. Los viajes que hizo hace más de cuarenta años para retratar escritores en ese momento poco conocidos, los libros maravillosos como Humanario y Buenos Aires, Buenos Aires, el mejor registro que existe de la llegada de Perón y de su muerte, la creación de la primera editorial fotográfica en la Argentina, la primera galería dedicada a la fotografía, la ayuda a tantos fotógrafos para que levantaran vuelo. Los conflictos que pudo haber generado con sus opiniones son tonterías. El tiempo pondrá las cosas en su lugar. Sara ama la fotografía y le dedica su vida. Abrió caminos. Eso es lo que importa y lo que seguramente se sentirá cada vez más: la vida que hay en toda su obra», escribe Adriana Lestido.

***

La casa donde vive Sara Facio es un departamento en un piso alto, sobre la avenida Scalabrini Ortiz, que a María Elena Walsh le parecía «demasiado».

-Pero yo le dije: «Son los mismos ambientes que ya tenemos, sólo que más grandes».

En el living hay butacas, un equipo de música, un sofá color granate: prolijidad sin aspavientos. Una de varias bibliotecas guarda libros de Anne Sexton, Ezra Pound, Sylvia Plath.

-Es la biblioteca de poesía María Elena. No me desprendí de libros. De ropa, sí. Y de remedios. Llevé tres cajas al hospital Fernández.

Aquí y allá hay fotos, pocas: de su cumpleaños anterior, del último de María Elena, de María Elena con un bebé.

-Es su único ahijado. El hijito de la peluquera.

Es probable, dice después, que en un rato lleguen plomeros. Por culpa de una filtración hace días que está sin agua en la cocina.

-Estoy conociendo todos los restaurantes del barrio. Ayer fui a comer sushi. A María Elena no le gustaba, entonces, cuando venía alguna amiga, yo aprovechaba. Pero era una estupenda compañera. Salvo en el sushi. Y los teatros.

-¿Por?

-Porque siempre se quiere ir antes. Es impaciente.

-¿Y en el cine?

-Iba porque a mí me gusta con locura, pero al Patio Bullrich, porque entonces se iba en la mitad de la película a Yenny a ver libros.

Son las doce cuando suena el timbre y Sara se levanta a atender. Vuelve y anuncia: «Son los plomeros. Vení».

En la cocina hay dos hombres, uno acostado en el suelo, otro mirando la mesada de mármol como si esperara un mensaje del más allá. «Mire que no hace falta que saque el mueble -advierte Sara-. Si usted saca esa tapa de aluminio, sale todo.» El plomero mira en silencio la mesada de mármol, la tapa de aluminio. Sara dice: «Bueno», y dice «Vení». En el living muestra un folleto de Ediciones Larivière en el que se anuncia una antología de sus fotos.

-Ése es uno de los dos proyectos que tengo. El otro es hacer una edición en La Azotea con una gran colección de fotografías de fotógrafos argentinos que yo guardo. La idea es dejar las cosas preparadas para cuando no esté.

-¿Hace mucho que empezaste a pensar en eso?

-La verdad que desde que me lastimé, y desde que se enfermó María Elena, estoy pensando mucho en que yo también me voy a ir. Voy a cumplir siete nueve. Es mucho tiempo.

-¿María Elena dejó todo ordenado?

-Sí, porque una de las cosas por las que no se quería ir María Elena era por los problemas que iba a tener yo. Según ella, iba a empezar a aparecer todo tipo de gente a reclamar cosas. Y es verdad, porque ya empezaron.

Desde la cocina se escucha un gemido: «Señora». Sara se levanta. Va a la cocina y regresa feliz. En la cocina, los plomeros han retirado parte del mueble sin necesidad de romper la mesada. «¿Vio que le dije que salía? Si está hecho para eso. Bueno. ¿Cuándo viene y a qué hora?». Uno de los plomeros responde: «Mañana», ella dice: «Después de las diez». Ellos no contestan nada y se van. En el living hay agua tónica, un plato con bocaditos, una gata llamada Nefertiti que se ensaña con el respaldo del sofá granate.

-Titi, ¿qué hace? María Elena decía que a los gatos hay que ponerles nombres con I, porque la I es un sonido que ellos escuchan.

-¿Se llevaba bien con tus sobrinas?

-Sí. De lejos, ¿eh? Mucha distancia. Pero la querían mucho. Mariana estuvo con María Elena… creo que fue la última que la vio viva. Porque yo me fui. Cuando vi que se iba, no quise verla más y se quedó Mariana, no sé, una, dos horas.

***

«Falleció de mi mano -cuenta Mariana Facio-. La noche anterior me acerqué a acomodarle la cabeza. Ella me dijo: ‘Amorcito mío, aquí estamos’. Me apretó la mano y lloró. Entonces yo le dije que tenía que descansar, que estábamos todas con ella. Éramos un grupito. Sara y tres chicas más. Ella las llamaba el petit comité. Al otro día ya se despertó mal. Vino la médica y me dijo ‘Se está yendo’. Así que me quedé ahí, agarrándole la mano. Yo había combinado que Sara se fuera al estudio y que yo llamaría a una de las chicas del petit comité para que le avisara. Al final, cuando pasó todo, Sara vino y yo le dije: ‘No vas a entrar, ¿no?’. Quería que se quedara con la imagen de María Elena despierta. Y ella no la quiso ver. Yo creo que en esto Sara no tiene egoísmo. Que tiene más piedad por María Elena que por ella misma. Que sabe que María Elena está mejor así.»

***

María Elena Walsh murió el 10 de enero de 2011 en el Sanatorio de la Trinidad. Cuando habla de ese momento, Sara Facio usa frases elípticas, como «Cuando María Elena se fue» o «Cuando pasó lo de María Elena». Aunque el petit comité había preparado una estrategia suave, ella terminó enterándose por un médico que recibió el aviso desde la clínica y la llamó para darle el pésame. Al escucharlo, Sara preguntó: «¿Qué me está diciendo?».

-Me habían advertido que ella no podía estar mucho tiempo así. Pero se ve que yo no lo quería entender.

La gata trepa sobre el respaldo del sofá granate, clava las uñas.

-Y bueno.

El buitre no lo devoró

Publicado: 21 febrero 2011 en Alberto Rojas
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El hombre sujeta la fotografía con sus manos nudosas, recubiertas de una piel dura como el cuero curtido. La observa unos instantes. Asiente con la cabeza. En nuer, su lengua, afirma «sí, es mi hijo» al traductor, a la vez que devuelve la fotografía al kawai, como los nuer llaman al hombre blanco que se sienta frente a él. «Si la sigo mirando, no podré dormir esta noche», dice volviéndose hacia el otro lado, como si con ese gesto quisiera borrar los malos recuerdos.

Hay preguntas del kawai que no entiende, porque esos conceptos en esa tierra africana no se usan. ¿Qué edad tiene? El hombre no sabe en qué año nació. Él cree que tiene alrededor de 69 o 70.

-¿Vio alguna vez esta foto?

-No -responde tajante Nyong, padre de familia de pocas palabras.

«La gran mayoría de gente de esta tierra no ha visto nunca ninguna», aclara el traductor, de la misma tribu.

-Mi hijo murió de fiebres hace cuatro años. Siempre fue un niño feliz, pero muy enfermizo.

-¿Pero murió de fiebre amarilla, malaria, kala azar, cólera?

-Fiebres -dice el traductor.

Y agrega: «En las aldeas sin acceso a la sanidad la gente se muere sin saber de qué».

El kawai (el hombre blanco, es decir, yo) le explica al señor Nyong que a su hijo lo fotografió Kevin Carter, un sudafricano blanco que pasó por Ayod durante dos horas en marzo de 1993. Que la fotografía fue publicada en The New York Times días después. Que ganó el premio más importante del mundo. Que luego su autor se suicidó, y que aún hoy es la imagen más polémica de la historia reciente del fotoperiodismo, pero que ayudó a concienciar a medio mundo de la necesidad de redoblar la ayuda humanitaria. Nyong sólo responde con una afirmación de cabeza, pero uno de sus hijos asegura que es un honor para ellos que una foto de alguien de su familia haya servido para salvar vidas.

El señor Nyong pide de nuevo la foto de su hijo junto al buitre. Kong rondaba entonces los dos años. Cuando el periodista se la entrega, el hombre se queda pensativo. Después habla con parsimonia: «Era la gran hambruna. La gente venía a Ayod para poder comer algo de lo que traían en los aviones. No había nada que llevarse a la boca».

– ¿La madre del niño le acompañaba hasta aquí? -pregunta de nuevo el kawai.

-No. Ella murió nada más nacer él, así que se quedó pronto huérfano de madre y tuvo que reemplazarle su tía. Ella le llevaba a diario hasta el feed center (centro de reparto de comida que la ONU tenía instalado en Ayod cuando una hambruna más asolaba Sudán) para recibir la ración que necesitaba. Y se recuperó».

El kawai le comenta que en occidente se cree que el niño está solo, a merced del buitre, y que agonizó sobre la arena después, quizás antes de ser despedazado a tiras.

-No, la hermana de mi esposa estaba allí, cerca de él, nunca estuvo solo.

A pesar del enorme dramatismo de la imagen, es la propia foto de Carter la que confirma las palabras del padre de Kong: el niño lleva una pulsera de plástico en su brazo derecho, las mismas que usaban en el feed center para agrupar a los niños según sus necesidades. Si se observa la imagen en alta resolución, puede leerse, en rotulador azul, el código «T3». A Carter se le criticó por no ayudar al bebé y el mundo le dio por muerto a pesar de que el propio Carter no lo vio fallecer. Sólo disparó la foto y se fue minutos después.

La realidad es que ya estaba registrado en la central de comida, en la que atendían enfermeros franceses de la ONG Médicos del Mundo. Florence Mourin coordinaba los trabajos en aquel dispensario improvisado: «Se usaban dos letras: «T» para la malnutrición severa y «S» para los que sólo necesitaban alimentación suplementaria. El número indica el orden de llegada al feed center». Es decir, que el pequeño Kong tenía malnutrición severa, fue el tercero en llegar al centro, se recuperó, sobrevivió a la hambruna, al buitre y a los peores presagios de los lectores occidentales.

Los periodistas españoles José María Arenzana y Luis Davilla visitaron Ayod tres meses después que Carter, y vieron lo mismo que él: miseria, muerte, niños, buitres. «Aquel lugar, junto a la central de comida, servía como letrina improvisada para los niños. Muchos acudían en los huesos y con diarreas terribles. También allí les esperaban los buitres para comerse los excrementos. Eso no significa que no muriera gente allí ni que se quedaran tirados en cualquier sitio, pero puedo asegurar que ese bebé no estaba allí abandonado a su suerte y sin ayuda. Y por eso Carter hizo lo que tenía que hacer, una foto impactante que mostrar al mundo y luego se marchó», sostiene Arenzana. Fueron otras palabras suyas («El parrajarro, te puedo asegurar, no se comió al bebé») las que convencieron a este periodista para, 18 años después, viajar 4.478 kms desde España en busca de la historia jamás contada: la del bebé de la foto de Carter. El niño del buitre.

En el equipaje, también testimonios de testigos presenciales. Joao Silva, amigo y miembro junto a Kevin Carter del llamado Bang Bang Club, estuvo presente aquella mañana en Ayod: «Las madres hacían cola para recoger la comida mientras los niños esperaban sobre la ardiente arena cercana».

Ahora, frente al señor Nyong, brilla la luz de la verdad: «Sí, eso es, mi hijo no corría ningún peligro en aquel momento».

La madre muerta

El extranjero, el kawai, quiere saber cómo era el niño de la foto, su hijo, qué gustos tenía, qué lo diferenciaba del resto: «Para mí fue especial porque nació en un momento muy malo para nuestra familia, su madre murió pronto y eso hizo que le cogiera tanto cariño. Supe que tendría que hacer todo lo que estuviera en mi mano para que saliera adelante». El señor Nyong no contará mucho más ese día, ya que tendrá que recorrer el largo camino de vuelta a casa, a cuatro o cinco kilómetros del centro de Ayod, cuando el sol africano ya dice adiós bajo los árboles, pero promete una nueva cita dos días después.

Esta vez sí, le visitamos en su propia choza. El señor Nyong, miembro de una etnia que practica la poligamia, está encantado con poder presentar al kawai a sus tres esposas (sin contar a la fallecida madre de Kong), a sus nueve hijos, a sus incontables nietos, que rodean al blanco para tocarle el vello de los brazos (los nuer no tienen un solo pelo) y comprobar alucinados que en la pantalla de la cámara aparece su propia imagen. Esta perfecta radiografía de la composición familiar en las tierras de los nuer se aloja en tres chozas de adobe con tejado de paja, protegidas del exterior con una simple empalizada. En su interior unas cuantas vacas aseguran la leche para el desayuno. El resto, 40 reses en total, busca en los alrededores algo de hierba fresca en la polvorienta aridez de la temporada seca.

No queda lejos la tumba de Kong Nyong, muerto en 2007, pero está inaccesible en coche por ausencia de caminos y desaconsejada por los soldados, que recomiendan no salir de la aldea. Una sencilla cruz de madera de acacia (aquí la mayoría son cristianos) marca el lugar bajo una gran arboleda donde descansa el joven Kong, aquel niño famélico que sobrevivió una década al fotógrafo blanco que lo inmortalizó.

Las mujeres del patriarca Nyong, que acaban de llegar del pozo de la aldea acarreando garrafas con agua, preparan el desayuno mientras los pequeños se desperezan. Ellas siguen la tipología de los hombres: altos, delgados, con adornos tribales grabados sobre la piel usando cuchillas de afeitar y punzones. El señor Nyong se pone su mejor traje y muestra para las fotografías su bastón dorado, el que marca la sabiduría propia del jefe del clan. No queda en las chozas ningún objeto o ropa que el difunto Kong tuvo en vida. Todo está repartido. Quizá aquella camiseta de fútbol azul que lleva uno de los pequeños, ya gastada por el uso; quizá aquellos pantalones deportivos llenos de agujeros que luce otro; quizá el colchón sobre el que dormía…

Sobre el terreno, Ayod y sus alrededores es hoy un lugar lleno de vida. Junto al Nilo, y en pleno triángulo del hambre, el principal asunto de conversación es la rebelión militar del comandante George Athor contra el gobierno de Salva Kiir en Juba. Los hombres comentan en los corrillos del mercado que cuenta con 1.000 soldados y ayuda armamentística de los islamistas de Jartúm. Pronto, otro asunto ocupará también sus conversaciones: la llegada de un kawai (yo, el hombre blanco) que ha viajado desde España para buscar a una niña, pues es lo que se había dicho hasta ahora, que aparece en una foto de 1993. Por eso, el señor Kong terminaría viniendo a mi encuentro al poblado. Pero antes pasé varios días de interrogatorios.

Sexo cambiado

«Es que no es niña, es un niño»… Así, con esa frase, empecé a ver luz. El que me hablaba al mirar la foto, el primer habitante de Ayod que se enfrenta a la instantánea de ese buitre blanco africano tomada por Carter, es el commisioner, una suerte de alcalde y general militar encargado de la seguridad. Es visita obligada. Si el commisioner acepta al forastero, podrá moverse a su merced sin que ninguno de los numerosos soldados con kalashnikov pueda detenerle. Si no acepta, tiene muchas posibilidades de ser expulsado, pese a tener todos los permisos en regla. En una mesa en la que se sientan varios ancianos del pueblo junto a oficiales del Ejército de Liberación del pueblo de Sudán (SPLA), despliego no sólo la fotografía ganadora del Pulitzer 1994, sino las copias de los negativos que Carter tomó aquel día de marzo de 1993 en la aldea. Más de 200 instantáneas en la que quedó congelada la hambruna provocada por la guerra que asolaba el sur de Sudán. Junto a él se sienta un nuer de 2,30 metros llamado Malik, quizás uno de los cinco hombres más altos del mundo y atracción, a su pesar, de los niños del pueblo.

Todos se acercan y comienzan a pasarse las fotos unos a los otros. De vez en cuando, señalan a alguien y dicen un nombre. Les pido que anoten en el borde de cada foto si la persona sigue viva y está en Ayod. De ser así, pienso, me ayudaría a encontrar al niño del buitre. El commisioner mira el retrato de un moribundo. «Son fotos muy tristes. Por suerte, ya no estamos así. La paz ha mejorado la vida de la gente». Es extraño oír esa palabra en un lugar en el que uno de cada cinco habitantes es soldado y en el que el colegio se usa como cuartel.

El commisioner quiere oír al hombre blanco contar a qué ha venido y este periodista relata la triste historia de Kevin Carter. Lo haría muchas veces más. El commisioner casi no puede creerlo. «¿Se publicó en todo el mundo una foto de Ayod?». Sí, no sólo se publicó. Ninguna imagen ha sido y es tan comentada como esta, incluso 18 años después, en los foros de internet. El extranjero asegura que no es ningún peligro para la aldea, que sólo pretende encontrar el lugar en el que se tomó la foto, hablar con testigos que puedan conocer el destino de la niña que intenta levantarse ante la amenazadora mirada del buitre. El commisioner observa la foto con atención y reprende al periodista de nuevo. «Se equivoca usted, es un niño, no una niña… Tiene permiso para moverse por Ayod y hacer fotos. Mañana mismo convocaré a varias mujeres del poblado para ver si recuerdan algo».

El padre Antonio, un sacerdote italiano que lleva años en la aldea, promete enseñar la foto en su sermón del domingo. Además de copias de la foto repartidas aquí y allá, el boca a boca sobre la búsqueda se extiende por la aldea como el fuego que arrasa a esa hora el pasto seco.

No es difícil hallar el lugar donde el buitre fue a posarse tras el niño. Está a unos 10 metros del edificio que servía de central de reparto de comida, hoy lleno de soldados descamisados y con sandalias. No es, ni de lejos, un lugar aislado en el que un crío pasaría desapercibido.

Durante su estancia en Ayod, el kawai comprobará como el commisioner cumple su palabra. Al día siguiente, convoca en su oficina a varias mujeres mayores para hacer otro visionado de las fotos. De nuevo, nombres y recuerdos. Este vive cerca del mercado. Este murió hace años de un disparo. Nyaluak Garkuoth descubre a su propia hija sonriendo al fotógrafo al que nadie recuerda. «Murió en la hambruna», aclara, señalando su estómago hinchado y sus brazos cubiertos sólo de piel. Chuol Deng, presente en la reunión, se lleva las manos a la cabeza al descubrirse herido en el mismo dispensario en el que atendían a los niños. Para probar que es él, se levanta el pantalón y deja asomar viejas cicatrices.

Será una de las mujeres que repartía la leche de la ONU entre los niños de la zona, Mary Nyaluak, 60 años, la que dé la primera pista sobre la identidad del bebé. «Es un niño. Se llama Kong Nyong, su familia vive en las afueras». Todos se agolpan en torno a la foto que muchos consideraron maldita. Dos mujeres más le dan la razón. «Sí, es el hijo de Nyong», dicen. El commisioner se levanta, como un resorte:

– ¿Lo ve? Es un niño. ¡Se lo dije!

Carter disparó fotos a decenas de niños en aquel lugar. No es difícil que confundiera el sexo del bebé en su fotografía inmortal.

– ¿Pero está vivo? -pregunta el extranjero, cada vez más nervioso.

Mary cree que sí pero no lo sabe con certeza, hace años que les perdió la pista porque viven lejos, a varios (cinco) kilómetros. Pero promete convocar una reunión entre el periodista y el cabeza de familia. «Mire, aunque no se le ve la cara, todos en su familia tienen las orejas con esta forma». El extranjero pregunta si está segura: «Usted sólo ve a un niño negro más. Yo veo a un niño al que conocí muy bien».

Mary nos da la noticia

Al día siguiente, cuando el boca a boca ha hecho su trabajo, Mary nos dará la peor de las noticias: «Murió hace cuatro años. Consiguió sobrevivir al hambre, pero enfermó. Hoy vendrá su padre a verle. Le han dicho que hay alguien que le busca por una foto de su hijo».

Mientras tanto, varios camiones de soldados abandonan el pueblo camino del frente, cada vez más próximo, por donde avanzan las tropas de Athor. 15 muertos en la primera aldea, 105 en la siguiente. 225 hoy. Gritan canciones que hablan de venganza. La noche anterior el enemigo estaba a 80 km. Hoy a 30. Las dos ONG de la aldea hablan de evacuación en voz baja. Sí. El Ayod de hoy y el de 1993 se parecen. Facciones del mismo ejército que se matan entre sí, mientras el enemigo del norte se frota las manos y saca la calculadora. Si acaso, la diferencia es que hoy la gente no muere masivamente de hambre.

El padre Antonio da un consejo al kawai recién llegado: «Todas las noches los chicos tocan música de tambores en el centro del pueblo. Si esta noche no oyes música, es que la guerra ha llegado hasta aquí». El kawai espera que la música siga sonando para que ningún otro Carter tenga que volver a inmortalizar la hambruna provocada por la guerra, la peor arma de destrucción masiva creada por el hombre.

UNO

Muchos años después, frente a una taza de café en un hotel de Segovia, el fotógrafo Daniel Mordzinski había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el circo. Cada asistente recibía en la entrada un número de papel con el cual participaría en una rifa: el padre de Daniel dobló los dos papelitos, el suyo y el de su hijo, y los guardó en algún bolsillo; y tanto Daniel como su padre se olvidaron de ambos papelitos hasta el intermedio, cuando un payaso ocupó el centro de la pista, hizo el sorteo, sacó el número ganador y lo anunció: era el catorce.

–Nosotros lo tenemos –le dijo Daniel a su padre–. Ganamos, papá.

Su padre buscó el número, revisó cada bolsillo y cada pliegue de la ropa, pero solo encontró el trece. “El otro está por ahí”, le dijo Daniel, y el padre buscó, pero sin éxito: lo había perdido. Daniel, sin amilanarse y con el número trece en la mano, se acercó a la pista. “Soy yo”, le dijo al payaso, “pero el número lo perdimos”. Le debió de parecer inverosímil que el payaso no le creyera, ni siquiera cuando Daniel le hizo notar que ellos dos tenían el trece, que nadie más tenía el catorce, y que si ellos tenían el trece, era evidente que ellos habían tenido el catorce. El payaso repitió el procedimiento, otro número salió, y este número, esta vez, sí tenía dueño. Daniel, que por entonces tendría unos seis o siete años, no recuerda quién fue el ganador, pero sí recuerda –recuerda perfectamente– cuál fue el premio: una cámara Kodak Fiesta instamatic. Se fue de la rifa llorando y no dejó de llorar en toda la tarde. Y muchos años después, frente a una taza de café en un hotel de Segovia, Daniel dice: “Toda la vida. Toda la vida vengándome de esa cámara que me quitaron. Yo sé que es una interpretación muy psicoanalítica de mi oficio, muy argentina. Pero es que me la quitaron, ¿sabés? Era mía y me la quitaron”.

DOS

La revancha, todo hay que decirlo, le ha salido bastante bien: Daniel Mordzinski, ese niño argentino, es hoy uno de los grandes fotógrafos de escritores del mundo, y todo lector asiduo ha visto alguna vez (aunque no la haya reconocido, aunque no sepa quién es Daniel Mordzinski) una de sus fotos. Hasta su fecha de nacimiento es excepcional: 29 de febrero del año bisiesto de 1960. Haber nacido en un día que no existe todos los años lo ha afectado de maneras más o menos ocultas, pero Daniel dice, por ejemplo, que a eso debe su hiperactividad: todos los años tienen para él un día menos de lo debido, y claro, hay que aprovecharlos al máximo.

Ahora pido disculpas y me pongo levemente autobiográfico. Conocí el trabajo de Mordzinski en 1996, después de que un tío, que se había enterado de que me iba a París, sospechara con buen ojo que las razones tenían que ver con la literatura. En la feria del libro de Bogotá se encontró un libro grande, negro y muy bien editado por Norma, donde un fotógrafo de apellido judío fotografiaba a cuanto escritor latinoamericano hubiera pasado por París. El libro se llamaba La ciudad de las palabras, y el fotógrafo, bueno, ya saben ustedes quién era.

El asunto es que poco después, antes de que terminara ese año, conocí a Mordzinski. Fue en la Maison de l’Amérique Latine de París, y una de las primeras cosas que hizo Daniel fue mostrarme a una mujer y decirme: “Es Ugné Karvelis, la ex de Cortázar. ¿Quieres conocerla?”. Y todavía más que el hecho mismo de aceptar que nos presentara (que a mí me emocionó de la manera un poco ridícula en que se emocionan las groupies cuando consiguen, no sé, un mechón de pelo de John Lennon), recuerdo la soltura de Daniel, su simpatía instantánea, su generosidad. Llevo ya doce años viéndolo sacar fotos en varias ciudades, y a todo eso se ha añadido la admiración, no solo por su trabajo, sino por la manera en que hace su trabajo. Hace poco leí un texto de Enrique Vila-Matas que retrata a Daniel de cuerpo entero:

Dice John Banville que en cualquier parte todos los escritores son iguales: obsesivos, resentidos, celosos hasta la enfermedad y siempre pobres. Pero Mordzinski hace caso omiso de esto. Parece uno de sus secretos. Otro es más sutil: los halaga mucho y al mismo tiempo –nadie aún sabe cómo– los maltrata.

Pero los maltrata con infinito cariño. Y yo suscribo lo que dice Vila-Matas: no sé cómo lo hace. En Porto, en octubre de 1998, poco después de que se anunciara el premio Nobel a José Saramago, lo vi pedirle al escritor que trotara delante de un grupo de sus colegas. En la foto (en las tres fotos: es una secuencia) aparece un premio Nobel encorbatado hasta las narices y dando zancadas largas como un niño que se acabara de robar un libro en la esquina. No lo vi, en cambio, con el mismo poder de convicción, lograr que Javier Cercas se metiera vestido en una piscina de plástico, que Juan Marsé jugara al hockey sobre hierba con su nieto, que Enrique de Hériz lo llevara a un faro del Mediterráneo y allí se dejara fotografiar en vestido de baño, que Quim Monzó se parara en mitad de un parqueadero subterráneo y levantara las manos al cielo como un idólatra en trance. Por alguna razón, cuando Mordzinski pide algo, los escritores acceden. Y sobre eso pueden hacerse muchas teorías, pero yo tengo para mí que la cosa es muy simple: Mordzinski es un tipo que siente un interés genuino por los libros y por (casi todos) los que los hacen. Así como los perros huelen el miedo, los escritores detectan a los lectores de verdad, y secretamente les agradecen su existencia. Y la consecuencia es una colección de retratos que abarca todo el ámbito hispánico: un verdadero inventario gráfico de la literatura en nuestro idioma.

Cada lector que conozca a Mordzinski tiene sus fotos consentidas. Las fotografías de Borges y de Cortázar son valiosas como reliquias, porque fueron tomadas cuando el fotógrafo contaba menos de veinte años; pero el retrato de Vargas Llosa con la cara entre las manos, o el de García Márquez con un faro al fondo, tomado desde abajo a lo Orson Welles, son ya verdaderos clásicos. A mí, por razones personales, me gustan las fotos de Ricardo Piglia en un café de París y de Cabrera Infante sentado sobre una pila de libros. Pero las que más me gustan son aquellas en que he sido contratado como extra. Resulta que Daniel prefiere que en sus fotos no se sepa a primera vista quién es el escritor; y a veces, cuando el escenario es un lugar poco concurrido (por ejemplo, un hotel de aeropuerto a medianoche), la gente no suele abundar; y, para que el retrato del escritor (por ejemplo, Héctor Abad) salga bien, algunos hemos debido aceptar la curiosa tarea de figurar en el fondo (por ejemplo, mi esposa y yo). Y todo eso para cumplir con el capricho del fotógrafo. Que no es capricho, por supuesto, sino la forma que tiene sobre el escenario la intuición compositiva de Daniel Mordzinski.

Desde que me fui de París lo he visto en varios lugares, le he servido de extra en varias fotos, y muchas veces he sostenido el telón de terciopelo negro detrás del fotografiado. Esos encuentros suelen suceder menos de lo que ambos quisiéramos, en parte porque su trabajo consiste en salir de su casa, y el mío, justamente, en quedarme en la mía, y en parte por el simple ajetreo de esa vida que él ha escogido para vengarse de una cámara que le quitaron de niño: Daniel se pasa el día cruzando París en moto, siempre vestido de negro, para fotografiarlo todo y a todos; y en los últimos años su reputación lo ha llevado a viajar más de lo que incluso él, viajero impenitente, suele hacer. En marzo pasado expuso en el Salón del Libro de París, al mismo tiempo que Gallimard publicaba sus retratos de escritores israelíes: Terre d’écritures. Enseguida estuvo en Bolzano, donde se hizo un homenaje a su gran amigo Luis Sepúlveda, y Daniel contribuyó con un recuento fotográfico de sus últimos veinte años. Siguieron el Hay Festival de Granada, una exposición en Matosinhos, Portugal, y una participación en la muestra colectiva que se organizó en España tras la entrega del premio Cervantes a Juan Gelman. De julio a septiembre, la Casa de América de Madrid organizó la retrospectiva más importante que se haya hecho hasta ahora sobre su trabajo, y el resultado fue un libro: Fotógrafo entre escritores. 30 años. Otro libro se presentó en Segovia, apenas unas semanas más tarde: Crónica de un festival, editado por la Fundación Mapfre. En noviembre fue invitado al I Festival Internacional de Literatura de Buenos Aires, filba, a mostrar su trabajo en el Museo Malba. Mucha agua ha pasado bajo el puente –quiero decir: mucho líquido revelador sobre los negativos– desde que Mordzinski tomó su primera foto oficial, su primera foto reconocida. Es de justicia poética que el fotografiado haya sido el padre de toda la literatura latinoamericana viva: Jorge Luis Borges.

TRES

Alguna vez le pedí que me contara cómo había sido ese momento. “Tenía 18 años, estudiaba cine en Buenos Aires, no era nadie y no había hecho nada”, me dijo Daniel. “Pero un buen día el director argentino Ricardo Wullicher confió en mí y me dejó hacer un meritorio, era el rodaje del film Borges para millones”. Meritorio: en argentino, dícese de joven asistente (de dirección, en este caso). Así es: antes que la fotografía, la pasión de Mordzinski era el cine, y trabajar con Wullicher, el autor de Quebracho –una película sobre la explotación maderera que Daniel recuerda con fascinación–, era una oportunidad irremplazable. Daniel la persiguió como pudo, poniéndose en el pecho un cartel ficticio del festival de Cannes para entrar adonde estaba prohibido, cambiando ese cartel por otro de Marketing si era necesario, viajando dos días en tren y quedándose dos noches en el hotel de Wullicher. Ya era el Mordzinski que sería después: el hombre capaz de arreglárselas en cualquier situación, el buscavidas por excelencia, un personaje de clara estirpe picaresca.

Borges para millones era un caso especial: la única vez que Borges aceptó ser actor. Wullicher metió sus cámaras a la Biblioteca Nacional, y durante siete horas se dedicó a seguir a un Borges ya completamente ciego, con la intención de hacerle una entrevista después, por aparte, y al final unir los dos resultados (las imágenes de un ciego por un lado; sus palabras por el otro) en el mismo producto. Pero las imágenes no fueron suficientes, y Wullicher le pidió a Borges un segundo encuentro. Borges accedió. “Rodábamos en el barrio porteño de San Telmo, en lo que creo era una antigua pensión”, me dijo Daniel. “Y también allí me acompaño la vieja Nikormat que mi papá me prestaba. Y mirá, será humor negro, pero hice esa foto sintiendo que la ceguera de Borges me daba a mí cierta ventaja”. Daniel se quedó pensando y luego dijo: “Claro, la foto está tomada de lejos. Eso es señal de timidez”.

Una vez le pregunté, por correo electrónico, si ya había decidido una carrera de fotógrafo. Esto fue lo que me contestó:

Ahora es fácil decir que sí, que siempre lo supe. Pero la verdad es que eran tres pasiones las que luchaban por mi corazón: la fotografía, el cine y la literatura. Leía, miraba y soñaba a tiempo completo. Pero es cierto que lo que sí me hubiera gustado hacer es cine. La fotografía fue, digamos, el fruto de una noche de amor entre el azar y la necesidad. En el fondo todo forma parte de lo mismo: de una búsqueda de la verdad invisible, de la maravilla de la narración. Y ese secreto está codificado con palabras/imágenes que igual sirven para hacer películas, fotografías o cartas de amor.

Mordzinski siempre ha dicho que sus influencias no están solo en el mundo de la fotografía. Otra vez le pregunté de dónde salía su idea del retrato, y me dijo: “Si digo Cartier-Bresson no puedo evitar decir Goya, y al mismo tiempo Martial Solal al piano”, dijo él. “Hay tantos… Eso es como elegir un pintor o un músico favorito. A cierta hora del día querés escuchar jazz y en algunos momentos necesitás tararear a Mozart”.

Yo le había oído decir que retrataba con los oídos. Tal vez de eso se trataba, le dije. De la influencia de la música en su trabajo. Daniel me corrigió: “Se trata de otra cosa. No solo de ver en papel el rostro de un escritor sino de oírlo, imaginarlo, captar cierto imaginario compartido. Sí, en cierto modo es oír, o al menos tener la actitud de escuchar”.

CUATRO

Daniel Mordzinski se fue de Argentina, como tantos otros, en plena dictadura militar. Pero nunca –y esto lo ha subrayado con frecuencia– militó en política. Alguna vez me dio su razón, que me pareció tan simple y honesta como válida: no tenía el valor para hacerlo. Cuando se fue, sin saber que no iba a volver nunca, su vida no corría peligro como la de tantos jóvenes en esa época. “Me dan pena los que reivindican un pasado heroico que no tuvieron”, me dijo una vez (él, amigo de muchos expulsados de la dictadura de su país y también de la chilena, está plenamente autorizado para opinarlo). Sea como fuere, Argentina era para él un país donde todo estaba prohibido y donde se vivía bajo el terror, así que la decisión de salir no fue difícil. Pero estaba el asunto práctico: qué hacer y dónde.

Mordzinski había pasado ya por el FotoClub Buenos Aires y por la Escuela Panamericana de Arte, y acabaría llegando a la ESEC, la École Supérieure Libre d’Études Cinématographiques de París. En esos lugares y en esos años recibió todo su aprendizaje teórico. “Todo lo que he estudiado, y ahora, cada día, actualizándome –o intentándolo al menos– a medida que avanza la tecnología, me resulta imprescindible y secundario al mismo tiempo. No desprecio la técnica, que es básica y un buen aliado para un fotógrafo, pero me resisto a darle más importancia que a la mirada, la intuición, la memoria o la pasión”. Y es que había, además, otros aprendizajes por hacer, y por otros caminos.

“Llega un momento”, me dijo hace poco en Segovia, “en que a los fantasmas –ya sean sentimentales, familiares, religiosos o políticos– hay que plantarles cara. Probablemente en Israel estaban muchos de los míos, y los fui a visitar”.

Le pedí que me hablara de eso.

“Durante siete años conviví con utopías y amores esenciales en mi formación”, me dijo. “En la Facultad de Tel Aviv estudié literatura y conocí a Vivi, el amor de mi vida”. La fotografía, la literatura y Viviana Azar, música de profesión y madre de Jonás y Anaël: no por nada Mord zinski se siente tan atado a esas tierras. Las utopías a que se refiere tienen que ver con su amistad con Miki Kratsman, un fotógrafo argentino-israelí que se ha dedicado durante años a traernos imágenes de los territorios palestinos. En 1982 Daniel comenzó su carrera de fotógrafo profesional como corresponsal de Media Images y Sipa Press, y durante los años que siguieron solía agarrar su cámara y acompañar a Kratsman, cada semana, a los territorios ocupados. “No sabía por qué lo hacía”, me dijo Daniel. “Era igual que coleccionar escritores, una cosa un poco irracional. Quería fotografiar la Intifada, pero no solo las cosas que suceden, sino por qué suceden. Ver un cuarto palestino con cuatro colchones en el suelo te hace entender más que ver a un niño tirando una piedra”. Daniel siempre ha preferido a esos fotógrafos viajeros: “Los que tienen una idea road movie de la fotografía, ¿sabés? La cámara como pasaporte, como medio para conocer al otro”. Israel hizo parte de esa ética. Conocer, entender, fueron palabras que repitió con frecuencia en esa época. Y uno siente que sí: que ha conocido, que ha entendido. “De las mil maneras que hay de ser judío”, dice, “yo siempre he preferido la que me vincula con una tradición intelectual, con esa condición moral del exiliado que tiene algo de hidalgo medieval y prefiere pasar hambre antes que agredir a un hermano”.

Me di cuenta de que nunca habíamos hablado de esos años. A pesar de mi interés por el tema, nunca le había hecho a Daniel preguntas sobre su judaísmo, ni sobre la religiosidad de su familia, ni sobre su relación con Israel. Me había quedado sorprendido, eso sí, después de oírle casualmente hablar en hebreo perfecto con los asistentes a una conferencia literaria; pero tampoco entonces le había preguntado todo lo que me hubiera gustado saber (siempre me han interesado las personas divididas, que llevan más de una religión o lengua o nacionalidad a cuestas, y Mordzinski es una de ellas). Pero Daniel no habla demasiado de sí mismo, quizás por las mismas razones que lo hacen vestir siempre de negro y negarse a ser él mismo fotografiado. Si hay una foto suya, tenga por seguro el lector que le ha sido tomada a la fuerza, o por lo menos con chantajes más o menos cariñosos. A Daniel no le gusta, nunca le ha gustado, ser el protagonista.

En marzo de este año, el Salón del Libro de París se dedicó a la literatura escrita en lengua hebrea. En el marco de ese salón se organizó una exposición de Mord zinski: eran retratos de escritores israelíes que Daniel había tomado unas semanas atrás, dieciocho años después de haber dejado su vida en Israel, y que se acababan de publicar en Terre d’écritures. Ya he hablado en otra parte de la dificultad que tuvo Daniel para escoger la portada del libro: las imágenes que más le gustaban eran las más políticas, y no le interesaba reducir al problema político la imagen de unos escritores que se han esforzado siempre por trascenderlo. Pero siempre se puede contar con la realidad política, o con la estupidez que impregna la realidad, para echar abajo cualquier intento de sutileza o aun de tolerancia. Y así sucedió que un grupo de fanáticos decidió aprovechar el Salón del Libro para montar, con el apoyo de algunos escritores y editores árabes, un boicot de la literatura hebrea. “¿Te imaginas boicotear a Grossman, Oz, y a todos esos escritores que son los protagonistas del diálogo, que apoyan la creación de un Estado palestino?”, me escribió Daniel por esos días. “El boicot es un auto de fe y solo beneficia a los extremistas”.

El domingo anterior a este intercambio, con el Salón lleno de familias con hijos pequeños, había sido necesario evacuar las instalaciones tras una llamada anónima y amenazante. Se suspendieron todas las conferencias de la tarde. Entre ellas había una que le interesaba a Daniel particularmente: Abraham B. Yehoshua, un gran escritor israelí que Daniel había fotografiado en su propia casa, iba a hablar de la paz.

CINCO

En1988 hubo un nuevo cambio de vida. “Sentí que París volvía a llamarme y se me impacientaba”, suele decir Mordzinski. “Así que regresamos”. Y ya no se ha movido de allí.

París es un gran tema con Daniel: como tantos latinoamericanos de su generación y de las siguientes, la conoció primero en las páginas de Rayuela; irse a vivir allí fue, entre muchas otras cosas, un acto literario. París le obsesiona: no por nada es el escenario de La ciudad de las palabras, 31 retratos de escritores latinoamericanos en esa ciudad que ha sido un fetiche, un desencanto, un milagro, un conflicto. “El más latinoamericano de los franceses y el más francés de los latinoamericanos”, lo ha llamado José Manuel Fajardo.

Allí, en París, nos encontramos en octubre pasado. Yo había comenzado ya a escribir este texto, y le pedí que nos viéramos para hablar. Daniel llegó a las nueve de una mañana lluviosa (y perdón por hacer literatura) a mi hotel de la Avenue d’Italie, muy cerca del apartamento donde pasó siete años, donde nacieron sus dos hijos y al cual iba yo a visitarlo cuando vivía en París. En el sótano inhóspito, mientras yo desayunaba una taza de café y un par de frutas sin gracia, hablamos de todo y de nada, sin grabadora ni libreta de apuntes. Le pregunté algo que –increíblemente– nunca le había preguntado: si la vida le ha salido como la había querido. “El precio que se paga por hacer lo que te gusta es el de la precariedad y la inseguridad”, me dijo Daniel. “Llevo treinta años haciéndolo y aún me asaltan las dudas de si no debería sentar cabeza y buscar un empleo fijo en un periódico. Pero al mismo tiempo siempre he sabido –sí, desde el principio– que esto era lo mío”.

Esto, dice Daniel Mordzinski. Esto era lo mío. ¿Pero qué era esto? ¿Fotografiar escritores? La especialización es, cuando menos, poco usual, y en todo caso paradójica: ¿no es cierto que lo importante de un escritor es todo lo que no es su imagen?

“Imagino que soy un letraherido, simplemente”, dijo Daniel. “Al fin y al cabo hago lo que me gusta. Me he salido con la mía: fotografío –y conozco y frecuento y quiero– a los autores que me hacen soñar, llorar o reír cuando leo. Digamos que, en cierto modo, he llevado la fantasía del lector cortazariano al extremo”.

(Vila-Matas estaría de acuerdo. En ese texto suyo que he recordado antes se lee: “Mordzinski es el cortazariano más consciente de ser cortazariano que he conocido”.)

“Pero lo tuyo es una obsesión”, le dije. Es lo que le hubiera dicho cualquiera al verlo perseguir como un cazador a una de sus víctimas: yo, por lo menos, lo he visto colgarse de escaleras en espiral, o darse cuenta de algo y en un instante lanzarse a un sprint olímpico para llegar a algún sitio antes que el potencial fotografiado. “¿Cómo nació? ¿Con un libro, con un autor, con un incidente?”.

“Imagino que nació cuando cobré conciencia de que esos escribientes, esa gente que para mí era importante, a la que había dedicado muchas horas de lectura, eran seres de carne y hueso”, dijo Daniel.

“De carne y hueso”, dije yo.

“Gente normal con sentimientos y dudas”, dijo Daniel, “y no cómplices de un producto prefabricado. Supongo que eso se debe a que leía a Cortázar o a Juarroz en lugar del Reader’s Digest”.

“Pero es que no son gente normal”, le dije. “Justamente”.

“Ha habido de todo”, dijo él, “y cada caso es distinto. Yo he encontrado grandes amigos y sorpresas desagradables, pero éstas son las menos. He aprendido que una cosa es el escritor y otra lo que escribe, y también que no hay ninguna relación entre la calidad literaria y la fluidez en el retrato. Y además hay días buenos y días malos, para los escritores y para mí. No hay normas. Lo grande es que el balance es positivo y creo que voy consiguiendo algo que a la gente le interesa y le gusta y, mejor aún, resulta útil, en ocasiones, a quienes se acercan al mundo de las letras o quieren conocer mejor a un escritor. Lo mejor es que tengo muchos y grandes amigos entre los escritores que he retratado. Tal vez porque la amistad flota en todo este proceso con un peso muy específico”.

Amistad es una palabra grande en el diccionario de Daniel. Después de unos años con él, a cualquiera le gustaría aplicarle aquella frase de García Márquez sobre Cortázar: “El argentino que se hizo querer de todos”. Daniel está inmerso en un nuevo proyecto: una serie de fotografías de escritores en cuartos de hotel. “¿Qué escritor no ha escrito una página o tenido una idea en un hotel? El hotel como metáfora de la vida: un lugar de paso”. Después de despedirnos me quedé pensando en hoteles. El hotel como escenario de ficción: el Hotel Savoy de Joseph Roth, el Hotel New Hamsphire de Irving, el Hotel Majestic de Simenon. Pensé también en una de las primeras cosas que hice al llegar a París en 1996: recorrer la ciudad en plan descaradamente fetichista, buscando los hoteles donde habían vivido algunos de los escritores que me gustaban. El Hotel d’Alsace, en la rue des Beaux-Arts, era uno de mis favoritos: ahí murió Oscar Wilde, ahí se hospedaron Borges y Cioran. En el Hotel de l’Élysée se encontraron una vez Joyce, Eliot y Wyndham Lewis. En la tarde, al llegar a mi casa de Barcelona, le puse un email a Daniel con estas informaciones, pensando que tal vez podrían servirle, porque Daniel también tiene su lado fetichista, porque también él llegó a París con un libro en la mano. Me contestó al día siguiente:

Lo que quiero con este libro es desmitificar el acto de la escritura y mostrar algo tan simple (pero tan difícil de atrapar) como el recogimiento del autor. Ese momento en que está en el cuarto de escritura. La pieza de hotel, la ventana que da al patio, el espejo ajeno donde se mira antes de poner manos a la obra. O donde se acaba por escribir una obra maestra, quién sabe. En realidad, es todo muy sencillo: hay un momento del día, del mes o del año, en que el escritor mira a su alrededor y se ve rodeado por un papel pintado que no puede ser de verdad y bajo unas goteras que quizá nunca vuelva a ver, y decide escribir. Y nosotros, lectores, leemos y soñamos esas palabras durante el resto de nuestras vidas.

Ahora Daniel Mordzinski está en Cartagena, dándole un nuevo peldaño a esa relación, que ya es de una complicidad envidiable, entre sus fotos y el Hay Festival. “Los del Festival, la gente de Mapfre, han cambiado la relación que hay entre la cultura literaria y la gente”, dice. “No me cabe la menor duda. Yo nunca he visto en ninguna otra parte del mundo esa relación entre los autores y su público. Y para mí ha sido un honor ser fotógrafo de ese evento en marcha”. Pues bien: allí, en Cartagena, prepara una exposición de sus fotos donde los lectores podrán ver con sus propios ojos todo lo que digo: que Mordzinski maltrata a los escritores, que a los escritores les gusta, que el resultado del tierno maltrato es un trabajo extraordinario, y que los parecidos entre un fotógrafo y un escritor son más de los que suelen aparecer a primera vista. No es por nada que Daniel suela ir por ahí recordándole a la gente el significado de la palabra fotógrafo, que quiere decir “el que escribe con la luz”.